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IV

Un día - ya había transcurrido un mes desde la metamorfosis, y no tenía, por tanto, la hermana ningún motivo especial para sorprenderse del aspecto de Gregorio - entró algo más temprano que de costumbre, y se encontró a éste mirando inmóvil por la ventana, pero ya dispuesto a asustarse. Nada le hubiera extrañado a Gregorio que su hermana no entrase, pues él, en la actitud en que estaba, le impedía abrir inmediatamente la ventana. Pero no solo no entró, sino que retrocedió y cerró la puerta: un extraño hubiera creído que Gregorio la acechaba para morderla. Claro es que Gregorio se escondió al punto debajo del sofá, pero hubo de esperar hasta el mediodía antes de ver tornar a su hermana, más intranquila que de costumbre. Ello le dio a entender que su vista seguía siéndole insoportable a la hermana, que lo seguiría siendo, y que ésta había de hacer un gran esfuerzo de voluntad para no salir también corriendo al divisar la pequeña parte del cuerpo que sobresalía por debajo del sofá. Y, al fin de ahorrarle incluso esto, transportó un día sobre sus espaldas - trabajo para el cual precisó cuatro horas - una sábana hasta el sofá, y la dispuso de modo que le tapara por completo y que ya la hermana no pudiese verle, por mucho que se agachase.

De no haberle parecido a ella conveniente este arreglo, ella misma hubiera quitado la sábana, pues fácil era comprender que, para Gregorio, el aislarse no constituía ningún placer. Mas dejó la sábana tal como estaba, e incluso Gregorio, al levantar sigilosamente, con la cabeza una punta de ésta, para ver cómo la hermana acogía la nueva disposición, creyó adivinar en ella una mirada de gratitud.

Durante las dos primeras semanas, no pudieron los padres decidirse a entrar a verle. El los oyó a menudo ensalzar los trabajos de la hermana, cuando hasta entonces solían, por el contrario, reñirle, por parecerles una muchacha, como quien dice, inútil. Mas, con frecuencia, ambos, el padre y la madre, esperaban ante la habitación de Gregorio, mientras la hermana la arreglaba, y, en cuanto salía ésta, había de contarles exactamente cómo estaba el cuarto, lo que Gregorio había comido, cuál había sido su actitud, y si se advertía en él alguna mejoría.

La madre, cierto es, quiso visitar a Gregorio en seguida, y entonces el padre y la hermana la detuvieron con razones que Gregorio escuchó con la mayor atención, y aprobó por entero. Pero más adelante fue menester impedírselo por la fuerza, y cuando exclamaba: ¡Dejadme entrar a ver a Gregorio! iPobre hijo mío! ¿No comprendéis que necesito entrar a verle?, Gregorio pensaba que tal vez conviniera que su madre entrase, claro que no todos los días, pero, por ejemplo, una vez a la semana: ella era mucho más comprensiva que la hermana, quien, a pesar de todo su valor, no dejaba de ser, al fin y al cabo, solo una niña, que quizá solo por ligereza infantil se había echado sobre los hombros tan penosa carga.

Poco había de tardar en realizarse el deseo de Gregorio de ver a su madre. Durante el día, por consideración a sus padres, no se asomaba a la ventana. Pero... poco podía arrastrarse por aquellos dos metros cuadrados de suelo. Descansar tranquilo le era ya difícil durante la noche. La comida, muy pronto dejó de producirle la menor alegría, y así fue tomando, para distraerse, la costumbre de trepar zigzagueando por las paredes y el techo. En el techo, particularmente, era donde más a gusto se encontraba; aquello era cosa harto distinta que estar echado en el suelo; allí se respiraba mejor, el cuerpo sentíase agitado por una ligera vibración. Pero aconteció que Gregorio, casi feliz, y al tiempo divertido, desprendióse del techo, con gran sorpresa suya, y se fue a estrellar contra el suelo. Mas, como puede suponerse, su cuerpo había adquirido una resistencia mucho mayor que antes, y, pese a la fuerza del golpe, no se lastimó.

La hermana advirtió inmediatamente el nuevo entretenimiento de Gregorio - tal vez dejase éste al trepar, acá y acullá, rastro de su babilla -, e imaginó al punto facilitarle todo lo posible los medios de trepar, quitando los muebles que lo impedían, y, principalmente el baúl y la mesa de escribir. Pero esto no podía llevarlo a cabo ella sola; tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre: y en cuanto a la criada, no había que contar con ella, pues esta moza, de unos sesenta años, aunque se había mostrado muy valiente desde la despedida de su antecesora, había suplicado, como favor especial, que le fuese permitido mantener siempre cerrada la puerta de la cocina, y no abrirla sino cuando la llamasen. Por tanto, solo quedaba el recurso de buscar a la madre en ausencia del padre.

La madre acudió dando gritos de júbilo. Pero se quedó muda en la misma puerta. Como es natural, primero se cercioró la hermana de que todo estaba en orden, y tan solo luego la dejó pasar. Gregorio se había apresurado a bajar la sábana más que de costumbre, de modo que formara abundantes pliegues. La sábana parecía efectivamente haber sido arrojada allí por casualidad. También guardóse esta vez de espiar por debajo; renunció a ver a su madre, gozoso únicamente de que ésta, por fin, hubiese venido.

- Entra, que no se le ve - dijo la hermana, que sin duda conducía a la madre por la mano.

Y Gregorio oyó cómo las dos frágiles mujeres retiraban de su sitio el viejo y harto pesado baúl, y cómo la hermana, siempre animosa, tomaba sobre sí la mayor parte del trabajo, sin hacer caso de las advertencias de la madre, que temía se fatigase demasiado.

La operación duró bastante; verdad es que, al cabo de un cuarto de hora, la madre declaró que más valía dejar el baúl donde estaba, en primer lugar porque era muy pesado, y no acabarían antes del regreso del padre, y además porque, estando en medio de la habitación el baúl, le cortaría el paso a Gregorio, y, en fin, porque no era seguro que a Gregorio le agradara que se retirasen los muebles. A ella le parecía precisamente que debía de ser todo lo contrario. La vista de las paredes desnudas oprimíale el corazón. ¿Por qué no había de sentir Gregorio la misma impresión, ya que estaba acostumbrado de antiguo a los muebles de su cuarto? ¿Quién dice que no se sentiría como abandonado en la habitación vacía?

- ¿Y no parecería entonces - continuó muy quedo, casi en un susurro, cual si quisiese evitar a Gregorio, que no sabía exactamente dónde se encontraba, hasta el sonido de su voz, pues estaba convencida de que no entendía las palabras -, no parecería entonces que, al retirar los muebles, indicábamos que renunciábamos a toda esperanza de mejoría, y que lo abandonábamos sin consideración ninguna a su suerte? Yo creo que lo mejor sería dejar el cuarto como antes, a fin de que Gregorio, al volver de nuevo entre nosotros, lo encuentre todo en el mismo estado y pueda olvidar tanto más fácilmente este paréntesis.

Al oír estas palabras de la madre, comprendió Gregorio que la falta de toda relación humana directa, unida a la monotonía de la existencia que llevaba entre los suyos, había debido trastornar su inteligencia en aquellos dos meses, pues, de otro modo, no podía explicarse que él hubiese deseado ver vaciar su habitación.

¿Es que él deseaba de verdad se cambiase aquella su muelle habitación, confortable y dispuesta con muebles de familia, en un desierto en el cual hubiera podido, es verdad, trepar en todas las direcciones sin el menor impedimento, pero en el cual se hubiera, al mismo tiempo, olvidado rápida y completamente de su pasada condición humana?

Ya estaba él ahora muy cerca de olvidarse de ésta, y únicamente habíale conmovido la voz de la madre, no oída hacía ya tiempo. No, no había que retirar nada; todo tenía que permanecer tal cual; no era posible prescindir de la bienhechora influencia que los muebles ejercían sobre él, y, aunque éstos impedían su libre ejercicio, ello, en todo caso, antes que un perjuicio, debía ser considerado como una gran ventaja.

Por desgracia, la hermana no compartía esta opinión, y, como se había acostumbrado - cierto es que no sin motivo - a actuar como perito frente a los padres en todo lo que a Gregorio se refería, bastóle la idea expuesta por la madre para insistir y declarar que no solo debían ser retirados de allí el baúl y la mesa, en los que al principio únicamente había pensado, sino también todos los demás muebles, excepción hecha del indispensable sofá.

Claro es que a ello no le impulsaban únicamente su tozudez infantil y aquella confianza en sí misma, tan repentina cuan difícilmente adquirida en los últimos tiempos; también había observado que Gregorio, además de necesitar mucho espacio para arrastrarse y trepar, no utilizaba los muebles en lo más mínimo, y tal vez también, con aquel entusiasmo propio de las muchachas de su edad, anheloso siempre de una ocasión que le permita ejercitarse, dejóse llevar secretamente por el deseo de aumentar lo pavoroso de la situación de Gregorio, a fin de poder hacer por él aún más de lo que hasta ahora hacía. Y es que en un cuarto en el cual Gregorio hubiese aparecido completamente solo entre las paredes desnudas, seguramente no se atrevería a entrar ningún ser humano fuera de Grete.

No le fue, pues, posible a la madre hacerla desistir de su proyecto, y como en aquel cuarto sentía una gran desazón, no tardó en callarse y en ayudar a la hermana, con todas sus fuerzas, a sacar el baúl. Bueno; del cofre, en caso necesario, Gregorio podía prescindir; pero la mesa tenía que quedarse allí. Apenas hubieron abandonado el cuarto las dos mujeres, llevándose el cofre, al que se agarraban gimiendo, sacó Gregorio la cabeza de debajo del sofá, para ver el modo de intervenir con la mayor consideración y todas las precauciones posibles. Por desgracia, la madre fue la primera en volver, mientras Grete, en la habitación de al lado, seguía agarrada al cofre, zarandeándolo de un lado para otro, aunque sin lograr mudarlo de sitio. La madre no estaba acostumbrada a la vista de Gregorio; podía haber enfermado al verlo de pronto; así es que Gregorio, asustado, retrocedió a toda velocidad hasta el otro extremo del sofá; pero demasiado tarde para evitar que la sábana que le ocultaba se agitase un poco, lo cual bastó para llamar la atención de la madre. Esta paróse en seco, quedó un punto suspensa, y volvió junto a Grete.

Aunque Gregorio repetíase de continuo que seguramente no había de acontecer nada de extraordinario, y que solo unos muebles serían cambiados de sitio, no pudo por menos de impresionarle, cuando él mismo reconoció muy pronto, aquel ir y venir de las mujeres, las llamadas que una y otra se dirigían, el rayar de los muebles en el suelo; en una palabra, aquella confusión que reinaba en torno suyo, y, encogiendo cuanto pudo la cabeza y las piernas, aplastando el vientre contra el suelo, hubo de confesarse, ya sin miramientos de ninguna clase, que no le sería posible soportarlo mucho tiempo.

Le vaciaban su cuarto, le quitaban cuanto él amaba: ya se habían llevado el baúl en que guardaba la sierra y las demás herramientas; ya movían aquella mesa firmemente empotrada en el suelo, y en la cual, cuando estudiaba la carrera de comercio, cuando cursaba el grado, e incluso cuando iba a la escuela, había escrito sus temas ... Sí; no tenía ya ni un minuto que perder para enterarse de las buenas intenciones de las dos mujeres, cuya existencia, por lo demás, casi había olvidado, pues, rendidas por la fatiga, trabajaban en silencio, y solo se percibía el rumor de sus pasos cansados.

Y así fue como - en el mismo momento que las mujeres, en la habitación contigua, recostábanse un punto en la mesa escritorio para tomar aliento -, así fue como salió de repente de su escondrijo, caminando hasta cuatro veces la dirección de su marcha. No sabía en verdad a qué acudir primero. En esto, llamóle la atención, en la pared ya desnuda, el retrato de la dama envuelta en pieles. Trepó precipitadamente hasta allí, y agarróse al cristal, cuyo contacto calmó el ardor de su vientre. Al menos esta estampa que él tapaba ahora por completo, no se la quitarían. Y volvió la cabeza hacia la puerta del comedor, para observar a las mujeres cuando éstas entrasen.

La verdad es que éstas no se habían concedido mucha tregua. Ya estaban allí de nuevo, rodeando Grete a la madre con el brazo, y casi sosteniéndola.

- Bueno, y ahora ¿qué nos llevamos? - dijo Grete mirando en derredor.

En esto, sus miradas cruzáronse con las de Gregorio, pegado a la pared. Grete logró dominarse, cierto es que únicamente a causa de la presencia de la madre, inclinóse hacia ésta, para ocultarle la vista de lo que había en torno suyo, y, aturdida y temblorosa:

- Ven - dijo - ¿no te parece mejor que nos vayamos un momento al comedor?

Para Gregorio, la intención de Grete no dejaba lugar a dudas: quería poner a salvo a la madre, y, después, echarle abajo de la pared. Bueno, ¡pues que intentase hacerlo! el continuaba agarrado a su estampa, y no cedería. Prefería saltarle a Grete a la cara.

Mas las palabras de Grete solo habían logrado inquietar a la madre. Esta se echó a un lado; divisó aquella gigantesca mancha oscura sobre el rameado papel de la pared, y, antes de poder darse siquiera cuenta de que aquello era Gregorio, gritó con voz aguda:

- ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío!

Y se desplomó sobre el sofá, con los brazos extendidos, cual si todas sus fuerzas la abandonasen, quedando allí sin movimiento.

Y se desplomó.

- ¡Ojo, Gregorio! - gritó la hermana con el puño en alto y enérgica mirada.

Eran estas las primeras palabras que le dirigía directamente después de la metamorfosis. Pasó a la habitación contigua, en busca de algo que dar a la madre para hacerla volver en sí.

Gregorio hubiera querido ayudarla - para salvar la estampa había todavía tiempo -, pero se hallaba pegado al cristal, y hubo de desprenderse de él violentamente. Después de lo cual, precipitóse también en la habitación contigua, cual si le fuese posible, como antaño, dar algún consejo a la hermana. Mas hubo de contentarse con permanecer quieto detrás de ella.

Ella, entretanto, revolvía entre diversos frascos; al volverse, se asustó, dejó caer al suelo una botella, que se rompió, y un fragmento hirió a Gregorio en la cara, llenándosela de un líquido corrosivo. Mas Grete, sin detenerse, cogió tantos frascos como llevarse pudo, y entró en el cuarto de Gregorio, cerrando tras de sí la puerta con el pie. Gregorio encontróse, pues, completamente separado de la madre, la cual, por culpa suya, hallábase tal vez en trance de muerte. ¡Y él no podía abrir la puerta si no quería echar de allí a la hermana, cuya presencia, junto a la madre, era necesaria; y, por tanto, no le quedaba más remedio que esperar!

Y, presa de remordimientos y de inquietud, comenzó a trepar por todas las paredes, todos los muebles, y por todo el techo, y, finalmente, cuando ya la habitación comenzaba a dar vueltas en torno suyo, dejóse caer con desesperación encima de la mesa.

Así transcurrieron unos instantes. Gregorio yacía extenuado; todo en derredor calIaba, lo cual era tal vez buena señal. En esto, llamaron. La criada estaba como siempre encerrada en su cocina, y Grete tuvo que salir a abrir. Era el padre.

- ¿Qué es lo que ha ocurrido?

Estas fueron sus primeras palabras. El aspecto de Grete se lo había revelado todo. Grete ocultó su cara en el pecho del padre, y, con voz sorda, declaró:

- Madre se ha desmayado, pero ya está mejor. Gregorio se ha escapado.

- Lo esperaba - dijo el padre -. Siempre os lo dije; pero vosotras, las mujeres, nunca queréis hacer caso.

Gregorio comprendió que el padre, al oír las noticias que Grete le daba a boca de jarro, había entendido mal, y se figuraba, sin duda, que él había cometido algún acto de violencia. Necesitaba, por tanto, apaciguar al padre, pues no tenía ni tiempo ni medios para aclararle lo ocurrido. Precipitóse hacia la puerta de su habitación, aplastándose contra ella, para que el padre, en cuanto entrase, se percatase de que Gregorio tenía intención de regresar inmediatamente a su cuarto, y de que no solo no era preciso empujarlo hacia dentro, sino que bastaba abrirle la puerta para que al punto desapareciese.

Pero el estado de ánimo del padre no era el más a propósito para advertir estas sutilezas.

- ¡Ay! - gritó, al entrar, con un tono a un tiempo furioso y triunfante. Gregorio apartó la cabeza de la puerta, y la alzó hacia su padre. Todavía no se había presentado a éste en su nuevo estado. Verdad es también que, en los últimos tiempos, ocupado por entero en establecer su nuevo sistema de arrastrarse por doquier, había dejado de preocuparse como antes de lo que sucedía en el resto de la casa; y que, por tanto, debía haberse preparado a encontrar las cosas harto cambiadas.

Pero, y pese a todo, ¿era aquél realmente su padre? ¿Era éste aquel hombre que, antaño, cuando Gregorio se preparaba a emprender un viaje de negocios, permanecía fatigado en la cama? ¿Aquel mismo hombre que, al regresar a casa le acogía en bata, hundido en su butaca, y que, por no estar en condiciones de levantarse, contentábase con alzar los brazos en señal de alegría? ¿Aquel mismo hombre que, en los raros paseos dados en común, algunos domingos, o en las fiestas principales, entre Gregorio y la madre, cuyo paso, ya de por sí era lento, pero que entonces acortábase todavía más, avanzaba envuelto en su viejo gabán, apoyándose cuidadosamente en el bastón, y que solía pararse cada vez que quería decir algo, obligando a los demás a formar corro en torno suyo?

Pero no; ahora presentábase firme y derecho, con un severo uniforme azul con botones dorados, cual el que suelen usar los ordenanzas de los Bancos. Sobre la rigidez del cuello alto, derramábase la papada; bajo las pobladas cejas, los ojos negros despedían una mirada atenta y lozana, y el cabello blanco, siempre desmelenado hasta entonces, aparecía brillante y dividido por una raya primorosamente sacada.

Arrojó sobre el sofá la gorra, que ostentaba un monograma dorado - probablemente el de algún Banco -, y, trazando una curva, cruzó toda la habitación, dirigiéndose con cara torva hacia Gregorio, con las manos en los bolsillos del pantalón, y los faldones de su larga levita de uniforme recogidos hacia atrás. El mismo no sabía lo que iba a hacer; mas levantó los pies a una altura desusada, y Gregorio quedó asombrado de las gigantescas proporciones de sus suelas. Empero, esta actitud no le enojó, pues ya sabía, desde el primer día de su nueva vida, que al padre la mayor severidad le parecía poca con respecto al hijo. Echó, pues, a correr delante de su progenitor, se detenía cuando éste, y emprendía nueva carrera en cuanto le veía hacer un movimiento.

Así dieron varias veces la vuelta a la habitación, sin llegar a nada decisivo. Es más, sin que esto, debido a las dilatadas pausas, tuviese el aspecto de una persecución. Por lo mismo, prefirió Gregorio no alejarse al pronto del suelo: temía, principalmente, que el padre tomase su huida por las paredes o por el techo por un refinamiento de maldad.

Mas no tardó mucho Gregorio en comprender que aquellas carreras no podían prolongarse, pues, mientras su padre daba un paso, tenía él que realizar un sinnúmero de movimientos, y su respiración se le tornaba anhelante. Bien es verdad que tampoco en su estado anterior podía confiar mucho en sus pulmones.

Tambaleóse un punto, intentando concentrar todas sus fuerzas para emprender nuevamente la huida. Apenas si podía tener los ojos abiertos; en su azoramiento, no pensaba en más salvación posible que la que le proporcionase seguir corriendo, y ya casi se había olvidado de que las paredes ofrecíansele completamente libres; aunque cierto es que estaban atestadas de muebles esmeradamente tallados, que amenazaban por doquier con sus ángulos y sus picos ...

En esto, algo diestramente lanzado cayó junto a su lado, y rodó ante él: era una manzana, a la que pronto hubo de seguir otra. Gregorio, atemorizado, no se movió: era inútil continuar corriendo, pues el padre había resuelto bombardearle. Se había llenado los bolsillos con el contenido del frutero que estaba sobre el aparador, y arrojaba una manzana tras otra, aunque sin lograr por el momento dar en el blanco.

Las manzanitas rojas rodaban por el suelo, corno electrizadas, tropezando unas con otras. Una de ellas, lanzada con mayor habilidad, rozó la espalda de Gregorio, pero se deslizó por ella sin causarle daño. En cambio, la siguiente, le asestó un golpe certero, y, aunque Gregorio intentó escaparse, cual si aquel intolerable dolor pudiese desvanecerse al cambiar de sitio, parecióle que le clavaban en donde estaba, y quedó allí despatarrado, perdida la noción de cuanto sucedía en torno.

Su postrer mirada enteróle todavía de cómo la puerta de su habitación abríase con violencia, y pudo ver asimismo a la madre corriendo en camisa - pues Grete la había desnudado para hacerla volver de su desvanecimiento - delante de la hermana, que gritaba; luego a la madre precipitándose hacia el padre, perdiendo en el camino una tras otra sus faldas desanudadas, y por fin, después de tropezar con éstas, llegar hasta donde el padre estaba, abrazarse estrechamente a él ...

Y Gregorio, con la vista ya nublada, sintió por último cómo su madre, con las manos cruzadas en la nuca del padre, le suplicaba que perdonase la vida al hijo.

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