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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO PRIMERO El convento de Santa Teresa la antigua Capítulo séptimo En donde el negro Teodoro y el Bachiller ponen en juego todos sus recursos
Apenas se encontró sola doña Beatriz, llamó precipitadamente a una de sus doncellas.
— Haced que venga luego Teodoro —la dijo— y que nadie nos interrumpa.
La doncella salió.
En nuestros tiempos y con las costumbres modernas,
una mujer no se atrevería a encerrarse con un hombre, aunque éste fuera un negro, por temor a ese qué dirán.
Pero entonces un negro, un esclavo, no era un hombre,
y una dama no temía nunca por su reputación, aun cuando aquel negro pasase la noche en su mismo aposento. ¡Tanta era la distancia en que los colocaba el color, que ni la misma calumnia se atrevía a acercarlos!
Teodoro se presentó, el negro confidente de los amores
de don Fernando y de doña Beatriz, el negro de elevada estatura que hemos conocido al entrar con don Fernando por la puerta falsa de la casa de doña Beatriz.
— Teodoro —dijo la joven—, un peligro de muerte amenaza esta noche a don Fernando, y si a él le sucediera
algo, yo moriría.
— Mande la señora. Su esclavo está pronto a obedecerla. ¿Qué dispone?
— ¿Serás capaz de hacer lo que te encargue?
— La señora sabe que no tengo más voluntad que la
suya. ¿Acaso no le debo la vida y la felicidad, no soy su esclavo, más por la gratitud que por el dinero en que me ha comprado?
— Pues bien, Teodoro, hoy espero la muestra de esa
gratitud. Corre al Arzobispado y dile al bachiller Martín de Villavicencio que busque a don Fernando, que le diga que quieren asesinarle esta noche, que por mi amor se guarde, y dile que le muestre como seña de que el recado yo le envío, esta sortija, que él bien
conoce.
Doña Beatriz desprendió de uno de sus dedos una hermosa sortija con una cruz de gruesos brillantes, y se la dio a Teodoro.
— ¿No más eso tengo que hacer? —preguntó Teodoro.
— No más —contestó doña Beatriz— ¿por qué lo preguntas?
— Es que eso me parece hacer muy poco, cuando mi
ama está tan afligida.
— ¿Pues qué piensas tú?
— Si la señora mi ama me lo permite, yo seguiré a
don Fernando toda la nocbe, y le responderé a mi ama que nadie tocará uno de sus cabellos, hasta que Teodoro haya expirado.
— ¿Harás eso? —preguntó conmovida doña Beatriz.
— Mi ama lo verá, si lo permite. ¿Acaso Teodoro el
negro no debe a la señora la vida?
— Te lo permito y te lo mando. Ve.
El negro se inclinó reverentemente y salió de la estancia.
El bachiller Martín de Villavicencio dormía en su
cuarto, reponiéndose de la mala noche pasada la víspera; el Arzobispo le había dado, por decirlo así, vacaciones, y el Bachiller las aprovechaba: su Ilustrísima, aunque eran ya las oraciones, no volvía del Palacio del virrey.
Llamaron a su puerta y el bachiller se levantó.
— Calle —dijo—, me he dormido a las dos y son horas ya de las oraciones. ¡Adelante!
Habían vuelto a llamar. Teodoro entró con la gorra en la mano.
— Teodoro ¿tú aquí? ¿Qué manda mi señora doña Beatriz?
— Mi ama, señor, manda deciros que os sirváis avisar
inmediatamente al señor oidor don Fernando de Quesada, que por el amor que la tiene, se guarde, porque en esta noche se tiene concertado el asesinarlo.
— ¿Asesinarlo? ¿Pero quién, cómo, en dónde?
— Creo que mi ama también lo ignora, porque si no
me hubiera dicho que os lo dijera, para evitar el golpe.
— Pero don Fernando creerá que es una conseja. ¿Por
qué doña Beatriz ni aun escribió ...?
— Don Fernando os creerá, señor, porque para eso me
manda deciros mi ama que os envía esta sortija que mostraréis por seña al señor oidor.
— ¿Pero a ti nada te encargó para evitar una desgracia?
— Yo velaré por mi señor don Fernando toda la noche,
y pasarán por el cadáver del negro Teodoro antes que hacerle mal.
— Muy bien ¿tienes armas por si se ofrece el caso?
— ¿Armas? Los esclavos no podemos usarlas, y menos después del motín del Jueves Santo.
— Tienes razón, pero entonces ¿qué puedes hacer?
— El negro Teodoro no necesita del cuchillo, ni de
la espada —dijo Teodoro con desdén y acercándose indiferentemente a uno de los balcones tomó entre sus manos dos de los hierros del barandal y, sin esfuerzo aparente de ninguna especie, los reunió como si hubieran
sido débiles cañas.
— ¡Jesucristo! —exclamó el bachiller admirado— tienes
una fuerza espantosa.
— Poco habéis visto —contestó con frialdad Teodoro—. Me voy si vos no mandáis otra cosa.
— ¿A dónde vas?
— A buscar a don Fernando, para guardarlo toda la
noche.
— Acompáñame, que voy también a buscarle.
— Obedeceré porque así me lo mandáis, pero al vernos juntos pudieran maliciar.
— Dices bien ¿sabes que tienes mucho talento para
ser negro?
— Dios me lo ha dado así.
— Bien, vete y cuidado.
El negro salió sin replicar.
El bachiller se dirigió por su parte a la tienda del
Zambo en la plaza, de donde le vimos sacar una espada.
Aquella tienda era un cuartejo de pésima apariencia;
no tenía sino un pequeño armazón en donde se ostentaban algunas vasijas de barro y algunas reatas por toda mercancía, y una mesa sucia y vieja que hacía el oficio de mostrador.
Martín entró a la tienda y se dirigió a tomar asiento
en una mala cama que había tras del aparador. El Zambo lo seguía humildemente.
— Vamos a ver —dijo Martín— ¿sabes que alguno de los nuestros tenga ajustado trabajo para esta noche?
— Sólo el Ahuizote me ha dicho que esta noche le tenga listas tres espadas buenas y tres dagas.
— ¿Y de qué se trata?
— No he podido averiguar.
— ¿Quiénes le acompañan?
— Lo ignoro, pero no deben ser de los nuestros, por
que él no me dijo nada, sino que me advirtió que vendría él solo por las tres espadas.
— ¿Cómo sabremos?
— Sólo hablando al mismo Ahuizote.
— ¿Dónde podré hallarle?
— En casa de la bruja Sarmiento a la oración de la
noche.
— Iré allá; tenme preparadas a mi también tres buenas
espadas y tres dagas para esta noche. Toma.
El Zambo alargó la mano, y Martín puso en ella algunas monedas de plata.
A pesar de la riqueza, casi fabulosa, de las minas
de oro y plata de la Nueva España, los colonos no conocían ni usaban en sus mercados monedas de oro. Los reyes de España habían prohibido su acuñación y hasta el año de 1676 no se consintió a la Casa de Moneda de
México labrarla y ponerla en circulación, pregonándose y celebrándose la real cédula, saliendo a caballo los ministros de la Casa de Moneda con atabales y bajo de arcos, en medio de una gran solemnidad.
Las monedas de plata no eran redondas como ahora, sino de formas irregulares.
El bachiller Martín salió de la tienda.
Primero —pensó— iré a dar aviso a don Fernando y luego me dirigiré en busca del Ahuizote. Me parece
que él es el que se va a encargar de este negocio. Veremos
de advertir al señor oidor, hay tiempo aunque muy corto,-porque la tarde ya pardea.
Martín se dirigió a la casa del oidor.
Enfrente vio a Teodoro, como un centinela de mármol
negro, y pasó casi rozándolo.
— ¿Ahí está? —dijo al pasar junto al negro.
— Sí —contestó Teodoro.
Martín entró a la casa y encontró al oidor paseándose en uno de los largos corredores.
— Buenas tardes dé Dios a usía —dijo Martín.
— Así se las dé al señor bachiller —contestó el oidor—. ¿Qué vientos os traen por aquí a esta hora? ¿El señor Arzobispo ha vuelto ya de palacio?
— Aún no estaba de vuelta su Ilustrísima cuando he
salido yo, pero urgíame ver a usía y hablarle a solas.
— Pues entrad, que aquí podéis estar a vuestro sabor.
El oidor introdujo al bachiller a una especie de despacho.
Aunque entonces los libros eran escasos entre la misma
gente que por su profesión necesitaba de ellos, se encontraba allí algo que podía llamarse una biblioteca y que en aquellos tiempos representaba un valor enorme. Serían dos mil volúmenes, casi todos forrados de pergamino y colocados en estantes de caoba con alambrados, pareciendo más bien jaulas de pájaros o ratoneras que estantería para libros.
Una gran mesa cubierta de bayeta verde con libros, expedientes y papeles, un inmenso tintero de plata con una verdadera corona de plumas, y un Cristo, con dos candeleros de plata a los lados.
En toda la estancia, repartidos sin orden ninguno,
grandes sitiales de madera de roble con asientos y respaldos de baqueta, tachonados de clavos de cobre.
Y sin embargo, aquel era un lujosísimo despacho de
abogado en aquellos días.
- Siéntese el señor bachiller —dijo el oidor.
— Poco tiempo tengo ya de qué disponer —contestó
Martín— que vengo sólo a decir a vuestra señoría que le manda avisar mi señora doña Beatriz, que sabe de un concierto para asesinar esta noche a usía.
A pesar de su valor y sangre fría, el oidor se puso más pálido de lo que habitualmente estaba.
— Para que usía no dude —agregó el bachiller— doña Beatriz le envía esta sortija como seña.
El oidor tomó la sortija.
— Suya, en efecto es —dijo— ni cómo dudar de lo que vos dijeseis.
Martín hizo una caravana.
— ¿Y no agrega nada más, mi señora doña Beatriz?
— Nada, sino que por su amor se guarde usía, que
es una cosa que sabe a ciencia cierta.
— Gracias.
— Pues he cumplido mi comisión. Me retiro, que voy
a procurar, en esta misma noche, poner en claro quién y cómo atenta contra vuestra señoría.
— Quizá no consigáis nada y sea inútil, pues yo me
figuro ya qué mano anda en todo esto.
— Sin embargo, suplico a usía que me permita.
— Haced lo que os plazca.
— ¿Supongo que usía no saldrá esta noche?
— ¿Por qué no? Dentro de una hora iré a verme con
el señor Arzobispo.
— Pues tome usía sus precauciones.
- Nada temáis, señor bachiller. Id con confianza, que
Dios protegerá su causa.
El bachiller salió; Teodoro estaba en su mismo punto.
— Va a salir, cuidado —dijo Martín.
— Yo cuidaré —contestó Teodoro.
Y Martín se dirigió al tianguis de Juan Velázquez, en busca del Ahuizote y de la casa de la Sarmiento.
Martín era un perdido, un truhán, hipócrita en presencia del Arzobispo, en cuya casa había entrado en la clase de familiar hacía ya tres años; estaba en relación con la peor canalla de la ciudad; muy joven, muy valiente, con una gran inteligencia pero lleno de vicios.
Martín de Villavicencio y Salazar, alias Garatuza, como le decían sus compañeros, debía figurar y figuró, como una notabilidad por sus crímenes en el siglo XVII.
Pero en medio de todo, era un tipo de lealtad y de
abnegación para sus amigos, y para él, el oidor era uno de ellos; cualquier sacrificio estaba dispuesto a hacer en servicio suyo, porque Martín era hombre de corazón.
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