Presentación de Omar CortésCapítulo décimoterceroCapítulo decimoquintoBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

*****

LIBRO PRIMERO

El convento de Santa Teresa la antigua

Capítulo decimocuarto

En que el negro continúa su historia


Llegamos a las cárceles del Santo Oficio y allí nos separaron a los tres.

Algunos días transcurrieron sin que se ocuparan de mí; al fin me sacaron a dar mi declaración.

Preguntáronme si era esclavo y cristiano y contesté que sí.

Después me interrogaron si sabía que mi amo en las noches azotaba un Crucifijo y le escupía el rostro, y si sabía que en una de las puertas de la tienda había enterrado otro Crucifijo, y a los que entraban por esa puerta, pasando sobre él, les daba los efectos más baratos, y más caros a los que penetraban por la otra.

Nada de esto sabía yo, y debieron conocer mi inocencia en mi rostro y mis respuestas porque me dieron libre mandando que fuese yo vendido para ayudar con mi precio los gastos del proceso de mi amo; además, como todos sus bienes estaban confiscados, era la suerte que debía caberme.

Caminaba yo conducido por dos empleados encargados de llevarme al lugar en que debía vendérseme, cuando al atravesar la Plaza principal vimos venir hacia nosotros dos mulas desbocadas que arrastraban una carroza: el cochero debía de haber caído porque los animales iban solos.

A medida que se acercaban oíamos grandes gritos, y por fin percibimos un caballero anciano y una niña que dentro de la carroza venían y que, sacando por ambos lados la cabeza, imploraban auxilio, que nadie se atrevía a darles.

No sé lo que sentí en aquel momento. Si moría por darles auxilio, me libertaba de una vida que, sin esperanzas de volver a ver a Luisa, me era insoportable; si salvaba aquellas dos vidas. Dios me lo tomaría en descargo del pensamiento de quitar la suya a mi amo, que era el punzante remordimiento de mi corazón.

El carruaje venía muy cerca: me desprendí de los que me llevaban y me lancé a su encuentro.

El choque fue tan violento que perdí casi el sentido; pero me aferré instintivamente a las orejas de una de las mulas: desde muy niño he alcanzado una poderosa fuerza física y en aquel momento apelé a toda la que Dios me había concedido.

La mula quiso desprenderse de mí, sacudió la cabeza y se detuvo conteniendo a su compañera, y luego, comprendiendo tal vez que no podía luchar, se humilló y la carroza quedó parada.

El anciano bajó inmediatamente y sacó en sus brazos a la niña casi desmayada. Aquel señor y aquella niña eran don Juan Luis de Rivera y su sobrina doña Beatriz, mi ama y señora.

Los curiosos nos rodearon y se encargaron de las mulas.

Los empleados del Santo Oficio llegaron golpeándome con unas varas.

— ¡Ladrón! —me dijo uno—. ¡Tú quieres robar al Santo Oficio, tú no te perteneces ni te mandas! Si te han matado las mulas o te han lastimado ¿con qué pagas el perjuicio de lo que pueden dar por ti? Ladrón, pillo: toma, toma —y me golpeaban con las varas.

Mi sangre hirvió al verme tratado así, y quizá hubiera causado mi perdición, atacando a aquellos hombres, pero en estos momentos llegó el dueño del carruaje.

— A ver —dijo— ¿quién es el que ha detenido a las mulas?

— Este esclavo que pertenece al Santo Oficio, y que le llevamos para vender.

— ¿Esclavo es y va de venta? Yo le compro. ¿Cuánto vale?

— Señor, tenemos orden de darlo por mil quinientos pesos; tal vez parecerá muy caro a su señoría, pero es fuerte, sano ...

— Le tomo, le tomo, y decidme si preferís venir conmigo a mi casa o dejármele llevar y enviar por el dinero luego.

— Puede su señoría llevarle, que bien conocemos a don Juan Luis de Rivera, abonado en todo el comercio de esta Nueva España.

— Entonces le llevo y ocurrid por el precio, y para que se tire la escritura de venta.

Don Juan Luis de Rivera dejó la carroza que las mulas habían roto y tomando del brazo a la niña echó a andar, diciéndome:

— Siguenos.

Y caminamos hasta la casa de la calle de la Celada.

Allí me hicieron entrar y don Luis me preguntó de mi vida. Contóle lo que había ocurrido en la Inquisición, sin mencionar en lo absoluto nada de Luisa, y quedé como esclavo de la casa, pero como propiedad exclusiva de mi ama doña Beatriz.

Desde aquel momento mi esclavitud fue sólo de nombre, y la dulzura del carácter de mi ama hizo para mí tan amable el yugo, como la libertad.

Confesé a mi ama el interés que tenía por la suerte de don José de Abalabide y me permitió salir a la hora que quisiese de día o de noche, con el objeto de averiguar el fin que tendría; y además me prometió hacer cuanto fuera de su parte para inquirirlo.

Usando de esta libertad iba yo algunos días y algunas noches, a dar una vuelta por el edificio en que estaban las cárceles, creyendo, en mi ignorancia, que podría yo asi saber alguna cosa de don José; pero las semanas y los meses transcurrieron y yo no lograba tener ni la menor noticia.

Una noche, que había yo ido a rondar por la Inquisición, anclaba por la orilla de la acequia de la traza que queda a la espalda del convento de Santo Domingo. Habia una escasa claridad de luna y alcancé a ver delante de mí, a pocos pasos de distancia, a una mujer que caminaba con un niño en los brazos.

Más adelante había un caballo muerto que devoraban muchos perros hambrientos. La mujer pasó cerca de ellos y apenas la sintieron todos ellos, como rabiosos, se arrojaron sobre ella. La mujer, espantada, quiso huir, sin acordarse sin duda de la acequia, y cayó al agua desapareciendo casi en el momento.

Yo había precipitado mi marcha con objeto de protegerla contra los perros y pude oír su grito de espanto al caer y ver bien el lugar en que se había hundido. Sin vacilar me tiré a la acequia y al momento encontré a la mujer, que no había soltado al niño: ¡era su hijo!

La levanté en mis brazos fuera del agua, y ambos respiraron; pero nuestra situación era crítica. Yo no podía salir primero que ella, y ella no se atrevía a salir porque la multitud de perros furiosos ladraban y gruñían en la orilla, e indudablemente hubieran despedazado a la madre y al hijo antes de poderles yo salvar.

Y lo más terrible era que yo me sentía hundir en el fango que formaba la cama de la acequia y que las fuerzas me iban faltando. Mis brazos iban bajando y la mujer y el niño se iban sumergiendo: yo no podía gritar porque el agua me llegaba casi hasta la boca, pero la mujer comenzó a implorar socorro a grandes voces. Nadie acudió y yo me hundía ; ya no podía respirar sino por la nariz, y eso haciendo un esfuerzo, y la mujer estaba casi sumergida. Cerré los ojos y me encomendé a Dios. Me zumbaron los oídos: iba a caer cuando sentí que alguien se acercaba corriendo, que algunos perros aullaban como heridos, y que los demás ladraban más lejos. Hice un esfuerzo supremo y me enderecé lo más que pude y abrí los ojos: un hombre tendía a la mujer el cabo de un chuzo. La mujer lo tomó con una mano y ayudada por mí salió a tierra con su hijo: luego el hombre me tendió el chuzo a mí, me tomé de él y salí casi desmayado.

La mujer se había sentado y el recién venido le dijo:

— ¿Qué ha sido esto?

— ¡Santiago! —dijo la mujer reconociéndole.

— ¡Andrea! —contestó el hombre arrodillándose a su lado—. ¿Qué te ha sucedido? ¿Qué es de nuestro hijo?

— Aquí está, bueno el pobrecito.

— Pero ¿cómo ha sido esto?

— Buscándote venía cuando esos perros me espantaron y caí en la acequia con mi hijo, y nos hubiéramos ahogado si este señor no nos salva.

— Señor ¿con qué os pagaré tanto? —me dijo aquel hombre tendiéndome la mano.

— No soy señor —le contesté— soy un esclavo de mi ama doña Beatriz de Rivera.

— Pues aunque seas esclavo —me dijo— sin ti mi hijo y mi mujer hubieran muerto esta noche; calcula cuánto será mi agradecimiento.

— Y si vos no llegáis tan a tiempo, hasta yo sucumbo.

— Esperaba a Andrea, oí gritos pidiendo socorro, creí que fuera un pleito, tomé mi chuzo y eché a correr; pero no te había yo conocido, hija mía.

— Ni yo a ti —dijo la mujer.

— Pues vámonos para casa, te cambiarás ropa y le daremos un trago a este amigo, que bien lo necesita y lo merece.

Nos dirigimos a su casa, que estaba cerca y entramos a ella; la mujer se fue a mudar ropa y yo, tomando un trago de vino, me despedí prometiendo volver a visitarlos.

Frecuenté la casa de Santiago y de Andrea, y Dios premió el beneficio que yo les había hecho. Santiago era uno de los familiares de más confianza en el Santo Oficio y había llegado a quererme como a un hermano. Y, por mi parte, comprendiendo de cuánto podía valerme su amistad, comuniqué todo lo ocurrido a mi ama doña Beatriz, que me daba de cuando en cuando algunos regalitos para Andrea y le ofreció por mi conducto llevar a la pila bautismal al primer hijo que tuvieran. Con todo esto era yo tan apreciable en la casa de Santiago, como si no fuera yo un esclavo.

Un día me atreví y si no fuese prohibido el decírmelo —le pregunté— podríais darme razón de un mi amo que fue español, y llamado don José de Abalabide ¿vive o es muerto?

- Aunque no debiera yo dar noticias —me contestó— a tí nada te niego. Ese Abalabide vive y está en una de las cárceles secretas; hereje relapso, ha sufrido el tormento ordinario y hasta el extraordinario, y nunca ha querido confesar.

— ¡Pobrecito! Quizá será inocente.

— ¿Inocente? Y nosotros hemos encontrado un Cristo enterrado en la puerta de su casa, y otro azotado y escupido en su aposento; y además, denuncia formal de un comerciante honrado y cristiano viejo, vecino suyo.

— Quién sabe: el Tribunal sabrá lo que dispone. Por mí, lo quería bien, y algo diera por verlo aunque fuera un rato.

— ¿Tendrías mucho gusto?

— Sería mi mayor felicidad.

Santiago pareció reflexionar, y tuve un rayo de esperanza; comprendía yo que a don José lo quería como a mi padre.

— Si me ofrecieras un eterno silencio, quizá yo te proporcionaría el verle.

— ¡Ojalá! —le dije conmovido.

— Bien ... hoy no ... mañana sí; mañana ven aquí a las ocho en punto.

— Y podré ...

— Es algo expuesto; pero probaremos ... sobre todo —y puso su mano sobre la boca para indicarme una reserva profunda.

— Os lo juro.

— Bueno: mañana a las ocho.

Puntual estuve a la cita al día siguiente. Santiago estaba solo en su casa: ni Andrea ni nadie había allí. Apenas me vio entrar, me dijo:

— ¿Estás resuelto?

— Sí.

— He despachado fuera de casa a mi mujer para que nadie se entere de nada. Vístete esto.

Y me entregó un gran saco de sayal con su capuchón.

— Un compañero que debía ir conmigo esta noche —me dijo Santiago— está enfermo; tú vas en su lugar. Encomiéndate a Dios para que nos saque con bien.

Me vestí el saco de sayal y me calé el capuchón que me cubría la cara y la cabeza; las mangas del saco eran tan largas, que ocultaban mis manos.

— No saques las manos —me dijo— y te conozcan por ellas.

— No, señor.

— Ahora, no más me sigues y callas.

Santiago cerró su casa, y siguiéndole yo llegamos a la puerta de las cárceles del Santo Oficio.

Al penetrar debajo de aquellas bóvedas macizas, de aquellos inmensos corredores, tan opacamente iluminados, sentí frío, invencible terror. Muy pocos rostros encontraba descubiertos, a no ser los de algunos presos cuando atravesábamos por los calabozos; pero estos presos eran los distinguidos, los que tenían derecho a ciertas consideraciones.

Después de haber caminado bastante, Santiago me dijo al oído:

— Vamos a ver si penetramos a las cárceles secretas —y me guió a un aposento en donde estaba un viejo sentado en un sillón de vaqueta, leyendo el Oficio Divino.

- ¿Me toca el registro? —dijo Santiago presentándosele.

— ¿Quién eres?

— Santiago y su acompañante.

Y Santiago se descubrió el rostro.

— Toma —le dijo el viejo, dándole un gran manojo de llaves.

Las tomó, encendió los faroles que estaban en el cuarto, me dio uno y una lanza corta pero aguda y fuerte.

Descendimos por una escalera a unos espaciosos subterráneos, y Santiago abría y cerraba luego grandes puertas de madera, cubiertas de planchas y barras de hierro, inmensas rejas, cadenas que impedían el paso, y con gran admiración mía, encontramos carceleros encerrados en los corredores, que no podían salir de allí para tenerlos más seguros cerca de los presos.

Comenzamos a registrar los calabozos: casi todos eran unas especies de cuevas labradas en la tierra y revestidas de piedra; todos los reos estaban atados de una gruesa cadena que pendía de la pared o de un poste; casi todos tenían grillos y esposas, sin cama, sin una silla, desnudos casi, pálidos, con los cabellos y la barba largos y enmarañados. Aquellos calabozos tenían un hedor insoportable; allí vi jóvenes, ancianos, hombres y mujeres.

En uno de aquellos sótanos había un reo a quien yo no conocí. Santiago me tocó el brazo y me dijo:

— Ese es.

— Imposible —le contesté.

— Hablale.

El hombre no nos había mirado siquiera. Ya había yo observado que ninguno de los que habíamos visitado se quejaba, casi todos habían caído en un estado de idiotismo y parecían mentecatos.

— Háblale —me dijo Santiago— yo te esperaré en la puerta, pero no tardes mucho. Y salió, dejándome solo con el preso.

— Don José, —dije— don José.

El hombre levantó la cabeza, y sus ojos brillaron.

— ¿Quien es? —dijo—. Esa voz la conozco.

— Yo soy —contesté arrodillándome a su lado— yo soy, Teodoro el esclavo, que ha logrado penetrar aquí sólo por hablar a su amo.

Alcé mi capuchón y don José me reconoció.

El pobre viejo se puso a llorar como un niño, quiso pararse y no pudo, lo habían baldado en el tormento; quiso abrazarme y le fue imposible, tenía esposas. Yo le abracé, y él entonces comenzó a besarme, mojando mi rostro con su llanto.

— Hijo mío, hijo mío —me decía trémulo y agitado, y no recordaba que yo era su esclavo, y que yo era un negro; nada, nada, no más que era el primer corazón que se interesaba en su desgracia.

Así pasó un rato, él llorando y yo acariciándolo; y aunque me dé vergüenza decirlo, llorando también.

— Ya me voy, ya me voy —le dije.

— Tan pronto.

— No es posible más, consideradme.

— Tienes razón; pero óyeme una palabra: en el pozo de la casa en que vivíamos dejé escondidas mis riquezas, sácalas, compra tu libertad y vive feliz; si llego a salir, te buscaré, y tú me mantendrás; si no, encomiéndame a Nuestro Señor.

— Adiós, mi amo.

— Adiós, ab, otra palabra, soy inocente. Don Manuel, nuestro vecino, me ha calumniado por envidia: él enterró el Cristo en la puerta de la tienda.

— ¿Y el que estaba adentro?

— Luisa, comprada por él, lo introdujo allí.

- ¡Qué horror! ¿Será cierto?

— El que se halla ya casi en el sepulcro te lo jura.

— Vamos —dijo Santiago desde afuera.

— Sí —le contesté.

Besé la frente del viejo, y salí con el corazón traspasado de dolor por sus sufrimientos y por la revelación que me había hecho. Yo conocía a Luisa y la creía capaz de todo.

Salimos sin novedad de la Inquisición, y hasta que no me vi libre del saco y del capuchón no respiré con libertad.

Casi a la madrugada volví a la casa de mi ama.
Presentación de Omar CortésCapítulo décimoterceroCapítulo decimoquintoBiblioteca Virtual Antorcha