Índice del libro El jugador de Fedor DostoievskiCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO V

Paulina parecía sumida en un profundo ensueño. Sin embargo, inmediatamente después de la comida me ordenó que la acompañase al paseo. Nos llevamos a los niños y fuimos al parque, hacia el lado del surtidor.

Como me hallaba muy excitado, pregunté tontamente, de pronto:

¿Por qué nuestro marqués ya no la acompaña cuando usted sale? ¿Porqué pasa días enteros sin dirigirle la palabra?

Porque es un malvado -respondióme ella en tono extraño.

No la había oído nunca tratar así a Des Grieux y guardé silencio, temiendo comprender el motivo de aquella irritación.

¿Se ha fijado usted en que hoy ha estado en desacuerdo con el General?

Usted quiere enterarse de qué se trata -replicó ella, de mal humor-. Usted no ignora que el General está a su merced: toda la finca está hipotecada, y si la abuela no se muere, el francés entrará inmediatamente en posesión de la casa.

¡Ah! ¿Entonces es, efectivamente, cierto que todo está hipotecado? Lo había oído decir, pero no estaba muy seguro.

¡Es bien cierto!

Entonces, ¡adiós, señorita Blanche! -insinué-. En ese caso no será Generala. ¿Y sabe usted una cosa? Creo que el General está enamorado, y que se saltará la tapa de los sesos si ella no le acepta por marido. A su edad es muy peligrosa una pasión de este calibre. Sí, créame; es sumamente peligrosa.

También yo creo que le ocurrirá alguna desgracia irreparable -observó Paulina Alexandrovna, pensativa.

¡Perfectamente! -exclamé-. Imposible es demostrar de un modo más claro que ella no consiente en casarse más que por dinero. No se han guardado siquiera las apariencias, se ha hecho todo sin pudor. ¡Magnífico! Por lo que respecta a la abuela, nada tan grotesco ni tan vil como enviar telegrama tras telegrama y preguntar: ¿Se ha muerto? ¿Se ha muerto ya? ¿Qué le parece a usted, Paulina Alexandrovna? ...

¡Murmuraciones! -interrumpió con desdén-. Lo que me extraña es verle a usted de tan buen humor. ¿De qué se alegra? ¿Será, quizá, por haber perdido mi dinero?

¿Por qué me lo dio usted para que lo perdiera? Ya le dije que yo no podía jugar por cuenta de otro, y con mucha más razón que usted. Yo obedezco y hago cuanto usted me ordena, pero el resultado no depende de mí. Dígame, ¿está consternada por haber perdido tanto dinero? ¿A qué lo destinaba?

¿Por qué me lo pregunta?

Usted misma prometió darme una explicación ... Escuche: estoy persuadido de que cuando empiece a jugar para mí (tengo doce federicos), ganaré. Tome usted entonces lo que le haga falta.

Paulina hizo un mohín de desagrado.

No se ofenda ... Espero que no se enoje conmigo -proseguí- por esa proposición. Hasta tal punto estoy convencido de ser un cero a sus ojos que no puede usted tener reparo en aceptar de mí hasta dinero. Un regalo mío no puede ofenderla, ni tiene importancia alguna. Además, he perdido el suyo ...

Me lanzó una mirada escrutadora y al observar la irritación y el sarcasmo de mis palabras interrumpió la conversación:

Mis asuntos carecen de interés para usted. Pero si desea saber la verdad, sepa que estoy llena de deudas. He pedido prestado ese dinero y necesito devolverlo. Tenía la loca esperanza de ganarlo en el tapete verde. ¿Por qué? Lo ignoro, pero lo creía. ¡Quién sabe! Quizá porque era la última solución y no cabía elegir otra.

O bien porque era necesario ganar a toda costa. Es exactamente como el que se ahoga y se agarra a una pajita. Convenga usted en que si no se ahogase no se agarraría a una pajita, sino a una tabla -repliqué.

Pero -dijo asombrada Paulina-, ¿no abrigaba usted la misma esperanza? Hace quince días me habló usted de su seguridad absoluta de ganar aquí a la ruleta y me rogaba que no le tuviese por un insensato. ¿Era una broma suya? Nunca lo hubiera creído, pues usted me hablaba, lo recuerdo, en un tono muy serio.

Es verdad -contesté-, y tengo todavía la convicción de que ganaré ... Hasta le confieso que usted acaba de sugerirme una pregunta: ¿Por qué no tengo duda alguna después de haber perdido de un modo tan lamentable? Estoy seguro de ganar en cuanto empiece a jugar por mi cuenta.

¿De dónde saca esa seguridad?

Me vería muy apurado si tuviese que explicarlo. Sólo sé que me es preciso ganar y que ésta es mi única tabla de salvación. He aquí, sin duda, la razón de por qué estoy seguro de ganar.

¿Le es, pues, necesario ganar a toda costa, ya que tiene usted esa seguridad fantástica?

Apuesto a que me juzga usted incapaz de sentir una necesidad verdadera.

A mí eso me es indiferente -contestó Paulina-. Si espera usted que le conteste que sí, debo decirle, en efecto, que dudo de que algo importante pueda atormentarle, pero no seriamente. Usted es desordenado e inconstante. ¿Qué necesidad tiene de dinero? Ninguna de las razones que alega es concluyente ...

A propósito -la interrumpí-, dice usted que debe pagar una deuda. Una famosa deuda, sin duda. ¿No será el francés?

¿Qué significa esa pregunta? ¿Está usted ebrio?

Usted sabe perfectamente que me permito decirlo todo y preguntar a menudo con la mayor franqueza. Le repito que soy su esclavo. Nadie se avergüenza ante los esclavos y un esclavo no puede ofender.

¡Todo eso son cuentos! No puedo sufrir esa teoría de la esclavitud.

Tenga en cuenta que si hablo de mi esclavitud no es porque desee ser su esclavo. Deseo sólo hacer constar un hecho independiente de mi voluntad.

Hable francamente. ¿Qué necesidad tiene usted de dinero?

¿Por qué quiere usted saberlo?

Haga lo que quiera ... no lo diga -repuso ella con un altivo movimiento de cabeza.

Usted no admite la teoría de la esclavitud, pero la practica. ¡Conteste sin discutir! Sea. ¿Por qué necesito dinero?, me pregunta usted. ¡Qué pregunta! ¡Porque el dinero lo es todo!

Bien; mas al desearlo no es preciso caer en tal locura. Porque usted llega también hasta el frenesí, hasta el fatalismo. Hay ahí otra cosa, un objetivo especial. Hable ya sin rodeos. ¡Se lo exijo!

La cólera parecía dominarla y el ardor que ponía en sus preguntas me encantaba.

Perfectamente, hay un motivo -respondí-, pero no puedo explicarle cuál. Se trata, sencillamente, del hecho de que, con dinero, me convertiré en otro hombre y no seré ya un esclavo para usted.

¿Cómo es eso? ¿Qué espera usted ser para mí?

¡Valiente pregunta! ¿Ni siquiera puede usted comprender el que pueda usted llegar a mirarme de otro modo que como a un esclavo? ¡Pues bien! ¡Ya estoy harto de sus desdenes, de su incomprensión!

Usted decía que esta esclavitud le causaba delicia ... Yo también así me lo figuraba.

¡Usted también se lo figuraba! -exclamé con una volubilidad extraña-. ¡Extraordinaria candidez la suya! Pues bien, lo confieso, ser su esclavo me produce placer. Hay un deleite en el último grado de la humillación y del rebajamiento -continué de un modo delirante-. Quien sabe, quizá se experimenta bajo el knut, cuando sus correas se abaten y desgarran la espalda ... Pero yo deseo tal vez gozar otros placeres. Hace un momento, en la mesa, el General me ha sermoneado delante de usted porque me paga setecientos rublos al año, que quizá nunca logre cobrar. El marqués Des Grieux, con las cejas fruncidas, me contemplaba y al mismo tiempo fingía no verme. Y yo, por mi parte, es muy probable que arda en deseos de agarrar a ese marqués por la nariz, en presencia de usted.

¡Tonterías! En cualquier situación uno debe mantenerse con dignidad. Si es preciso luchar, lejos de rebajar, la lucha ennoblece.

Habla usted perfectamente. Y presume que yo no sé sostener mi dignidad. Es decir, que siendo digno, no sé mantener esta dignidad. ¿Cree usted que puede ser así? Sí; todos los rusos somos así. Voy a explicárselo: su naturaleza, demasiado ricamente dotada les impide encontrar rápidamente una forma adecuada. En estas cuestiones lo más importante es la forma. La mayoría de los rusos estamos tan ricamente dotados que nos es preciso el genio para descubrir una forma conveniente. Ahora bien, frecuentemente estamos faltos de genio, que es cosa rara en general. Entre los franceses y en algunos otros europeos la forma está tan bien fijada que se puede aliar a la peor bajeza una dignidad extraordinaria. He aquí por qué la forma tiene entre ellos tanta importancia. Un francés podrá soportar sin alterarse una grave ofensa moral, pero no tolerará en ningún caso un papirotazo en la nariz, pues esto constituye una infracción a los prejuicios tradicionales en materia de conveniencias sociales. Si los franceses gustan tanto a nuestras muchachas, es precisamente porque tienen unos modales tan señoriales. O más bien no. A mi juicio, la forma, la corrección, no desempeña aquí ningún papel, se trata simplemente del coq gaulois. Por otra parte, no puedo comprender esas cosas ... porque no soy una mujer. Quizá los gallos tienen algo bueno ... Pero, en resumen, estoy divagando y usted no me interrumpe. No tema interrumpirme cuando le hablo, pues quiero decirlo todo, todo, todo, y olvido los modales. Confieso, desde luego, que estoy desprovisto no sólo de forma sino también de méritos. Sepa que no me preocupan esas cosas. Estoy ahora como paralizado. Usted sabe la causa. No tengo ni una idea dentro de la cabeza. Desde hace mucho tiempo ignoro lo que pasa, tanto aquí como en Rusia. He atravesado Dresde sin fijarme en esa ciudad. Usted ya adivina lo que me preocupaba. Como no tengo esperanza alguna y soy un cero a sus ojos, hablo francamente. Usted está, sin embargo, presente en mi espíritu. ¿Qué me importa lo demás? ¿Por qué y cómo yo la amo? Lo ignoro. Tal vez no sea usted hermosa. ¡Figúrese que no sé si es usted hermosa, ni siquiera de cara! Tiene usted, seguramente, mal corazón y sus sentimientos es muy posible que no sean muy nobles.

Usted espera, tal vez, comprarme a fuerza de oro -dijo-, porque usted no cree en la nobleza de mis sentimientos.

¿Cuándo he pensado yo en comprarla con dinero? -exclamé.

Con tanto hablar ha perdido usted el hilo del discurso. Intenta comprar mi cariño, ya que no a mí misma.

No, no; usted no tiene nada que ver. Ya le dije a usted que me cuesta trabajo explicarme. Usted me aturde. No se enoje a causa de mi conversación. Usted comprende por qué no puede enfadarse conmigo. Estoy sencillamente loco. Por otra parte, su cólera me importaría muy poco. Me basta solamente imaginar, en mi pequeña habitación, el fru-fru de su vestido, y ya estoy dispuesto a morderme los puños. ¿Porqué se enfada usted conmigo? ¿Por el hecho de llamarme esclavo suyo? ¡Aprovéchese de mi esclavitud, aprovéchese! ¿No sabe usted que un día u otro la he de matar? No por celos o porque haya dejado de amarla, sino porque sí, la mataré sencillamente, porque tengo algunas veces deseos de devorarla. Usted se ríe ...

No me río lo más mínimo -dijo-. Y le ordeno que se calle inmediatamente.

Se detuvo, sofocada por la cólera.

Palabra, ignoro si es bonita, pero me gusta contemplarla cuando se detiene así ante mí, y por eso deseo muchas veces verla enfadada. Posiblemente ella lo había notado y se encolerizaba adrede. Asi se lo dije.

¡Puah, qué ignominia! -exclamó con repugnancia.

Poco me importa -continué-. Sepa, además, que es peligroso que paseemos juntos. He experimentado muchas veces deseos de pegarle, de desfigurarla, de estrangularla. ¿Cree usted que no me atrevería? Me hace usted perder la razón. ¿Imagina que temo el escándalo? ¿El enojo de usted? ¡Qué me importan a mí el escándalo y su enojo! La amo sin esperanza y sé que luego la amaría mucho más. Si la mato, tendré que matarme yo también. Pues bien, me mataré lo más tarde posible, a fin de sentir lejos de usted ese dolor intolerable. ¿Quiere saber una cosa increíble? La amo cada día más, lo que es casi imposible. ¿Y después de esto quiere que no sea fatalista? Recuerde lo que le dije anteayer, en Schlangenberg, cuando me retó: Diga una sola palabra y me arrojo al abismo. Si hubiese dicho esa palabra, me hubiera precipitado en él. ¿Puede usted dudar de ello?

¡Qué estúpida charla! -exclamó.

Estúpida o no, nada me importa. En su presencia tengo necesidad de hablar, de hablar sin tregua ... y hablo. En su presencia pierdo todo amor propio y me da todo igual.

¿Por qué iba yo a obligarle a precipitarse de lo alto del Schlangenberg? -interrumpió ella en tono singularmente hiriente-. ¿Qué utilidad sacaría yo con eso?

¡Magnífico! -exclamé-. Usted ha pronunciado, intencionadamente, la palabra inútil a fin de aplastarme. Leo en su alma. ¿Es inútil, dice usted? El placer es siempre útil y un poder despótico, sin límites -aunque ejercido sobre una mosca-, es también una especie de placer. El hombre es déspota por naturaleza. Le gusta hacer sufrir. A usted le gusta eso enormemente.

Recuerdo que me examinaba con reconcentrada atención. Mi fisonomía debía reflejar todas mis sensaciones incoherentes y absurdas. Nuestra conversación se desarrolló casi según acabo de referirla. Mis ojos estaban inyectados en sangre. Tenía la boca seca y espuma en los labios. Y en lo que se refiere al Schlangenberg, lo juro, aun ahora, que si ella me hubiese ordenado arrojarme de cabeza, lo habría hecho inmediatamente y aunque lo hubiese dicho únicamente por broma, con desprecio, escupiéndome además, me hubiera lanzado también.

¿Por qué no he de creerle? -preguntó con aquel tono de desprecio, el tono de que ella solamente es capaz. Y este tono es tan sarcástico, tan arrogante, que, en aquel momento, con gusto la hubiéra matado. Corría un gran riesgo y yo no mentía al decírselo.

¿No es usted cobarde? -preguntóme bruscamente.

No lo sé. Todo es posible. Hace mucho tiempo que no he pensado en eso.

Si yo le dijera: Mate usted a ese hombre, ¿lo mataría?

¿A quién?

A quien yo le dijera.

¿Al francés?

No me interrogue. Conteste. Al que yo designaría. Quiero saber si usted me hablaba formalmente hace un momento.

Esperaba mi respuesta con una seriedad y una impaciencia que me parecieron extrañas.

¿Me dirá usted de una vez lo que pasa -exclamé-. ¿Tiene usted miedo de mí, acaso? Veo perfectamente el lío que reina aquí. Usted es la cuñada de un hombre arruinado, de un chiflado consumido por la pasión hacia ese demonio de Blanche. Luego hay ese francés y su misteriosa influencia sobre usted. ¡Y ahora me hace una proposición tremenda! Que sepa al menos de qué se trata. Si no, voy a perder la razón y cometer una barbaridad. Pero ¿puede usted sentir vergüenza de mí?

No se trata de eso. Le he hecho una pregunta y espero.

Perfectamente -exclamé-; a quien quiera que me señale, le mataré ... Pero ¿acaso podría usted ordenarme eso?

¿Cree usted que he de tener lástima? Ordenaré y permaneceré al margen. ¿Lo soportaría usted?

¡Pero no, no es usted un hombre bastante fuerte para eso! Usted mataría sin duda por orden mía, pero luego vendría a matarme a mí, por haberme atrevido a mandarle.

Al oír estas palabras sentí una conmoción. Creí que su proposición era una broma, un reto. Pero había hablado con demasiada seriedad.

Está estupefacta de que se hubiese expresado así, de que conservase sobre mí un imperio semejante, hasta el extremo de decirme claramente: Corre a tu pérdida, mientras yo permaneceré aquí muy tranquila. Había en sus palabras un cinismo y una franqueza a mi parecer excesivos. ¿Pero cómo se comportaría después conmigo? Esto rebasaba los límites del envilecimiento y de la esclavitud. Y por absurda e increíble que fuese toda nuestra conversación, mi corazón se estremecía.

De pronto se echó a reír. Estábamos a la sazón sentados en un banco, delante de los niños que jugaban frente al lugar en que los coches se detenían y dejaban al público en la avenida que precede al casino.

¿Ve usted a esa señora gorda? -exclamó Paulina-. Es la baronesa Wurmenheim. Se halla aquí desde hace tres días. Mire usted a su marido; ese prusiano alto y seco con un bastón en la mano. ¿Recuerda cómo nos miraba anteayer? Vaya inmediatamente a su encuentro, aborde a la baronesa, quítese el sombrero y dígale algo en francés.

¿Por qué?

Juraba usted hace un instante que se arrojaría de cabeza desde el Schlangenberg, se declaraba dispuesto a matar a una orden mía. En lugar de esos asesinatos y de esas tragedias quiero únicamente reírme. Obedézcame sin discutir. Quiero ver cómo le apalea el barón.

¿Me reta usted? ¿Cree que no soy capaz de hacerlo?

Sí, le reto. Vaya, ¡lo quiero!

Sea, voy, aunque se trate de un capricho salvaje. Con tal que esto no sea perjudicial para el General y para usted. Palabra, no me inquieto por mí sino por usted y por el General. ¡Qué idea la de ir, por puro capricho, a ofender a una señora!

Usted no es más que un charlatán, por lo que veo -dijo con desprecio-. Los ojos de usted estaban inyectados en sangre hace un momento ... Esto quizá fuera, sencillamente, el resultado de sus liberaciones durante la comida ... Sí, es una cosa absurda y vulgar y el General se enfadará. Lo comprendo perfectamente, créalo, pero tengo ganas de reír. Lo quiero, y esto debe bastarle. ¿Por qué habla de ofender a una señora? Antes le apalearían a usted muy pronto.

Me puse en pie y me dirigí en silencio a ejecutar su capricho. Evidentemente era una cosa absurda y no había sabido zafarme. Sin embargo, al acercarme a la baronesa, me sentí estimulado por una especie de sentimiento de pilluelo. Además, estaba terriblemente excitado, como borracho.


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