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VI

Una mañana temprano - mientras la Iluvia, tal vez heraldo de la primavera próxima, azotaba furiosamente los cristales - la asistenta comenzó de nuevo sus manejos, y Gregorio irritóse a tal punto, que se volvió contra ella, lenta y débilmente, es cierto, pero en disposición de atacar. Mas ella, en vez de asustarse, levantó simplemente en alto una silla que estaba junto a la puerta, y quedóse en esta actitud, con la boca abierta de par en par, cual demostrando a las claras su propósito de no cerrarla hasta después de haber descargado sobre la espalda de Gregorio la silla que tenía en mano.

- ¿Conque no seguimos adelante? - preguntó, al ver que Gregorio retrocedía. Y tranquilamente volvió a colocar la silla en el rincón.

Gregorio casi no comía. Al pasar junto a los alimentos que tenía dispuestos, tomaba algún bocado a modo de muestra, lo guardaba en la boca durante horas, y casi siempre lo escupía. Al principio, pensó que su desgana era efecto, sin duda, de la melancolía en que le sumía el estado de su habitación; pero precisamente se habituó muy pronto al nuevo aspecto de ésta. Habían ido tomando la costumbre de colocar allí las cosas que estorbaban en otra parte, las cuales eran muchas, pues uno de los cuartos de la casa había sido cedido a tres huéspedes. Estos, tres señores muy formales - Ios tres usaban barba, según comprobó Gregorio una vez por la rendija de la puerta -, cuidaban de que reinase el orden más escrupuloso no solo en su propia habitación, sino en toda y en todo lo de la casa, puesto que en ella vivían, y muy especialmente en la cocina. Trastos inútiles, y mucho menos cosas sucias, no los soportaban.

Además, habían traído consigo la mayor parte de su mobiliario, lo cual hacía innecesarias varias cosas imposibles de vender, pero que tampoco se querían tirar. Y todas estas cosas iban a parar al cuarto de Gregorio, de igual modo que el cogedor de las cenizas y el cajón de la basura. Aquello que de momento no había de ser utilizado, la asistenta, que en esto se daba mucha prisa, lo arrojaba al cuarto de Gregorlo, quien, por fortuna, la mayoría de las veces, solo lograba divisar el objeto en cuestión y la mano que lo esgrimía. Quizá tuviese intención la asistenta de volver en busca de aquellas cosas cuando tuviese tiempo y ocasión, o de tirarlas fuera todas de una vez; pero el hecho es que permanecían allí donde habían sido arrojadas en un principio. A menos que Gregorio se revolviese contra el trasto y lo pusiese en movimiento, impulsado a ello primero porque éste no le dejaba ya sitio libre para arrastrarse, y luego por verdadero afán, aunque después de tales paseos quedaba horriblemente triste y fatigado, sin ganas de moverse durante horas enteras.

Los huéspedes, algunos días cenaban en casa, en el comedor común, con lo cual la puerta que daba a esta habitación permanecía también cerrada algunas noches; mas esto a Gregorio importábale ya muy poco, pues incluso algunas noches en que la puerta estaba abierta, no había aprovechado esta coyuntura, sino que se había retirado, sin que la familia lo advirtiese, al rincón más oscuro de su habitación.

Pero aconteció un día que la sirvienta dejó algo entornada la puerta que daba al comedor, y que ésta permaneció de igual guisa cuando los huéspedes entraron por la noche y dieron la luz. Sentáronse a la mesa, en los sitios antaño ocupados por el padre, la madre y Gregorio, desdoblaron las serviIletas y empuñaron cuchillo y tenedor. Al punto apareció en la puerta la madre con una fuente de carne, seguida de la hermana, que traía una fuente con una pila de patatas.

De la comida se elevaba una nube de humo. Los huéspedes inclináronse sobre las fuentes colocadas ante ellos, cual si quisiesen probarlas antes de servirse, y, en efecto, el que se hallaba sentado en medio, y parecía el más autorizado de los tres, cortó un pedazo de carne en la fuente misma, sin duda para comprobar que estaba bastante tierna y que no era menester devolverla a la cocina. Exteriorizó su satisfacción, y la madre y la hermana, que habían observado suspensas la operación, respiraron y sonrieron.

Entretanto, la familia comía en la cocina. A pesar de lo cual, el padre, antes de dirigirse hacia ésta, entraba en el comedor, hacía una reverencia general y, gorra en mano, daba la vuelta a la mesa. Los huéspedes se ponían en pie y murmuraban algo para sus adentros. Después, ya solos, comían casi en silencio.

A Gregorio resultábale extraño percibir siempre, entre los diversos ruidos de la comida, el que los dientes hacían al masticar, cual si quisiesen demostrar a Gregorio que para comer se necesitan dientes, y que la más hermosa mandíbula, virgen de dientes, de nada puede servir. Pues sí que tengo apetito - decíase Gregorio, preocupado -. Pero no son éstas las cosas que me apetecen ... ¡Cómo comen estos huéspedes! ¡Y yo, mientras, muriéndome!

Aquella misma noche - Gregorio no recordaba haber oído el vlolín en todo aquel tiempo - sintió tocar en la cocina. Ya habían acabado los huéspedes de cenar. El que estaba en medio había sacado un periódico y dado una hoja a cada uno de los otros dos, y los tres leían y fumaban recostados hacia atrás. Al sentir el violín, quedó fija su atención en la música; se levantaron, y, de puntillas, fueron hasta la puerta del recibimiento, junto a la cual permanecieron inmóviles, apretados uno contra otro. Sin duda se les oyó desde la cocina, pues el padre preguntó:

- ¿Tal vez a los señores les desagrada la música?

Y añadió:

- En ese caso, puede cesar al momento.

- Al contrario - aseguró el señor de más autoridad -. ¿No querría entrar la señorita y tocar aquí? Sería mucho más cómodo y agradable.

- ¡Claro, no faltaba más! - respondió el padre, cual si fuese él mismo el violinista.

Los huéspedes tornaron al interior del comedor, y esperaron. Muy pronto llegó el padre con el atril, luego la madre con los papeles de música, y, por fin, la hermana, con el violín. La hermana lo dispuso todo tranquilamente para comenzar a tocar. Mientras, los padres, que nunca habían tenido habitaciones alquiladas y que, por lo mismo, extremaban la cortesía para con los huéspedes, no se atrevían asentarse en sus propias butacas. El padre quedó apoyado en la puerta, con la mano derecha metida entre dos botones de la librea cerrada; pero a la madre, uno de los huéspedes le ofreció una butaca, y se sentó en un rincón apartado, pues no movió el asiento del punto en que aquel señor lo había, casualmente, colocado.

Comenzó a tocar la hermana, y el padre y la madre, cada uno desde su sitio, seguían todos los movimientos de sus manos. Gregorio, atraído por la música, atrevióse a avanzar un poco, y encontróse con la cabeza en el comedor. Casi no le sorprendía la escasa consideración que guardaba a los demás en los últimos tiempos, y, sin embargo, antes, esa consideración había sido precisamente su mayor orgullo. Empero, ahora más que nunca, tenía él motivo para ocultarse, pues, debido al estado de suciedad de su habitación, cualquier movimiento que hacía levantaba olas de polvo en torno suyo, y él mismo estaba cubierto de polvo y arrastraba consigo, en la espalda y en los costados, hilachos, pelos y restos de comida. Su indiferencia hacia todos era harto mayor que cuando, cual antaño varias veces al día, podía, echado sobre la espalda, restregarse contra la alfombra. Y, sin embargo, a pesar del estado en que se hallaba, no sentía el menor rubor en avanzar por el suelo inmaculado del comedor.

Verdad es que nadie se cuidaba de él. La familia hallábase completamente absorta por el violín, y los huéspedes, que a lo primero habíanse colocado, con las manos en los bolsillos del pantalón, junto al atril, demasiado cerca de éste, con lo cual todos podían ir leyendo las notas y molestaban seguramente a la hermana, no tardaron en retirarse hacia la ventana, en donde permanecían cuchicheando, con las testas inclinadas, y observados por el padre, a quien esta actitud visiblemente preocupaba. Y es que aquello parecía decir bastante a las claras que su ilusión de oír música selecta o divertida había sido defraudada, que ya empezaban a cansarse y que solo por cortesía consentían que siguiese molestándoles y turbando su santa tranquilidad. Especialmente el modo que todos tenían de echar por la boca o la nariz el humo de sus cigarros, delataba gran nerviosidad.

Y, empero, ¡qué bien tocaba la hermana! Con el rostro ladeado seguía atenta y tristemente leyendo el pentagrama. Gregorio se arrastró otro poco hacia adelante y mantuvo la cabeza pegada al suelo, haciendo por encontrar con su mirada la mirada de la hermana.

¿Si sería una fiera, que la música tanto le impresionaba?

Le parecía como si se abriese ante él el camino que había de conducirle hasta un alimento desconocido, ardientemente anhelado. Sí, estaba decidido a llegar hasta la hermana, a tirarle de la falda y a hacerle comprender de este modo que había de venir a su cuarto con el violín, porque nadie premiaba aquí su música cual él quería hacerlo. En adelante, ya no la dejaría salir de aquel cuarto, al menos en tanto él viviese. Por primera vez había de servirle de algo aquella su espantosa forma.

Quería poder estar a un tiempo en todas las puertas, pronto a saltar sobre todos los que pretendiesen atacarle. Pero era preciso que la hermana permaneciese junto a él, no a la fuerza, sino voluntariamente; era preciso que se sentase junto a él en el sofá, que se inclinase hacia él, y entonces le confiaría al oído que había tenido la firme intención de enviarla al Conservatorio, y que de no haber sobrevenido la desgracia, durante las pasadas Navidades - ¿pues las Navidades ya habían pasado, no? -, así se lo hubiera declarado a todos, sin cuidarse, de ninguna objeción en contra. Y al oír esta explicación, la hermana, conmovida, rompería a llorar, y Gregorio se alzaría hasta sus hombros, y la besaría en el cuello, que, desde que iba a la tienda, llevaba desnudo, sin cinta ni cuello.

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