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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO PRIMERO El convento de Santa Teresa la antigua Capítulo octavo En donde el lector conocerá a la Sarmiento, y le hará una visita en su casa
Por el lugar en donde ahora existe el Paseo de la Alameda, hubo en aquellos tiempos una especie de mercado miserable y sólo frecuentado por los indios, en
un terreno invadido continuamente por las aguas de la laguna.
Se llamaba primero el tianguis, de Juan Velázquez,
y luego de San Hipólito, y estaba ya fuera de la traza. Como quizá alguno de nuestros lectores no sepa lo que era la traza, procuraremos darle de ella una idea.
Después de la rendición de México, la ciudad quedó
casi reducida a escombros. Hernán Cortés trató de su reedificación autorizado por el emperador Carlos V, y comenzó por señalar el terreno que en ella debían ocupar las casas de los conquistadores y el que debía ser para los conquistados.
Los españoles ocuparon el centro de la ciudad, y la
línea que marcaba esta parte privilegiada, que era un gran cuadro separado de los demás por una inmensa acequia, fue lo que se llamó la traza.
Dentro de la traza no podían vivir sino los españoles y algunos de los vencidos que fueran de una muy elevada categoría, como el desgraciado Guatimotzín, último emperador azteca.
Una parte del terreno que fuera de la traza ocupaba el mercado de San Hipólito, fue convertida en paseo
veinticuatro años antes de la época de nuestra historia, es decir, en 1592 por el virrey don Luis de Velasco, segundo, en la segunda vez que ocupó el virreinato. Se sembró de álamos y se cercó.
Esto no era sino una parte de lo que se llama hoy la
alameda.
Martín atravesó la acequia de la traza por el Puente de San Francisco y siguió hasta pasar el tianguis en el lado opuesto al que ocupaba el paseo de don Luis de Velasco.
Vivía por allí, en una miserable casita de adobes,
compuesta de tres piezas con u n corralón a la espalda, una vieja que tenía fama de hechicera y que le decían la Sarmiento.
Las tres piezas de la casa eran una sala, una recámara
y una cocina, casi desprovistas de muebles.
A pesar de la mala nota de la Sarmiento, nada había allí que pudiera despertar la vigilante susceptibilidad
del Santo Oficio.
La Sarmiento no tenía en su compañía más que dos hermanos: un varón de treinta años y una mujer de veinte, ambos sordomudos; el hombre se llamaba Anselmo y la muchacha María.
La Sarmiento había traído consigo estas dos personas de un viaje que hizo a Valladolid, como se llamaba entonces Morelia, y contaba que por caridad las había recogido.
Anselmo era sombrío; María alegre, bonita y graciosa.
La Sarmiento se entendía con ellos perfectamente y en el mayor silencio sostenían entre los tres una de las más animadas conversaciones.
Anselmo y María en las noches, que estaban generalmente reunidos, solían enojarse y las señas degeneraban
en horribles insultos. La Sarmiento, tranquilamente, para
cortar la cuestión sin tener que reñirles, apagaba la luz y todo terminaba; a oscuras ni se hacen ni se reciben insultos por señas.
La vida de la Sarmiento era muy misteriosa; pocas veces salía de su casa, ni ella ni los sordomudos trabajaban
en nada y, sin embargo, jamás les faltaba dinero; la casa que habitaban era de su propiedad.
Algunas noches se habían visto embozados y damas
llegar a la casa y entrar en ella; los vecinos le tenían una especie de respeto o de miedo a aquella mujer, pero algunas veces se atrevían a ir a espiar por las rendijas de las mal ajustadas ventanas y nunca lograron descubrir nada.
Alguno llegó a pegar sus ojos a esas rendijas después
de haber visto entrar una dama, y sólo vio a Anselmo y a María sentados delante de una vela, haciéndose señas imposibles de interpretarse.
Sin embargo, en aquella casa había una cosa que no
se ocultaba al público, que era quizá lo que más horrorizaba
a los vecinos y en la cual no cuidaban de intervenir los familiares de la Inquisición.
Anselmo y María domesticaban y criaban toda clase
de animales, pero con más predilección víboras de cascabel, de las que tenían una respetable colección en jaulitas de madera que ellos mismos hacían.
Algunas veces, por las tapias del corral, los curiosos
veían que mientras la Sarmiento se dedicaba a sus oficios
domésticos, los dos hermanos sentados al sol y dando gruñidos semejantes a los de los perros cuando están contentos, se ocupaban en dar de comer a seis u ocho enormes víboras de cascabel.
Aquellos horrorosos reptiles salían de sus jaulas, subían por los brazos de Anselmo, se acomodaban en el torneado seno de la muchacha, arrimaban sus caras chatas al rostro de María, como un gato que hace fiestas, lanzando un silbidillo agudo y moviendo su lengua ahorquillada con una rapidez asombrosa.
— Ah, descreídos, en esas habéis de morir —decían los vecinos.
Pero no llegaba a sucederles nada, y los más cristianos les imputaban que tenían compacto con el diablo.
Había entrado ya la noche, cuando Martín llegó a la
casa de la Sarmiento y llamó.
— La paz de Dios sea en esta casa —dijo.
— Amén —contestó la Sarmiento— ¿qué se os ofrece, caballero?
— Venía en busca del Ahuizote —dijo Martín con un tono brusco.
— No ha venido hoy, pero siéntese usarcé, señor bachiller don Martín de Villavicencio y Salazar.
— Calle ¿y de dónde conocéis vos mi nombre?
— Si buscáis al Ahuizote y sabéis que ellos vienen por acá ¿qué milagro será que os conozca?
— Tenéis razón, y supuesto que entre nosotros no hay
misterio ¿podéis decirme adónde hallaré al hombre que busco?
— Costumbre tiene de venir aquí todas las noches a
las oraciones, porque gusta mucho de esa muchacha —dijo la Sarmiento señalando a María, en quien no había reparado bien el bachiller.
— Oh, y por m i fe que es una preciosa mulata. Buenas
noches, hermosa.
— Es sorda y muda —dijo la Sarmiento.
— ¡Qué lástima! —exclamó Martín—. ¿Conque esta
es la propiedad del Ahuizote?
— Poco a poco; le gusta y es todo, pero nada más,
que María es niña y a ella no le hace gracia el indio, veréis.
La Sarmiento hizo una seña a María, que seguía los movimientos de los interlocutores, con sus ojos hermosos y llenos de inteligencia y de vida.
La muchacha contestó con un gesto de profundo desdén.
Anselmo alzó los ojos, vio la seña, y una débil sonrisa se dibujó en su boca.
María era una muchacha tan perfectamente formada,
que parecía una Venus de bronce, y como sólo traía una camisa bastante descotada, su cuello, su pecho y sus hombros ostentaban toda su belleza y su morbidez; el brillo de sus ojos y el carmín fresco de sus labios tenían una hermosura infernalmente provocativa. Los galanes del rumbo envidiaban a las víboras, y el bachiller hubiera sido de la misma opinión si hubiera sabido las escenas que nosotros conocemos.
— ¿Y creéis que vendrá esta noche el Ahuizote? —dijo Martín.
— Si he de decir la verdad, creo que no.
— ¡Demonio! —dijo con impaciencia Martín.
— ¿Qué queréis? —exclamó la vieja tan inmediatamente que el bachiller se espantó como si el demonio de veras hubiera contestado a su llamamiento.
— ¿Sois vos acaso el demonio, que así contestáis cuando se le nombra?
— No, pero tan impaciente os miro, que os ofrecía
mis servicios.
— ¿Sabéis qué clase de negocio tiene entre manos el
Ahuizote esta noche?
— No lo sé, pero decidme, si gustáis, cuál es el que a
vos os preocupa, que entonces más fácil me será deciros lo que va a acontecer.
— ¿Seréis bruja por ventura?
— ¿Seréis vos familiar del Santo Oficio para requeirme?
— Nada menos que eso.
— Pues bien, decidme si queréis saber algo, que yo
procuraré serviros, y no os mezcléis en asuntos ajenos.
— Quisiera saber de un hombre a quien se pretende
asesinar en esta noche.
— ¿Un vuestro enemigo?
— Por el contrario, amigo mío.
— ¿Seis de los nuestros? —dijo la Sarmiento, lanzando el grito de una lechuza.
— Sí —dijo Martín, contestándole con el mismo grito.
— Seguidme.
La Sarmiento encendió un candil de cobre, hizo una seña a los sordomudos y se dirigió a la cocina, seguida de Martín. En uno de los rincones había una cuba vacía, que
apartó la mujer con gran facilidad, y debajo una gran losa con un anillo de fierro oculto por un montón de basura.
La Sarmiento tiró del anillo, se levantó la losa y a la luz del candil, se descubrió la entrada de un subterráneo y los primeros escalones de un caracol de piedra.
— Bajad —dijo la Sarmiento, mostrando la entrada a Martín.
Martín vacilaba.
— Bajad y no tengáis miedo —insistió la vieja.
Para que un hombre resista a la palabra miedo salida de la boca de una mujer, aun cuando esta mujer sea una harpía, se necesita que este hombre esté, como se decía en aquellos tiempos, dejado de la mano de Dios.
Martín entró sin vacilar al subterráneo y la Sarmiento le siguió, cerrando tras de sí la entrada.
Descendieron como veinte escalones y el bachiller se
encontró en una gran bóveda que, a lo que pudo ver con la escasa luz del candil, daba paso a otras varias de la misma especie.
Entonces la bruja se puso delante de él y le dijo:
— Aquí sí yo os guiaré, porque no conocéis el terreno: seguidme.
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