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II

- Bueno - se dijo con un suspiro de alivio -; pues no ha sido preciso que venga el cerrajero, y dio con la cabeza en el pestillo para acabar de abrir.

Este modo de abrir la puerta fue causa de que, aunque franca ya la entrada, todavía no se le viese. Hubo primero que girar lentamente contra una de las hojas de la puerta, con gran cuidado para no caerse bruscamente de espaldas en el umbral. Y aún estaba ocupado en llevar a cabo tan difícil movimiento, sin tiempo para pensar en otra cosa, cuando sintió un ¡oh! del principal, que sonó como suena el mugido del viento, y vio a este señor, el más inmediato a la puerta, taparse la boca con la mano y retroceder lentamente, como impulsado mecánicamente por una fuerza invisible.

La madre - que, a pesar de la presencia del principal, estaba allí despeinada, con el pelo enredado en lo alto del cráneo - miró primero a Gregorio, juntando las manos, avanzó luego dos pasos hacia él, y se desplomó por fin, en medio de sus faldas esparcidas en torno suyo, con el rostro oculto en las profundidades del pecho. El padre amenazó con el puño, con expresión hostil, cual si quisiera empujar a Gregorio hacia el interior de la habitación; volvióse luego, saliendo con paso inseguro al recibimiento, y, cubriéndose los ojos con las manos, rompió a llorar de tal modo, que el llanto sacudía su robusto pecho.

Gregorio, pues, no llegó a penetrar en la habitación; desde el interior de la suya permaneció apoyado en la hoja cerrada de la puerta, de modo que solo presentaba la mitad superior del cuerpo, con la cabeza inclinada de medio lado, espiando a los circunstantes. En esto, había ido clareando, y en la acera opuesta se recortaba nítido un trozo del edificio negruzco de enfrente. Era un hospital, cuya monótona fachada rompían simétricas ventanas. La lluvia no había cesado, pero caía ya en goterones aislados, que se veían llegar distintamente al suelo. Sobre la mesa estaban los utensilios del servicio de desayuno, pues, para el padre, era ésta la comida principal del día, que gustaba de prolongarse con la lectura de varios periódicos. En el lienzo de pared que daba justo frente a Gregorio, colgaba un retrato de éste, hecho durante su servicio militar, y que le representaba con uniforme de teniente, la mano puesta en la espalda, sonriendo despreocupadamente, con un aire que parecía exigir respeto para su indumento y su actitud. Esa habitación daba al recibimiento; por la puerta abierta veíase la del piso, también abierta, el rellano de la escalera y el arranque de esta última, que conducía a los pisos inferiores.

- Bueno - dijo Gregorio muy convencido de ser el único que había conservado su serenidad -. Bueno, me visto al momento; recojo el muestrario y salgo de viaje. ¿Me permitiréis que salga de viaje, verdad ? Ea, señor principal, ya ve usted que no soy testarudo y que trabajo con gusto. El viajar es cansado; pero yo no sabría vivir sin viajar. ¿A dónde va usted, señor principal? ¿Al almacén ? ¿Sí? ¿Lo contará todo tal como ha sucedido? Puede uno tener un momento de incapacidad para el trabajo; pero entonces es precisamente cuando deben acordarse los jefes de lo útil que uno ha sido y pensar que, una vez pasado el impedimento, volverá a ser tanto más activo y trabajará con mayor celo. Yo, como usted sabe muy bien, le estoy muy obligado al jefe. Por otra parte, también tengo que atender a mis padres y a mi hermana, Cierto Que hoy me encuentro en un grave aprieto. Pero trabajando sabré salir de él. Usted no me haga la cosa más difícil de lo que ya es. Póngase de mi parte. Ya sé yo que al viajante no se le quiere. Todos creen que gana el dinero a espuertas, y además que se da la gran vida. Cierto es que no hay ninguna razón especial para que este prejuicio desaparezca. Pero usted, señor principal, usted está más enterado de lo que son las cosas que el resto del personal, incluso, y dicho sea en confianza, que el propio jefe, el cual, en su cualidad de amo, se equivoca con frecuencia respecto de un empleado. Usted sabe muy bien que el viajante, como está fuera del almacén la mayor parte del año, es fácil pasto de habladurías y víctima propicia de coincidencias y quejas infundadas, contra las cuales no le es cómodo defenderse, ya que la mayoría de las veces no llegan a su conocimiento, y que únicamente al regresar reventado de un viaje es cuando empieza a notar directamente las funestas consecuencias de una causa invisible. Señor principal, no se vaya sin decirme algo que me pruebe que me da usted la razón, por lo menos en parte.

Pero, desde las primeras palabras de Gregorio, el principal había dado media vuelta, y contemplaba a aquél por encima del hombro, convulsivamente agitado con una mueca de asco en los labios. Mientras Gregorio hablaba, no permaneció un momento tranquilo. Retiróse hacia la puerta sin quitarle ojo de encima, pero muy lentamente, como si una fuerza misteriosa le impidiese abandonar aquella habitación. Llegó, por fin, al recibimiento, y, ante la prontitud con que alzó por última vez el pie del suelo, dijérase que había pisado lumbre. Alargó el brazo derecho en dirección de la escalera, como si esperase encontrar allí milagrosamente la libertad.

Gregorio comprendió que no debía de ningún modo dejar marchar al principal en ese estado de ánimo, pues si no su puesto en el almacén estaba seriamente amenazado. No lo comprendían los padres tan bien como él, porque, en el transcurso de los años, habían llegado a hacerse la ilusión de que la posición de Gregorio en aquella casa solo con su vida podía acabar; además, con la inquietud del momento, y sus consiguientes quehaceres, habíanse olvidado de toda prudencia. Pero no así Gregorio, que se percataba de que era indispensable retener al principal, apaciguarle, convencerle, conquistarle. De ello dependía el porvenir de Gregorio y de los suyos. ¡Si siquiera estuviese ahí la hermana! Era muy lista; había llorado cuando aún yacía Gregorio tranquilamente sobre la espalda. De seguro que el principal, galante con el bello sexo, se hubiera dejado llevar por ella a donde ella hubiera querido. Habría cerrado la puerta del piso y le habría quitado el susto en el mismo recibimiento. Pero no estaba la hermana, y Gregorio tenía que arreglárselas él solo. Y, sin pensar que todavía no conocía sus nuevas facultades de movimiento, ni tampoco que lo más posible, y hasta lo más seguro, era que no habría logrado darse a comprender con su discurso, abandonó la hoja de la puerta en que se apoyaba, deslizóse por el hueco formado en la abertura de la otra, con intención de avanzar hacia el principal, que seguía cómicamente agarrado a la barandilla del rellano. Mas inmediatamente cayó en tierra, intentando, con inútiles esfuerzos sostenerse sobre sus innumerables y diminutas patas, y exhalando un ligero quejido. Al punto sintióse, por primera vez en aquel día, invadido por un verdadero bienestar: las patitas, apoyadas en el suelo, obedecíanle perfectamente. Lo notó con la natural alegría, y vio que se esforzaban en llevarle allí donde él deseaba ir, dándole la sensación de haber llegado al cabo de sus sufrimientos. Mas, en el preciso momento en que Gregorio, a causa del movimiento contenido, se balanceaba a ras de tierra, no lejos y enfrente de su madre, ésta, no obstante hallarse tan sumida en sí, dio de pronto un brinco y se puso a gritar, extendiendo los brazos y separando los dedos: ¡Socorro! ¡Por amor de Dios! ¡Socorro! Inclinaba la cabeza como para ver mejor a Gregorio; pero de pronto, como para desmentir este supuesto, desplomóse hacia atrás, cayendo inerte sobre la mesa, y no habiendo recordado que estaba aún puesta, quedó sentada en ella, sin darse cuenta de que a su lado el café chorreaba de la cafetera volcada, derramándose por la alfombra.

- ¡Madre! ¡Madre! - murmuró Gregorio, mirándola de abajo arriba. Un momento esfumóse de su memoria el principal; y no pudo por menos, ante el café vertido, de abrir y cerrar repetidas veces las mandíbulas en el vacío. Nuevo alarido de la madre, que, huyendo de la mesa, se arrojó en brazos del padre, que corría a su encuentro. Pero ya no podía Gregorio dedicar su atención a sus padres; el principal estaba en la escalera y, con la barbilla apoyada sobre la baranda, dirigía una última mirada a aquel cuadro. Gregorio tomó impulso para darle alcance, pero él algo debió figurarse, pues, de un salto, bajó varios escalones y desapareció, no sin antes lanzar unos gritos que resonaron por toda la escalera. Para colmo de desdicha, esta fuga del principal pareció trastornar también por completo al padre, que hasta entonces se había mantenido relativamente sereno; pues, en lugar de precipitarse tras el fugitivo, o por lo menos permitir que así lo hiciese Gregorio, empuñó con la diestra el bastón del principal - que éste no se había cuidado de recoger, como tampoco su sombrero y su gabán, olvidados en una silla - y, armándose con la otra mano de un gran periódico, que estaba sobre la mesa, preparóse, dando fuertes patadas en el suelo, esgrimiendo papel y bastón, a hacer retroceder a Gregorio hasta el interior de su cuarto. De nada le sirvieron a este último sus súplicas, que no fueron entendidas; y, por mucho que volvió sumiso la cabeza hacia su padre, solo consiguió hacerle redoblar su enérgico pataleo. La madre, por su parte, a pesar del tiempo desapacible, había bajado el cristal de una de las ventanas y, violentamente inclinada hacia afuera, cubríase el rostro con las manos. Entre el aire de la calle y el de la escalera establecióse una corriente fortísima; las cortinas de la ventana se ahuecaron; sobre la mesa los periódicos agitáronse, y algunas hojas sueltas volaron por el suelo. El padre, inexorable, apremiaba la retirada con silbidos salvajes. Pero Gregorio carecía aún de práctica en la marcha hacia atrás, y la cosa iba muy despacio. ¡Si siquiera hubiera podido volverse! En un dos por tres se hubiese encontrado en su cuarto. Pero temía, con su lentitud en dar la vuelta, impacientar al padre, cuyo bastón erguido amenazaba deslomarle o abrirle la cabeza. Finalmente, sin embargo, no tuvo más remedio que volverse, pues advirtió con rabia que, caminando hacia atrás, le era imposible conservar su dirección. Así es que, sin dejar de mirar angustiosamente hacia su padre, inició una vuelta lo más rápidamente que pudo, es decir, con extraordinaria lentitud. El padre debió de percatarse de su buena voluntad, pues dejó de acosarle, dirigiendo incluso de lejos con la punta del bastón el movimiento giratorio. ¡Si al menos hubiese cesado ese irresistible silbido! Esto era lo que a Gregorio le hacía perder por completo la cabeza. Cuando ya iba a terminar la vuelta, aquel silbido le equivocó, haciéndole retroceder otro poco. Por fin logró verse frente a la puerta. Pero entonces comprendió que su cuerpo era demasiado ancho para poder franquearla sin más ni más. Al padre, en aquella su actual disposición de ánimo, no se le ocurrió naturalmente abrir la otra hoja para dejar espacio suficiente. Solo una idea le embargaba: la de que Gregorio había de meterse cuanto antes en su habitación. Tampoco hubiera él permitido nunca los enojosos preparativos que Gregorio necesitaba para incorporarse y, de este modo, pasar por la puerta. Como si no existiese para esto ningún impedimento, empujaba, pues, a Gregorio con estrépito creciente. Gregorio sentía tras de sí una voz que parecía imposible fuese la de un padre. ¡Cualquiera se andaba con bromas! Gregorio - pasase lo que pasase - se apretujó en el marco de la puerta. Se irguió de medio lado; ahora yacía atravesado en el umbral, con su costado completamente deshecho. En la nitidez de la puerta, imprimiéronse unas manchas repulsivas. Gregorio quedó allí atascado, imposibilitado en absoluto de hacer por sí solo el menor movimiento. Las patitas de uno de los lados colgaban en el aire, y las del otro eran dolorosamente prensadas contra el suelo ... En esto, el padre diole por detrás un golpe enérgico y salvador, que lo precipitó dentro del cuarto, sangrando en abundancia. Luego, la puerta fue cerrada con el bastón, y todo volvió por fin a la tranquilidad.

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