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V

Aquella grave herida, de la cual tardó más de un mes en curar - nadie se atrevió a quitarle la manzana, que así quedó empotrada en su carne, cual visible testimonio de lo ocurrido -, pareció recordar, incluso al padre, que Gregorio, pese a lo triste y repulsivo de su forma actual, era un miembro de la familia, a quien no se debía tratar como a un enemigo, sino, por el contrario, guardar todos los respetos, y que era un elemental deber de familia sobreponerse a la repugnancia y resignarse. Resignarse y nada más.

Gregorio, por su parte, aun cuando a causa de su herida había perdido, acaso para siempre, el libre juego de sus movimientos; aun cuando precisaba ahora, cual un anciano impedido, varios e interminables minutos para cruzar su habitación - trepar hacia lo alto, ya ni pensarlo -, Gregorio tuvo, en aquella agravación de su estado, una compensación que le pareció harto suficiente: por la tarde, la puerta del comedor, en la cual tenía ya fija la mirada desde una o dos horas antes, la puerta del comedor se abría, y él, echado en su cuarto, en tinieblas, invisible para los demás, podía contemplar a toda la familia en torno a la mesa iluminada, y oír sus conversaciones, como quien dice con aquiescencia general, o sea ya de un modo muy distinto. Claro está que las tales conversaciones no eran, ni con mucho, aquellas charlas animadas de otros tiempos, que Gregorio añoraba en los reducidos aposentos de las fondas, y en las que pensaba con ardiente afán al arrojarse fatigado sobre la húmeda ropa de la cama extraña. Ahora, la mayor parte de las veces, la velada transcurría monótona y triste. Poco después de cenar, el padre se dormía en su butaca, y la madre y la hermana recomendábanse una a otra silencio. La madre, inclinada muy junto a la luz, cosía ropa blanca fina para un almacén, y la hermana, que se había colocado de dependienta, estudiaba por las noches estenografía y francés, a fin de lograr quizá con el tiempo un puesto mejor que el actual. De cuando en cuando, el padre despertaba, y, cual si no se diese cuenta de haber dormido, decíale a la madre: ¡Cuánto coses hoy también! Y volvía al punto a dormirse, mientras la madre y la hermana, rendidas de cansancio, , cambiaban una sonrisa.

El padre negábase obstinadamente a despojarse, ni aun en casa, de su uniforme de ordenanza. Y mientras la bata, ya inútil, colgaba de la percha, dormitaba perfectamente uniformado, cual si quisiese hallarse siempre dispuesto a prestar servicio, o esperase oír hasta en su casa la voz de alguno de sus jefes. Con lo cual el uniforme, que ya al principio no era nuevo, perdió rápidamente su pulcritud, a pesar del cuidado de la madre y de la hermana. Y Gregorio, con frecuencia, pasábase horas enteras con la mirada puesta en ese traje lustroso, lleno de lamparones, pero con los botones dorados siempre relucientes, dentro del cual el viejo dormíase harto incómodo, si bien tranquilo.

Al dar las diez, la madre intentaba despertar al padre, exhortándole dulcemente a marcharse a la cama, queriendo convencerle de que aquello no era dormir de veras, cosa que él tanto necesitaba, pues ya a las seis había de comenzar su servicio. Mas el padre, con la obstinación que se había apoderado de él desde que era ordenanza, persistía en querer permanecer más tiempo a la mesa, no obstante dormirse allí invariablemente y costar gran trabajo moverle a cambiar la butaca por la cama. Pese a todos los razonamientos de la madre y la hermana, él seguía allí con los ojos cerrados, dando lentas cabezadas cuarto de hora tras cuarto de hora, y no se levantaba. La madre sacudíale de la manga, deslizándole en el oído palabras cariñosas; la hermana abandonaba su tarea para ayudarla. Pero de nada servía esto, pues el padre hundíase más hondo en su butaca y no abría los ojos hasta que las dos mujeres le asían por debajo de los brazos. Entonces miraba a una y a otra, y solía exclamar:

- ¡Sí que es una vida! ¡Este es el sosiego de mis últimos años!

Y penosamente, cual si la suya fuese la carga más pesada, poníase en pie, apoyándose en la madre y la hermana, dejábase acompañar de esta guisa hasta la puerta, indicábales allí con el gesto que ya no las necesitaba, y seguía solo su camino, mientras la madre arrojaba rápidamente sus útiles de costura y la hermana sus plumas, para correr en pos suya y continuar ayudándole.

¿Quién, en aquella familia cansada, deshecha por el trabajo, hubiera podido dedicar a Gregorio algún tiempo más que el estrictamente necesario? El tren de la casa redújose cada vez más. Se despidió a la criada, y se la sustituyó en los trabajos más duros por una asistenta, una especie de gigante huesudo, con un nimbo de cabellos blancos en torno a la cabeza, que venía un rato por la mañana y otro por la tarde, y fue la madre quien hubo de sumar, a su ya nada corta labor de costura, todos los demás quehaceres. Hubieron, incluso, de venderse varias alhajas que poseía la familia, y que, en otros tiempos, habían lucido gozosas la madre y la hermana en fiestas y reuniones. Así lo averiguó Gregorio a la noche, por la conversación acerca del resultado de la venta. Mas el mayor motivo de lamentación consistía siempre en la imposibilidad de dejar aquel piso, demasiado grande ya en las actuales circunstancias; pues no había modo alguno de mudar a Gregorio. Pero bien comprendía éste que él no era el verdadero impedimento para la mudanza, ya que se le podía haber transportado fácilmente en un cajón, con tal que tuviese un par de agujeros por donde respirar. No; lo que detenía principalmente a la familia, en aquel trance de mudanza, era la desesperación que ello le infundía al tener que concretar la idea de que había sido azotada por una desgracia, inaudita hasta entonces en todo el círculo de sus parientes y conocidos.

Hubieron de apurar hasta la hez el cáliz que el mundo impone a los desventurados: el padre tenía que ir a buscar el desayuno del humilde empleado de Banco; la madre, que sacrificarse por ropas de extraños; la hermana, que correr de acá para allá detrás del mostrador, conforme lo exigían los clientes. Pero las fuerzas de la familia no daban ya más de sí. Y Gregorio sentía renovarse el dolor de la herida que tenía en la espalda, cuando la madre y la hermana, después de acostar al padre, tornaban al comedor y abandonaban el trabajo para sentarse muy cerca una de otra, casi mejilla con mejilla. La madre señalaba hacia la habitación de Gregorio y decía:

- Grete, cierra esa puerta.

Y Gregorio hallábase de nuevo sumido en la oscuridad, mientras, en la habitación contigua, las mujeres confundían sus lágrimas, o se quedaban mirando fijamente a la mesa, con los ojos secos.

Las noches y los días de Gregorio deslizábanse sin que el sueño tuviese apenas parte en ellos. A veces, ocurríasele pensar que iba a abrirse la puerta de su cuarto, y que él iba a encargarse de nuevo, como antes, de los asuntos de la familia. Por su mente volvieron a cruzar, tras largo tiempo, el jefe y el gerente, el dependiente y el aprendiz, aquel ordenanza tan cerril, dos o tres amigos que tenía en otros comercios, una camarera de una fonda provinciana, y un recuerdo amado y pasajero: el de una cajera de una sombrerería, a quien había formalmente pretendido, pero sin bastante apremio...

Todas estas personas aparecíansele confundidas con otras extrañas ha tiempo olvidadas; mas ninguna podía prestarle ayuda, ni a él ni a los suyos. Eran todas inasequibles, y se sentía aliviado cuando lograba desechar su recuerdo. Y, después, perdía también el humor de preocuparse por su familia, y solo sentía hacia ella la irritación producida por la poca atención que se le dispensaba. No se le ocurría pensar en nada que le apeteciera; empero, fraguaba planes para llegar hasta la despensa y apoderarse, aunque sin hambre, de lo que en todo caso le pertenecía de derecho. La hermana no se preocupaba ya de idear lo que más había de agradarle; antes de marchar a su trabajo, por la mañana y por la tarde, empujaba con el pie cualquier comida en el interior del cuarto, y luego, al regresar, sin fijarse siquiera si Gregorio solo había probado la comida - lo cual era lo más frecuente - o si ni siquiera la había tocado, recogía los restos de un escobazo. El arreglo de la habitación, que siempre tenía lugar de noche, no podía asimismo ser más rápido. Las paredes estaban cubiertas de mugre, y el polvo y la basura amontonábanse en los rincones.

En los primeros tiempos, al entrar la hermana, Gregorio se situaba precisamente en el rincón en que la porquería le resultaba más patente. Pero ahora podía haber permanecido allí semanas enteras sin que por eso la hermana se hubiese aplicado más, pues veía la porquería tan bien como él, pero estaba, por lo visto, decidida a dejarla. Con una susceptibilidad en ella completamente nueva, pero que se había extendido a toda la familia, no admitía que ninguna otra persona interviniese en el arreglo de la habitación. Un día, la madre quiso limpiar a fondo el cuarto de Gregorio, tarea que solo pudo llevar a cabo con varios cubos de agua - y verdad es que la humedad le hizo daño a Gregorio, que yacía amargado e inmóvil debajo del sofá -, mas el castigo no se hizo esperar: apenas hubo advertido la hermana, al regresar por la tarde, el cambio operado en la habitación, sintióse ofendida en lo más íntimo de su ser, precipitóse en el comedor, y, sin reparar en la actitud suplicante de la madre, rompió en una crisis de lágrimas que sobrecogió a los padres por cuanto tenía de extraña y desconsolada. Por fin, los padres - el padre, asustado, habfa dado un brinco en su butaca - se tranquilizaron; el padre, a la derecha de la madre, reprochábale el no haber cedido por entero a la hermana el cuidado de la habitación de Gregorio; la hermana, a la izquierda, aseguraba a gritos que ya no le sería posible encargarse de aquella limpieza. Entretanto, la madre quería llevarse a la alcoba al padre, que no podía contener su excitación; la hermana, sacudida por los sollozos, daba puñetazos en la mesa con sus manitas, y Gregorio silbaba de rabia, porque ninguno se había acordado de cerrar la puerta y de ahorrarle el tormento de aquel espectáculo y aquel jollín.

Mas si la hermana, extenuada por el trabajo, hallábase ya cansada de cuidar a Gregorio como antes, no tenía por qué remplazarla la madre, ni Gregorio tenía por qué sentirse abandonado, que ahí estaba la asistenta. Esta viuda, harto crecida en años y a quien su huesuda constitución debía haber permitido resistir las mayores amarguras en el curso de su dilatada existencia, no sentía hacia Gregorio ninguna repulsión propiamente dicha. Sin que ello pudiese achacarse aun afán de curiosidad, abrió un día la puerta del cuarto de Gregorio, y, a la vista de éste, que en su sorpresa, y aunque nadie le perseguía, comenzó a correr de un lado para otro, permaneció inmutable, con las manos cruzadas sobre el abdomen.

Desde entonces, nunca se olvidaba de entreabrir, tarde y mañana, furtivamente la puerta, para contemplar a Gregorio. Al principio, incluso le llamaba, con palabras que sin duda creía cariñosas, como: ¡Ven aquí, pedazo de bicho! ¡Vaya con el pedazo de bicho este!

A estas llamadas, Gregorio no solo no respondía, sino que seguía inmóvil en su sitio, como si ni siquiera se hubiese abierto la puerta. ¡Cuánto más no hubiese valido que se le ordenase a esta sirvienta limpiar diariamente su cuarto, en lugar de aparecer para importunarle a su antojo, sin provecho ninguno!

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