Índice de La engañada de Thomas MannSegunda parteCuarta parteBiblioteca Virtual Antorcha

III


- También eso -exclamó la coja muchacha con un esfuerzo-, también eso que dices, querida mamá, forma parte de un vocabulario que te era ajeno, y, como tal, en tus labios tiene algo de destructivo. Esta desdichada pasión te está matando; lo veo, lo oigo en tus palabras. Es preciso que terminemos con esto; es preciso que le pongamos un fin, para salvarte a toda costa. Mamá, uno olvida cuando ya no ve al objeto de su pasión. Todo lo que necesitamos es una decisión, una decisión salvadora. Ese joven no debe venir ya a visitarnos. Tenemos que despedirlo. Pero eso no basta. Tú lo ves en las reuniones sociales; tendremos pues que persuadirlo a que abandone la ciudad. Confío en que yo misma conseguiré convencerlo. Hablaré con él amistosamente, le diré que está perdiendo inútilmente el tiempo y sus condiciones aquí, que ya conoce desde hace tiempo todo lo que es digno de conocerse en Düsseldorf y que no debería permanecer siempre aquí, que Düsseldorf no es Alemania, de la cual sería preciso que conociera otras cosas: allí están Munich, Hamburgo, Berlín, abiertas a su curiosidad; que debería vivir por un tiempo en uno y otro lugar, hasta que, como es su deber natural, regrese a su patria y se dedique ordenadamente a ejercer una actividad seria, en lugar de seguir haciendo en Europa el papel de profesor inválido de inglés. Pero si él se niega a partir y persiste en aferrarse a Düsseldorf, donde claro está tiene relaciones, entonces, mamá, nos marcharemos nosotros. Cerraremos nuestra casa y nos instalaremos en Colonia o Francfort o en algún bonito lugarejo del Taunus, y aquí dejarás todo lo que te atormenta y te destruye, y lo olvidarás al no ver ya al objeto de tu amor. Es menester que no lo veas más; ese remedio no falla, porque que no se pueda olvidar es imposible. Tú dirás que poder olvidar es una vergüenza, pero ello no importa; lo que importa es que te abandones a mi proyecto. Y allá en el Taunus gozarás de tu querida naturaleza y volverás a ser nuestra vieja y querida mamá.

Así habló Anna, con mucha vehemencia, pero ¡con cuán poco éxito!

- Detente Anna, basta. No puedo seguir oyendo lo que dices. Lloras conmigo y por cierto que con cariñoso interés, pero lo que dices, tus proyectos, son imposibles y me espantan. ¿Alejarlo a él? ¿Marcharnos nosotros? ¡A qué despropósitos te lleva tu tierna solicitud! Hablas de la querida naturaleza y sin embargo, con tus proyectos, no haces sino abofeteada en el rostro. Y quieres que yo también la abofetee cuando me propones que ahogue en mi corazón la primavera de dolor con que la naturaleza ha bendecido tan milagrosamente mi alma. ¡Qué pecado sería ese! ¡Qué ingratitud implicaría! ¡Qué infidelidad contra ella y qué negación de mi fe en su benévola omnipotencia! ¿No sabes cuál fue el pecado de Sara? Se rió de sí misma, detrás de la puerta y dijo: ¿Y ahora que soy vieja y que también mi señor es viejo, he de gozar del placer? Pero Dios, el Señor, dijo, enojado: ¿Por qué te reíste, Sara? A mi juicio, Sara no se rió tanto de sí misma y de su propia edad como de la circunstancia de que también Abrahán, su señor, era muy viejo y de muchos días, pues ya tenía noventa y nueve años. Y verdaderamente, ¿qué mujer no se reiría del pensamiento de experimentar goce con un anciano de noventa y nueve años, por más que la vida sexual del hombre esté menos estrictamente limitada que la de las mujeres? Pero mi señor es joven, de sangre joven, Y ¡cuánto más fácilmente y tentador se me ocurre el pensamiento de ...! ¡Ay, Anna, mi hija fiel, siento el placer, siento en la sangre el atroz y vergonzoso placer de mis deseos; y no puedo abandonarlo, no puedo huir al Taunus. Y si por otra parte consigues persuadir a Ken para que se aleje de mí, creo que te odiaré hasta la muerte.

Profunda era la pena con que Anna escuchaba estas palabras incontenibles y frenéticas.

- Querida mamá -dijo con voz ahogada-, estás muy excitada. Lo que ahora necesitas es calma y sueño. Toma veinte o veinticinco gotas de valeriana disueltas en agua. Este inofensivo remedio es, con frecuencia, muy útil. Quiero que tengas la seguridad, por lo demás, de que no emprenderé por mi cuenta nada que pueda contrariar tus sentimientos. Ojalá esta seguridad que te doy sirva para tranquilizarte, que por el momento es todo lo que me importa. Si hablé con alguna ligereza de Keaton, a quien respeto como objeto de tu inclinación, pero a quien no puedo menos que maldecir como causa de tus sufrimientos, has de comprender que sólo lo hice con el propósito de serenarte. Me siento infinitamente agradecida por la confianza que me has demostrado y espero, es más, lo creo firmemente, que con esta conversación. Tal vez esta charla íntima fuera el requisito previo de tu curación, es decir, de tu tranquilidad. Ese corazón amado, alegre, que nos es tan querido a todos, volverá a recuperarse. Ahora ama sufriendo. ¿No crees que, digamos, con el tiempo, podría aprender a amar sin dolor y según la razón? Mira, el amor -Anna dijo estas palabras mientras conducía solícitamente a la madre a su dormitorio, para verter ella misma las gotas de valeriana en el vaso-, ¡cuántas cosas es el amor! ¡Qué variedad de sentimientos incluye esta palabra, y cuán extrañamente es siempre el mismo! Por ejemplo, el amor de una madre por su hijo (bien sé que Eduard no está especialmente cerca de tu corazón), pues, el amor de una madre por su hijo, por íntimo que sea, por apasionado y tierno, se distingue claramente del amor que esa misma madre siente por una hija que es de su propio sexo; y sin embargo, ese amor en ningun momento trasciende los límites del amor maternal. ¿Qué ocurriría si, valiéndote de la ventaja que te proporciona el hecho de que Ken podría ser tu hijo, hicieras que tu ternura por él fuera maternal, para salvarte en ese amor de madre?

Rosalie sonrió en medio de sus lágrimas.

- Para que así reine una conveniente armonía entre el cuerpo y el alma, ¿no? -se burló tristemente-. ¡Hija querida cuánto he exigido de tu inteligencia y que mal uso he hecho de ella! Ha sido un error mío, pues hice que te afanaras en vano. Eso que me dices del amor maternal se parece a lo que me propusiste del Taunus. ¿Es que no hablo con toda claridad? Pero tienes razón, estoy mortalmente cansada. Gracias, querida, por tu paciencia, por tu interés. Te agradezco también el respeto que sientes por Ken, a quien llamas el objeto de mi inclinación. Pero no lo odies al mismo tiempo, como yo tendría que odiarte si lo alejaras de aquí. El es el medio de que se vale la naturaleza para operar en mi alma su milagro.

Anna salió del dormitorio. Transcurrió una semana en la cual Ken Keaton comió dos noches en la casa de los Tümmler. La primera vez asistió también una anciana pareja matrimonial de Duisburg, parientes de Rosalie; la señora era su prima. Anna, que sabía que cierto tipo de relaciones y tensiones emocionales exhala casi inevitablemente un fluido que no puede dejar de llamar la atención a los extraños, observaba con inquietud a los huéspedes. Por un par de veces vio que la prima se sorprendía de las miradas que se cambiaban Keaton y la dueña de casa, y una vez hasta percibió una sonrisa, por debajo del bigote del hombre. Aquella noche también advirtió un cambio en la conducta de Ken con respecto a Rosalie, un cambio estrambótico en sus reacciones; observó que Ken, cuando Rosalie conseguía, con gran esfuerzo, dar la impresión de que no reparaba especialmente en él, la obligaba a prestarle atención. En la segunda comida no estaba presente ningún extraño. La señora van Tümmler se permitió en esta ocasión cierta actitud de excesiva familiaridad, inspirada por la reciente conversación que había mantenido con su hija; hizo burla de ciertos consejos de Anna y, al propio tiempo, sacó provecho de la parodia. Vino a saberse que la noche anterior Ken había estado de francachela con unos jóvenes amigos, un estudiante de la Academia de Pintura y dos hijos de industriales, que se había pasado la noche hasta la madrugada en las cervecerías, y que, según era de esperar, había llegado a la casa de los Tümmler con un hang-over de primer orden, como dijo Eduard, que era quien estaba refiriendo la historia. Al terminar la velada y cuando todos se despedían, Rosalie miró a su hija con expresión al propio tiempo excitada y astuta, es más, aun mantuvo los ojos fijos en ella, mientras; cogiendo entre sus dedos una oreja del joven, le dijo:

- Y tú, hijito, recibe una seria reprimenda de mamá Rosalie. Y te diré que su casa sólo está abierta a gente de costumbres irreprochables; pero no, a pájaros nocturnos e inválidos bebedores de cerveza que apenas son capaces de hablar alemán y de ver lo que tienen ante los ojos. ¿Has oído, tunante? Corrígete. Si las malas compañías te tientan, no las sigas. Tienes que cuidar tu salud. ¿Te corregirás? ¿Querrás corregirte?

Y mientras decía esto no dejaba de pellizcar la oreja del joven, y Ken respondía a los suaves tirones de modo exagerado, cual si el castigo fuera tan extraordinario como doloroso, retorciéndose bajo la mano de Rosalie y haciendo muecas de lamentación que descubrían los bonitos y blancos dientes. Su rostro estaba muy cerca del de Rosalie y en esa proximidad ésta continuó diciendo:

- Porque si vuelves a hacer eso y no te corriges, pilluelo, te echaré de la ciudad. ¿Sabes adónde? Te enviaré a un tranquilo lugar del Taunus, donde la naturaleza, eso sí, es hermosa, pero donde no hay tentaciones y donde podrás enseñar inglés a los hijos de los campesinos. Pero, por esta vez, vete a dormir tu borrachera, pillo.

Y entonces, soltándole la oreja, retiró su rostro, que tan cerca estaba del rostro del joven, volvió a echar a Anna una mirada de expresión levemente taimada, y se marchó.

Ocho días después tuvo lugar un hecho extraordinario, que sorprendió, conmovió y dejó perpleja en alto grado a Anna von Tümmler; porque si bien el hecho la alegraba a causa de su madre, no sabía si considerado como una dicha o una desgracia. A las diez de la mañana la mucama le manifestó que la señora tenía deseos de verla. Como la pequeña familia se desayunaba separadamente -primero Eduard, luego Anna y por último Rosalie-, Anna no había visto aún aquel día a su madre. Rosalie estaba tendida en la chaise-longue de su dormitorio, cubierta con un chal de Cachemira, pálida pero con la nariz violentamente enrojecida. Saludó con una inclinación de cabeza y una sonrisa un tanto artificialmente lánguida a la hija que entraba, pero no dijo palabra, sino que dejó que Anna iniciara la conversación.

- ¿De qué se trata, mamá? Espero que no estés enferma.

- ¡Oh no, hija mía, tranquilízate! Esto no es ninguna enfermedad. Sentí grandes tentaciones de ir yo misma a saludarte, en lugar de mandarte buscar. Pero la verdad es que tengo que cuidarme algo y que lo más indicado en este caso, como suele ocurrirle a las mujeres, es el reposo.

- Mamá, ¿cómo debo entender tus palabras?

Entonces Rosalie se incorporó, echó los brazos alrededor del cuello de su hija, con lo que obligó a ésta a sentarse en el borde de la chaise-longue y, manteniendo su mejilla junto a la de Anna, le susurró al oído rápida, dichosamente, en un respiro:

- ¡Triunfo, Anna, triunfo! ¡Me ha vuelto, me ha vuelto después de tan larga interrupción! ¡Y con toda naturalidad, exactamente como ocurre en una mujer plena, llena de vida! ¡Hija querida, qué milagro! ¡Que milagro ha hecho en mí, bendiciendo mi fe, la grandiosa y buena naturaleza! Porque yo creí, Anna, y no me reí, la buena naturaleza me recompensa ahora y se desdice de lo que había parecido disponer para mi cuerpo; con esto demuestra que se trataba de un error y viene a establecer la armonía entre alma y cuerpo, pero no del modo que tú deseabas que se realizara. Aquí no es el alma que, obediente, deja que el cuerpo obre sobre ella y la transfiera al digno estado de matrona, sino que ha ocurrido precisamente lo contrario, lo inverso, hija querida. Aquí el alma se manifiesta ama del cuerpo. Felicítame, querida, porque me siento muy dichosa. Vuelvo a ser mujer, vuelvo a ser una mujer en su plenitud, una mujer apta, que puede sentirse digna de la viril juventud que me ha hechizado, y que ya no tiene por qué bajar los ojos ante ella, con una sensación de impotencia. La vara de la vida, con que la naturaleza me ha azotado, no alcanzó sólo a mi alma sino también a mi cuerpo, y me ha convertido otra vez en una fuente que fluye. Bésame, hija fiel, llámame dichosa, pues lo soy y mucho, y alaba, junto conmigo, la fuerza maravillosa de la grande y buena naturaleza.

Se dejó caer, cerró los ojos y sonrió complacida, con la nariz violentamente roja.

- Querida mamá -exclamó Anna con tono de alegría compartida, aunque con el corazón contraído de pena-, verdaderamente es un gran acontecimiento, un acontecimiento conmovedor, que atestigua de la riqueza de tu naturaleza, ya evidente en la frescura de tus sentimientos, y que ahora confiere a éstos tan gran poder sobre la vida de tu cuerpo. Ya ves que comparto enteramente tu opinión de que lo que ha tenido lugar en tu organismo es el producto de lo psíquico, de la fuerza de tus sentimientos juveniles. Cualesquiera sean los pensamientos que haya manifestado antes acerca de estas cosas, no tienes que considerarme tan filistea que niegue a lo psíquico todo poder sobre lo corporal y que asigne sólo a esto último un valor decisivo en la relación que existe entre ambas esferas. Por lo que sé de la naturaleza y de su unidad, ambas cosas dependen recíprocamente entre sí. Con todo, por más que el alma esté sometida a las condiciones del cuerpo, lo que el alma a su vez puede obrar sobre el cuerpo raya a veces en lo milagroso, y tu caso es uno de los más magníficos ejemplos de ello. Sin embargo, permíteme decirte que ese bello, ese feliz acontecimiento, del cual estás tan orgullosa (y con todo derecho; por cierto que tienes derecho a sentirte orgullosa), sobre mí, empero, tal como estoy constituida, no produce la misma impresión que en ti. A mi juicio, magnífica mamá, esta circunstancia no cambia mucho las cosas, ni siquiera aumenta en mucho la admiración que siento por tu naturaleza ... o digamos, por la naturaleza en general. Como muchacha coja y avejentada que soy, tengo mis buenas razones para no conceder demasiada importancia a lo corporal. La frescura de tus sentimientos, que están en contradicción con la edad de tu cuerpo, me parece suficientemente espléndida, me parece suficiente triunfo ... casi se me antoja una victoria del alma más pura que lo que te ocurre ahora, que esa transformación de la juventud imperecedera de tu ánimo en un hecho orgánico.

- Es mejor que no sigas hablando, hija mía. A la postre me presentas, de un modo u otro, lo que llamas mi frescura de sentimientos, de la que afirmas que te alegras, como una pura locura, con la que me pongo en ridículo; y luego me has aconsejado que me retire a representar un papel maternal, propio de mi edad, que convierta mis sentimientos en maternales. Y bien, ¿no te parece, Annchen, que eso sería también algo prematuro? La naturaleza se ha declarado en contra de esa opinión. Reparó en mis sentimientos e indicó con señas inequívocas que esos sentimientos no debían avergonzarse ni frente a ella ni frente a la ardiente virilidad del joven que los despertó. Y ¿verdaderamente piensas que esta circunstancia no cambia mucho las cosas?

- Por supuesto, magnífica mamá, que al expresarme como lo hice no pretendí desoír o dejar de respertar la voz de la naturaleza y, sobre todo, ni por lo más remoto pretendí enturbiar la alegría que encuentras en sus dictados. No has de creer tal cosa. Cuando afirmo que el acontecimiento no cambia mucho las cosas, me refiero a la realidad exterior, al aspecto prático, por decirlo así. Cuando te aconsejé, cuando te deseé, con tanta vehemencia, que te vencieras a ti misma, lo hice pensado que no te sería difícil limitar tus sentimientos por el joven (perdona que hable de él con tanta frialdad, digamos pues por nuestro amigo Keaton), a lo puramente maternal, y mi esperanza a este respecto se fundaba en el hecho de que él bien podría ser tu hijo. Como convendrás conmigo, este hecho en nada ha cambiado, y no puede sino determinar la relación entre tú y Keaton, por ambos lados; por el tuyo y también por el suyo.

- ¡Y también por el suyo! Hablas de los dos lados, pero te refieres sólo al suyo. ¿No crees acaso que también él pueda amarme de modo distinto del de un hijo?

- No quiero decir eso, querida, buenísima mamá.

- ¡Y cómo podrías decirlo, Anna, mi fiel hija! Piensa que no tienes el derecho de hacerlo, ni tampoco la autoridad necesaria para juzgar cosas del amor. A este respecto tienes una mirada menos penetrante que en otras esferas, porque hubiste de resignarte muy temprano, corazón mío, y apartar tus ojos de tales cosas. El intelecto te ofreció un sustituto de la naturaleza; eso está muy bien; es muy bello. Pero, ¿cómo podrías juzgarme y condenarme a permanecer sin ninguna esperanza? No tienes facultades de observación y no ves lo que yo veo. No percibes los signos que me indican que los sentimientos de Ken están dispuestos a responder a los míos. ¿Pretenderás sostener que en tales momentos él sólo está jugando? ¿Preferirías considerarlo más bien insolente y cruel que acordarme la esperanza de que sus sentimientos puedan corresponder a los míos? ¿Qué habría de extraordinario en ello? Por grande que sea la distancia a que te encuentras de las cosas del amor, no puedes, sin embargo ignorar que un hombre joven prefiere muy a menudo a una mujer madura y no a una muchacha inexperta, una simple bobalicona. Desde luego que en sus sentimientos puede haber algo de nostalgia por su madre, así como, por otra parte, desempeñan cierto papel los sentimientos maternales en la pasión de una mujer madura por un hombre joven; pero ¿por qué te digo esto a ti? Me parece que no hace mucho te expresaste tú misma de modo análogo.

- ¿Verdaderamente? En todo caso, tienes razón, mamá. Estoy, en general, perfectamente de acuerdo con todo lo que dices.

- Entonces no debes condenarme a que permanezca sin esperanzas, sobre todo hoy, cuando la naturaleza ha reconocido mis sentimientos. No, no debes hacerlo a pesar de mis cabellos grises, a los que, según me parece, estás dirigiendo tus ojos. Sí, desgraciadamente son grises. Fue un error no haber comenzado desde mucho tiempo atrás a teñirme el pelo. Ahora no puedo hacerlo súbitamente, aunque la naturaleza, hasta cierto punto, me autoriza a ello. Pero algo puedo hacer con mi rostro; no sólo masajes, sino que puedo embellecerlo con afeites. ¿Acaso les chocará a mis hijos tal cosa?

- No, mamá. Eduard ni siquiera lo notará, si lo haces discretamente. En cuanto a mí ... pues me parece que lo artificial no se ajustará muy bien con tu profundo sentimiento de la naturaleza, aunque, por lo demás, no comete uno ciertamente un pecado contra la naturaleza cuando prentende ayudarla con los medios usuales.

- ¿No es verdad? Y sobre todo teniendo en cuenta que se trata de impedir que en los sentimientos de Ken lo maternal tenga un papel demasiado importante, un papel predominante. Te confieso que esto sería contrario a mis esperanzas. Sí, querida y fiel hija, este corazón (ya sé que no te gusta hablar ni oír hablar del corazón) está colmado de orgullo y alegría y con el pensamiento de cuán diferentemente podré ahora salir al encuentro de su juventud, llena de confianza en mí misma. Sí, el corazón de tu madre está colmado de esperanza, dicha y vida.

- ¡Cuán hermoso me parece todo, querida mamá! ¡Y qué encantador de tu parte el que me hayas hecho compartir tu gran felicidad! La comparto, la comparto de todo corazón. No tienes que dudar de ello, aun cuando te diga que a mi alegría se mezcla una preocupación (siempre soy así, ¿no es verdad?), cierto escrúpulo, escrúpulo práctico, para repetir la palabra que ya usé antes a falta de otra mejor. Hablas de tus esperanzas y, de todo lo que puede justificar el que las abrigues, encuentro que lo principal es sencillamente tu amable persona; pero no llegas a definir con mayor precisión qué entiendes por esas esperanzas, no me dices cuál es su objeto concreto, qué expresión esperan asumir en la realidad de la vida. ¿Tienes la intención de volver a casarte? ¿Hacer de Ken Keaton nuestro padrastro? ¿Presentarte con él ante el altar? Podrá ser un rasgo de cobardía de mi parte, pero como la diferencia de vuestras edades equivale a la que existe entre una madre y su hijo, no te oculto que temo algo la reacción de asombro que pueda producir paso semejante.

La señora von Tümmler se quedó mirando fijamente a su hija.

- No -respondió-, no se me había ocurrido ese pensamiento y para tranquilizarte puedo asegurarte que no lo abrigo. No, Anna, loquita, no me propongo daros un padrastro de veinticuatro años. ¡Qué extraño me parece oírte hablar, con tanta devoción y respeto, del altar!

Anna permanecía callada, con la mirada baja y perdida en el vacío.

- ¡Mis esperanzas! -exclamó Rosalie-. ¿Quién pretende acaso determinarlas, como tú lo deseas? La esperanza es la esperanza. ¿Cómo puedes pretender, como lo estableces, medida según los fines prácticos? Lo que la naturaleza ha obrado en mí es tan bello que no puedo esperar sino algo bello, pero no me es posible decirte cómo imagino que esas esperanzas se realizarán y adónde me conducirán. Eso es la esperanza. Sencillamente no se me ocurre pensar en el altar .

Los labios de Anna estaban ligeramente apretados. Entre ellos dijo en voz baja, como involuntariamente y a pesar de sí misma:

- Sin embargo, sería un pensamiento relativamente razonable.

La señora von Tümmler contempló llena de turbación a la muchacha coja, que no la miraba, y procuró descifrar su expresión.

- Anna -exclamó con voz ahogada-, ¿Qué estás pensado y qué significa tu actitud? Permíteme confesarte que sencillamente no te reconozco. Dime, quién de nosotras dos es la artista, ¿yo o tú? Nunca habría imaginado que en materia de prejuicios podrías estar tan a la zaga de tu madre. Y no sólo a la zaga de tu madre, sino de la época y de sus libres costumbres. En tu arte te manifiestas tan avanzada y sostienes una posición tan de vanguardia, que una persona de sencillo entendimiento como yo sólo puede seguirte con esfuerzo. Pero desde el punto de vista moral, sabe Dios en qué época estás viviendo, en el tiempo de Maricastaña, antes de la guerra. Pero ahora tenemos la República, tenemos libertad, y las ideas se han hecho mucho más légeres, más libres; eso se nota en las cosas más pequeñas. Así por ejemplo, ahora entre los jóvenes de buen tono se acostumbra llevar el pañuelo, del que antes sólo se mostraban las puntas asomando del bolsillo de la chaqueta, sobresaliendo mucho del bolsillo y colgando; sí, dejan caer hacia abajo, como si se tratara de una bandera, por lo menos la mitad del pañuelo. En esto bien se reconoce con claridad un signo, y hasta una declaración consciente, de la libertad de costumbres propias de una República. También Eduard, siguiendo la moda, lleva así el pañuelo, cosa que no dejo de mirar con cierta satisfacción.

- Eres una observadora muy aguda, mamá. Pero creo que el símbolo del pañuelo en el caso de Eduard no puede tomarse como algo demasiado personal. Tu misma dices a menudo que el joven (porque ya ahora lo es) tiene mucho de nuestro padre, el teniente coronel; tal vez no demuestre en este momento poseer mucho tacto cuando menciono la persona de papá en nuestra conversación y hago con ello que pensemos en el, pero ...

- Anna, vuestro padre era un excelente oficial que cayó en el campo del honor; pero también un hombre ligero de cascos, que anduvo detras de las mujeres hasta ultimo momento, el ejemplo más palpable de los elasticos límites de la vida sexual masculina; constantemente tenia yo que cerrar los ojos a su comportamiento. De manera que no puedo considerar una falta particular de tacto por tu parte el que te hayas referido a él.

- Tanto mejor, mamá, si es lícito que diga esto. Pero papá era un caballero y un oficial que, a pesar de todo lo que tú llamas sus ligerezas, vivía de acuerdo con determinados conceptos del honor, que a mí no me dicen mucho, pero sí a aquello que Eduard, según creo, heredó de su padre. Porque no sólo en el exterior, en la figura y en los rasgos del rostro se parece Eduard a su padre. En ciertas circunstancias reaccionaría involuntiariamente como él.

- ¿En qué circunstancias?

- Querida mamá, permíteme que sea enteramente franca, como siempre lo hemos sido entre nosotras. Bien puede concebirse que una relación como la que imaginas que habrá entre Ken Keaton y tú pueda mantenerse oculta en la oscuridad, sin que nadie sepa de ella. Pero ciertamente abrigo mis dudas de que, con tu deliciosa espontaneidad y tu encantadora falta de habilidad para disimular y ocultar los secretos de tu corazón, lo consigas. Supón que algún desvergonzado le haga burlonas insinuaciones a nuestro Eduard, dándole a entender que se sabe que su madre (pues, ¿cómo dice la gente?) lleva una vida frívola y ligera. Lo más probable es que el muchacho abofetee al atrevido, lo golpee, y quién sabe qué peligrosas complicaciones policiales podrían surgir de su caballerosidad.

- ¡Por Dios, Anna, qué cosas imaginas! Me das miedo. Ya sé que lo haces por solicitud; pero tu solicitud es cruel, tan cruel como el juicio de los hijos que condenan a su madre ...

Rosalie derramó algunas lágrimas. Anna le ayudó a enjugárselas, guiando cariñosamente la mano de su madre, que sostenía el pañuelo.

- Queridísima mamá, perdóname. No sabes cuánto siento lastimarte; pero ¡no hables de la condena de los hijos! ¿Piensas que yo no miraría (no digo ya con tolerancia, eso suena demasiado presuntuoso), con reverencia y con el más tierno interés lo que has determinado considerar tu felicidad? ¿Y Eduard? No comprendo bien cómo se me ocurrió referirme a él; sí, ya sé, hablamos de él a causa de su pañuelo republicano. No se trata de nosotros, mamá, ni tampoco sólo de las gentes; se trata únicamente de ti. Mira, hace un instante dijiste que no tenías prejuicios; pero ¿es que realmente no los tienes? Estábamos hablando de papá y de ciertos conceptos tradicionales, según los cuales él vivía y que, a su juicio, no trasgredía con sus ocasionales infidelidades. El que siempre lo hayas perdonado se debe (compréndelo claramente) a que, en el fondo, eras de la misma opinión que él; es decir, ambos sabían que sus andanzas nada tenían de común con el libertinaje, para el que no había nacido, porque no era espiritualmente un libertino. Tampoco tú eres libertina, y en cuanto a mí, como artista, disto mucho de serlo, aunque también por motivos distintos estoy incapacitada para hacer uso de mi emancipación, de mi moralidad déclassée.

- ¡Pobre hija mía! -la interrumpió la señora von Tümmler-. No hables tan tristemente de ti.

- Pero si en modo alguno estoy hablando de mí -replicó Anna-. De ti, de ti hablo. Y estoy seriamente preocupada por tu causa. En ti sería verdadero libertinaje lo que en papá, el hombre de mundo, era simple disipación, que no iba contra él mismo ni contra el juicio de la sociedad. La armonía entre cuerpo y alma es ciertamente algo bueno y necesario y ahora estás orgullosa y feliz porque la naturaleza, tu naturaleza, te la ha otorgado de modo casi milagroso. Pero la armonía entre la vida de uno mismo y las innatas convicciones morales es, al fin de cuentas, aun más necesaria, de manera que, si se destruyera, el resultado que se seguiría de ello no sería sino la destrucción del espíritu, lo cual significa: infelicidad. ¿No presientes que es verdad lo que te digo, que vivirías en oposición contigo misma si convirtieras en realidad tus sueños? En el fondo, estás, lo mismo que lo estaba papá, atada a ciertos conceptos, y la destrucción de ese lazo significaría la inmediata destrucción de ti misma ... Digo sinceramente lo que siento ... llena de ansiedad. ¿Por qué vuelve a salirme de los labios esta palabra: destrucción? Sé que ya la usé antes con angustia y esta vez con mayor angustia todavía. ¿Por qué no puedo dejar de relacionar toda esta prueba que el cielo te envía, y cuya dichosa víctima eres, con la idea de destrucción? Quiero confesarte algo. Hace poco, no más de dos semanas, después que mantuvimos aquella charla tomando té en mi dormitorio y a altas horas de la noche, como te viera tan excitada, tuve la tentación de ir a Ver al doctor Oberloskamp, que trató a Eduard de su ictericia y también a mí una vez, cuando una inflamación de la garganta me impedía tragar los alimentos (en cambio tú nunca necesitas un médico; digo pues que sentí la tentación de ir a verlo para hablar con él sobre ti y sobre todo lo que me habías confiado, porque necesitaba tranquilizarme a tu respecto. Pero renuncié a ello; en seguida renuncié. ¿Sabes por qué, mamá? Por orgullo. No dejarás de comprenderlo; por orgullo y por ti misma, pues me parecía humillante exponer tu experiencia a un médico que, con la ayuda de Dios, puede curar la ictericia y la laringitis, pero no el profundo dolor humano. A mi juicio existen enfermedades demasiado exquisitas para los médicos.

- Te agradezco las dos cosas, hija querida -dijo Rosalie-: la inquietud que te impulsó a querer hablar con Oberloskamp sobre mí, y el que hayas reprimido el impulso de hacerlo. Pero, ¿qué te lleva a establecer siquiera la menor relación entre lo que tú llamas la prueba del cielo, las Pascuas de mi condición de mujer y la obra de mi alma sobre mi cuerpo, por una parte, y, por otra, el concepto de enfermedad? ¿Es que la dicha es una enfermedad? Desde luego que no se trata tampoco de ligereza de ánimo, sino que es vida, vida, en las delicias y en los dolores; y la vida es esperanza ... la esperanza sobre la cual no puedo dar, a tu intelecto, ninguna explicación.

- No te pido ninguna, querida mamá.

- Entonces márchate ya, hija mía. Déjame descansar. Como sabes, un poco de reclusión silenciosa es lo más indicado para las mujeres que nos encontramos en estos días de honor.

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