Indice de Los juglares de Ramón Menendez Pidal ¿Qué era un juglar? Diversas clases de juglares y de instrumentos músicales que tocaban Biblioteca Virtual Antorcha

LOS JUGLARES

Ramón Menendez Pidal

El juglar y los tipos a él afines



Los escritores eclesiásticos desde la más remota Edad Media no cesan de usar los términos de la antigüedad clásica: mimi, histriones, thymelici, para indicar gentes de su época actual que practicaban espectáculos indecorosos y condenables. Los tres nombres designan tipos procedentes del teatro romano, que luego extendieron su acción por las plazas, las calles y las casas para divertir a un público más reducido, o se establecieron en los palacios de los reyes como hombres de placer. No sabemos concretamente en qué medida estos tipos continuaban las artes declamatorias y mímicas del teatro antiguo, ni en qué grado practicaban otros ejercicios muy diversos; y ateniéndonos a su aspecto literario, no sabemos, si acaso cantaban, nada de aquello que cantaban. Tenemos, referente al siglo VI, noticia de un muchacho, mimo del Rey suevo de Galicia, Mirón, que por una burla irrespetuosa para con San Martín recibió un castigo del cielo; y este mimo, acaso más que artes literarias, ejercería las de mero truhán o bufón: erat enim mimus regis, qui ei per verba joculatoria laetitiam erat solitus excitare. Tales verba joculatoria serían dichos de bufón, como la burla castigada por el cielo. Un siglo después hallamos ya la voz jocularis designando al histrión, pero tampoco sabemos nada de sus artes.

Desde el siglo VII aparece en la Europa central, mezclado a los nombres anteriores, algún raro ejemplo de esa nueva denominación: jocularis, usado como sustantivo, o joculator, para designar persona que divertía al Rey o al pueblo. No sabemos tampoco si esta nueva denominación significó un tipo de actores sensiblemente diversos de los anteriores, o si sólo representó una ligera variedad local que irradió e impuso su nombre por las demás regiones; lo cierto es que el nombre juglar fue el que se vulgarizó en las lenguas modernas en lugar de todos los otros, y como equivalente más o menos exacto de todos los otros. En España las primeras menciones seguras del nuevo nombre son de 1116 y 1136, en que aparecen juglares en Sahagún y en la Corte de León.

P. Meyer, y con él Gautier y Faral, creen que los juglares son simplemente herederos de los mimos romanos. Mas para P. Rajna y G. Paris, los variadísimos ejercicios del juglar debieron tener orígenes múltiples, derivándose, en parte, de los que practicaban los músicos y escamoteadores ambulantes de la sociedad romana, y, en parte, de los hábitos propios de los scopas o cantores bárbaros. Esta última opinión parece la más verosímil; si el juglar tiene, por ejemplo, entre sus múltiples aspectos, el de cantar gestas épicas de la nobleza bárbara, viajando de castillo en castillo, parece natural que por este lado derive de los cantores bárbaros que viajaban de Corte en Corte, cantando como autores o como meros recitadores narraciones heroicas, desconocidas a los romanos; es imposible creer que la vida señorial de la Edad Media, que contiene tantos elementos de origen germánico, no deba en sus juglares nada a las costumbres de los invasores, y más cuando sabemos que desde el siglo VI hasta los tiempos de Carlomagno, aquellos poetas y cantores bárbaros recorrían las Cortes de la Europa occidental conviviendo con los mismos y ya con los nuevos juglares. Y más aun: hay que tener en cuenta otras influencias más extrañas, considerando que los juglares conviven también con cantores musulmanes.

El poeta árabe era también en muchos aspectos semejante al juglar: viaja como los juglares; sirve, como éstos, de mensajero, y recibe oro y vestidos en dón. La influencia de este tipo sobre el análogo cristiano debió ejercerse desde muy antiguo, desde la época misma de orígenes de la poesía española, cuando un cantor andaluz, el ciego Mocadem ben Moafa, de Cabra, inventa, a fines del siglo IX, sus mohaxahas, no en árabe, sino en lengua romance y en verso vulgar, con estrofa usada después por las literaturas románicas; más tarde, en el siglo XIII, no sólo en las Cortes de España, sino en la del emperador Federico II y en la de Manfredo, en Palermo y en Nápoles, los juglares sarracenos eran muy estimados al lado de los cristianos.

Los juglares, como los scopas y como los cantores musulmanes, eran muchas veces autores de las composiciones que cantaban; y habiendo sido ellos de los que primero poetizaron en lengua vulgar, según indicaremos después, la palabra juglar hubo de tomar como una de sus acepciones la de poeta en lengua romance, sentido que es usual entre los escritores castellanos de la primera mitad del siglo XIII. Así, un clérigo tal que Berceo se llama reiteradas veces juglar de Santo Domingo de Silos, cuya vida versificó, y un poeta tan docto como el autor del Alexandre, aunque se alaba de un arte nuevo muy superior al de la juglaría, se olvida una vez de su desprecio y se le escapa llamarse juglar.

Pero desde el siglo XI surge una nueva denominación para designar al poeta más culto y no ejecutante; llamósele trobador en el sur de Francia, allí donde por primera vez fue dignificado un idioma vulgar, la lengua de oc, como instrumento apropiado para la poesía lírica de las altas clases sociales. El prestigio que esta nueva poesía culta alcanzó en Europa hizo que la voz trobador se introdujese pronto en otros idiomas; ofrecía, además, la ventaja de ser una voz de significación más concreta que la vaga denominación de juglar, pues aludía expresamente al acto de la invención o creación artística, trobar hallar. En Castilla el nuevo nombre se documenta 80 años después que la voz juglar, con la firma de cierto Gómez trobador, que aparece como testigo en un documento del monasterio de Aguilar de Campóo (al norte de Palencia), otorgado en 1197, y el mismo Berceo, al par que juglar de Santo Domingo, se llama trobador de la Virgen.

Sin embargo, el sentido de ambas voces era bien diverso desde su origen. Como el juglar, aunque muchas veces fuese poeta, se ganaba la vida con el canto de versos ajenos o con las inferiores habilidades de saltimbanqui, fue un tipo siempre menos noble que el trovador y supeditado a éste, si bien era tenido por de más antiguo origen. Por el contrario, el trovador, aunque cantase en público a veces, no lo hacía por oficio, y aunque muchas veces fuese pobre, era siempre el poeta de las clases más cultas. Muchos caballeros; y de la más alta posición social, buscaban en el ejercicio de la poesía y de la música la plenitud de sus cualidades caballerescas, y no estaba muy lejos de la verdad don Quijote al afirmar que todos o los más cavalleros andantes de la edad passada eran grandes trovadores.

Históricamente, el trovador nace por imitación del juglar; es el caballero, o la persona cualquiera, que hace versos como los histriones. Guillermo IX, duque de Aquitania (1127), el más antiguo trovador conocido, chocaba a todos por su carácter faceto y burlón, semejante al de un juglar; por eso se sintió tentado a escribir versos como un juglar. Y esta anterioridad del juglar sobre el trovador era notoria a los antiguos, según nos lo va a manifestar en seguida Giraldo Riquier.

Mas, a pesar de esta dependencia originaria, el trovador, no sólo por lo común, era socialmente superior al juglar, sino también lo era intelectualmente, como persona más instruída. Claro es que los linderos entre ambas clases de personas eran muchas veces indecisos: un juglar como el gascón Marcabrú, se elevaba por su mérito a la dignidad de los principales trovadores, y algún trovador, aun noble como Arnaldo Daniel o Guillén Ademar, no pudiendo mantener caballería, se hacían juglares para ganar que comer.

Esto traía consigo en la denominación de las personas grandes confusiones que molestaban a muchos, y más a los que no estaban del todo fuera de la condición juglaresca, como Giraldo Riquier de Narboha, el cual, viviendo en la Corte castellana, el año 1274, dirigió a Alfonso X la famosa Suplicatió al Rey de Castela per lo nom dels juglars, composición en que probablemente se desarrollan ideas ya agitadas entre los poetas gallegos de la misma Corte y que nos da gran luz sobre el estado de la juglaríá en España.

Riquier lamenta que se llame juglar al que hace juegos con monos o con títeres, o al que con poco saber toca un instrumento cantando por plazas o calles ante gentes bajas y corre en seguida a la taberna a gastar lo poco que gana, sin que ose nunca presentarse en una Córte noble. La juglaría no es esto, pues fue inventada por hombres doctos y entendidos para poner a los buenos en camino de alegría y de honor. Después hubo trovadores (dijimos que Riquier sabe bien que el tipo del juglar es el más antiguo), y ellos existieron para loar a los valientes y darles ánimo en nobles hechos. Mas ahora ha descendido tanto la juglaría, que Riquier se dirige al Rey -puesto que en Castilla la juglaría y el saber han hallado siempre grato amparo y estímulo, más que en ninguna otra Corte- y le ruega ponga orden en los nombres y disponga especialmente que se llamen juglares a los que, tocando instrumentos y remedando, sirven sólo para la diversión del momento, y mande que sólo se llame trovador al que sabe hacer buenos versos, cuyo solaz y enseñanza duran aún después de muerto el que los compuso.

La Declaratió del senher rey N'Amfos de Castela está fechada el año siguiente, 1275, y, aunque versificada por el mismo Riquier, está sin duda inspirada en conversaciones habidas con el monarca. La respuesta del Rey empieza con una disquisición etimológica sobre los nombres latinos, muy en el estilo del autor de las Partidas, y luego nos dice que, si bien el nombre de juglar se da en Provenza a muchas clases de personas, no sucede así en España, donde hay nombres diversos para cada clase: a los que tañen instrumentos les llaman juglares; a los que contrahacen e imitan les dicen remedadores; a los trovadores que van por todas las Cortes les llaman segrieres, y, en fin, a los faltos de buenas maneras, que recitan sin sentido o ejercitan su vil arte por calles y plazas, ganando deshonradamente el dinero, se les llama por desprecio cazurros. Todos estos nombres, usados en España, se confunden en Provenza bajo el de juglar, y no debe ser así: por esto el Rey aconseja y declara que todos los que viven vilmente y no pueden presentarse en una Corte de valía, como son aquellos que hacen saltar simios o machos cabríos o perros, los que muestran títeres o remedan pájaros, o tocan y cantan entre gentes bajas por un poco de dinero, éstos no deben llevar el nombre de juglar, ni los que en las Cortes se fingen locos, sin vergüenza de nada, pues éstos se llaman bufones, al uso de Lombardía. Los que con cortesía y ciencia saben portarse entre las gentes ricas para tocar instrumentos, contar novas o relatos poéticos, cantar versos y canciones hechas por otros, éstos ciertamente pueden poseer el nombre de juglar y deben ser bien acogidos en las Cortes a las cuales llevan recreación y placer. En fin, aquellos que saben trovar verso y tonada, y saben hacer danzas, coblas, baladas, albadas y sirventesios, deben ser llamados trovadores; y entre éstos, el que posee la maestría del soberano trovar, el que compone versos perfectos y de buen enseñamiento y muestra los caminos del honor, de la cortesía y del deber, declarando los casos dudosos, éste debe ser llamado don doctor de trobar.

Como vemos, Riquier desea dos cosas principales: que se restrinja la extensión del nombre de juglar y que se distinga entre juglar y trovador. Veamos qué sucedía en la realidad.

El tipo arcaico del juglar, como inferior socialmente al del trovador, tiene con éste relaciones de dependencia. El juglar en las Cortes es el que, tañendo un instrumento, canta los versos del trovador, o el que con su música acompaña a éste en el canto. Así veremos a Giraldo de Borneil viajar por las Cortes llevando a su servicio dos juglares. Otras veces el juglar viajaba solo, sea por su cuenta, sea por encargo del trovador, siempre acudiendo a éste para pedirle una canción con que ganarse la vida. Bertrán de Born se mofa del juglar que le hace tal petición; Ramón de Miraval accede, pero escribe un sirventesio para el Rey aragonés a nombre del juglar, tratando a éste en burla. Alfonso el Sabio, el infante don Pedro de Aragón, el Arcipreste de Hita, Villasandino, destinaban sus composiciones para que los juglares las cantasen en las fiestas de la iglesia y de la Corte, o se ganasen con ellas el pan por plazas y calles. A menudo el trovador provenzal nombra en su canción al juglar por él encargado de difundirla, ora cantándola ante los amigos a quienes el poeta saluda o pide favor, ora ante los enemigos a quienes insulta o desafía; por esta mención conocemos a muchos juglares que vinieron a cantar en España. A veces el trovador escarnece en la canción a su juglar, el cual se complacía humorísticamente, como tipo aficionado a la sátira y a la maledicencia, en cantar burlas de sí mismo.

El trovador no desdeña escribir una tensón poética alternando sus estrofas con las que redacta un juglar; es decir, reconoce en éste calidad de poeta, aunque siempre le trata altanera o desdeñosamente. En la poesía provenzal, el señor catalán Hugo de Mataplana tensonó con el pobre Reculaire; pero los ejemplos más abundantes nos los dará la lírica gallega: el burgués compostelano Abril Pérez discute con el segrer Bernaldo de Bonaval; el caballero portugués Juan Suárez Coello se muestra incansable,altercando con los juglares Picandón, Juiáo Bolseiro, Lourenco; con este último tensonan también el rico hombre portugués don Juan de Aboín, Juan de Guillade y Pero García de Burgos, ante el Rey Sabio; si el almojarife sevillano Men Rodríguez Tenorio se yergue orgulloso en su tensón con Bolseiro, para decirle que el villano no debe disputar con el señor, se comprende bien que habla en broma.

Nadie como los trovadores gallego-portugueses para darnos el catálogo de los vicios del juglar. Por esas tensónes y por muchas cántigas de escarnio, en las que se ensañó el mismo Alfonso X, se nos denuncia que Bernaldo de Bonaval traía consigo una ruin mujerzuela, digna de ser azotada públicamente; que Picandón era tahur, camorrista y bebedor; que Alfonso Eánez do Cotón era dado a las más astrosas rameras, al juego, al vino, a las riñas y a la haraganería cobarde; que Pero da Ponte era también borracho y además blasfemo, ladrón de canciones y acaso homicida. No hallaríamos un cuadro tan recargado en la poesía provenzal, menos dada a la sátira realista: Hugo de Mataplana nos presenta a Reculaire como truhán desharrapado, pero las malas costumbres juglarescas más que en los versos de los trovadores se denuncian en la prosa de las biografías occitánicas.

Mas no importa lo que el trovador gallego dice del arte del juglar. No se molesta, como hacen los provenzales, en censurarle los grandes vacíos de su repertorio, y así nos priva de conocer detalles instructivos de la bibliografía literaria. Sus censuras son de carácter general. Por ellas vemos que el juglar malo tiene conversación triste y aburrida; en vez de tañer las cuerdas de la cítara, las rasca desapaciblemente; en vez de cantar, grita, o desafina, con voz cascada por raheces vicios de taberna y lupanar; estropea las rimas y el metro del trovador; la sátira gallega desahoga en aumentativos de desprecio para ridiculizar a este jograrón que a todos espanta en cuanto aparece con su citolón bajo el brazo, y que por único pago merece una puñada en la garganta ouna paliza. El juglar bueno, por el contrario, se esfuerza cada día por adelantar en su oficio; se pica de cantar siempre canciones de buenos trovadores, bien hechas según arte; posee las tres esenciales condiciones juglarescas: donaire, voz y fiel memoria para hacer lucir los versos sin alterar en nada las perfecciones que el trovador puso en ellos. Pero a esto debía limitarse su espíritu artístico: bastábale cantar y citolar bien, sin que de ningún modo se entrometiese a trovar.

En opinión de los trovadores, el juglar carece por naturaleza de toda poética inventiva; si aspira al arte de trovar tendrá que hurtarlo, pues de suyo no lo tiene. El juglar Lourenco, que ambicionó subir a trovador, sufrió los vejámenes de multitud de poetas de la Corte de Alfonso X, empeñados en desloar o desfazer las canciones del advenedizo como de ignorante que no sabe rimar ni medir versos.

La conjura de los trovadores contra Pero de Ambroa acude al Rey mismo y supone que éste publica un decreto poético, análogo y anterior, parece, al de Riquier, contra los villanos que se dan aires de segreres y se meten a trovar, sin saber siquiera hacer juglaría. Igual hostilidad contra Juan Baveca, a quien pretenden quitarle el trovar (vus cuidan o trobar tolher); grandes burlas porque él y el de Ambroa no saben seguir una tensón sin despeñarse en disparates.

Como vemos, los trovadores gallego-portugueses de la Corte de Alfonso el Sabio piensan de igual modo que el provenzal Riquier. Según éste, el decreto del Rey separa el trovador que inventa y el juglar que ejecuta ante una Corte de valía. Y esta separación era corriente en la vida cortesana de entonces, como acabamos de mostrar: el juglar pide al trovador las canciones; el trovador las compone, y para publicarlas toma a su servicio al juglar. Tales hechos nos declaran bien la gran diferencia y la íntima relación que existe entre estos dos tipos en los usos más corrientes de la poesía cortesana del siglo XIII; Y esta diferencia continuó, pues aunque el poeta cortesano pierda su dignidad caballeresca y hasta su jndependencia, aunque la poesía venga a ser para él un oficio del cual vive, aunque se convierta en un hombre asalariado y pedigüeño como un juglar, se le seguirá llamando trovador, porque su oficio no es tañer y cantar como el juglar. La distinción, como se ve, es clara en teoría, aunque en la práctica resulte a veces difícil de aplicar. Rustebeuf, poeta que vive implorando la generosidad en la Corte de San Luis, será un juglar si se comprueba que asistía a las bodas para ejecutar él mismo los poemas que componía; mientras Villasandino, aunque mendiga en la Corte castellana, es acatado como trovador, porque no tañía por oficio. Por otra parte, la distinción no desaparece aunque el juglar componga canciones, como él siga siendo un ejecutante público; ya veremos que el juglar provenzal poetizaba altamente y que el juglar gallego, a pesar del orgullo trovadoresco, humillante y vejatorio para él, trovó en la Corte, como desde su origen trovaba entre el pueblo, e influyó sobre los trovadores y les enseñó más de un nuevo camino.

Todavía Riquier siente que el nombre de juglar lleva en sí una vieja tradición de dignidad y quiere salvarlo del descrédito en que estaba cayendo, sobre todo en Occitania; para ello pide que se use siempre con el valor restringido que solía tener en España, aplicándose, no a los remedadores, cazurros y demás, sino tan sólo a los músicos y cantores no envilecidos, a aquellos que podían alegrar noblemente una Corte de pro. Y a este propósito es muy notable que, en la segunda mitad del siglo XIII, no sólo en España se tendiese a restringir el uso de la voz juglar, teniéndola por dotada de mayor nobleza que los demás nombres dados a los histriones; en Inglaterra, también por este mismo tiempo, el moralista Thomas Cabham limitaba la voz juglar para designar a los únicos histriones no pecaminosos, los cantores de gestas y de vidas de santos.

Pero, andando el tiempo, el desprestigio del juglar, sobre todo en las Cortes, se hacía cada vez mayor. Desde la segunda mitad del siglo XIV, el juglar cortesano, además de haber perdido casi por completo el poetizar, abandona cada vez más el canto, viniendo a dejar su Oficio reducido al de simple músico, o al inferior de bufón. El nombre mismo de juglar sonaba ya muy mal a los oídos, y fue desechado por el músico cortesano, que desde el siglo XIV prefirió una nueva denominación, menestrel o ministril, venida del francés. El cantor y músico de las Cortes señoriales en Francia, siendo un oficial adscrito al servicio de su señor, como los demás servidores o ministrantes de la casa, prefirió desde fines del siglo XII llamarse menestrel, como sus demás compañeros domésticos, desechando el nombre viejo y vulgar de jongleun; y el nuevo nombre se extendió luego a todos los juglares, pero en España se adoptó bajo la forma dominante ministril para designar el músico de las casas señoriales o de las fiestas más solemnes, y después, para designar también el mismo instrumento que ese músico tocaba.

Después de esto, el antiguo nombre de juglar quedó como sinónimo de chocarrero que trata y habla siempre de burlas, o como truhán vagabundo y de mala vida.

Volviendo a los tipos afines al juglar que Giralda Riquier señala en España, tenemos en primer término el que él llama segrier, y los textos gallegos y portugueses segrer o segrel. Es una clase intermedia entre el trovador y el juglar que parece exclusiva de la escuela poética gallego-portuguesa; tal nombre no ha aparecido hasta hoy en textos castellanos ni provenzales.

Según se expresa Riquier, era el segrer un trovador que andaba por Cortes; probablemente, era un trovador peninsular anterior a la introducción del nuevo tipo de trovador provenzal, y creo muy probable que existiese antes en otras partes de España, y que el conservarse memoria de él sólo en la región galaico-portuguesa sea debido únicamente, o a la mayor abundancia de textos líricos en esa región, o más bien al carácter. más arcaizante del Occidente, que conserva en el lenguaje y en las costumbres fenómenos primitivos desaparecidos en el resto de la Península.

El origen del nombre segrer es desconocido, y no puede servirnos de punto de orientación. El segrer era superior al juglar: mientras éste es de suponer que fuese villano, el segrer solía ser escudero; era, pues, un hidalgo, aunque de última clase, que, no teniendo medios para aspirar al estado caballeresco, buscaba en la poesía un medio de vivir, viajando de Corte en Corte, o acompañando las huestes del Rey, para ejercitar allí su oficio, más que para entrar acaso en las lides. Creía en una dignidad propia de su oficio (escarnh é pera mui bon segren; Canco Vat, 1086), mas, no obstante, sus costumbres eran ajuglaradas: bebedor, tahur, pendenciero, acompañado de mujeres ínfimas. Su principal cualidad artística, la única que el trovador le exige, es el cantar bien, esto es, la misma cualidad propia del juglar; el trovador confunde a menudo los dos términos segren y juglar, y el mismo segrer se considera incluído dentro de la juglaría; pero el segrer no sólo canta canciones ajenas, sino también las suyas propias, pues era a la vez trovador, según afirma Riquier y según nos lo confirma el caso de todos los cuatro o cinco segreres que conocemos, de los cuales se nos conservan muchas composiciones. En suma, el segrer es un juglar trovador; se distingue del trovador en que recibe paga por sus canciones, y del juglar, en que es hidalgo y en que compone canciones cortesanas por su profesión misma y no por caso accidental como el juglar.

Riquier no desea que se llame juglares, como a los músicos, a los que sólo son escamoteadores, ni a los que hacen juegos con monos ni con títeres, y realmente el Libro de Alexandre nos presenta a los que divierten con simios y con mamarrachos como una clase aparte de los músicos, si bien incluyendo a éstos y a aquéllos dentro de la denominación de juglares destos avie í muchos que fazien muchos son es; otros que meneavan simios e xafarrones; y las Partidas más claramente separan a los juglares de una parte y a los facedores de los zaharrones de otra.

La voz zaharrón se conserva aún en las diversiones populares de España, con igual sentido que tenía en el siglo XVI; entonces decía el doctor cordobés Rosal:

cagarrones, que otros dicen caarrones o caharrones y carraones, son figuras ridículas de enmascarados que acostumbran ir detrás de las fiestas, procesiones o máscaras, para detener y espantar la canalla enfadosa de muchachos que en semejantes fiestas inquietan y enfadan, y assí, para más horror de éstos, los visten en hábitos y figura de diablo, por lo qual en Zamora los cagarrones son llamados diablícalos: Assí que se dixeron de caga que es detrás.

Claro es que ese detalle de <ir detrás está traído por los cabellos para dar en la etimología de caga. Covarrubias, en 1611, no confirma tal detalle, porque no piensa en tal etimología:

Caharrón, el momarrache o botarga que en tiempo de carnabal sale con mal talle y mala figura, haciendo ademanes algunas vezes de espantarse de los que topa, y otras de espantarlos. Algunos dizen ser nombre arábigo de cahhal, que vale mendigo ..., otros que está corrompido de camarrón, porque suelen llevar unos camarros con unas corcobas para dar que reír a la gente.

La confusión con zaga y con zamarra está ayudada por la tendencia a deshacer el hiato de las dos aa y perdura hoy día: zagarrón se llama hoy en Ciudad Rodrigo al bobo de la danza; zamarrón, en Lena (Asturias) y en Redondo (Palencia) , a la máscara vestida grotescamente; otras etimologías populares conducen a cigarrós o cigarrons, nombre que pensando en la cigarra se da en Galicia a los que se disfrazan en Carnaval con ciertos trajes de mojiganga, y zangarrón, pensando en zángano, úsase en Lena. Además hay metátesis varias, zarramón en Palencia con el mismo sentido de máscara, y mazarrón en Burgos para designar, no ya a un personaje risible, sino a una especie de Rey de navidad, que se adorna con cintas de colores vivos. La única forma en que las dos aa antiguas se confundieron en una sílaba, la hallo en Atienza (Guadalajara), donde zarrón significa la máscara que por carnaval sale vestida con andrajos o con una piel de toro sin cuernos, manchando con ceniza o paja a la gente. Los facedores de los zaharrones, o los que meneavan xafarrones debían ser, pues, juglares que en comparsa divertían al público disfrazados fea y grotescamente; eran, sin duda, los mismos que el ya citado moralista inglés Thomas de Cabham condena diciendo:

Transformant et transfigurant corpora sua per turpes saltus et per turpes gestus, vel denudando se turpiter, vel induendo horribiles larvas.

Los mismos acaso que el Penitencial escrito en el siglo XI, en el monasterio burgalés de Silos, condena a un año de penitencia, que danzaban en traje de mujer o disfrazados monstruosamente. La voz gaharrón derívase por los modernos etimologistas del árabe caharón, intensivo de cohra homo ridiculus, qui ludibrio habetur, voz de cuyo derivado machara proviene también la voz máscara.

El ejemplo de los zaharrones nos indica que había muchas diversiones juglarescas no incluídas en la enumeración de Riquier. Había, por ejemplo, esgrimidores, si la Gran Conquista de Ultramar refleja en este punto costumbres españolas, y no sólo las exóticas a que se refiere el texto:

Andaban juglares con muchas maneras de instrumentos de alegrías: los unos cantaban e los otros esgremían con cuchillos e con espadas.

Pero tenemos seguridad de que tales esgrimidores andaban por España al saber que en Pamplona, el año 1396, un juglar de cuchillos recibe dón del Rey Carlos el Noble de Navarra. Además, esa clase de juglares reaparece, hacia 1430, en Pedro del Corral, cuando pinta las fiestas que los toledanos hacen al Rey Rodrigo:

E non vos podria omne dezir quantas eran las gentes de juglares e de tras echadores e jugadores de exgrima e de encantadores et de arte de ynigromangia et de sonadores de estrumentes et de ofigiales de todos los ofigios liberales et de maestrias que a esta fiesta fueron venidas.

Cita Corral aquí otros tipos de juglares muy variados; notemos sólo el nombre trasechador o prestidigitador, que se empleó igualmente en el concilio de Valladolid de 1228, y que con la variante juglar traictador se usó también en Navarra y Aragón; el nombre tuvo curso asimismo en la poesía gallego-portuguesa Y se usa aún hoy en Portugal, bajo la forma trageitador, con el significado de escamoteador y nigromante.

Pero pasando de largo estas juglarías que no interesan a la literatura, volvamos a recorrer rápidamente la enumeración del trovador de Narbona.

Siguen luego los remedadores, que Riquier nos presenta dedicados a imitar o contrahacer. Las Partidas los nombran varias veces, siempre aparte de los juglares, con oficio diverso:

Et esto cae en los juglares et en los remedadores, de las ganancias que fazen por sus joglerías et remedamientos.

Pero el mismo Rey Sabio, en una de sus Cántigas, considera al remedador como una especie de juglar, llamándolo jograr remedador. El espectáculo que daba el remedador se llama en las Partidas remedamiento o remedijo; en el gallego de las Cántigas remedillo, y en antiguo portugués arremedilho; así, cuando en el año 1193 el Rey Sancho I de Portugal dona un casal a los dos juglares hermanos Bonamis y Acompaniado, éstos dicen al final del diploma:

Nos, mimi supra nominati, debemus domino nostro regi pro roborationi unum arremedillum.

Una muestra de ese arte nos da la aludida Cántiga, contándonos cómo en Lombardía un juglar remedaba tan bien y divertía tanto a los que le veían, que todos le daban ropas, sillas, frenos y otros dones muy preciados; él, con sabor de la ganancia, no hacía sino remedar a todos; tanto, que un día, entrando en la ciudad, vió sobre la puerta una hermosa imagen de la Virgen que tenía al Niño en los brazos, y, en vez de hacer oración, miróla mucho, y en seguida se puso a remedarla, por lo que Dios le castigó, haciéndole caer a tierra contrahecho y deformado. El mismo Riquier cita un remedamiento especial, el de los que contrahacen el canto de los pájaros (Declaratió, v. 208), y a este propósito hay que recordar que entre las fórmulas para las cartas de recomendación que se solían dar a los juglares en pago de sus servicios, Boncompagno, el famoso retórico de Bolonia, hacia 1218, pone una epístola De illo qui scit volucrum exprimere cantilenas et voces asininas, encareciendo la habilidad de un remedador, especialista en trinos y rebuznos.

Del juglar cazurro no hablaremos aquí, pues luego tendremos que dar larga muestra de sus habilidades O cazurrerías; nos basta recordarlo señalándole un lugar aparte, según expresa Alfonso X, por boca de Riquier.

La Declaratió de Alfonso X menciona en último lugar los bufones o locos fingidos, como tipo menos análogo a los juglares; nos dice que el nombre bufón es a uso de Lombardía, y, en efecto, lo hallamos en Italia empleado muy frecuentemente. En España aparece a principios del siglo XIII como oficio de un Don Guzbet el bufón, que tenía una tierra lindante con otra del monasterio de Sahagún. Llamábanse más comúnmente albardanes o truhanes, según vemos en el Libro de la Nobleza y Lealtad dedicado a San Fernando, que menciona como gentes que andan en palacio, truhanes e juglares e alvardanes, o en el relato de la Primera Crónica General que mandó hacer Alfonso el Sabio cuando, refiriendo la muerte del Rey Teudis, dice que le mató uno que se metíe por alvardán et sandío.

Riquier caracteriza a los bufones diciendo que en las Cortes se fingen locos y no tienen vergüenza de ningún deshonor. Sus indecorosas gracias perduraron más que las de los juglares; a fines del siglo XV fray Iñigo de Mendoza censuraba el gasto que en ellos hacían los nobles:

Trahen truhanes vestidos
de brocados y de seda,
llámanlos locos perdidos,
mas quien les da sus vestidos
por cierto más loco queda.

Y aun después, en el siglo XVI, la truhanería palaciega llega a su mayor brillo, pues a veces las gracias de los bufones adquieren un estado literario: las de Velasquillo, las de Perico de Ayala o las de don Francesillo de Zúñiga, bufones del Rey Católico, del Marqués de Villena o del emperador Carlos V, fueron recogidas en los Cuentos de Juan Aragonés o en la Floresta de Melchor de Santa Cruz, y el mismo Francesillo resulta autor, escribiendo su famosa Crónica.

Todavía en el siglo XVII florecen los tipos deformes inmortalizados en los lienzos de Velázquez, y Cristóbal Suárez de Figueroa se podía indignar al ver la desvergonzada grpsería de los bufones, tan valida en los palacios. Después, el refinamiento filantrópico de la sensibilidad despojó para siempre de su reino cómico a estos lastimosos mentecatos.

En fin, como ya sabemos que la enumeración de tipos afines al de juglar hecha por Riquier es muy incompleta, podíamos añadir otros varios. Uno, el de los caballeros salvajes, que parece originario del reino de Aragón, donde a menudo los vemos citados al lado de juglares, juglaresas y soldaderas, por ejemplo, en las Constituciones de Jaime I, hechas en las Cortes de Tarragona el año 1235, donde, además, se prohibe que nadie haga a otro ser caballero salvaje.

No sabemos qué clase de histriones serían. En Castilla sólo los hallo mentados por el poeta Villasandino a comienzos del siglo XV, quien, ponderando la liberalidad de los ricos para con la gente que les divierte, dice:

A truchan o albardán o cavallero salvaje Bien les dan de lo que han.

Desconociendo en absoluto qué era el caballero salvaje, sospecho si sería un luchador y domador de fieras, remedo juglaresco del caballero guerrero y cazador. Un hombre que tiene a su lado un oso, león, u otro gran cuadrúpedo, de pie, se halla representado en la cornisa de la sala del palacio arzobispal de Compostela: asiste a la comida del Rey y del arzobispo, figurada en esa cornisa, y hace pareja con varios tañedores; es, pues, como éstos, un juglar, pero lleva vestida loriga, en lo cual se parece a un caballero.

Otros tipos análogos debían de existir en Italia a principios del siglo XIII: fra Salimbene cuenta que el emperador Federico II tenía un juglar ex his qui dicuntur milites curiae.

El ciego es mencionado a comienzos del siglo XIII por Boncompagno como un tipo especial entre los juglares, y el Arcipreste de Hita, en el siglo siguiente, enumera también a los ciegos junto con los escolares y las cantaderas, diciéndonos haber escrito para ellos cántigas, de las cuales se nos conservan dos:

Varones buenos e honrados,
queretnos ayudar;
a estos ciegos lazrados
la vuestra limosna dar ...

En la otra cántiga el Arcipreste hace también hablar en- plural estos ciegos mendigos, porque iban varios juntos, con un lazarillo. La limosna que piden son meajas o dineros, bodigos o pan y paños e vestidos; meajas y paños son no sólo limosna para mendigo sino dones propios para un juglar.

Para Boncompagno, el ciego posee admirables habilidades, dignas de lucir en Corte, y, efectivamente, en la Corte de Carlos el Malo de Navarra, el año 1384, recibe don de 60 libras un juglar ciego del duc de Brabán. Mas para el Arcipreste de Hita la juglaría del ciego parece haber sido de ínfima clase, y realmente sólo se hace notar cuando la decadencia de los juglares fue extrema; entonces, a fines del siglo XIV, se menciona al ciego en Francia como último cantor de las chansons de geste al son de la zanfoña, y un siglo más tarde se recuerda en España al ciego juglar que canta viejas fazañas, vagamundo de un arte inferior. En el siglo XVI muchos pliegos sueltos de romances y coplas populares se titulan compuestos por alguno privado de la vista corporal; no se excluyen casos como el de Salinas o el de Fuenllana, extremados y famosos músicos ciegos, que lucían en la cátedra y en el palacio, pero lo que domina es el ciego callejero y mendigo, que todavía hoy, al son de la medieval zanfoña o del moderno violín, recorre los pueblos más retirados y arcaizantes, o los barrios bajos de las poblaciones, cantando la literatura más vulgar.

El último tipo afín al juglar es el de los clérigos o escolares vagabundos, los clerici ribaldi, maxime qui dicuntur de familiae Goliae, a quienes el arzobispo de Sens, a principios del siglo X, manda rapar, a¡ fin de borrar en ellos la tonsura clerical; los vagos scholares aut goliardos, a quienes el concilio de Tréveris en 1227 prohibe cantar en las misas versos al Sanctus y al Agnus Dei; los clericos joculatores seu goliardos aut bufones, que la Decretal de Bonifacio VIII excluía de los privilegios clericales.

En varios de estos pasajes la voz clérigo lo mismo puede significar el que ha recibido órdenes sacerdotales, que simplemente el que estudia para recibirlas o el hombre de letras en general.

No parece que el colosal filisteo escogido por los clérigos o escolares de Centro-Europa como patrono de su alegre y desordenada vida, haya despertado humorística devoción entre los escolares españoles; el nombre de goliardos fue entre nosotros casi desconocido, y apenas fue algo usado en el Nordeste. No parece tampoco que en España haya habido una poesía satírica goliardesca como los Carmina Burana o los poemas atribuídos a Walter Map. Pero, sin embargo, el clérigo juglar existió en nuestra Península. Puede servir de muestra en el siglo VII aquel Justo que, famoso en el Bierzo por sus habilidades en la cítara y en el canto, recorría las casas alegrando los convites con lascivos cantares, y que después de ordenado presbítero fue gran perseguidor de San Valerio (695), hasta que, olvidando las órdenes, volvió a hacer, de sí espectáculo, entregándose a obscenas danzas y nefandas cantilenas. Y en el siglo XI recordaremos al otro presbítero burgalés Tello de Castrovido que, si no consta que fuese por costumbre u oficio, al menos practicaba a veces juglaría, cuando a la misma puerta de la iglesia comenzó a proferir razones torpemente ridículas, y con su impúdica charla provocaba la risa de todos los presentes, hasta que por milagro del cielo fue herido de una horrenda contorsión del rostro.

En el siglo XIII las Partidas prohiben a los clérigos hacer juegos de escarnio ante el público, y más adelante, el Concilio de Tarragona de 1317 vuelve a prohibir igualmente a los clérigos hacer de juglares ni de mimos; así como las Constituciones Sinodales de Urgel en 1364 reiteran antigua excomunión sobre los clérigos de órdenes que danzan en público, haciendo ludibrio de su cuerpo.

En 1352 Alfonso IV de Portugal recomenda a los prelados que los clérigos no ejerzan oficios torpes, como el de taberneros, juglares, bufones o tahures públicos, y una Ordenanzá posterior dispone que el clérigo-juglar que tañía en fiestas no eclesiásticas o hacía de tras echador ante el pueblo por dinero, así como el goliardo que bebía en la taberna o se dedicaba a vender baratijas como bufón ambulante, perdiese los privilegios de clase y quedase sujeto a la jurisdicción secular.

Era siempre fácil el paso del juglar al clérigo y viceversa, como vemos en la vida de Peire Rogier de Alvernia, docto canónigo de Clermont, que, hacia 1160, llevado sin duda de sus aptitudes para trovar y cantar, dejó la canonjía para hacerse juglar y andar por Cortes (le veremos en las de Castilla y Aragón), hasta que, por último, se hizo benedictino de Grandmont, donde acabó sus días. También en la Corte aragonesa encontramos poco después a Hugo Brunenc de Rodez, que, siendo letrado y clérigo, se hizo juglar y luego acabó su vida en una cartuja.

El paso contrario, partiendo de la juglaría, lo vemos en la primera mitad del siglo XIV, por la cántiga del portugués Esteban da Guarda contra el juglar Martín Vaasquez: éste se había hecho ordenar, esperando tener iglesia que rentase mil libras, pues así lo había leído en los astros, y luego, viéndose defraudado y a causa de la Corona de sus cabellos, privado del antiguo oficio de juglaría, dejábase crecer el pelo para tapar la corona clerical o la escondía bajo el sombrero.

El Arcipreste de Hita, que sabía los instrumentos e todas juglerías, no es propiamente un clérigo juglar ni un clérigo vagabundo, pues su arciprestazgo se opone a que lo consideremos como tal; pero es por su espíritu uno de esos. Veremos cómo su inspiración poética es profundamente goliárdica, y cómo su libro tiene muchos caracteres juglarescos. Además, el Arcipreste escribió muchas cántigas para toda clase de juglares, y en especial para escolares que andan nocharniegos, producción casi toda perdida, pero de la cual se nos conservan precisamente dos cantos de escolar, que son simples peticiones de limosna.

Los escolares practicaban la música, y aun con más refinamiento que los juglares, según el autor del Alexandre, para quien los más delicados sones que pueden imaginarse hacíanse juntando a todos los estrumentos que usan los joglares, otros de maor precio que usan escolares. En fin, claro es que los escolares, a causa de su ilustración, eran preferentemente autores, y debemos recordar una muestra de su producción, como la Razón de Amor con los Denuestos del Agua y el Vino; el que escribió este poemita, a principios del siglo XIII, no aspiraba, sin duda, a ser un tipo ajuglarado, sino trovadoresco: Un escolar la rimó Que siempre dueñas amó, Mas siempre ovo crianca En Alemania y en Francia, Moró mucho en Lombardía Por aprender cortesía; en otro pasaje se declara clérigo e non cavallero, que sabe muito de trobar, de leyer e de cantar.

Al lado de los juglares hallamos juglaresas o juglaras, a las que, sobre todo en el siglo XIII, veremos en los palacios de los Reyes y de los prelados, lo mismo que en las diversiones del pueblo. Muchas de sus artes femeninas derivaban sin duda de las que desplegaron las bailadoras que alegraban los festines romanos, especialmente aquellas muchachas de Cádiz, puellae gaditanae, que tan cálido recuerdo dejaron de sí en los versos de Marcial y de Juvenal; ellas, estremeciendo sus lascivas espaldas al repicado son de las broncíneas castañuelas Tartesias, echaban a volar los cantares destinados a la gran popularidad: el repetir la más reciente de las canciones gaditanas era, para los belli homines a la moda, tan esencial como el oler a delicados perfumes. Mas por estruendoso que haya sido el éxito de estas cantadoras latinas, no pueden ser ellas el único origen de las juglaresas medievales; repetimos lo mismo que dijimos cuando hablamos del mimo y el juglar. Las cantoras musulmanas, por ejemplo, tuvieron que influir mucho en las cristianas.

La juglaresa viene a ser en el siglo XIII el tipo más corriente de la mujer errante que se gana la vida con la paga del público; por esto la Reina Calectrix, al presentarse desconocida ante Alexandre, le advierte: Non vin ganar averes ca non soe joglaressa, y Tarsiana deja entrever su alto linaje a Apolonio diciéndole: non so juglaresa de las de buen mercado.

Un tipo análogo o igual era la Soldadera. El nombre masculino soldadero equivalía a jornalero que vive de la soldada diaria, y aunque el femenino tuviese también este sentido general, contraía más bien su significado para designar a la mujer que vendía al público su canto, su baile y su cuerpo mismo.

Las soldaderas aparecen en las ordenanzas de los palacios del siglo XIII con oficio análogo al de los juglares y las juglaresas, pero en la poesía cortesana de entonces son mencionadas tan sólo como mujeres de vida alegre, sin alusión alguna a sus artes histriónicas, que, por lo visto, eran muy secundarias al lado de las otras artes cortesanas. A menudo la voz soldadera viene a ser equivalente a meretriz; este sentido tiene el francés antiguo soldoiere, y éste tiene la voz española en el Apolonio, 396, donde un mal hombre, señor de soldaderas, compra a Tarsiana para llevarla a la mancebía; verdad es que Tarsiana sale después al mercado a tañer por soldada la vihuela (Apol., 426), Y tan soldadera era entonces como cuando su amo la quería hacer ganar otra soldada infame.El Apolonio nos informa así algo acerca de lo que nos ocultan los cancioneros gallego-portugueses del arte de la soldadera. También el concilio de Toledo de 1324, execrando las soldaderas que andaban por los palacios episcopales y nobiliarios, describe sus gracias, que consistían tanto en los coloquios, por lo común deshonestos, como en el espectáculo que hacían de sí mismas, sin duda por medio del baile. Así, bailando y cantando, nos las representan las miniaturas medievales, siempre al lado del juglar y como complemento obligado del espectáculo juglaresco; las cántigas a Santa María de Alfonso el Sabio, lo mismo que las canciones amorosas de la Corte castellana y portuguesa, se ejecutaban, no sólo por los juglares, sino cantadas a la vez por las soldaderas, ora sentadas al lado del juglar, ora bailando.

A juzgar por las miniaturas del Cancioneiro da Ajuda, la soldadera tenía gran papel en la ejecución de la poesía lírica gallego-portuguesa. De las 16 miniaturas del Cancioneiro únicamente cuatro dibujan al juglar solo o acompañado de otro juglar o de un muchacho cantor; las doce restantes, al lado del juglar que toca, ponen la cantadora. Ésta, las más veces, toca unas castañuelas en forma de tejoletas planas, canta y baila con los brazos en alto, mientras el juglar la acompaña con el sonido del salterio o de la guitarra; en tres miniaturas la cantadora toca el pandero, de pie o sentada, y el juglar tañe la vihuela de arco o la guitarra. Tal vez la muchacha entona el cantar de amigo del juglar gallego Martín de Ginzo (C. Vat., 883):

A do muy bon parecer
mandoulo aduffe tanger;
¡Lbucana, d'amores moir' eu!
Mandoulo aduffe sonar
e non lhi davan vagar:
¡Loucana, d'amores moir eu!

En todas las 16 miniaturas del Cancioneiro da Ajuda, la música y el canto están presididos por la figura de! trovador, vestido con brial largo (a diferencia del juglar, que lleva sayo más corto) y a veces con manto; aparece sentado en un escabel cubierto con alcatifa y en ademán de enseñar, marcar el compás o escuchar.

La soldadera no sólo aparece en compañía inseparable del juglar, sino también del trovador ajuglarado, como en el caso del lemosín Gaucelm Faidit (florece entre 1180-1216), hecho juglar cuando perdió su hacienda a los dados, y casado con una soudadiera, que le acompañó mucho tiempo por las Cortes, la cual, aunque regordeta como él, se hacía admirar por su belleza tan grande cual su discreción (fort fo bella et ensenhada).

En la Corte de los magnates vemos distinguirse soldaderas de diverso rango, unas de a caballo y otras de a pie. En las vistas de Ariza, año 1303, el Rey aragonés da a las soldaderas del séquito de don Juan Manuel (el que pronto iba a revelarse famoso escritor) y a las de otros señores castellanos, 10 torneses a las de a caballo y 5 a las de a pie. Por este don, igual a todas las de cada clase, se adivina que el arte de la soldadera era apreciado como el de una corista, uniforme o indiferenciado, mientras el de cada juglar era estimado según el mérito individual, y era tasado más alto, ya que el mismo Rey aragonés da a un juglar 50 torneses, a otro 15 ó 10. Lo mismo observamos en otras vistas de Calatayud, tenidas el año siguiente de 1304: las soldaderas del infante de Castilla reciben del Rey de Aragón cada una 15 torneses las de a caballo y 7 las de a pie, mientras los juglares reciben 100, 60, 50 torneses, y los albardanes, 40 ó 25.

Como el juglar acomodado tenía algún sirviente, la soldadera solía ir acompañada por una manceba, sin cuyos servicios no puede vivir. Por eso la soldadera compostelana doña María Leve se somete a mudar de casa porque así lo exige su manceba, ca atal dona com'ela guarir non pode se manceba non a, y las Ordenanzas del palacio real portugués tenían que disponer expresamente que, cuando una soldad era fuese convidada a casa del Rey, no llevase consigo a la manceba.

En la juglaría popular de hacia 1330 no actuaban las soldaderas, o figuraban muy poco; quizá simplemente habían cambiado de nombre. El Arcipreste de Hita no las menciona, y en cambio nos habla de las cantaderas, mujeres que, cantando, bailaban en público, al son del pandero:

Desque la cantadera dize el cantar primero,
siempre los pies le bullen, e mal para el pandero ...
Texedor e cantadera nunca tienen los pies quedos,
En el telar e en la danca siempre bullen los dedos.

El Arcipreste escribió muchos versos para estas mujeres, y se muestra satisfecho de la popularidad que ellas le granjeaban:

Después fiz muchas cántigas de danca e troteras,
para judias e moras e para entenderas,
para en instrumentos de comunales maneras;
el cantar que non sabes óilo a cantaderas.

Este nombre, designando una profesión femenina, aparece ya en el siglo anterior, en un documento gallego del año 1228, donde Maior Petri, cantatrix, dota un aniversario por su alma en la catedral de Lugo. Es el nombre corriente; no obstante, había otro menos usado.

En las dos versiones que poseemos del Espejo de Legos de Rogerio de Hoveden, encontramos doble denominación en el capítulo XXI; una versión dice: Las cantaderas contrarían a los establecimientos de las tres leyes, lo primero a la divina! ..., lo segundo contraría (n] a la ley de la natura ..., lo tercero contrarían la ley humanal, mientras la otra versión, emplea continuamente otro término: Las dancaderas son contrarias a todas las tres leyes ..., las dancaderas quebrantan los días de las fiestas ..., las dancaderas engañan a sus próximos con sus cantares a manera de serenas ... E por ende, pues las dancaderas no son so alguna ley, allí serán sin dubda a do non es alguna ley, mas espanto perdurable.

La denominación de cantadera fue la que se perpetuó: Pedro IV de Aragón tenía entre los juglares de su Corte a Isabel, la cantadera, y hoy mismos las cantadeiras gallego-portuguesas y las cantaderas de otras regiones españolas, sobre todo las cantaoras andaluzas, continúan la vieja tradición.
Indice de Los juglares de Ramón Menendez Pidal ¿Qué era un juglar? Diversas clases de juglares y de instrumentos músicales que tocaban Biblioteca Virtual Antorcha