Índice de La engañada de Thomas MannPrimera parteTercera parteBiblioteca Virtual Antorcha

II


Eduard se reía, divertido, durante aquella hora y media que duraba la lección de Alfred, el jugador de tenis de anchas espaldas en cuyo honor se decían muchas cosas con el mayor empleo posible de though, thought, thought y tough. Mas con todo hacía grandes progresos, precisamente porque Keaton no era un maestro prefesional, sino que seguía un método muy libre, que consistía en improvisar sobre cualquier cosa que se le ocurriera en el momento y luego practicar con el vocabulario adquirido, empleando frases hechas y expresiones idiomáticas, con lo cual iniciaba a su alumno, que no deseaba otra cosa, en los secretos de su propio modo de hablar, cómodo y humorista, pero fluido.

La señora van Tümmler, atraída por el alegre bullicio que reinaba en la habitación de Eduard, se llegaba a menudo hasta los jóvenes y participaba algo del animado curso de conversación. Se reía de corazón con ellos, a causa de Alfred, the tennis play-err, y encontraba cierta semejanza entre éste y el joven profesor de su hijo, especialmente en lo que se refería a las anchas espaldas, pues también Ken las tenía espléndidamente desarrolladas. Poseía además espeso pelo rubio y un rostro, si bien no particularmente hermoso, sin embargo agradable, por su cándida y cordial expresión infantil, a la cual sus rasgos, levemente anglosajones, daban un aire algo insólito; además, un cuerpo notablemente bien desarrollado, lo cual se echaba de ver a pesar de las ropas flojas y amplias que usaba; las piernas largas y las caderas estrechas daban la impresión de fuerza juvenil. También poseía manos admirablemente bien cuidadas; en la izquierda llevaba un anillo no demasiado llamativo. Sus maneras sencillas, perfectamente libres, aunque no rudas, su ridículo alemán, cuya pronunciación era innegablemente inglesa, así como la de las palabras francesas e italianas que usaba (pues había estado en muchos países europeos), todo eso gustaba mucho a Rosalie; le encantaba, sobre todo, la gran naturalidad del joven, de suerte que, primero de vez en cuando, y por fin regularmente, después de las horas de lección, hubiera ella asistido o no a la clase, lo invitaba a comer. En parte, el interés que le despertaba el joven se debía a haber oído que obtenía grandes éxitos con las mujeres. Teniendo presente tal pensamiento, Rosalie lo examinaba y encontraba que se trataba de un rumor no del todo incomprensible, aunque, a decir verdad, el muchacho no era particularmente de su gusto cuando, por ejemplo, después de emitir un pequeño eructo en la mesa, se llevaba la mano a la boca y decía:

Pardon me, cosa que hacía indudablemente con la intención de guardar las formas, pero que, después de todo, llamaba innecesariamente la atención sobre el hecho.

Ken, como él mismo hubo de contar durante una comida, había nacido en una pequeña ciudad de uno de los estados del Este, donde su padre desempeñó distintos oficios; fue una vez corredor de comercio, otra administrador de una estación de servicio para automóviles, y, de cuando en cuando, lograba hacer algún dinero con operaciones de bienes raíces. Ken había cursado la high school donde, si había de creerse a sus palabras, no se aprendía absolutamente nada, según los conceptos europeos, como agregaba con respeto. Luego, sin pensado demasiado, aunque con el proyecto de aprender algo más, había ingresado en un colegio de Detroit, en Michigan, donde se pagó los estudios con el trabajo de sus manos, desempeñando funciones de lavaplatos, cocinero, camarero y jardinero del colegio. La señora van Tümmler le preguntó cómo había conseguido, a pesar de todo eso, conservar unas manos tan blancas, bien podría decirse aristocráticas, y el joven explicó que, cuando realizaba trabajos rudos, siempre llevaba puestos unos guantes; aunque en la parte superior del cuerpo llebara sólo una camisa de polo de mangas cortas o sencillamente nada, nunca le habían faltado los guantes. En Estados Unidos muchos, por no decir la mayor parte de los obreros, usaban guantes mientras cumplían sus tareas; por ejemplo, los obreros de la construcción, que lo hacían para evitar que sus manos se volvieran las de un rudo proletario. De esta suerte conseguían tener las manos de un amanuense de abogado y lucir un anillo. Rosalie alabó aquella constumbre, pero Keaten no compartió su opinión. ¿Costumbre? La palabra era demasiado buena para designar tal cosa; no podría llamársela costumbre en el sentido de las antiguas costumbres populares europeas -solía decir continental por europeo-: por ejemplo, una antigua costumbre popular alemana era la de la varilla de la vida, según la cual en la noche de Navidad y en la fiesta de Pascua los mozos, armados con verdes varillas de mimbre y de abedul, vapuleaban a las muchachas (las apimentaban o las azotaban, como ellos decían) y también al ganado y a los árboles, para infundirles salud y fertilidad; sí, eso era una costumbre, una costumbre antiquísima, que le encantaba. Cuando en primavera tenía lugar el apimentamiento o el vapuleo, aquello se llamaba la Pascua sabrosa, y se maravillaban de los conocimientos que Ken tenía acerca de las costumbres populares. Eduard se reía de aquella varita de la vida, Anna componía un rostro de circunstancias, y sólo Rosalie se mostraba enteramente de acuerdo con el huésped y deleitada con su conversación. Decía Ken que ciertamente aquello era bien distinto de llevar guantes durante el trabajo, y que por más que buscara uno en América algo parecido a la costumbre popular alemana, no lo encontraría, porque allí no había aldeas, porque los campesinos americanos no eran campesinos sino empresarios, como en todas las otras esferas de la actividad, y que, por lo tanto, no tenían costumbres. En general, aun cuando en todos sus hábitos era un norteamericano inconfudible, solía expresar poca estimación por su gran país. He did"n't care for America, no le importaba nada América. Es más, le parecía verdaderamente espantosa, por ese afán de las gentes de andar permanentemente tras los dólares, de asistir regularmente a los servicios religiosos, por su culto del éxito y su colosal mediocridad; pero, sobre todo, por su falta de atmósfera histórica. Desde luego que el país tenía una historia, pero eso no era history sino una breve y aburrida suceess story. Claro está que además de sus enormes desiertos tenía hermosos y magníficos paisajes, pero nada se encontraba detrás de ellos, mientras que en Europa había mucho detrás de cada piedra, particularmente detrás de las ciudades, con sus profundas perspectivas históricas. Las ciudades norteamericanas ... he didn't care for them. Se habían fundado ayer y lo mismo podrían ser derruidas mañana. Las pequeñas eran nidos chatos y estúpidos, absolutamente iguales todos ellos, y las grandes, horribles monsturosidades infladas, con museos llenos de bienes comprados a la cultura continental. Claro está que comprar era mejor que robar, pero no mucho mejor, porque, en ciertos lugares, objetos que databan de los años 1400 y 1200 a. de C. venían a ser cosas robadas.

Todos se reían de la charla irreverente de Ken y hasta lo censuraban por su actitud, pero él replicaba que precisamente lo que lo hacía hablar así era la reverencia, es más, el respeto por las perspectivas y la atmósfera históricas. Las fechas históricas primitivas, especialmente los períodos de los años 1100 y 700 de nuestra era, constituían su pasión y hobby; en el colegio había sido siempre el mejor alumno de historia ..., de historia y de atletismo. Ya desde mucho tiempo atrás lo había atraído Europa y habría hecho el viaje por su propia cuenta, aun sin la circunstancia de la guerra, como marinero o lavaplatos, sólo por poder respirar aire histórico. Pero la guerra había estallado como si hubiera respondido a sus deseos y en 1917 Ken había ingresado inmediatamente en el ejército; durante su adiestramiento militar no dejó de temer que la guerra terminara antes de que él pudiera ir a Europa. Pero, aunque a último momento, pudo intervenir en ella. Se embarcó para Francia en un transporte atestado de tropas y había entrado en combate cerca de Compiegne, donde lo habían herido y no levemente, pues tuvo que permanecer durante varias semanas internado en un hospital. Se trataba de una herida en un riñón, de manera que, a decir verdad, ahora tenía sólo uno que cumplía sus funciones, el cual, por lo demás, le bastaba perfectamente. De todos modos, dijo luego riendo, venía a ser un inválido, porque hasta percibía una pequeña pensión que le era más útil que el riñón perdido. La señora van Tümmler observó que verdaderamente el joven no tenía nada de inválido, a lo que él replicó:

- No. gracias a Dios. Sólo una pequeña pensión.

Cuando abandonó el hospital dejó también el servicio, fue honorably discharged, recibió una medalla por su valentía y se quedó por tiempo indeterminado en Europa, donde se encontraba maravillosamente bien, en medio de antiguas fechas históricas. Las catedrales francesas, los campanili, palazzi y museos italianos, las aldeas suizas, un lugar como Stein am Rhein, todo eso era verdaderamente most delightful. ¡Y el vino que se bebía en todas partes, los bistros de Francia, las trattorie de Italia, los amables Wirtshauser de Suiza y de Alemania. con sus pintorescos nombres: zum Ochsem, zum Mohrem, zum 5ternem! ¿Dónde podría encontrarse algo semejante en América? Allí no había vino, sino tan sólo drinks, whisky y ron, pero no los frescos Schoppen de Alsacia, del Tirol o de Johannisberg, servidos en mesas de roble, en tabernas históricas o en un cenador de madreselvas. Good heovens! En América no saben vivir.

Alemania, Alemania era su país favorito; aunque, por lo demás, no había viajado mucho por él. Sólo conocía los alrededores del lago Constanza y, ciertamente muy bien, las provincias renanas. Sí, conocía las tierras del Rin, con sus gentes alegres y simpáticas, gentes tan amables, particularmente cuando estaban un poquito achispadas; conocía sus antiguas y venerables ciudades llenas de atmósfera histórica: Tréveris, Aquisgrán, Coblenza, la sagrada Colonia ... Bien podía uno intentar llamar sagrada a una ciudad norteamericana; ¡la sagrada Kansas City, por ejemplo, ja, ja! ¡Hablar de los dorados tesoros guardados por las ondinas del río Missouri, ja, ja! Pordon me! De Düsseldorf y de su larga historia, desde la época merovingia, sabía más que Rosalie y sus hijos juntos y hablaba, como un profesor, de Pipino el Breve, de Barbarroja, que hizo construir el palacio imperial, de Rindhusen, y de la iglesia sálica en Kaiserswerth, donde Enrique IV fue coronado rey siendo un niño; de Albert von Berg y de Jan Wellem del Palatinado; y aun de muchas otras cosas.

Rosalie décía que Ken podía enseñar también historia, así como enseñaba inglés. A esto replicaba él que no tendría muchos discípulos. ¡Oh, de ninguna manera!, respondía la señora von Tümmler. Ella misma, por ejemplo, a quien el joven había hecho darse cuenta de lo poco que sabía, se complacería en recibir algunas lecciones. Ken contestaba admitiendo que se sentiría un poco tímido y apocado (a bit fainthearted), y ella expresó entonces algo que había observado con cierta pena: era extraño, y hasta cierto punto penoso, que en la vida fuera la timidez la norma que rige las relaciones entre la juventud y la edad madura. La juventud se manifestaba reservada frente a la vejez, porque no esperaba, de la dignidad de ésta, comprensión del verde estado de la vida, en tanto que la vejez se sentía tímida frente a la juventud porque, a pesar de admirarla sinceramente como juventud, debido a la dignidad propia de los años, consideraba que era mensester ocultar su admiración detrás de las burlas de una falsa condescendencia.

Ken reía complacido y manifestaba su acuerdo a estos pensamientos; Eduard opinaba que su madre hablaba como un libro y Anna se quedaba mirándola, escrutadora. Rosalie se mostraba decididamente vivaz cuando se hallaba presente el señor Keaton y, a veces, desgraciadamente, hasta un poco afectada. Lo invitaba a comer con frecuencia y lo miraba, aun cuando el joven decía Pardon me detrás de su mano, con una expresión de maternal ternura, que a Anna (quien, a pesar del entusiasmo de Ken por la cultura europea, a pesar de su pasión por las fechas antiguas, como las del siglo VIII, y de sus conocimientos acerca de la historia de las antiguas tabernas de cerveza de Düsseldorf, encontraba al joven insignificante) le parecía un tanto cuestionable tocante a su carácter maternal y la hacía sentirse poco cómoda. Con harta frecuencia la señora von Tümmler preguntaba a su hija, con nerviosa aprensión, cuando esperaba la visita de Ken, si se le había enrojecido la nariz. Y, en efecto, se le había enrojecido, aunque Anna lo negaba tranquilizadora. Y si no se le habia enrojecido antes de la llegada del joven, se le encarnaba, en cambio extraordinariamente, cuando el señor Keaton se hacía presente. Pero entonces Rosalie ya no parecía preocuparse de tal cosa.

Anna tenía razón. Rosalie comenzaba a perder los sentidos por el joven profesor de su hijo, sin ofrecer la menor resistencia al rápido crecimiento de tal inclinacíon, tal vez sin darse ella muy bien cuenta de lo que le pasaba, y en todo caso sin réalizar ningún esfuerzo especial por manternerlo oculto. Señales que en otras mujeres no se habrían escapado a la observación de Rosalie -tales como suspiros y risas exageradamente gozosas cuando escuchaba el parloteo de Ken, miradas vehementes, seguidas de rápidas caídas de párpados, de sus radiantes ojos- parecían pasarle inadvertidas dándose en ella misma; y si no se jactaba de sus sentimientos, estaba demasiado orgullosa de ellos para querer convertirlos en un secreto.

La atormentada Anna comprendió claramente la situación en una noche muy calurosa de verano, ya corría septiembre, cuando, habiéndose quedado Ken a comer con la familia, Eduard, después de tomar la sopa, pidió permiso para quitarse la chaqueta, por el gran calor que hacía. Rosalie le contestó que los jóvenes no tenían por qué preocuparse de la etiqueta, de manera que Ken siguió el ejemplo de su alumno. No le importó en modo alguno la circunstancia de que, si bien Eduard tenía puesta una camisa de color, de mangas largas, él mismo no llevaba más que una camiseta blanca, deportiva, sin mangas, que dejaba al descubierto sus brazos desnudos, brazos bien torneados, redondos, vigorosos, blancos brazos juveniles que hacían comprender perfectamente que Ken hubiera sido, en el colegio, tan buen atleta como estudiante de historia. Desde luego que estaba muy lejos, lo mismo que Eduard, que nada veía, de advertir la agitación que el espectáculo de sus brazos determinaba en la dueña de casa. Pero Anna observaba con pena y compasión la inquietud de su madre. Hablando y riendo febrilmente, Rosalie parecía ora teñida de sangre, ora terriblemente pálida, y repetidas veces sus ojos huidizos, después de apartase de Ken, eran atraídos nuevamente por los brazos del joven, en los que se detenian durante algunos segundos, con expresión de profunda y sensual tristeza.

Anna, irritada por la candidez primitiva de Ken, en la cual sin embargo no confiaba plenamente, llamó la atención, tan pronto como encontró un motivo que lo justificara y que le fue ofrecido por la frescura de la noche que penetraba desde el jardín a través del abierto ventanal, sobre el peligro de contraer un resfriado en tales condiciones, por lo que recomendó a los jóvenes que volvieran a ponerse las chaquetas. Pero la señora von Tümmler se retiró de la velada casi inmediatamente después de levantarse de la mesa. Alegando tener jaqueca se despidió del huésped un tanto presurosamente y se encerró en su dormitorio. Tendida sobre la otomana, manteniendo el rostro oculto entre las manos y aun entre los cojines, inundaba de vergüenza, espanto y delicia, se confesó su pasión.

¡Dios mío, lo amo, sí, lo amo como nunca amé antes! ¿Es posible concebir tal cosa? Y sin embargo la naturaleza me ha llevado al estado de paz, al suave y digno estado de matrona. ¿No es una irrisión el que me quiera aún entregar al placer, como lo hago en mis pensamientos espantosos y deleitosos, cuando lo veo, cuando veo sus brazos propios de un dios, entre los cuales quiero verme locamente abrazada, junto a su magnífico pecho que, en medio de mi miseria y mi éxtasis, vi dibujarse debajo de la camisa? ¿Soy una vieja desvergonzada? No, no soy desvergonzada, puesto que me avergüenzo ante él y me avergüenzo frente a su juventud, y no sé cómo volver a enfrentarme con él, no sé cómo mirar a sus ojos amistosos, ingenuos, de niño, que no esperan de mí ninguna emoción ardiente. ¡Me ha golpeado con la varilla de la vida; sí, él mismo, sin darse cuenta de nada, me ha azotado y apimentado! ¿Por qué tenía que hablarme de eso en su juvenil entusiasmo por las antiguas costumbres populares? Y ahora, el pensamiento que me lo representa empuñando su vara me invade por completo, me inunda con una emoción de avergonzada dulzura. Lo deseo ... ¿Es que alguna vez deseé antes? Von Tümmler me deseaba, cuando yo era joven; accedí a sus deseos, lo acepté como novio, lo tomé por esposo y me entregué a su gallardía viril y ambos nos entregábamos al placer, cuando él lo deseaba. Esta vez soy yo quien desea, yo por mí misma, por mi cuenta, y puse mis ojos sobre él como un hombre pone los ojos sobre la mujer joven que ha elegido, esto es lo que hacen los años, esto es lo que hacen mi edad y su juventud. La juventud es femenina y masculina la relación de la edad madura con ella; pero la vejez no es feliz ni puede confiar su deseo, se siente llena de vergüenza y temor frente a la juventud y frente a toda la naturaleza, a causa de su ineptitud. Ay, me aguardan muchos sufrimientos, porque, ¿cómo puedo esperar que corresponda a mi deseo? Y aun cuando le gustara, ¿cómo esperar que consienta a mis pretensiones, como yo consentí a las de von Tümmler? Con esos firmes brazos que tiene, no es ninguna muchacha, no, no lo es; lejos de eso, es un joven que quiere desear por él mismo y que, según dicen, tiene mucho éxito, en ese respecto, con las mujeres. Aun aquí mismo, en la ciudad, tiene todas las mujeres que desea. Mi alma se retuerce y grita de celos ante semejante pensamiento. Sí, mantiene conversaciones en inglés con Louise Pfingsten en la Pempelforter Strasse, y con la Lützenkirchen, con Amélie Lützenkirchen, cuyo marido, el fabricante de cerámica, es un hombre gordo, asmático y perezoso. Louise es excesivamente alta y tiene pelo muy feo; sin embargo, cuenta sólo treinta y ocho años y puede infundir a sus ojos una expresión dulce. Amélie es sólo un poco mayor, pero bonita; sí, desgraciadamente es bonita, y su grueso marido la deja gozar de plena libertad. Es posible que sea ella a quien él abrace o a una de ellas; probablemente a Amélie, aunque también pudiera ser que simultáneamente a la alta Louise. ¿Será posible que sean estrechadas por esos brazos a los que aspiro con una vehemencia que las estúpidas almas de esas mujeres nunca alcanzarían? ¿Es posible que sean ellas las que gocen de su cálido aliento, de sus labios, y de esas manos que acarician sus cuerpos? Mis dientes, que aún se hallan en buen estado y que raramente exigieron atención, rechinan, sí, rechinan cuando pienso en eso. También mi aspecto es mejor que el de ellas; más digno de ser acariciado por esas manos. ¡Y qué ternura sería capaz de ofrecerle, qué indecible devoción! Pero ellas son fuentes que fluyen, en tanto que yo estoy reseca. Ni tengo derecho a sentir celos por nada. ¡Oh, celos torturadores, desgarradores celos! ¿Acaso en la reunión del jardín que tuvo lugar en la casa de los Rollwagen, el fabricante de máquinas Rollwagen y su mujer, donde él también había sido invitado, no vi con mis propios ojos, que lo ven todo, que él y Amélie cambiaban una mirada y una sonrisa que indudablemente indicaba algo secreto entre ellos? Y en aquel momento se me contrajo el corazón, ahogado de dolor. Pero no comprendí el significado de aquello, no pensé que estaba celosa, porque no podía suponerme capaz de sentir todavía celos. Pero ahora los siento, ahora lo comprendo; no trato de negarlo, no. Gozo con mis tormentos, que están en un maravilloso desacuerdo con los cambios físicos que se verifican en mí. Anna dice que lo psíquico sólo es una emanación de lo físico, y que el cuerpo moldea al alma de acuerdo con sus propias condiciones. Anna sabe mucho; Anna no sabe nada. No, no quiero decir que no sepa nada. La pobre ha sufrido, ha amado locamente y ha padecido llena de vergüenza. Por eso sabe mucho. Pero que el alma y el cuerpo sean conjuntamente transferidos a la apacible y digna condición de matrona es algo en lo que se equivoca, porque Anna no cree en el milagro, porque no sabe que la naturaleza puede hacer que el alma florezca maravillosamente, aunque sea ya tarde, sí, aunque sea ya demasiado tarde, que puede hacerla florecer en el amor, en el deseo y en los celos, como lo experimento ahora en mi bendito tormento. Sara, la anciana Sara, oyó detrás de la puerta de su cabaña lo que el cielo aún habría de concederle y rió. Por eso Dios se encolerizó con ella y dijo: ¿Por qué te has reído, Sara? Quisiera no haberme reído. Quiero creer en el milagro de mi alma y de mis sentidos, quiero venerar el milagro que la naturaleza opera en mí, esta dolorosa y turbada primavera de mi alma, y quiero avergonzarme sólo ante la bendición de esta tardía gracia del cielo ...

De esta suerte, aquella vez se confesó Rosalie su pasión. Después de pasar una noche llena de inquietud y de haber dormido profundamente unas pocas horas de la mañana, su primer pensamiento al despertar fue el de la pasión con la cual se veía agobiada, bendecida, y en modo alguno se le ocurrió resistirse a ella por simples motivos morales. La buena señora se sentía encantada al ver renacer en su alma la capacidad de consumirse en dulces dolores. No era particularmente piadosa, de modo que la idea de Dios, el Señor, no entró en sus consideraciones. La devoción de Rosalie se dirigía a la naturaleza y esa devoción la hacía admirada y alabada por lo que, como obrando contra sí misma, había hecho nacer en su alma. En efecto, era contrario a la conveniencia de la naturaleza ese florecimiento del alma y de los sentidos, que si bien hacía dichosa a Rosalie no la alentaba, pues era algo que debía disimularse, mantenerse secreto frente a todo el mundo, aun frente a su confidente hija, pero especialmente frente a él, frente a su amado, que no sospechaba nada de todo aquello y que no debía sospechado, porque, ¿cómo había ella osado poner los ojos en su juventud?

Y de este modo las relaciones con Keaton entraron en una faz, socialmente absurda, de cierta sumisión y humildad que Rosalie, a pesar del orgullo que experimentaba por sus sentimientos, no era capaz de evitar y que, a los ojos de un observador frío, como Anna, producía un efecto aun más penoso que el de la vivacidad y la excesiva alegría de la conducta de Rosalie al principio. Por último, hasta Eduard advirtió aquello; había momentos en que ambos hermanos, inclinadas las cabezas sobre sus platos se mordían los labios, mientras Ken, sin comprender el significado de aquel embarazoso silencio, dirigía miradas interrogativas a uno y a otro de los comensales. En busca de consejo y explicación, Eduard aprovechó la primera oportunidad que se le presentó para interrogar a su hermana:

- ¿Qué le pasa a mamá? -le preguntó-. ¿Es que ya no le gusta Keaton?

Y como Anna permaneciera callada, el joven agregó, torciendo la boca:

- ¿O es que le gusta demasiado?

- ¿Qué estás diciendo? -replicó Anna, en tono de reproche-. Estas no son cosas para jóvenes. Mira bien lo que dices y no te permitas manifestarme observaciones inconvenientes.

Y la muchacha continuó diciendo que Eduard bien podría considerar reverentemente que su madre, como les ocurre en su momento a todas las mujeres, estaba atravesando un período de dificultades orgánicas que perjudicaban su salud.

- ¡Muy novedoso e instructivo para mí! -exclamó irónicamente el muchacho, que estaba cursando el último año del Gymnasium. Pero aquella explicación era demasiado general para conformalo. La madre padecía de algo más especial que aquello, y aun ella misma, su muy respetada hermana, visiblemente estaba sufriendo por no poder hablar de aquel asunto con él, un joven tonto. Pero tal vez ese joven tonto podría prestar un útil servicio, sencillamente pidiendo que se alejara de allí a su profesor demasiado atractivo. Ya había aporvechado bastante las lecciones de Keaton; podría hacérselo presente a la madre y decirle que era tiempo de que aquél fuera otra vez honorably discharged.

- Hazlo como dices, querido Eduard -exclamó Anna; y él así lo hizo.

- Mamá -dijo Eduard-, creo que podríamos poner fin a mis lecciones de inglés y a los constantes gastos que ellas te ocasionan. Gracias a tu generosidad me he hecho dueño, con la ayuda del señor Keaton, de una buena base; me parece que, leyendo de vez en cuando libros ingleses por mí mismo, evitaré perder lo ya adquirido. Por lo demás, nadie puede aprender una lengua extraña en su casa. Es en el extrajero donde se la aprende, donde todos la hablan y donde uno está obligado también a hacedo. Si alguna vez viajo a Inglaterra o a Estados Unidos, con la base que tú generosamente me has procurado dominaré fácilmente el inglés. Como sabes, se aproximan mis exámenes finales, en los que no tengo que aprobar inglés, sino las lenguas clásicas, que me exigirán ahora una gran concentración. ¿No te parece pues que este es el momento en que debemos dar gracias a Keaton por sus esfuerzos y despedido del modo más cordial?

- Pero Eduard -replicó la señora van Tümmler al punto, y a decir verdad, al principio con cierta prisa-, me sorprende lo que dices y en modo alguno puedo decir que lo apruebo. Por supuesto que esas palabras muestran gran delicadeza de tu parte, pues quieres ahorrarme algunos de los gastos que exigen tus proyectos; pero esos proyectos son buenos, importantes para tu futuro y, como ves, nuestra situación no es por lo demás tal que no podamos gastar algún dinero para que adquieras el inglés, así como gastamos para que Anna siguiera los cursos de la Academia. No comprendo los motivos por los cuales quieres detenerte a mitad de camino en tu propósito de dominar la lengua inglesa. Bien podría decirse, querido hijo, y no lo tomes en mala parte, que no estás agradecido de mi complacencia para con tus deseos. Cierto es que los exámenes finales son serios y bien comprendo que ahora dediques todo tu tiempo a las lenguas clásicas. Pero las lecciones de inglés, un par de veces a la semana, Eduard, puedes considerarlas, según creo, más como un esparcimiento, una saludable distracción, que como un esfuerzo adicional. Además (y aquí hemos de considerar el aspecto personal y humano de la cosa) Ken, como le llamamos, o mejor dicho el señor Keaton, está con nosotros en una relación tal que ya no podemos decirle: Ahora es usted superfluo, y despedirlo sin mas ni más. No podemos decirle sencillamente: Caballerete, puede Usted marcharse. Se ha convertido en un amigo de la casa y, en cierto modo, en un miembro de la familia, de manera que, si lo despidiéramos así, tendría pleno derecho de ofenderse. Todos nosotros sentiríamos su falta; especialmente Anna, según creo, se contrariaría si Ken ya no veniera y nó continuara animando nuestras comidas con sus profundos conocimientos de la historia de Düsseldorf, si ya no nos hablara sobre las disputas por los derechos de sucesión que tuvieron lugar entre los ducados de Jülich y Cleves, y sobre el príncipe elector Jan Wellem, cuya estatua se halla en la plaza mayor. Tú mismo habrías de echar de menos su presencia, y hasta yo también. En suma, Eduard, que lo que me propones, aunque bien intencionado, no es necesario ni posible. Es mejor que dejemos las cosas como están.

- Como tú digas, mamá -admitió Eduard y se fue inmediatamente a informar a la hermana del fracaso de su gestión. Anna lé replicó:

- Ya me lo imaginaba, querido. En el fondo, mamá ha descrito correctamente la situación y estuve a punto de hacerte las mismas objeciones cuando me comunicaste tu proyecto. En todo caso, tiene razón al afirmar que Keaton es un agradable compañero y que todos lamentaríamos su ausencia. Vé pues adonde él está.

Eduard se quedó mirando a su hermana en el rostro, que permaneció impasible, se encogió de hombros y salió de la habitación. Ken estaba precisamente esperándolo en el cuarto de estudio. Allí leyeron unas cuantas páginas de Emerson y de Macauly, y luego una mystery story norteamericana que les dio tema para media hora de conversación; Ken se quedó a comer, a lo que ya no se lo invitaba expresamente desde hacía tiempo. El que se quedara después de las lecciones se había hecho ya una costumbre; y Rosalie, en esos días de dicha turbada por temerosa vergüenza, consultaba con Babette, la cocinera, sobre el menu, disponía ella cuidadosamente todos los detalles y descorchaba alguna botella de generoso Pfálzer o Rüdesheimer, junto al cual permanecían aún charlando una hora en el salón, después de la comida, y ella bebía más de lo acostumbrado para poder contemplar con mayor audacia al objeto de su insensato amor. Pero con frecuencia el vino le infundía una sensación de consancio y desesperación, y entonces se libraba en ella una lucha, de resultados fluctuantes, sobre si seguiría en el salón, sufriendo ante los ojos del amado, o si se retiraría a la soledad para llorar por él.

Como en octubre comenzó la temporada de reuniones sociales, Rosalie tenía ocasión de ver a Keaton aun fuera de su casa, en la de los Pfingstens, en la Pempelforter Strasse, en la de los Lützenkirchens, en la del engeniero Rollwagen, donde se reunía mucha gente. La señora von Tümmler lo buscaba y lo evitaba luego; se alejaba del grupo en que él se hallaba; hablando mecánicamente en otro, esperaba que él se acercara y le dedicara alguna atención; sabía siempre dónde se encontraba el joven; en medio del bullicio de las voces generales distinguía la suya y sufría atrozmente cuando creía percibir alguna señal de secreto entendimiento entre él y Louise Pfingsten o Amélie Lützenkirchen. Aunque el muchacho, fuera de su cuerpo bien desarrollado, su franca naturalidad y la cordial sencillez de su rostro, no ofrecía nada especial, era estimado y buscado en ese círculo de personas, aprovechaba gustosamente de la debilidad alemana por todo lo extranjero, y se daba cuenta de que su pronunciación del alemán, los pueriles giros de que se servía al hablar, gustaban mucho. Por lo demás a todos les complacia hablar inglés con él. Se le toleraba que concurriera a las reuniones vestido como se le antojara; no tenía ningún evening dress; pero, por otra parte, las costumbres sociales habían perdido desde años atrás su antigua rigidez, de suerte que ni en un palco del teatro ni en las veladas nocturnas era absolutamente obligatorio el smoking, y aun cuando la mayor parte de los caballeros presentes lo llevaron, Keaton era recibido con la ropa de ordinario, de calle, floja y cómoda: unos pantalones castaños con cinturón, zapatos también castaños y chaqueta gris de lana.

Así se movía con desenvoltura en los salones, se hacía agradable a las señoras con las cuales hablaba inglés y a aquellas otras con las cuales deseaba hacer lo mismo; cuando comía, siguiendo la costumbre de su país, cortaba primero la carne en trozos menudos, abandonaba el cuchillo en un borde del plato y luego, dejando colgar el brazo izquierdo, comía, empuñando el tenedor con la mano derecha, lo que había cortado. Continuaba practicando esa costumbre porque veía que sus vecinas y los señores que se sentaban frente a él lo observaban con gran interés.

Le gustaba charlar con Rosalie, aun en apartes, no sólo porque ella era una de las que le ayudaban a ganarse el pan, y por tanto una de las bosses, sino también por verdadera atracción. Porque, mientras lo intimidaban la fría inteligencia y las pretensiones intelectuales de la hija, la franqueza femenina y cordial de la madre le era simpática y, sin interpretar correctamente los sentimientos de ésta (nunca se le había ocurrido tal cosa), se dejaba envolver por la cándida atmósfera que emanaba de Rosalie, se complacía en ella y se cuidaba poco de ciertos signos de tensión, inquietud y desazón que él interpretaba como expresiones de la nerviosidad europea y que, por lo tanto, respetaba en alto grado. Junto con los tormentos que padecía Rosalie, hubo de verificarse en su aspecto un cambio, un rejuvenecimiento que llamaba la atención y que le mereció muchos cumplidos. Cierto es que su figura siempre se había conservado juvenil; pero lo que ahora sorprendía era el brillo de sus hermosos ojos pardos, que asumieron una expresión cálida y febril, agregando a su rostro un nuevo encanto; aumentaron de punto los colores del semblante que, tras ocasionales empalidecimientos, volvía rápidamente a recuperar su sonrosado color; los rasgos de su cara, ya llena, adquieran una mayor movilidad en las conversaciones, que solían ser alegres y siempre le ofrecían la posibilidad de corregir, mediante una risa, cualquier involuntaria expresión de su fisonomía. En esas reuniones sociales se reía mucho y a grandes voces, pues todos bebían liberalmente vino y ponche, de manera que lo que podría haber parecido excéntrico en la conducta de Rosalie se perdía en la atmosfera general de soltura y diversión, en la cual nada podía causar gran sorpresa. Su felicidad no reconocía límites cuando ocurría que, en presencia de Ken, alguna de las mujeres le dijera:

- ¡Querida, está usted asombrosa! Esta noche está encantadora. Eclipsa a las muchachas de veinte años. ¿No nos dirá usted cuál fue la fuente de la juventud que descubrió?

Y mayor era aun su gozo cuando Ken confirmaba aquella opinión diciendo:

- Right you are! La señora von Tümmler is peifectly delightful tonight.

Rosalie reía complacida y bien podía atribuirse su intenso rubor al placer que le proporcionaban tales cumplidos. Apartaba la mirada del joven, pero pensaba en sus brazos, y entonces volvía a sentirse invadida, inundada en todo su ser por una prodigiosa dulzura, cosa que le ocurría ahora muy a menudo y que las otras mujeres, puesto que la veían joven, puesto que la veían encantadora, no podrían dejar de advertir.

Fue después de una de esas veladas sociales cuando Rosalie rompió la promesa que se había hecho de conservar el secreto de su corazón -el ilícito y penoso; pero también fascinante, milagro psicológico que se había producido en ella- sólo para sí y de no revelarlo ni siquiera a su hija y confidente Anna. Pero una irresistible necesidad de comunicárselo le hizo romper la promesa y confiarse en su inteligente hija, no sólo porque anhelaba comprensión y simpatía cariñosa, sino también por el deseo de que aquello que la naturaleza había hecho nacer en su alma fuera entendido y honrado como el extraordinario fenómeno humano que en realidad era.

Las dos mujeres habían llegado a su casa alrededor de medianoche, después de haber viajado en un coche de alquiler por las calles cubiertas de nieve. Rosalie tiritaba de frío.

- Déjame, hija mía -dijo-, quedarme aún una media hora en tu dormitorio tan acogedor y cómodo. Tengo frío, pero me arde la cabeza y creo que, por el momento, no podré dormirme. No estaría mal, me parece, que prepararas un poco de té, para que terminemos con él la noche. Ese ponche de Rollwgen era muy fuerte. El propio Rollwagen lo prepara, pero no puede decirse que tenga una mano muy feliz; mezcla un dudoso jugo de naranjas con vino de Mosela y luego agrega champagne alemán. Seguramente mañana tendremos terribles dolores de cabeza y mal hang-over. Es decir, tú no. Eres prudente y bebes poco, pero charlando yo me distraigo y no me doy cuenta de que mi copa está siempre llena, y pienso que se trata aun de la primera. Sí, prepara té; nos hará bien. El té estimula, pero al propio tiempo calma, y un té caliente bebido en el momento oportuno nos preservará de contraer algún resfriado. En casa de los Rollwagen hacía excesivo calor (a lo menos a mí así me lo parecía), y luego, afuera, ese tiempo tan desapacible ... ¿Es que ya se anuncia otra vez la primavera? Hoy al mediodía, cuando me encontraba en el jardín público, creí que efectivamente percibía auras primaverales. Pero eso es lo que hace siempre tu tonta madre, tan pronto como ve que los días comienzan a alargarse y que la luz vuelve a aumentar. Sería bueno que encendieras la estufa eléctrica; aquí hace más bien frío, a esta hora. Hija mía, haz porque estemos cómodas, como tú sabes hacerlo tan bien. Quisiera gozar de una íntima atmósfera confidencial para conversar un poco a solas contigo antes de irnos a dormir. Mira, Anna, hace ya tiempo que abrigo el deseo de mantener contigo una conversación y, tienes perfecta razón, nunca me has negado la oportunidad de hacerlo. Pero existen ciertas cosas, hija, que para ser expresadas, discutidas, exigen una atmósfera particularmente íntima, una hora favorable, que nos desate la lengua ...

- ¿Qué cosas, mamá? No puedo ofrecerte crema con el té. ¿No quieres tomarlo con unas gotas de jugo de limón?

- Cosas del corazón, hija; cosas de la naturaleza, de esa naturaleza maravillosa, misteriosa, omnipotente, que a veces verifica en nosotros cosas extrañas, contradictorias y hasta incomprensibles. Tú también lo sabes. Querida Anna, en estos últimos tiempos he pensado mucho en tu aventura con Brünner (perdóname que me refiera a él), en las penas que padeciste y que en una hora no muy distinta de esta me confiaste dolorida llamándolas, con amargura contra ti misma, tu vergüenza. Y las llamaste así a causa del vergonzoso conflicto en que se encontraba tu razón, tu juicio, con tu corazón o, si lo prefieres, con tus sentidos.

- Tienes razón al corregir esa palabra, mamá. La palabra corazón es una patraña sentimental. No hay que llamar corazón a algo que es enteramente distinto de él. Nuestro corazón sólo habla con verdad cuando se lo consienten el juicio y la razón.

- Te complace creerlo así, pues siempre sostuviste la unidad y creíste que la naturaleza, sólo por sí misma, crea la armonía entre le alma y el cuerpo. Pero no puedes negar que aquella vez viviste en una relación inarmónica entre tus deseos y tu juicio. Eras muy joven en aquella época, de manera que tu deseo no tenía por qué sentirse avergonzado a los ojos de la naturaleza; sólo se avergonzaba ante los ojos de tu juicio que lo calificaba de humillante. El deseo no consiguió hacer frente a tu juicio, y en eso estribaron tu vergüenza y tus sufrimientos. Porque eres orgullosa, Anna, muy orgullosa; y no querrás admitir que pueda existir un orgullo por sólo el sentimiento, un orgullo del sentimiento, que se niega a enfrentarse con la razón o con cualquier otra cosa y se niega, asimismo, a justificarse ante cualquier cosa (ante el juicio y la razón, y también hasta ante la naturaleza misma); he aquí el punto en que no estamos de acuerdo. Para mí el corazón me importa sobre todas las cosas y si la naturaleza le infunde sentimientos que ya no le corresponden, con lo que parecería determinar una contradicción entre el Corazón y ella misma ... desde luego que ello constituye una dolorosa vergüenza, pero la vergüenza sólo atañe a la dignidad y en sí misma es dulce asombro y, en el fondo, reverencia ante la naturaleza y ante la vida que se complacen en obrar sobre un individuo en quien la vida se extingue.

- Pero, querida mamá -replicó Anna-, permíteme ante todo declinar el honor que acuerdas a mi orgullo y a mi razón. En aquella época habrían sucumbido, sin remisión, a lo que tú llamas poéticamente corazón, si no hubiera intervenido la suerte; y cuando me pongo a imaginar adónde me habría conducido mi corazón tengo que agradecer a Dios el que no haya podido seguir sus deseos. Soy la que menos derecho tiene de levantar una piedra. Pero no hablábamos de mí, sino de ti y, eso sí no quiero rechazar el honor que me haces al desear confiarme algo. Porque, ¿no es eso lo que quieres? Tus palabras me lo indican; sólo que, como son muy generales, son también oscuras. Dime pues cómo tengo que relacionarlas contigo y cómo tengo que comprenderlas.

- ¿Qué dirías, Anna, si tu madre, en sus días ya grises, se sintiera presa de un cálido sentimiento, del que sólo son capaces las jóvenes y las mujeres en sazón, pero no las ya agotadas?

- ¿Por qué empleas el modo condicional, mamá? Evidentemente te ocurre lo que acabas de decir. ¿Amas a alguien?

- ¡Y lo dices así, dulce hija mía! ¡Con qué libertad, osadía y franqueza expresas lo que tan difícil me es hacer aflorar a los labios y que durante tanto tiempo guardé escondido en mí, junto con todo el gozo avergonzado y toda la aflicción que ello supone, manteniéndolo oculto ante todo el mundo, y aun ante ti, con tanto rigor que verdaderamente tenías que haberte sentido caer de pronto de una nube, de la nube de la fe en la dignidad de matrona de tu madre! Sí, amo, amo ardiente, vehementemente, dichosa y miserablemente, como tú amaste en tu juventud. Mis sentimientos no resisten a la razón, así como tampoco los tuyos resistieron y, si me siento orgullosa de esta primavera del alma con que la naturaleza me obsequia tan maravillosamente, sufro empero, como tú sufriste en aquel momento, y me siento irresistiblemente impulsada a contártelo todo.

- Mamá, querida mamá, dímelo pues todo, pero con calma. Si te es tan difícil hablar, yo misma he de preguntarte. ¿Quién es?

- Será para ti una verdadera sorpresa saberlo, hija mía. Es el joven amigo de nuestra casa, el profesor de tu hermano.

- ¿Ken Keaton?

- El.

- Es él entonces. Pues bien, no tienes por qué sentirte temerosa, mamá, si comienzo por exclamar: ¡Incomprensible! aunque todo el mundo emplearía esa expresión. ¡Es tan fácil y tan tonto calificar de incomprensible un sentimiento que uno mismo no puede imaginar! Pero sin embargo (tanto es lo que temo herirte) permíteme que, con todo el cariño que me inspiras, te haga una pregunta: dices que eres presa de una emoción que no es propia de tu edad, te lamentas de abrigar sentimientos de los cuales ya no eres digna. Pero, ¿te has preguntado acaso si él, ese joven, es digno de tus sentimientos?

- ¿Digno él? Realmente no comprendo lo que quieres decir. Amo, Anna. Ken es el hombre más magnífico que mis ojos vieron.

- Y por eso lo amas. ¿No quieres que invirtamos esta relación de causa y efecto y que coloquemos cada término en su verdadero lugar? ¿Acaso no sería posible que el joven te parezca tan magnífico, sólo porque lo ... porque lo amas?

- ¡Oh, hija, separas lo que no es posible separar! Aquí en mi corazón, mi amor y su esplendor son una y la misma cosa.

- Pero, querida, queridísima mamá, estás sufriendo y yo deseo infinitamente ayudarte. ¿No podrías intentar siquiera por un instante (sólo un instante bastaría tal vez para hacerte bien) considerarlo, no a la glorificadora luz de tu amor, sino a la luz del día, en su realidad, como el joven bello y atractivo (desde luego que te concedo esto) que él es, pero que, como tal, ofrece poco motivo de sufrimiento y de pasión?

- Sé que tus intenciones son buenas, Anna. Estoy persuadida de que quieres aliviar mi dolor, pero no quiero que lo intentes a costa suya, haciéndole una injusticia. Y en verdad le haces una injusticia con tu luz del día, que es una luz falsa y propia para inducir a error. Dices que es hermoso, y hasta atractivo, y con esto quieres significar que es un hombre mediocre, que no hay nada especial en él. Pero yo te digo que es un ser humano enteramente excepcional, cuya vida conmueve el corazón. Piensa en su origen humilde; considera cómo, con la fuerza de su voluntad de hierro, cursó el colegio pagándose los estudios con el trabajo de sus manos y cómo se distinguió entre todos sus condiscípulos en historia y en ejercicios físicos; piensa qué rápido se alistó bajo banderas y cómo se comportó magníficamente, siendo soldado, hasta ser por fin honorably discharged ...

- Perdóname, pero eso es lo que hace cualquiera que no se proponga expresamente comportarse con deshonor.

- ¡Cualquiera! Otra vez vuelves a referirte a su mediocridad, y al hacerla así quieres decirme, si no ya directamente, sí por insinuaciones, que se trata de un joven simple e ingenuo. Pero olvidas que la ingenuidad puede, en ocasiones, ser victoriosa y noble y que el fondo de la ingenuidad de Ken es el gran espíritu democrático de su dilatada patria ...

- ¡Pero, si no le agrada su país!

- Sin embargo, es un genuino hijo de los Estados Unidos; de modo que si ama a Europa por sus perspectivas históricas y sus antiguas costumbres populares, esa circunstancia lo honra y lo distingue de la mayoría. No olvides que vertió sangre por su patria. Tú dices que cualquiera es honorable discharged, pero ¿es que a cada soldado le dan una medalla por la valentía demostrada, un Purple Heart, como recompensa por el heroísmo que exhibió luchando contra el enemigo y a costa de una herida, tal vez grave?

- Ah, querida mamá, según creo, en la guerra unos son heridos y otros no; uno cae y el otro logra sobrevivir, sin que ello tenga mucho que ver con la valentía. Para quien ha perdido una pierna o un riñón la medalla constituye un consuelo y una pequeña compensación por la desgracia sufrida; pero en general no es un signo de particular valentía.

- ¡En todo caso, sacrificó uno de sus riñones en el altar de la patria!

- Sí, tuvo esa desgracia y, con la ayuda de Dios, puede uno sobrevivir en casos de emergencia con un solo riñón. Pero sólo en casos de emergencia, porque ello es en sí mismo una falta, un defecto, consideración que limita algo el carácter magnífico de su juventud y que, a la luz del día, como es menester que lo examinemos, nos lo muestra, a pesar de su buena (o digamos mejor, normal) constitución corporal en lo que realmente es, un hombre no del todo completo, un inválido y no ya un ser humano perfectamente constituido.

- ¡Dios mío, que Ken no es un ser del todo completo! ¡Que Ken no está perfectamente constituido! Pero, pobre hija mía, es completo hasta el punto de ser magnífico, de modo que bien puede reírse de la pérdida de un riñón; y esta no sólo es mi opinión, sino también la de todos, especialmente la de las mujeres, que no cesan de andar tras él, y en quienes también él encuentra placer. Anna querida, buena e inteligente Anna, ¿sabes la razón por la cual, principalmente, me confié a ti y di comienzo a esta conversación? ¡Porque quería preguntarte y conocer tu sincera opinión sobre si Ken, a tu juicio y de acuerdo con tus observaciones, mantiene alguna relación amorosa con Louise Pfingsten o con Amélie Lützenkirchen o, quizás, con ambas a la vez, de lo cual es perfectamente capaz! Esta duda me atormenta y espero que consigas calmarme, puesto que puedes considerar estas cosas con sangre fría, por así decido, a la luz del día ...

- ¡Pobre mamá querida! ¡Cómo te atormentas! ¡Cómo sufres! No sabes cuán desdichada me haces. Pero no, no creo (cierto es que sé muy poco de la vida que lleva y no he sentido la menor inclinación por investigarla), ni nunca he oído decir que tuviera con la señora Pfingsten o la señora Lützenkirche, las relaciones que tú temes. Te ruego, pues, que te tranquilices a ese respecto.

- ¡Ojalá, buena hija mía, no me digas esto sólo por consolarme y aplicar un bálsamo a mi tormento, guiada por tu compasión! Pero mira, la compasión (aun cuando tal vez yo misma la esté buscando en ti) está también aquí completamente fuera de lugar, porque soy dichosa en mi tormento y vergüenza, y me siento colmada de orgullo por la primavera de dolor que ha surgido en mi alma; ten presente esto, hija, aun cuando aparentemente esté mendigando compasión.

- No me parece que estés mendigando nada. Pero en estos casos la dicha y el orgullo están tan estrechamente unidos con el sufrimiento que, verdaderamente, son con éste una y la misma cosa, de manera que, aunque no busques la compasión, ella te viene, de todos modos, de los que te aman y desean que tengas compasión contigo misma y que intentes librarte de este absurdo hechizo ... ¡Perdona mis palabras! Desde luego que son equivocadas, pero no puedo prestar gran atención a las palabras. Sólo tú me preocupas, querida mamá, y no desde hoy, no desde que me revelaste tu secreto, gesto que te agradezco. Con gran dominio de ti misma ocultaste celosamente ese secreto, pero no podía escaparse a los ojos de los que te aman, que vieron, en medio de encontrados sentimientos, que existía ese secreto, que desde hace meses te hallabas en una situación especial y crítica.

- ¿A quiénes te refieres cuando dices: los que te aman?

- Hablo de mí misma. En los últimos tiempos has cambiado extraordinariamente, mamá; es decir, no precisamente cambiado, no me expreso correctamente, porque eres sin duda la misma; pero cuando digo que has cambiado quiero significar con ello que se ha verificado una suerte de rejuvenecimiento en todo tu ser, palabra esta que tampoco es la adecuada, porque evidentemente no puede tratarse de un rejuvenecimiento real y verdadero de tu querida persona. Pero en ciertos momentos, y de modo un tanto fantasmagórico, a mis ojos te manifestabas como si, habiendo abandonado tu querida figura de matrona, fueras la mamá de hace veinte años, tal como yo la conocí, cuando era una niña; y es más aun, de pronto creía verte como nunca te vi, es decir, como debías de haber sido cuando tú misma eras una niña. Y esa alucinación, si es que se trataba de una mera alucinación, tenía, empero, cierta realidad y por lo tanto debería de haberme alegrado, debería haber hecho que mi corazón latiera de placer, ¿no es así? Pues bien, no ocurrió nada de eso, sino que, por el contrario, se me contraía el corazón y, precisamente en esos momentos en que te presentabas a mis ojos rejuvenecida, sentía una inmensa compasión por ti. Porque, en efecto, al propio tiempo veía yo que sufrías y que la fantasmagoría de que te hablo, no sólo se refería a tus sufrimientos, sino que más bien era la expresión, la manifestación de esa primavera de dolor a la que tú misma acabas de referirte. No es ese tu modo corriente de expresarte. Eres de ánimo sencillo, digna del más alto amor; tus ojos se pasean bien y con claridad por la naturaleza y el mundo, pero no por los libros; nunca has leído mucho. Hasta ahora nunca usaste palabras como las que emplean los poetas, palabras tan dolorosas y enfermizas y si, ello no obstante, ahora lo haces, significa que hay algo de ...

- ¿De qué, Anna? Si los poetas emplean tales palabras lo hacen precisamente porque las necesitan, porque el sentimiento y sus experiencias los obligan a usarlas; y así precisamente me ocurre a mí, y necesito esas palabras que, a tu juicio, están en desacuerdo con mi naturaleza. Y aquí no tienes razón. Convienen a quien las necesita y a quien no las teme, puesto que son empujadas a salir fuera del alma. Voy a explicarte, en cambio, tu alucinación, o la fantasmagoría en la cual creíste verme. Eso era la obra de su juventud, era la lucha de mi alma por medirse con su juventud, a fin de no sucumbir ante ella, de vergüenza e ignominia.

Anna lloraba. Ambas mujeres se abrazaron y mezclaron sus lágrimas.

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