Presentación de Omar CortésCapítulo décimosegundoCapítulo decimocuartoBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO PRIMERO

El convento de Santa Teresa la antigua

Capítulo decimotercero

La historia del esclavo


Mi madre, señor, era esclava de la casa de don José de Abalabide, comerciante español que tenía una de las mejores tiendas mestizas que se hallan en la Plaza principal. Mi padre, esclavo también de la misma casa, había servido muchos años a don José y había muerto pocos días antes de mi nacimiento, a resultas de una caída que le dio un caballo.

Mi padre, señor, lo mismo que mi madre, eran de sangre real. Os hago esta advertencia, porque esto viene mucho a explicar algunos acontecimientos de mi vida que sabréis más adelante.

Mi amo no tenía familia y vivía solo conmigo y con mi madre: era un hombre muy honrado, buen cristiano y caritativo con los pobres; aunque, si he de decir verdad, tenía mucho apego a las riquezas y procuraha atesorarlas, viviendo con sobrada economía.

Como no frecuentaba amistad ninguna y hacía tantos años que mi madre era su esclava, el señor Abalabide me tenía un gran cariño, y así, conforme fui creciendo y ayudaba en los quehaceres de la casa, mi amo se fue interesando más por mí, y en las noches, cuando ya la tienda estaba cerrada, se entretenía, después de rezar el rosario, en enseñarme a leer y a escribir.

Llegué así a cumplir veinte años y mi amo estaba muy contento de mí: era yo fuerte para el trabajo y le ayudaba yo en todo.

Mi amo debía ser rico, pero no sabíamos adonde tenía su dinero, porque él lo ocultaba.

Cerca de la tienda del señor Abalabide estaba otra de uno que se decía don Manuel de la Sosa, y por motivo sin duda de ser menos conocido o menos antiguo, tenía muy pocas ventas, que casi todos los marchantes se iban a la de mi amo; esto le causaba a don Manuel tanto desprecio, que casi nunca pasaba por delante de la casa de don José de Abalabide sin proferirle alguna injuria; pero como éste era ya hombre de edad y de buen juicio, nunca quiso tomar la demanda.

Mi madre comenzaba ya a ser inútil para el trabajo y mi amo se decidió a comprar a un conocido suyo una esclava cocinera, que tenía una hija mulatita que servía de galopina. Llamábase Clara la madre y la muchacha Luisa.

Luisa era muy joven, pero muy agraciada: en la casa de sus antiguos amos la trataban muy mal y estaba muy delgada y muy enferma cuando llegó a la casa de don José.

Al principio traté a Luisa con indiferencia, pero después comenzó a engordar y a robustecerse, y se puso tan bonita que a poco me encontré enamorado de ella. El continuo trato nos hizo entrar en relaciones amorosas y yo iba a pedir licencia a mi amo para unirme con ella, cuando un incidente me hizo vacilar.

Comencé a observar que Luisa andaba más alegre y más compuesta que de costumbre, y que se asomaba frecuentemente a una ventana, desde donde se divisaba la casa de don Manuel; yo la amaba con delirio y me empecé a entristecer: ella lo notó y me preguntó la causa. Le cobré celos, y se rio.

— No seas tonto, Teodoro —me dijo— yo te encargo que estés contento; todo es cosa que nos va a hacer más felices: no me preguntes nada y ya verás.

Me tranquilicé un tanto y no volví a decirle nada; me puse alegre como de costumbre y me determiné a hablarle a mi amo. Dormía yo en la trastienda con el objeto de estar más al cuidado. Una noche me pareció oír un ruido por el interior de la casa y me levanté sin encender luz, y sin hacer ruido me entré por las piezas.

Conforme me iha aproximando al aposento que tenía la ventana para la casa de don Manuel, iba siendo más perceptible el rumor, hasta que penetrando en aquel vi asomada una mujer a la ventana hablando con alguien que estaba por fuera; debía haber escuchado, pero la luna que penetraba en el aposento me hizo reconocer a Luisa, y la cólera y los celos me cegaron y me arrojé sobre ella.

Luisa, al verme, lanzó un grito y el hombre de fuera huyó.

— Traidora —la dije— ¿conque así me engañabas?

Luisa se desprendió de mí, furiosa como una leona.

— ¿Y qué derecho tienes para reconvenirme? —me dijo—. ¿Eres mi amo? ¿Eres ya mi marido?

— ¡Infame! ¿Y tú no me habías dicho que me querías?

— Te quería, pero ya no te quiero, y no quiero ser esclava: un hombre libre me ama, me va a comprar y a darme mi libertad para que yo sea suya, y tú no harás esto por mí; tú me dejarás esclava y mis hijos serían esclavos, y yo no quiero que mis hijos sean también esclavos como mis padres.

En el fondo Luisa tenía razón.

— ¿Pero nunca me has amado, Luisa?

— Sí, te he amado; pero me tiene cuenta amar ahora al que me da mi libertad ¿Me la puedes dar tú ? Seré tuya, te seguiré amando. ¿Puedes?

Comprendí toda la fuerza de lo que me decía Luisa y casi llorando contesté:

— No.

Un día, teniendo quizá lástima de mí, me dijo:

— Pues entonces si me quieres, como dices, no me quites lo que no puedes darme.

No tuve ni qué replicar; callé y me retiré con un puñal de fuego en mi corazón.

Era esclavo y no podía ofrecer a esa mujer que amaba más que a mi vida, sino la esclavitud, y no podía dejar a mis hijos sino la esclavitud, y Luisa me había hecho comprender lo espantoso de mi situación.

¿Qué hacer? No tenía más remedio que perderla para siempre y verla en brazos de otro. Entonces la tristeza más profunda se apoderó de mi alma y casi me enfermé.

Luisa, a pesar de todo, me amaba; pero su corazón no era bueno.

— Teodoro ¿qué esto no tendría remedio? Porque yo no puedo dejar de quererte enteramente.

— ¿Y qué remedio? —la dije—. ¿Qué remedio hay para un esclavo?

— Si tú fueras rico y nos pudiéramos ir muy lejos a vivir los dos solos en nuestra casita, queriéndonos mucho, cuidando a nuestros hijitos ...

— Pero ¿de dónde tomaría yo ese dinero?

— El amo es muy rico.

— Y nada nos dará.

— Por su voluntad ya lo creo ... pero hay otros modos ...

— ¡Luisa!

— No, no te alarmes, piénsalo. El duerme solo, no podría resistirse. ¿Por qué el débil ha de ser nuestro amo? Con lo que él tiene, podemos ser muy felices: piénsalo.

— No Luisa, por Dios, no me tientes.

Luisa no me contestó, pero yo en toda la noche no pude dormir. Soñaba yo ríos de oro y de plata, pero mezclados con sangre, y veía a mi amo muerto de una puñalada y después me sentía yo al lado de Luisa, que era ya mía, que no éramos esclavos; en fin, no sé cuántas cosas, pero pasé la noche más agitada de mi vida.

Me levanté y la luz del día disipó aquellas visiones.

Luisa estaba cada día más bella y procuraba provocar mi pasión de cuantas maneras podía; ya descubriendo al pasar, y como por descuido, el nacimiento de su pierna torneada y bella; ya desprendiendo de sus hombros el traje como por causa de la fatiga, cuando conocía que yo la espiaba; ya cantando con pasión, de modo que pudiese oírla, coplas y endechas amorosas y provocativas.

Al decaimiento moral de mi alma sucedió una excitación verdaderamente peligrosa; pero que ella con una astucia infernal sabía mantener viva y darle la dirección que le convenía; jamás había vuelto a alcanzar de ella favor de ninguna clase. Olvidando la escena que yo mismo había presenciado, le pedía de rodillas besar una de sus manos; la pasión ahogó los celos; pero era inflexible y a todo me contestaba:

— Yo quiero ser libre y rica: yo no me dejo besar de un cobarde.

Una noche me agitaba inquieto en mi cama, sin poder dormir, sin olvidar un momento a Luisa, cuando sentí el roce de un vestido en la puerta y una escasa claridad alumbró la trastienda en que dormía: me senté creyendo que soñaba y me estremecí. Era Luisa, Luisa que se acercaba con un pequeño candil en la mano, media desnuda, cubierto apenas su hermosísimo seno con una manta que a cada movimiento de sus brazos caía, y que ella volvía a levantar.

Su negro y rizado pelo se derramaba sobre sus hombros desnudos, brillaban sus ojos con un fuego desacostumbrado.

Llegó hasta mi lecho y se sentó tomando una de mis manos.

— Teodoro —me dijo— ¿es verdad que me amas?

— Sí —le contesté— te amo tanto, que estoy sintiendo cada día que mi razón se va, que me vuelvo loco.

— Pues entonces ¿por qué no quieres la felicidad que te ofrezco?

— Luisa, porque es un crimen horrible lo que me propones.

— ¿No te parezco bastante hermosa para obtenerme por ese precio? —dijo descubriéndose su seno.

Atraje su cabeza y nuestras bocas se unieron; los labios de Luisa me abrasaron, pasé mi mano por la piel suave y aterciopelada de su pecho, sentí un vértigo y abracé su delgado talle.

— Teodoro —me dijo retirándose— no seré tuya mientras no seamos libres y ricos: virgen me encontrarás, y ésta será tu recompensa.

— Haré lo que me mandes —contesté, comenzando a vestirme precipitadamente.

— Así te quiero, así, Teodoro: valiente, decidido —y se acercó a mí y puso en mis labios el beso más lascivo que pudo haber nunca inventado el amor y el deseo de una mujer de raza negra.

Estaba yo vestido.

— Busca un arma —me dijo—. Don José duerme, es apenas media noche; cuando amanezca estaremos muy lejos.

— ¿Y tu madre? —le pregunté decidido ya a todo.

— Nos seguirá a nosotros, o a don José —me contestó.

Quedé horrorizado y dudé.

— ¿Vacilas, amor mío? —me preguntó abrazándome, y poniendo uno de sus pies desnudos sobre uno de los míos, desnudo también.

Al sentir aquel pie, aquellos brazos, aquel pecho que despedían fuego, volví a encenderme, besé a Luisa y busqué en la tienda una arma para consumar el crimen.

Luisa me tomó de una mano y me condujo al aposento de mi amo.

Temblaba mi mano con el arma, pero aquella mujer tan hermosa, tan seductora, tan provocativa, dejándome entrever tantos encantos, oprimiendo mi mano, comunicándome por allí el fuego de su diabólica exaltación, me cegaba, me enloquecía.

Llegaba a la puerta del aposento en que dormía tranquilamente mi amo y me detuve.

— Anda —me dijo Luisa dulcemente, levantándose sobre la punta de sus pies, apoyado su cuerpo sobre el mío para darme un beso— anda.

Puse la mano en el pestillo, iba a abrir cuando en la puerta de la tienda sonaron acompasadamente tres golpes vigorosamente aplicados.

Luisa y yo quedamos inmóviles y sin atrevernos ni a respirar, no sé qué de pavoroso había en aquellos golpes.

Transcurrieron así algunos instantes y los golpes volvieron a repetirse tan acompasados como la vez primera, pero aplicados con más fuerza.

Entonces Luisa se deslizó a su aposento y yo volví a la tienda.

— ¿Quién va? —pregunté, procurando dominar la emoción que hacía vacilar mi voz embargada por la escena que acababa de tener lugar.

— Abrid a la Inquisición, abrid al Santo Oficio —me contestó desde afuera una voz cavernosa.

Tan grande fue mi sorpresa que dejé caer el cuchillo que llevaba aún en la mano, y que no me había acordado de poner en su lugar.

El nombre del Santo Tribunal heló mi sangre; llegaba en el momento en que iba yo a cometer un crimen; me parecía que Dios lo enviaba para castigar mi intención, que en el rostro iban a conocer mis pensamientos.

Inmóvil permanecía, como clavado en la tierra, cuando aquella voz repitió desde afuera:

— Abrid a la Inquisición, abrid al Santo Oficio.

Volví entonces en mí y corrí precipitadamente al cuarto de mi amo que había ya despertado, y que encendiendo luz había comenzado a vestirse.

— ¿Qué hay, Teodoro? —me preguntó.

— Señor, señor, el Santo Oficio.

— ¡El Santo Oficio! —dijo dando un salto en la cama.

— Sí, señor, sí, señor.

Se levantó precipitadamente y tomó la luz.

Abrimos la tienda y un comisario de la Inquisición seguido de ocho o diez familiares, cubiertos con sus capuchones, estaban en la calle, traían varios faroles y se habían detenido ocupados en levantar las piedras que formaban el quicio de una de las puertas. Hicieron una seña a mi amo, que se detuvo mientras terminaba la operación.

Levantaron algunas piedras, rascaron un poco la tierra y mi amo dio un grito de espanto: un Santo Cristo grande de bronce estaba allí enterrado, precisamente en el lugar por donde entraban los marchantes.

— ¿Don José de Abalabide? —dijo con voz solemne el comisario del Santo Oficio.

— Yo soy —dijo temblando mi amo.

— Dése preso a la Inquisición.

Mi amo quedó preso entre dos familiares y los de más se entraron a registrar la casa, llevándome en su compañía.

En el cuarto de mi amo, en un rincón, se encontró otro Cristo de madera grande con huellas de golpes y algunas disciplinas de alambre cerca de él, todo tirado en el suelo, y el Cristo aún sucio en el rostro, como de señales de salivas.

En lo demás de la casa, nada: yo noté con asomhro que sólo Clara estaba allí y que Luisa había desaparecido.

Un depositario se encargó de todo en nombre de la Inquisición; se pusieron los sellos del Santo Oficio en todas las puertas y ventanas, en todos los cajones y armarios, y mi amo y Clara y yo, fuimos conducidos presos.

Luisa estaba en mi pensamiento, sobre toda preocupación, y al salir, acercándome a Clara, deslicé en su oído estas palabras:

— ¿Y Luisa?

— Nada sé —me contestó.

Agaché la cabeza, y seguí a los familiares que me llevaban.
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