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III

Hasta el anochecer, no despertó Gregorio de aquel sueño tan pesado, semejante a un desvanecimiento. No habría tardado mucho en despertar por sí solo, pues ya había descansado bastante, pero le pareció que le despertaba el rumor de unos pasos furtivos y el ruido de la puerta del recibimiento, cerrada con cuidado. El reflejo del tranvía eléctrico ponía franjas de luz en el techo de la habitación y la parte superior de los muebles; pero abajo, donde estaba Gregorio, reinaba la oscuridad. Lenta y todavía torpemente, tanteando con sus tentáculos, cuyo valor ya entonces comprendió, deslizóse hasta la puerta para ver lo que había ocurrido. Su lado izquierdo era una única, larga y repugnante llaga. Andaba cojeando, alternativa y simétricamente, sobre cada una de sus dos filas de patas. Por otra parte, una de estas últimas, herida en el accidente de por la mañana - ¡milagro fue que las demás saliesen ilesas! -, arrastrábase sin vida.

Al llegar a la puerta, comprendió que lo que allí le había atraído era el olor de algo comestible. Encontró una escudilla llena de leche azucarada, en la cual nadaban trocitos de pan blanco. A poco si suelta a reír de gozo, pues tenía aún más hambre que por la mañana. Al momento, zambulló la cabeza en la leche casi hasta los ojos; mas pronto hubo de retirarla desilusionado, pues no solo la dolencia de su lado izquierdo le hacía dificultosa la operación (para comer tenía que poner todo el cuerpo en movimiento), sino que, además, la leche, que hasta entonces fuera su bebida predilecta - por eso, sin duda, habíala colocado allí la hermana -, no le gustó nada. Se apartó casi con repugnancia de la escudilla, y se arrastró de nuevo hacia el centro de la habitación.

Por la rendija de la puerta vio que el gas estaba encendido en el comedor. Pero, contrariamente a lo que sucedía siempre, no se oía al padre leer en alta voz a la madre y a la hermana el diario de la noche. No se sentía el menor ruido. Quizá esta costumbre, de la que siempre le hablaba la hermana en sus cartas, hubiese últimamente desaparecido. Pero todo en torno estaba silencioso, y eso que, con toda seguridad, la casa no estaba vacía.

- ¡Qué vida más tranquila parece llevar mi familia! - pensó Gregorio. Y, mientras sus miradas se clavaban en la sombra, sintióse orgulloso de haber podido proporcionar a sus padres y hermana tan sosegada existencia, en marco tan lindo. Con pavor pensó al punto que aquella tranquilidad, aquel bienestar y aquella alegría tocaban a su término ... Para no dejarse extraviar por estos pensamientos, prefirió agitarse físicamente y comenzó a arrastrarse por el cuarto.

En el curso de la noche entreabrióse una, vez una de las hojas de la puerta, y otra vez la otra; alguien, sin duda, necesitaba entrar, y vacilaba. Gregorio, en vista de ello, paróse contra la misma puerta que daba al comedor, dispuesto a atraer hacia el interior al indeciso visitante, o por lo menos a averiguar quién fuera éste. Pero la puerta no volvió a abrirse, y esperó en vano. En las primeras horas de la mañana, cuando se hallaba la puerta cerrada, todos habían hecho por entrar, y ahora que él había abierto una puerta, y que las otras habían sido también abiertas, sin duda, durante el día, ya no venía nadie, y las llaves quedaban por fuera, en las cerraduras.

Muy entrada la noche, se apagó la luz del comedor. Pudo Gregorio comprender por ello que sus padres y su hermana habían velado hasta entonces. Sintió que se alejaban de puntillas. Hasta por la mañana no entraría ya seguramente nadie a ver a Gregorio; éste tenía tiempo sobrado para pensar, sin temor a ser importunado, acerca de cómo le convendría ordenar en adelante su vida. Pero aquella habitación fría y alta de techo, en donde había de permanecer echado de bruces, le dio miedo, sin que lograse explicarse el porqué, pues era la suya, la habitación en que vivía desde hacía cinco años ... Bruscamente, y con cierto rubor, precipitóse debajo del sofá, en donde, no obstante sentirse algo estrujado, por no poder levantar la cabeza, se encontró en seguida muy bien, lamentando únicamente no poder introducirse allí por completo a causa de su excesiva corpulencia.

Así permaneció toda la noche, parte en un semisueño, del que le despertaba con sobresalto el hambre, y parte también presa de preocupaciones y esperanzas no muy definidas, pero cuya conclusión era siempre la necesidad, por de pronto, de tener calma y paciencia y de hacer lo posible para que la familia, a su vez, soportase cuantas molestias él, en su estado actual, no podía por menos de causar.

Muy de mañana - apenas si clareaba el día - tuvo Gregorio ocasión de experimentar la fuerza de estas resoluciones. Su hermana, ya casi arreglada, abrió la puerta que daba al recibimiento y miró ávidamente hacia el interior. Al principio, no le vio; pero al divisarle luego debajo del sofá - ¡en algún sitio había de estar, santo Dios! ¡No iba a haber volado! - se asustó tanto, que, sin poderse dominar, volvió a cerrar la puerta. Mas debió arrepentirse de su proceder, pues tomó a abrir al momento y entró de puntillas, como si fuese la habitación de un enfermo de gravedad o la de un extraño. Gregorio, con la cabeza casi asomada fuera del sofá, la observaba. ¿Repararía en que no había probado la leche y, comprendiendo que ello no era por falta de apetito, le traería de comer otra cosa más adecuada? Pero, si por ella misma no lo hacía, él prefería morirse de hambre antes que llamarle la atención sobre esto, no obstante sentir unas ganas tremendas de salir de debajo del sofá, arrojarse a sus pies y suplicarle le trajese algo bueno de comer. Pero la hermana, asombrada, advirtió inmediatamente que la escudilla estaba intacta; únicamente se había vertido un poco de leche. Recogió ésta en seguida; verdad que no con la mano, sino valiéndose de un trapo, y se la llevó. Gregorio sentía una gran curiosidad por ver lo que iba a traerle en sustitución, haciendo respecto a ello muchas y muy distintas conjeturas. Mas nunca hubiera adivinado lo que la bondad de su hermana le reservaba. A fin de ver cuál era su gusto, le trajo un surtido completo de alimentos y los extendió sobre un periódico viejo: allí había legumbres atrasadas, medio podridas ya; huesos de la cena de la víspera, rodeados de salsa blanca cuajada; pasas y almendras; un pedazo de queso, que dos días antes Gregorio había declarado incomible; un panecillo duro; otro untado con mantequilla, y otro con mantequilla y sal. Añadió a esto la escudilla, que por lo visto quedaba destinada a Gregorio definitivamente, pero ahora estaba llena de agua. Y por delicadeza (pues sabía que Gregorio no comería estando ella presente) retiróse cuan pronto pudo, y echó la llave, sin duda para que Gregorio comprendiese que podía ponerse a sus anchas. Al ir Gregorio a comer, sus patas produjeron como un zumbido. Por otra parte, las heridas debían de haberse curado ya por completo, porque no sintió ninguna molestia; lo cual no dejó de sorprenderle, pues recordó que hacía más de un mes se había herido con un cuchillo en un dedo y que la antevíspera todavía le dolía bastante.

- ¿Si tendré yo ahora menos sensibilidad que antes? - pensó, mientras comenzaba a chupar con glotonería el queso, que fue lo que primero y con más fuerza le sedujo. Rápidamente, con los ojos arrasados en lágrimas de alegría, devoró sucesivamente el queso, las legumbres y la salsa. En cambio, los alimentos frescos no le gustaban; su olor mismo le era insoportable, hasta el punto de arrastrar lejos aquellas cosas que quería comer.

Ya hacía tiempo que había terminado. Hallábase perezosamente extendido en el mismo sitio, cuando la hermana, para anunciarle, sin duda, que debía retirarse, hizo girar lentamente la llave. A pesar de estar medio dormido, Gregorio se sobresaltó y corrió a ocultarse de nuevo debajo del sofá. Mas permanecer allí aunque solo el breve tiempo en que la hermana estuvo en el cuarto, costóle ahora gran esfuerzo de voluntad; pues, a consecuencia de la copiosa comida, su cuerpo habíase abultado algo y apenas si podía respirar en aquel reducido espacio. Presa de un leve ahogo miraba, con los ojos un poco salidos de sus órbitas, a su hermana, completamente ajena a lo que le sucedía, barrer con una escoba, no solo los restos de la comida, sino también los alimentos que Gregorio no había siquiera tocado, como si éstos no pudiesen ya aprovecharse. Y vio también cómo lo arrojaba todo violentamente a un cubo, que cerró luego con una tapa de madera, llevándoselo por fin. Apenas se hubo marchado, Gregorio salió de su escondrijo, se desperezó y respiró.

De esta manera recibió Gregorio diariamente su comida; una vez por la mañana, cuando todavía dormían los padres y la criada, y otra después del almuerzo, mientras los padres sesteaban un rato y la criada salía a algún recado, a que la mandaba la hermana. Seguramente no querían tampoco ellos que Gregorio se muriese de hambre; pero tal vez no hubieran podido soportar el espectáculo de sus comidas, y era mejor que solo las conociesen por lo que les dijera la hermana. Tal vez también quería ésta ahorrarles una pena más, sobre lo que ya sufrían.

A Gregorio le fue completamente imposible averiguar con qué disculpas habían despedido aquella mañana al médico y al cerrajero. Como no se hacía comprender de nadie, nadie pensó, ni siquiera la hermana, que él pudiese comprender a los demás. No le quedó, pues, otro remedio que contentarse, cuando la hermana entraba en su cuarto, con oírla gemir e invocar a todos los santos. Más adelante, cuando ella se hubo acostumbrado un poco a este nuevo estado de cosas (no puede, naturalmente, suponerse que se acostumbrase por completo), pudo Gregorio advertir en ella alguna intención amable, o, por lo menos, algo que se podía considerar como tal.

- Hoy sí que le ha gustado - decía, cuando Gregorio había comido opíparamente; mientras que en el caso contrario, cada vez más frecuente, solía decir casi con tristeza:

- Vaya, hoy lo ha dejado todo.

Mas, aun cuando Gregorio no podía saber directamente ninguna noticia, prestó atención a lo que sucedía en las habitaciones contiguas, y tan pronto sentía voces, corría hacia la puerta que correspondía al Iado de donde provenían y se pegaba a ella cuan largo era. Particularmente en los primeros tiempos, todas las conversaciones se referían a él, aunque no claramente. Durante dos días, en todas las comidas hubo deliberaciones acerca de la conducta que cumplía observar en adelante. Mas también fuera de las comidas hablábase de lo mismo, pues como ninguno de los miembros de la familia quería permanecer solo en casa, y como tampoco querían dejar ésta abandonada, siempre había allí por lo menos dos personas. Ya el primer día, la criada - por cierto que todavía no se sabía exactamente hasta qué punto estaba enterada de lo ocurrido - habíale suplicado de rodillas a la madre que la despidiese en seguida, y al marcharse, un cuarto de hora después, agradeció con lágrimas en los ojos el gran favor que se le hacía, y, sin que nadie se lo pidiese, comprometióse, con los más solemnes juramentos, a no contar a nadie absolutamente nada.

La hermana tuvo que ponerse a guisar con la madre; lo que, en realidad, no le daba mucho trabajo, pues apenas si comían. Gregorio los oía continuamente animarse en vano unos a otros a comer, siendo un gracias, tengo bastante, u otra frase por el estilo, la respuesta invariable a estos requerimientos. Tampoco bebían casi nada. Con frecuencia preguntaba la hermana al padre si quería cerveza, brindándose a ir ella misma a buscarla. Callaba el padre, y entonces ella añadía que también podían mandar a la portera. Pero el padre respondía finalmente un no que no admitía réplica, y no se hablaba más del asunto.

Ya el primer día expuso el padre a la madre y a la hermana la verdadera situación económica de la familia y las perspectivas que ante ésta se abrían. De cuando en cuando levantábase de la mesa para buscar en su pequeña caja de caudales - salvada de la quiebra cinco años antes - algún documento o libro de notas. Se oía el ruido de la complicada cerradura al abrirse o volverse a cerrar, después de haber sacado el padre lo que buscaba. Estas explicaciones fueron, en cierto modo, la primera noticia agradable que le fue dado oír a Gregorio desde su encierro. Él siempre había creído que a su padre no le quedaba absolutamente nada del antiguo negocio. El padre, al menos, nada le había dicho que pudiese desvanecer esta idea. Verdad es que tampoco Gregorio le había preguntado nada sobre el particular. Por aquel entonces, Gregorio solo habia pensado en poner cuantos medios estuviesen a su alcance para hacer olvidar a los suyos, lo más rápidamente posible, la desgracia mercantil que los sumiera a todos en la más completa desesperación. Por eso había él comenzado a trabajar con tal ahínco, convirtiéndose en poco tiempo, de dependiente sin importancia, en todo un viajante de comercio, con harto mayores posibilidades de ganar dinero, y cuyos éxitos profesionales patentizábanse inmediatamente bajo la forma de comisiones contantes y sonantes, puestas sobre la mesa familiar ante el asombro y la alegría de todos. Fueron aquéllos, tiempos hermosos de veras. Pero no se habían repetido, al menos con igual esplendor, no obstante llegar más tarde Gregorio a ganar lo suficiente para llevar por sí solo el peso de toda la casa. La costumbre, tanto en la familia, que recibía agradecida el dinero de Gregorio, como en éste, que lo entregaba con gusto, hizo que aquella primera sorpresa y primera alegría no volviesen a producirse con el mismo calor. Únicamente la hermana permaneció siempre estrechamente unida a Gregorio, y como, contrariamente a éste, era muy aficionada a la música y tocaba el violín con mucha alma, Gregorio alimentaba la secreta esperanza de mandarla el año próximo al Conservatorio, sin reparar en los gastos que esto había forzosamente de acarrear, y de los cuales ya se resarciría por otro lado. Durante las breves estancias de Gregorio junto a los suyos, la palabra Conservatorio sonaba a menudo en las charlas con la hermana, pero siempre como añoranza de un lindo sueño, en cuya realización no se podía ni pensar. A los padres, estos ingenuos proyectos no les hacían ninguna gracia; pero Gregorio pensaba muy seriamente en ello, y tenía decidido anunciarlo solemnemente la noche de Navidad.

Todos estos pensamientos, completamente inútiles ya, agitábanse en su mente mientras él, pegado a la puerta, escuchaba lo que se decía al Iado. De cuando en cuando, la fatiga impedíale prestar atención, y dejaba caer con cansancio la cabeza contra la puerta. Mas al punto tornaba a erguirla, pues, incluso el levísimo ruido que este gesto suyo originaba, era oído en la habitación contigua, haciendo enmudecer a todos.

- Pero, ¿qué hará otra vez? - decía al poco el padre, mirando sin duda hacia la puerta.

Y, pasados unos momentos, reanudábase la interrumpida conversación.

De este modo supo, pues, Gregorio, con gran satisfacción - el padre repetía y recalcaba sus explicaciones, en parte porque hacía tiempo que él mismo no se había ocupado de aquellos asuntos, y en parte también porque la madre tardaba en entenderlos -que, a pesar de la desgracia, aún les quedaba del antiguo esplendor algún dinero; verdad es que muy escaso, pero que algo había ido aumentando desde entonces, gracias a los intereses intactos. Además, el dinero entregado todos los meses por Gregorio - él se reservaba únicamente una ínfima cantidad - no se gastaba por completo, y había ido a su vez formando un pequeño capital. A través de la puerta, Gregorio aprobaba con la cabeza, contento de esta inesperada previsión e insospechado ahorro. Cierto que con este dinero sobrante podía él haber pagado poco a poco la deuda que su padre tenía con el jefe, y haberse visto libre de ella mucho antes de lo que creyera; pero ahora resultaban sin duda mejor las cosas tal como su padre las había dispuesto.

Ahora bien, este dinero era de todo punto insuficiente para permitir a la familia vivir tranquila de sus rentas; todo lo más bastaría tal vez para uno o, a lo sumo, dos años. Para más tiempo ¡ni pensarlo! Por tanto, era este un capitalito al que en realidad no se debía tocar, y que convenía conservar para caso de necesidad. El dinero para ir viviendo, no había más remedio que ganarlo. Pero ocurría que el padre, aunque estaba bien de salud, era ya viejo y llevaba cinco años sin trabajar; por lo tanto, poco podía esperarse de él: en estos cinco años que habían constituido los primeros ocios de su laboriosa, pero fracasada existencia, había ido asimilando mucha grasa, y se había puesto excesivamente pesado. ¿Incumbiríale acaso trabajar a la madre, que padecía de asma, que se fatigaba con solo andar un poco por casa, y que un día sí y otro también tenía que tenderse en el sofá, con la ventana abierta de par en par, porque le faltaba la respiración? ¿Corresponderíale a la hermana, todavía una niña, con sus diecisiete años, y cuya envidiable existencia había consistido, hasta entonces, en emperifollarse, dormir todo lo que le pedía el cuerpo, ayudar en los quehaceres domésticos, participar en alguna que otra modesta diversión, y, sobre todo, tocar el violín?

Cada vez que la conversación venía a parar a esta necesidad de ganar dinero, Gregorio abandonaba la puerta y, encendido de pena y de vergüenza, arrojábase sobre el fresco sofá de cuero. A menudo pasábase allí toda la noche, sin pegar ojo, arañando el cuero hora tras hora. A veces también tomábase el trabajo excesivo de empujar una butaca hasta la ventana, y, trepando por el alféizar, permanecía de pie en la butaca y apoyado en la ventana, sumido, sin duda, en sus recuerdos, pues antaño interesábale siempre mirar por la ventana aquella.

Paulatinamente, las cosas más cercanas dibujábansele con menos claridad. El hospital de enfrente, cuya vista había maldecido con frecuencia, ya no lo divisaba; y, de no haber sabido, sin que ello pudiese dejar lugar a dudas, que vivía en una calle tranquila, aunque completamente urbanizada, hubiera podido creer que su ventana daba a un desierto, en el cual fundíanse indistintamente el cielo y la tierra por igual grises.

Tan solo dos veces pudo advertir la hermana, siempre vigilante, que la butaca se encontraba junto a la ventana. Y ya, al arreglar la habitación, aproximaba ella misma la butaca. Más aún: dejaba abiertos los primeros dobles cristales.

De haber siquiera podido Gregorio conversar con su hermana; de haberle podido dar las gracias por cuanto por él hacía, le hubieran sido más leves estos trabajos que ocasionaba, y que de este modo tanto le hacían sufrir. Sin duda, la hermana hacía cuanto podía para borrar lo doloroso de la situación, y, a medida que transcurría el tiempo, iba consiguiéndolo mejor, como es natural. Pero también Gregorio, a medida que pasaban los días, veíalo todo con mayor claridad.

Ahora, la entrada de la hermana era para él algo terrible. Apenas dentro de la habitación, y sin cuidarse siquiera de cerrar previamente las puertas, como antes, para ocultar a todos la vista del cuarto, corría derecha a la ventana, y la abría violentamente, cual si se hallase a punto de asfixiarse; y hasta cuando el frío era intenso, permanecía allí un rato, respirando con fuerza. Tales carreras y estrépitos asustaban a Gregorio dos veces al día. Y Gregorio, aunque seguro de que ella le hubiera evitado con gusto estas molestias, de haberle sido posible permanecer con las ventanas cerradas en la habitación, quedaba temblando debajo del sofá todo el tiempo que duraba la visita.

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