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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO SEGUNDO

Las dos profesiones

Capítulo décimosegundo

De lo que Luisa y Teodoro trataron y de lo que éste hizo después


La comitiva se detuvo en la puerta de la casa de la bruja. El Ahuizote pagó algo a los que le habían acompañado y se retiraron llevándose la silla. Luisa y el Ahuizote entraron seguidos de Teodoro, a quien no habían visto hasta aquel momento, porque los había seguido cautelosamente.

El Ahuizote le miró con extrañeza, pero Luisa le reconoció al punto.

— ¿Por qué me seguís, qué pretendéis de mí? —le preguntó.

— Quiero hablar con vos a solas —dijo Teodoro.

— Entrad.

La Sarmiento, que esperaba, se retiró al interior de la casa con el Ahuizote para dejar en completa libertad a Luisa y a Teodoro.

— Ya estamos solos —dijo ella — ¿qué queréis?

— Quiero que me digáis cuanto habéis alcanzado a saber acerca de la muerte de don Fernando de Quesada.

— Os lo diré.

— ¿Quién lo mató?

— El bachiller Martín de Villavicencio y Salazar.

— ¡El bachiller! ¡Su amigo, su protegido! —exclamó Teodoro espantado—. ¡Imposible! Martín hubiera dado su vida por el oidor.

— Así es en efecto; pero ese bachiller ha muerto a don Fernando, ciego por los celos y sin conocerle; había sido una escena preparada para que diese este resultado.

— ¿Podéis referime todo eso?

— Sí que puedo, oíd.

Y Luisa contó a Teodoro cuanto sabía, y cuanto había inferido de la muerte del oidor, por las relaciones de la Sarmiento y del Ahuizote. El negro la escuchó con profunda atención hasta que concluyó de hablar.

— ¿Conque es decir —preguntó entonces— que vos no creéis que fue culpable ese bachiller?

— De ninguna manera.

— ¿Y vos le conocéis?

— Ayer le he visto aquí, que aquí está oculto, huyendo de la justicia.

— ¿Podríais conseguir que hablase conmigo?

— Fácil será, si queréis bajar al subterráneo en donde está oculto.

— Bajaré, si me conducís.

— Entonces esperadme.

Luisa dejó un momento solo a Teodoro, habló con la Sarmiento y volvió trayendo la bruja un candil encendido.

— Seguid a esta señora, y os guiará hasta donde podáis hablar con el bachiller.

— ¿Es la señora Sarmiento?

— La misma —contestó la bruja.

— Por muchos años —dijo Teodoro, mirándola como si quisiera grabar profundamente en su memoria aquella fisonomía.

Bajaron por el caracol que conocemos, y la vieja se dirigió a la puerta de la bóveda en que estaba Martín.

— Señor bachiller, señor bachiller.

— ¿Qué se ofrece? —dijo desde adentro Martín.

— Levántese su merced y mire que aquí le traigo una visita, que mucho empeño ha tenido en verle.

Martín se levantó apresurado, y al mirar al negro favorito de doña Beatriz casi dio un grito. Teodoro quedó en silencio hasta que la Sarmiento se retiró.

— Teodoro —dijo Martín— ¿venís a echarme en cara mi conducta? ¿A matarme, acaso, de orden de vuestra ama?

— No, señor bachiller, no. Yo no tengo ya ama: desde que doña Beatriz ha tomado el velo, no sería capaz de pretender una venganza. Vengo a veros, a consolaros, a sacaros de este sepulcro, en donde estáis ya casi desconocido.

Y era verdad. Martín no era ya el joven rubicundo, ni el garboso bachiller de otros tiempos: la oscuridad, el aire húmedo y malsano del subterráneo, y sus padecimientos morales, le habían cambiado enteramente.

No había envejecido, pero estaba pálido; su cabello y su barba habían crecido en desorden, y sus ropas estaban hechas pedazos; el pobre de Martín daba lástima.

A la Sarmiento no le convenía que saliese aún por desvanecer las últimas sospechas, y Martín se secaba en aquel antro de tristeza, de fastidio, de falta de aire, de luz, de libertad.

— Quiero sacaros de aquí —continuó Teodoro— llevaros conmigo para que me ayudéis a perseguir y a castigar a los asesinos de don Fernando.

— Pero Teodoro, si el asesino soy yo, yo el culpable.

— Vos no, don Martín. Vos no habéis sido sino el instrumento ciego e inocente de esa maldad: hay una trama infernal que yo os revelaré, porque yo lo sé todo.

— Una trama ¿y cuál?

— Paciencia y prudencia por ahora; sólo puedo deciros que ni vuestra María era infiel, ni el oidor iba a visitarla, ni nada de todo aquello. Que fue una comedia preparada para que diese el resultado que dio, y en caso de ser descubierta, vos resultarais el único culpable, y vuestros celos dieran bastante causa al asesinato y no se buscaran otros motivos que pudieran comprometer a alguien.

— ¿Conque María es inocente?

— Inocente, os lo aseguro.

— Cuánto es agradezco esta noticia —decía Martín casi llorando y abrazando el cuello de Teodoro.

— Ahora, salid de aquí y vámonos.

— ¿Pero la justicia...?

— Nadie ha pensado en atribuiros la muerte de don Fernando; yo mismo, que quería saber con tanto empeño quién le había dado el golpe, no pude hasta esta noche averiguarlo. Con que así nada temáis y seguidme.

El bachiller tomó su capa, su sombrero y el candil que le servía para alumbrarse en su escondite, y echó a andar conduciendo a Teodoro.

Llegaron hasta la trampa que cerraba la bóveda del subterráneo. Martín empujó, estaba cerrada, llamó y nadie contestó; hizo esfuerzos, y la puerta no cedía.

— Nos han cerrado —dijo Teodoro.

— ¿Será casualidad?

Un fuerte olor de azufre que se iba haciendo más denso a cada momento, comenzó a percibirse en el subterráneo.

— Aquí hay alguna nueva maldad —dijo Teodoro.

— ¿Pero contra mí y contra vos? ¿Quién ...?

— Luisa —dijo tranquilamente Teodoro.

— Es verdad ¿esa mujer os ha visto? ¿Sabe que estáis aquí?

— Sí.

— Entonces ella ha preparado todo esto. Quieren dejaros morir aquí, y a mí con vos también.

El humo del azufre era insoportable.

— ¿Y este humo? —preguntó Teodoro.

— Es sin duda para apresurar nuestra muerte.

Martín, que estaba más débil, comenzaba ya a sentirse desvanecido, a toser mucho y apenas alcanzaba respiración ...

— Están ya conversando los dos —decía la Sarmiento a Luisa, después de haber dejado a Teodoro con Martín en el subterráneo.

— Pues sería bueno que nunca más salieran de ahí ninguno de los dos.

— ¿Por qué?

— ¡Cómo! ¿Olvidáis que el bachiller puede de un día al otro averiguar lo que aconteció con el oidor, y tornarse en vuestro enemigo y haceros él solo más perjuicio que todos los familiares de la Inquisición, si es que no le acompañen ellos entonces para perjudicaros también?

— Pero eso está largo.

— No tanto, que el negro que sabe también graves secretos míos, trae el objeto de hacer causa común con el bachiller, para perseguir a los que prepararon la muerte de don Fernando; y ese negro sabe más cosas de las que vos podéis suponeros: os lo aseguro. Y en cuanto hablen los dos dejan todo más delgado que un pelo, y témeme que si vos acabáis en la hoguera, yo corro peligro de no salir muy bien librada.

— Entonces ¿para qué me habéis hecho juntarlos?

— Porque juntos es más fácil saber qué hacemos con los dos.

— Os comprendo ¿pero qué podemos dos mujeres? ¿Será necesario llamar al Ahuizote?

— No, mirad ¿tiene llave la entrada del subterráneo?

— Sí, y muy fuerte.

— ¿Y tiene otra salida?

— No.

— Pues en primer lugar cerrad la boca del subterráneo.

La Sarmiento cerró con llave la entrada.

— Ya está —dijo.

— Bien, ahora como les falta aire y qué comer, ellos acabarán sin que tengamos por qué apurarnos.

— Pero eso será cosa de tres o cuatro días, y en ese tiempo necesito yo entrar ahí.

— Podemos precipitar el lance, si gustáis.

— ¿Cómo?

— ¿Hay alguna ventana o claraboya, que dé para esos subterráneos?

— Sí, hay una, pero muy pequeña.

— No importa, enseñádmela.

La bruja llevó a Luisa a la recámara, y debajo de la cama en que ella dormía levantó una pequeña losa que descubrió un agujero que comunicaba con el subterráneo.

— ¿Tenéis unas pajuelas de azufre?

— Sí.

— Traedme cuantas tengáis.

La Sarmiento trajo dos o tres gruesos paquetes de pajuelas de azufre.

Luisa comenzó a dividirlos en hacecillos, y luego encendiéndolos en el candil los fue arrojando unos en pos de otros por el agujero, hasta que cayó el último y tapó con la losa: todos ardieron y formaban en el fondo un montoncillo que producía nubes espesísimas de humo.

— ¡Ah! entiendo —dijo la Sarmiento—, como hacemos con las casas enratonadas. ¿Pero mis animales que también están allá abajo?

— Esos ya se murieron —contestó sonriéndose Luisa — pero al fin que dinero sobrará después para todo, y que más vale que mueran esas sabandijas que no que vayamos a dar nosotras al Santo Oficio.

En ese momento se escucharon los golpes que daba Martín en la entrada del subterráneo.

— A otra puerta, señores —dijo Luisa riéndose— lo que es por ésa no saldréis ni con los pies por delante, porque yo supongo, señora Sarmiento, que les daremos honrosa sepultura en las mismas bóvedas.

— Por supuesto.

— Entonces pueden morir en paz ...

El bachiller se sentía expirar.

— Estamos perdidos —dijo a Teodoro.

— Veremos —contestó el negro, y pasando delante de Martín comenzó a examinar la trampa.

El humo hacía llorar.

Teodoro examinó la fortaleza de la cerradura y luego con mucha calma bajó al subterráneo y tomó una viga que allí había y volvió a subir con ella.

Luisa y la Sarmiento no habían contado con la fuerza titánica de Teodoro.

El negro tomó con sus dos manos la vigueta y balanceándola dos veces para darle impulso, la levantó violentamente para abrir la puerta que estaba sobre su cabeza. A los tres golpes la puerta saltó hecha pedazos, y Martín y Teodoro salieron del subterráneo.

Las dos mujeres los veían espantadas desde un rincón.

Sin decirles nada, sin inclinarles siquiera la cabeza, Teodoro y Martín atravesaron delante de ellas y salieron a la calle.
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