Índice de La metamorfosis de Franz KafkaCapítulo sextoBiblioteca Virtual Antorcha

VII

- Señor Samsa - dijo de pronto al padre el señor que parecía ser el más autorizado. Y, sin desperdiciar ninguna palabra más, mostró al padre, extendiendo el índice en aquella dirección, a Gregorio, que iba lentamente avanzando. El violín enmudeció al punto, y el señor que parecía ser el más autorizado sonrió a sus amigos, sacudiendo la cabeza, y tornó a mirar a Gregorio.

Al padre le pareció lo más urgente, en lugar de arrojar de allí a Gregorio, tranquilizar a los huéspedes, los cuales no se mostraban ni mucho menos intranquilos, y parecían divertirse más con la aparición de Gregorio que con el violín. Precipitóse hacia ellos, y, extendiendo los brazos, quiso empujarlos hacia su habitación a la vez que les ocultaba con su cuerpo la vista de Gregorio. Ellos, entonces, no disimularon su enojo, aunque no era posible saber si éste obedecía a la actitud del padre o al enterarse en aquel momento de que habían convivido, sin sospecharlo, con un ser de aquella índole.

Pidieron explicaciones al padre, alzaron a su vez los brazos al cielo, se estiraron la barba, con gesto inquieto, y no retrocedieron sino muy lentamente hasta su habitación.

Mientras, la hermana había logrado sobreponerse a la impresión que hubo de causarle en un principio el verse bruscamente interrumpida. Quedóse un punto con los brazos caídos, sujetando con indolencia el arco y el violín, y la mirada fija en el papel de música, cual si todavía tocase. Y de pronto estalló: plantóle el instrumento en los brazos a la madre, que seguía sentada en su butaca, medio ahogada por el dificultoso trabajo de sus pulmones, y se precipitó al cuarto contiguo, al que los huéspedes, empujados por el padre, íbanse acercando ya más rápidamente. Con gran destreza apartó e hizo volar por lo alto mantas y almohadas, y aun antes de que los señores penetrasen en su habitación, ya había terminado de arreglarles las camas y se había escabullido.

El padre hallábase a tal punto dominado por su obstinación, que se olvidaba hasta del más elemental respeto debido a los huéspedes, y los seguía empujando frenéticamente. Hasta que, ya en el umbral, el que parecía ser el más autorizado de los tres dio una patada en el suelo, y, con voz tonante, le detuvo con las siguientes palabras:

- Participo a ustedes - y alzó la mano al decir esto y buscaba con la mirada también a la madre y a la hermana -, participo a ustedes que, en vista de las repugnantes circunstancias que en esta casa y familia concurren - y al llegar aquí escupió con fuerza en el suelo -, en este mismo momento me despido. Claro está que no he de pagar lo más mínimo por los días que aquí he vivido; antes al contrario, meditaré si he de exigir a usted alguna indemnización, la cual, no lo dude, sería muy fácil de justificar.

Calló y miró en torno suyo, como esperando algo. Y, efectivamente, sus dos amigos corroboraron al punto lo dicho, añadiendo por su cuenta:

- También nosotros nos despedimos al instante.

Tras de lo cual, el que parecía ser el más autorizado de los tres agarró el picaporte y cerró la puerta de un golpe.

El padre, con paso vacilante, tanteando con las manos, dirigióse hacia su butaca, y se dejó caer en ella. Parecía disponerse a echar su acostumbrado sueñecillo de todas las noches, pero la profunda inclinación de su cabeza, caída como sin peso, demostraba que no dormía.

Durante todo este tiempo, Gregorio había permanecido callado, inmóvil en el mismo sitio en que lo habían sorprendido los huéspedes. El desencanto causado por el fracaso de su plan, y tal vez también la debilidad producida por el hambre, hacíanle imposible el menor movimiento. No sin razón, temía ver cernirse dentro de muy poco sobre sí una tormenta general, y esperaba. Ni siquiera se sobresaltó con el ruido del violín, escurrido del regazo de la madre bajo el impulso del temblor de sus dedos.

- Queridos padres - dijo la hermana, dando, a modo de introducción, un fuerte puñetazo sobre la mesa -, esto no puede continuar así. Si vosotros no lo comprendéis, yo me doy cuenta de ello. Ante este monstruo, no quiero ni siquiera pronunciar el nombre de mi hermano; y, por tanto, solo diré esto: es forzoso intentar librarnos de él. Hemos hecho cuanto era humanamente posible para cuidarle y tolerarle, y no creo que nadie pueda, por tanto, hacernos el más leve reproche.

- Tienes mil veces razón - dijo entonces el padre.

La madre, que aún no podía respirar a sus anchas, comenzó a toser sordamente, con la mano en el pecho y los ojos extraviados como una loca.

La hermana corrió hacia ella y le sostuvo la frente.

Al padre, las palabras de la hermana parecieron inducirle a concretar algo más su pensamiento. Se había incorporado en la butaca, jugaba con su gorra de ordenanza por entre los platos, que aún quedaban sobre la mesa, de la comida de los huéspedes, y, de cuando en cuando, dirigía una mirada a Gregorio, impertérrito.

- Es preciso que intentemos deshacernos de él - repitió, por último, la hermana al padre; pues la madre, con su tos, no podía oír nada -. Esto acabará matándoos a los dos, lo estoy viendo. Cuando hay que trabajar lo que nosotros trabajamos, no es posible sufrir, además, en casa estos tormentos. Yo tampoco puedo más.

Y rompió a llorar con tal fuerza, que sus lágrimas cayeron sobre el rostro de la madre, quien se las limpió mecánicamente con la mano.

- Hija mía - dijo entonces el padre con compasión y sorprendente lucidez -. ¡Y qué le vamos a hacer!

Pero la hermana contentóse con encogerse de hombros, como para demostrar la perplejidad que se había apoderado de ella mientras lloraba, y que tan gran contraste hacía con su anterior decisión.

- Si siquiera él nos comprendiese - dijo el padre en tono medio interrogativo.

Pero la hermana, sin cesar de llorar, agitó enérgicamente la mano, indicando con ello que no había ni que pensar en semejante cosa.

- Si siquiera nos comprendiese - insistió el padre, cerrando los ojos, como para dar a entender que él también se hallaba convencido de lo imposible de esta suposición -, tal vez pudiésemos entonces llegar a un acuerdo con él. Pero en estas condiciones ...

- Es preciso que se vaya - dijo la hermana -. Este es el único medio, padre. Basta que procures desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído durante tanto tiempo es, en realidad, el origen de nuestra desgracia. ¿Cómo puede ser esto Gregorio? Si tal fuese, ya hace tiempo que hubiera comprendido que no es posible que unos seres humanos vivan en comunidad con semejante bicho. Y a él mismo se le habría ocurrido marcharse. Habríamos perdido al hermano, pero podríamos seguir viviendo, y su memoria perduraría eternamente entre nosotros. Mientras que así, este animal nos persigue, echa a los huéspedes y muestra claramente que quiere apoderarse de toda la casa y dejarnos en la calle. ¡Mira, padre - púsose a gritar de repente -, ya empieza otra vez!

Y con un terror que a Gregorio parecióle incomprensible, la hermana abandonó incluso a la madre, apartóse de la butaca, cual si prefiriese sacrificar a la madre que permanecer en las proximidades de Gregorio, y corrió a refugiarse detrás del padre; el cual, excitado a su vez por esta actitud suya, púsose también en pie, extendiendo los brazos ante la hermana, en ademán de protegerla.

Pero la cosa es que a Gregorio no se le había ocurrido en absoluto querer asustar a nadie, ni mucho menos a su hermana. Lo único que había hecho era empezar a dar la vuelta para volver a su habitación, y esto fue, sin duda, lo que sobrecogió a los demás, pues, a causa de su estado doliente, tenía, para realizar aquel difícil movimiento, que ayudarse con la cabeza, levantándola y volviendo a apoyarla en el suelo varias veces. Se detuvo y miró en torno suyo. Parecía haber sido adivinada su buena intención: aquello solo había sido un susto momentáneo.

Ahora todos le contemplaban tristes y pensativos. La madre estaba en su butaca, con las piernas extendidas ante sí, muy juntas una contra otra, y los ojos casi cerrados de cansancio. El padre y la hermana hallábanse sentados uno al Iado del otro, y la hermana rodeaba con su brazo el cuello del padre.

- Bueno, tal vez pueda ya moverme - pensó Gregorio, comenzando de nuevo su penoso esfuerzo. No podía contener sus resoplidos, y de cuando en cuando tenía que pararse a descansar. Mas nadie le apresuraba; se le dejaba en entera libertad. Cuando hubo dado la vuelta, inició en seguida la marcha atrás en línea recta. Le asombró la gran distancia que le separaba de su habitación; no acertaba a comprender cómo, en su actual estado de debilidad, había podido, momentos antes, hacer ese mismo camino casi sin notarIo. Con la única preocupación de arrastrarse lo más rápidamente posible, apenas si reparó en que ningún miembro de la familia le azuzaba con palabras o gritos.

Al llegar al umbral, volvió, empero, la cabeza, aunque solo a medias, pues sentía cierta rigidez en el cuello, y pudo ver que nada había cambiado a su espalda. Unicamente la hermana se había puesto en pie.

Y su última mirada fue para la madre, que, por fin, se había quedado dormida.

Apenas dentro de su habitación, sintió cerrarse rápidamente la puerta y echar el pestillo y la llave. El brusco ruido que esto produjo le asustó de tal modo, que las patas se le doblaron. La hermana era quien tanta prisa tenía. Había permanecido en pie, como acechando el momento de poder precipitarse a encerrarlo. Gregorio no la había sentido acercarse.

- ¡Por fin! - exclamó ella dirigiéndose a los padres, al tiempo que daba vuelta a la llave en la cerradura.

- ¿Y ahora? - preguntóse Gregorio mirando en torno suyo en la oscuridad.

Muy pronto hubo de convencerse de que le era en absoluto imposible moverse. Esto no le asombró: antes al contrario, no le parecía natural haber podido avanzar, cual lo hacía hasta entonces, con aquellas patitas tan delgadas. Por lo demás, sentíase relativamente a gusto. Cierto es que todo el cuerpo le dolía; pero le parecía como si estos dolores se fuesen debilitando más y más, y pensaba que, por último, acabarían. Apenas si notaba ya la manzana podrida que tenía en la espalda, y la inflamación, revestida de blanco por el polvo. Pensaba con emoción y cariño en los suyos. Hallábase, a ser posible, aún más firmemente convencido que su hermana de que tenía que desaparecer.

Y en tal estado de apacible meditación e insensibilidad permaneció hasta que el reloj de la iglesia dio las tres de la madrugada. Todavía pudo vivir aquel comienzo del alba que despuntaba detrás de los cristales. Luego, a pesar suyo, su cabeza hundióse por completo y su hocico despidió débilmente su postrer aliento.

A la mañana siguiente, cuando entró la asistenta - daba tales portazos, que en cuanto llegaba ya era imposible descansar en la cama, a pesar de las infinitas veces que se le habían rogado otras maneras - para hacer a Gregorio la breve visita de costumbre, no halló en él, al principio, nada de particular. Supuso que permanecía así, inmóvil, con toda intención, para hacerse el enfadado, pues le consideraba capaz del más completo discernimiento. Casualmente llevaba en la mano el deshollinador, y quiso con él hacerle cosquillas a Gregorio desde la puerta.

Al ver que tampoco con esto lograba nada, irritóse a su vez, empezó a pincharle, y tan solo después que le hubo empujado sin encontrar ninguna resistencia se fijó en él, y, percatándose al punto de lo sucedido, abrió desmesuradamente los ojos y dejó escapar un silbido de sorpresa. Mas no se detuvo mucho tiempo, sino que, abriendo bruscamente la puerta de la alcoba, lanzó a voz en grito en la oscuridad:

- ¡Miren ustedes, ha reventado! ¡Ahí le tienen, lo que se dice reventado!

El señor y la señora Samsa incorporáronse en el lecho matrimonial. Les costó gran trabajo sobreponerse al susto, y tardaron bastante en comprender lo que de tal guisa les anunciaba la asistenta. Mas una vez comprendido esto, bajaron al punto de la cama, cada uno por su lado y con la mayor rapidez posible. El señor Samsa se echó la colcha por los hombros; la señora Samsa iba solo cubierta con su camisón de dormir, y en este aspecto penetraron en la habitación de Gregorio.

Mientras, habíase abierto también la puerta del comedor, en donde dormía Grete desde la llegada de los huéspedes. Grete estaba del todo vestida, cual si no hubiese dormido en toda la noche, cosa que parecía confirmar la palidez de su rostro.

- ¿Muerto? - dijo la señora Samsa, mirando interrogativamente a la asistenta, no obstante poderlo comprobar todo por sí misma, e incluso averiguarlo sin necesidad de comprobación ninguna.

- Esto es lo que digo - contestó la asistenta, empujando todavía un buen trecho con el escobón el cadáver de Gregorio, cual para probar la veracidad de sus palabras.

La señora Samsa hizo un movimiento como para detenerla, pero no la detuvo.

- Bueno - dijo el señor Samsa -, ahora podemos dar gracias a Dios.

Se santiguó, y las tres mujeres le imitaron.

Grete no apartaba la vista del cadáver:

- Mirad qué delgado estaba - dijo -

Verdad es que hacía ya tiempo que no probaba bocado. Así como entraban las comidas, así se las volvían a llevar.

El cuerpo de Gregorio aparecía, efectivamente, completamente plano y seco. De esto solo se enteraban ahora, porque ya no lo sostenían sus patitas, y nadie apartaba de él la mirada.

- Grete, vente un ratito con nosotros - dijo la señora Samsa, sonriendo melancólicamente.

Y Grete, sin dejar de mirar hacia el cadáver, siguió a sus padres a la alcoba.

La asistenta cerró la puerta, y abrió la ventana de par en par. Era todavía muy temprano, pero el aire tenía ya, en su frescor, cierta tibieza. Se estaba justo a fines de marzo.

Los tres huéspedes salieron de su habitación y buscaron con la vista su desayuno. Los habían olvidado.

- ¿Y el desayuno? - preguntóle a la asistenta con mal humor el señor que parecía ser el más autorizado de los tres.

Pero la asistenta, poniéndose el índice ante la boca, invitó silenciosamente, con señas enérgicas, a los señores a entrar en la habitación de Gregorio.

Entraron, pues, y allí estuvieron, en el cuarto inundado de claridad, en torno al cadáver de Gregorio, con expresión desdeñosa y las manos hundidas en los bolsillos de sus algo raídos chaqués.

Entonces se abrió la puerta de la alcoba v apareció el señor Samsa, enfundado en su librea, llevando de un brazo a su mujer y del otro a su hija. Todos tenían trazas de haber llorado algo, y Grete ocultaba de cuando en cuando el rostro contra el brazo del padre.

- Abandonen ustedes inmediatamente mi casa - dijo el señor Samsa, señalando la puerta, pero sin soltar a las mujeres.

- ¿Qué pretende usted dar a entender con esto? - preguntóle el más autorizado de los señores, algo desconcertado y sonriendo con timidez.

Los otros dos tenían las manos cruzadas a la espalda, y se las frotaban sin cesar una contra otra, cual si esperasen gozosos una pelea cuyo resultado había de serles favorable.

- Pretendo dar a entender exactamente lo que digo - contestó el señor Samsa, avanzando con sus dos acompañantes en una sola línea hacia el huésped.

Este permaneció un punto callado y tranquilo, con la mirada fija en el suelo, cual si sus pensamientos se fuesen organizando en una nueva disposición dentro de su magín.

- En ese caso, nos vamos - dijo, por fin, mirando al señor Samsa, como si una fuerza repentina le impulsase a pedirle autorización incluso para esto.

El señor Samsa contentóse con abrir mucho los ojos e inclinar repetidas veces, breve y afirmativamente, la cabeza.

Tras de esto, el huésped encaminóse con grandes pasos al recibimiento. Hacía ya un ratito que sus dos compañeros escuchaban, sin frotarse las manos, y ahora salieron pisándole los talones y dando brincos, como si temiesen que el señor Samsa llegase antes que ellos al recibimiento y se interpusiese entre ellos y su guía.

Una vez en el recibimiento, los tres cogieron sus respectivos sombreros del perchero, sacaron sus respectivos bastones del paragüero, se inclinaron en silencio y abandonaron la casa.

Con una desconfianza que nada justificaba, cual hubo de demostrarse luego, el señor Samsa y las dos mujeres salieron al rellano y, de bruces sobre la barandilla, miraron cómo aquellos tres señores, lenta, pero ininterrumpidamente, descendían la larga escalera, desapareciendo al llegar a la vuelta que daba ésta en cada piso, y reapareciendo unos segundos después.

A medida que iban bajando, decrecía el interés que hacia ellos sentía la familia Samsa, y al cruzarse con ellos primero, y seguir subiendo después, el repartidor de una carnicería, que sostenía orgullosamente su cesto en la cabeza, el señor Samsa y las mujeres abandonaron la barandilla y, aliviados de un verdadero peso, entráronse de nuevo en la casa.

Decidieron dedicar aquel día al descanso y a pasear: no solo tenían bien ganada esta tregua en su trabajo, sino que les era hasta indispensable. Sentáronse, pues, a la mesa, y escribieron tres cartas disculpándose: el señor Samsa, a su jefe; la señora Samsa, al dueño de la tienda, y Grete, a su principal.

Cuando estaban ocupados en estos menesteres, entró la asistenta a decir que se iba, pues ya había terminado su trabajo de la mañana. Los tres siguieron escribiendo, sin prestarle atención, contentáronse con hacer un signo afirmativo con la cabeza. Pero, al ver que ella no acababa de marcharse, alzaron los ojos, con enfado.

- ¿Qué pasa? - preguntó el señor Samsa. La asistenta permanecía sonriente en el umbral, cual si tuviese que comunicar a la familia una felicísima nueva, pero indicando con su actitud que solo lo haría después de haber sido convenientemente interrogada. La plumita plantada derecha en su sombrero, y que ya molestaba al señor Samsa desde el momento en que había entrado aquella mujer a su servicio, bamboleábase en todas las direcciones.

- Bueno, vamos a ver, ¿qué desea usted? - preguntó la señora Samsa, que era la persona a quien más respetaba la asistenta.

- Pues - contestó ésta, y la risa no le dejaba seguir -, pues que no tienen ustedes ya que preocuparse respecto a cómo van a quitarse de en medio el trasto ése de ahí al lado. Ya está todo arreglado.

La señora Samsa y Grete inclináronse otra vez sobre sus cartas, como para seguir escribiendo, y el señor Samsa, advirtiendo que la sirvienta se disponía a contarlo todo minuciosamente, la detuvo, extendiendo con energía la mano hacia ella.

La asistenta, al ver que no le permitían contar lo que traía preparado, recordó que tenía mucha prisa.

- ¡Queden con Dios! - dijo, visiblemente ofendida.

Dio media vuelta con gran irritación, y abandonó la casa dando un portazo terrible.

- Esta noche la despido - dijo el señor Samsa.

Pero no recibió respuesta, ni de su mujer ni de su hija, pues la asistenta parecía haber vuelto a turbar aquella tranquilidad que acababan apenas de recobrar.

La madre y la hija se levantaron y se dirigieron hacia la ventana, ante la cual permanecieron abrazadas. El señor Samsa hizo girar su butaca en aquella dirección, y estuvo observándolas un momento tranquilamente. Luego:

- Bueno - dijo -, venid ya. Olvidad ya de una vez las cosas pasadas. Tened también un poco de consideración conmigo.

Las dos mujeres le obedecieron al punto, corrieron hacia él, le acariciaron y terminaron de escribir.

Luego, salieron los tres juntos, cosa que no había ocurrido desde hacía meses, y tomaron el tranvía para ir a respirar el aire libre de las afueras. El tranvía, en el cual eran los únicos viajeros, hallábase inundado de la luz cálida del sol. Cómodamente recostados en sus asientos, fueron cambiando impresiones acerca del porvenir, y vieron que, bien pensadas las cosas, éste no se presentaba con tonos oscuros, pues sus tres colocaciones - sobre las cuales no se habían todavía interrogado claramente unos a otros - eran muy buenas, y, sobre todo, permitían abrigar para más adelante grandes esperanzas.

Lo que de momento más habría de mejorar la situación sería mudar de casa. Deseaban una casa más pequeña y más barata, y, sobre todo, mejor situada y más práctica que la actual, que había sido escogida por Gregorio.

Y mientras así departían, percatáronse casi simultáneamente el señor y la señora Samsa de que su hija, que pese a todos los cuidados perdiera el color en los últimos tiempos, habíase desarrollado y convertido en una linda muchacha llena de vida. Sin cruzar ya palabra, entendiéndose casi instintivamente con las miradas, dijéronse uno a otro que ya era hora de encontrarle un buen marido.

Y cuando, al llegar al término del viaje, la hija se levantó la primera y estiró sus formas juveniles, pareció cual si confirmase con ello los nuevos sueños y sanas intenciones de los padres.

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