Índice del libro El jugador de Fedor DostoievskiCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO X

Probablemente, en los balnearios y en los hoteles de toda Europa, cuando el gerente destina una habitación a los huéspedes, se guía más que por los gustos de ellos por su opinión personal acerca de la cuenta que podrá hacerles pagar. Pero Dios sabe por qué se destinó a la abuela un alojamiento cuya suntuosidad no dejaba nada que desear: cuatro habitaciones magníficamente amuebladas, con sala de baño, dormitorios para los criados, para la camarera, etc. En efecto, estas habitaciones habían sido ocupadas, una semana antes, por una gran duquesa, lo que se apresuraron en poner de relieve a la nueva huéspeda, con lo cual les daban más valor a esos departamentos, para justificar, así, su elevado precio.

Se transportó, o más bien, se paseó a la abuela por todas las habitaciones, que ella examinó con la más rigurosa atención. El oberkellner, hombre calvo, de edad ya madura, la acompañaba con deferencia en aquella inspección preliminar.

Ignoro por qué razón todo el mundo tomaba a la abuela por persona de elevado rango, y sobre todo riquísima. Se inscribió en el registro: Madame la Générale, princesse de Tarassevitchev, aunque la abuela no había sido jamás princesa.

Los criados que la acompañaban, la masa imponente de su equipaje, paquetes inútiles, maletas, valijas y hasta cofres, dieron pie a aquella suposición. Luego, el sillón, el trono de la abuela, sus preguntas desconcertantes, hechas con perfecta despreocupación y en un tono que no admitía disculpa, en fin, su persona franca, brusca, autoritaria, terminaron de granjearse la consideración general.

Al pasar aquella revista, la abuela hacía detener el sillón, designaba algún objeto del mobiliario y hacía preguntas inesperadas al oberkellner, que sonreía respetuoso, pero ya con cierto temor.

Se expresaba en francés, lengua que hablaba bastante mal, de manera que yo tenía que traducir muy a menudo sus palabras.

Las contestaciones del oberkellner parecían no agradarle mucho y las consideraba insuficientes. Por otra parte, sus preguntas eran verdaderamente fantásticas. Por ejemplo, se detuvo delante de un cuadro, copia bastante mala de un original conocido, de asunto mitológico.

¿De quién es este retrato?

El oberkellner replicó que, sin duda, se trataba de una condesa.

¿Pero, cómo? ¿No lo sabes? Vives aquí y no estás al corriente. ¿Qué hace aquí este retrato? ¿Por qué tiene los ojos bizcos?

El oberkellner no podía responder de un modo satisfactorio a todas estas preguntas, y hasta se aturullaba.

¡Vaya imbécil! -dijo la abuela, en ruso.

La llevaron más lejos y la inspección continuó. La misma escena se repitió ante una estatuita de Sajonia que la abuela examinó largo tiempo; luego la hizo quitar, no se sabe por qué. Finalmente, hizo la siguiente pregunta al oberkellner:

¿Cuánto han costado los tapices de la habitación? ¿Dónde han sido tejidos? El oberkellner prometió informarse.

¡Qué bobos son! -murmuró la abuela, cuya atención se había concentrado en la cama-. ¡Qué suntuoso pabellón! A ver, deshagan esa cama.

Fue obedecida.

¡Todo, quítenlo todo! ¡Las almohadas, el edredón también! La abuela miraba con atención.

Bueno, felizmente, ya veo que no hay chinches. Quite las sábanas. Poned mis sábanas y mis almohadas. Todo esto es demasiado lujoso. ¿Qué he de hacer, a mi edad, en semejante habitación? Me aburriré mucho aquí. Alexei Ivanovitch, ven a verme a menudo, después de darles la lección a los niños.

Desde ayer no estoy ya al servicio del General -contesté-; vivo en el hotel, completamente aparte y por mi cuenta.

¿Por qué? ¿Cómo es eso?

Pues porque hace unos días llegó a Berlín un barón alemán, muy distinguido, con su esposa. Le hablé, en alemán, ayer, en el paseo, sin observar la pronunciación berlinesa.

Pero, ¿qué paso?

Pues que consideró eso como una impertinencia y se ha quejado al General, el cual me despidió ayer.

Debes haber injuriado al barón, sin saberlo, pues por lo que me cuentas no veo que haya para tanto ...

¡Oh, no, es él quien me amenazó con el bastón!

Y tú, calzonazos -exclamó ella, apostrofando al General-, tú has dejado tratar así al preceptor de tus hijos, ¡e incluso le despides! ¡Qué valientes sois todos!

No se inquiete usted, tía -replicó el General en un tono de familiaridad arrogante-. Sé dirigir por mí mismo mis asuntos. Además, Alexei Ivanovitch no le ha relatado los hechos exactamente.

¿Y tú cómo has soportado esa injuria? -me preguntó ella.

Quería provocar al barón a un duelo -contesté con aire modesto y tranquilo-, pero el General se opuso.

¿Por qué te opusiste? -insistió la abuela, dirigiéndose al General-. Y en lo que se refiere a ti, muchacho, puedes retirarte, vendrás cuando te llamen -dijo al oberkellner-; es inútil que permanezcas aquí con la boca abierta ... ¡No puedo soportar este pasmarote nuremburgués!

Aquél saludó y salió, sin entender los cumplidos de la abuela.

Por favor, tía, ¿son aún posibles los duelos? -dijo el General, sonriendo.

¿Por qué no? Los hombres son como gallos y riñen por nada. Pero vosotros sois todos gallinas, a lo que veo, incapaces de defender el honor de vuestra patria. ¡Vamos, llevadme! Potapytch, arréglate para mover el sillón. Dos bastarán. Diles que se me lleve a hombros solamente por la escalera y que por la calle iré en coche.

Págales por adelantado, así serán más respetuosos. Permanecerás siempre cerca de mí, y tú, Alexei Ivanovitch, enséñame a ese barón en el paseo, que vea al menos qué clase de tipo es ... Y ahora, dime: ¿Dónde se encuentra esa famosa ruleta? Quiero saberlo.

Expliqué que las ruletas estaban instaladas en las salas del casino. Luego siguieron las preguntas:

¿Hay muchas? ¿Se juega fuerte? ¿Se juega durante todo el día? ¿Cómo están organizadas?

Acabé por contestar que era mucho mejor que lo viera por sí misma, pues era bastante dificil de describir.

Pues bien, subiremos a ella. ¿Qué más hay? ¡Enséñanos el camino, Alexei Ivanovitch!

¿Cómo, tía, no quiere usted descansar del viaje? -preguntó, solícito, el General.

Parecía un poco agitado. Todos parecían cohibidos y cambiaban miradas entre sí. Probablemente les daba algún reparo acompañar a la abuela al casino, donde podía cometer excentricidades, en público esta vez. Sin embargo, todos se ofrecieron a escoltarla.

¿Descansar? ¿Para qué? No estoy cansada. Además, no me he movido durante cinco días. Luego iremos a ver las fuentes, las aguas termales. Después ... ¿Cómo has dicho, Praskovia, la punta, es eso?

Sí, abuelita.

Pues, bien, subiremos a ella. ¿Qué más hay que ver?

Muchas cosas, abuela -dijo Paulina confusa.

¡Conque tú misma no lo sabes! Marta, tú también me acompañarás -añadió, dirigiéndose a su camarera.

¿Por qué quiere llevarla con usted, tía? -intervino el General-. Es imposible. No es fácil que dejen entrar a su camarera en el casino.

¿Porque es una criada no la dejarán entrar? Es una persona como yo. Hace ocho días que viajamos juntas y también tiene derecho a ver cosas. ¿Con quién ha de ir, si no es conmigo? Sola no podrá ir a ninguna parte.

Pero tía ...

¿Es que te da vergüenza? Entonces quédate aquí, podemos pasar sin ti. ¡Un General, valiente cosa! También yo soy Generala. ¿Por qué me habéis de seguir todos? Con que me acompañe Alexei Ivanovitch basta.

Pero Des Grieux insistió para que todos fuesen de la partida y comenzó a modular una serie de frases amables sobre el placer de acompañarla, etcétera.

Elle est tombée en enfance -repetíale Des Grieux al General -; seule, elle fera des bêtises ...

No pude oír más, pero era evidente que la abuela tenía alguna intención, tal vez acariciaba ilusiones.

La sala de juego está a quinientos metros del hotel. Seguimos por la avenida de castaños hasta la plaza, que cruzamos para entrar en el casino.

El General se tranquilizó un poco, porque nuestro cortejo, aunque bastante estrafalario, no dejaba de ser digno y decoroso. La presencia en el balneario de una enferma debilitada e impedida no tenía nada de sorprendente. Pero, por lo visto, al General le daba mucho miedo el casino. ¿Por qué una enferma imposibilitada, y además vieja, había de ir a la ruleta?

Paulina y la señorita Blanche, una a cada lado, daban escolta al sillón.

La señorita Blanche manifestaba una dulce alegría y a veces bromeaba gentilmente con la abuela, hasta tal punto que ésta acabó por cumplimentarla. Paulina, al otro lado, estaba obligada a contestar a cada momento a las numerosas preguntas de la abuela, tales como:

¿Quién es ése que viene hacia acá? ¿Quién es aquél que va en coche? ¿Es grande la ciudad? ¿Y el jardín? ¿Cómo se llaman esos árboles? ¿Qué montañas son aquéllas? ¡Qué tejado tan ridículo!

Mr. Astley, que iba a mi lado, me susurró al oído que aquella mañana sería decisiva.

Potapytch y Marta venían detrás de nosotros, inmediatamente a la zaga del sillón; él con frac y corbata blanca, cubierto con gorra, y Marta -una jamona de cuarenta años, de tez rosada- llevaba cofia y vestido de indiana, y unos zapatos de cabritilla que crujían al andar. La abuela volvíase con frecuencia para hablar con ellos.

Des Grieux y el General iban un poco atrás y conversaban animadamente. El General estaba abatido. Des Grieux se expresaba con aire resuelto. Es posible que infundiese ánimos al General; era evidente que algo le aconsejaba.

Pero la abuela había ya pronunciado, hacía un momento, la fatídica frase: No te daré dinero. Esto parecía inconcebible a Des Grieux, pero no al General, que conocía bien a su tía. Noté que Des Grieux y la señorita Blanche cruzaban miradas de inteligencia.

Vi al príncipe y al explorador alemán al final de la avenida. Se habían quedado rezagados y tomaron pronto otra dirección.

Hicimos una entrada triunfal en el casino. El portero y los ujieres testimoniaron visiblemente la misma deferencia que el personal del hotel. Nos contemplaban, sin embargo, con curiosidad. La abuela se hizo pasear primeramente por todas las salas, alabando esto, criticando lo otro, pero enterándose de todo.

Finalmente, llegamos a la sala de juego. Sorprendido, el ujierque estaba a la puerta la abrió de par en par.

La aparición de la abuela produjo viva impresión en el público. En torno a la ruleta y al otro extremo de la sala, donde funcionaba una mesa de treinta y cuarenta, se apiñaba un grupo de hasta doscientos jugadores. Según costumbre, los que habían conseguido llegar hasta el tapete verde se mantenían firmes y no cedían su puesto mientras les quedaba dinero que perder, pues no hay derecho a permanecer allí como simple espectador, sin llevarse la mano al bolsillo.

Aunque haya sillas dispuestas alrededor de la mesa, pocos de los puntos las aprovechaban, sobre todo cuando hay mucho público, porque una persona en pie ocupa mucho menos sitio y puede operar más cómodamente. Las gentes de la segunda y tercera filas se apretujan contra los de la primera, esperan su turno y vigilan una ocasión para instalarse ante la mesa. Pero, en su impaciencia, algunos avanzan la mano para colocar sus puestas. Hasta los más alejados de la mesa procuran jugar por encima de las cabezas de los demás, y ocurre que, debido a ello, cada cinco o diez minutos se originan dudas acerca de quiénes han hecho las posturas.

La policía del casino está, por otra parte, bastante bien organizada. Naturalmente, no es posible evitar las apreturas. La afluencia beneficia a la banca, que gana en proporción al número de jugadores. Los ocho croupiers que están sentados en torno de la mesa no pierden de vista las posturas. Como son ellos lo que pagan las ganancias, hacen de árbitros, con conocimiento de causa, en las disputas eventuales. En último término se llama a la policía y se arregla la cuestión. Los agentes, que van vestidos de paisano, se mezclan con los espectadores, y así nadie puede conocerlos. Vigilan especialmente a los ladrones y rateros profesionales que pululan en la ruleta, donde pueden ejercer con facilidad su industria; en efecto, en cualquier otra parte es preciso explorar los bolsillos y forzar cerraduras, lo que, en caso de fracaso, proporciona graves molestias. Aquí, por el contrario, basta con acercarse al tapete verde, ponerse a jugar y, de pronto, ostensiblemente, dejar caer la mano sobre la ganancia ajena y metérsela en el bolsillo. En caso de reclamación, el ladrón jura por lo más sagrado que aquella postura ... le pertenece. Cuando el golpe ha sido realizado con habilidad y los testigos dudan, el dinero robado queda en el bolsillo del ladrón; eso, claro está, si se trata de una suma pequeña, porque de lo contrario los croupiers o algún jugador no dejarán de darse cuenta de ello. Si se trata de una suma mínima, el verdadero dueño renuncia muchas veces a discutir y se retira, por temor al escándalo. Cuando se consigue desenmascarar al ratero se le expulsa en el acto de un modo ignominioso por levantar muertos, como se dice en el argot de los jugadores.

La abuela observaba todo aquello desde atrás, con ávida curiosidad. Le hizo mucha gracia la expulsión de un ratero. El treinta y cuarenta no llamó mucho su atención. La ruleta le gustó más, sobre todo el rodar de la bolita. Quiso, finalmente, ver jugar desde más cerca. Cómo sucedió no lo sé, pero los ujieres y otros individuos oficiosos -sobre todo polacos arruinados que imponen sus servicios a los jugadores con suerte, y a todos los extranjeros- encontraron medio, a pesar de las apreturas, de hacer sitio a la abuela, en el centro de la mesa, cerca del croupier principal, corriendo el sillón hasta allí.

La multitud de visitantes que se contentaban con observar el juego -principalmente ingleses con sus familias- se dirigió inmediatamente hacia aquel lado a fin de observar qué haría la abuela. Numerosos gemelos se volvieron hacia aquella dirección. Los croupiers concibieron esperanzas. Se podía, en efecto, esperar algo extraordinario de una jugadora de las que no se ven todos los días. Una septuagenaria impedida no se arriesga a jugar ... era indudablemente algo insólito. Me acerqué a la mesa y me situé al lado de la abuela. Potapytch y Marta se alejaron de la mesa. El General, Paulina, Des Grieux y la señorita Blanche, figuraban entre los curiosos.

La abuela, al principio, estuvo mirando a los puntos. Me hacia en voz baja breves preguntas: ¿Quién es ése? ¿Y aquél? ... Se interesó especialmente por un joven que, al extremo de la mesa, jugaba fuerte y había ganado, según se decía, cuarenta mil francos que tenía amontonados ante él en oro y billetes. Estaba pálido, sus ojos chispeaban, sus manos temblaban. Hacía posturas sin contar, tomando el dinero a puñados. Sin embargo, no cesaba de ganar y de aumentar de oro y billetes el montón. Las ujieres se agrupaban, solícitos, en torno suyo, separaban las sillas, hacían sitio para que estuviese cómodo, para que no le apretasen ... todo esto con vistas a recibir una buena propina. Con la alegría de la ganancia, algunos jugadores repartían propinas sin mirar lo que daban. Cerca de aquel joven se hallaba un polaco que se estremecía y murmuraba, sin cesar, con tono obsequioso, prodigando sin duda consejos y esforzándose en dirigir el juego, naturalmente esperando una propineja. Pero no se fijaba en él, apostaba de cualquier modo y seguía recogiendo. Había perdido evidentemente el juicio. Es un caso corriente en las salas de juego.

La abuela le observó algunos minutos y me dio con el codo.

Dile que pare de jugar, que se meta cuanto antes el dinero en el bolsillo y que se vaya. ¡Lo va a perder todo! -decía, inquieta, con emoción-. ¿Dónde está Potapytch? Envíale a Potapytch. Díselo, díselo decía empujándome-. ¡Salga! ¡Márchese! -gritóle ella misma al joven.

Me incliné a su oído y le expliqué que no se podía gritar de aquel modo. No se permitía ni siquiera hablar alto, pues eso entorpecía el cálculo e iba a dar lugar a que nos echasen.

¡Qué lástima! ¡Este hombre está perdido! Lo quiere él mismo. No puedo mirarle, me subleva. Y la abuela diose prisa en mirar hacia otro lado.

Allí, a la izquierda, en la otra mitad de la mesa, entre los jugadores, había una joven dama acompañada de un enano. Ignoro si este enano era su pariente o si le llevaba para llamar la atención. Había visto a esa dama todos los días en el casino, a la una de la tarde. Ya la conocían allí e inmediatamente le acercaban una silla. Sacaba un puñado de oro de su bolso, algunos billetes de mil francos, y empezaba a jugar despacito, anotando los números con un lápiz, tratando de averiguar el sistema según el cual se agrupan las suertes. Arriesgaba importantes posturas, y cuando había ganado mil, dos mil, y algunas veces tres mil francos ... se retiraba inmediatamente.

La abuela la estuvo observando largo tiempo con curiosidad.

¡Vaya, ésa es una que no pierde! ¡Qué ha de perder! ¿Sabes quién es?

Una francesa, probablemente una de esas damas ... -contesté.

¡Ah, se conoce al pájaro por su manera de volar! Debe tener pico y uñas. Ahora explícame lo que significa cada vuelta de la ruleta y cómo es preciso apostar.

Expliqué a la abuela, lo mejor que pude, el mecanismo de las numerosas combinaciones rojo y negro, par e impar, caballo y para terminar, las diversas formas en que se agrupan los números.

Ella escuchaba atentamente, hacía nuevas preguntas y se instruía sobre el azar. De cada sistema de posturas se podia poner en seguida ejemplos, así es que muchas cosas las pudo aprender pronto y fácilmente. La abuela estaba encantada.

¿Y qué es eso del cero? Mira ese croupier de pelo rizado, el principal, que acaba de gritar cero. ¿Por qué se ha llevado todo lo que había encima de la mesa? ¡Una cantidad tan enorme! ¿Qué significa eso?

El cero, abuela, queda a beneficio de la banca. Si la bola cae en el cero todo lo que está sobre la mesa, todo, sin distinción, pertenece a la banca. Cierto que se concede otra postura por pura fórmula, pero en caso de perder la banca no paga nada.

¡Toma! ¿Entonces si pongo al cero y gano no cobro nada?

No, abuela. Si usted hubiese puesto previamente al cero y hubiese salido, cobraría treinta y cinco veces la puesta.

¡Cómo! ¡Treinta y cinco veces! ¿Y sale a menudo? ¿Por qué entonces esos imbéciles no juegan al cero?

Hay treinta y cinco probabilidades en contra, abuela.

¡Qué negocio! ¡Potapytch, Potapytch! Espera, llevo dinero encima ... ¡Aquí está! -sacó del bolsillo un portamonedas repleto y tomó un federico-. Toma, ponlo en el cero.

Pero, abuela, el cero acaba de salir -objeté-. No saldrá, por lo tanto, en mucho tiempo. Usted se arriesga demasiado, espere al menos un poco -insistí.

¡Ponlo y calla!

Sea, pero quizá no saldrá ya más en todo el día.

¡No importa! Quien teme al lobo no va al bosque. Bien, ¿hemos perdido? ¡Pues vuelve a jugar!

Perdimos el segundo federico. Siguió un tercero. La abuela apenas si podía estarse quieta. Clavaba los ojos ardientes en la bola que zigzagueaba a través de las casillas del platillo móvil. Perdimos el tercer federico. La abuela estaba fuera de sí, se estremecía. Dio un golpe con el puño sobre la mesa cuando el croupier anunció el 36, en lugar del esperado cero.

¡Ah! ¡El maldito! ¿Saldrá pronto? -decía irritada la abuela-. ¡Dejaré mi piel, pero permaneceré aquí hasta que salga! ¡Tiene la culpa ese maldito croupier de pelo ondulado! Alexei Ivanovitch, pon dos federicos a la vez. Pones tan poco que no valdrá la pena cuando el cero salga.

¡Abuela!

¡Ponlos! ¡Ponlos! ¡El dinero es mío!

Puse los dos federicos. La bolita rodó largo tiempo sobre el platillo y comenzó a zigzaguearse a través de las casillas. La abuela, conteniendo la respiración, me agarró por el brazo. Y, de pronto, ¡crac!

¡Cero! -gritó el croupier.

¿Lo ves? ¿Lo ves? -exclamó la abuela, volviéndose hacia mí con aire de triunfo-. ¡Ya te lo decía yo! ¡Es el mismo Dios que me ha sugerido que pusiese dos monedas de oro! ¿Cuánto voy a cobrar? ¿Porqué no pagan? Potapytch, Marta, ¿dónde están? ¿Dónde se han ido los nuestros? ¡Potapytch, Potapytch! ...

En seguida, abuela -murmuré-. Potapytch se ha quedado a la puerta, no le dejarán entrar aquí. ¡Mire, ahora pagan!

Entregaron a la abuela un pesado cartucho de papel blanco que contenía cincuenta federicos. Le contaron además otros veinticinco federicos. Recogí todo aquello con la raqueta.

¡Hagan juego, señores! ¡Hagan juego! ¡No va más! -decía el croupier, dispuesto a hacer girar la ruleta.

¡Dios mío! ¡Es demasiado tarde! ¡Ya van a tirar! ... ¡Juega, juega, pues! -decía, inquieta, la abuela-. ¡No te entretengas, atolondrado!

Estaba nerviosa y me daba con el codo con todas sus fuerzas.

¿A qué número juego, abuelita?

Al cero. ¡Otra vez al cero! ¡Pon lo más posible! ¿Cuántos tenemos? ¿Setecientos federicos? Pon veinte de una sola vez.

¡Reflexione, abuela! A veces está doscientas veces sin salir. Corre usted el riesgo de perder todo su dinero.

No digas tonterías. ¡Juega! Oye cómo golpean con la raqueta. Sé lo que hago -dijo, presa de una agitación febril.

El reglamento no permite poner en el cero más de doce federicos a la vez, abuela, y ya os he puesto.

¿Cómo no se permite? ¿Es esto cierto...? ¡ Moussieé, moussieé!

Tiró de la manga al croupier sentado a su lado, que se disponía a hacer girar la ruleta.

Combien zéro? Douze? Douze?

Me apresuré a explicar al croupier la pregunta en francés.

Oui, madame -confirmó, cortésmente, el croupier-.

Tampoco ninguna postura individual puede pasar de cuatro mil florines. Es el reglamento.

Entonces, tanto peor. Pon doce.

Hecho el juego -anunció el croupier.

El disco giró y salió el 30. ¡Habíamos perdido!

¡Sigue poniendo! -dijo la abuela.

Me encogí de hombros y sin replicar puse doce federicos. El platillo giró largo tiempo. La abuela observaba temblando. ¿Se imagina que sale el cero y va a ganar de nuevo?, pensé, contemplándola con sorpresa. La certeza absoluta de ganar se reflejaba en su rostro, la espera infatigable de que se iba a gritar: ¡Cero! La bola paró dentro de una casilla.

¡Cero! -cantó el croupier.

¡Lo ves! -gritó triunfalmente la abuela.

Comprendí en aquel momento que yo también era un jugador. Mis manos y mis piernas temblaban. Era realmente extraordinario que en un intervalo de diez jugadas el cero hubiese salido tres veces, pero sin embargo había sucedido así. Yo mismo había visto, la víspera, que el cero había salido tres veces seguidas y un jugador, que anotaba cuidadosamente en un cuadernito todas las jugadas, me hizo notar que la víspera, el mismo cero no se había dado más que una vez en veinticuatro horas.

Después de aquella jugada afortunada la abuela fue objeto de general admiración. Cobró exactamente unos cuatrocientos veinte federicos, o sea, cuatro mil florines y veinte federicos, que le fueron pagados parte en oro y parte en billetes de banco.

Pero aquella vez la abuela no llamó a Potapytch. Tenía otra idea en la cabeza. No manifestó siquiera emoción.

Pensativa, me interpeló:

¡Alexei Ivanovitch! ¿Has dicho que se podían poner solamente cuatro florines a la vez? ... ¡Toma, pon esos cuatro billetes al rojo!

¿Para qué intentar disuadirla? El platillo comenzó a girar.

¡Rojo! -cantó el croupier.

Nueva ganancia de cuatro mil florines, o sea, ocho mil en total.

Dame la mitad y pon la otra, de nuevo, al rojo -ordenó la abuela. Puse los cuatro mil florines.

¡Rojo! -anunció el croupier.

¡Total, doce mil! Dámelo todo. Pon el oro en el bolso y guarda los billetes. ¡Ya hasta! ¡Vámonos a casa! ¡Empujad mi sillón!


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