Presentación de Omar CortésCapítulo décimoCapítulo décimosegundoBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO SEGUNDO

Las dos profesiones

Capítulo décimoprimero

Cómo en donde menos se piensa ...


Don Pedro y don Alonso esperaban con impaciencia la hora de la cita con Luisa, en la casa de la calle de la Celada.

Todo estaba dispuesto por ellos de la manera más a propósito para apoderarse de aquella mujer, si la ocasión se presentaba favorable para hacerla desaparecer.

Don Alonso no quería tener más auxiliar en la empresa que a Teodoro, a quien no conocía sino por su lealtad con doña Beatriz y su discreción.

Teodoro tenía ya en toda forma su carta de libertad, otorgada por doña Beatriz; pero ni había querido demostrarla, ni hacer uso de ella, como hemos visto, con el solo objeto de seguir la pista a los que habían causado la muerte del oidor y la desgracia de doña Beatriz.

Sonaron las ocho de la noche en un inmenso reloj que había en la sala en que don Pedro y don Alonso esperaban, y los dos dirigieron instintivamente la vista a la puerta por donde debía aparecer Luisa.

Teodoro había recibido orden de ocultarse en el alféizar de una ventana, cubierto por el cortinaje, y de no aparecer hasta que no fuese llamado.

Era llegado el momento y una silla de manos penetró en la casa de don Alonso, conducida por dos robustos mocetones y escoltada por otros dos que llevaban luces para alumbrar el camino.

Los hombres con la silla llegaron hasta la antesala, y allí la colocaron cuidadosamente en el suelo. Uno de los escuderos, que era el Ahuizote, abrió la portezuela y Luisa, enlutada como en el día anterior, salió de la silla.

Un lacayo esperaba ya en la antesala para anunciar a su amo la esperada visita. El lacayo era un hombre de toda confianza para don Alonso, que había tenido cuidado de alejar a todos los demás criados, para que nada advirtiesen de lo que allí podía tener lugar.

— Anunciad a unos señores que deben estar adentro —dijo Luisa al lacayo— que aquí está la dama a quien aguardan.

El lacayo hizo una reverencia y entró.

— Es un hombre solo —dijo Luisa precipitadamente al Ahuizote— nadie más hay por aquí.

— Todo va bien, saldrá como lo habéis dispuesto.

El lacayo volvió.

— Señora —dijo a Luisa— podéis pasar —abriendo la puerta se inclinó respetuosamente, dejando pasar a la dama.

— Decid a mis criados que se retiren al pie de la escalera, a esperar que se les llame —dijo Luisa al entrar; pero de manera que esta orden fuese escuchada por los que estaban esperándola, y por los que la habían traído y estaban en la antesala.

— Muy bien, señora —contestó el lacayo cerrando la puerta por donde había entrado Luisa.

El hombre se volvió a dar a los conductores la orden de la señora, cuando repentinamente todos ellos, sacando los puñales que traían ocultos, se lanzaron sobre él y le rodearon.

— Si das un solo grito, eres muerto —dijo el Ahuizote.

— Pero, señores —contestó el lacayo temblando.

— Nada te haremos —agregó el Ahuizote— pero obedece, y en primer lugar desnúdate de la librea; pero inmediatamente.

El lacayo sin replicar se desnudó.

— Ahora entra en esta silla.

El hombre obedeció, y la silla fue colocada en un rincón.

— Si haces el menor ruido mueres en el acto -dijo el Ahuizote—. Ahora tú vístete esta librea —agregó dirigiéndose a uno de los que lo acompañaban—. Con ella podrás explorar sin temor de que por el traje vayas a infundir sospechas.

Aquel otro hombre se vistió la librea, y en un momento quedó transformado.

— Ahora mira en los cuartos de aquí cerca si hay alguien.

El hombre salió con precaución y volvió diciendo:

— Nadie.

— Bueno —dijo el Ahuizote— a cualquiera que venga, tú lo despedirás como lacayo del señor don Alonso. Ahora a nuestros puestos.

Y todos se agruparon en la puerta a escuchar lo que pasaba adentro.

— ¿Habéi s traído con vos la escritura? —decía dulcemente don Pedro.

— Sí que la traje; pero antes prudente sería que hablásemos —contestó Luisa— que al fin solos podemos consideramos, porque don Alonso está tan interesado como vos en el asunto.

— ¿Por qué decís eso? —preguntó don Alonso.

— Para explicarlo ¿me permitiréis contaros una historia, que será corta pero interesante?

— Hablad, señora —dijo don Alonso— que en todas partes la belleza y el talento tienen derecho más de mandar que de pedir.

— Verdaderamente sois muy galán; pero escuchadme. Había en una ciudad una hechicera que se llamaba, como vos queráis llamarla, supongo la Sarmiento, y me ocurre este nombre porque he oído mentar mucho en México a una que lleva este nombre. ¿Vosotros la conocéis?

— No, no —dijo mostrando indiferencia don Alonso.

Don Pedro no se atrevió a contestar.

— Pues bien —continuó Luisa— eso no importa. Pues esa mujer tenía los secretos de muchos y ricos señores de aquella ciudad. Una vez supo ella que una dama muy protectora suya estaba en muy grande trabajo, porque un sujeto se negaba a cumplirla una palabra que la había empeñado, y como él era poderoso y fuerte, y la dama débil y desvalida, creía él que podría burlarla con sólo querer. La hechicera fue a la casa de la dama, y la dijo: Buena señora, sé lo que os pasa, y no os apenéis, que vos me habéis hecho beneficios y yo me precio de agradecida. Tomad este amuleto y con él lograréis dominar la voluntad, no sólo de vuestro rebelde amigo, sino de un compañero suyo tan identificado con él en suerte, que lo que a uno quepa, en virtud de este amuleto, cabrá también al otro.

— ¿Y qué amuleto fue ése? —preguntó Mejia, procurando disimular su turbación.

— El velo de una novicia, teñido con la sangre de un oidor, que debía haber sido su esposo.

Don Alonso y don Pedro quedaron sombríos.

Teodoro se estremeció en su escondite, y Luisa, con una terrible sangre fría, continuó:

— Pues la hechicera explicó a la dama cómo aquel velo, tinto con aquella sangre, se había comprado con dinero que los dos enemigos de la dama habían prodigado, y le explicó todas las circunstancias que habían mediado para conseguirlo. Ahora, que tal vez comprenderéis la moral de mi cuento, comenzaremos a tratar de nuestro negocio.

— Está bien —dijo don Pedro tratando de sobreponerse a su malestar— ¿cuánto exigís por devolverme mi palabra de casamiento?

— ¡Exigir! Yo nada pido por ella, ni mi intención ha sido nunca la de venderla. Don Pedro, desde anoche he creído inútil esta conferencia, porque no exijo más sino que me contestéis si estáis dispuesto a cumplir vuestra palabra o no, y yo no saldré de esta pregunta.

— Señora —dijo don Alonso.

— Caballero, os suplico que a mí nada me digáis; aconsejad a vuestro amigo, en el concepto de que si se niega iremos ante los tribunales, y podré referiros delante del alcalde, o de la misma Audiencia, el cuento de la Sarmiento con todos sus pormenores. ¿Lo entendéis?

Luisa calló y los tres quedaron en silencio. De repente don Pedro, con una mal fingida alegría, exclamó:

— ¡Luisa mía! Habéis vencido; vuestro será mi nombre, como mía será vuetra hermosura: dama de tal ingenio y tal belleza, digna es de un monarca.

— Gracias a Dios —dijo hipócritamente don Alonso.

— Al fin , don Pedro ¿reconocéis vuestra injusticia conmigo?

— Sí, Luisa mía, sí, venid a mis brazos, y séllese nuestro amor eterno.

Don Pedro estrechó entre sus brazos a Luisa dulcemente.

— Esposa mía ¿en dónde está esa promesa, que ahora más que nunca me alegro de haber firmado, porque va a hacer mi felicidad?

— Aquí está, esposo mío, aquí —dijo Luisa sacando de su seno un pergamino— ingrato, que habéis hecho padecer tanto a mi corazón.

— Me arrepiento, me arrepiento de todo eso —dijo don Pedro verdaderamente contento, por tener en su mano el pergamino, objeto de tantas ansias— y en prueba de ello, mirad cómo voy a destruir esta escritura para que veáis que este matrimonio no más que a mi amor lo debéis.

— Lástima —decía candorosamente Luisa, mirando arder con gran facilidad el pergamino en una bujía lástima, ya se consumió todo. ¿Y cuándo será la boda?

— Ya veremos, ya veremos —contestó Mejía menos amoroso que antes.

— Es que yo quiero que sea muy pronto —insistió Luisa.

— No puede ser, tengo mil negocios que arreglar antes, y no podrá ser la boda hasta dentro de un año.

— ¿Un año? No, imposible, no me espero.

— Entonces no esperéis, haced lo que os plazca.

— Lo que me place es que sea en este mes, o de lo contrario me presentaré.

— Presentaos —dijo sonriéndose Mejía— llevad a la Audiencia esas cenizas, no dejarán de haceros caso.

— ¿Conque para eso quisisteis la escritura?

— ¿Os figuráis que soy un niño, que había de tenerla en mis manos y había de dejar que volviera a las vuestras, conociéndoos?

— ¿Os figuráis, vos, don Pedro —dijo sonriéndose Luisa— que yo soy acaso una niña, que conociéndoos a mi vez, os hubiera entregado la escritura?

— ¿Qué decís?

— Lo que habéis oído, don Pedro; ese pergamino que os he dado, y que vos tan traidoramente habéis entregado al fuego, no era vuestra promesa de matrimonio.

— ¿Qué era, pues?

— Un pergamino cualquiera que traje a prevención, porque suponía ya esta jugada de parte vuestra.

— Pero eso es una traición.

— ¿Y cómo llamáis a la vuestra?

— No, eso no puede ser cierto, el pergamino quemado era mi promesa y queréis espantarme, porque no os queda ya otro remedio.

— ¿N o lo creéis? Pues mirad vuestra promesa —dijo Luisa retirándose y mostrando a don Pedro el documento original— mirad.

— Luisa, habéis cometido una imprudencia enseñándome ese pergamino que necesito quitaros, y que viva o muerta os tengo de arrancar, porque lo que es hoy, lo he jurado, que no saldréis de aquí con él. Y vive Dios que hombre es don Pedro de Mejía para cumplir lo que una vez ofrece.

— Probad a quitármelo —dijo Luisa.

Don Pedro y don Alonso hicieron intenciones de lanzarse sobre Luisa, pero ésta dio un paso atrás y sacó de su seno un puñalito agudo y brillante.

— Si os atrevéis a acercaros, sois muertos.

— Luisa, entregad ese documento —dijo don Alonso— o nos obligaréis a usar de la fuerza.

— ¿Creéis que tendré miedo a los asesinos de don Fernando de Quesada?

— ¡Luisa! —dijo don Pedro.

— ¡Teodoro! —gritó don Alonso.

— Entrad —dijo Luisa al mismo tiempo, dirigiéndose a la puerta.

Don Pedro y don Alonso retrocedieron espantados al ver entrar por la puerta de la antesala a tres hombres con puñales.

Luisa a su turno cobró valor y se dirigió sobre ellos.

— Don Pedro —dijo Luisa— ya veis que mal os ha ...

La palabra de Luisa se heló en sus labios. Teodoro mudo y sombrío, con los brazos cruzados, les contemplaba.

Luisa se quedó enteramente turbada; muerto don Manuel de la Sosa, Teodoro era el único hombre que la conocía sobre la tierra.

Don Alonso observó el efecto que la presencia de su esclavo obraba sobre Luisa y sin meterse a averiguar la causa, quiso aprovecharse de él.

— Teodoro —le dijo —haz que salgan esos hombres, y conduce a esta señora allá dentro.

— Señor —contestó Teodoro— no seré yo el que sobre esta dama ponga mi mano, a pesar de que más que vosotros tenía yo el derecho de hacerlo.

Había pronunciado Teodoro estas palabras con tanta dignidad, que don Alonso le miró espantado, sin creer casi que él hubiera sido.

— Es decir —le preguntó— que te rebelas contra la voluntad de tu amo.

— Aquí, señor, ya no hay ni amo ni esclavo, sois un caballero y mi señor; pero yo soy libre por escritura otorgada por mi señora doña Beatriz de Rivera, ante el escribano Félix de Matoso Salavarría.

— Pero entonces ¿por qué no te has separado de mi servidumbre?

— Esperaba sólo lo que he alcanzado a conseguir hoy.

— ¿Y qué has conseguido?

— Saber quiénes son los culpables de la muerte de don Fernando de Quesada y de la desgracia de mi ama doña Beatriz.

— ¿Conque tú me traicionabas?

— No, señor; servía yo a mi bienhechora.

Don Pedro y don Alonso se miraron entre sí.

— Luisa —dijo Teodoro— podéis retiraros si os parece mejor.

— Señor don Pedro —exclamó Luisa— mañana enviaré a pediros por escrito vuestra resolución acerca de nuestro enlace, y vos me daréis por escrito la que os pareciere mejor —y salió seguida de los que le acompañaban.

El lacayo preso en la silla de manos dejó su lugar a la dama, y no se atrevió ni a reclamar su librea.

Cuando la comitiva llegó a la casa de la Sarmiento, había una persona de más. Era Teodoro que había seguido a Luisa hasta las habitaciones de la bruja.
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