Índice del libro El jugador de Fedor DostoievskiCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XII

La abuela estaba impaciente y nerviosa; saltaba a la vista que su obsesión era la ruleta. A ninguna otra cosa atendía, y en general estaba sumamente ensimismada. No preguntó por nada, durante el camino, como por la mañana. Viendo un coche lujosísimo que pasaba ante nosotros como un torbellino, inquirió: ¿Qué coche es ése? ¿De quién es?, pero creo que no oyó siquiera mi contestación. A pesar de su impaciencia, no salía de su ensimismamiento. Cuando le enseñé de lejos, al aproximarnos al casino, al barón y a la baronesa de Wurmenheim, lanzóles una mirada distraída y un ¡Ah! de indiferencia. Luego, volviéndose hacia Potapytch y Marta, que venían detrás, les dijo:

Pero bueno, ¿vosotros por qué me seguís? No os voy a llevar siempre conmigo. Volved al hotel ... Me basta contigo -añadió, dirigiéndose a mí, cuando aquéllos, después de un saludo tímido y embarazoso, se alejaron.

En el casino aguardaban ya a la abuela, y le tenían reservado el mismo sitio de antes, al lado del croupier. No me cabe duda de que aquellos croupiers -aquellas gentes indignas, que tienen el aspecto de funcionarios a los que no interesa si la banca gana o pierde- no son en el fondo tan indiferentes a las pérdidas de la banca como aparentan. Obran así para atraer a los jugadores y defender, del mejor modo posible, los intereses de la administración, lo que les vale primas y gratificaciones. Por lo menos, a la abuela la miraban ya como a su víctima.

Ocurrió lo que los nuestros preveían. Veamos cómo: La abuela se lanzó sobre el cero e inmediatamente me hizo poner doce federicos. Jugamos una vez, dos veces, tres veces. El cero no salía.

Pon, pon me repetía sin cesar la abuela, empujándome en su impaciencia. Yo la obedecía.

¿Cuántas veces hemos jugado? -me preguntó al fin, exasperada.

Doce veces ya, abuela. Son ciento cuarenta y cuatro federicos perdidos. Dejémoslo, abuela, y volveremos por la noche ...

¡Calla! -interrumpió-. Sigue apostando al cero y al mismo tiempo mil florines al rojo. El rojo salió, el cero no. Rescatamos mil florines.

¡Ves, ves! -murmuró la abuela-. Lo hemos rescatado casi todo. Pon de nuevo al cero. Todavía diez veces.

Pero a la quinta vez la abuela desistió.

¡Manda al diablo a ese miserable cero! Toma, pon cuatro mil florines al rojo -ordenó.

¡Abuela! Eso es mucho, y si el rojo pierde ... -imploré.

Pero ella casi me pega, aunque me daba tales codazos, que me pegaba. Era inútil resistirse. Puse al rojo los cuatro mil florines ganados por la mañana. El disco comenzó a girar. La abuela se mantenía erguida y orgullosa en la convicción de que iba a ganar.

Zéro -proclamó el croupier.

La abuela no comprendió de pronto, pero cuando vio al croupier que recogía sus cuatro mil florines con todo lo demás que estaba encima de la mesa, y se enteró de que el cero, que se nos había escapado tantas veces y en el que habíamos arriesgado cerca de doscientos federicos había salido, como si se burlara de ella por no haber tenido fe en él, lanzó un gemido y dió una estrepitosa palmada. Esto hizo reir a los que la rodeaban.

¡Dios mío! ¡Ha salido ahora el maldito! -gemía la abuela-. ¡Ah, el miserable! ¡Y todo por tu culpa! -gruñó, dándome un empujón-. Tú me lo quitaste de la cabeza.

Abuela, yo no te he dicho nada. ¿Cómo podía responder de todas tus jugadas?

¡Ya te haré ver yo las jugadas! -refunfuñó amenazadora-. ¡Vete!

Adiós, abuela -y dando media vuelta, me dispuse a retirarme.

¡Alexei Ivanovitch, Alexei Ivanovitch, quédate! ¿A dónde vas? ¿Qué te pasa? ¡Se ha enfadado! Vamos, quédate, no te enfades. ¡Soy una tonta! ¡Anda, dime ahora lo que hay que hacer!

Yo, abuela, no me atrevo a aconsejarla, porque si pierde me echará la culpa ... juegue como le parezca. Yo colocaré las apuestas.

¡Vamos, vamos! ¡Bueno, pon cuatro mil florines al rojo! Toma mi cartera. Sacó la cartera del bolsillo y me la entregó.

¡Anda, listo! Aquí tienes veinte mil rublos en dinero contante y sonante.

Abuela -murmuré-, tales ...

Dejaré mi piel, pero los rescataré. ¡Juega!

Jugamos y perdimos.

¡Pon los ocho mil de una vez!

Imposible, abuela; la postura máxima son cuatro mil.

Bien, pon cuatro mil florines.

Esta vez ganamos. La abuela se animó.

¡Lo ves! ¡Lo estás viendo! -dijo triunfante, dándome un empujón-. ¡Pon los cuatro mil! Obedecí sin replicar y perdimos, y así algunas veces seguidas.

Abuela, los doce mil florines se han evaporado -anuncié.

Ya lo veo -dijo ella con tranquilo furor, si se puede calificar así-. Ya lo veo, amigo mío -replicó con la mirada absorta y pareciendo meditar-. ¡Ea, dejaré la piel! ¡Pon cuatro mil florines!

Ya no hay dinero, abuela. En la cartera ya no hay más que cheques y obligaciones rusas al cinco por ciento.

¿Y en el bolso?

Queda muy poco, abuela.

¿No hay aquí casas de cambio? Me han dicho que se podían cambiar todos nuestros valores -dijo la abuela con un tono decidido.

¡Oh, desde luego! No faltan aquí esta clase de establecimientos. Pero perderá mucho cambiando valores, le cobrarán una elevada prima, capaz de asustar a un judío.

¡Cambiemos! ¡Ya los rescataré! Condúceme. ¡Que se llame a esos verdugos! Yo empujé el sillón, los portadores se presentaron y salimos del casino.

¡De prisa! -nos ordenó la abuela-. Indica el camino, Alexei Ivanovitch; vayamos a la que esté más cerca ... ¿Está lejos?

A dos pasos, abuela.

Pero en la avenida, al volver el square, nos encontramos a todos nuestros deudos. El General, Des Grieux, la señorita Blanche y su madre.

Paulina Alexandrovna no estaba con ellos. Mr. Astley tampoco.

¡Vamos, vamos, no nos detengamos! -gritó la abuela-. ¿Qué queréis? ... ¡No puedo perder el tiempo con vosotros ahora!

Yo iba detrás. Des Grieux se me acercó.

Ha perdido todo lo que había ganado antes, y además doce mil florines. Vamos a cambiar obligaciones al cinco por ciento -murmuré, rápidamente.

Des Grieux dio una patada en el suelo y corrió a referir el hecho al General. El sillón seguía rodando.

¡Deteneos! ¡Alto! -gritó el General exasperado.

¡Pruebe de detenerla usted mismo! -repliqué.

Querida tía -comenzó diciendo el General, acercándose-, querida tía ... vamos ... -su voz temblaba y se debilitaba- vamos a alquilar caballos para irnos de excursión ... Una vista admirable ... La punta ... ¡Veníamos a invitarla!

¡Déjame tranquila con tu punta! -gruñó la abuela.

Allí hay una aldea ... Tomaremos allí el té ... -continuó el General, ya del todo desesperado.

Nous boirons du lait sur l'herbe fraîche -añadió Des Grieux con malicia feroz.

Du lait sur l'herbe fraîche, he ahí condensado el colmo del idilio para el burgués de París; esto resume, como se sabe, su concepción de la nature et de la vérité.

¡Gracias por la leche! Regálate tú con ella, pues a mí me hace daño al estómago. Por otra parte, ¿para qué insistir? ¡Os he dicho que no puedo perder el tiempo!

¡Ya hemos llegado, abuela! -exclamé.

Nos detuvimos ante la casa de cambio. La abuela permaneció a la entrada. Des Grieux, el General y Blanche se mantuvieron apartados, no sabiendo qué hacer. La abuela los miraba con aire rencoroso. Se decidieron a marchar en dirección al casino.

Me propusieron un cambio tan desventajoso que no me atreví a aceptar y volví para pedir instrucciones a la abuela.

¡Ah! ¡Bandidos! -exclamó, juntando las manos-. ¡Cambia de todos modos! ... Un instante. ¡Tráeme al banquero!

¿Alguno de los empleados, abuela?

Bien, un empleado. Es igual. ¡Bandidos!

Un empleado consintió en salir, al enterarse de que se trataba de una anciana condesa impedida. La abuela le reprochó con vehemencia su mala fe en una mezcla de ruso, de francés y de alemán, mientras que yo hacía el oficio de intérprete. El empleado, muy grave, nos miraba en silencio y se encogía de hombros. Examinaba a la abuela con una curiosidad excesiva que bordeaba la grosería. Luego comenzó a sonreír.

¡Bien, sea! ¡Ahógate con mi dinero! -gritó la abuela-. Cambia, Alexei Ivanovitch, se hace tarde, si no iríamos a otro ...

El empleado dijo que en otra casa todavía nos darían menos.

No recuerdo exactamente el cambio, pero era verdaderamente ruinoso. Cobré doce mil florines en oro y billetes, tomé la nota y se lo llevé todo a la abuela.

¡Vamos! ¡Vamos! Es inútil contar -dijo ella gesticulando-. ¡De prisa! ¡De prisa! Jamás en la vida volveré a poner en ese maldito cero y en ese rojo -profirió al acercarse al casino.

Esta vez emplée toda mi elocuencia para hacerle ver que sólo debía arriesgar pequeñas sumas, asegurándole que cuando volviese una racha de suerte se podría aprovechar. Al principio ella consintió, pero era tal su impaciencia que no había manera de retenerla durante el juego. Cuando había ganado dos posturas de diez o veinte federicos:

¡Ya lo ves! ¡Ya lo ves! -decía-. Hemos ganado. Si hubiese habido cuatro mil florines en lugar de diez habríamos ganado cuatro mil florines en lugar de ... ¡tú tienes la culpa!

Y a pesar del enojo que me causaba su modo de jugar, resolví callarme y no darle más consejos inútiles.

De pronto acudió Des Grieux. Los tres estaban en torno. Observé que la señorita Blanche se mantenía aparte con su madre y charlaba con el pequeño príncipe. El General estaba visiblemente en desgracia, casi desterrado. La señorita Blanche ni se dignaba mirarle, a pesar de que él rondaba a su alrededor. ¡Pobre General! Palidecía y luego se ponía sofocado; temblaba y ni siquiera podía seguir las jugadas de la abuela.

Blanche y el principito salieron finalmente. El General se apresuró a seguirles. Daba verdaderamente mucha lástima verle en aquel estado.

Madame, madame -murmuró Des Grieux con tono meloso, inclinándose al oído de la abuela-, madame, esta postura no está bien ... no ... no ... no es posible -añadía en mal ruso.

¿Qué hacer entonces? ¡Dímelo! -manifestó la abuela.

De pronto, Des Grieux se puso a hablar en francés con volubilidad; empezó a darle consejos. Decía que era preciso esperar la suerte y comenzó incluso a indicar ciertas cifras ... La abuela no comprendía nada. Tenía que recurrir constantemente a mí para la traducción. El designaba con el dedo el tapete verde y terminó por coger un lápiz y calcular en un papel. La abuela perdió la paciencia.

Bueno, déjame, déjame en paz. Me mareas con tanto madame, madame ... Y no entiendo una palabra ... ¡Déjanos!

Pero madame -gorjeó Des Grieux, y comenzó de nuevo a explicar y a demostrar, picado en su amor propio.

Pues bien, juega una vez según tus ideas -me ordenó la abuela-, ahora veremos, quizá resulte.

Des Grieux intentó que desistiera de las grandes posturas e inducirla a jugar a los números separadamente y en bloque. Puse, según sus indicaciones, un federico en una serie de cifras impares en los doce primeros, y cinco federicos en grupos de cifras de doce a dieciocho y diez de dieciocho a veinticuatro. Arriesgábamos en total dieciséis federicos.

El disco comenzó a girar.

¡Zéro! -exclamó el croupier. Lo perdimos todo.

¡No sabes jugar y te atreves a dar consejos! -gritó la abuela, dirigiéndose a Des Grieux-. ¡Vete! ¡No te metas en lo que no entiendas!

Horriblemente vejado, Des Grieux se encogió de hombros, lanzó una mirada desdeñosa a la abuela y se retiró. Estaba arrepentido de haberse entrometido, por no saber dominar su impaciencia en los asuntos de aquella vieja sin juicio, tombée en enfance.

Al cabo de una hora, pese a nuestros esfuerzos ... lo habíamos perdido todo.

¡Vámonos! -gritó la abuela.

Hasta llegar a la avenida no pronunció palabra. En la avenida, y al acercarnos al hotel, comenzaron sus lamentaciones.

¡Qué tonta! ¡Pero qué tonta he sido! ¡No soy más que una vieja estúpida!

Tan pronto llegó a su habitación, exclamó:

Sirvan el té. ¡Qué me lo preparen inmediatamente! ¡Nos vamos!

¿A dónde va nuestra buena señora? -preguntó Marta.

¡A ti qué te importa! Ocúpate de tus asuntos. Potapytch, prepara las maletas. ¡Nos vamos a Moscú! ¡He perdido quince mil rublos!

¡Quince mil rublos, señora! ¡Dios mío! -exclamó Potapytch con aire enternecido, creyendo sin duda ser así servicial.

¡Vamos, vamos idiota! ¡No es el momento de lloriquear! ¡Calla! ¡La cuenta en seguida!

El primer tren no sale hasta las nueve y media, abuela -anuncié, para calmar su furor.

¿Qué hora es?

Las siete y media.

¡Qué fastidio! Alexei Ivanovitch, no me queda ni un céntimo. Aquí hay dos obligaciones, corre allá a cambiarlas inmediatamente. Si no, no tendré con qué pagar el viaje.

Obedecí.

Media hora más tarde, de regreso al hotel encontré a todas nuestras gentes en torno a la abuela. La noticia de su marcha a Moscú les impresionaba más, según parecía, que sus pérdidas en el juego. Es verdad que al marcharse salvaba su fortuna. Pero ¿qué iba a ser del General? ¿Quién pagaría a Des Grieux? La señorita Blanche, naturalmente, no esperaría la muerte de la abuela y se marcharía seguramente con el pequeño príncipe o con cualquier pretendiente. Todos se esforzaban en consolar a la inquieta señora. Paulina estaba de nuevo ausente.

La abuela les apostrofaba con vehemencia.

¡Dejadme en paz, pelmazos! ¿Qué os importa? ¿Qué quiere de mí ese barbas de chivo? -gritó, dirigiéndose a Des Grieux-. Y tú, fantoche, ¿qué te va ni te viene en todo esto? ¿Por qué te metes en mis cosas?

¡Diantre! -murmuró la señorita Blanche, cuyos ojos chispeaban. Pero de pronto lanzó una carcajada y salió-. ¡Elle vivra cent ans! -gritóle al General desde la puerta.

¡Ah! ¿De modo que contabas con mi muerte? -chillóle al General-. ¡Vete de aquí! ¡Echalos a todos, Alexei Ivanovitch! ¿Qué diablo os importa esto a vosotros? He perdido mi dinero, no el vuestro.

El General se encogió de hombros, se inclinó y salió, seguido de Des Grieux.

Ve a buscar a Praskovia -ordenó la abuela a Marta.

Al cabo de cinco minutos Marta volvía con Paulina. Durante todo este tiempo Paulina había permanecido en su habitación con los niños y, al parecer, habían propuesto no salir de allí en todo el día.

Praskovia -empezó diciendo la abuela. ¿Es cierto lo que me dijeron recientemente de que tu imbécil suegro quiere casarse con esa loca francesa, una actriz sin duda, o algo peor?

No lo sé exactamente, abuela -contestó Paulina-. Pero a juzgar por la misma señorita Blanche, que no intenta disimular, he sacado la consecuencia ...

¡Basta! -interrumpió la abuela-. ¡Lo comprendo todo! Siempre he pensado que acabaría así y le he considerado siempre como el más nulo y frívolo de los hombres. Se envanece con su grado -le ascendieron a General cuando le retiraron- y se da tono. Lo sé todo, querida, todo, hasta los telegramas enviados a Moscú. ¿Cerrará pronto los ojos la vieja? Esperaban mi herencia. Sin dinero esa tía indecente .... esa Cominges, según creo, no querría ni por lacayo a ese General de dientes postizos. Según, dicen, ella tiene un montón de dinero que presta a interés y aumenta el capital. No te acuso, Praskovia. Tú no eres quien envió los telegramas, y del pasado no me quiero acordar. Sé que tienes mal carácter. Eres una verdadera avispa, pequeña. Cuando picas, envenenas. Pero tengo lástima de ti, pues yo quería mucho a Catalina, tu madre. Pues bien, ¿quieres? Abandona todo esto y ven conmigo. Creo que no está bien que vivas ahora con el General.

Paulina quiso contestar; la abuela la interrumpió.

Espera, que todavía no he terminado. Yo a ti no te pido nada. Conoces mi casa de Moscú ... Es un palacio. Puedes ocupar todo un piso entero y no verme durante semanas si mi carácter no te gusta. ¿Quieres o no?

Permítame antes que le pregunte si está verdaderamente decidida a marcharse en seguida.

¿Crees que bromeo? Me iré como he dicho. He perdido quince mil rublos en vuestra maldita ruleta. Hice votos hace cinco años de reconstruir en piedra una iglesia de madera, en mi propiedad de las cercanías de Moscú. En lugar de esto he gastado aquí el dinero. Ahora, querida, me voy a reedificar la iglesia.

¿Pero y las aguas, abuela? ¿No ha venido usted para tomar las aguas?

¡Déjame tranquila con las aguas! No me fastidies, Praskovia. ¡Se diría que lo haces a propósito! Dime, ¿vienes, sí o no?

Le estoy infinitamente reconocida, abuela, por el asilo que me ofrece -dijo Paulina-. Usted ha adivinado, en parte, mi situación. Le estoy tan agradecida que, créame, iré a reunirme con usted en breve plazo. Pero ahora hay razones graves ... y no puedo decidirme así, de pronto. Si usted se quedase aunque no fuese más que dos semanas.

Entonces, ¿no aceptas?

Ahora no puedo. Además, no puedo abandonar a mi hermano y a mi hermana que ... que ... pueden, verdaderamente, encontrarse solos. Pero ... si usted me recoge con los niños, abuela, entonces iré a vivir a su casa y me mostraré digna de su bondad, créame -añadió conmovida-. Pero sin los niños, imposible, abuela.

¡Vaya, no lloriquees! -Paulina no pensaba en lloriquear; por otra parte, no lloraba nunca-. Los polluelos encontrarán también sitio; el gallinero es grande. Además, ya tienen edad de ir a la escuela. Así, ¿no vienes ahora? ¡Ve con cuidado, Praskovia! Desearía serte útil, pero ya sé por qué no quieres venir. Lo sé todo, Praskovia. No debes esperar nada bueno de ese maldito francés.

Paulina se ruborizó. Yo me estremecí.

¡Todos estaban, pues, al corriente; yo era, tal vez, el único que lo ignoraba!

Vamos, vamos, no te enfades. Ve con cuidado, ¿me comprendes? Eres una muchacha inteligente ... Esto me mataría de pena. ¡Bueno, basta, ya hemos hablado bastante, no te retengo más! ¡Adiós!

La acompañaré, abuela -propuso Paulina.

No hace falta. No te molestes; además, ya estoy harta de todos vosotros.

Paulina intentó besar la mano de la abuela, pero ésta la retiró y, abrazándola, la besó en la frente. Al pasar por mi lado, Paulina me lanzó una mirada y bajó inmediatamente los ojos.

¡Bueno, también a ti te digo adiós, Alexei Ivanovitch! Falta una hora para la salida del tren. Debes estar cansado de mí. Toma estos cincuenta federicos.

Se lo agradezco a usted mucho, abuela, pero se me hace difícil ...

¡Vamos, vamos! -gritó ella en tono tan enérgico que no me atrevía rechazarlos-. Cuando te halles en Moscú ven a verme. Te daré alguna recomendación. Puedes retirarte.

Fui a mi habitación y me tendí en la cama. Permanecí así una media hora, sin duda, echado de espaldas, las manos tras la nuca. La catástrofe se había desencadenado y era necesario reflexionar. Resolví hablar seriamente con Paulina. ¿Era, pues, verdad eso del francés? ¿Qué podía haber pasado entre los dos? ¡Paulina y Des Grieux! ¡Señor, sería posible!

Todo aquello era inverosímil. Me levanté del lecho bruscamente, fuera de mí, para ir inmediatamente en busca de Mr. Astley y obligarle a hablar, costase lo que costase. Debía saber muchas más cosas que yo. ¿Mr. Astley? ¡He aquí otro enigma!

De pronto llamaron a mi puerta. Era Potapytch.

Alexei Ivanovitch. La señora le llama.

¿Cómo es eso? ¿No se va ya? Sólo faltan veinte minutos para la salida del tren.

Está inquieta, apenas puede dominarse. ¡De prisa, de prisa! -dice, refiriéndose a usted-. ¡Le quiere ver inmediatamente! ¡Por amor de Dios, no tarde!

Bajé inmediatamente. Habían transportado ya a la abuela al corredor. Tenía en la mano su cartera.

Alexei Ivanovitch, ve delante y ... ¡En marcha!

¿A dónde, abuela?

¡Dejaré la piel, pero lo rescataré! ¡Vamos, anden, y tú no hagas preguntas! ¿Se juega hasta las once y media, no es verdad?

La miré estupefacto. Reflexioné y luego me decidí inmediatamente.

Usted puede hacer lo que quiera, Antonina Vassielievna, pero yo no iré.

¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Qué mosca te ha picado?

Usted puede hacer lo que quiera. Yo no quiero tener que reprocharme nada. No quiero. No quiero ser testigo ni participante en eso. Dispénseme, Antonina Vassilievna. ¡Tome sus cincuenta federicos! ¡Adiós!

Dejé el cartucho de áureas monedas sobre una pequeña mesa cerca de la cual se hallaba el sillón de la abuela, saludé y me retiré.

¡Qué tontería! -gritó detrás de mí la abuela-. ¡Pues bien, vete, ya encontraré el camino sola! ¡Potapytch, sígueme! ¡Vamos, llevadme!

No pude encontrar a Mr. Astley y regresé a casa. Tarde, ya pasadas las doce de la noche, me enteré por Potapytch de cómo había terminado la jornada de la abuela. Había perdido todo lo que hacía poco le había cambiado yo, es decir, diez mil rublos. El polaco a quien ella había dado dos federicos por la mañana le había servido de factótum y estuvo dirigiendo el juego durante todo el tiempo.

Primeramente recurrió a Potapytch, pero se cansó pronto de él. Entonces fue cuando se presentó el polaco. Como si hubiese sido hecho a propósito, comprendía el ruso y lo hablaba de un modo bastante aceptable y con aquel chapurreo se entendieron perfectamente. La abuela le llenaba de injurias, pero él las soportaba calladamente.

No se puede comparar con usted, Alexei Ivanovitch -me decía Potapytch-; con usted trataba ella exactamente como con un caballero, mientras éste ... Dios me confunda, le robaba el dinero de encima de la mesa. Ella le pilló dos veces en esa faena. Le lanzaba toda clase de insultos, le tiraba, incluso, de los pelos, se lo juro, de tal modo que todo el mundo se reía. Lo ha perdido todo, mi buen señor, todo el dinero que usted le cambió. Hemos traído aquí a la señora, ha pedido de beber, ha hecho la señal de la cruz y se ha echado en la cama. Debía estar agotada, pues se ha dormido inmediatamente. ¡Que Dios le dé un dulce sueño! ¡Oh, estas tierras extranjeras -terminó diciendo Potapytch-, ya me parecía a mí que no son nada buenas! ¡Que pronto podamos volver a ver nuestro Moscú! ¿Qué es lo que nos falta? Flores que nos perfumen, flores como no se ven aquí. Es el momento en que las manzanas maduran. Hay aire en los espacios ... ¡Pero, no, hemos tenido que abandonar todo esto para venir al extranjero ...! ¡oh ...!


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