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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO PRIMERO El convento de Santa Teresa la antigua Capítulo decimosegundo Lo que hablaron el Oidor y el Bachiller y quién era el herido
—Permítame su señoría —decía Martín— que le haga una pregunta, no por mera indiscreta curiosidad sino por saber cuál es su opinión en materia para mí tan
delicada.
— ¿Y cuál es?
— Dígame usía ¿se puede creer en las brujas y sus
profecías?
— En tan apurado trance me ponéis, que yo a mí mismo no sabría qué contestarme. Pero supuesto que el Santo Oficio las persigue y las condena a la hoguera, de existir deben, que de lo contrario ni tal cuidado se tomaría el Tribunal de la Fe, ni nosotros presenciaríamos esas ejecuciones.
— Pero ¿qué opina usía de lo que ellas predicen?
— Que por diabólicas artes se inspiran, y más pueden ser engaños y astucias del demonio cuanto digan que verdades hijas de Dios, y en todo caso más vale no tener con ellas tratos ni averiguaciones, que eso sólo es gran pecado. ¿Pero por qué me hacéis semejante pregunta? Supongo, señor bachiller, que no hablaréis con tales personas.
— ¡Líbreme Dios! Como cuestión de doctrina hame ocurrido ayer, y me tranquiliza el parecer de usía; pero hablando de otra cosa ¿usía sospecha de dónde haya partido el golpe de esta noche?
— A no sospecharlo, la librea que viste el hombre que está abajo herido, me lo diera a conocer muy claro. Ese hombre es de la servidumbre de don Pedro de Mejía, que pretende la mano de doña Beatriz y es amigo íntimo
de don Alonso de Rivera, enemigo mío por el asunto de la fundación del Convento de Santa Teresa.
— ¿Queréis que veamos si ese hombre ha vuelto a sus sentidos para examinarlo?
— Sí tal; y si así fuere, hacedle subir.
Martín bajó a ver al herido y el oidor se desciñó la espada y se sentó a esperar.
El bachiller volvió con el herido. No había sufrido más que una pasajera congestión a resultas del puñetazo que descargó Teodoro sobre su frente.
El hombre entró a la estancia en que le aguardaba el oidor, todavía atarantado y sin hacerse bien cargo de lo que le había pasado.
— Venid acá, amigo —le dijo don Fernando con dulzura.
El hombre se acercó.
— ¿Queréis decirme, pero hablad con franqueza, quién sois y qué motivo os impulsó para buscar mi muerte, cuando yo ni os conozco, y vos quizá apenas me conocéis?
— Señor —contestó el hombre— aunque tengo la librea de lacayo, me llamo Tirol, y soy el mayordomo de la casa de mi señor don Pedro de Mejía.
— Bien ¿y qué causa os movió para pretender asesinarme?
— No me culpe su señoría, debo muy distinguidos favores
a mi amo hace muchos años, como el pan de su casa, y fui mandado.
— ¿Y no comprendéis que, después de lo que ha pasado,
puedo mandaros matar, no sólo impunemente sino con justicia?
— ¡Señor! —dijo arrodillándose cobardemente Tirol.
— Alzad, que sólo delante de Dios y de su Majestad debéis estar así; alzad, que nada os haré, pero referidme lo que ha pasado.
— Casi nada sé —dijo Tirol levantándose—, esta tarde mi señor don Pedro y don Alonso de Rivera me llamaron y me ordenaron que tomara dos hombres de la casa que fueran de toda confianza, y que hoy en la noche al salir, como lo tiene usía de costumbre del Arzobispado, lo atacase y le matase sin misericordia.
— ¿Y estabais dispuesto a cumplirlo?
— Señor ...
— ¡La verdad!
— Señor, por Dios ...
— Contestad.
— La verdad ... sí señor.
— Bien ¿y cómo sabíais que estaba yo en el Arzobispado hoy en la noche?
— Uno de los hombres que me acompañaban se apostó en la acera de enfrente hasta ver entrar a usía, y entonces me dio aviso.
— ¿Y después?
— Después venimos a ocultarnos entre el material de la nueva iglesia, hasta que usía pasó.
- ¿Y luego?
— Ya eso lo sabe usía: al quererlo atacar, de entre nosotros mismos salió un hombre a quien no habíamos visto, y yo no sé más sino que sentí un golpe terrible en la cabeza y perdí el sentido.
— ¿Conocéis a ese hombre?
— No, señor.
— Bien, quedaos aquí esta noche, y mañana temprano regresad a la casa de vuestro amo y llevadle esta carta; nada tenéis ya que temer, os perdono el mal que habéis intentado contra mí.
El oidor escribió una carta a don Pedro, que decía así:
Os devuelvo a vuestro mayordomo, cuidad de
emplear para otra vez hombres más útiles.
Os besa la mano.
FERNANDO DE QUESADA.
Tirol besó la mano del oidor y recibió la carta que se guardó en el pecho.
— Señor bachiller —dijo por lo bajo don Fernando a Martín— hacedme la gracia de que den habitación a este hombre para que pase la noche; mañana temprano que se vaya para su casa, y traedme a Teodoro sin que se miren ambos.
El bachiller volvió a salir seguido de Tirol.
El oidor abrió un armario y sacó de él una bolsa grande de seda que figuraba una piña amarilla con hojas verdes en el cuello y largos cordones para cerrarla que remataban en pequeñas piñitas formadas de cuentas
de vidrio de colores.
Colocó la bolsa sobre la mesa y volvió a sentarse. Teodoro, conducido por el Bachiller, entró al aposento.
— ¿Me envía a llamar su señoría? —dijo Teodoro cruzando sobre el pecho sus brazos y haciendo una profunda
reverencia.
- Sí, te debo en esta noche la vida, y quisiera mostrarte
mi agradecimiento.
— Bastante es ya mi recompensa con haber conseguido eso; además yo lo hice conforme a las órdenes de mi ama.
— Yo no estoy satisfecho con eso; yo te doy en nombre
de doña Beatriz tu libertad; además, en esta bolsa hay una gran cantidad de monedas de oro que, por ser escasas en México, tienen muy alto valor; tómala para que vivas feliz.
Teodoro se arrodilló a los pies del oidor y le besó la mano, pero no tomó la bolsa que éste le alargaba.
— Por toda mi vida —dijo — grabaré las palabras de su señoría en mi corazón, pero por ningún dinero dejaré de ser el esclavo de mi señora doña Beatriz; si ella me despidiera, el negro Teodoro se moriría de tristeza.
— Bie n —contestó el oidor— comprendo tu lealtad y tu cariño para con doña Beatriz; es un ángel a quien es preciso amar, pero al menos toma este dinero.
— Perdóneme su señoría, quiero tener sólo la recompensa
del placer por haberle servido de algo; además ... señor ... yo ... soy muy rico.
— ¡Muy rico! —exclamó el bachiller espantado de que un esclavo fuese muy rico, y acercándose como para contemplar mejor aquel ser mitológico.
— ¡Muy rico! —repitió el oidor que, aunque no tanto como el bachiller, pero estaba admirado.
— Sí, señor —contestó Teodoro inclinando como ruborizado
la cabeza.
— Estos pobres se creen poderosos cuando tienen cien reales —dijo Martín.
Teodoro se sonrió con desdén, y don Fernando lo adivinó.
— ¿Cuánto será tu capital, Teodoro? —preguntó.
— Cien veces lo que contiene esa bolsa —contestó tranquilamente.
— ¿Sabes lo que dices? Esta bolsa contiene más de mil escudos de oro.
— Así me lo pensaba.
— ¡Cien veces mil escudos! —dijo el bachiller más asombrado a cada respuesta de Teodoro—, ¡Cien mil escudos! ¿Entonces por qué eres esclavo? ¿Por qué no compras a doña Beatriz tu libertad?
— Ya dije a su señoría que por ningún caudal dejaría de ser el esclavo de mi señora doña Beatriz; le debo la vida y la felicidad.
Martín abría los ojos como dos patenas y la boca como una puerta cochera; aquello estaba para él fuera de lo natural, era casi un prodigio.
— A fe mía —dijo don Fernando—, que aquí se encierra un misterio profundo. ¿Sabe tu ama, Teodoro, que eres tan rico?
— Mi ama sabe también que sería yo libre si quisiese,
y que jamás lo seré.
- Dígale usía que nos cuente, que nos explique todo eso.
— No, señor bachiller, mucho le debo a Teodoro para
obligarlo a que me descubra sus secretos, por más que me anime el deseo y la curiosidad de conocerlos, principalmente por la parte que en ellos tenga doña Beatriz.
— No serán secretos para su señoría —dijo el negro— que me basta que su señoría sea quién es, y tan alto lugar tenga en el corazón de mi ama para que yo le confiara lo que guardo en mi seno, tanto más que fío en su discreción como en la de mi confesor. ¿Quisiera su señoría conocer mi historia?
— Te confieso que me sería muy satisfactorio.
— Larga es.
— No importa, te permito que te sientes.
El negro se sentó humildemente en el suelo y a los pies de don Fernando.
— ¿Y yo? —preguntó Martín.
— ¿Tienes inconveniente en que escuche don Martín?
— No, señor —dijo Teodoro, volviendo su vista a Martín— quedaos, que yo sé cómo aseguraré con vos mi secreto.
Martín, contento de escuchar la historia, tomó asiento en un escabel.
El oidor comenzaba a comprender por todo, que Teodoro
no era un esclavo común; aquel hombre era otra cosa de lo que a primera vista parecía.
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