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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO SEGUNDO

Las dos profesiones

Capítulo décimotercero

De cómo Luisa fue la mujer de Don Pedro de Mejía, y de lo que Doña Blanca determinó hacer por esta causa


El lacayo de Luisa, es decir, el Ahuizote, acudió a buscar la respuesta que debía de dar don Pedro de Mejía, y recibió un pliego que le llevó inmediatamente.

Luisa abrió la carta y la leyó.

— Estaba yo segura de esto —dijo con desdén, y dobló la carta, que nosotros leeremos también, y que así decía:

Luisa, en esta vida de acechanzas no es posible que vivamos, ni vos ni yo. Helo pensado bien: hoy mismo correré todas las diligencias y en la semana que entra seréis mi esposa. No más desconfianza. Vuestro hasta la muerte,

PEDRO DE MEJÍA

¿Qué había obligado a don Pedro a tomar esta resolución? Es muy fácil inferirlo. Comprendió que Luisa tenía armas poderosísimas para causar un escándalo y entre ellas la principal, la promesa de matrimonio extendida a los tres días de la muerte repentina casi de don Manuel de la Sosa. El mundo, que tantos comentarios había hecho de aquella muerte, no dejaría caritativamente de atribuirla a don Pedro, sabiendo lo de la promesa, como ya le atribuía también la de don Fernando de Quesada.

Una vez casado con Luisa aquella arma desaparecería, y aunque aquel matrimonio era una especie de desafío a muerte entre los dos, sin embargo, estaban ya ambos de tal manera empeñados en aquella lucha, que no podían cejar ni retroceder.

Don Pedro había conferenciado largamente con don Alonso sobre lo que mejor se podría hacer, y don Alonso apoyó la idea de la boda.

Allí también había en juego otro interés. Don Alonso no desistía de su proyecto de enlazarse con doña Blanca, y de hacer desaparecer a Mejía para que ella y él, como su marido, quedasen enteramente dueños de la inmensa fortuna de los Mejía.

El matrimonio de Luisa venía en auxilio de su empresa.

Por la misma razón que don Alonso deseaba deshacerse de don Pedro, desearía Luisa deshacerse de doña Blanca, y ésta, perseguida y hostigada por la mujer de su hermano, buscaría un amparo, y entonces era la sazón de ofrecerla su mano.

Luisa tendría luego por matrimonio un combate eterno con don Pedro, y si don Alonso la ayudaba algo, la pérdida de Mejía era indudable.

En los intereses de don Alonso estaba, pues, facilitar la boda de don Pedro con Luisa y hacer comprender a aquél que, después del matrimonio, sería muy fácil pretextar un viaje a cualquiera parte, y en ese viaje la muerte podría sorprender a la confiada esposa.

Convenido, pues, todo, no tardó en verificarse el matrimonio, que si no fue secreto, sí se cuidó de que se hiciera lo menos público que fuera posible.

Desde el día que Luisa recibió la carta que contenía el consentimiento de don Pedro para la boda, dejó la casa de la Sarmiento y volvió a ocupar su antigua habitación, en la que había muerto don Manuel de la Sosa. Avisó a sus amistades que estaba ya de vuelta y les contó que había pasado en el campo todo el tiempo de su ausencia, y a donde se había retirado para poder, sin testigos, dar rienda suelta a su dolor.

Lo acontecido con don Carlos de Arellano era tan secreto, que si ella o él no lo descubrían, nadie más podía hacerlo, y era seguro que ninguno de los dos cometería esta indiscreción.

Era ya la víspera del día en que don Pedro debía tomar estado y, a pesar de que doña Blanca permanecía encerrada, creyó necesario darle noticia del casamiento por instigaciones de don Alonso, y para evitarse una escena desagradable, el mismo don Alonso se comprometió a llevar la noticia a doña Blanca.

La joven bordaba un palio, sentada enfrente de una alta ventana que daba a los patios interiores; estaba pálida y consumida, sus ojos indicaban que continuamente lloraba.

Oyó el ruido de la puerta, volvió la vista y reconoció a don Alonso.

— Doña Blanca —dijo él— ¿si me dais vuestro permiso?

— Pasad, señor don Alonso, que seréis bien recibido.

— Gracias, y perdonadme que a interrumpiros me atreva en vuestras ocupaciones.

— No tengo que perdonaros, que muy al contrario, la presencia de alguna persona en este aposento me es muy grata; siempre estoy tan solitaria ...

— En efecto, doña Blanca, vuestra vida debe ser muy triste, que jamás ponéis un pie en la calle, ni os visita persona alguna. No comprendo cómo don Pedro puede llegar con vos a tanto rigor.

— Oh, no creáis que mi hermano sea el que me tiene en esta reclusión; no, por el contrario, él siempre procura que yo salga, que visite, que me distraiga.

Doña Blanca mentía por salvar la reputación de don Pedro, pero sentía que su garganta se anudaba y que el llanto iba quizá a venderla.

— No, doña Blanca, no me engañéis, yo estoy en los secretos de vuestra familia, y sé cuán desgraciada sois y cuán digna de mejor suerte.

Blanca se puso a llorar.

— Vuestra situación es ahora muy triste, pero la verdad es que me temo mucho que en lo de adelante se ponga peor.

— Peor ¿y por qué?

— Porque don Pedro va a casarse, y me encarga que os lo anuncie.

— ¡Va a casarse! ¿Y con quién?

— Con una mujer cualquiera, con una mulata, con una aventurera, sin reputación y sin ninguna clase de virtudes, hermosa y pecadora como una Magdalena antes de arrepentirse.

— ¡Jesús! ¿Pero cómo mi hermano ...?

— Eso sería muy largo de contaros, pero lo que sí os diré es que la entrada de esa dama en esta casa, será la señal de una nueva vida de disipación y de escándalos, que os veréis obligada a seguir, o que seréis la víctima de la esposa de don Pedro.

— ¡Ave María Purísima! ¿Tan mala es esa señora?

— Tan mala, que su primer marido ha muerto envenenado por su mano, y que durante la vida de ese desgraciado, ella mantenía ilícitas relaciones públicamente con varios caballeros de esta ciudad.

— ¿Pero mi hermano ignorará todo esto?

— Lo sabe, doña Blanca, lo sabe todo, y a pesar de esto, ni él mismo es capaz de impedir que este enlace se lleve a efecto.

— Sea por el amor de Dios.

— Pero vos, doña Blanca ¿cómo vais a vivir así, en medio de este infierno?

— ¿Y qué queréis que yo haga?

— ¿Cómo? Separaros de aquí.

— ¿Pero a dónde y cómo me iré?

— Casaos.

Doña Blanca se sonrió tristemente.

— Sois hermosa, noble, discreta —continuó don Alonso con exaltación creciente— sois rica, no puede faltaros un hombre que os ame, que se interese por vuestra suerte, que sea digno de vos, que os haga tan feliz como merecéis ...

— Don Alonso, yo no puedo ya ser feliz sobre la tierra.

— ¿Por qué no, señora? Pensad en el matrimonio.

— Pensaré, os lo prometo; pero hacedme la gracia de decir a mi hermano don Pedro que deseo hablar a solas con él.

— Por Dios, que no vayáis a decirle nada de cuanto os tengo dicho.

— No temáis, haced cuenta, don Alonso, que lo habéis dicho en un sepulcro.

— Entonces diré a don Pedro vuestro empeño, y tendré la dicha de volver a veros. Pensad en lo que os dije.

Don Alonso salió y Blanca fue a arrodillarse en su reclinatorio, delante de un imagen de la Virgen.

Don Pedro no pudo ver a su hermana hasta en la noche. Doña Blanca, como siempre, le recibió temblando.

— Habeisme mandado llamar, doña Blanca —dijo don Pedro.

— Quería hablaros. Esta vida que llevo no me es posible soportarla ya por más tiempo, y tanto más ahora que sé que vais a casaros.

— Ya os he dicho, doña Blanca, que está en vuestras manos salir de esa situación tan pronto como queráis, y todo depende de que os resolváis a tomar el hábito e ir a hacerle compañía a vuestra madrina doña Beatriz de Rivera, hoy Sor Beatriz de Santiago, al nuevo convento de carmelitas descalzas.

— Pero, don Pedro, si yo no me siento con vocación para profesar.

— Eh, boberas y tonterías, vuestra madrina se sentía menos abocada a la vida religiosa, puesto que se iba a casar, y que todas las desgracias acontecieron, según cuenta el vulgo porque, además del oidor su novio, tenía un querido a quien visitaba ella a media noche.

— ¡Don Pedro! —dijo indignada doña Blanca— no toquéis la honra de mi madrina que es una santa.

— Será, y en buen lugar está hoy para irse al cielo, pero veis cómo sin tener vocación de monja, sino más de casada, ha tomado el velo.

— Pero no me siento con valor ...

— Desengañaos. Por última vez, si no os decidís a tomar el velo, no saldréis de aquí sino muerta y no habrá poder humano que os saque de mis manos, ni os lisonjéis con los amores del don César de Villaclara que ha pasado ya aguas de mar, que está en Manila, y que hasta dentro de ocho años no vendrá, para cuyo tiempo estaréis vos o muerta o en el claustro. Conque, supuesto que no hay esperanzas, decidios y entrad al noviciado con vuestra madrina.

Doña Blanca quedó pensativa. Don Pedro la contemplaba en silencio.

— Está bien —dijo la joven de repente— mañana mismo entraré de novicia al convento de Santa Teresa.

— ¿Mañana mismo?

— Sí, mañana, disponedlo todo, vos lo queréis, vos me obligáis, se hará; pero Dios os tomará estrecha cuenta si mi alma se pierde por culpa vuestra.

Don Pedro se puso a reír.

— No tengáis cuidado, doña Blanca, que nada se perderá, ni menos vuestra alma. Entrad al convento, que allí cuando más tendréis el riesgo de las tentaciones que con agua bendita os serán quitadas, que tan seguro estoy de que allí no se perderá vuestra alma, que dispuesto estoy a responder de ella a Dios.

— Bien, mañana mismo seré novicia.

— Cuánto me alegro, y os felicito por ello.

Don Pedro salió radiante de gozo, y doña Blanca se puso a gemir.

Don Alonso de Rivera al ver a don Pedro tan contento tuvo miedo; aquella alegría era de mal agüero para Blanca y, por consecuencia, para él.

— Os veo muy satisfecho —le dijo.

— Sí, don Alonso, por fin hemos triunfado.

— ¿Cómo?

— Doña Blanca entrará mañana de novicia a hacer compañía a Sor Beatriz de Santiago.

— ¡Es posible! —dijo don Alonso palideciendo.

— La verdad pura.

— Entonces ¿me permitiréis que entre a felicitarla?

— No, don Alonso, vale más que no. Ella parece que hace un gran sacrificio, y cualquier cosa seria para ella una burla. Dejadla llorar sola, vale más.
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