Presentación de Omar CortésCapítulo sextoCapítulo octavoBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

*****

LIBRO SEGUNDO

Las dos profesiones

Capítulo séptimo

De cómo se hicieron las ceremonias para la fundación del convento de Santa Teresa


Se practicaron activísimas diligencias para averiguar el autor de la muerte de don Fernando y nada pudo sacarse en limpio: la pobre María y la criada fueron puestas en estrecha prisión, pero tampoco pudo obtenerse de ellas una confesión que diese alguna luz en el proceso.

Entre tanto las obras del convento de Santa Teresa seguían con increíble presteza, y todo estaba ya preparado cuando llegó el breve de Su Santidad para la fundación del convento, incorporándole en la Orden de Carmelitas descalzas de la nueva reforma, concediéndole todas las gracias y privilegios que a los conventos de España, y nombrando por fundadoras a Sor Inés de la Cruz y a Sor María de la Encarnación.

Se determinó la traslación de las fundadoras a su convento para el 1° de marzo, y se comenzaron a hacer espléndidos preparativos.

Doña Beatriz, en silencio y triste, continuaba también preparando sus galas para acompañar a la virreina, como su dama, en el día de la eeremonia.

Llegó el día último de febrero del año de 1616.

El templo de Jesús María estaba profusamente iluminado, los altares cubiertos de plata, y ricos sillones recamados de oro, y en bancas cubiertas de terciopelo carmesí, con flecos y borlas de oro, se sentaba una escogida y noble concurrencia.

El virrey, el arzobispo, el obispo de Michoacán, que estaba en México, la real Audiencia y los tribunales, el Cabildo eclesiástico y el de la ciudad, y un sin número de damas y caballeros de las primeras y más ricas familias de la ciudad.

Se iba a verificar la ceremonia del cambio de hábito de las dos monjas fundadoras. El Arzobispo y el virrey ocupaban los dos asientos inmediatos a los dos lados de la reja del coro bajo.

Se hizo la bendición de los nuevos hábitos y después entonó el Arzobispo las vísperas, que se cantaron con toda solemnidad.

Las dos fundadoras se presentaron entonces en la reja acompañadas de las hijas de la virreina, que habían entrado a servirlas de madrinas y se arrodillaron. Se leyó el breve de Su Santidad, y el arzobispo, después de una corta y elegante plática, recibió de ellas los nuevos votos de la religión de Santa Teresa; y entonces las madrinas, desnudándolas de los antiguos hábitos, las vistieron los nuevos que en dos fuentes de plata tenían fray Nicolás de San Alberto y fray Rodrigo de San Bernardo, carmelitas descalzos del convento de México.

Durante toda la ceremonia doña Beatriz lloraba sin levantar la cabeza, y don Pedro de Mejía y don Alonso de Rivera la observaban desde lejos.

Terminada la ceremonia que hemos procurado pintar con la misma sencillez que refieren los antiguos escritores (por no faltar a la verdad histórica) comenzaron a salir del templo y a dispersarse por todas partes los fieles que habían asistido a la solemnidad.

Doña Beatriz subió en uno de los carruajes de palacio, y don Pedro y don Alonso en una rica estufa, que les llevó a la casa de la calle de la Celada.

— Profundamente triste está doña Beatriz —dijo don Pedro.

— Es natural, que el golpe que ha recibido no es para menos; pero descuidad, que el tiempo la consolará y de pensar tiene en otro hombre a quien dar su mano; que no vive bien en la sociedad una dama sin la sombra de un marido.

— ¿Y creéis que alguna vez pudiera llegar a aceptarme por esposo?

— No lo dificulto, removiendo el obstáculo del oidor que tanto perjuicio nos ha causado, y que, gracias a vos, no ha podido ver su triunfo.

— Gracias a mí, no, don Alonso, sino gracias a la Sarmiento que se ha manejado de manera tal, que no tenemos aun en nuestra conciencia el peso de la muerte de don Fernando.

— ¡Bendito sea Dios! ¿Y no sabréis decirme qué se ha hecho del tunante bachiller, Martín de Villavicencio?

— En verdad que no me será fácil daros una razón exacta: que desapareció de México la misma noche de la muerte del oidor, y nadie de él más ha vuelto a saber.

— Es una desaparición milagrosa, y a propósito de desapariciones ¿y aquella vuestra famosa viuda?

— ¿Cuál?

— Luisa, la mujer que fue de don Manuel de la Sosa.

— Con gran cuidado me tiene su pérdida, y el no haber sabido más de ella.

— ¿Tanto así la amabais?

— No es precisamente por amor por lo que me preocupa, sino por otra cosa que ocultaros no debo, tanto porque entre nosotros no debe ya haber secretos, cuanto porque en esto necesito de vuestra ayuda y consejo.

— ¿Qué es, pues?

— Mirad: yo tenía, como sabéis, amorosas relaciones con Luisa desde hacía ya muchos meses, cuando su marido murió. Entonces me exigió Luisa, para continuar en ellas, que le firmase formal promesa de matrimonio.

— A lo que vos, por supuesto, os negasteis.

— Por el momento neguéme; pero la violencia del deseo de saber un secreto importante, que a precio de aquella firma me ofreció Luisa, me obligó a condescender y di por escrito la promesa.

— Malo estuvo ese paso. ¿Pero el secreto valía lo que el sacrificio?

— Sí, que era nada menos que la noticia de los amores de doña Blanca, mi hermana, con don César de Villa-clara, que iban a reducirme la mitad de mi caudal.

— Afortunadamente para vos, a resultas de la herida que me infirió don César, el virrey lo ha desterrado a Filipinas por ocho años.

— Yo he puesto en clausura tal a doña Blanca, dentro de mi casa, que a no ser para el convento o para elcamposanto, no saldrá nunca.

— Pero volvamos a Luisa. ¿Qué hicisteis luego?

— Al otro día volví a buscarla, pero ya no estaba en su casa. Todos los criados habían sido despedidos y las habitaciones estaban cerradas, y una familia que cuidaba de ellas no tenía conocimiento de lo que había pasado con Luisa, porque ese mismo día la habían llamado para que se encargase de la casa.

— Entonces podéis estar tranquilo.

— Os engañáis, don Alonso, porque no conocéis vos a esa mujer. Se ha ocultado sin duda para asegurar más el golpe; la temo y por eso estoy preocupado.

— En ese caso, si os parece, busquémosla.

— Sería lo más prudente.

— Pues desde mañana haremos comenzar las pesquisas.

El coche había llegado a la casa de don Alonso y los dos se apearon, y, subiendo pausadamente las escaleras, entraron a las habitaciones, tristes y sombrías, desde que faltaba allí doña Beatriz.

Amaneció el 1° de marzo de 1616, y el mismo numeroso y lucido concurso que el día anterior, invadió las naves del templo de Jesús María.

El Arzobispo don Juan Pérez de la Gema llamó a las fundadoras del nuevo convento, y para hacer su traslación rompió sus antiguos votos de clausura en Jesús María.

Era un espectáculo curioso y tierno ver la salida de aquellas dos religiosas, que habían vivido tantos años bajo el techo de aquel santo asilo y al lado de sus hermanas, dejar todo eso para siempre y arrojarse a la nueva empresa con toda la fe de los apóstoles.

Todos los ojos brillaban con el llanto y todos los corazones latían de emoción.

Sor Inés de la Cruz y Sor Encarnación, vestidas ya con el modesto sayal de las carmelitas, fueron rodeadas por aquella deslumbradora concurrencia y salieron a montar en las carrozas con sus madrinas, las hijas de la virreina, como arrebatadas en una nube de oro y de seda, de tisú y de plumas, de joyas y de flores.

Era la humildad y la pobreza, llegando al cielo entre un coro de arcángeles. Sor Inés rezaba y, sin embargo, al pasar por frente a doña Beatriz, se detuvo.

— Doña Beatriz —dijo con su acento inspirado— vos habéis sido el medio que su Divina Majestad eligió para llevar adelante sus misteriosos fines; pero Dios ha querido heriros con la tribulación y el dolor, para que encontréis el consuelo en donde mismo lo habéis sembrado vos: el Señor os ha visitado.

Doña Beatriz se inclinó y lloró.

La comitiva siguió adelante y todos subieron en las carrozas, que siguiendo a la del palacio, llegaron a la iglesia Catedral.

No era entonces la Catedral la misma que hoy es. Aquélla, comenzada a formar en tiempo de Hernán Cortés, no contentó con toda su magnificencia el alma grande del sombrío Felipe II, y queriendo para la primera ciudad de Nueva España un templo digno de la opulencia de la colonia y del poder de la metrópoli, despachó cédula a la real Audiencia y al virrey don Luis de Velasco I, para que se construyese la Catedral que hoy existe.

Entonces, es decir, en los días a que se refiere nuestra historia, las sagradas ceremonias tenían lugar en el antiguo templo que estaba cerca del moderno y que fue derribado para que su recinto sirviera de atrio.

Las fundadoras del convento de Santa Teresa llegaron a la Catedral, conducidas por una inmensa muchedumbre, y allí el Arzobispo, vestido de pontifical, celebró el sacrificio de la misa.

Tratóse luego de la advocación que debía darse al nuevo convento, y en una soberbia urna de plata, ricamente cincelada, se depositaron cédulas con los nombres que debían entrar en este sorteo de devoción.

Un niño bello y rubio como un ángel, llevado de la mano por el Arzobispo, sacó una de las cédulas.

Señor San José —dijo el prelado leyéndola y volvió a introducirla adentro.

Dos capellanes de coro movieron violentamente el ánfora, y por dos veces se repitió la operación y por dos veces resultó Señor San José.

Decididamente la suerte se había puesto de acuerdo con el esposo de María, o la suerte en ese día trabajaba de orden suprema.

Entonces las fundadoras, acompañadas de toda la concurrencia y cubiertas con sus grandes velos negros, se dirigieron en solemne procesión a su convento, cuya iglesia estaba en la misma manzana que hoy, pero en la esquina que mira para la calle del Hospicio de San Nicolás.

La virreina, sus hijas y doña Beatriz, entraron a los claustros con las fundadoras, y allí el Arzobispo mandó a Sor Inés y a Sor Encarnación que levantaran sus velos para dar gracias a la virreina y su familia por haberlas acompañado.

La virreina se despidió, y se preparaba ya a salir cuando repentinamente doña Beatriz se arrojó llorando a sus pies.

— ¿Qué es esto, doña Beatriz? —preguntó doña María de Ríederes— ¿qué repentino mal os acomete?

— Señora, no me alzaré de aquí hasta no conseguir el permiso y la protección de V. E. para tomar el hábito de novicia en este convento.

— Bien, doña Beatriz, pero eso no es cosa de resolverse de repente. Pensad, meditadlo, no os precipitéis.

— No señora, por Dios y por sus santos, por la vida de su Excelencia el señor virrey , no me neguéis esta gracia en que vais a darme más que la vida, la salvación de mi alma y la calma de mis últimos años.

— Pero, doña Beatriz, reflexionad.

— Nada puedo reflexionar ya que no haya pensado desde antes —decía Beatriz abrazando las rodillas de doña María y besando sus manos—. No, no me arranquéis ya, señora, de esta santa morada, a la que Dios me destina y a la que hace tiempo me siento llamada.

— Doña Beatriz —dijo solemnemente la virreina — considerad que el dolor de la muerte de don Fernando os ciega hasta haceros confundir la vocación con la desesperación.

— Señora, si no encuentro amparo ni consuelo sino en el claustro y con Dios ¿por qué me lo queréis cerrar, señora, sin tener compasión de mí?

— Dentro de pocos años el tiempo habrá curado el dolor, y quizá os arrepentiréis de vuestra imprudente profesión.

— Dentro de pocos años el sepulcro se habrá cerrado sobre mí, y partir quiero de la vida muriendo esposa de Cristo.

— Señora —dijo el Arzobispo terciando en el diálogo— permítame Vuesencia que le diga, que sería ya cargo de conciencia impedir más a esta dama que se consagre a Dios.

— Sea como queráis.

Doña Beatriz, radiante de gozo, besó las manos de la virreina y del Arzobispo, y se arrojó llorando en los brazos de las hijas del virrey.

Como si ya todo estuviera preparado, trajeron en el momento un hábito de novicia que el Arzobispo vistió a doña Beatriz.

Sor Inés de la Cruz estaba encantada con la milagrosa vocación de la primera novicia de su convento.

El virrey y su familia salieron tristemente del templo y en la ciudad corrió inmediatamente la nueva de que había tomado el velo, como la primera novicia del convento de Santa Teresa, la hermosa dama doña Beatriz de Rivera, bajo la advocación de Sor Beatriz de Santiago.
Presentación de Omar CortésCapítulo sextoCapítulo octavoBiblioteca Virtual Antorcha