Índice del libro El jugador de Fedor DostoievskiCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VI

Han transcurrido dos días desde aquella estúpida jornada. ¡Cuántos gritos, cuánto ruido, cuánta agitación! Y yo soy la única causa de este desorden, de todo ese revuelo ridículo. Sin embargo, a veces resulta divertido ... Para mí al menos. No puedo darme cuenta de lo que ocurre: si es que atravieso realmente por una crisis de agitación o si, simplemente, estoy descarrilado y desorientado en espera de que me aten. Algunas veces me parece que pierdo la razón, a veces también que apenas he salido de la infancia y de la escuela y que hago travesuras, como los niños.

¡De todo eso tiene la culpa Paulina! Sin ella, tal vez no hubiese hecho tales chiquilladas. Quién sabe, tal vez sea la desesperación de lo que me ha empujado -por absurdo que parezca este razonamiento.

No puedo comprender, no comprendo lo que es esa mujer. Es bonita, sí, es bonita según parece. Hace perder la cabeza también a los demás. Es alta y esbelta, muy delgada. Tengo la impresión de que se podría hacer con ella un paquetito o doblarla. Sus pies son largos y estrechos, obsesionantes. Positivamente obsesionantes. Tiene los cabellos de un tono rojizo y ojos de gata. ¡Pero qué orgullo, qué arrogancia en su mirada! Hace cuatro meses, poco después de mi llegada, tuvo una noche, en el salón, con Des Grieux, una conversación larga y animada. Y le miraba de un modo ... que luego, una vez en mi cuarto, me hube de imaginar que ella le había abofeteado ... Desde aquella noche la amo.

Pero volvamos a los hechos.

Tomé un sendero que se dirige hacia la avenida, me detuve en mitad del camino y esperé a la baronesa y al barón. A cinco pasos de distancia me quité el sombrero y saludé.

La baronesa llevaba, lo recuerdo, un vestido de seda gris de una anchura desmesurada, con volantes, crinolina y cola. Es de baja estatura y de una corpulencia extraordinaria, con una barbilla monumental que le oculta el cuello. La cara, abotargada, ojos malignos y descarados, pero su aspecto en conjunto es bondadoso.

El barón es seco, alto. Tiene, como es corriente entre alemanes, el rostro señalado con una cicatriz y surcado de pequeñas arrugas. Usa lentes. Aparenta cuarenta y cinco años de edad. Las piernas parece que le arrancan casi del pecho; signo de raza. Es vanidoso como un pavo real. Un tanto contrahecho. Ese ser pesado tiene en sus facciones una expresión de borrego, lo que, según él, es indicio de superioridad.

Todo esto fue observado por mí en pocos segundos.

Mi saludo y mi sombrero en la mano llamaron apenas su atención. El barón frunció ligeramente las cejas. La baronesa me miró de frente.

Madame la baronne -dije claramente marcando las sílabas- j'ai l'honneur d'être votre esclave.

E inmediatamente saludé, me puse de nuevo el sombrero y pase junto al barón, sonriéndole burlonamente.

Que me quitara el sombrero fue por orden de Paulina, pero me mostré insolente por voluntad propia y Dios sabe lo que me impulsaba a ello. Tenía la sensación de una caída.

¡Hein! -gritó, o más bien gruñó el barón volviéndose hacia mí con aire sorprendido y enojado.

Me detuve en una espera respetuosa continuando mirándole y sin dejar de sonreírme. Su perplejidad era visible, fruncía las cejas hasta el nec plus ultra. Su rostro se ensombrecía cada vez más. La baronesa se volvió también y me contempló con perplejidad rencorosa. Los transeúntes nos observaban. Algunos incluso se habían parado a ver.

¡Hein! -gruñó de nuevo el barón con cólera redoblada.

¡Ja woh! (Perfectamente) -articulé, mientras continuaba mirándole fijamente a los ojos.

¿Sind sie rassend? (¿Está usted loco?) -gritó blandiendo su bastón como si empezase a tener miedo. Quizá mi indumentaria le desconcertaba. Yo iba vestido correctamente, incluso con elegancia, como hombre de mundo.

¡Ja wo-h-ohl! -grité, repentinamente, con todas mis fuerzas, prolongando la o, a la manera de los berlineses, que emplean a cada instante ese latiguillo en su conversación y prolongan más o menos la vocal o, para expresar diversos matices.

Espantados, el barón y la baronesa dieron rápidamente media vuelta y se dieron casi a la huida. Entre el público algunas personas bromeaban, otros me miraban sin comprender. Por otra parte, mis recuerdos son vagos.

Me volví y me dirigí con mi paso habitual hacia Paulina Alexandrovna. Pero antes de llegar a un centenar de pasos de su banco vi cómo se alejaba con los niños en dirección al hotel.

La alcancé a la entrada.

Ya he realizado esa imbecilidad -le dije cuando estuve a su lado.

Bueno, pues ahora, ¡arrégleselas usted! -replicó sin mirarme siquiera. Y subió la escalinata.

Pasé toda la tarde fuera. A través del parque, luego por el bosque, llegué incluso hasta otra comarca. En una posada comí una tortilla y bebí cerveza. Este refrigerio me costó un taler y medio.

Hasta las once de la noche no regresé al hotel.

El General me mandó llamar inmediatamente. Nuestras gentes ocupaban en el hotel dos departamentos, dos cuatro habitaciones en total.

La primera, muy espaciosa, es un salón con un piano de cola. Al lado, otro cuarto grande, el gabinete del General. Allí me esperaba, de pie, en el centro, en una actitud la mar de majestuosa. Des Grieux estaba tumbado en el sofá.

Señor, permítame que le pregunte: ¿Qué ha hecho usted? -comenzó diciendo el General.

Preferiría, mi General, verle abordar directamente la cuestión -le dije-. Usted quiere hablar, sin duda, de mi encuentro de hoy con un alemán.

¿Con un alemán? ¡Ese alemán ... es el barón Wurmenheim, y es un importante personaje! Se ha portado usted groseramente con él y la baronesa.

De ninguna manera.

¡Usted les ha asustado, señor! -gritó el General.

Nada hay de eso. Desde Berlín tenía las orejas atiborradas de ese ¡ja woh! constantemente repetido de un modo tan antipático. Al encontrarles en la avenida aquel ¡ja woh! no sé por qué me vino a la memoria y tuvo el don de crisparme los nervios. Además, la baronesa, a quien he encontrado ya tres veces, tiene la costumbre de andar directamente hacia mí como si yo fuera un gusano al que se quiere aplastar con el pie; convenga conmigo en que yo puedo tener también mi amor propio. Me descubrí, diciendo muy cortésmente -le aseguro a usted que cortésmente-: Madame, j'ai l'honneur d'être votre esclave. Cuando el barón se volvió, diciendo ¡Hein!, me sentí incitado a gritar inmediatamente: ja wohl. Lancé dos veces esta exclamación, la primera con mi voz ordinaria y la segunda con toda la fuerza de mis pulmones. Eso es todo.

Estaba, lo confieso, encantado con esta explicación completamente digna de un chiquillo. Sentía un extraño deseo de abultar esa estúpida historia del modo más absurdo posible. Además esto me gustaba mucho.

Usted se burla de mí, ¿no es cierto? -gritó el General.

Se volvió hacia Des Grieux y le explicó, en francés, que decididamente yo buscaba un altercado. Des Grieux se encogió de hombros.

¡Oh, no crea eso, no hay nada de eso! -grité a mi vez al General-. Lo que hice no estuvo bien, lo confieso con toda franqueza. Se puede calificar de chiquillada estúpida e indecorosa, pero ... eso es todo. Y sepa, mi General, que me arrepiento de veras. Pero aquí media una circunstancia que, a mis ojos, me dispensa casi del arrepentimiento. En estos últimos tiempos, desde hace dos o tres semanas, me siento enfermo. Estoy nervioso, irritable, abúlico, y me ocurre que pierdo muchas veces el dominio de mí mismo. Verdaderamente muchas veces tengo gran deseo de dirigirme al marqués Des Grieux y de ... Por otra parte, juzgo inútil terminar; tal vez se ofendería. En resumen, son síntomas de enfermedad. Ignoro si la baronesa de Wurmenheim tendrá en cuenta este hecho cuando le presente mis excusas -pues tengo intención de hacerlo-. Creo que no, tanto más cuanto que, según tengo entendido, se está ya abusando de esta circunstancia en el mundo jurídico; en los procesos criminales los abogados han justificado frecuentemente a sus clientes alegando su inconsciencia en el momento del crimen, que constituye, según ellos, como una enfermedad. Ha matado y no se acuerda ya de nada. Y figúrese usted, General, que la Medicina les da la razón ... Afirma, en efecto, que existe una demencia temporal durante la cual el individuo pierde, si no completamente, al menos casi completamente la memoria. Pero el barón y la baronesa son gentes de la vieja generación, y además, junkers prusianos. Ignoran, por consiguiente, este progreso de la Medicina legal. Y, por lo tanto, no admitirán mis explicaciones. ¿Qué opina usted, General?

¡Basta, señor! -gritó bruscamente el General, con indignación contenida-. ¡Basta! Voy a intentar, de una vez y para siempre, librarme de sus chiquilladas. No tendrá usted necesidad de excusarse ante el barón y la baronesa. Toda relación con usted, aunque no se tratase más que de una simple demanda de perdón, les parecería demasiado humillante. El barón se ha enterado de que usted formaba parte de mi casa, se ha explicado conmigo, en el casino, y se lo confieso ha faltado poco para que me pidiese una satisfacción. ¿Comprende, señor, a lo que me ha expuesto? He tenido que presentar excusas al barón y dado mi palabra de que, hoy mismo, dejaría usted de formar parte de mi casa.

Permítame, permítame, General. ¿Es realmente él quien ha exigido que no siga formando parte de su casa como usted dice?

No, pero yo mismo he juzgado necesario darle esta satisfacción y, naturalmente, el barón se ha dado por satisfecho. Vamos a separarnos, señor mío. Va a recibir de mí, en moneda del país, cuatro federicos y tres florines. He aquí el dinero y he aquí el recibo. Puede contarlo. Adiós. Ahora somos extraños el uno para el otro. No he recibido de usted más que molestias. Voy a llamar al camarero y le diré que a partir de mañana no respondo de sus gastos en el hotel. Tengo el honor de renunciar a su servicio.

Tomé el dinero, lo conté, saludé al General y le dije, muy seriamente:

General, este asunto no puede quedar así. Lamento mucho que usted haya sufrido molestias por parte del barón, pero, excúseme, la culpa es toda suya. ¿Cómo ha podido usted encargarse de responder al barón en mi lugar y en mi nombre? ¿Qué significa esa expresión de que yo pertenezco a su casa? Soy, sencillamente, un preceptor en su casa y nada más. No soy su hijo ni estoy bajo su tutela, y usted no puede responder de mis actos. Puedo obrar con plena capacidad legal. Tengo veinticinco años, soy gentilhombre, licenciado y completamente ajeno a usted. Sólo el profundo respeto hacia sus méritos me retiene para preguntarle con qué razón se ha arrogado el derecho de preguntarle en mí nombre ante ese alemán ...

El General, desconcertado, alzó los brazos al cielo, y volviéndose hacia el francés, le indicó en pocas palabras que yo acababa casi de provocarle a un duelo. Este se echó a reír.

No estoy dispuesto a considerar como arreglado el asunto del barón -continué, con sangre fría imperturbable, sin hacer caso de la risa de Des Grieux-. Y como al consentir en oir las reclamaciones del barón y atenderlas, usted ha participado, por decirlo así, en todo este asunto, tengo el honor, General, de informarle que mañana por la mañana exigiré al barón, en mi nombre, una explicación formal. Le preguntaré por qué motivo, tratándose de un asunto mío, se ha dirigido, prescindiendo de mí, a una tercera persona ... como si yo no pudiese o no fuese digno de responder de mis actos.

Lo que yo presentía ocurrió. Al anuncio de esta nueva extravagancia el General se asustó de veras.

¡Qué! ¿Quiere usted insistir en su maldita actitud? -exclamó-. ¡En qué situación me coloca usted, Dios mío! ¡Guárdese bien, señor, guárdese bien! Si no, se lo juro ... Aquí hay autoridades y ... yo ... En fin, mi grado ... Y el barón igualmente ... En una palabra, le detendrán y será expulsado por la policía, para evitar un escándalo. ¿Lo ha comprendido, no es verdad? -y aunque la cólera lo poseía, sentía, a pesar de todo, un miedo horrible.

General -le contesté, con una flema que debió parecerle insoportable-. No se puede detener a nadie por escándalo antes de que lo haya dado. No he tenido todavia ninguna explicación con el barón y usted ignora completamente de qué manera intento liquidar el asunto. Deseo solamente dilucidar la suposición, ofensiva para mí, de que me hallo bajo tutela, que una persona tenga autoridad sobre mi libre albedrío. No tiene usted razón para alarmarse ni preocuparse de ese modo.

¡Por el amor de Dios, por el amor de Dios, Alexei Ivanovitch, abandone ese proyecto insensato! -murmuró el General, que pasó del tono rencoroso al tono suplicante e incluso me cogió las manos. Veamos, piense usted en las consecuencias. ¡Una nueva complicación! Considere que debo comportarme aquí de un modo especial, sobretodo en este momento ... ¡Oh, usted no conoce, no conoce todas las circunstancias en que me encuentro ...! Cuando nos vayamos de aquí, estoy dispuesto a tomarle de nuevo a mi servicio. No le despido más que momentáneamente. ¡En una palabra, comprenda usted los motivos que me obligan a obrar así! -clamaba desconsolado-. ¡Veamos, Alexei Ivanovitch ...!

Al dirigirme a la puerta, todavía le rogué que no se inquietase; le prometí que todo se arreglaría decorosamente y me apresuré a salir.

A veces, en el extranjero, los rusos son timoratos en exceso. Obsesionados por las conveniencias, temen enormemente el qué dirán y la manera cómo serán mirados. En una palabra, se diría que llevan corsé, sobre todo los que pretenden darse importancia. Adoptan, desde un principio, una actitud determinada, que siguen servilmente en los hoteles, las excursiones, las reuniones ...

Pero el General había hecho, además, alusión a ciertas circunstancias que le obligaban a comportarse de un modo particular. Por esta razón le había entrado miedo de pronto y había cambiado de tono para conmigo. Registré cuidadosamente este hecho. Podía muy bien, por pura estupidez, dirigirse al día siguiente a las autoridades, por lo cual yo debía ser prudente.

Por otra parte, era a Paulina y no al General a quien deseaba disgustar. Me había tratado tan cruelmente y empujado por un camino tan absurdo que deseaba ahora obligarla a suplicarme que no hiciese nada. Mi insensato comportamiento podía terminar por comprometerla también a ella. Además, sensaciones, veleidades nuevas surgían en mí. Si, por ejemplo, me aniquilaba voluntariamente ante Paulina, esto no significaba en modo alguno que fuese un cobarde, y seguramente no era tan fácil al barón eso de apalearme. Tenía ganas de burlarme de todos ellos, pero quedando en buen lugar. Ya veríamos. Sin duda ella temería el escándalo y me llamaría. Y aun cuando no me llame, verá, sin embargo, que no soy cobarde.

(Una noticia sorprendente: En este momento acabo de saber por la niñera, a quien he encontrado en la escalera, que María Philippovna ha salido hoy para Carlsbad, en el tren de la tarde, a casa de su prima. ¿Qué significa esto? Si hay que creer a la niñera, hace mucho tiempo que estaba preparando este viaje. Pero, ¿cómo se explica que nadie lo supiera? Quizá yo era el único que lo ignoraba. La niñera me ha revelado que anteayer María Philippovna tuvo un violento altercado con el General. Lo comprendo; seguramente a causa de la señorita Blanche. Sí, estamos en vísperas de acontecimientos decisivos.)


Índice del libro El jugador de Fedor DostoievskiCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha