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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO PRIMERO

El convento de Santa Teresa la antigua

Capítulo cuarto

De cómo ganaba sus pleitos el Ilustrísimo señor Don Juan Pérez de la Cerna


Comenzaba a amanecer el día 4 de julio de 1615 y todos los vecinos de la gran casa, en que han tenido lugar las primeras escenas de esta historia, se despertaban espantados por un ruido inmenso y desacostumbrado.

En el patio y en los corredores, más de diez campanas de mano llamaban a misa, se oían golpes en las puertas y en las ventanas de todas las habitaciones y voces de hombres que decían:

— Levantaos, levantaos, para que asistáis al santo sacrificio de la misa, que en esta casa va a celebrar el señor Arzobispo.

Más que de prisa se levantaba todo el mundo; por piedad o por curiosidad, nadie quería quedarse en la cama, y antes de media hora la sala, convertida en capilla, estaba completamente llena.

El Arzobispo, revestido ya, esperaba en un sitial que acabasen de llegar los vecinos; de pie a su lado estaba Martin con un sobrepelliz blanco como la nieve, y en frente, de pie, el oidor don Fernando de Quesada, dirigiendo a la puerta investigadoras e ingeniosas miradas.

Iba ya a comenzar la misa cuando entró por el zaguán de la casa una lujosa silla de manos, llevada por dos robustos esclavos y al lado de la cual caminaba un negro de elevada estatura.

La silla se detuvo en la puerta de la improvisada capilla y salió de ella una mujer, envuelta en un manto, y con su velo negro sobre el rostro atravesó entre el concurso y vino a arrodillarse muy cerca del altar.

El oidor se conmovió visiblemente: aquella mujer era doña Beatriz de Rivera.

El Arzobispo dio principio a la ceremonia.

Al terminar la misa, el prelado se volvió a los devotos y dirigió una breve alocución.

El Señor, les dijo, habia tomado posesión de aquellas casas, para que se fundase en ellas un monasterio de Carmelitas descalzas: que la fábrica debía comenzarse inmediatamente, y que rogaba a cada uno de los vecinos que procurasen desocupar cuanto antes las habitaciones, sin que por negligencia u omisión diesen motivo a que se retardara el servicio de Dios, ofreciendo la incomodidad que aquello les causara como sacrificio a su Divina Majestad, y en descargo de sus pecados.

La gente salió edificada, y dos horas después, de todas las habitaciones salían hombres, mujeres y muchachos, cargando mesas y sillas, baúles, colchones y ropa ... aquella misma tarde la casa estaba completamente vacía y el Arzobispo en pacífica posesión de ella.

Don Fernando procuró, al acabar la misa, esperar a doña Beatriz para ofrecerle la mano al entrar a la litera.

— Gracias, gracias, don Fernando —dijo estrechándole la mano—, ya viviré tranquila.

— Dios os haga tan feliz como merecéis —contestó don Fernando.

Los esclavos alzaron la silla y antes de ponerse en marcha, una de las cortinillas de seda de la portezuela se levantó.

— Cuidaos —murmuró doña Beatriz.

Don Fernando no pudo contestar porque la silla caminaba.

El negro, sin darse por conocido de don Fernando, siguió a su ama.

El Arzobispo volvió a su palacio, tan orgulloso como si hubiera ganado una batalla; el ardid de que se había valido para tomar posesión del edificio en que debía fundarse el convento de Santa Teresa había producido, como hemos visto, un éxito completo.

Don Fernando de Quesada estaba contento, amaba a doña Beatriz con ese amor inmenso de un hombre que llega a la edad madura sin haber conocido otra pasión que la del estudio. Doña Beatriz era joven y hermosa y le amaba; además, don Fernando tenía en nada la oposición de don Alonso de Rivera, hermano de doña Beatriz; él era como había dicho muy bien, fuerte y poderoso, y la joven había cumplido ya la edad en que, conforme a las leyes de la Metrópoli, le era lícito casarse sin el consentimiento de su hermano.

Pero en medio de todo, una cosa habia nublado la felicidad de don Fernando. Beatriz tenía una especie de delirio por la fundación del convento de Santa Teresa; sin comprender por qué el oidor veía en su amada más vivas y más ardientes cada día sus impresiones en este negocio, y algunas veces llegó a temer por su salud; siempre hablando de eso y siempre mirando la imagen de su tío moribundo, aquella mujer padecía horriblemente en su espíritu, y esta situación producía esa excesiva palidez que se notaba en su hermoso semblante.

Por eso don Fernando había tomado parte con tanto entusiasmo en favor de la fundación, y era el amigo más útil que se podia haber encontrado el impetuoso Arzobispo de México, don Juan Pérez de la Gema.

Don Fernando estaba en el palacio episcopal la misma tarde que se había tomado posesión de las casas.

La conversación recaía naturalmente sobre los acontecimientos de la mañana.

— Verdaderamente, señor oidor —decía el Arzobispo— no sé a qué atribuir el completo síléncio que ha guardado don Alonso de Rivera. ¿Usía cree que desiste completamente?

— Así debiera suceder; pero o yo mucho me engaño o don Alonso prepara alguna cosa.

— ¿Pero qué puede hacer, perdida la propiedad y la posesión?

— Recurso de ley no le queda, ni sería ciertamente al que pudiera tenérsele temor; pero su Ilustrísima conoce también el carácter de don Alonso, y como yo comprende que su mismo silencio, clara señal es de que algo trama.

— Dios dispondrá; pero alcanzo a creer que su Divina Majestad protege nuestra empresa.

En ese momento, un familiar entró en la habitación y presentó al Arzobispo, en una bandeja de plata cincelada, un gran pliego cerrado y sellado.

— Debe ser sin duda —dijo el Arzobispo a don Fernando— la contestación de su Excelencia al pliego que le envié esta mañana, dándole la noticia de haber tomado la posesión de las casas y pidiéndole su beneplácito para comenzar la obra.

El Arzobispo abrió aquel pliego y a medida que iba avanzando en la lectura, don Fernando podía notar que se ponía alternativamente pálido y encendido y que un sudor ligero humedecía la raíz de sus cabellos.

— Mirad —dijo por fin, alargándole el pliego con una mano convulsa.

El oidor leyó y se inmutó a su vez.

— Orden del virrey para suspender los trabajos, hasta que haya fondos necesarios para la obra.

— Exactamente ¡pero estas son intrigas de don Alonso!

— Tal creo, señor.

— ¡Fondos necesarios! ... ¿Y qué calificará de fondos necesarios su Excelencia?

— Esa es la dificultad: será preciso que haya en las cajas de la fábrica doscientos mil pesos; de lo contrario, siempre pondrán a su Ilustrísima la misma dificultad.

— ¡Oh! Cuando a mí me extrañaba el silencio de don Alonso de Rivera ...

— ¿Y piensa su Ilustrísima que suspendamos la obra?

— De ninguna manera: es fuerza luchar con todas estas dificultades; pero con la constancia y el trabajo triunfaremos.

Omnia vincit labor.

Et constantia vincit omnia. En este momento me voy a palacio. De convencer tengo a su Excelencia, y mañana comenzará nuestra obra.

— Y yo prometo a su Ilustrísima que como su Excelencia no nos niegue su permiso, mañana en la tarde todas esas casas estarán completamente derribadas. Con permiso de su Ilustrísima me retiro a prepararlo todo, porque tengo fe en que su Ilustrísima alcanzará lo que desea.

— Vaya su señoría, que yo le aseguro que el beneplácito de su Excelencia lo tendré esta misma tarde.

El Arzobispo tendió la mano, el oidor besó respetuosamente el anillo pastoral y se retiró.

Pocos minutos después el carruaje del Arzobispo se dirigía a palacio, precedido de un pertiguero montado en una mula blanca, lo cual era indicio que iba dentro del coche su Ilustrísima.
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