Presentación de Omar CortésCapítulo primeroCapítulo terceroBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO PRIMERO

El convento de Santa Teresa la antigua

Capítulo segundo

Donde se ve quién era el bachiller y lo que pasó con el oidor


— Pardiez señor bachiller —dijo el oidor cuando estuvieron en el patio — que me habéis hecho venir con una noche, que más está para dormir que para andarse en aventuras. ¿Tanto urge lo que me tenéis que decir?

— A no ser la urgencia tanta, cuidárame muy bien de haber molestado a vuestra señoría; pero a tanto llega la precisión que, si una hora más tarda su señoría, hubiera corrido riesgo de llegar tarde.

— Me alarmáis, en verdad.

— Creo que no hay gran peligro, sino el de no complacer a la dama de vuestro pensamiento.

— ¿Qué hay, pues?

— Que en esta noche, y como a bocas de las oraciones, recibí una esquela de mi señora doña Beatriz que es fuerza lea vuestra señoría.

— Dádmela.

— Aquí está —dijo el bachiller, entregando al oidor un billete pequeño, cuidadosamente doblado y perfumado.

— Por el aroma le conociera, aunque no viese las letras —dijo el oidor besándole—. ¿Pero a dónde podré imponerme?

— En el cuarto de la beata que tiene luz, y que está abierto cerca del zaguán.

Los dos se dirigieron a la puerta de la calle.

Al ruido de sus pasos, de una pequeña puerta salió la beata con su candil en la mano.

— ¿Tendréis a bien —le dijo el oidor— prestarme vuestro candil y permitirme que pase yo solo un momento a vuestro cuarto a leer una carta?

— Con mucho gusto —contestó la beata, entregándole el candil. La beata y el bachiller quedaron a la puerta, y el oidor entró al cuarto.

Encima de una mesa, que tenía por todo adorno un Cristo y una calavera, colocó el oidor el candil y se quitó el sombrero respetuosamente.

Desdobló la carta y leyó:

Al bachiller don Martín de Villavicencio y Salazar.

Avisad a Quesada que es indispensable que me vea esta madrugada a las dos. Dios os guarde.

BEATRIZ

El oidor besó la esquela, la dobló cuidadosamente y, metiéndola en la bolsa de sus gregüescos, tomó el candil y el sombrero, y salió.

La beata recibió el candil y se dirigió a abrir.

— Mil gracias —dijo el oidor saliendo seguido del bachiller.

— Dios sean dadas —contestó la beata cerrando.

— ¿Qué me dice su señoría?

— Nada, sino que es preciso que me vaya yo sin perder tiempo a ver a Beatriz.

— ¿Quiere su señoría que la acompañe?

El oidor se volvió como diciendo:

- ¿De qué podrá servirme éste?

El bachiller lo comprendió.

— Mire su señoría, —dijo— aunque parezco gente de iglesia, y por tal me ha conocido siempre, no lo soy, que aunque bachiller no tengo más órdenes que la de prima tonsura, que casi, casi sólo el barbero nos la confiere y no imprime carácter; conozco el manejo de las armas como un soldado, y puede vuestra señoría ocuparme sin el menor escrúpulo, que no será este negocio en el que tenga que ver el Santo Oficio.

— Pero si yo os llevara en mi compañía tendríais que ir mano sobre mano, porque no os veo llevar arma de ninguna especie.

— Descuide su señoría, que no me faltará, sobre todo si, como supongo, vamos a la casa de mi señora doña Beatriz en la calle de la Celada.

— Así es en efecto.

— Pues iremos, porque yo hasta las cuatro no tengo que venir para acompañar al señor Arzobispo.

— Pues andando, que el tiempo avanza.

Quesada y Martín comenzaron a caminar lo más aprisa que les permitía la oscuridad de la noche y el pésimo estado de las calles, llenas de lodo, de charcos de agua y de cerros que se formaban en las esquinas con la basura que arrojaban allí los vecinos de las casas cercanas.

Así llegaron hasta las tiendas que había, en donde después se levantó el Parián, y que ocupaban una parte de la Plaza Mayor.

— ¿Me permite su señoría un momento? —dijo Martín.

El oidor se detuvo y Martín se dirigió a una de las tiendas y llamó fuertemente.

- ¿Quién va? —dijo desde adentro un hombre.

— Yo —contestó Martín—, abre, Zambo.

— ¿Quién es yo?

— Yo, Garatuza, ábreme pronto.

A pocos momentos se abrió la puerta.

— Enciende luz —dijo Martín.

Se oyó el choque de un eslabón contra la piedra, se vieron las chispas blancas del pedernal y luego la roja lumbre de la yesca, y la azulada luz de una pajuela de azufre y, por último, el claro resplandor de una bujía de cera.

Un zambo, cabezón y feo como un condenado, la tenía en la mano.

— ¿Hay una espada? —preguntó Martín.

— Aquí están tres, las demás salieron, porque andan de aventura los muchachos.

— Dame una pronto.

El Zambo dio a Martín una espada y una daga pendiente de un talabarte de cuero colorado muy viejo, con hebilla de fierro.

Martín se ciñó el talabarte y volvió al lado del oidor.

— Estoy a las órdenes de su señoría —le dijo con una sonrisa maliciosa y entreabriendo su balandrán para mostrar sus armas.

Pero la noche era oscura y el oidor no pudo ver ni la sonrisa ni las armas, y preguntó:

— ¿Ya armado?

- Ya.

— Por mi fe, señor bachiller, que voy descubriendo en vos una alhaja. Vámonos.

— Su señoría me favorece demasiado —contestó hipócritamente Martín—, no soy más que un hombre precavido.

Había cesado la lluvia; el negro toldo de nubes que cubría el cielo comenzaba como a despedazarse, y en medio de su oscuro fondo empezaba a adivinarse la luna anunciada por líneas luminosas e irregulares en la pesada masa que flotaba en el aire.

La calle de la Celada es la que ahora se llama de Zuleta, y debió el nombre de Celada a un ardid de guerra que, durante el sitio de México por Hernán Cortés, hizo caer prisioneros en manos de los vasallos de Guatimotzín, a seis españoles en esa misma calle, que era un ancho canal en los días de la conquista.

El oidor y Martín tenían, para llegar a la calle de la Celada, que atravesar la acequia que pasaba por frente a las casas del Ayuntamiento y corría por las calles que ahora se llaman del Coliseo, hasta la gran acequia que circundaha la ciudad.

Por la margen derecha de la acequia siguieron hasta llegar a un puente que existía en la calle del Espíritu Santo, y allí franquearon el obstáculo.

La noche iba aclarando y los dos hombres, aunque con precaución, caminaban de prisa y sin hablarse.

Había en la calle de la Celada una grande y magnífica habitación, que indicaba la opulencia y el poder de sus dueños, y hacia aquella casa se dirigió sin vacilar el oidor seguido de Martín.

Cruzó sin pararse frente a la entrada principal y continuó alejándose de ella hasta detenerse en una puertecilla que en un elevado muro había y que, a juzgar por lo que alcanzaba a verse desde la calle y desde las azoteas vecinas, correspondía a un jardín o a un corralón.

Quesada arañó literalmente aquella puerta dos veces; en el interior se oyó también como si alguien arañase, y Quesada dio entonces un golpecito.

La puerta se abrió como por encanto, sin hacer ruido ninguno.

— ¿Me esperáis aquí o preferís entrar? —preguntó el oidor a Martín.

— En todo caso —contestó el bachiller— prefiero estar afuera, porque si su señoría tardase podría yo irme a ver al señor Arzobispo.

— Bien, no tardaré. La puerta volvió a cerrarse y Martín quedó solo en la calle apoyado en el dintel.

Un negro muy alto y muy fornido había abierto al oidor y le guiaba en el interior de la casa; pero el oidor parecía no necesitar aquel guía, según la tranquilidad con que caminaba.

Atravesaron un gran patio desierto, subieron una pequeña y angosta escalera, al fin de la cual había un estrecho corredor.

El negro iba descalzo y el oidor procurando ahogar el eco de sus pisadas, andando sobre la punta de los pies.

Pasaron algunas habitaciones, desiertas también, y el negro llamó a una puerta entornada.

— Adentro —dijo una voz tan dulce como el gemido de una brisa.

El negro empujó suavemente la puerta, se hizo a un lado dejando pasar respetuosamente al oidor y volvió a cerrar, quedando por fuera como de centinela.

— Loado sea Dios —exclamó al ver a Quesada una dama que leía un libro, sentada en un sitial cerca de una mesa.

— Doña Beatriz —exclamó Quesada, arrojándose a los pies de la dama, antes de que ésta hubiera tenido lugar de levantarse.

Martín permaneció cerca de un cuarto de hora sin moverse; estaba confundido en el hueco de la puerta y en la sombra del muro.

Enfrente había una casa baja con ventanas irregularmente colocadas.

Martín creyó oír ruido dentro de aquella casa y, en efecto, a poco se abrió la puerta y tres hombres embozados hasta los ojos salieron de allí, acompañados hasta la salida por una vieja que llevaba una vela y por tres o cuatro muchachas que se despedían de ellos, con una ternura demasiado expresiva. La luz que se desprendía de la puerta iluminó a Martín, y la vieja le alcanzó a ver.

— ¡Un hombre! —exclamó.

— ¿En dónde? —preguntó uno de los embozados.

— Enfrente, espiando —dijo la vieja—. ¡Será el diablo! Las muchachas lanzaron un grito y la luz se apagó.

— Cierren —dijo una voz de hombre—, nosotros iremos a reconocer.

La puerta se cerró, los embozados, que venían de una pieza iluminada, vacilaron deslumbrados; pero Martín, acostumbrado a la especie de penumbra que reinaba en la calle, se quitó precipitadamente el balandrán, se lo envolvió en el brazo derecho como una adarga y tiró de la espada.

Martín, que conocía muy bien México para saber qué clase de mujeres vivían en aquella casa y los parroquianos que la frecuentaban, que eran siempre camorristas, pendencieros y hombres de mala conducta, comprendió que el lance era indispensable.

Los embozados rodearon a Martín con los estoques en las manos; pero el bachiller era hombre que lo entendía en esto del manejo de las armas. Cubierta su espalda por el muro y procurando no separarse de allí, el bachiller tenía a sus enemigos a raya, y su espada, como una víbora flexible y ligera, y sus movimientos rápidos pero estudiados, abatían los estoques de sus contrarios, aprovechando los momentos para tirarles algunas puntas, y más de una vez creyó Martín sentir que algo más que el aire detenía los golpes de su espada.

Pero aquello no podía prolongarse hasta el amanecer. Martín sentía el cansancio y sus adversarios lo comprendían, porque multiplicaban sus ataques; fatigado, jadeante, se contentaba ya con defenderse sin atacar.

Entonces quiso hacer un gran esfuerzo y buscar su salvación en la fuga, apretó la espada y se arrojó en medio de la calle lanzando un chillido agudo y semejante al que lanzan las lechuzas en lo alto de las torres durante la noche.

Como por efecto de un conjuro, los tres embozados retrocedieron inclinando las espadas y contestando con otro grito semejante. Martin se acercó a uno de ellos.

— ¡Mariguana! —exclamó Martin.

— ¡Garatuza! —exclamó el otro.

Y todos se agruparon en derredor del bachiller.
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