Presentación de Omar CortésCapítulo décimocuartoCapítulo decimosextoBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO PRIMERO

El convento de Santa Teresa la antigua

Capítulo decimoquinto

Se ve el fin de la historia de Teodoro


A pesar del tiempo que había transcurrido, la casa de mi amo permanecía sin haberse vendido, cerrada y selladas sus puertas con las armas del Santo Oficio, al cual ya pertenecía.

Entrar a la casa y sacar el dinero que había dejado allí mi amo, y que yo consideraba mío, era para mí cosa sumamente fácil.

Empecé a rondar por las inmediaciones y una noche en que todo estaba tranquilo, me introduje por una vieja tapia y me dirigí al interior.

Se me oprimía el corazón al recuerdo de los días que había yo pasado allí; me parecía sentir aún el aliento y la voz de Luisa; me estremecía pensando en ella y en mi pobre amo a quien había vuelto a ver en un estado tan deplorable.

Sin saber por qué, sentí un deseo irresistible de volver a entrar a la casa que había yo dejado de una manera tan inesperada. Llegué a la cocina, que era la primera pieza, entré resueltamente en ella y al llegar a la siguiente habitación, sentí helarse de pavor mi corazón. Oí ruido en el interior y distinguí una luz, y luego cruzar algunas sombras negras y silenciosas.

Quise gritar, quise huir; pero era imposible, aquellas apariciones en una casa por tanto tiempo desierta, aquella luz, todo aquello tan sobrenatural, me embargó de manera que no fui dueño de mi mismo, y sin querer, como impulsado, avancé algunos pasos vacilando y próximo a caer.

Repentinamente sentí una mano que se aferraba en mi cuello, y luego unos brazos desnudos y llenos de grasa que me enlazaban, y me sentí empujado silenciosamente hacia el lugar en que estaba la luz, que era la pieza en que mi amo dormía, y la más apartada de la casa.

El temor y la sorpresa no me permitían oponer la menor resistencia: creía yo estar entregado a seres sobrenaturales. Los que me conducían, me abandonaron en medio del aposento. Entonces miré a mi derredor en las viejas sillas de mi amo, que estaban sentados como diez negros, en los que yo reconocí esclavos de las principales casas de México, y de pie otros veinte; todos estaban enteramente desnudos, sin más que un pequeñísimo taparrabo: todos tenían el pelo cortado hasta la raíz y estaban ungidos desde la cabeza hasta los pies con grasa, pero con tal abundancia, que sus cuerpos negros brillaban como si fueran de azabache.

En la pieza había algunas luces, de manera que todo esto lo pude percibir perfectamente.

— Aquí está éste —dijeron los que me llevaban.

— ¿Quién eres y qué hacías aquí? —me dijo el que parecía mandar a los otros, y que yo conocí por ser esclavo de la casa de don Leonel de Cervantes.

Habíame quedado callado.

— Responde —dijo imperiosamente.

Conocí que lo mejor sería decir la verdad, porque aquellos, además de ser como yo, negros y esclavos, parecían no tener que ver con la justicia, sino para ser perseguidos por ella.

— Soy Teodoro —les contesté— de la casa de doña Beatriz de Rivera, esta casa fue de mi amo, y esta noche venía a buscar algo que había ocultado antes de salir.

Mi respuesta pareció no satisfacer mucho al jefe, porque con un acento despótico y alzado, dijo:

— Trazas tiene éste más de espía que de otra cosa; nuestra posición y el fin que nos proponemos, la libertad de nuestros hermanos, exigen todo sacrificio y todo cuidado: por sí o por no, que muera éste.

- Que muera —dijeron unos.

Ver mi muerte segura y ser deshonrado como espía delante de mis hermanos, eran dos cosas en verdad muy terribles.

Entonces una idea me alumbró y quise exponerlo todo.

— Hermanos —dije— tratáis de nuestra libertad, y nadie tiene tanto derecho como yo de mandar en el consejo, y así me llamáis espía. Llevo sangre real pura y nadie la lleva como yo; que respondan los ancianos y los nobles de entre vosotros, soy un príncipe.

Entre nosotros, a pesar de vivir en la esclavitud, se conservan la nobleza y las dinastías reales: uno de nosotros arrancado de su patria, será respetado y obedecido de todos los negros de su tribu o de su nación, en donde quiera que se dé a reconocer.

Tres ancianos, nobles reconocidos, que había en el consejo, salieron hasta cerca de mí y me examinaron.

Los demás estaban como esperando su resolución.

Los ancianos se inclinaron delante de mí y dijeron a los otros:

— Príncipe es y el más noble de los nobles de nuestra raza, si quiere mandar y tiene valor y fuerza, le obedeceremos.

— Que mande, que mande —dijeron todos con el entusiasmo de la novedad.

Francisco, aquel que me había hablado y a quien venía yo a sustituir en caso de tomar parte en aquello, que yo comprendía como una conspiración, quiso oponerse.

— Serás —dijo— más noble; pero no más fuerte para mandar.

Estaba yo ya orgulloso de mi posición y seguro de mi fuerza le contesté:

— Soy fuerte diez veces como tú.

— Probémoslo —dijo echándome los brazos al cuello.

— Sí —le contesté y quise asirlo. Mis manos se deslizaron en su cuerpo, estaba completamente untado de sebo y no era posible asegurarlo de ninguna parte.

El objeto de esto, de cortarse a raíz el pelo y de no llevar vestidos, era porque así se escurrían más fácilmente de las manos de la ronda, que sólo muertos o heridos podría hacerlos presos.

El me apretaba y casi estaba para derribarme, cuando logré asirle una mano por el puño, y antes que hiciese impulso para retirarla, le apreté con todas, mis fuerzas.

Lanzó un grito y se arrodilló: le había fracturado el hueso.

Entonces nadie dudó obedecerme, y luego, inmediatamente, pedí explicaciones sobre el objeto de la conspiración y los elementos con que se contaba.

El objeto era una sublevación para conseguir nuestra libertad; los elementos, un gran número de afiliados entre los negros mansos, como nos dicen a nosotros los esclavos, entre los bozales que viven alzados y entre los mulatos. Sólo faltaba dinero para comprar armas. Comenzaba la cuaresma y se había señalado la Semana Santa para dar el golpe.

Yo les ofrecí buscar el dinero y dárselo.

La noche estaba muy avanzada y nos retiramos.

Me enseñaron entonces un subterráneo que daba entrada a la casa y que iba a salir a otra ruinosa y abandonada por cerca de los antiguos fuertes de Joloc, fuera de la traza, por el lado de Coyohuacán.

Aquella comunicación me admiró, porque la ciudad está casi toda construida sobre el agua, y, sin ambargo, son aquí de lo más comunes las vías subterráneas.

Supe que en la desierta casa de Abalabide no había reuniones, sino una o dos veces cuando más en la semana, y determiné aprovechar el conocimiento del subterráneo para seguir en mis pesquisas y tenerlo como una retirada segura en caso de peligro.

A las dos o tres noches volví a entrar por las tapias y después que me cercioré de que estaba solo, di a buscar el pozo; con poco trabajo lo encontré: estaba casi cegado con escombros y basuras. Comencé a trabajar en limpiarlo, y poco a poco, en cosa de seis noches, logré llegar al fondo. Encontré allí cajoncitos y baúles pequeños, pero en gran cantidad; sin llamar la atención trasladé todo aquello al cuarto que mi ama me había destinado en su casa.

Mi primer cuidado fue ocultarlo para que nadie entrase en sospechas, mientras veía dónde los dejaba definitivamente o qué hacía con todo aquello.

La conspiración, entre tanto, seguía fermentando cada día más; y yo, a pesar de que ellos me habían reconocido como digno de ser jefe, concurría muy poco a sus juntas.

Los datos que había yo llegado a obtener eran éstos. Aquella conspiración había sido promovida por una mujer de la raza negra, casada con un español de bastantes proporciones y cuyo nombre no conocían todos; pero que era la acción viva de todos los conjurados, sin descubrirse, guardando siempre un riguroso incógnito y entendiéndose con ellos por medio de cuatro esclavas jóvenes que poseía, las cuales tenían sus amantes entre los principales de la conjuración.

Tuve, como era natural, necesidad de hablar con esas cuatro mujeres, y les pregunté quién era la que las enviaba.

- Pediremos permiso para decírtelo —contestaron.

— ¿A quién?

— A mi señora.

Al otro día volvieron.

— Nos lo ba prohibido —me dijeron.

Y hubo necesidad de conformarse.

Todo estaba ya dispuesto para dar el golpe, aunque no nos habíamos podido proveer de armas en número suficiente, pero en la ciudad no había más tropas que la pequeña guardia de alabarderos del virrey.

Todo marchaba bien, y hubo un incidente que nos hizo concebir lo fácil de nuestro intento.

Sin saber cómo ni por quién, comenzó a difundirse en la ciudad una alarma sorda, a susurrarse que nosotros tramábamos algo y que de un día a otro los bozales vendrían en nuestro auxilio. Una noche entró por una de las garitas una piara de puercos que traían para las matanzas; los animales gruñían y chillaban, el vecindario pensó que era la algazara de los bozales, y todo el mundo lleno de terror se encerró, y hasta muy entrado el día siguiente no se atrevieron a salir los vecinos a desengañarse.

Era el año de 1612. El Arzobispo Guerra, virrey de Nueva España, había caído al subir a su coche y había muerto a resultas del golpe. La Audiencia gobernaba y el momento era oportuno para dar el grito; aunque mucho se murmuraba en la ciudad, eran voces sueltas sin que nada se hubiese descubierto.

Pero de repente la alarma se hizo más notable y el Martes Santo en la tarde se dio la orden por la Audiencia gobernadora de suspender las ceremonias del Jueves Santo.

Vivía aún mi amo don Juan Luis de Rivera, y el Martes Santo en la noche quiso pasar al palacio a ver al oidor decano para ponerse de acuerdo con él respecto a ciertas medidas que había que tomar.

Mi ama doña Beatriz se resistía a que saliera, y al fin condescendió con la condición de que yo, que era para ella el de más confianza, lo acompañara; consintió mi amo y nos dirigimos a palacio.

Como don Juan Luis de Rivera era persona de tan alta importancia, llegó sin dificultad hasta la cámara en que habitaba el señor Otalora, que era el oidor decano, y yo quedé en una de las antesalas esperándolo.

Hacía media hora que allí estaba, cuando llegó un hombre lujosamente vestido y dirigiéndose a uno de los criados, le dijo en voz alta:

— Hacedme el favor de pasar recado al señor oidor, que don Carlos de Arellano, alcalde mayor de Xochimilco, desea hablarle para un negocio muy urgente del servicio de Su Majestad.

El criado pasó el recado y el hombre quedó esperando, paseándose con grandes muestras de impaciencia.

Poco después salió el oidor, habló cortésmente a don Carlos y lo llevó a un aposento inmediato.

Conversaron allí largo rato y luego salió demudado el oidor; se despidió de Arellano y volvió a meterse a su cámara.

Desde este momento comenzaron en el palacio un movimiento y una agitación extrañas: entraban y salían gentes de justicia, y alabarderos y personas principales llamadas por el oidor a palacio. Yo comencé a entrar en sospecha.

Aquella noche había junta en la casa desierta de don José, y yo, por acompañar a mi amo, no había podido asistir.

Casi a media noche se retiró mi amo de palacio y me causó extrañeza encontrar las calles llenas de patrullas de vecinos armados, que hacían la ronda con los alcaldes y corregidores.

Doña Beatriz esperaba a su tío con gran cuidado, había sentido también el rumor y estaba pesarosa de su tardanza.

— Cuánto cuidado —le dijo saliendo al encuentro— he tenido por vos.

— Ya lo suponía yo, hija mía; pero no era posible otra cosa. Todo se ha descubierto esta noche.

— ¿Y cómo?

— Ahora te contaré; retírate Teodoro.

Yo me retiré, y mi ama y su tío se encerraron en su aposento. Como todos dormían ya en la casa, pude sin temor acercarme a la puerta cerrada y percibir la conversación, porque adentro hablaban alto.

— Esto ha sido providencial —decía don Juan Luis de Rivera—. ¡Por extraños caminos dispone la Providencia cumplir sus designios!

— ¿Pero cómo ha sido eso? —preguntaba mi ama.

— Figúrate, hija mía, que el alcalde mayor de Xochimilco, don Carlos de Arellano, tiene en México una dama, que Dios se lo perdone, es una mujer casada; esta señora tiene cuatro esclavas jóvenes, y hoy en la noche queriendo salir a la reja para hablar con don Carlos, notó que las esclavas habían salido, se alarmó y logró averiguar que las cuatro salían a la reunión que tienen los negros para tratar de alzarse con el reino. Y supo más, que estas juntas se tenían en la casa abandonada de don José de Abalabide, preso en la Inquisición; que esta casa tenía entrada por un subterráneo por una casa del rumbo de Coyohuacán; que esta noche estaban juntos y que mañana al amanecer debían dar el golpe. La dama, con una caridad y un celo verdaderamente cristianos, en vez de departir de amores con don Carlos, contóle lo que averiguado había y le envió al oidor decano para que le diese parte, autorizándolo, para dar mejor testimonio, a referir sus amorosas relaciones, consintiendo en perder su fama con tal de salvar los intereses de Su Majestad.

Yo había escuchado hasta el fin esta relación y no necesité más para comprender que todo estaba perdido, y que quien había hecho la denuncia era la dama de don Carlos de Arellano, y que ésta debía ser sin duda el ama de las cuatro esclavas con quienes yo había tratado, y que había sido la que aquella conspiración había inventado; sólo ella estaba en aquellos secretos y sólo ella podía conocer el lugar y la hora de la reunión. Además, la circunstancia de ser cuatro sus esclavas, y ser éstas las mismas mujeres que estaban en el secreto, me hacía tener más seguridad en mis conjeturas.

Aquella era la traición más horrible que se podía imaginar; promover una conspiración, animarla, exaltar los ánimos y después denunciar a los comprometidos, era infame, inicuo.

Bajo tan penosas impresiones me retiré a mi aposento sin saber qué hacer de mí; huir, era declararme yo mismo culpable; esperar, era esperar la muerte; aquella mujer sabía por sus esclavas que yo estaba en el complot y podía perderme; una víbora semejante era capaz de todo. En fin, después de reflexionar mucho, pensé que lo mejor era quedarme y confiárselo todo a mi ama doña Beatriz.

Pasaron los días santos, las prisiones seguían y yo no me atrevía a salir a la calle.

En la Pascua Florida, la Audiencia ordenó la ejecución de los reos que habían sido presos en la Semana Santa, y la mayor parte de los amos dispusieron que sus esclavos fuesen a presenciar la ejecución para que les sirviese de escarmiento.

El día fijado fui yo también entre la servidumbre de la casa de Rivera a la Plaza Mayor, adonde debía tener lugar la ejecución de la sentencia.

Aquel ha sido el día más espantoso de mi vida; aún me parece que lo veo.

La Plaza Mayor y las calles vecinas eran verdaderamente un mar de gente que se apiñaba para presenciar un espectáculo tan horrible.

En el frente de palacio se elevaban dos horcas. El concurso inmenso se agitó, se levantó un rumor sordo y los ajusticiados aparecieron saliendo de la cárcel, que estaba al costado de palacio. Eran veintinueve hombres y cuatro mujeres, las cuatro esclavas que yo había conocido. Las cuatro eran jóvenes y eran las que debían morir primero: se les había concedido esto como gracia para evitarles el martirio de ver ajusticiar a los hombres.

Aquellas infelices, más muertas que vivas, caminaban o más bien se arrastraban al patíbulo, sostenidas por dos hombres que las llevaban de los brazos; al lado de cada una de ellas venían dos sacerdotes exhortándolas en voz alta, a grandes gritos, encomendándolas a Dios; llevaba cada una en la mano un Crucifijo, que apenas tenían fuerzas para llevar a la boca.

Estoy seguro de que no había una sola persona en aquel inmenso concurso que no se sintiese horriblemente conmovida: llegaron las dos primeras a la horca y las subieron los verdugos; les ataron los lazos corredizos en el cuello y se apartaron las escaleras que les servían de apoyo. Los cuerpos quedaron suspendidos en el aire, agitando convulsivamente las piernas, y dos verdugos enmascarados, con una agilidad verdaderamente infernal, subieron a caballo sobre los hombros de las víctimas y mientras que con ambas manos les tapaban la boca y las narices, con los pies les aplicaban furiosos golpes sobre el pecho y sobre el estómago.

Poco a poco fueron quedando inmóviles aquellos cuerpos, hasta que puesta otra vez la escalera, los verdugos descendieron y se descolgaron aquellos dos primeros cadáveres.

Siguieron las otras dos mujeres. Una subió resignada; pero la otra, en el momento de pisar el primer escalón, se rebeló.

— No quiero morir —gritaba la infeliz—, por Dios, señores, que me perdonen; no quiero, no quiero; por Dios, por su Madre Santísima, que me perdonen ...

Y luchaba y se debatía; los verdugos no podían hacerla subir. Otros vinieron en su auxilio, pero aquella mujer, la más joven de todas, tenía en esos momentos una fuerza terrible: había logrado desatar sus manos y golpeaba y arañaba; pero a pesar de todo subía, subía arrastrada por los verdugos. Al colocarle el lazo fue necesario emprender otra nueva lucha: estaba casi enteramente desnuda, porque toda su ropa había caído hecha pedazos: mordía, escupía, gritaba. Aquello era un espectáculo que hacía erizar los cabellos.

Le colocaron el lazo, se retiró la escalera y quedó en el arie: el verdugo subió sobre sus hombros y quiso taparle la boca; pero ella tenía las manos libres y apartó violentamente las del verdugo; el hombre perdió el equilibrio, quiso sostenerse y cayó a tierra arrancando el último pedazo de lienzo que cubría a la infeliz, que quedó completamente desnuda a la vista del inmenso concurso; pero la escena no dejaba a nadie pensar en esto, a pesar de que aquella mujer tendría a lo más dieciocho años. Lo que estaba pasando era espantoso: había logrado meter las manos entre el lazo que rodeaba su cuello, y así se sostenía abriendo con espanto los ojos e implorando gracia con una voz sofocada.

— Gracia, gracia, por Dios, por Dios —gritaba, haciendo inmensos esfuerzos para sostenerse en las manos.

Uno de los verdugos brincó y se abrazó de sus pies; pero como estaban desnudos y ella hacía esfuerzos para desprenderse de él, el hombre se soltó; llegó otro y se aferró con todas sus fuerzas; entonces comenzó para la infeliz muchacha una agonía imposible de describir: como sus manos impedían correr bien el lazo, el nudo no apretaba pronto, y la muerte llegaba, pero lenta, dolorosa. La joven no gritaba, pero producía una especie de ronquido; no podía mover las piernas porque un hombre estaba suspendido de ella; ni las manos, porque las tenía aprisionadas en el cuello; pero su seno se agitaba rápidamente. No pude soportar aquello: cerré los ojos y me cubrí la cara con las manos.

La infeliz debió hacer algo espantosamente ridículo en medio de las ansias de la agonía, porque sentí un murmullo de horror entre la multitud y al mismo tiempo unas alegres carcajadas. Volví el rostro espantado buscando al autor de aquella profanación impía, y en una carroza que estaba cerca de mí descubrí tres personas que reían burlándose de la esclava infeliz: eran don Manuel de Sosa (el antiguo vecino de don José de Abalabide), el hombre que había ido a denunciar la conspiración, y que, según entendí, se llamaba don Carlos de Arellano, y Luisa, Luisa la mulata, la esclava de don José, la mujer que me había inspirado una pasión tan vehemente.

Los tres estaban ricamente vestidos; terciopelo, sedas, oro, plumas, joyas; aquella carroza parecía de unos príncipes.

Don Carlos estaba al lado de Luisa, y al frente de ellos don Manuel.

Infinitas sospechas se alzaron en mi alma. Casi lo comprendí todo; pero quise cerciorarme acercándome al carruaje, sin que ellos, o al menos Luisa, me conociera, y alcanzar algunas palabras de su conversación.

Descolgaban en estos momentos los cadáveres de las dos esclavas.

— Eran dos muchachas muy serviciales —decía Luisa.

— Pero yo respondo de que la Real Hacienda os indemnizará la pérdida, no sólo de estas dos, sino de las cuatro, en recompensa del servicio que habéis hecho a la ciudad —contesó Arellano.

— Así se lo había yo dicho a mi esposo —agregó Luisa.

— Y tal lo creo —dijo entonces don Manuel— que bien merece el beneficio que a costa de nuestros propios intereses hemos hecho, el que Su Majestad se acuerde de nosotros.

La multitud volvió a alzar un murmullo que me impidió continuar escuchando: era que comenzaba la ejecución de los hombres.

Yo no necesitaba saber más y todo estaba claro para mí: el hombre libre que había hecho libre a Luisa, era don Manuel: él, sin duda por envidia, era el que había enterrado el Cristo en la puerta de la tienda de don José, lo había denunciado después al Santo Oficio para perderlo, y Luisa había sido su cómplice y seguramente ella era la que había introducido furtivamente el otro Cristo al cuarto de mi amo; ella sabía que aquella noche terrible debían llegar los familiares a la casa de mi amo y me precipitaba a cometer el delito para librarse también de mí, y su fuga estaba ya preparada ...

Porque era seguro, era Luisa la mujer casada que estaba en relaciones con Arellano y que había denunciado la conspiración después de exaltarla.

Aquella mujer era un demonio, con un rostro tan hechicero y un alma tan infernal.

Las ejecuciones terminaron: los cadáveres fueron decapitados, y treinta y tres cabezas se clavaron en escarpias en medio de la Plaza.

En la noche de ese día tenía yo fiebre.

Un mes estuve luchando entre la vida y la muerte: mi ama nada omitió para salvarme, y gracias a eso la enfermedad cedió.

Entre las esclavas encargadas por mi ama doña Beatriz de asistirme, había una joven que se llamaba Servia y que fue la que con más constancia se dedicó a mi curación.

Cuando estuve sano, el recuerdo de Luisa que me venía como un remordimiento, cedió ante el amor puro que concebí por Servia; la joven inocente me amó también.

Pero yo no podría dejar de ser una amenaza para Luisa y ella debió comprenderlo, porque apenas estuve sano fui preso por orden de la Audiencia y conducido a las cárceles de palacio.

Mi sentencia no era dudosa, y recibí la noticia de prepararme a morir como cristiano.

Servia, desolada, se arrojó a los pies de mi ama doña Beatriz y le declaró nuestro amor, y mi ama se compadeció de nosotros.

El día de mi ejecución estaba señalado, yo no conservaba ya esperanza ninguna ¿quién se había de interesar por este pobre esclavo?

Pocos días antes había tomado posesión del virreinato, según supe después, el señor Marqués de Guadalcázar que vino con su esposa y sus niñas; la fama de virtud y de hermosura de mi ama doña Beatriz cautivó a la virreina, que hizo llamar a mi amo don Juan Luis de Rivera, para conseguir de él que mi ama entrase en palacio en calidad de dama de honor.

Don Juan Luis llegó a la casa contentísimo con aquel honor, pero temeroso de que doña Beatriz se rehusase, y acertó a llegar en el momento en que Servia de rodillas le pedía que implorase por mi vida.

Doña Beatriz escuchó la noticia que le llevaba su tío, encareciéndole el empeño de los virreyes; y como alumbrada por un rayo de caridad se hizo ataviar ricamente y conducir a la presencia de la virreina.

Mi ama, tan bella y tan soberbiamente adornada, fue recibida en palacio con regocijo; pero apenas vio a los virreyes se arrojó a sus pies.

En vano la instaron a levantarse.

— Señora —dijo dirigiéndose a la virreina— si tanto honor me hacéis acogiéndome entre vuestras damas, hacedme una gracia y servicio distinguido.

— ¿Qué podéis pedir, doña Beatriz —contestó la virreina— que estando en mi mano os lo niegue?

— Señora, interponed vuestro amor y respetos con su Excelencia, para obtener el indulto de un condenado a muerte, de mi esclavo Teodoro.

— ¿Y por salvar a un esclavo tomáis tanta pena?

— Señora, le debo mi vida y la de mi tío, que salvó, poniendo en riesgo su existencia; aunque era un esclavo, entonces no lo era nuestro, y siempre le debo gratitud.

— Pero según sé, doña Beatriz —dijo el virrey que había permanecido en silencio— ese esclavo es culpable.

— Por eso mismo pido el indulto a Su Excelencia, porque el indulto es el perdón, y el perdón se hizo para los criminales y no para los inocentes.

— Tenéis razón de sobra —dijo el virrey—, alzad, que yo os lo prometo.

Cuatro días después estaba yo fuera de la prisión. Mi amo dio su libertad a Servia y me la entregó por esposa. Yo no quise nunca mi libertad, referí mi historia toda a mi ama, sin tener para ella secreto, y sigo y seguiré siendo siempre el más humilde de sus esclavos.

Ahora su señoría verá cómo tenía razón en decirle que debo a doña Beatriz mi vida y mi felicidad.
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