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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO PRIMERO

El convento de Santa Teresa la antigua

Capítulo tercero

Doña Beatriz de Rivera


La estancia en que había penetrado el oidor estaba escasamente iluminada por dos bujías de cera, colocadas en candeleros de plata sobre una grande y pesada mesa de madera pintada de negro, con grandes relieves y adornos dorados; en derredor de la estancia había enormes sitiales semejantes en su adorno y construcción a la mesa, con respaldos y asientos forrados de rico damasco, color de naranja, y sobre una de las puertas se advertía un baldoquín del mismo color con una pequeña imagen de Santa Teresa.

Doña Beatriz era una dama como de veintitrés años, alta, pálida, con ojos negros y brillantes que resaltaban en la blancura mate de su rostro; su pelo negro estaba contenido por una toquilla blanca y sin adorno.

Doña Beatriz vestía un traje negro de terciopelo con el corpiño ajustado y con unas anchas mangas que, desprendiéndose casi desde el hombro, dejaban ver sus hermosísimos brazos torneados y mórbidos, y sus manos pequeñas y perfectamente contorneadas deslumbraban por la gran cantidad de anillos de brillantes que tenía en los dedos.

Podía adorarse aquella mujer como el ideal de la belleza de aquellos tiempos. El oidor permanecía de rodillas delante de Beatriz, teniendo entre las suyas una de las manos de la joven y contemplando su rostro apasionadamente.

— Alzad, don Fernando —dijo Beatriz, procurando levantarle suavemente—, alzad, que por más que me plazca miraros así, más quiero veros a mi lado.

— Doña Beatriz, pluguiera a Dios que pudiese yo pasar mi vida contemplándoos de esta manera. ¡Os amo tanto!

— ¿M e amáis? ¿Y no os amo yo también? ¿No sois vos el dueño de mi vida y de mi alma? Ah, don Fernando, por vos atropello todos los respetos, y mirad, a esta hora de la noche, no sólo os permito llegar hasta aquí, sino que os llamo. ¿Queréis aún más?

Don Fernando besó delirante la mano de Beatriz y se levantó.

— Aquí, aquí —le dijo la joven, indicando un sitial que estaba cerca del suyo— aquí tomad asiento porque el día avanza y tengo un negocio de que hablaros.

Don Fernando acercó un poco más el sitial, y se sentó volviendo a tomar entre la suya la blanca y tibia mano de Beatriz.

— Hablad, hablad señora, os escucho y os miro. ¿Qué más puedo anhelar en el mundo?

— Oídme, don Fernando, ¿conocéis a don Pedro de Mejía, el hermano de Blanca, de mi ahijada de confirmación?

— Le conozco doña Beatriz.

— ¿Y qué pensáis de él?

— Es un homhre fabulosamente rico, aunque con el peligro de que su hermana, al cumplir veinte años o al casarse, le quite la mitad del capital según la disposición de su padre el morir; pero, además de eso, don Pedro es el homhre más orgulloso, más déspota y más codicioso que ha llegado de España.

— Pues bien, esta tarde ha estado don Pedro de Mejia con mi hermano don Alonso de Rivera y le ha pedido solemnemente mi mano.

— ¡Que todo el poder de Dios me valga! —exclamó don Fernando levantándose pálido de furor.

— Sosegaos, don Fernando, que bien sabéis que os amo y antes consentiría en tomar el velo, que ser esposa de otro hombre que no fueseis vos.

— Oh, gracias, doña Beatriz, gracias —exclamó don Fernando, llevando a sus labios la mano de la joven— gracias, sólo por vos he temblado, por lo demás, nada me importa que todos se opongan, soy fuerte y poderoso, y os llevaré al altar, mal que les pese.

— Mi hermano dio a don Pedro su palabra de que se haría la boda, aunque yo me opusiera. Sabe mi hermano que os amo, don Fernando, y he aquí por qué se empeña en ella; cree que sois un enemigo por el afán con que habéis procurado que se lleve a efecto la fundación que hizo mi difunto tío, que en paz descanse, don Juan Luis de Rivera, de un convento de carmelitas descalzas ...

— Pero Beatriz, vos sabéis muy bien que habéis sido la que exigió de mi amor que se llevara a cabo la voluntad de vuestro tío ...

— Sí, don Fernando, mi hermano don Alonso no tiene razón: yo os he suplicado que se fundase ese convento, porque en su lecho de muerte y cuando ya las sombras de la eternidad pasaban sobre la frente de mi tío, me llamó a su lado y me hizo jurar por Dios, por sus Santos, por la memoria de mi madre y por él, que nos había recogido desde niños, que nos legaba un inmenso caudal; me hizo jurar que yo haría cuanto fuese de mi parte para que se cumpliera su última voluntad: desde entonces, cada vez que olvidaba el encargo, la imagen de mi tío aparecía en mis sueños recordándome mi juramento, y ya lo veis, no vivo, ni estaré tranquila, mientras ese convento no se funde, no desaparezca esa sombra que me persigue ...

Doña Beatriz, con una especie de terror, estrechó la mano de don Fernando, acercándose a él, y sus ojos vagaron recorriendo toda la estancia.

— Calmaos, doña Beatriz calmaos, que yo os juro sobre la salvación de mi alma que hoy al romper el día se dirá en las casas que deben servir para el convento la primera misa ...

— No juréis con tal temeridad, don Fernando, porque si bien el señor Arzobispo ha ganado a mi hermano el pleito, gracias a los papeles que yo os entregué y que vos le llevasteis, todavía costará mucho trabajo conquistar la posesión de las casas. Vos, don Fernando, aún no conocéis bien el carácter de mi hermano don Alonso; preferiría los perjuicios de un pleito que durara diez años a entregar contra su voluntad esas casas.

— Doña Beatriz, os he jurado que hoy al romper el día se dirá la primera misa allí, y ahora os invito a que vayáis a oírla ...

— ¿Será posible?

— Ya lo veréis: vuestra conciencia quedará tranquila, y yo feliz por haberos servido.

— Iré a la misa.

— ¿Os espero?

— Esperadme ¿a qué hora?

— A las cinco.

— Iré. Ahora retiraos, don Fernando, que es tarde, y fiad en mí; os amo y antes tomaré el velo que ser de otro hombre, os lo juro, como juré a mi tío por Dios, por los Santos y por la memoria de mi madre, y ya sabéis cómo cumplo yo mis juramentos.

— ¡Oh, sí, doña Beatriz!

— Oídme, que esto es ante todo para lo que os he mandado llamar: va a desatarse contra nosotros y, sobre todo, contra vos, una persecución horrible. Mejia es poderoso y mi hermano don Alonso también; nada omitirán para quitaros del medio: calumnias, acusaciones ante el rey, tentativas de asesinato, todo, todo lo pondrán en juego. Velad, don Fernando, velad porque os lleváis vuestra alma y la mía, mi vida y vuestra vida. Adiós.

— Adiós, adiós, señora.

Don Fernando besó la mano de Beatriz y se retiraba; pero la joven lo atrajo suavemente y clavó sus frescos labios en la boca de aquel hombre, que se sintió desfallecido de placer.

Era el primer beso de amor de aquellos dos seres que entraban en la senda de la desgracia.

Don Fernando salió; el esclavo, mudo e inmóvil, esperaba, y sin preguntar nada, sin recibir orden ninguna, encaminó al oidor hasta la puerta excusada de la casa.

Doña Beatriz miró a don Fernando hasta que volvió a cerrar la puerta de la estancia; entonces cayó de rodillas exclamando:

— Dios mío. Dios mío, protegedle.

Don Fernando salió a la calle en el momento en que Martín salvaba su vida reconocido por los truhanes, gracias al grito de contraseña que ellos tenían entre sí y que había lanzado por casualidad.

Los cuatro formaban un grupo en medio de la calle, y como había despejado algo el cielo, débiles los rayos de la luna permitían mirar aquel grupo de hombres, que tenían aún los estoques en la mano.

La puerta no hacía ruido y el oidor salió sin ser notado, y se recató para observar. Los hombres hablaban bajo, pero sin embargo, él percibía la conversación.

— Quedóme —decía Martín — porque guardo aquí la espalda a persona de tal calidad y tales dotes, que servirla es honor que, sin buscar la recompensa, por sí solo basta a dejar satisfecho a un hombre como yo.

— Por mis barbas —contestaba uno de los truhanes— que debe ser el mismo Arzobispo en persona.

— Quién sea, n i yo os lo diré, ni vosotros debéis preguntármelo, que regla nuestra es no meternos en los negocios de los demás sino para ayudarles.

— Tiene razón el señor bachiller, vámonos —dijo irónicamente otro—, vámonos y a curarse los que han salido mal de este encuentro, que por obra de Dios no tuvo mayores resultados.

— Adiós, adiós —se dijeron todos, y los hombres se dirigieron calle abajo y se oyó el cerrarse de una ventana de la casa de las damas de alegre vida, que habían estado pendientes del fin de la querella.

Martín se volvía a su puesto cuando se encontró con don Fernando, que lo esperaba inmóvil como una estatua.

— Veo —le dijo a Martín— que hombre sois para cumplir con vuestras promesas, y que se os puede fiar el sermón.

— ¡Qué quiere su señoría! Son lances que nadie alcanza a evitar.

— Vamos.

— ¿Hacia dónde ordena su señoría?

— A la capilla que se dispone para la misa de hoy.

— Entonces, con el permiso de usía me quedo en el Arzobispado.

Volvieron a tomar el mismo camino que habían traído; al pasar por las tiendas de la plaza, Martín dejó la espada y llegaron hasta la puerta del palacio del Arzobispado.

— Me quedo, si usía me lo permite —dijo Martín.

— Contad conmigo —contestó el oidor, estrechándole la mano— como siempre.

El oidor siguió y Martín llamó a la puerta del Palacio.

Le abrieron, tomó el aire manso y contrito de un San Luis Gonzaga y se dirigió a la estancia del Arzobispo.

El prelado estaba ya en pie, completamente vestido, y se paseaba impaciente.

— ¿Ya es hora? —preguntó al ver a Martín.

— Sí, señor Ilustrísimo.

Tomó el Arzobispo su sombrero y se dirigió para la calle.
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