el pez ciego, de Agustin Cortes, Captura y diseño, Chantal Lopez y Omar Cortes, Antorcha
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El pez ciego

Cuando Andrés mira el río recuerda otros días, ni mejores ni peores, sino solamente otros. Aquellos días que otras aguas del río recorrieron y que ahora sólo han quedado en la cada vez más frágil memoria de Andrés. Días que se van perdiendo conforme Andrés remonta el río en su barca para obtener cada vez menos de cada vez más trabajo.

Fue el venezolano, eso sí que lo recuerda bien, aquel pescador que hablaba como niño chiquito, moreno él, que con tres golpes de remo dejaba la barca en el centro mismo de la corriente, aquel del tronco de vaina que todavía estaba en la huerta como esperando que alguien lo deshiciera en palabras y se lo engullera junto con un bocado de orepas con coraotas. Sí, fue el venezolano el que trajo el pie de cría del pez ciego, porque la vaina es echarle pichón a la vaina chico, el que consiguió que por primera vez los de la empacadora se preocuparan al ver como se reducía la entrega por parte de los pescadores, ya que cuando aquello comenzamos a vender parte del producto en forma directa y a exigir precios más justos a los patrones.

Sí, de todo eso se acuerda Andrés, se acuerda como entre nubarrones, como entre encontronazos con la memoria, porque es posible que el tal pez no se llamara ciego, aunque casi estoy seguro que así lo llamaba el venezolano, o es posible que ni tan siquiera él supiera a bien como se llamaba el mentado pez. Lo que sí es que el pelado jalaba como pocos, para aquí y para allá, para donde se le llamara o necesitara.

Cuando llegó ni quien supiera qué cosa era un venezolano, se decía que eran gentes que vivían más allá de donde viven los gringos pues todo el mundo se quedó en las mismas; hubo incluso quien sostuvo que los venezolanos eran unos herejes que tenían tratos con los masones y los comunistas y que también tenían pacto con el diablo, pero como tampoco sabíamos a derechas quienes eran los masones y los comunistas eso nada nos aclaraba.

Andrés sonríe cuando se acuerda de lo del pacto con el diablo, se acuerda de la gracia que le hacía al venezolano, no jodas chico, y de cómo todos los pescadores acababan riéndose con él entre trago y trago de ron.

El pez famoso se adaptó pronto a nuestras aguas, se reprodujo con rapidez y en poco tiempo llegó a ser uno de nuestros mejores productos. Fue entonces que comenzaron a preocuparse los de la empacadora ya que además el venezolano era levantisco, nos hizo ver que los patrones nos pagaban apenas la cuarta o quinta parte de lo que valía realmente nuestro trabajo, además obteníamos buenas ganancias con la venta directa de parte de nuestros productos. Y Andrés sigue mirando al río y mirando más allá del río, donde deja de serlo y se precipita al horizonte, ahí donde todavía resisten algunos tablones carcomidos que señalan el lugar en donde se fundó la cooperativa, donde se reunían todos los sábados para discutir los asuntos del trabajo y donde por primera vez comprendieron que la vida no sólo era ese oscuro trajinar para irla pasando y que la empacadora no era tampoco la única fuente de trabajo posible.

Luego vino la leyenda, nadie supo nunca donde comenzó pero se puso a rodar y rodar y en poco tiempo todos la conocían. Las viejas más viejas decían que los bigotes del pez ciego hacían rejuvenecer a las ancianas, curar mal de amores y hasta hacer hablar a los mudos, y las menos viejas, que en las noches de luna llena el pez ciego se introducía en las intimidades de las mujeres y las sanaba de sus calenturas. Alguien llegó a contar que el pez ciego no sólo se les introducía a las mujeres sino también a los hombres que no tomaban ciertas precauciones, incluso se llegó a decir el nombre de alguno que todas las noches se metía desnudo al río y se volvía ciego como los peces para retozar con ellos.

Los ojos de Andrés miden las distancias y sienten que éstas cada vez son más grandes, o tal vez sean los ojos los que se achican en los entreveros de los años, esos entreveros que forman ya un laberinto en donde Andrés se pierde cada que mira al río.

A los de la empacadora no les supo nada bien el buen provecho que el pez nos había dado. Mascullaban su rencor y de mala gana concedían los aumentos, llegaron a decirnos que de seguir así iban a tener que cerrar la planta por incosteabilidad.

Una noche el venezolano nos reunió a todos para explicarnos que lo de cerrar la planta sólo era un pretexto para obligar al gobierno a tomar cartas en el asunto y hacer que nos pagaran el producto al mismo precio de antes, que era necesario legalizar la cooperativa y que en caso de que insistieran en el supuesto cierre nosotros nos hiciéramos cargo de la empacadora. Llegamos incluso a formar una administración para cuando se diera el caso.

El pez ciego siguió dándonos muchas satisfacciones y hasta se decía que habían desaparecido los malos humores de muchas viudas y quedadas y que la iglesia se iba quedando vacía porque las beatas preferían ir por las noches a bañarse en el río que rezar el rosario.

Pero comenzó la epidemia, primero unos cuantos, después muchos, fueron muriendo sin que nadie supiera la causa; comenzó entonces a rumorarse que la enfermedad la había traído el pez ciego, el venezolano sostuvo que era una jugada de los de la empacadora para eliminar al pez y fuimos a traer a dos médicos de la ciudad. Examinaron a los enfermos y los difuntos y dijeron que se trataba de tifoidea, que había que denunciar el brote y poner en cuarentena a la región; fueron a la ciudad por medicinas y nunca más los volvimos a ver. Supimos, luego que pasó todo, que su auto había caído al río y que se habían ahogado, nunca se aclararon las causas del accidente pero en ese entretiempo los de la empacadora le llevaron al gobernador un certificado firmado por alguien que nunca supimos quién en el que constaba que la causa de la epidemia era el pez ciego.

Llegaron entonces brigadas sanitarias, custodiadas por soldados, para detener la epidemia y exterminar al pez ciego, fue cuando el venezolano nos encabezó para ocupar la empacadora y evitar que las brigadas sanitarias pudieran operar en el río. Nos fortificamos en la oficina de la cooperativa y decidimos defender al pez ciego.

Durante dos días no pasó nada, los soldados se dedicaron a vigilar el campamento de las brigadas sanitarias y los de la empacadora no dieron señales de vida. Al tercer día apareció el cura y habló con nosotros, nos dijo que la epidemia iba en aumento y que de no ceder en nuestra actitud en poco tiempo iba a desaparecer el pueblo entero por lo que la tropa ya tenía instrucciones del gobierno para intervenir y detener la epidemia costara lo que costara; el venezolano les alegó que todo estaba bien excepto que el pez ciego nada tenía que ver y que a lo único que nos oponíamos era al exterminio de la especie, que eso era una mala jugada de los de la empacadora para proteger sus intereses y continuarnos explotando; el cura dijo que las autoridades estaban abiertas al diálogo. Se convino entonces en que una comisión de nosotros fuera a parlamentar con las autoridades.

El venezolano y cinco más fueron nombrados comisión y salieron juntos con el cura. Era sábado, durante todo el domingo los esperamos, igual que como a los médicos aquellos nunca volvimos a verlos con vida. El lunes en la mañana los soldados nos rodearon y nos dijeron que no se quería hacer una matanza, que nos entregáramos. Preguntamos por el venezolano y por los otros y nos dijeron que se habían ido del pueblo. Nos entregamos. Por la tarde comenzaron a exterminar al pez ciego. Al día siguiente aparecieron flotando en el río seis cadáveres.

Después se nos hizo firmar unos papeles en los que se decía que un agitador extranjero había soliviantado a un grupo de pescadores contra las autoridades aprovechándose de su ingenuidad y de su ignorancia, que luego que las autoridades lograron convencer a los pescadores, el extranjero, junto con algunos de los más exaltados, había pretendido ejercer violencia contra la industria que daba de comer al pueblo y que el ejército se había visto obligado a intervenir para asegurar los derechos de la comunidad y que desgraciadamente se había producido un enfrentamiento en el que resultaron muertos el extranjero y cinco de sus seguidores. Nos tuvimos que tragar la rabia. Al venezolano lo enterramos en el huerto junto al tronco de vaina y las beatas volvieron a vestirse de negro y a rezar el rosario por las tardes.

Andrés comienza a remar por el río, su mirada y sus recuerdos van siguiendo el vaivén de la barca y continuando el ritmo de cada golpe de remo. En una orilla dos jóvenes, con el agua a la cintura, trabajan y cuando advierten la presencia de la barca de Andrés reaccionan sorprendidos. Andrés sonríe y pasa de largo, los jóvenes lo siguen con la mirada y Andrés sigue mirando hacia delante, hacia donde el río dejó de serlo, hacia donde los mohosos tablones de lo que fue la cooperativa aún resisten el asalto de las corrientes. Y Andrés sigue remando, mientras algo como un cosquilleo le trepa por el cuerpo y le rebulle los recuerdos, porque la vaina es echarle pichón a la vaina chico, y la sonrisa se le agranda por su ya arrugado rostro cuando piensa en lo que los muchachos esos estaban echando al agua, cuando reconoció, sin lugar a dudas, la vieja y familiar silueta del pez ciego.


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