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CAPÍTULO XI

Condujeron el sillón hacia la puerta, al otro extremo de la sala. La abuela estaba radiante. Nuestras gentes hicieron corro en torno suyo para felicitarla. Por excéntrica que hubiese sido la conducta de la abuela, su triunfo compensaba muchas cosas, y el General ya no temía que su parentesco con una mujer tan original le comprometiese. Con risueña y alegre condescendencia familiar, como quien halaga a un niño, felicitó a la anciana. Se le notaba visiblemente emocionado, lo mismo que todos los espectadores. Se hablaba de la abuela y se la señalaba. Muchos pasaban por su lado para poderla contemplar mejor. Mr. Astley hablaba de ella con dos compatriotas. Algunas majestuosas damas, muy sorprendidas, la miraban como a un fenómeno. Des Grieux prodigaba cumplidos y sonrisas.

¡Quelle victoire! -proclamó.

Mais, madame, c'était du feu! -añadió con sonrisa seductora, la señorita Blanche.

¿Eh, que sí? ¡He ganado doce mil florines! ¡Qué digo doce mil! ¡Con el oro casi hacen trece! ¿Cuánto es eso en rublos? Unos seis mil, ¿no es verdad?

Le expliqué que llegarían a los siete mil, y tal vez, al cambio actual, a los ocho mil rublos.

¡Casi nada, ocho mil rublos! ¡Pero, qué hacéis aquí, pegados como si fueseis moluscos! Potapytch, Marta, ¿habéis visto?

Nuestra buena señora, ¿es posible? ¡Ocho mil rublos! -exclamó Marta, dando muestras de alegría.

Vaya, tomad cinco federicos para cada uno de vosotros.

Potapytch y Marta se apresuraron a besarle las manos.

Y a cada portador de mi silla, un federico. Dales uno a cada uno, Alexei Ivanovitch. ¿Por qué me saluda ese lacayo? ¿Y ese otro también? ¿Me felicitan? Pues dales un federico a cada uno ...

Madame la princesse ... Un pauvre expatrié ... Malheurs continuels ... Les princes russes sont si génereux ... -imploró, cerca del sillón, un individuo de raída levita, chaleco de colorines, largos bigotes, que sonreía obsequioso con la gorra en la mano.

Dale también un federico. No, dale dos. Basta, si no, no acabaríamos nunca. ¡Conducidme! ... Praskovia -se volvió hacia Paulina Alexandrovna-, te compraré mañana tela para un vestido, y a esta señorita ... señorita Blanche, según creo, también le compraré otro. ¡Tradúceselo, Praskovia!

Merci, madame! -dijo Blanche, que se inclinó, cambiando una sonrisa irónica con Des Grieux y el General.

Este estaba un poco cohibido y experimentó un alivio cuando llegamos a la avenida.

Feodosia va a tener una sorpresa -dijo la abuela, acordándose de la niñera-. Hay que regalarle también a ella un vestido. ¡Eh, Alexei Ivanovitch, Alexei Ivanovitch, dale algo a ese mendigo!

Pasaba un pordiosero, cargado de espaldas, los ojos fijos en nosotros.

Podría ser un pillastre, abuela.

¡Dale un florín!

Me acerqué a él y se lo di. El me miró asombrado, pero tomó la moneda sin decir palabra.

¿Y tú, Alexei Ivanovitch, no has probado todavía la suerte?

No, abuela.

Pero cómo brillaban tus ojos. Lo he visto.

Probaré, abuela, pero más tarde.

¡Pon también al cero! ¡Ya verás! ¿A cuánto se eleva tu capital?

A veinte federicos.

Poco es. Te prestaré cincuenta federicos, si quieres. Toma este cartucho ... Pero tú, amigo mío, es inútil que esperes que te dé dinero -declaró, dirigiéndose al General.

A éste se le crisparon los nervios, pero nada dijo.

Des Grieux frunció el ceño.

Que diable, c'est una terrible vieille! -murmuró entre dientes.

¡Un mendigo! ¡Otro mendigo! -gritó la abuela-. Alexei Ivanovitch, dale otro florín.

Aquella vez se trataba de un anciano de cabellos grises, que andaba con pierna de palo y levita azul de largos faldones y se apoyaba en un bastón. Parecía un militar retirado. Cuando le tendí el florín, retrocedió un paso y me miró con aire amenazador.

Was ist's der Teufél? (¿Qué diablos es eso?) -gritó lanzando imprecaciones.

¡Qué imbécil! -gritó la abuela-. ¡En marcha! ¡Me muero de hambre! Ahora en seguida a comer, haré después la siesta y luego volveré allá.

¿Quiere usted volver a jugar? -exclamé-.

¿Te extraña, muchacho? ¿Porque vosotros os aburris sin hacer nada yo voy a estar contemplándoos?

Mais, madame -intervino Des Grieux - les chances peuvent tourner. Una seule mauvaise chance et vous perdrez tout ... surtout avec votre jeu ...

Vous perdrez absolument -susurró Blanche.

¿Y qué os importa a todos vosotros? No perderé vuestro dinero ... sino el mío. ¿Dónde anda ese Mr. Astley? -me preguntó.

Se ha quedado en el casino, abuela.

Lo siento, porque ése sí que es un buen hombre.

De regreso al hotel, la abuela, al divisar al oberkellner en la escalera, le llamó, se jactó de su ganancia, le dio tres federicos y ordenó que le sirviesen la comida. Feodosia y Marta se deshicieron en reverencias y felicitaciones.

Yo estaba allí mirando a nuestra buena señora -balbuceaba Marta-, y dije a Potapytch: ¿Qué va a hacer nuestra señora ...? ¡Y cuánto dinero, cuánto dinero había sobre la mesa, Señor! En mi vida había visto tanto ... y en torno nada más que señores sentados. ¿De dónde vienen todos esos señores, Potapytch?-preguntaba-. ¡Que la Virgen la ayude! Rogaba por usted nuestra señora, y mi corazón languidecía y temblaba todo ... ¡ Señor, hacedla ganar!, imploraba, y el Señor la ha protegido. Desde entonces, tiemblo todavía, nuestra buena señora, toda yo estoy temblando.

Alexei Ivanovitch, después de comer, a las cuatro, prepárate; volveremos allá. Entre tanto, adiós, que tengo que llamar algún pícaro médico, y, además, tomar las aguas. Pero, sobre todo, avisa que me despierten.

Dejé a la abuela, medio atontada. Intentaba imaginar lo que iba a ser ahora de todas nuestras gentes y qué cariz tomarían las cosas. Veía claramente que ellos no habían vuelto aún en sí -el General sobre todo de la primera impresión. La aparición de la abuela en vez del telegrama esperado, de hora en hora, anunciando su muerte y, por consiguiente, la herencia -había trastornado hasta tal punto todos los proyectos, todas las decisiones tomadas, que ahora contemplaban con una verdadera perplejidad y un estupor general sus ulteriores proezas de ruleta. Sin embargo, este segundo hecho tenía casi más importancia que el primero. La abuela había declarado por dos veces que no daría dinero al General, pero ¿quién sabe? ... No había que perder todavía la esperanza. Des Grieux, complicado en todos los asuntos del General, no daba por perdida la partida. Seguro estoy de que, aun en un caso desesperado, la señorita Blanche, igualmente muy interesada -tenía por qué: ser Generala y recoger una herencia importante-, hubiese empleado todas las seducciones de la coquetería con la abuela, en contraste con esa orgullosa Paulina, tontuela que no sabía mimar.

Pero ahora, ahora que la abuela había realizado tales proezas en la ruleta, ahora que su personalidad se había manifestado con una tal claridad -para aquella vieja obstinada, autoritaria y tombée en enfance todo amenazaba ruina. Porque ella experimentaba una alegría infantil en emanciparse y, como siguiera así, se dejaría desplumar en el casino.

¡Dios mío -pensaba yo-, que el Señor me perdone! Seguramente, cada federico de los que había arriesgado la abuela en la ruleta fue a herir en el corazón del General, hacía rabiar a Des Grieux y exasperaba a la señorita Blanche, a la que pasaban la cuchara por debajo de la nariz.

Otro hecho: aun en la alegría de haber ganado, cuando la abuela distribuía a todos dinero y tomaba a los transeúntes por mendigos, incluso, entonces se le había ocurrido decir al General: ¡No te daré un céntimo! Era una idea fija, se obstinaba en ella, se lo había prometido a sí misma. ¡Peligroso, muy peligroso!

Todas estas consideraciones vinieron a mi mente cuando entré en mi pequeña habitación en el último piso, después de haberme despedido de la abuela. Todo esto me preocupaba mucho, y aunque pudiese adivinar desde aquel momento los principales hilos que tramaban ante mis ojos los actores, no conocía yo, sin embargo, todos los secretos del juego. Paulina no me había testimoniado jamás una confianza completa. Algunas veces, como contra su voluntad, me había abierto su corazón; sin embargo, notaba que, a menudo, y casi siempre después de las confidencias, procuraba ridiculizar todo lo que había dicho o deliberadamente le daba un falso aspecto. ¡Disimulaba tantas cosas! En todo caso, presentía que se aproximaba el final de todo este lío. Otro empujón ... y todo quedaría aclarado y resuelto.

En cuanto a mi suerte, que igualmente andaba interesada en todo esto, no me preocupaba gran cosa. ¡Extraño estado de espíritu! No tengo más que veinte federicos en el bolsillo. Estoy lejos de mi patria, en país extranjero, sin colocación y sin recursos, sin esperanzas ni proyectos, ¡y no me preocupo! Si no fuese por mi amor a Paulina, me entregaría sencillamente al interés cómico del desenlace próximo y me reiría a carcajadas. Pero Paulina me turba. Se decide su suerte. Sin embargo, y lo lamento, no es solamente su suerte lo que me inquieta. Quiero penetrar sus secretos, desearía que viniese a mí y me dijese: Te amo. Si es así, si eso es una locura irrealizable ... ¿qué desear entonces? ¿Sé, verdaderamente lo que deseo? Me hallo como perdido, me bastaría estar siempre al lado de ella, en su aureola, en su fulgor, eternamente, toda mi vida para ser feliz ... ¡No sé nada más! ¿Podré acaso separarme de ella?

En el segundo piso, en el corredor, oí como una especia de choque. Me volví y vi a Paulina que salía de su habitación. Al parecer me estaba esperando y me hizo inmediatamente seña para que me aproximase.

¡Paulina Alexandrovna ...!

¡Más bajo! -dijo.

Figúrese usted -murmuré-, que acabo de tener la sensación de haber recibido un golpe aquí, en el costado. He mirado hacia atrás ¡y era usted! Se diría que usted irradia una especie de fluido.

Tome esta carta -dijo Paulina, en tono sombrío y preocupado- y entréguela personalmente a Mr. Astley, en seguida. Vaya pronto, se lo ruego. No espere contestación. El mismo ...

No terminó la frase.

¿A Mr. Astley? -pregunté, sorprendido.

¡Ah, ah, de modo que se cartean!

Me puse inmediatamente en busca de Mr. Astley, primero en el hotel, donde no le encontré, luego en el casino, donde recorrí todas las salas. Y regresaba despechado, casi desolado, cuando le vi, por casualidad, a caballo, en medio de un grupo de jinetes ingleses de ambos sexos. Le hice seña y se detuvo; me acerqué a él y le entregué la carta. No tuvimos tiempo de cambiar una mirada. Pero sospecho que Mr. Astley espoleó a propósito a su caballo.

¿Me torturarían los celos? No lo sé, pero estaba profundamente abatido. ¿De qué tratarían sus cartas? Es su confidente, su amigo, pensaba yo, esto es evidente, pero ¿desde cuándo? ¿Tiene eso algo que ver con el amor? Seguramente no, murmuraba la razón. Pero la razón sola no basta en semejantes casos. El asunto se complicaba desagradablemente para mí.

Apenas había acabado de entrar en el hotel cuando el portero y el oberkellner, me avisaron que me necesitaban, que me andaban buscando, que habían preguntado tres veces por mí ... y que se me rogaba pasase lo más pronto posible por las habitaciones del General.

Yo estaba en una muy enojosa disposición de ánimo.

En el gabinete del General encontré, además de éste, a Des Grieux y a la señorita Blanche, sola, sin su madre. Esta madre, decididamente postiza, servía únicamente para tapar las apariencias. Blanche no necesitaba a nadie para arreglar sus asuntos y aquélla poco sabía de las cosas de su pretendida hija.

Discutían con animación y hasta habían cerrado la puerta ..., cosa que nunca hacían. Al acercarme, oí voces, las frases impertinentes y sarcásticas de Des Grieux, las vociferaciones injuriosas de la señorita Blanche y la entonación lamentable del General, que por lo visto intentaba justificarse de algo.

Al entrar yo, callaron y disimularon. Des Grieux se alisó los cabellos y se esforzó en dar a su iracundo semblante una expresión risueña; tuvo una de esas antipáticas sonrisas francesas, corteses en apariencia y falsas en el fondo, que yo detesto tanto. El General, abatido y trastornado, enderezó su talla maquinalmente. Unicamente la señorita Blanche no cambió de actitud y me miró, con expectación impaciente. Hago notar que hasta entonces me había tratado siempre con un desdén increíble, que fingía no darse cuenta de mi presencia y casi nunca contestaba a mis saludos.

Alexei Ivanovitch -comenzó diciendo el General en un tono de afectuoso reproche-, permítame usted que le explique que es muy extraño, muy extraño ... en una palabra, que sus procedimientos para con mi familia y conmigo ... En fin, que es extraño hasta el más alto grado ...

Eh, ce n'est pas ça -interrumpió Des Grieux irritado y desdeñoso a un tiempo (decididamente él lo dirigía todo).

Mon cher monsieur, notre cher général se trompe. Al tomar ese tono, él quería decirle ... es decir, advertirle, o más bien conjurarle para que no le pierda, si, ¡que no le pierda! Empleo esta palabra con toda intención ...

Pero ¿por qué?, ¿por qué? -interrumpí.

Permítame, por favor, usted se ha encargado de ser el guía ... ¿cómo decirlo? de cette pauvre terrible vieille -manifestó Des Grieux-. Pero va a perder, hasta que no le quede nada. ¡Usted mismo ha visto cómo juega, usted ha sido testigo! Si empieza a perder será muy dificil que abandone el tapete verde, y por obstinación, por despecho, continuará, sin hacer caso de nada ni de nadie, pues en tales casos no hay freno que valga y entonces ...

Y entonces -intervino el General-, entonces usted habrá ocasionado la ruina de toda la familia. Yo y mi familia, nosotros ... somos los herederos más próximos. Debo decirle claramente, con franqueza absoluta: mis asuntos van mal, muy mal. Usted sabe algo de ello ... Si pierde una suma importante o desgraciadamente toda su fortuna, ¿qué será de mis hijos? -el General miró a Des Grieux-, ¡y de mí! -repitió mirando a la señorita Blanche, que se encogió de hombros desdeñosamente-. ¡Alexei Ivanovitch, sálvenos, sálvenos ...!

Pero, ¿qué puedo hacer yo, mi General?

Niéguese a acompañarla, abandónela ...

Ce n'est pas ça, ce n'est pas ça, quel diable! -interrumpió de nuevo Des Grieux-. No, no la abandone, pero, al menos, aconséjela, distráigala ... En fin, no la deje usted jugar demasiado, búsquele otro pasatiempo ...

¿Pero cómo? ¿Por qué no lo intenta usted mismo, monsieur Des Grieux? -añadí ingenuamente.

Noté una mirada centelleante de la señorita Blanche a Des Grieux. La fisonomía de éste tuvo, a pesar suyo, un reflejo particular de franqueza.

Por desgracia, no querrá saber nada de mí, de momento -exclamó gesticulando-; si más adelante ... tal vez ...

Des Grieux lanzó a la señorita Blanche una mirada significativa.

Oh, mon cher monsieur Alexis, soyez si bon!

Y la señorita Blanche, elle-même, se acercó a mí con una encantadora sonrisa, me cogió las manos, me las estrechó muy fuerte ... ¡Sapristi! Aquel rostro diabólico sabía cambiar instantáneamente de expresión. En aquel momento su fisonomía se hizo suplicante, gentil, sonriente. Me miró insinuante al terminar la frase. ¿Quería seducirme de repente? Estuvo un poco vulgar ..., pero no lo hizo mal del todo.

El General se asió con presteza al cable de salvación que le tendía Blanche, ésa es la pura verdad.

Alexei Ivanovitch, perdóneme por haberme expresado así hace un momento, quería decir otra cosa ... Le ruego, le suplico, me inclino hasta la cintura ante usted, a la rusa. ¡Sólo usted puede salvarnos! La señorita de Cominges y yo le suplicamos, usted comprende, lo espero -imploraba, mostrándome con la mirada a la señorita Blanche.

Daba pena verle.

De pronto dejáronse oír tres golpecitos discretos en la puerta. Era un mozo. Potapytch se hallaba a algunos pasos tras él. Venía, según manifestó, de parte de la abuela, con orden de buscarme y de llevarme inmediatamente a su presencia.

La señora le busca.

¡Pero si no son más que las tres y media!

La señora no ha podido dormir, se agitaba incesantemente. De pronto ha pedido su sillón y ha dicho que fuésemos a buscarle a usted. Está ya abajo ...

¡Quelle mégère! -exclamó Des Grieux.

En efecto, la abuela estaba ya en el vestíbulo, exasperada por no encontrarme allí. No había tenido paciencia de esperar hasta las cuatro.

¡Vamos, en marcha! -dijo.

Y nos dirigimos hacia la sala de juego.


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