Índice de La engañada de Thomas MannTercera parteBiblioteca Virtual Antorcha

IV


Anna besó a la madre y salió cojeando del dormitorio. Una vez solas, ambas mujeres, meditaron en la conversación que habían sostenido. Anna no había dicho, ni habría podido decir, todo lo que atormentaba su corazón. ¿Cuánto tiempo, se preguntaba, duraría en su madre lo que ésta ensalzaba, considerándolo Pascuas de su condición de mujer: esa vivificante renovación? Y en cuanto a Ken, si, como era perfectamente verosímil, respondía al amor de Rosalie, ¿cuánto le duraría aquello? Y, ¿cómo la madre, en su tardío amor, temblaría constantemente frente a las mujeres más jóvenes, como había temblado desde el primer día por la fidelidad de Ken, más aun, por el respeto que podía merecerle su pasión? Rosalie concebía la felicidad no como placer y alegría sino como vida, como la vida con sus sufrimientos. Y Anna preveía muchos sufrimientos en aquello que su madre soñaba.

Por su parte, la señora von Tümmler había quedado más profundamente impresionada con la conversación de su hija de lo que había demostrado. No la preocupaba tanto el pensamiento de que Eduard, en determinadas circunstancias, pudiera arriesgar su joven vida por el honor de la madre; esa romántica imagen, aunque le hacía verter lágrimas, en verdad determinaba que su corazón latiera de orgullo. Pero las dudas que manifestara Anna sobre su falta de prejuicios y lo que había expresado sobre el libertinaje y la necesaria armonía que debe existir entre la vida y las convicciones morales, preocuparon a esa buena alma durante todo su día de reposo; Rosalie no podía dejar de admitir que las dudas de su hija estaban justificadas, que los puntos de vista filiales tenían buena parte de verdad. Pero estas reflexiones no alcanzaban a reprimir la fervorosa alegría que sentía ante las perspectivas de volver a ver a su joven amado en las nuevas circunstancias. Sin embargo, lo que la inteligente hija había dicho acerca de vivir en oposición consigo misma hizo que en el alma le trabajara el pensamiento de la renuncia y de la felicidad. Sí, ¿acaso el renunciamiento mismo no podía procurar la felicidad, si éste no fuera una lamentable necesidad sino el resultado de una determinación tomada libre y conscientemente por ambas partes y sobre un mismo pie de igualdad? Rosalie llegó a la conclusión de que efectivamente tal cosa era posible.

Ken se presento en la casa de los Tümmler, tres días después del singular renacer fisiológico de Rosalie; leyó y habló en inglés con Eduard, y luego se quedó a comer. La felicidad de la señora von Tümmler al contemplar el agradable rostro infantil del joven, sus bonitos dientes, sus amplias espaldas y sus estrechas caderas, le hizo resplandecer los ojos, y bien podía afirmarse que ese brillo vivaz justificaba el color de sus mejillas, avivado por un rojo artificial sin el cual, en rigor de verdad, la palidez del semblante habría estado en contradicción con el gozoso fuego que lo animaba. Esa vez, y luego otras, en cada ocasión en que Keaton los visitaba, Rosalie le cogía la mano al saludarlo de modo tal que hacía que su cuerpo estuviera muy próximo al del joven, a quien no dejaba de mirar, por unos instantes y con expresión seria, luminosa y significativa, a los ojos, circunstancias en las cuales Anna tenía la impresión de que su madre deseaba, y que efectivamente estaba a punto de hacerlo, comunicar al joven el cambio que había experimentado su naturaleza. ¡Absurdos temores! Desde luego que tal cosa no ocurría y en el curso de la velada la actitud de la señora de la casa respecto del huésped era serena y constantemente benévola, y de ella estaban excluidos tanto los afectados sentimientos maternales, con los que una vez había gastado una broma a su hija, como la vergüenza, la inquietud, y toda penosa humildad.

Keaton -que, para su propia satisfacción, advirtiera hacía tiempo que tal como él era había conquistado a esa europea de cabellos grises, aunque llena de encantos- no sabía muy bien qué actitud debía tomar él mismo frente al cambio de Rosalie. El respeto que sentía por ella, cosa que bien puede comprenderse, disminuyó cuando advirtió sus debilidades; pero por otra parte Rosalie había atraído y excitado la virilidad del joven; su sencilla naturaleza se sentía atraída por la de Rosalie, y consideraba que esos ojos tan bellos, con su mirada tan juvenil y penetrante, sentaban muy bien a sus cincuenta años y a sus manos envejecidas. El pensamiento de trabar una relación amorosa con ella (como desde hacía algún tiempo mantenía, no justamente con Amélie Lützenkirchen o Louise Pfingsten, pero sí con otra señora de la sociedad que frecuentaba, mujer en la cual Rosalie no había reparado) en modo alguno le era ajeno y, como Anna observaba, había comenzado a cambiar sus maneras respecto de la madre de su alumno y a hablarle en un tono de provocativo galanteo.

Pero el buen individuo comprendió muy pronto que no sería fácil obtener lo que deseaba. A pesar de los apretones de manos que tenían lugar al principio de cada visita, durante los cuales ella mantenía su cuerpo muy próximo al de Ken, de modo que casi se tocaban, y a pesar de la mirada íntima que buscaban sus ojos, los intentos que Ken hizo en ese sentido encontraron una dignidad cordial pero firme, que volvia a colocarlo en su lugar, que le impedía establecer el tipo de relación que deseaba y que, rechazando sus pretenciones, lo obligaba a adoptar una actitud sumisa. No llegaba a comprender el significado de esas repetidas experiencias: ¿Está enamorada de mí, o no lo está?, se preguntaba; y atribuía entonces la resistencia de Rosalie a la presencia de sus hijos, la coja y el estudiante. Pero lo cierto es que le ocurrió lo mIsmo una vez que, durante un buen rato, se encontró a solas con ella en un ángulo del salón; y no de otra manera cuando cambió el carácter de su galanteo, abandonando todas las monadas y dándole un tono seriamente tierno, apremiante, por así decirlo, apasionado. Acometió una vez la empresa haciendo sonar sus erres, que tanto agradaban a todo el mundo, y llamando en tono cálido Rosalie a la señora von Tümmler, lo cual, considerado sólo como un modo de dirigirse a una persona, según las costumbres de su país, no representaba una especial libertad. Pero aunque ella, por un instante, se puso encarnada, se había levantado. inmediatamente y abandonado la sala; luego no le había dirigido ni una palabra ni una mirada durante el resto de la velada.

El invierno, que aquel año no se había manifestado particularmente cruel; ya que apenas había helado y nevado, aunque por eso mismo habían caído más lluvias, parecía terminar también pronto. Ya en febrero se dieron algunos días cálidos, soleados, en los que se aspiraba la primavera. Aquí y allá nacían diminutos brotes en las ramas de los árboles. Rosalie, que había saludado con amor la aparición de las campanillas de su jardín, pudo complacerse, mucho antes de lo que era habitual, en los casi prematuros narcisos, y poco después en las flores de azafrán que nacían por todas partes, frente a los jardines de las villas y en el parque público, y ante las cuales los transeúntes se detenían para señalar una u otra y deleitarse en su colorida profusión.

- ¿No es notable -decía la señora von Tümmler a su hija- cómo se parecen estas flores a los cólquicos de otoño? En el fondo, son la misma flor. Comienzo y fin (bien podría confundírselas, pues son tan parecidas); al ver una flor de azafrán piensa uno que ha vuelto el otoño, y cree hallarse en primavera cuando ve la última flor del año.

- Sí, se trata de una pequeña confusión -respondió Anna-. Tu vieja amiga, la madre naturaleza, tiene una encatadora inclinación por las ambigüedades y la mistificación.

- Eres mala. Siempre tienes en la punta de la lengua alguna palabra contra la naturaleza; y lo que me provoca admiración es para ti objeto de burla. Deja tranquila a la naturaleza; no puedes reírte de mí por el tierno sentimiento que experimento hacia ella y menos que nunca ahora, en que está a punto de empezar mi estación. La llamo mía porque la estación del año en que nacemos presenta singular afinidad con nuestra índole. Tú eres una criatura de Adviento, y puedes decir con verdad que llegaste al mundo bajo un buen signo, casi para las fiestas de Navidad. Tienes que sentir que existe una afinidad entre tu índole y esa época del año que, si bien es fría, nos hace pensar en un período alegre y cálido. Pues a mi juicio, y según mi experiencia, existe realmente una relación simpática entre nosotros y la estación en que hemos nacido. Su retorno nos trae algo que nos confirma y nos fotalece, que renueva nuestras vidas; a la menos, siempre me ha ocurrido a mí así al llegar cada primavera, y no por la primavera misma, la estación del renacimiento como se la llama en las poesías, una estación que todo el mundo ama, sino porque yo personalmente pertenezco a ella y porque siento que me sonríe de modo absolumente personal.

- Verdaderamente así lo hace, querida mamá -replicó la criatura de invierno-. Y puedes tener la seguridad de que no diré nada contra ella.

Sin embargo; es del caso hacer notar que el impulso vital que estaba acostumbrada a recibir Rosalie, cada año, al aproximarse o al llegar su estación -o al cual creía estar acostumbrada-, precisamente en el momento en que hablaba de él, no se verificaba en ella como de costumbre. Era casi como si las resoluciones morales que le inspirara la conversación con su hija, y a las cuales se mantenía fielmente aferrada, fueran contra su naturaleza, como si, a pesar de tales resoluciones, o precisamente a causa de ellas, Rosalie viviera en contradicción consigo misma. Esa era justamente la impresión que tenía Anna, y la coja muchacha se reprochaba el haber logrado persuadir a su madre a guardar una continencia que su libre concepción de artista no exigía, pero que le había parecido indispensable para conservar la serenidad espiritual de su querida madre. Había aun algo más: Anna sospechaba, en su propia actitud, inconfesables motivos. Se preguntaba si ella misma, que había anhelado fervientemente en otra época el placer de los sentidos aunque sin haber llegado nunca a conocerlo, no se lo había envidiado secretamente a su madre y si, por tal motivo, valiéndose de falsos argumentos intelectuales, la había persuadido a guardar castidad. No, no podía creer tal cosa de sí misma, pero lo que veía la turbaba y le pesaba en la conciencia.

Veía que Rosalie se fatigaba rápidamente al realizar aquellos paseos que tanto le agradaban y que era ella misma la que, a veces, pretextando tener que hacer algo en la casa, después de una media hora de marcha, y aún antes, proponía regresar. Se pasaba reposando una gran parte del día y, no obstante lo limitado de su actividad física, perdía peso a ojos vistas; Anna examinaba atentamente la delgadez del antebrazo de su madre, cuando ocasionalmente lo veía descubierto. En los últimos tiempos ya nadie le preguntaba de qué fuente de la juventud había bebido. Bajo sus ojos se veían manchas azules de cansancio, y el rojo de las mejillas, que en honor del joven Ken y de su recobrada plenitud de mujer se aplicaba Rosalie, ya no creaba ninguna ilusión frente a la palidez amarillenta de todo su rostro.

- Pero si me siento muy bien -respondía vehementemente cuando sus conocidos le preguntaban por su salud. Y a Anna von Tümmler se le ocurrió pedir al doctor Oberloskamp que examinara a su madre, cuya salud decaía. Lo que le inspiró este proyecto fue un sentimiento, no sólo de culpa, sino también de piedad; esa piedad que había en sus palabras cuando dijo que existían enfermedades demasiado exquisitas para los médicos.

Por eso, con tanta mayor alegría contempló el entusiasmo y la confianza en sus fuerzas que demostró Rosalie una noche, después de comer, mientras bebía vino en compañía de sus hijos y de Ken Keaton, quien precisamente se hallaba presente, al proyectar una pequeña excursión. No había pasado aún un mes desde aquella mañana en que Rosalie había llamado a Anna a su dormitorio para comunicarle el milagro. Aquella noche Rosalie estaba alegre y encantadora como en los viejos días, y bien podría decirse que en ella nació la idea de la excursión, que todos aceptaron, a menos que no hubiera sido Ken Keaton, con sus charlas históricas, el inspirador de tal pensamiento. En efecto, Keaton había hablado de los distintos castillos y fortalezas que visitara en las tierras de Berg, de los castillos de Wupper, de Bensberg, de Ehreshoven, de Gimborn, de Honburg y de Krottorf; y habló luego del príncipe elector Carl Theodor que, en el siglo XVIII, había levantado de Düsseldorf su corte para llevarla primero a Schwetzingen y luego a Munich, lo cual no impidó que su administrador, cierto conde Goltstein, mientras tanto, se embarcara en toda suerte de empresas de jardinería y arquitectura de gran importancia; bajo su gobierno se levantaron la Academia de Arte del príncipe elector, el parque de palacio y el castillo Jagerhof, y además, agregó Eduard, en el mismo año, por lo que a él le parecía, también el castillo Holterhof, situado un poco al sur de la ciudad, cerca de la aldea del mismo nombre. Desde luego, también Holterhof, confirmó Keaton. Y después tuvo que admitir, con confusión, que nunca había visto esa creación del rococó tardío, ni siquiera visitado su parque, que se extendía hasta el Rin y que era famoso. La señora von Tümmler y Anna habían estado allí una o dos veces, pero nunca, ni tampoco Eduard, habían visitado el interior del castillo, tan encantadoramente bien situado.

- Wat et nit all jibt! (¡No hay nada parecido!) -exclamó la señora de la casa, alegremente. En ella siempre era un signo de alegría y placer el que se permitiera expresarse en su dialecto materno-. ¡Valientes conocedores de Düsseldorf -agregó- somos los cuatro!

Uno ni siquiera había estado en el parque, y los otros no habían visto el interior del primoroso castillo que visita, sin embargo, todo extranjero.

- Hijos -exclamó Rosalie-, esto no puede seguir así. No debemos admitirlo. ¡Haremos una excursión, los cuatro, a Holterhof! ¡Y la emprenderemos uno de estos días! El tiempo es ahora muy bello; la estación, encantadora, y además el barómetro se mantiene normal. En el parque del castillo se estarán abriendo ya los botones; debe ser más agradable a principios de primavera que en el caluroso verano, cuando Anna y yo fuimos a visitar aquel lugar. Siento de pronto ahora una invencible nostalgia por esos cisnes negros que nadan en las aguas de los fosos del castillo. ¿Te acuerdas, Anna, cómo, con sus picos rojos y sus patas remeras, se deslizaban orgullosos y melancólicos por las aguas? ¡Y cómo sabían ocultar su apetito por respeto a nosotras que los alimentábamos! Tendremos que llevar pan blanco para arrojárselo ... Veamos, hoy es viernes ... Podríamos realizar la excursión el domingo. ¿Estamos todos de acuerdo? Es que Eduard y el señor Keaton no disponen de otro día. Claro es que los domingos está todo lleno de gente, pero a mí no me importa. Me gusta mezclarme con el pueblo y gozar con su gozo; me gusta estar donde pasa algo, en las fiestas populares de Oberkassel, donde se huele a frituras y los niños chupan bastoncillos de caramelo rojo, y frente a la tienda de algún circo donde la gente más ordinaria que pueda imaginarse vocifera y hace bocina con sus manos. Encuentro maravillosas esas escenas. Anna piensa lo contrario, las encuentra tristes. Sí, ya sé que prefieres la aristocrática tristeza de los cisnes negros que nadan en los fosos del castillo ... Se me ocurre una idea, hijos; haremos el viaje por agua. El viaje por tierra, en tranvía, es muy aburrido. No se ve ni un trocito de bosque y apenas un poco de campo abierto. Por agua es mucho más ameno. El padre Rin nos llevará. Eduard, consulta el horario de los vapores. No, espera un momento. Si pretendemos estar realmente cómodos, lo mejor será que alquilemos una lancha de motor para remontar el Rin. Así estaremos nosotros solos, como los cisnes negros ... Lo único que falta establecer es si habremos de partir por la mañana o después de mediodía.

Todos estuvieron de acuerdo en que se realizara la excursión por la mañana. Eduard creía que sólo muy pocas horas de la tarde estaba el castillo abierto a los visitantes, de modo que se convino en salir el domingo por la mañana. Bajo la enérgica dirección de Rosalie se hicieron pronto todos los preparativos del caso. Se designó a Keaton para que contratara la lancha. Se reunirían en el punto de partida, el muelle de la Rathaus, junto al mareógrafo, a las nueve de la mañana.

Y así fue, en efecto. Aquella mañana se presentaba soleada y algo ventosa. En el muelle se veía mucha gente con niños y bicicletas, que aguardaba para subir a bordo de los blancos vapores de la Línea de Navegación Colonia-Düsseldorf. Ya estaba lista la lancha de motor alquilada en que se embarcarían los Tümmler y su acompañante. El conductor, un hombre con aros en las orejas, sin bigote, pero con una rojiza barba marinera en el mentón, ayudó a las señoras a subir a bordo. Partieron apenas los cuatro viajeros hubieron tomado asiento en el banco circular de la lancha, a la sombra del toldo sostenido por barrotes. La lancha marchaba lentamente contra la corriente del ancho río, cuyas orillas a veces presentaban un aspecto ramplón. La torre del antiguo castillo, la torre torcida de la Lambertuskirche, las instalaciones del puerto, fueron quedando atrás. En la curva siguiente del río aparecieron depósitos y edificios de fábricas. Pero, poco a poco, detrás de los malecones de piedra que se introducían en las aguas, el paisaje fue asumiendo un carácter cada vez menos urbano. Pasaron frente a lugarejos y antiguas aldeas de pescadores cuyos nombres Eduard y tambien Keaton sabían y que, protegidos por los diques, se extendían delante de un paisaje llano, de praderas, campos, charcas y pantanos. Hasta que llegaron a su destino, debido a las muchas curvas del río, paso una buena hora y media. Sin embargo, cuánta razón habían tenido, dijo Rosalie, al decidirse por la lancha en lugar de hacer el viaje, en Un tiempo mucho menor, en el tranvía que pasaba por los horribles suburbios de la ciudad. Parecía gozar profundamente el encanto de la naturaleza que se les ofrecía en aquella excursión por agua. Manteniendo los ojos cerrados, iba cantando una tonada alegre, que se perdía en el Viento, el cual se tornaba, por momentos, casi tormentoso.

- ¡Oh, viento de las aguas, te amo! ¿Me amas tú también, viento de las aguas?

Su rostro enflaquecido tenía un aspecto realmente encatador bajo el sombrerito de fieltro, con una pluma, y le sentaba admirablemente bien el liviano abrigo de lana de rombos rojos y grises y de cuello vocaldo. Anna y Eduard también llevaban abrigos, y sólo Keaton, que estaba sentado entre la madre y la hija, llevaba únicamente una chaqueta de tela frisada sobre un pull-over gris. El pañuelo le sobresalía mucho del bolsillo de la chaqueta y Rosalie, con un súbito movimiento, después de haber abierto de pronto los ojos, se lo metió profundamente en el bolsillo.

- Discreción, discreción, joven -dijo meneando la cabeza, en tono de reproche. Ken Keaton sonrió.

- Thank you -dijo, y luego quiso saber cuál era la canción que Rosalie había estado entonando.

- ¿Canción? -preguntó ésta-. ¿Es que estuve cantando? ¡Oh, no era más que una tonadilla! ¡No era una canción!

Y entonces volviendo a cerrar los ojos, se puso a canturrear, moviendo apenas los labios:

- ¡Oh, viento de las aguas, cuánto te amo!

Luego comenzó a charlar, dominando el ruido del motor de la lancha y obligada, a menudo, a sostener con una mano el sombrerito que el viento amenazaba arrancar de sus cabellos grises y ondulados; se complació imaginando cómo podría prolongarse la excursión por el Rin, más allá de Holterhof para llegar a Leverkusen y Colonia, y desde allí pasar de Bonn a Godesberg y Bad Honnef, a los pies del Siebengebirge. Aquel lugar era muy pintoresco y bonito, y en medio de viñedos y árboles frutales se hallaba, sobre el Rin, un sanatorio y una fuente de agua mineral alcalina que era muy buena para el reumatismo. Anna miró a su madre. Sabía que ésta sufría a veces de lumbago, y que en una o dos ocasiones había hablado de su proyecto de ir a comienzos de verano a Godesberg o a Honnef para tomar baños medicinales. En el modo que tenía de charlar Rosalie, entrecortadamente y contra el viento; había algo de mecánico que hizo pensar a Anna que la madre, aun en ese momento, estaba sufriendo los dolores de tal enfermedad.

Al cabo de una hora se desayunaron todos algunos emparedados de jamón y bebieron vino en los vasitos de viaje. Eran las diez y media cuando la lancha se detuvo junto a un ligero muellecito, inapropiado para los grandes barcos, que estaba construido en medio de la corriente, cerca del castillo y del parque. Rosalie pagó y despidió al barquero, porque todos habían convenido en regresar a Düsseldorf por tierra, en el tranvía. El parque no se extendía propiamente hasta la orilla del río. Tuvieron que echar a andar por un húmedo sendero que los llevó, a través de una charca, a un venerable y señorial parque bien conservado. Desde una elevada terraza circular, con bancos de troncos de tejo tallados, arrancaban avenidas (de magníficos árboles, la mayor parte de los cuales estaba ya en flor, aunque muchos brotes se ocultaban aún bajo las relucientes cortezas pardas) que tomaban distintas direcciones; eran anchos caminos de paseo cuidadosamente cubiertos de guijo y cerrados a veces por arriba por las ramas de los árboles que se juntaban a manera de arco, pues corrían a lo largo de hileras, a veces dobles, de tejos, cipreses, tilos, castaños silvestres y altos olmos. También se veían árboles raros, llevados allí desde distantes países y plantados aisladamente en cuadros especiales; extrañas coníferas, hayas, sequoias de California y cipreses de los pantanos con raíces adicionales en el aire, que Keaton hubo de reconocer.

Rosalie no demostró el menor interés por esas curiosidades dignas de verse. La naturaleza, opinaba, tenía que ser familiar, porque de otro modo no decía nada al alma. Y aun toda la magnificencia de aquel parque parecía no conmoverla particularmente. Elevando de vez en cuando los ojos hasta los soberbios árboles que allí se levantaban, iba andando silenciosa junto a Eduard, que marchaba detrás de su joven profesor de idioma y de la coja Anna, quien en un determinado momento consiguió cambiar esta disposición con una maniobra. Se detuvo de pronto y llamó a su hermano, para que le dijera los nombres de las avenidas por las que iban andando y del sendero que precisamente cruzaban en ese instante. Porque todas esas avenidas y caminos conservaban los antiguos nombres tradicionales, tales como Avenida de los Abanicos, Avenida de las Trompetas, etc. Luego, cuando volvieron a ponerse en marcha, Anna mantuvo a Eduard junto a sí y dejó que Ken caminara con Rosalie, detrás de ellos. El joven llevaba el abrigo que Rosalie se había quitado, pues en el parque no soplaba la más leve brisa y se sentía mucho más calor que en el río. El sol primaveral brillaba suavemente a través de las altas ramas, caía sobre los senderos y daba en los rostros de los cuatro caminantes, que parpadeaban deslumbrados. En su bien cortado traje sastre castaño, que moldeaba su juvenil y esbelta silueta, la señora von Tümmler caminaba junto a Ken, lanzando de vez en cuando una mirada sonriente y velada al abrigo que pendía del brazo del joven.

- Miren, aquí están -exclamó, señalando una pareja de cisnes negros; pues en efecto se hallaban caminando por los alrededores del foso rodeado por álamos blancos. Y las aves, con prisa aunque mesuradamente, se deslizaron por las aguas un tanto viscosas, acercándose a los visitantes.

- ¡Qué hermosos son! ¿Los reconoces, Anna? ¡Mira con cuánta majestad llevan los cuellos! ¿Dónde está el pan?

Keaton sacó de su bolsillo unos trozos de pan envueltos en un papel de diario y se los alcanzó a Rosalie. Estaban calientes por el calor de su cuerpo y ella, cogiendo un trozo, se lo comió.

- ¡Pero si es viejo y está duro! -exclamó Keaton, haciendo un movimiento, empero tardío, para detenerla.

- Tengo buenos dientes -replicó ella.

Mas uno de los cisnes, que estaba muy próximo a la orilla, abrió sus negras alas y batió con ellas el aire, mientras alargaba el cuello hacia arriba con expresión de enojo. Todos se rieron de su codicia, aunque se sentían un poco intimidados. Luego dieron a las aves lo que les pertenecía. Rosalie les fue arrojando, pedacito tras pedacito, aquel pan duro, y los cisnes, nadando lentamente aquí y allá, los recogían con serena dignidad.

- Temo, sin embargo -dijo Anna cuando continuaron andando-, que ese diablo negro no olvidará fácilmente el robo que le hiciste de su comida. Durante todo el tiempo demostró que estaba irritado contigo.

- De ninguna manera -replicó Rosalie-; cierto es que, por un instante, temió que yo me fuera a comer todo el pan. Por eso, tanto mejor debe de haberle sabido.

Llegaron al castillo y al brillante y circular estanque que lo reflejaba en sus aguas, en uno de cuyos lados había una minúscula isla en la cual se levantaba un álamo solitario. En la amplia plazoleta de guijo, que se extendía frente a la escalinata que llevaba graciosamente a un ala del edificio, cuyas enormes dimensiones parecía borrar su extrema delicadeza y cuya fachada de color rosado se presentaba, a decir verdad, un poco descascarada, había mucha gente aguardando que comenzara el recorrido de las once de la mañana y que se entretenía examinando las figuras de las armas de los aguilones, el reloj, olvidado del tiempo y sostenido por un ángel, las flores labradas en la piedra que había puestas en los alto de las blancas puertas, y comparando todo esto con los datos de sus manuales. Nuestros amigos se mezclaron con esas personas y, como ellas, contemplaron la arquitectura feudal tan primorosamente decorada, hasta los aeils-de-baeuf que exhibían allá arriba las guardillas de coloreada pizarra. Por todas partes se veían figuras mitológicas ligeramente deterioradas; allí estaban Pan y sus ninfas sobre pedestales, junto a las amplias ventanas, un tanto descascarados, así como los cuatro leones de piedra que, con gesto adusto y las patas delanteras cruzadas, guardaban la escalinata y el patio.

Keaton estaba entusiasmado por la atmósfera histórica. Encontraba que todo era splendid y excitingly continental. ¡Oh dear, cuando uno pensaba en su prosaico país! Allí no había nada que se pareciera a esa aristocrática gracia decadente, porque no había habido príncipes electores ni landgraves que fueran capaces, en su soberanía absoluta, de entregarse a la pasión por las cosas magníficas, para honor propio y para honor de la cultura. Sin embargo, no tuvo una actitud muy reverente frente a la digna cultura que había sobrevivido al tiempo, cuando, para diversión de todos los que allí estaban aguardando, montó en el lomo de uno de aquellos leones, aunque éstos estaban provistos de un agudo perno, como los que muchos caballitos de juguete tienen para que el jinete pueda asirse de él. Ken cogió con ambas manos el perno y, gritando Hi! y luego On, old chap! hizo como si estuviera aplicando las espuelas a la bestia y, a decir verdad, no podía haber presentado una imagen más cabal del entusiasmo juvenil.

De pronto se oyó el chirrido de los cerrojos del portón y Keaton se apresuró a apearse de su cabalgadura, pues el cuidador del castillo, un hombre que llevaba enrollada la manga izquierda de su chaqueta y vestía pantalones de militar, a todas luces un suboficial herido en la guerra, al que se le había compensado de su desgracia con ese tranquilo empleo, abrió una hoja del portal central e invitó a todos a entrar. El permaneció a un costado del alto marco y, haciendo pasar al público en fila, frente a sí, se las arregló con una sola mano, no sólo para vender a cada cual un billete de entrada, sino también para marcarlo. Mientras tanto, ya había comenzado a hablar; de su boca torcida salía una voz chillona en la que decía lo que se sabía de memoria y había repetido cientos de veces: que la decoración escultórica de la fachada había sido realizada por un artista a quien el príncipe elector había hecho llamar de Roma para tal fin; que el parque y el castillo eran la obra de un arquitecto francés; que el edificio era uno de los ejemplos más importantes del estilo rococó en el Rin, aunque exhibía ya algunos rasgos de transición del estilo Luis XVI; que el castillo tenía cincuenta y cinco salas y habitaciones y que había costado ochocientos mil táleros, etc.

El vestíbulo era frío y olía a moho. En él había ya preparadas en hilera unas gigantescas pantuflas de fieltro que fue menester calzarse, en medio de las risitas de las señoras, a fin de proteger los primorosos pisos de parquet que, ciertamente, casi constituían los objetos de mayor interés de las estancias a través de las cuales pasaron todos torpemente, deslizándose sobre las pantuflas y resbalando, guiados por el guardián manco. En cada habitación se podían admirar distintos trabajos de incrustación que representaban las más variadas formas de estrellas y fantasías florales. Sus brillantes superficies reflejaban, cual agua mansa, las figuras de los visitantes, en tanto que altos espejos, puestos entre columnas doradas, coronadas de guirnaldas y paneles de sedas floreadas enmarcados en filetes dorados, reproducían repetidamente las imágenes de los candeleros de cristal, las primorosas pinturas de los cielorrasos, los medallones y emblemas de caza y de música que estaban puestos sobre las puertas y, a pesar de los ultrajes del tiempo, aún conseguían evocar la ilusión de esas habitaciones que, abriéndose una tras la otra, se extendían hasta donde alcanzaba la mirada. En la redonda sala de banquetes, alrededor de la cual estaban de pie, en sus nichos, Apolo y las musas, el piso, en lugar de ser de madera, era de mármol, como el que revestía las paredes. Rosados angelotes descorrían una cortina pintada de la cúpula hendida, por la cual penetraba en el recinto la luz del día y de cuyas galerías, como dijo el guardián, llegaba en otra época la música hasta los comensales que se hallaban sentados a la mesa del banquete.

Ken Keaton caminaba junto a la señora von Tümmler, a quien llevaba cogida por un codo. Todos los norteamericanos, cuando cruzan una calle, llevan de esta manera a la mujer que los acompaña. Habiéndose separado de Anna y Eduard en medio de ese grupo de extraños, se mantuvieron inmediatamente detrás del guía que, con voz ronca, recitaba las frases de su texto y explicaba a la gente lo que estaba viendo. Según dijo, no veían todo lo que había que ver. De las cincuenta y cinco habitaciones del castillo (continuó diciendo y, siguiendo su rutinaria costumbre, por un momento su voz se hizo insinuante aunque el rostro de torcida boca permaneció por entero ajeno a lo que afirmaban sus palabras), no todas estaban abiertas sin más ni más al público. Las gentes de aquellos días se complacían mucho en los secretos y misterios, en lugares ocultos, en retiros que fueran accesibles, con todo, mediante simples dispositivos mecánicos ... Como, por ejemplo, éste. Y entonces se detuvo frente a un espejo de pared que, respondiendo a la presión de su mano en un resorte, se corrió a un lado, con la consiguiente sorpresa de los espectadores, y dejó ver una estrecha escalera de caracol con un pasamano primorosa y delicadamente trabajada.

Al pie de la escalera, a la izquierda, se levantaba el busto de un hombre, coronado con una guirnalda de bayas y cubierto con un manto de hojas artificiales. Echado un poquito hacia atrás, sonreía mirando hacia abajo, por encima de su barba priápica y acogedora. La gente lanzó sus habituales ¡Ah! y ¡Oh!

- Etcetera -declaró el guía, como decía cada vez, y volvió a hacer que el espejo se colocara en su lugar.

- Y también esto -dijo un poco más adelante, haciendo abrir un panel, que en nada se distinguía de los otros, y que era una puerta secreta que, por un pasaje, llevaba a las tinieblas, de donde surgía un fuerte olor a moho-. Estas eran las cosas que les gustaban -dijo el manco-. Otros tiempos, otras costumbres -agregó luego con sentenciosa estupidez, y continuó la recorrida.

No era fácil mantener las pantuflas de fieltro en los pies. La señora von Tümmler perdió una de las suyas, que resbaló por el liso piso un buen trecho. Y mientras Keaton, riendo, fue a buscarla, y mientras, de rodillas, volvió a calzada en el pie de Rosalie, ambos se quedaron rezagados y separados del grupo de visitantes. De nuevo volvió a coger a Rosalie por el codo, pero ésta, con una soñadora sonrisa, permaneció de pie donde estaba, mirando cómo desaparecía, en otras habitaciones, el grupo; luego, siempre sostenida por el brazo de Ken, se volvió. Y pasó sus dedos por el panel que se abría.

- You aren't doing it right (no lo está haciendo bien) -susurró Ken-. Leave it to me; 't was here (déjeme a mí; era aquí).

Encontró el resorte, la puerta obedeció y los envolvió a ambos el aire con olor de moho que provenía del pasaje secreto, en el cual se internaron algunos pasos. Los envolvían las tinieblas. Con un suspiro salido de lo más profundo de su ser, Rosalie rodeó con sus brazos el cuello del joven y él también abrazó el tembloroso cuerpo de la mujer.

- Ken, Ken, -tartamudeó Rosalie con el rostro apoyado en el cuello de Keaton-. Te amo, te amo. ¿No es verdad que tú lo sabes? No he podido ocultártelo del todo, ¿no es así? Y tú, tú, tú también me amas. Un poco, sólo un poquito. Dime, ¿puedes amarme con tu juventud, aun teniendo yo el pelo gris? ¿Sí? ¿Sí? ¡Ah, dame tu boca! ¡Por fin tengo tu joven boca, por la que me consumía! ¡Dame tus amados labios! ¡Así, así ...! ¿Puedo besarte? Dime, ¿puedo hacerlo, dulce amigo, que has despertado todo mi ser? Todo puedo hacerlo, Ken, lo mismo que tú; el amor es poderoso, un milagro, y cuando llega produce grandes milagros. ¡Bésame, querido! ¡Por tus labios me consumía! ¡Oh, cómo me consumía! Porque has de saber que mi pobrecita cabeza urdía toda clase de razonamientos falsos, como por ejemplo que el libertinaje y la falta de prejuicios eran cosas que no convenían a mi ser y que, al vivir en contradicción con mis convicciones innatas de moralidad, me amenazaba la destrucción. ¡Ah, Ken, esos razonamientos son los que casi me destruyen y también mi deseo de ti! Y aquí estás tú, por fin aquí estás, y este es tu cabello y esta tu boca, y este el aliento que sale de tu nariz, y estos tus brazos, los brazos que me abrazan, que conozco, y aquí está el calor de tu cuerpo, al que acaricio, y el cisne se enojó conmigo ...

No faltó mucho para que Rosalie se desplomara allí mismo; pero él la sostuvo y la condújo por el corredor que, poco más allá, parecía iluminarse un tanto.

Los escalones bajaban hasta el abierto arco de una puerta, detrás de la cual la turbia luz que llegaba desde arriba caía sobre una alcoba cuyos tapices estaban adornados con parejas de palomas. En aquella alcoba había una especie de sofá y detrás de él un Amor esculpido, con los ojos vendados, que en una mano sostenía algo parecido a una antorcha. Allí, en esa atmósfera ahogada, tomaron asiento.

- ¡Oh, qué aire de muerte! -exclamó Rosalie acurrucándose contra el hombro de Ken-. ¡Qué triste es, Ken, amado mío, el que hayamos tenido que encontramos aquí, en medio de cosas muertas! En el seno de la bella naturaleza, acariciados por sus aires, en medio del dulce aliento de jazmines y alisos, soñaba yo que habría de besarte por primera vez, pero no en esta tumba. Detente, apártate, diablo, te perteneceré, pero no en medio de toda esta putrefacción. Iré a verte en tu habitación mañana, mañana por la mañana. Quién sabe, aun tal vez esta noche. Ya me las arreglaré. Inventaré cualquier excusa para enganar a la inteligente Anna.

Ken se dejó persuadir. Además, ambos estuvieron de acuerdo en que tenían que incorporarse al grupo de visitantes, ya fuera continuando por el camino que habían empezado, ya fuera volviendo sobre sus pasos. Keaton se decidió por continuar andando. A través de otra puerta abandonaron aquel muerto gabinete de placer y se encontraron en otro corredor oscuro que, haciendo una curva, iba ascendiendo; por fin llegaron a una puerta de hierro herrumbrada que, a los vigorosos impulsos y sacudidas de Ken, se abrió y los llevó a un lugar de espesa vegetación, de correosas enredaderas y viburnos, tan espesa que apenas pudieron abrirse camino a través de ella. El aire del cielo abierto les dio en el rostro. Se oía rumor de agua. A pocos pasos caían unas cascadas, en amplios lechos, cubiertos de las tempranas flores de aquel año, narcisos amarillos. Estaban en el jardín posterior del castillo. Precisamente en ese momento se acercaba a aquel lugar, desde la derecha, el grupo de visitantes, ya sin guía, y entre ellos se hallaban Anna y Eduard. Ken y Rosalie se mezclaron con los primeros que aparecieron, los cuales comenzaron a dispersarse frente a las fuentes y en dirección del arbolado parque. Resultó natural el que estuvieran allí, mirando en torno suyo, y que se dirigieran al encuentro de Anna y de Eduard.

- Pero ¿dónde habéis estado?

- Es precisamente lo que iba a preguntarte.

- ¿Cómo es posible que nos hayamos separado de este modo?

Anna y Eduard, según dijeron, hasta habían vuelto sobre sus pasos por ver si encontraban a los ausentes; pero había sido en vano.

- Bueno, pues, no podían haber desaparecido del mundo -dijo Anna.- Así como tampoco vosotros -replicó Rosalie. Pero ninguna de ellas miró el rostro de la otra.

Caminando entre arbolillos de rododendros, bordearon el ala del castillo y llegaron al lago que se hallaba frente a él y muy próximo a la parada del tranvía. Si el viaje en lancha, siguiendo las curvas del Rin, había sido largo, el de regreso, que hicieron en tranvía, fue relativamente veloz y ruidoso, a través de barrios fabriles y obreros.

Ambos hermanos cambiaban de vez en cuando alguna palabra entre sí o con su madre, cuya mano por un momento sostuvo entre las suyas Anna, porque la había visto temblar. El grupo se despidió en la ciudad, cerca de la Konigsallee.

La señora von Tümmler no fue a visitar a Ken Keaton. Esa noche, cerca de la madrugada, fue presa de una grave indisposición que alarmó la casa. Aquello que, habiéndole vuelto por primera vez, la había hecho sentirse tan orgullosa y feliz, aquello que consideraba como un milagro de la naturaleza y la sublime obra de sus sentimientos, se renovó de modo desdichado. Había tenido la fuerza suficiente para llamar con la campanilla, pero, cuando su hija y la mucama llegaron presurosas a la habitación, la encontraron tendida y bañada en su propia sangre.

El médico, el doctor Oberloskamp, se presentó al punto. Habiendo hecho salir a Rosalie de su desvanecimiento, ésta se mostró sorprendida por la presencia del médico.

- ¿Cómo, doctor, usted aquí? -dijo-. ¿Lo ha hecho venir Anna? ¡Pero si no me ocurre más que lo que suele ocurrirle a todas las mujeres!

- En ciertos casos, querida señora, esas funciones requieren vigilancia -replicó el médico de cabeza gris; pero a Anna le declaró resueltamente que era indispensable llevar a la paciente a una clínica ginecológica y que era preferible hacerlo en una ambulancia. El estado de la señora von Tümmler pedía un examen más minucioso que, según dijo el médico, bien podría demostrar, por lo demás, que el caso no era grave. Desde luego que las metrorragias, la primera de que había oído hablar y esta segunda que presentaba síntomas alarmantes, bien podían ser causadas por un mioma que una operación podría extirpar fácilmente. En las manos del director y primer cirujano de la clínica, el profesor Muthesius, la señora Rosalie se encontraría seguramente protegida.

lnmediatemente se siguieron las indicaciones del médico, sin que la señora von Tümmler ofreciera resistencia alguna y en medio de la muda estupefacción de Anna. A todo lo que ocurría, su madre sólo miraba como desde una gran distancia, con los ojos desmesuradamente abiertos.

El examen de Muthesius reveló un útero demasiado grande para la edad de la enferma, el desarrollo anormal de un espeso tejido en el oviducto y, en el lugar de un ovario, ya muy reducido en sus dimensiones, un gigantesco tumor. La observación microscópica mostró la presencia de células cancerosas, algunas de las cuales eran característicamente ováricas; además otras indicaban sin duda alguna que células cancerosas estaban entrando en una faz de pleno desarrollo en el útero mismo. Toda la enfermedad mostraba síntomas de rápida evolución.

El profesor, un hombre de papada y rostro fuertemente enrojecido, de cuyos ojos azules y acuosos brotaban fácilmente lágrimas que no tenían la menor relación con su estado emocional, levantó la cabeza del microscopio.

- De condición extensiva -dijo a su asistente, el doctor Knepperges-; pero de todos modos operaremos, Knepperges. En todo caso, la extirpación total, hasta los últimos tejidos de la pelvis y todo el tejido linfático, puede prolongarle la vida.

Pero el espectáculo que se ofreció, una vez abierta la cavidad abdominal, reveló, a la blanca luz de los arcos voltaicos, a los médicos y enfermeras allí presentes, que aquello era demasiado terrible para abrigar siquiera una esperanza de mejoría transitoria. No sólo ya estaban afectados todos los órganos de la pelvis sino que también el peritoneo mostraba a simple vista la presencia de grupos celulares cancerosos; todos los ganglios del sistema linfático estaban asimismo afectados y ya no se podía tener la menor duda de que también un foco de células cancerosas alcanzaba al hígado.

- Pues estamos frescos, Knepperges. Probablemente esto es más de lo que se esperaba usted -dijo Muthesius. Pero no dejó ver que también era más de lo que él mismo esperaba-. Nuestro arte es noble -continuó diciendo con los ojos arrasados en lágrimas que nada significaban-; pero en este caso me parece que sería pedirle demasiado. Claro es que podemos extirpar todo esto. Si le parece observar metástasis en ambos uréteres, su observación es correcta. La uremia no puede tardar en presentarse. Piense usted que no niego que el ütero mismo es el foco. Sin embargo, le aconsejo que acepte mi opinión según la cual todo esto tiene su punto de origen en el ovario, esto es, en una célula ovárica inmatura que a veces permanece allí desde el nacimiento y que después de la menopausia, en virtud de sabe Dios qué proceso de estímulos, comienza a desarrollarse malignamente. Y entonces el organismo; post festum, si usted prefiere, se ve invadido, colmado, con hormonas estrógenas que llevan a una hiperplasia de la membrana mucosa del útero, con obligadas hemorragias.

Knepperges, hombre delgado, ambicioso y fatuo, se inclinó brevemente y, disimulando una mirada irónica, agradeció la lección.

- Bueno, vamos, ut aliquid fieri videatur -dijo el profesor-. Hemos de dejarle los órganos indispensables para que pueda vivir, aunque en este caso será un vivir muy melancólico.

Anna esperó a su madre en la habitación que se le había destinado, hasta que ésta fue subida por el ascensor, en una camilla, y metida en el lecho por las enfermeras. Cuando despertó de los efectos de la anestesia, comenzó a hablar incoherentemente.

- Anna, hija mía, me ha silbado.

- ¿Quién, querida mamá?

- El cisne negro.

Y volvió a dormirse. En el par de semanas siguientes habló a menudo del cisne, de su pico rojo como la sangre, de sus aletazos negros. Sus sufrimientos fueron breves. La uremia pronto la sumió en un estado de coma y de profunda inconsciencia. Y además una neumonía doble, que se le declaró mientras tanto, no permitió que su corazón resistiera por mucho tiempo.

Sin embargo, momentos antes del fin, se le iluminó una vez más el rostro, durante unas pocas horas. Levantó los ojos hasta su hija, que, teniéndole cogidas las manos, estaba sentada junto a ella en la cama.

- Anna -dijo y hasta fue capaz de echar su cuerpo un poco hacia el borde del lecho para aproximarse a su hija y confidente-, ¿me oyes?

- Claro que te oigo, querida, querida mamá.

- Anna, no digas nunca que la naturaleza me engañó con cruel sarcasmo. No la injuries, así como yo no la injurio. Me voy a disgusto ... A disgusto me separo de vosotros y de la vida con su primavera, pero ¿es que habría primavera sin la muerte? La muerte es un gran instrumento de la vida, de manera que si la muerte tomó para mí la forma de la resurrección y del goce del amor, no era eso una mentira, sino una gracia y un don.

Se acercó un poquito más aun a su hija y en un susurro desfalleciente le dijo:

- La naturaleza, a la que siempre amé, ha distinguido con amor a su criatura.

Rosalie murió de una apacible muerte, lamentada por todos los que la conocían.

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