nada para nadie, de Agustin Cortes, Captura y diseño, Chantal Lopez y Omar Cortes, Antorcha
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Nada para nadie

No, no quiero la esperanza

porque entre los escombros y el suspendido polvo

de los grandes derrumbes

no quiero una vez más quedar de pie

como un niño idiota

con los ojos de yeso

y una flor en las manos para nadie.

Jomi García Ascot

Miraba la noche, la miraba desde el mismo sitio donde todos los días la miraba. En la habitación oscura donde sólo se escuchaba el ruido de su cuerpo al envejecer. Miraba la noche, la lluvia, la lluvia que caía sin saber por qué. El cielo era sólo una masa informe de nubes desangrándose.

Sintió los pasos de ella, el silencio imperceptible de su deslizarse, de su traspasar el espacio sin moverse. Observó su no decir nada, su respiración sin sofoco; escuchó su mirada, el golpear de sus ojos sobre los objetos. Estaba de nuevo ahí, cuando las nubes se apretujaban sobre la tierra, cuando la vela de san Dimas era el único amuleto que podría salvar a la Tierra de terminar ahogada por los cuatro puntos cardinales.

Miraba la noche, el furor imposible de la oscuridad, la rabia ciega de Polifermo azotando contra el mundo. Gruesas gotas restallaban contra los cristales de la ventana en donde se dibujo la silueta de su cuerpo al girar sobre sí mismo y enfrentarse a la desierta habitación. No había nadie.

Dando la espalda a la ventana atravesó la oscuridad del cuarto para dejarse caer, pesado, harto, bofo, en la cama que apenas si reparó en su presencia. Hasta ahí llegaba el ruido de la lluvia transformado en algo como el eco de un tambor cansado. Encendió un cigarro.

No, no había nadie sino el sopor untuoso de la noche, nadie sino esas volutas de humo que se disolvían en la oscuridad de la habitación. Ella no estaba porque el hechizo sólo podía romperse cuando una doncella se enamorara de la bestia aceptándola como era. No, no había otros ojos, ni otra piel, ni otra voz en esa habitación; sólo su propio cuerpo, sus propios ojos llenos de noche, su propia piel llena de soledad y el sonido de la lluvia azotando la ventana.

II

Olvida que estás sentada frente a una ventana. Olvida que hay viento, que está nublado, que los árboles ... no, eso no, no hay árboles, es una calle desnuda, solitaria, terregosa; no olvides los árboles. Nunca olvides lo que no está porque entonces sí que los perderás definitivamente.

Olvida las verjas de la ventana, ya enmohecidas, y tus manos frotándose una con otra.

Yo estoy ahí, quizá donde aún no has olvidado. Avanzo por la calle desnuda y terregosa y me voy desvaneciendo en lo líquido de tus ojos. El silencio se me cuela en los oídos, sólo mis pasos - insensibles - se mueven por entre el nublado y la soledad de la calle.

Olvida que hay un cuarto oscuro y un espejo; un espejo alto, en un marco de color indefinible y que tiene, en la parte superior, una sentencia en latín cuyo significado desconoces pero que intuyes terrible.

Olvida que para llegar a ese cuarto oscuro hay una puerta, a la cual se llega por una estrecha y rechinante escalera en forma de serpiente.

Yo sigo avanzando entre el silencio. En ocasiones el viento desdibuja el contorno de la calle y pierdo la ubicación precisa de tu ventana. Tengo ya tanto tiempo recorriendo esta calle que estos fenómenos me resultan familiares. Yo tantas veces he creído llegar hasta las verjas enmohecidas de tu ventana y verme, al final del espejismo, de nuevo transitar por entre el nublado de este triste atardecer eterno que no me engaña ya tan fácilmente.

Olvida, olvídalo todo. Olvida esta calle, olvida el viento, olvida el nublado. Olvida la ventana, olvida el cuarto oscuro, olvida el latín - la terrible sentencia -, olvida la escalera en forma de serpiente, olvida el espejo - sobre todo el espejo - olvida que quizá no tengas nombre ...


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