alguno, de Agustin Cortes, Captura y diseño, Chantal Lopez y Omar Cortes, Antorcha
Índice de El hombre que volvió de la chingada y otros regresos de Agustín CortésCuento anteriorCuento siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Alguno

Pero con todo, caminar, buscarse, porque aún cuando fueran derrotados, algo les decía, muy dentro, sin que oyeran nada, que la salvación existía, si no para ellos para eso, sordo, triste y tan lleno de esperanza que representaban.

José Revueltas

Cuando bajo las escaleras algo dentro de mí parece que quisiera escaparse. El olor a desinfectante me provoca náuseas. Apuro el paso para salir cuanto antes del hospital, alejarme lo más posible de aquellos pulidos pasillos, de aquel olor y de aquella plancha en que descansa tu cuerpo acribillado.

- Te digo que este es el momento, ahora o nunca.

- Estás loco, ¿con qué piensas enfrentar a los tanques y las ametralladoras?

- ¿Cómo crees que se atreverán a disparar?

- Lo hicieron contra la puerta de la prepa uno, ¿no?

- Pero es distinto, eso los escamó, la gente reaccionó...

Discutíamos frente a una taza de café, hasta que te enojabas y me llamabas culero escéptico y no sé qué cosas más. Me divertía observar la expresión de tu rostro pálido, con los ojos muy abiertos y las mandíbulas llenas de coraje; eras la estampa de la decisión misma.

Sabías que no era más que una discusión de café, pero te apasionabas de una manera exagerada. Estabamos en agosto de 1968.

Cuando consigo salir del edificio está anocheciendo, amenaza lluvia. Hago el intento de detener un taxi que alguien me gana y finalmente decido caminar. Bien a bien no tengo ningún lugar específico a donde dirigirme, tal vez a casa, pero no soportaría estar cinco minutos en ella.

- ¿Fuiste a la manifestación?

- La seguí a partir de la Alameda, hasta llegar al Zócalo.

- ¿Y qué te pareció?

- Impresionante pero ingenua.

- ¡Chingada madre! ¿Qué es lo que necesitas para convencerte que el pueblo está con nosotros?

- El pueblo no está con nadie.

- Pendejo, eso no son más que palabras.

- Piensa lo que se te antoje, pero mientras no vea claro no voy a ir a que me den en la madre.

Si, tal vez llueva, el ambiente es nebuloso, hace frío. Cada vez me parece más gris la ciudad. Lugar sin definición, llena de vapores, traspasada por multitudes hieráticas. Pienso en ti y todo es cada vez más gris, un gris rojizo.

- ¡Pero es que nada más no se puede dar la cara así como así!

- Entonces ... ¿Vas a dejar que te maten sin saber por qué?

- Si sé por qué.

- ¿Por qué?

- Es nuestra oportunidad, el momento de manifestarnos, de obligarlos a que nos tomen en cuenta...

- De que nos maten.

- Te digo que no se atreverán.

Ni tu ni yo lo creíamos realmente, aún éramos dos muchachos jugando: tú al revolucionario, yo al escéptico pretendidamente realista. No nos pasaba por la cabeza que pasara lo que pasó; todo aquello que nos haría madurar sorpresivamente y que nos enfrentaría a una realidad concreta, no imaginada, en donde el pensar y manifestarse se podía pagar con la vida.

A pesar de nuestras posiciones opuestas, para ambos las balas y la muerte violenta sólo estaba en los libros de historia, en las películas y en guerras lejanas, de las que nos enterábamos únicamente por la propaganda de ambos bandos. Nos hubiéramos reído si alguien hubiera predecido lo que pasaría después.

La Avenida Juárez repleta de automóviles embotellados. Se escuchan las sirenas de las patrullas. Las calles adyacentes cubren a los camiones con granaderos. ¡Agarraron a Marcué! Caminar por la Alameda en grupo es arriesgado, no respetan a nadie, cualquiera puede parecer sospechoso y ser subido a las julias. ¡Rómpanles la madre! El grito es sorpresivo, el viejo carcamán, utilizando un uniforme de la policía por sarcófago, es quien ordena la persecución...

Regresar después, jadeantes, asombrados, buscando a alguien que se quedó en la corretiza. ¡Se lo llevaron a la panel! Enfrentárseles, insultarlos, ¡ustedes tendrán la fuerza, nosotros la razón! ¡Agárrenlos! ... y volver a correr.

Recuerdo como tu madre me llamaba por teléfono para pedirme que te hiciera desistir de andar en la política. Le decía que no se preocupara, que nada iba a pasar, que todo no era sino cuestión de muchachos y que no tardaba en pasársete.

- ¿Por qué no vienes a alguna de las asambleas? Ya hace mucho que no te paras por C.U.

- Sabes que no creo en eso, y tú debieras dejar de andar haciéndole al loco.

- Anda a chingar a tu madre, qué sabes de nada.

- Piensa en el 66 y en la clase de gente que movió aquello...

- Era distinto.

- ¿En qué?

- Entonces era un problema interno, ahora se trata de cuestionar al sistema.

Sonreía irónicamente, de esa manera que sabía te molestaba. Esa noche el ejército ocupó la Ciudad Universitaria.

He llegado a un pequeño parque donde puedo observar el edificio del hospital. La lluvia sólo amenazó. Varias personas entran y salen, tal vez entre ellas haya muchas que vayan a buscar a personas como tu. En un muro cercano me topo con la sonrisa hipócrita del Gran Caudillo Inflado.

Tanto por la Avenida Universidad como por Insurgentes, las tanquetas bloquean el paso. Hay pelotones estacionados ahí mismo.

La cabeza blanca, la voz cortada, las manos nudosas increpando impotentes.

- ¡Esto pasa por culpa nuestra, de los viejos, por no haber sabido defender lo que conquistamos. Ustedes muchachos tienen que pelear por la libertad de México! ¡Atención!

Las voces de mando. Las botas retumbando sobre el pavimento. Las bayonetas hacia delante... A correr de nuevo.

Correr siempre, de nuestra casa, de nuestro idioma, de nosotros mismos. Siempre correr, siempre huir, siempre expulsados. Tal parece que la cobardía es nuestra mentada idiosincrasia. Correr ... huir ... jamás enfrentar nuestro rostro, nuestra verdad.

Qué podrás pensar de todo esto, de luchar por los ideales, ¡mierda! Tu ya sabes, de una u otra manera has llegado a saber lo que yo no sé. Aquí, en la banca de este jardín, en medio de una ciudad indiferente y deforme...

Jamás perteneciste a ninguna organización o Comité, eras sólo un simpatizante más, un participante en asambleas, en pintas, en volanteo. Ahora estás ahí, en el depósito de un hospital, rígido, con el rostro deformado por un impacto en la mejilla derecha y los ojos abiertos, perdidos en quién sabe dónde.

Hace frío y tus palabras parecen llegar confundidas con el viento cortante:

- ¡Eres sólo un abogadete de mierda, encerrado en una oficina, castrado intelectual, sin ambición, anciano a los veinticinco años!

Casi llegamos a las manos, nos separó Cristina. Te acababas de hacer novio de ella.

Dejamos de vernos mucho tiempo. Nos encontramos un día y fuimos como antes, a tomar un café.

- Tenías razón.

- ¿En qué?

- Se atrevieron a disparar...

Estabas muy cambiado, la mirada se te perdía muy fácilmente, estabas dejándote la barba, tu voz era lúgubre.

Me contaste que habías estado preso, te agarraron el 2 en Tlatelolco. Ahora estudiabas filosofía. Cristina estaba internada en un sanatorio, la matanza le había aniquilado el sistema nervioso.

No supe qué responder. ¿Decirte que te había advertido? ¿Decirte que lo tomaras con calma? No, no podía responder nada. Tal vez nunca te diste cuenta lo que me dolió ver en el rostro de alguien como tú esa sombra de escepticismo y desesperanza.

Siempre hablabas de comprensión, ahora quisiera hablarte con tus mismas palabras, por qué no eras capaz de comprender, de comprenderme a mí, de entender esta rabia sorda, esta impotencia ante los tanques pisoteando nuestra Universidad, ante las declaraciones huecas de un sistema sin justificación racional posible.

Tenías razón, sólo soy un abogadete. Pero ahora no lo soy ya más, ahora tal vez si pudieras entender mi decisión de escribir, de ser honesto conmigo mismo.

- ¿Sigues en el despacho?

- No, he decidido dedicarme a escribir.

- Vaya, me sorprendes.

- ¿Por qué?

- Pues... porque no esperaba eso de ti.

Quise esbozar mi sonrisa irónica pero no pude, sentí que ya no produciría el mismo efecto. En unos cuantos meses eras ya otro, como que el mundo había dejado de tener importancia y que si aún estabas en él era porque no te quedaba otro remedio.

Ya es de noche, se han encendido las lámparas de mercurio, pero desde esta banca, entre los árboles, simplemente la obscuridad ha borrado el contorno de las cosas.

Es curioso, ahora creo que podríamos entendernos perfectamente, de una manera madura. Ahora comprendo tu nerviosismo, tu desesperación vital ante el mundo que te rodeaba, tu ansia de manifestarte; y estoy seguro que ahora tu podrías entender mi escepticismo, mi silencio, mi rebelión muda. Ahora, cuando la muerte nos ha unido definitivamente es cuando no podemos comunicarnos.

Nos veíamos esporádicamente en la facultad, siempre andabas solo, con las manos en los bolsillos y sin prestar atención a lo que sucedía en tu alrededor. Nos íbamos a tomar un café y a platicar de literatura, política y tantas cosas que nos rondaban en la cabeza, aunque te propusieras alejarlas con esa actitud distante.

- Fui a ver a Cristina.

- ¿Y.. ?

- Está deshecha. Pasa los días en una silla mirando el jardín interior del sanatorio. Los médicos dicen que es un caso difícil, el shock fue tremendo. Sus padres me culpan a mí, ¡a mí!

- Estamos solos, creí que te habías dado cuenta. Hemos roto el cordón umbilical. La lucha es sólo nuestra.

- No es tan fácil olvidar la sangre, ¿sabes? Cuando ocurrió aquello estábamos tan quitados de la pena. Llegó el helicóptero... No le dimos importancia, siempre estaban vuele que vuele sobre nosotros... Luego algo así como triquitraques, alguien gritaba que todo era una provocación, la gente corría por todos lados, ella y yo también. Nos dejamos caer en un recoveco, no sé dónde. Yo la cubría con mi cuerpo, el escándalo era espantoso. Me atreví a levantar la cabeza y había un montón - te juro que no miento -, un montón de cuates tirados por todas partes. Alguien lloraba y se quejaba, Cristina también lo hacía. Sentí un fuerte golpe en la espalda, un soldado me había pegado con su M-1, cuando voltee me colocó el cañón en la cabeza. Nos sacaron arrastrando, luego nos juntaron a empellones con otros e hicieron que nos desnudáramos. Luego...

- Ya párale. No tiene sentido que te atormentes así.

- Desnuda... Frente a esos cochinos aguacates, punta de cabrones marihuanos hijos de la chingada. Y yo sin poder defenderla... Ahora quieren que olvidemos todo eso por dos o tres discursitos, dichos por quien estuvo implicado directamente en el asunto.

Te dejaba hablar, sabía que era inútil tratar de callarte. Mirabas por encima de mi hombro hacia un punto distante. Prefería entonces bajar la cabeza y tratar de acompañarte en ese desahogo desesperado que yo empezaba a compartir.

- Sólo queríamos vivir, crear un lugar nuestro, para nosotros y los que vinieran después; algo que fuera un poco más limpio que todo esto ¿y sabes que hicieron? Nos mataron, nos destruyeron; mandaron a unos Generales cabrones analfabetos y nos aniquilaron, así sin más. ¡Pum!

- No hables así...

¿Qué decirte? Casi creía que tenías razón, y me aferraba angustiado a ese casi. Desde entonces parece que me rodeara un velo oscuro que me impidiera ver y respirar.

Por la mañana tu madre llamó a casa y, llorando, me dijo que no aparecías, que desde ayer por la mañana habías salido, que a lo mejor se te había ocurrido ir a la manifestación, que ya sabía lo que había ocurrido, que desde el lunes andabas muy raro porque te avisaron del suicidio de una muchacha que había sido novia tuya... que...

Pregunté en muchos sitios hasta llegar a este hospital. Quise llorar pero no pude - ¡Palabra! - no pude, únicamente me quedé ahí, tieso, tratando de adivinar hacia donde estabas mirando. Llamé a tu casa, dije donde estabas y colgué; no hubiera podido soportar lágrimas ajenas, ajenas a ti y a mí. Algo dentro de mí quería escaparse, el olor a desinfectante me producía náuseas...

Tal vez escriba una historia sobre ti y tal vez la publique. Tomaré la pluma y diré lo que recuerdo y trataré de fijar en el papel la imagen de tu cuerpo, deshecho por las balas disparadas por quién sabe quién y quién sabe por qué.

Cuando me pongo de pie el viento me golpea directamente el rostro. Curiosamente la calle se encuentra semivacía. No sé qué hora pueda ser - ni me importa -. Vuelvo la vista al hospital y pienso que tus padres ya deben haber llegado; luego veo frente a mí la calle que tendré que recorrer y en cuyas paredes rebotan las palabras que ya no podré compartir contigo...

Hoy es viernes 11 de junio...


Índice de El hombre que volvió de la chingada y otros regresos de Agustín CortésCuento anteriorCuento siguienteBiblioteca Virtual Antorcha