Índice de La engañada de Thomas MannPresentación de Chantal López y Omar CortésSegunda parteBiblioteca Virtual Antorcha

I


Alrededor del año 1925 la señora Rosalie von Tümmler, viuda desde diez años atrás, vivía, con su hija Anna y su hijo Eduard, en Düsseldorf del Rin en condiciones, si bien no suntuosas, desahogadas. Su marido, el teniente coronel von Tümmler, había muerto a comienzos de la guerra, no en el combate sino en un accidente automovilístico y de modo por completo insensato, aunque bien podía afirmarse que había perdido la vida en el campo del honor; fue ese un duro golpe que la señora von Tümmler, de cuarenta años en aquel momento, sobrellevó con patriótica resignación; así había perdido, no sólo al padre de sus hijos, sino también a un amable marido, cuyos frecuentes desvíos de las normas de la fidelidad conyugal sólo constituían manifestaciones de una vitalidad exuberante.

Natural de las provincias renanas por su sangre y su dialecto, Rosalie había pasado los veinte años de su matrimonio en la activa ciudad industrial de Duisburg, donde von Tümmler tenía su destino militar; pero después de la pérdida del marido se había instalado en Düsseldorf, con su hija de dieciocho años y el hijo, doce años menor que la muchacha, en parte a causa de los hermosos parques que posee esa ciudad (porque la señora von Tümmler era una apasionada admiradora de la naturaleza), y en parte. porque Anna, una muchacha seria, sentía gran inclinación por la pintura y deseaba frecuentar la célebre Academia de Arte. Hacía diez años que la pequeña familia vivía en una calle de villas bordeada de tilos, llamada con el nombre de Peter von Cornelius, donde ocupaba una casita modesta, rodeada por un jardln y adornada con los muebles cómodos, aunque algo pasados de moda, de la época del casamiento de Rosalie; la casa se hallaba hospitalariamente abierta para un pequeño círculo de parientes y amigos, entre ellos profesores de la Academia de Pintura y también de la de Medicina, y una o dos familias de las esferas industriales. Las veladas que allí tenían lugar, si bien siempre dentro de los límites de las diversiones decorosas, dejaban traslucir cierta inclinación al vino, muy propia de las costumbres del país.

La señora von Tümmler era sociable por naturaleza. Dentro de sus modestas posibilidades la gustaba recibir en su casa. La sencillez y alegría de su temperamento, su cordialidad, de la cual era una expresión el amor a la naturaleza, le conquistaban las simpatías generales. Sin ser alta, poseía una figura esbelta y bien conservada, cabellos abudantes y ondulados, aunque ya francamente grises, y unas manos finas, si bien envejecidas y descoloridas por el paso de los años, que mostraban ya numerosas y extendidas manchitas, cual las pecas que aparecen en la piel en verano (fenómeno contra cuya aparición no se ha encontrado aún ningún remedio); producía una impresión juvenil, gracias a sus ojos pardos, brillantes y vivaces, precisamente del color de la corteza de las castañas, que resplandecían en un rostro femenino y encantador, de rasgos extremadamente agradables. La nariz poseía una ligera tendencia a enrojecerse, precisamente cuando la señora estaba en sociedad y excitada, defecto que trataba ella de corregir aplicándose un poco de polvos, aunque por lo demás era esta una medida completamente innecesaria puesto que, según la opinión general, el enrojecimiento de la nariz le sentaba maravillosamente.

Nacida en primavera, criatura de mayo, Rosalie había festejado el día en que cumplía sus cincuenta años con sus hijos y diez o doce amigos de la casa, damas y caballeros, sentada a la mesa, cubierta de flores, del jardín de una hostería iluminada con farolillos de colores y situada en las afueras de la ciudad. Entre el chocar de las copas y los brindis, ya graves ya jocosos, se había manifestado alegre en medio de la alegría general ... aunque no sin realizar algún esfuerzo; pues desde hacía bastante tiempo, y precisamente en aquella noche, su salud se veía afectada por cierto fenómeno de crisis orgánica, propio de su edad: la extinción de su condición física de mujer, fenómeno a cuyos progresos respondía ella repetidamente con resistencias psicológicas. Esa crisis orgánica le determinaba estados de ansiedad e inquietud, dolores de cabeza, días de melancolía y una irritabilidad que, aun en aquella noche de festejos, había hecho que algunos de los discursos llenos de humorismo que los caballeros pronunciaron en su honor le parecieran insoportablemente tontos. Había combiado miradas cargadas de leve desesperación con su hija, quien, como la señora sabía, no tenía necesidad de ninguna disposición especial, aparte de su habitual intolerancia, para encontrar estúpido aquel humorismo inspirado en el ponche.

Era muy aficionada a la hija, a quien la unía una intimidad de confidente y que, llevando tantos años a su hermano, había llegado a ser una verdadera amiga de la madre, que no le ocultaba nada, ni siquiera los malestares de su estado de transición. Anna, que tenía veintinueve años (pronto cumpliría los treinta), se había quedado soltera, circunstancia que Rosalie, por simple egoísmo, ya que prefería mantener a su hija junto a sí, como compañera de su vida doméstica, miraba no sin agrado. De estatura más elevada que la de su madre, la señorita von Tümmler poseía los mismos ojos pardos que aquélla ... aunque no precisamente los mismos, puesto que a los de la joven les faltaba la ingenua vivacidad de los maternales; su mirada era más bien fría y reflexiva. Anna nació con un pie contrahecho que, habiéndole sido operado en su infancia sin grandes resultados, la había excluido de la posibilidad de practicar el baile y los deportes; en fin, de participar en la vida de los jóvenes. Una inteligencia excepcional, don natural fortalecido por la desgracia física, hubo de compensarla de todo aquello a que había tenido que renunciar. Sólo con dos o tres horas de enseñanza privada por día había pasado con facilidad los cursos correspondientes al Gymnasium y aprobado los exámenes finales de competencia; pero luego, lejos de proseguir cursos científicos, se había inclinado por las artes plásticas, primero por la escultura y luego por la pintura, en la cual, aun siendo una joven alumna, había manifestado un extremo intelectualismo que, desdeñando la mera imitación de la naturaleza transfiguraba la impresión sensible de ésta en una severa visión cerebral, simbólicamente abstracta y, a menudo, en un cubismo matemático. La señora von Tümmler consideraba con cierto atribulado respeto las telas de su hija, en las cuales aparecían unidas las manifestaciones de las tendencias más evolucionadas con las de los primitivos, lo decorativo con lo profundamente intelectual, un sentido muy fino de las combinaciones de los colores con un severo ascetismo de las líneas.

- Es significativo, muy significativo, hija mía -decía la señora von Tümmler-. El profesor Zumsteg sabrá apreciarlo. El te ha alentado en este modo de pintar; tiene ojos y comprensión para estas cosas; porque verdaderamente se necesita tener ojos y comprensión para apreciar esto. ¿Qué nombre has dado a este cuadro?

- Arboles en una noche de viento.

- Eso da un indicio de lo que has querido representar. ¿Son estos conos y círculos, pintados sobre el fondo verde y amarillo, los árboles? ¿Y estas líneas tan singulares, que se desarrollan en forma de espiral, representan el viento de la noche? Es muy interesante, Anna, muy interesante. Pero, por Dios, hija, ¿qué has hecho de la bella naturaleza? ¡SI, por lo menos una vez, quisieras ofrecemos con tu arte algo que hable al corazón, algo que represente la callada vida de las flores, un ramo de frescas lilas pintado con tanta fidelidad que crea uno estar percibiendo su encatador aroma, y que el vaso que contenga ese ramillete sea una porcelana de Meissen, en la que se vean dos figuras, un caballero que besa la mano de una dama, y que en la mesa todo sea brillante y primoroso ...!

- Basta, basta, mamá. Tienes una imaginación extravagante. ¡Pero si ya no se puede pintar así!

- ¡Anna, no querrás decirme que, con tu talento, no puedes pintar algo semejante, algo que se dirija al corazón!

- Me interpretas mal, mamá. No se trata de que yo pueda o no hacerlo. Ya no se puede. La época y el estado actual del arte no admiten tales cosas.

- ¡Tanto peor y más triste para la época y el arte! No, perdóname, hija, no quise decir eso. Si la vida y el progreso hacen imposible lo que yo digo, no hay nada que lamentar; por el contrario, sería triste quedarse rezagado. Lo comprendo perfectamente. Y también comprendo que es menester tener talento para imaginar y trazar líneas tan significativas como las de tus cuadros. A mí no me dicen nada, pero comprendo claramente que son muy expresivas.

Anna se lanzó a besar a su madre, mientras mantenía apartados de ésta los pinceles mojados y la paleta. Y Rosalie también la besó, sintiéndose feliz de que su hija encontrara en el trabajo de su pintura, por más que a ella le pareciera sin vida, aunque de todos modos actividad práctica, consuelo y compensación por todo aquello a lo que había tenido que renunciar.

Anna von Tümmler había experimentado muy temprano hasta qué punto su cojear impedía que se desarrollara en el sexo opuesto, con respecto a ella, todo tipo de apreciación sensual, y se había armado contra ese hecho con un orgullo tal que, como suele acontecer, aun en los casos en que algún joven, a pesar de la deformidad de la muchacha, comenzaba a sentir verdadera inclinación por ella, ese sentimiento quedaba sofocado en su origen por obra de su fría incredulidad. Sin embargo, una vez, precisamente después del cambio de residencia, Anna había amado y se había avergonzado profundamente de su pasión, pues el objeto de ésta era la belleza física de un hombre joven, un químico ilustrado que, proponiéndose hacer dinero lo más rápidamente posible por el camino de la ciencia, había pasado de prisa su examen de doctorado y poco después lograba ocupar una posición prominente y lucrativa en la fábrica de productos químicos de Düsseldorf. Era moreno, y su belleza viril, junto con una naturaleza franca, que le conquistaba aun la simpatía de los hombres, y la eficacia y aplicación de que había dado pruebas, lo convirtieron en el objeto del entusaismo de todas las muchachas y señoras de la sociedad de la ciudad; tanto las jovencitas como las maduras se sintieron arrebatadas por él. Y la dolorosa vergüenza de Anna estribaba en haber sucumbido donde todas las demás sucumbían, en verse condenada por sus sentidos a un sentimiento que en todas alentaba y contra cuya profundidad luchaba en vano, tratando de mantener incólume su dignidad femenina.

Por lo demás, el doctor Brünner (que así se llamaba aquel joven), precisamente porque se sabía prático y ambicioso, manifestaba cierta afición por las cosas elevadas y procuraba con frecuencia charlar con la señorita von Tümmler. Cuando se encontraban en sociedad hablaba con ella de literatura y arte y, convirtiendo su voz insinuante en un susurro, le hacía divertidas observaciones sobre esta o aquella de las admiradoras que se lo disputaban y parecía querer sellar con Anna una especie de pacto contra las cargosas y livianas mujeres a las que ninguna deformidad había afinado la inteligencia. Por su parte, él no parecía tener la menor idea de lo que le ocurría a Anna ni de la dolorosa dicha que le procuraban sus burlonas observaciones sobre las otras mujeres, sino que tan sólo parecía buscar y encontrar en su inteligente amiga protección contra las persecuciones amorosas de que era víctima y una estima que, por la visto, le era valiosa. Para Anna la tentación de concedérsela había sido grande y profunda, aun sabiendo que lo único que la movía a ello era el deseo de disimular su debilidad por el encanto masculino de Brünner. Con dulce espanto comprobó que la asiduidad del joven iba tomando visos de verdadero galanteo y de una propuesta en regla. Y Anna no pudo dejar de confesarse que irremisiblemente se habría casado si él hubiera pronunciado al respecto una palabra decisiva. Pero Brünner no pronunció nunca aquella palabra. Su gusto por las cosas elevadas no bastó para hacerle pasar por alto el defecto corporal de la joven ni tampoco su modesta dote. Pronto se había alejado de ella y casado con la acaudalada hija de un fabricante de la ciudad de Bochum, en cuyo establecimiente químico Brünner ocupó una importante pósición, para desdicha y pena del mundo femenino de Düsseldorf y alivio de Anna.

Rosalie estaba enterada de esa dolorosa experiencia de su hija y lo mismo se habría enterado aun cuando Anna no se hubiera arrojado un día, en un acceso de incontenible emoción, al pecho de su madre y no hubiera vertido amargas lágrimas a causa de lo que llamaba su vergüenza. La señora von Tümmler, si bien no muy aguda en otras cuestiones, poseía un excepcional don, por entero exento de malicia, para comprender, por simpatía y compenetración, todo lo concerniente a las mujeres, tanto lo psíquico como lo fisiológico, todo aquello con que la naturaleza agobia a la mujer; de esta suerte, difícilmente se le escapaba alguna circunstancia o acontecimiento de ese tipo que tuviera lugar dentro del círculo de sus amistades. Por una sonrisa íntima, presuntamente inadvertida, por el rubor de un rostro o el brillo de unos ojos, Rosalie sabía que tal muchacha estaba enamorada de tal joven y confiaba sus descubrimientos a su hija, que no sabía nada de ello ni tenía deseo alguno de enterarse. Instintivamente, ora con placer, ora con pena, sabía muy bien cuándo una mujer se hallaba satisfecha con su marido y cuándo no. Reconocía con infalible seguridad un estado de embarazo desde su fase inicial y, como en tales casos se trataba de un orgulloso triunfo de la naturaleza, se expresaba espontáneamente en su dialecto y decía: Da is wat am kommem (Algo está en camino). Se alegraba cuando veía a Anna ayudar a hacer las tareas escolares al hermano menor, que cursaba entonces las últimas clases del Gymnasium, porque, en virtud de una sagacidad psicológica tan ingenua como certera, adivinaba la satisfacción que consciente o inconscientemente procuraba a la muchacha coja ese pequeño servicio que revelaba su superioridad con respecto al sexo masculino.

No puede decirse que Rosalie se interesara particularmente por su hijo, un muchacho alto y pelirrojo, muy parecido al difunto padre, y por lo visto poco dotado para cultivar las disciplinas clásicas, pues soñaba con la construcción de puentes y caminos y, según decía, aspiraba a ser ingeniero. Cuanto la madre le manifestaba era una fría amabilidad, sólo superficial y expresada sobre todo por conservar las formas. En cambio, la única verdadera amiga de Rosalie era la hija, de quien pendía su pensamiento. En virtud de la reserva de Anna, bien habría podido calificarse de unilateral la relación de confidencia que existía entre ambas mujeres si la señora no hubiera conocido todos los detalles de la vida emocional de su reprimida hija, la orgullosa y amarga resignación de su alma. De tal conocimiento, la madre había derivado el derecho y el deber de manifestarse ella misma, ante la muchacha, sin ninguna reserva.

Por eso aceptaba con imperturbable buen humor las sonrisas, a veces tiernamente indulgentes o tristemente irónicas, y aun en ocasiones levemente penosas, de su hija y confidente; y se sentía benévolamente gozosa cuando Anna la trataba con simpatía, y dispuesta a reírse de su propia sencillez de corazón, persuadida de que ello era justo y placentero; y como se reía de sí misma, lo hacía también de la expresión sardónica del rostro de Anna. Así sucedía, con frecuencia, especialmente cuando Rosalie daba rienda suelta a su fervor por la naturaleza, hacia la cual procuraba continuamente inclinar a la intelectual muchacha. No es posible expresar hasta qué punto Rosalie amaba la primavera, su estación, en la cual había nacido y que, según no dejaba de manifestar, siempre le había comunicado, de modo enteramente personal, misteriosas corrientes de saludable alegría de vivir. Cuando los pájaros comenzaban a cantar, en medio del suave aire primaveral, el rostro de Rosalie se ponía radiante. Cuando en el jardín las primeras flores de azafrán, los narcisos, los jacintos y los tulipanes brotaban y luego lucían en los arriates que circundaban la casa, aquella buena alma derramaba lágrimas de regocijo. Las amables violetas que florecían a lo largo de las carreteras que atravesaban las campiñas, las doradas flores de las retamas, los espinos rojos y blancos, y sobre todo las flores de saúco y el modo con que abrían sus brotes los castaños, blancos y rojos, todas esas cosas tenía que admirar Anna compartiendo el éxtasis de su madre. Esta iba a buscarla a la habitación orientada hacia el norte, que se había dispuesto como estudio de pintura, y la arrancaba de las abstracciones de su arte; entonces Anna, con una complaciente sonrisa, se quitaba la blusa de pintora y acompañaba a Rosalie, durante largas horas, en sus paseos; porque la muchacha tenía una sorprendente resistencia para andar a pie y, si bien en sociedad procuraba disimular su cojera moviéndose lo menos posible, cuando se veía libre y podía cojear a sus anchas era notable su vigor.

¡Qué tiempo hechicero aquel de la estación en que los árboles florecen, en que los caminos adquieren poesía, en que el amado y familiar paisaje de los paseos se engalana de encantadores colores, promesas blancas y rosáceas del fruto! Desde las espigas en flor de los altos álamos blancos que bordeaban el curso de agua a lo largo del cual ambas mujeres solían pasearse, caía cual nieve el polvillo del polen y cubría todo el suelo; y Rosalie, embelesada y dueña de muchos conocimientos de botánica, explicaba que los álamos eran vegetales dioicos, que cada ejemplar tenía únicamente flores de un solo sexo; unos, flores machos, y otros, flores hembras. Discurría placentera hablando a su hija de la diseminación del polen o, mejor dicho, del amable servicio que prestaba el céfiro a las criaturas de los campos, al llevar obligadamente el polen al estigma femenino que aguardaba casto; procedimiento de fecundación que Rosalie consideraba particularmente encantador.

La estación de las rosas la colmaba enteramente de dicha. En su jardín, ella misma cuidaba a la reina de las flores y la protegía solícitamente, por los abituales procedimientos de jardinería, de los insectos que pudieran dañarla; y durante todo el tiempo que duraba aquella gloria había siempre ramilletes de rosas frescas en los estantes y en las mesillas de su gabinete tocador; pimpollos, botones, y rosas completamente abiertas, rojas (pues las blancas no le gustaban), rosas de su propio jardín o bien obsequios de las amigas que la visitaban y que conocían su pasión. Rosalie, con los ojos cerrados, hundía el rostro en el ramo de rosas que le presentaban y, cuando después de un largo rato, levantaba la cabeza, aseguraba que aquello era el perfume de los dioses y que, cuando Psique se inclinó con la lámpara en la mano sobre el dormido Amor, seguramente el aliento de éste, sus rizos y mejillas, le habían colmado la dulce naricilla con ese aroma. Ese era el aroma del cielo y Rosalie no abrigaba la menor duda de que los espíritus bienaventurados que moraban allá arriba aspirarían el perfume de las rosas por toda la eternidad. A esto Anna replicaba escépticamente que, oliendo ese perfume con tanta frecuencia, se acostumbraría uno tanto a él que ya no lo percibiría. Pero la señora van Tümmler la regañaba por aquellas palabras que revelaban una conciencia impropia de su edad. Ya en tren de mofarse de cualquier cosa, añadía, podía aplicarse igualmente ese argumento a la bienaventuranza; pero la dicha, por ser inconscIente, no dejaba por eso de ser dicha. Esta fue una de las ocasiones en que Anna dio a su madre un beso de tierna indulgencia y reconciliación; luego ambas rompieron a reír.

Rosalie nunca usaba perfumes o esencias fabricadas, salvo la única excepción de un poco de fresca agua de colonia, que compraba en la perfumería de Farina, situada en la Jülichsplatz. Pero amaba, más allá de toda medida, y aspiraba, agradecida, profundamente y con extremo fervor sensual, todo cuanto la naturaleza ofrece para deleite de nuestro sentido del olfato: aromas dulces, acres y hasta los cálidos y turbadores. Cuando paseaban por la campiña, lo hacían siempre por un lugar que presentaba un declive del terreno; era una larga depresión de tierra, cual un barranco, cuyo fondo estaba densamente cubierto por arbustos de jazmines y alisos. En los cálidos y húmedos días de junio que amenazan tormenta, subían de allá abajo oleadas de un aroma cálido y turbador. A pesar de que a Anna tales efluvios solían producirle jaqueca, acompañaba hasta allí a su madre, una y otra vez. Rosalie aspiraba gozosa las vaporosas oleadas, se detenía, volvía a ponerse en movimiento, volvía a detenerse, se inclinaba sobre el barranco y exclamaba:

- ¡Hija, hija, qué maravilla! Este es el aliento de la naturaleza, este es el aliento vivo de la naturaleza, calentado por el sol y embebido de humedad, y que ella tan deliciosamente nos envía desde su seno. Gocémoslo, reverenciándolo, pues también nbsotros somos sus criaturas.

- A lo menos tú sí lo eres, mamá -dijo Anna tomando del brazo a la embelesada mujer y apartándola de allí, cojeando-. A mí me gusta menos que a ti; esa mezcla de olores me oprime las sienes.

- Sí, porque estás contra la naturaleza -replicó Rosalie- y no le rindes ningún 'homenaje con tu talento, sino que, por obra de tu arte, deseas colocarte por encima de ella, convertirla en un mero tema del intelecto, como tú misma te jactas de hacerlo, y transfigurar tus percepciones sensibles en Dios sabe qué ... en pura frialdad. Yo te respeto, Anna; pero si estuviera en el lugar de la querida naturaleza, sin duda me ofendería con vosotros, los artistas.

Y entonces le propuso seriamente que, si su arte tenía que ser absolutamente abstracto y transpositivo, por lo menos intentara una vez expresar en colores los aromas de la naturaleza.

Se le había ocurrido esta idea en julio, cuando florecen los tilos, que era para ella la época favorita del año: durante una o dos semanas las avenidas, bordeadas de árboles, colmaban toda la casa, a través de sus ventanas abiertas, con el aroma indescriptiblemente puro, suave y mágico de su floración tardía; y la sonrisa de embeleso en ningún momento se borraba de los labios de Rosalie. Fue entonces cuando dijo:

- Esto es lo que los artistas deberían pintar; trata de aplicar tu arte a esto. Supongo que no deseáis desterrar enteramente a la naturaleza del arte; porque, en rigor de verdad, siempre partís de la naturaleza para llegar a vuestras abstracciones, y tenéis necesidad de algo sensorial para poder transponerlo al plano intelectual. Ahora bien, los olores, si es lícito que lo diga así, constituyen algo sensorial y abstracto al propio tiempo; no los vemos, pero nos hablan de modo etéreo. Debería fascinarte la idea de transmitir una dicha invisible al sentido de la vista, sobre el cual, después de todo, descansa el arte de la pintura. Vamos, procura hacerlo. ¿De qué vale entonces vuestra paleta de pintores? Mezcla en tu paleta las felices sensaciones y llévalas a la tela como goce cromático; ponle como título, Aroma de los tilos, para que el espectador sepa qué era lo que te proponías representar.

- Pero, querida mamá, eres asombrosa -replicó la señorita van Tümmler-. ¡Planteas problemas que a ningún maestro de pintura se le ha ocurrido plantear! ¿No comprendes que eres una romántica incorregible, al hablarme de tu mezcla cinestésica de impresiones sensoriales y de transformación mística de los olores en colores?

- Admito que merezco tu erudita mofa.

- No, no eres merecedora de ninguna mofa -replicó Anna vehementemente.

Pero durante un paseo que realizaron a mediados de agosto, una tarde de mucho calor, les ocurrió algo singular que bien podía considerarse una mofa.

Mientras andaban por la campiña, bordeando el lindero de un bosque, percibieron de pronto un olor a almizcle, al principio tenue, pero luego cada vez más intenso. La primera en olerlo fue Rosalie, que exclamó:

- ¡Ah!, ¿de dónde viene esto?

Anna percibió pronto aquel olor.

- Sí, también yo lo siento; es un olor como el de los perfumes de almizcle. Sí, es un olor inconfundible.

Unos pasos más bastaron para que descubrieran su fuente, la más repugnate que pudiera imaginarse. Al borde del camino, y bajo el calcinante sol, se veía un montón de inmundicias rodeado por una nube de moscas verdes, que ambas mujeres prefirieron no investigar de más cerca. Había allí una porción de excrementos animales, o tal vez humanos, restos de vegetación pútrida y el cuerpo, en avanzado estado de descomposición, de algún animalillo del bosque, confundido con todo aquello, en suma, nada podía ser tan repugnante como aquel prolífico cúmulo de inmundicias; pero sus efluvios, que atraían por centenares a las moscas, no podían llamarse, en su ambivalencia, nauseabundos, sino que indudablemente componían el olor del almizcle.

- Salgamos de aquí -exclamaron simultáneamente las dos mujeres, y Anna, arrastrando su pie del modo más vigoroso posible, se colgó del brazo de la madre. Por un rato permanecieron silenciosas, como si cada cual tuviera que digerir la extraña impresión para sí misma. Por ultimo, Rosalie dijo:

- Esto explica por qué nunca me gustó el almizcle. No logro comprender por qué alguna gente lo usa como perfume. Según creo, la algalia es de esta misma naturaleza. Las flores nunca huelen así; en las clases de historia natural me enseñaron que muchos animales la segregan de ciertas glándulas: las ratas, los gatos, el gato de algalia, el almizclero. En Kabale und Liebe, de Schiller, aparece un hombre, un cortesano adulador, absolutamente tonto, del cual se dice que se presenta chillando y difundiendo un intenso olor a almizcle por todo el escenario. ¡Cuánto me ha hecho reír siempre ese pasaje!

Y así ambas mujeres se serenaron. Rosalie era todavía capaz de emitir la cálida risa que le surgía a borbotones del corazón, aun en ese período en que los desequilibrios orgánicos de su edad, la espasmódica desintegración y extinción de su condición femenina, la turbaban psíquica y fisiológicamente. La naturaleza le había concedido un amigo que se encontraba muy cerca del hogar de Rosalie, en un ángulo del jardín público al cual se llegaba por la calle Malkasten. Se trataba de una vieja encina solitaria, nudosa y áspera, que exhibía parcialmente sus raíces y cuyo tronco encorvado se dividía, a una altura moderada, en gruesas ramas torcidas que a su vez se ramificaban en nudosos renuevos. En algunos lugares el tronco estaba hueco y había sido rellenado con cemento; la administración del parque había hecho algo por conservar aquel árbol centenario. Pero habían muerto muchas de sus ramas, en las cuales ya no brotaban hojas, y que se elevaban hacia el cielo como garras desnudas y encorvadas; otras sólo presentaban algunas escasas hojas diseminadas en lo alto del árbol, donde cada primavera renacía algo de verde, en las dentadas y lobuladas hojas que, agrupándose victoriosas en la alta copa, siempre habían sido consideradas sagradas. Rosalie quedaba extasiada contemplando aquel árbol; desde el nacimiento del primer brote seguía paso a paso el proceso de floración y de crecimiento del follaje, en aquellas ramas y tallos de la encina por los que todavía corría la vida, y, día a día, participaba de tal espectáculo, con cariñoso interés. Cerca del árbol Anna y Rosalie se sentaron en un banco que había junto al borde de la espesura.

- ¡Viejo valiente! -exclamó Rosalie-. ¿Puedes mirarlo sin sentirte conmovida? Mira cómo está allí erguido, resistiéndolo todo; mira esas raíces, gruesas como un brazo, que se extienden por la tierra y anclan en el nutritivo suelo. Han pasado muchas tormentas y sobrevivirá aun a muchas más. No sucumbirá a ellas. Hueco, rellenado con cemento, ya no puede producir un follaje completo; pero, cuando le llega la hora, la savia vuelve a correr por él, aunque no por todas partes. De todos modos consigue exhibir algo de verde y la gente lo respeta y aprecia su valentía. ¿Ves allá arriba aquel brote de hojillas que el viento sacude? En torno de él ya no se ve nada verde, pero aquel tallito salva el honor.

- Desde luego, mamá. Es muy digno de respeto, como tú dices -la interrumpió Anna-; pero si a ti no te importa, preferiría volver ahora a casa. Siento dolores.

- ¿Dolores? Pero sí, hija querida, ¿cómo pude olvidado? Me reprocho el haberte traído conmigo. Me quedo contemplando a este viejo compañero y no reparo en que tú estás retorciéndote de dolor en el banco. Perdóname. Tómate de mi brazo y marchemos.

La señorita von Tümmler padecía vivos dolores corporales poco antes de sus períodos de menstruación; no se trataba de nada grave, sino sencillamente, como los médicos lo habían establecido. de una ligera deficiencia constitucional que era menester aceptar. Por eso, en el corto trayecto que las separaba de la casa, Rosalie dirigió a su hija dolorida palabras suaves y reconfortantes, amables y bien intencionadas, y además, y esto particularmente, llenas de cierta envidia.

- ¿Recuerdas? -le dijo-. Lo mismo sucedió la primera vez, cuando no eras más que una niña; y cuando te ocurrió esto viniste a contármelo atemorizada. Entonces te expliqué que se trataba de un fenómeno natural y necesario y que más bien había que alegrarse de lo que, a decir verdad, es una especie de día de gloria, porque venía por fin a manifestarse que te habías convertido en mujer. Cierto es que, antes de que se produzca, padeces dolores; bien sé que este no es un proceso estrictamente necesario; yo nunca los tuve, pero es frecuente que así ocurra. Aparte de ti conozco a dos o tres mujeres que también sufren dolores en estas ocasiones. Y entonces me digo: Dolores a la bonne beure', porque para nosotras, las mujeres, los dolores son algo distinto de lo que son en otras criaturas de la naturaleza, y sobre todo en los hombres. Los hombres no sienten ningún dolor, excepto cuando están enfermos, y la verdad es que los soportan muy mal. Aun van Tümmler, tu padre, los sobrellevaba muy mal, tan pronto como los sentía en alguna parte de su cuerpo. Y no olvides que era un oficial y que murió como un héroe. Nuestro sexo se conduce de modo distinto respecto del dolor. Lo soportamos con mayor paciencia; somos víctimas sufridas, nacidas para el dolor, por así decirlo. Porque, considera que después de todo las mujeres conocemos el dolor sano y natural, el dolor ordenado por Dios, el sacro dolor del alumbramiento que es algo que les está negado a los hombres. Los hombres, esos tontos, se horrorizan al oír nuestros gritos lanzados a medias inconscientemente, se hacen reproches y se llevan las manos a la cabeza, siendo así que nosotras, en medio de todos nuestros gritos, en el fondo nos estamos riendo de ellos. Cuando te traje al mundo, Anna, aquello fue muy duro. Desde los primeros dolores, hasta que tuvo lugar el nacimiento, transcurrieron treinta y seis horas que Tümmler pasó recorriendo la casa de un extremo a otro, con las manos en la cabeza; sin embargo, aquella era una gran festividad de la vida y no era yo misma la que gritaba sino que ella gritaba. Sí, era un sagrado éxtasis del dolor. Con Eduard no lo pase ni la mitad de mal, aunque para un hombre habrían sido dolores mas que suficientes; nuestros señores y amos no querrían por cierto participar de ellos. Mira, los dolores son habitualmente los avisos que la naturaleza, siempre benigna, nos da de que una enfermedad se está desarrollando en nuestro cuerpo. ¡Hola -nos dice-, aquí hay alguna cosa que no está en regla! Haz algo contra eso; no tanto contra el dolor mismo sino contra lo que él está indicando. También en nuestro caso hay algo de eso y, desde luego, que tiene un significado. Sin embargo, como tu sabes, los dolores que preceden a tu período menstrual no tienen ese sentido ni te dan aviso de nada. Es un juego entablado entre las distintas clases de los dolores de la mujer, y como tal es honroso. Debes pues considerarlo como un acto de la vida de las mujeres. Mientras seamos tales, es decir mujeres, no ya niñas ni aun ancianas incapaces, siempre se repite un fluir intensificado de la sangre de la vida en nuestros órganos de madres, por el cual la buena naturaleza los prepara para recibir el huevo fecundado y, si verdaderamente hay uno, como, después de todo, aun en mi larga vida hubo de ocurrir sólo dos veces y con un largo intervalo entre una y otra, nos quedamos embarazadas. ¡Dios, qué gozosa sorpresa cuando me faltó por primera vez el período menstrual, hace ya más de treinta años! Eras tú, hija mía, aquello con que yo estaba bendecida, y aún recuerdo cómo se lo comuniqué a Tümmler ruborizada y apoyando mi cabeza en la suya; le dije, en voz muy baja: Robert, ha ocurrido. Todos los síntomas lo dicen. Me ha tocado el turno; da is wat am kommen ... (algo está en camino).

- Querida mamá, hazme únicamente el favor de no hablar en el dialecto renano; en este momento me irrita.

- ¡Oh, perdóname, corazón! Irritarte es lo único que no se me habría ocurrido hacer. Lo dije así porque aquella vez, en mi bienaventurada confusión, efectivamente le hablé a von Tümmler en dialecto. Y, en fin, estamos hablando de cosas naturales, ¿no es cierto?, y a mi juicio la naturaleza y el dialecto tenen una relación íntima, así como la naturaleza y el pueblo; si digo algo insensato, corrígeme, puesto que eres mucho más inteligente que yo. Sí, eres inteligente, y sin embargo como artista no te llevas bien con la naturaleza, sino que pretendes trasponerla a un plano intelectual, reducirla a cubos y espirales. Y puesto que estábamos hablando de cosas afines, me pregunto ahora si no tendrá alguna relación también tu actitud orgullosamente intelectual respecto de la naturalera, con los dolores que ella te causa en los momentos que preceden a tu período menstrual.

- ¡Pero mamá! -exclamó Anna sin poder contener la risa-. ¡Me regañas porque soy intelectual, y tú misma propones insostenibles teorías intelectuales!

- Si consigo distraerte un poco, hija, la más ingenua de las teorías me parecerá buena. Pero lo que te decía acerca de los dolores femeninos lo creía seriamente; quería aliviarte. Tienes que estar alegre y orgullosa con tus treinta años, porque este es el momento en que tu sangre adquiere todo su vigor. Créeme que me sentiría gozosa de poder experimentar los dolores corporales que te afligen. Pero, desgraciadamente, ya se me ha pasado el tiempo de tales cosas; ese fenómeno se hizo cada vez más raro e irregular y, por fin, desde hace ya dos meses, no se ha verificado en mí. Ah, ya no me ocurre lo que es propio de las mujeres, como dice la Biblia, según creo, refiriéndose a Sara; sí, Sara, en la que se dio un milagro de fructificación. Pero esa no es más que una historia piadosa de las que hoy ya no tienen lugar. Cuando no nos ocurre lo que es propio que le ocurra a una mujer, ya no somos ni siquiera mujeres, sino tan sólo gastadas cubiertas secas de mujer, inútiles y excluidas de la naturaleza. Hija querida, créeme que esto es muy amargo. Pienso que con los hombres ocurre habitualmente de modo distinto, pues lo sexual dura en ellos mientras están vivos. Conozco a algunos que todavía a los ochenta años no dejan tranquila a ninguna mujer. Tümmler, tu padre, era uno de ésos, si bien hube de aparentar que no veía esas cosas, cuando ya era él teniente coronel. ¿Qué son cincuenta años para un hombre? Si tiene algún temperamento, esos cincuenta años no le impiden ser un conquistador, y muchos con las sienes ya grises tienen fortuna con muchachas muy jóvenes. Pero a nosotras nos está concedido desplegarnos como mujeres, en cuanto a la vida de nuestra sangre femenina, sólo hasta los treinta y cinco años; a esa edad alcanzamos la plenitud de seres humanos, pero cuando llegamos a los cincuenta tenemos que retirarnos, se extingue nuestra capacidad de engendrar y, frente a la naturaleza, no somos más que trastos viejos.

A estas duras palabras Anna respondió lo contrario de lo que otras mujeres, con pleno derecho, habrían contestado. Dijo:

- Según hablas, mamá, y por el modo. en que pareces rechazar la dignidad que es propia de una mujer madura, cuando ha llenado su vida, me haces pensar en que no comprendes que la naturaleza, a la cual tú amas por encima de todo, transfiere a esa mujer a una nueva condición, apacible, honrosa y más amable, en la cual aún puede continuar dando y constituir algo muy importante, tanto para su familia como para aquellos que no están muy próximos a ella. Dices que envidias a los hombres porque la vida sexual de éstos está menos estrictamente limitada que la de las mujeres, pero dudo de que en ello haya algo que respetar, de si existe un motivo para envidiarlos. De todos modos, piensa que, en los pueblos civilizados, siempre se ha rendido a la matrona los honores más cumplidos, que se la ha considerado aun como algo sagrado, y sagrada te consideraremos en la dignidad de tu vejez querida y encantadora.

- Querida -dijo Rosalie, atrayendo junto a sí a Anna, mientras caminaban-, hablas de modo tan inteligente y reflexivo, a pesar de tus dolores, que me siento avergonzada. Yo quería consolarte y ahora ocurre que eres tú quien consuela a su tonta madre por sus indignas tribulaciones. Pero créeme, hija querida, que la dignidad y la resignaClon son cosas difíciles de lograr, muy difíciles. Mira, hija, ya lo es sólo para el cuerpo, que tiene que adaptarse a un nuevo estado; y esto por si mismo constituye suficiente tormento. Y además, cuando se posee un animo que no quiere saber mucho de dignidad ni de la honrosa condición de matrona y que se rebela contra la aridez del cuerpo, la resignacion comienza a resultar verdaderamente dura. Lo más difícil es que el alma se acomode a la nueva constitución del cuerpo.

- Desde luego, mamá, lo comprendo perfectamente. Pero, mira, cuerpo y alma son una misma cosa; lo psíquico no es menos naturaleza que lo físico. La naturaleza abarca también lo psíquico, de manera que no tienes que temer que tu alma deje de armonizar por mucho tiempo con los cambios de tu cuerpo. Tienes que considerar lo psíquico como una emanación de lo corporal, y si tu pobre alma se siente cargada con la difícil tarea de ajustarse a la cambiada vida del cuerpo, pronto comprenderás que, en realidad, nada tiene que hacer sino dejar que el cuerpo cumpla su obra sobre sí mismo y también sobre el alma, con arreglo a su propio estado.

La señorita von Tümmler sabía muy bien por qué decía estas cosas, pues por la época en que Rosalie le había hecho tales confidencias se veía con frecuencia en la casa un nuevo rostro, y a las observaciones silenciosas y aprensivas de Anna no se le habían escapado las consecuencias de la situación embarazosa que se estaba preparando.

El nuevo rostro, enteramente vulgar, según le parecía a Anna, ni siquiera de expresión inteligente, pertenecía a un joven llamado Ken Keaton; era él un hombre de veinticuatro años de edad, norteamericano, que había llegado a Europa con motivo de la guerra y que, haciendo algún tiempo que residía en la ciudad, daba en distintas casas lecciones de inglés, o bien mantenía conversaciones en ese idioma, con las mujeres de ricos industriales, a cambio de ciertos honorarios. Eduard, que cursaba el último año del Gymnasium, había oído hablar de este joven en Pascuas y rogado a su madre que contratara al señor Keaton para que por las tardes, varias veces a la semana, le enseñara el inglés. Porque, a decir verdad, el Gymnasium le había ofrecido amplios conocimientos de griego y latín, y afortunadamente también suficientes matemáticas, pero no el idioma inglés, que, en el fondo, le parecía muy importante a los efectos de su futura carrera. Tan pronto como hubiera terminado con todos esos aburridos estudios humanistas, deseaba ingresar en el Politécnico, y al terminar sus estudios allí proyectaba completarlos en Inglaterra o tal vez en El Dorado de la técnica, los Estados Unidos. Por eso se sintió dichoso y agradecido cuando su madre, accediendo a la claridad y firmeza de la voluntad de Eduard, se mostró dispuesta a complacer sus deseos; y las lecciones que le daba Keaton los lunes, miércoles y sábados lo llenaban de placer porque, aparte de ajustarse a sus furturos proyectos, resultaba también divertido aprender desde el principio una nueva lengua como si se tratara de un abecedario o de la cartilla de los ninos: vocablos de ortografía a menudo peregrina, de pronunciación verdaderamente extraordinaria, en la cual Ken, al hacer nacer sus eles de un lugar de la garganta más profundo que aquel en que nacían las del dialecto renano, y al articular el sonido de las erres haciendo rodar la lengua hasta los alvéolos, parecía, en las exageraciones de su enseñanza, burlarse cómicamente de la lengua materna.

- I sllep like a top (dormí como un topo). Alfred is a tennis playerr. His shoulders are thirty inches brr-oaoadd (Alfred es un jugador de tenis. Sus espaldas tienen treinta pulgadas de ancho).

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