Presentación de Omar CortésOctava parteDécima parteBiblioteca Virtual Antorcha

LA GUERRA Y LA PAZ

León Tolstoi




NOVENA PARTE

CAPÍTULO I

En la Europa occidental, hacia finales del año 1811 y principios del 12, se inició el armamento intensivo y la concentración de tropas, que avanzaron por el oeste en dirección a las fronteras rusas, donde, desde 1811, se mantenían todavía las tropas del zar. El 12 de junio las tropas de la Europa occidental atravesaron las fronteras y la guerra empezó, es decir, se produjo un hecho contrario a la razón y a la naturaleza humana. Millones de hombres cometieron unos contra otros una cantidad de crímenes tan considerables, de engaños, de traiciones, de robos, de falsedades, de saqueos, de incendios y de asesinatos, que la historia de todos los tribunales del mundo no contiene tantos en el transcurso de los siglos. Sin embargo, los hombres que cometieron aquellos delitos no los consideran como tales.

¿Qué motivó aquel acontecimiento extraordinario? ¿Cuáles fueron las causas? Los historiadores afirman, con un aplomo infantil, que las causas de aquel hecho radicaban en la ofensa hecha al duque de Oldenburg, en la inobservancia del bloqueo continental, en la ambición de Napoleón Bonaparte, en la firme resistencia del zar Alejandro, en los errores de la diplomacia, etc., etc.

Así, pues, hubiera bastado que Metternich, Rumiantzev o Talleyrand, entre una recepción de la corte y un guisado de carne, hubiesen redactado un papel o que Napoleón hubiera escrito a Alejandro: Señor y hermano: Estoy dispuesto a devolver su ducado al duque de Oldenburg para que no hubiese estallado la guerra.

No podemos comprender que millones de cristianos se mataran y se torturaran porque Napoleón ambicionaba el poder, porque Alejandro estaba dispuesto a mantener firmemente su actitud, porque la política inglesa era falsa o porque el duque de Oldenburg se había sentido ofendido.

Es imposible saber qué lazo de unión pudo existir entre esas circunstancias y el hecho consumado del asesinato y de la violencia.

¿Era un motivo suficiente el que el duque hubiera sido insultado, para que millares de hombres tuvieran que recorrer Europa de extremo a extremo matando y arruinando a los habitantes de Smolensko y de Moscú para morir después a manos de ellos?

Si Napoleón no se hubiera ofendido al recibir la conminación de retirarse detrás del Vistula y no hubiera ordenado a sus tropas que avanzaran, tampoco hubiese habido guerra. Pero si todos los sargentos no se hubiesen reenganchado, la guerra hubiera sido igualmente imposible. Tampoco habría habido guerra si Inglaterra no hubiera intrigado, si Alejandro no hubiera sido tan susceptible, si no hubiese habido la autocracia rusa, la revolición francesa y el Directorio y el Imperio que la siguieron. Separada una de estas causas, no pasaba nada. Pero todas aquéllas, a millares, concordaron únicamente para producir aquella catástrofe. Aquel hecho, pues, no tuvo ninguna causa exclusiva y se produjo porque había de producirse. Millones de hombres, haciendo abstracción de sus sentimientos humanos y de su razón, habían de marchar de Occidente a Oriente y matar a otros hombres como ellos. Exactamente igual que unos siglos antes, multitudes de hombres marchaban de Oriente a Occidente para destruir y asesinar.

Las actitudes de Napoleón y de Alejandro, sus palabras, de las cuales parecía que dependiera la realización o la no realización de los acontecimientos, eran tan poco arbitrarias como la de cualquier soldado que fuera a la guerra por un capricho del destino o por percibir una buena soldada. No podía ocurrir otra cosa. Para que la voluntad de Napoleón y de Alejandro, de los cuales parecía depender única y exclusivamente el acontecimiento pudiera realizarse, era necesaria la concurrencia de un sinfin de circunstancias, puesto que la falta de una sola de ellas hubiera estorbado el acontecimiento.

En la vida de cada hombre hay dos aspectos: la vida personal que es tanto más libre cuanto más abstractos son sus intereses, y la vida general, social, en la que el hombre obedece inevitablemente las leyes que le han sido prescritas. El hombre vive conscientemente por sí mismo, pero sirve de instrumento inconsciente a los fines históricos de la humanidad. El acto realizado es irreparable y al concordar al mismo tiempo con millones de actos realizados por otros hombres, adquiere importancia histórica. Cuanto más elevado se encuentra el hombre en la escala social, más ligado se encuentra con los que estan en un plano superior, más poder tiene sobre los otros y más evidentes son la predestinación y la fatalidad de cada uno de sus actos.

Aunque Napoleón, en 1812 estuviera convencido de que dependía de él derramar o no la sangre de sus pueblos, como se lo decía Alejandro en su última carta, nunca había estado tan sometido como entonces a aquellas leyes inevitables que le impulsaban (si bien él creía obedecer nada más que a su propio albedrío) a hacer para la causa común, para la historia, lo que iba a llevar a cabo.

¿Por qué cae la manzana cuando está madura? ¿Es que se siente atraída por la tierra? ¿Es porque su tallo se va secando? ¿O es porque la propia manzana se siente secada por el sol, porque se hace más pesada, porque el viento la sacude o sencillamente porque un muchacho que se halla al pie del árbol se la quiere comer?

Una causa no es nada. Todo estriba en la concordancia de aquellas condiciones en las cuales se produce cada acontecimiento vital, orgánico, elemental. Y el botánico que descubre que la manzana cae porque sus tejidos se descomponen, tendrá razón como el chiquillo que estará al pie del árbol y se dirá que la manzana ha caído porque él se la queria comer y había deseado que aquello ocurriera.

Los que digan que Napoleón fue a Moscú porque quiso ir y que sucumbió porque Alejandro se proponía hundirle, tendrán tanta razón como los que digan que una montaña de millones de toneladas, minada en su base, se ha hundido porque el último obrero le ha dado el último golpe con su pico. En los acontecimientos históricos, los grandes hombres son etiquetas, ellos son los que menos relación tienen con el hecho mismo.

Todos aquellos actos que nos parecen voluntarios no lo son en el sentido histórico. Están enlazados con la marcha total de la historia y definidos para siempre.

Capítulo II

Un emperador, duques y reyes formaban la corte de Napoleón en Dresde, donde pasó tres semanas. Era, cuando esto ocurría, el día 29 de mayo. Antes de marcharse dio las gracias a los príncipes, a los reyes y al emperador que las merecían, riñó a los príncipes y a los reyes de los cuales estaba descontento, regaló sus perlas y sus diamantes, es decir, las joyas arrebatadas a otros reyes, a la emperatriz de Austria y después de abrazar tiernamente a la emperatriz María Luisa, que estaba considerada como su mujer a pesar de que en París había otra, la dejó, según dice un historiador, muy triste por la separación y con el aspecto de no tener fuerzas para soportarla.

El 10 de junio, Napoleón se reunió con su ejército. Pasó la noche en el bosque de Vilkovisky. Le habían preparado alojamiento en una finca de un conde polaco.

Al día siguiente dejó atrás el ejército, su coche se acercó al Niemen y, para inspeccionar los sitios por donde habían de pasar sus soldados, se puso un uniforme polaco y bajó hasta el río. Al ver al otro lado a los cosacos y las estepas en medio de las cuales estaba Moscú, la ciudad santa, la capital de aquel Estado semejante al de los escitas, adonde habla ido Alejandro el Grande, Napoleón, con gran extrañeza de todos, y contrariamente a las consideraciones más elementales de la estrategia y de la diplomacia, ordenó la invasión y unas horas después sus tropas empezaban a atravesar el Niemen.

El día 12, muy de mañana, salió de la tienda, instalada desde el día anterior en la orilla izquierda del río, y presenció con un anteojo el desfile de sus tropas que salían del bosque de Vilkovisky y se iban extendiendo a lo largo de los tres puentes tendidos sobre el Niemen.

El 13 de junio Napoleón, montado sobre un caballo árabe de pura raza que acababan de traerle, atravesó al galope uno de los puentes del Niemen, ensordecido por los gritos de entusiasmo que soportaba, evidentemente, porque no podía impedir que sus soldados expresaran de aquel modo el cariño que le profesaban.

Al llegar al anchuroso cauce del Vístula, se detuvo cerca del regimiento polaco de ulanos apostados en la orilla.

Napoleón contempló el río, se apeó del caballo y se sentó sobre un tronco de árbol caído que había cerca del agua. Hizo una señal y en seguida le llevaron un anteojo. Lo apoyó en el hombro de un paje y se puso a mirar hacia la otra parte del río, sumergiéndose seguidamente en el examen del mapa que sus ayudantes habían extendido encima del tronco. Sin levantar la cabeza dijo algo y dos ayudantes de campo se dirigieron corriendo hacia los ulanos polacos.

— ¿Qué hay? ¿Qué ocurre? —se oyó en las filas al acercarse uno de los ayudantes.

Napoleón había dispuesto que se buscase el vado, a fin de que las tropas atravesaran inmediatamente el río. El coronel polaco de los ulanos, un gentilhombre bastante maduro, preguntó al ayudante, sonrojándose y tartamudeando de emoción, si le sería permitido pasar el río con sus hombres sin buscar el vado. El ayudante contestó que probablemente el emperador no estaría descontento de aquella prueba de celo.

Apenas el ayudante hubo expuesto su opinión, el viejo oficial bigotudo desenvainó la espada con cara radiante y ojos relucientes y gritó: ¡Viva el emperador! Y después de ordenar a sus ulanos que le siguieran, espoleó el caballo y se acercó al río. Empujó con la ira al cuadrúpedo que vacilaba y se lanzó al agua, dirigiéndose al centro de la corriente.

Centenares de ulanos le siguieron. Hacía frío y en el centro de la rápida corriente el paso era difícil: los soldados tropezaban unos con otros y se caían de sus caballos; algunos de éstos se hundían y también algunos hombres; otros intentaban nadar, unos encima de las sillas, otros agarrados a las crines de sus monturas. Cuando el ayudante de campo, aprovechando un momento favorable, se permitió llamar la atención del emperador sobre la gesta de los polacos, el hombrecito se levantó y llamó a Berthier y, paseando de un lado a otro de la ribera, empezó a dar órdenes, dirigiendo de vez en cuando una mirada de disgusto hacia aquellos hombres que se ahogaban y distraían su atención.

Aquella escena no constituía para él ninguna novedad. Tenía la convicción de que su sola presencia impresionaba a los hombres y los precipitaba a la locura del olvido de sí mismos, desde los desiertos de África a las estepas de Moscú. Pidió su caballo y se fue a su campamento.

Se ahogaron unos cuarenta ulanos, a pesar de las barcas que se les enviaron para auxiliarles. La mayoría fueron arrojados por la corriente a las orillas. El coronel y algunos soldados lograron pasar el río y pusieron pie en tierra penosamente al otro lado, con los uniformes chorreando agua.

Por la noche, Napoleón, después de ordenar que se acelerase el envío de los billetes de de banco rusos falsos preparados para ser introducidos en Rusia y que se fusilase a un sajón encima del cual se había encontrado una carta con informes sobre la disposición del ejército francés, dispuso que fuera inscrito en la Legión de Honor, de la que era jefe supremo, el coronel polaco que se había arrojado al rio sin ninguna necesidad.

Capítulo III

La guerra la esperaban todos, de un momento a otro, pero nada habían preparado para tal fin. El emperador de Rusia se encontraba en Vilna, desde donde hacía más de un mes se dedicaba a la revista de las tropas y asistía a las maniobras.

Ni siquiera había un plan general de campaña, y las dudas y las vacilaciones acerca del proyecto a seguir habían aumentado de una manera considerable durante la estancia del emperador en el cuartel general.

Cada uno de los tres ejércitos tenía su comandante en jefe, pero no había un generalisimo para dirigir el conjunto y el emperador no quería aceptar aquella responsabilidad. Cuanto más tiempo pasaba Alejandro en Vilna, menos se ultimaban los preparativos y más enervante se hacía la espera.

Después de muchos bailes y fiestas en los palacios de los magnates polacos, en el mes de junio uno de los jóvenes generales ayudantes de campo polacos del emperador tuvo la ocurrencia de ofrecerle un baile y un banquete en nombre de sus colegas. Todo el mundo acogió la idea con alegría y el emperador dio su consentimiento. Los generales ayudantes de campo recaudaron el dinero necesario por medio de una suscripción.

La dama que más podía agradar al emperador fue invitada a ocupar el lugar de señora de casa, y el conde Bennigsen, rico propietario de la provincia de Vilna, ofreció su villa para la fiesta. El baile, la comida, un paseo en barca y el disparo de un castillo de fuegos artificiales habían de tener lugar el 13 de junio en Zakrety, propiedad del conde Bennigsen.

El mismo día en que Napoleón daba orden de atravesar el Niemen y que sus tropas, rechazando a los cosacos, pasaban la frontera rusa, Alejandro se divertía en el baile que le habían ofrecido los generales ayudantes de campo.

Boris Dubretzkoy, encantado con su soltería, como decía él, porque había dejado a su mujer en Moscú, estaba también en el baile, y a pesar de que no era general ayudante de campo, había contribuido con una fuerte cantidad a la suscripción organizada para sufragar los gastos de la fiesta. Boris, rico de dinero y de honores, ya no buscaba protectores sino que trataba de igual a igual a sus superiores. En Vilna encontró a Elena, a la que no había visto desde hacía mucho tiempo, y fingió no acordarse del pasado. Como Elena gozaba de los favores de un personaje importantísimo y Boris estaba casado, se hablaron como dos viejos amigos.

A medianoche todavía duraba el baile. Elena, que no encontraba un caballero digno de ella para que le sirviese de pareja, propuso a Boris una mazurca.

Al empezar la mazurca, Boris se dio cuenta de que el general ayudante de campo, Balatchov, uno de los personajes más próximos al emperador, se le acercó, no como cortesano, mientras el emperador hablaba con una dama polaca. Tan pronto como la conversación se lo permitió, el emperador interrogó con la mirada a Balatchov, y comprendiendo que el general no podía obrar de aquel modo más que impulsado por alguna razón de extrema gravedad, saludó a la dama y se dirigió al general. Desde las primeras palabras de Balatchov la cara del emperador expresó extrañeza. Cogió del brazo a su ayudante, atravesó la sala sin reparar en la sorpresa de los circunstantes, que retrocedían respetuosamente para abrirle paso y se dirigió hacia el jardín.

El emperador pasó con Balatchov sin ver a Boris y salió al jardín iluminado. Araktcheiev, con la mano en la empuñadura de la espada, los siguió a una distancia de veinte pasos mirando indignado hacia todas partes.

Mientras bailaba la mazurca, Boris estaba obsesionado por esta idea: ¿Qué noticia podía haberle comunicado Balatchov al emperador y cómo podía haberla sabido antes que los demás?

En la figura de baile que obliga al caballero a escoger su pareja, Boris anunció a Elena en voz baja que iba a sacar a bailar a la condesa Potocka, que, según le parecía a Boris, se hallaba en el balcón. Con paso cauteloso se dirigió hácia la puerta que daba al jardín y al darse cuenta de que el emperador entraba en la terraza con Balatchov, se detuvo. Alejandro y su ayudante se encaminaban hacia la puerta. Boris, como si no hubiera tenido tiempo de apartarse, se retiró respetuosamente e inclinó la cabeza.

El emperador, con la emoción de un hombre que se siente ofendido, decía:

— ¡Entrar en Rusia sin haber declarado la guerra! ¡No me reconciliaré con él mientras haya un solo enemigo armado en Rusia!

A Boris le pareció que el emperador pronunciaba estas palabras con una cierta satisfacción. Estaba contento de la fuerza de expresión de su pensamiento, pero se sentía contrariado al ver que Boris lo había oído.

— ¡Que no lo sepa nadie! —añadió el emperador, frunciendo el entrecejo.

Boris comprendió que aquellas palabras iban dirigidas a él y bajando la vista inclinó la cabeza. El emperador entró otra vez en la sala y aún permaneció media hora más en el baile.

La noticia del paso del Niemen por los franceses llegaba inesperadamente después de un mes de espera y en pleno baile. En los primeros momentos el emperador, encolerizado por aquel agravio, había encontrado aquella frase que se hizo célebre y que a él le agradaba tanto porque expresaba exactamente sus sentimientos. Al regresar del baile a las dos de la madrugada, llamó a su secretario Schischkov y le hizo escribir la orden a las tropas y el decreto al feld-mariscal príncipe Soltykov, exigiendo que en ambos documentos constasen aquellas palabras: No me reconciliaré mientras haya un solo francés armado en tierra rusa.

Señory hermano:

Ayer supe que, a pesar de la lealtad con que he mantenido mis compromisos con Vuestra Majestad, las tropas francesas han franqueado las fronteras de Rusia, y acabo de recibir de San Petersburgo una nota por la cual el conde Lauriston, con motivo de esta agresión, anuncia que Vuestra Majestad se considera en estado de guerra conmigo desde el momento que el príncipe Kuraguin ha solicitado sus pasaportes. Los motivos por los cuales el duque de Bassano se negó a entregárselos no hubieran podido hacerme suponer nunca que este paso pudiera servir de pretexto a la agresión. En efecto, ese embajador no ha sido nunca autorizado, como lo ha reconocido él mismo, para obrar como lo hizo, y tan pronto me enteré de ello le hice saber que desaprobaba su conducta, ordenándole que permaneciera en su puesto. Si Vuestra Majestad no tiene la intención de derramar la sangre de nuestros pueblos por una mala interpretación de este género y consiente en retirar sus tropas del territorio ruso, yo consideraré todo lo ocurrido como si no hubiera pasado y un arreglo entre nosotros será posible. En el caso contrario, Majestad, me vere obligado a rechazar un ataque que nada ha provocado por mi parte. Todavía depende de Vuestra Majestad evitar a la Humanidad los desastres de una nueva guerra.

ALEJANDRO

Capítulo IV

La orden era tajante. El emperador, después de hablar durante unos minutos le entrego a Balatchov la carta para Napoleón, que debería entregar en mano, personalmente.

El ayudante, acompañado de un corneta y de dos cosacos, emprendió el viaje la noche del 13 al 14, y al amanecer llegó al pueblo de Rykonty, ocupado por las avanzadas francesas de la parte de acá del Niemen.

Unos centinelas de la caballería francesa lo detuvieron.

Un suboficial de húsares, con uniforme azul y gorra de granadero, llamó a Balaíchot, que seguía decididamente hacia adelante, y le ordenó que detuviese su marcha.

El ayudante del emperador Alejandro tampoco hizo caso de esta segunda intimidación y siguió avanzando poco a poco por la carretera.

El suboficial francés frunció el entrecejo y mascullando unos tacos se acercó con el sable desenvainado hacia el general ruso y le preguntó en forma grosera por qué no hacia caso de lo que le decían. El general dijo entonces quién era y el suboficial destacó al soldado a buscar un oficial.

Balatchov miraba a su alrededor esperando que llegase el oficial. Los cosacos, corneta y los húsares franceses se miraban silenciosamente.

El coronel de húsares francés, que evidentemente acababa del saltar de la cama, llegó montado en magnífico caballo gris. Lo acompañaban dos húsares. El oficial, los soldados y los caballos avanzaban con dignidad y elegancia.

El coronel francés logró a duras penas retener un bosteseo, pero era un hombre cortés y educado y se hizo cargo en seguida de la importancia de Balatchov.

Lo acompañó al otro lado de la línea y le informó de que su deseo de ser presentador emperador probablemente podría ser realizado en seguida porque el campamento de Napoleón no estaba lejos.

Atravesaron el pueblo de Rykonty, por delante de los húsares franceses, de los centinelas y de los soldados que presentaban armas a su coronel y que miraban con curiosidad el uniforme del general ruso. Según dijo el coronel, a dos verstas de allí se hallaba el jefe de la división que recibiría a Balatchov y lo acompañaría a su destino.

Cuando Balatchov se encontraba a una distancia de dos caballos del jinete que galopaba a su encuentro con una cara solemne y teatral, con el plumero, el collar y los adornos dorados, Ulver, el coronel francés, murmuró respetuosamente:

— ¡El rey de Nápoles!

Efectivamente, era Murat, el llamado rey de Nápoles. Aunque resultaba difícil comprender por qué era rey de Nápoles, todos los llamaban así y él mismo estaba tan convencido de ello que había adoptado un aire solemne y más importante que antes.

Al darse cuenta de la presencia del general ruso, con un movimiento real y solemne irguió la cabeza de rizados cabellos que le caían sobre los hombros y dirigió una mirada interrogativa al coronel. Éste se apresuró a entregar respetuosamente a Su Majestad los documentos de Balatchov, cuyo nombre no podía pronunciar bien.

— ¿De Balmacheve? —dijo el rey audazmente para vencer la dificultad de pronunciación que ofrecía aquel nombre ruso—. Encantado de conocerle, general.

Al principio sus gestos y ademanes fueron solemnes y graciosos, verdaderamente propios de un rey, pero cuando se puso a hablar en voz alta y de prisa, toda su dignidad real se vino abajo, y, sin darse él cuenta, cayó en un tono de ingenua familiaridad.

— Y bien, general ... Parece que la guerra es inevitable —dijo, poniendo la mano sobre el blanco caballo de Balatchov, como si lamentara aquella circunstancia de la que él no podía ser juez.

— Sire, mi señor el emperador no desea la guerra, como puede apreciar Vuestra Matajestad —contestó Balatchov empleando el Vuestra Majestad con la afectación inevitable que se emplea cada vez que se pronuncia un título nuevo hasta para aquel al cual corresponde.

La cara de Murat brillaba con una satisfacción ridicula mientras escuchaba a Monsieur Balatchov. Se apeó del caballo y cogiendo a Balatchov por el brazo se separó algunos pasos del séquito, que esperaba respetuosamente. Paseando por el prado, Murat procuró imprimir la mayor importancia posible a sus palabras. Dijo que el emperador Napoleón se habia sentido ofendido por la orden que se había dado de retirar las tropas de Prusia, tanto más cuanto que la exigencia se había hecho pública y perjudicaba la dignidad de Francia, Balatchov replicó que la exigencia no tenía nada de ofensiva, puesto que ...

Murat lo interrumpió:

— ¿Así, entonces, usted cree que el provocador no es el emperador Alejandro? —preguntó de repente con una sonrisa beatífica, estúpida.

Balatchov replicó las razones que tenía para creer que la provocación de la guerra había partido de Napoleón.

— Y bien, general ... Deseo de todo corazón que nuestros emperadores lleguen a un acuerdo y que la guerra, iniciada bien a disgusto mío, termine pronto —afirmó Murat con el tono de los criados que quieren seguir siendo amigos a pesar de las peleas de sus amos.

Y seguidamente se puso a hablar del Gran Duque, de su estado de salud y de los recuerdos de los tiempos alegres que habían pasado juntos en Nápoles. Después, de pronto, acordándose nuevamente de su dignidad de rey, se irguió solemnemente, adoptó la actitud que tenía en el momento de la coronación, y haciendo un gesto majestuoso con la mano derecha, dijo:

— No le quiero retener a usted más, general. Deseo que su misión obtenga un éxito completo ...

Y centelleando todo él, bajo su capa encamada, su plumero y sus joyas, se reunió con su séquito y prosiguió su camino.

Balatchov siguió adelante, persuadido, por las palabras de Murat, de que el emperador Napoleón le recibiría en seguida. Pero no fue así. Los centinelas del cuerpo de infantería de Davout lo detuvieron otra vez a la salida del pueblo, igual que en la primera linea, y el ayudante de campo del comandante de aquel cuerpo de ejército lo condujo nuevamente al pueblo, llevándolo a presencia del mariscal Davout.

Capítulo V

La crueldad de Davout, la mano derecha de Napoleón, era inconmesurable, inenarrable, y de este modo expresaba su adhesión a su soberano, el emperador francés.

Balatchov encontró al mariscal Davout bajo el cobertizo de una isba. Estaba sentado encima de un tonel y repasaba unas cuentas. Hubiera podido tener un alojamiento mucho mejor, pero el mariscal Davout era de aquellos hombres que se colocan por su propia voluntad en las condiciones más duras de la vida para tener el derecho de ser inflexibles. Davout, cuando le presentaron a Balatchov, se sumergió aún más en el trabajo que estaba haciendo y por encima de los lentes miró la cara de Balatchov, animada por la influencia de aquella mañana de sol y de su conversación con Murat, y ni se levantó ni se movió. Sus cejas se fruncieron aún más de lo que estaban y sonrió de mala gana. Al ver reflejada en el semblante de Balatchov la impresión que le producía aquel seco recibimiento, Davout levantó la cabeza y le preguntó fríamente qué quería.

Balatchov, suponiendo que aquella actitud del mariscal francés era únicamente debida al hecho de no saber Davout su título de general ayudante de campo del emperador Alejandro y de embajador ante Napoleón, se apresuró a dar a conocer su nombre y su categoría. Contrariamente a lo que esperaba, Davout, después de haberle escuchado, todavía se mostró más grosero y más adusto.

— ¿Dónde está el pliego? —dijo—. Démelo usted. Yo lo enviaré al emperador.

Balatchov replicó que tenía orden de entregarlo personalmente a Napoleón.

— Las órdenes de vuestro emperador son ejecutadas en vuestro ejército, pero aqui tiene usted que hacer lo que se le diga —remachó Davout.

Y como si quisiera hacer sentir aún más al general ruso que él disponía de la fuerza brutal, envió al ayudante de campo a buscar al oficial de servicio. Balatchov sacó el pliego que contenía la carta del emperador Alejandro y lo dejó sobre la mesa. Hay que advertir que la mesa no era otra cosa que un batiente de puerta que tenía todavía los goznes clavados, puesta encima de dos barriles. Davout cogió el pliego y leyó la dirección.

— Está usted en su perfecto derecho de reconocer o no el respeto que se me debe —dijo Balatchov—, pero permítame que le haga observar que tengo el honor de ser general ayudante de campo del Su Majestad.

Davout lo miró un instante y se mostró visiblemente complacido ante la emocionada confusión que se reflejaba en el rostro de Balatchov.

— Será usted tratado como se merece —repuso.

Y guardándose el pliego en el bolsillo salió del cobertizo.

Unos minutos después, el ayudante de campo del mariscal, el señor de Castre, regresó y acompañó a Balatchov a un alojamiento que se le había preparado.

Aquel día Balatchov comió con el mariscal en el cobertizo, en la puerta colocada sobre barriles que le servía de mesa a Davout.

Al día siguiente por la mañana, Davout se marchó muy temprano, pero antes de irse envió a buscar a Balatchov y con tono autoritario le invitó a no moverse de allí, diciéndole que debía seguir el convoy si recibía órdenes en aquel sentido y que no podía hablar con nadie más que con el señor de Castre. Al cabo de cuatro días de soledad y de fastidio, después de algunas marchas con los equipajes del mariscal y las tropas francesas que ocupaban el país, Balatchov entró en Vilna por la misma puerta por la cual había salido unos días antes.

A la mañana siguiente el chambelán imperial, señor de Turenne, fue a ver a Balatchov y le comunicó el deseo de Napoleón de concederle una audiencia.

Cuatro días antes, al lado mismo de aquella casa a la que fue conducido Balatchov, estaban los centinelas del regimiento Preobrajensky, y ahora dos granaderos franceses con uniforme azul y gorra de pelo permanecían en pie apostados junto a las puertas donde la guardia de los húsares y de los ulanos y el brillante séquito de ayudantes de campo, de pajes y generales que esperaban la salida de Napoleón, se entretenían contemplando el caballo de silla del emperador al que sostenía por la brida el mameluco Rustan.

Napoleón recibía a Balatchov en Vilna, en la misma casa de la cual había salido enviado por el emperador Alejandro.

Capítulo VI

Aquello, lo que veía, sorprendía a Balatchov. Las solemnidades de la corte rusa no tenían parangón posible con el lujo y la fastuosidad de la del emperador Napoleón.

El conde de Turenne le introdujo en el gran salón de recepciones donde lo esperaban muchos generales, chambelanes, señores polacos y magnates, entre los cuales había muchos que Balatchov había visto en la corte del emperador de Rusia. Duroc anunció que el emperador Napoleón recibiría al general ruso antes de salir a paseo.

Después de algunos minutos de espera, el chambelán de servicio apareció en el gran salón de recepciones y saludando respetuosamente a Balatchov le invitó a seguirle.

Balatchov entró en un saloncito, una de cuyas puertas daba al gabinete de trabajo, aquel mismo gabinete donde el emperador ruso le había dado órdenes para el viaje. Balatchov permaneció en pie dos minutos, esperando. Detrás de la puerta se oyeron unos pasos rápidos y se abrieron los dos batientes. Luego todo quedó en silencio. Unos instantes después se oyeron otros pasos firmes y en el marco de la puerta apareció Napoleón . Acababa de vestirse para dar su acostumbrado paseo a caballo.

Inclinó la cabeza en respuesta al profundo y respetuoso saludo de Balatchov, y acercándose a él, empezó a hablar como un hombre que tiene el tiempo contado y que no se preocupa de preparar sus discursos, convencido de que siempre dirá bien lo que tenga necesidad de decir.

— Buenos días, general. He recibido la carta del emperador Alejandro que usted me atraído y estoy muy contento de tener ocasión de saludarle.

Fijó su mirada penetrante en el rostro de Balatchov y en seguida miró hacia la puerta.

Era evidente que la persona de Balatchov no le interesaba ni poco ni mucho y que lo que pensaba en aquellos momentos únicamente tenía interés para él.

— Yo no deseo ni he deseado nunca la guerra —dijo—, pero me han obligado a hacerla. Ahora mismo estoy dispuesto a aceptar todas las explicaciones que tenga usted que darme.

Y claramente, brevemente, empezó a detallar las causas de su disgusto contra el gobierno ruso. A juzgar por el tono moderado, sereno y hasta amistoso de las palabras del emperador francés, Balatchov llegó a estar absolutamente convencido de que deseaba la paz y de que tenía la intención de entablar negociaciones.

— Sire, mi señor el emperador ...

Balatchov había preparado su discurso con mucha anterioridad y comenzó a hablar cuando Napoleón, al acabar su exposición de hechos, lo miró interrogativamente, pero la mirada del emperador, fija en él, lo dejó confuso. Tranquilícese usted, parecían decirle aquellos ojos que contemplaban con una imperceptible sonrisa el uniforme y la espada de Balatchov.

El general ruso se serenó y siguió hablando. Dijo que el emperador Alejandro no consideraba motivo suficiente para la guerra la petición de pasaportes por Kuraguin toda vez que el embajador había obrado por su propia iniciativa, sin el consentimiento del emperador, y aseguró que Alejandro no deseaba la guerra y que no había firmado ningún pacto con los ingleses.

Cuando hubo dicho todo lo que le habían ordenado, Balatchov añadió que el emperador Alejandro deseaba la paz, pero con la condición de que ... Balatchov se detuvo recordando las palabras que el emperador no había escrito en la carta, pero que le había ordenado transmitir a Napoleón: Mientras haya un solo soldado enemigo armado en territorio ruso ... Un sentimiento complejo lo retenía y no se sentía capaz de pronunciarlas.

— Con la condición —dijo — de que las tropas francesas se retiren más allá del Niemen.

Napoleón se dio cuenta de la confusión de Balatchov mientras pronunciaba estas palabras. Los músculos de su cara se contrajeron y su pierna izquierda pareció agitada por un temblor convulsivo. Sin moverse del sitio en que estaba y con una voz más firme y mas concisa que antes, comenzó a hablar de nuevo. Durante aquel discurso, Balatchov, bajando los ojos, observó con sorpresa que el temblor de la pantorrilla izquierda de Napoleón se acentuaba a medida que iba alzando la voz.

— Yo deseo la paz tanto como el emperador Alejandro —afirmó Napoleón—. ¿Acaso no he hecho durante estos dieciocho meses todo lo que he podido para obtenerla? Hace dieciocho meses que espero una explicación.

Volvió a fruncir el entrecejo y con su pequeña mano regordeta y blanca hizo un gesto enérgico.

— Vamos a ver ... ¿qué es lo que me pide para comenzar las negociaciones? —pregunta.

— La retirada de las tropas más allá del Niemen, Sire —repitió Balatchov.

— ¿Más allá del Niemen? —exclamó Napoleón—. ¿Así, pues, queréis que retroceda hasta más allá del Niemen? ¿Nada más que al otro lado del Niemen?

Napoleón miró fijamente a Balatchov. El general inclinó respetuosamente la cabeza.

Napoleón se volvió y se puso a pasear por la habitación.

— Dice usted que se exige de mí que retroceda hasta el otro lado del Niemen para comenzar las negociaciones. Hace dos meses se me exigía que me retirara hasta más allá del Oder y del Vístula, y a pesar de esto se avienen ahora a entablar negociaciones.

Anduvo en silencio de un extremo a otro de la sala y nuevamente se detuvo ante Balatchov.

— ¡Una proposición como la de abandonar el Oder y el Vístula puede ser hecha al principe de Badén, pero no a mí! —exclamó Napoleón súbitamente—. ¡Ni aunque me dierais San Petersburgo y Moscú aceptaría vuestras condiciones! ¡Y decís que yo soy el que ha empezado la guerra! ¿Quién concentró primero sus tropas? Fue el emperador Alejandro, no yo. ¡Y venís a hablarme de negociaciones cuando me habéis hecho gastar millones, cuando estáis aliados con Inglaterra y cuando vuestra situación es francamente mala! ¿Qué objeto tiene vuestra alianza con Inglaterra? ¿Qué os ha dado?

Hablando rápidamente, demostraba que en su discurso no tenía tanto interés en exponer las ventajas de la conclusión de la paz y discutir sus posibilidades como de mostrar su derecho y su fuerza, y el error y las faltas del emperador Alejandro.

El único objeto de lo que decía era engrandecerse a sí mismo y rebajar a Alejandro, es decir, que hacía todo aquello que al principio de la entrevista se había propuesto no hacer.

— Dicen que habéis hecho la paz con los turcos ...

Balatchov inclinó la cabeza afirmativamente.

— La paz se ha hecho ...—empezó diciendo.

Napoleón no lo dejó seguir.

— Sí, ya lo sé ... Habéis hecho la paz con los turcos sin haber obtenido la Maldovia y la Valaquia. Yo daría estas provincias a vuestro emperador igual que le di Finlandia. Sí, lo hubiera prometido y le hubiera dado la Valaquia y la Maldovia al emperador Alejandro. Ahora, en cambio, no tendrá esas hermosas provincias. Las hubiera podido unir a su imperio y engrandecer Rusia desde el golfo de Botnia hasta la desembocadura del Danubio. ¡Ni Catalina la Grande ha podido hacer tanto!

Napoleón se iba excitando poco a poco y, sin dejar de dar grandes zancadas por la habitación, repitió casi las mismas palabras que había dicho a Alejandro en Tilsitt.

— ¡Todo eso lo hubiera debido a mi amistad ...! ¡Ah, qué reino más hermoso ...!

Repitió esto muchas veces, deteniéndose y sacándose la tabaquera de oro del bolsillo para aspirar con avidez un poco de rapé.

— ¡Qué reino más hermoso hubiera podido ser el del emperador Alejandro ...!

Cada vez que Balatchov iba a decir algo. Napoleón lo miraba con aire de disgusto y le cortaba la palabra.

— ¿Qué podía buscar y desear vuestro emperador que mi amistad no se lo hubiera proporcionado? —dijo, alzando los hombros con un gesto de extrañeza—. Pero ha preferido rodearse de mis enemigos y ha llamado a Stein, a Armfeldt, a Bennigsen, a Winzengede ... Stein es un traidor expulsado de la patria; Armfeldt un loco y un intrigante; Winzengerode, un fugitivo de Francia; Bennigsen es un poco más militar que los otros, pero absolutamente incapaz. En 1807 no supo hacer nada y su nombre ha de suscitar en el emperador Alejandro terribles recuerdos. Si fuesen buenos para algo, podrían prestar algún servicio, pero ¡ni eso siquiera ...!

Napoleón hablaba de prisa, tan de prisa que apenas podía seguir el curso de sus pensamientos, y las consideraciones que brotaban de su mente, y que le demostraban su fuerza y su derecho, no adquirían una expresión definitiva con sus palabras.

— ¡No son buenos ni para la guerra ni para la paz! —prosiguió después de una breve pausa—. Dicen que Barclay es el más hábil de todos, pero nadie lo creerá si se ha de juzgar por sus primeros movimientos. ¿Y qué hacen todos juntos? ¿Qué hacen todos esos cortesanos? Pfull, proponer; Armfeldt, discute; Bennigsen, juzga, y Barclay, encargado de obra, no sabe qué hacer, y el tiempo se les va sin hacer nada. Únicamente Bragation es un militar. Es un bruto, pero tiene experiencia y ojo clínico y no le falta decisión. ¿Qué papel hace vuestro emperador entre todas esas nulidades militares? Lo comprometen y echan encima de él la responsabilidad de todo lo que hacen. Un soberano no debe mezclarse a asuntos militares si no es general.

El emperador dio a estas palabras el tono de una provocación. Sabía muy bien que el mayor deseo de Alejandro era tener un gran capitán.

— Hace ocho días que ha empezado la campaña y no habéis podido defender Vilni. Vuestro ejército está dividido y es expulsado de las provincias polacas. Vuestras tropas se rebelan.

— Al contrario. Majestad —dijo Balatchov, que apenas podía comprender lo que decía Napoleón, pues le costaba trabajo seguir el hilo de aquel torrente desbordado de palabras—. Las tropas rusas arden en deseos de ...

— Lo sé todo ... —replicó Napoleón—. Lo sé todo y conozco el número de vuestros batallones tan bien como el de los míos. No tenéis ni doscientos mil hombres y yo tengo tres veces más. Le doy a usted mi palabra de honor de que tengo quinientos treinta mil hombres a este lado del Vístula. Los turcos no representan para vosotros un auxilio considerable. No sirven para nada y lo han demostrado haciendo la paz con vosotros. Los suecos ... Bueno, dejémoslos, porque su destino es estar gobernados por reyes locos. Sute está loco de remate; lo cambian y nombran otro, Bernadotte, y éste también se vuelve loco en seguida, porque únicamente un loco puede establecer una alianza con Rusia siendo sueco.

Napoleón lanzó un gruñido y volvió a meter la nariz en su tabaquera.

Balatchov, en pie y con los ojos bajos, miraba las piernas gruesas y temblorosas de Napoleón y procuraba rehuir sus miradas centelleantes.

— Pero ¿qué me importan a mí, después de todo, vuestros aliados? Mis aliados son los polacos, son ochenta mil y se baten como leones ¡y pronto tendré doscientos mil en pie de guerra!

Irritado probablemente por haber dicho una mentira tan grande y de ver a Balatchov resignado a su suerte, silencioso, delante de él, siempre en la misma actitud, dio una vuelta en redondo y haciendo un gesto rápido y enérgico con su mano blanca dijo casi a gritos:

— ¡Sabe él que si hacéis que Prusia se levante contra mí la borraré del mapa de Europa!

Estaba pálido, desfigurado por la ira y con sus manos hacía unos ademanes bruscos, casi violentos.

— Sí, os haré retroceder hasta más allá del Dvina y del Dnieper y restableceré contra vosotros aquel muro que Europa, en su criminal ceguera, permitió que fuera destruido ... Sí, eso es lo que os ocurrirá, lo que habéis ganado apartándolos de mí ...

Dio algunos pasos por la habitación sin decir nada, como si hubiera agotado ya sus argumentos, y se encogió de hombros. Se metió la tabaquera en el bolsillo del chaleco pero la volvió a sacar otra vez y se la acercó a la nariz. De repente se detuvo delante de Balatchov y dirigiéndole una mirada irónica repitió en voz baja:

— ¡Y pensar en el hermoso reino que hubiera podido tener vuestro emperador!

Balatchov, que seguía sintiendo necesidad de objetar algo, dijo que por parte de Rusia las cosas no presentaban un aspecto tan tenebroso.

Napoleón no contestó, pero no dejó de mirar al embajador de Alejandro con una expresión burlona y, evidentemente, sin escucharlo. Balatchov añadió que Rusia iba a la guerra muy esperanzada, contando con que su triunfo era seguro. Napoleón inclinó la cabeza como diciendo: Ya lo sé. Usted habla así por obligación, pero no cree lo que dice. Yo le he convencido de lo contrario.

Cuando Balatchov dejó de hablar, golpeó el suelo con el pie como haciendo una señal. Se abrió la puerta y un chambelán ofreció al emperador sus guantes y su sombrero, mientras otro le alargaba un pañuelo de bolsillo. Napoleón se dirigió a Balatchov sin mirarlo.

— Diga en mi nombre al emperador Alejandro que sigo siendo su amigo. Le conozco muy bien y aprecio sus grandes cualidades. No le retengo más, general. Ya recibirá usted mi carta para el emperador.

Y sin decir más. Napoleón se dirigió rápidamente hacia la puerta. Todos los que se hallaban en el salón de recepción se precipitaron en dirección a la escalera.

Capítulo VII

La discusión, las palabras agrias de Napoleón, su frase final de despedida, tenían convencido a Balatchov de que el emperador francés no desearía ya verle más, pero ante su sorpresa no fue así. Sin embargo, aquel mismo día tuvo la sorpresa de recibir, por mediación de Durov, una invitación para sentarse a la mesa del emperador.

Bessiéres, Caulaincourt y Berthier asistían a la comida. Napoleón recibió a Balatchov con aire amable y alegre. No sólo no se sentía molesto ni avergonzado por su violento arranque de aquella mañana, sino que, por el contrario, se mostró deseoso de tranquilizar a Balatchov.

Durante la comida. Napoleón no solamente sé mostró amable con Balatchov, que estaba sentado a su lado, sino que lo trataba como si fuera uno de sus cortesanos, uno de aquellos que aprobaban todos sus proyectos y deseaban participar de sus éxitos. Entre otras cosas, se puso a hablar de Moscú y preguntó a Balatchov datos de la capital rusa, interrogándolo no como un viajero curioso que pregunta por una población que le interesa visitar, sino como si estuviera convencido de que Balatchov había de sentirse halagado por aquel interés.

— ¿Cuántos habitantes tiene Moscú? ¿Cuántas casas? ¿Es verdad que a Moscú la llaman ciudad santa? ¿Cuántas iglesias hay? —preguntaba.

Al oír que había más de doscientas. Napoleón observó:

— ¿Y por qué tantas iglesias?

— Los rusos son muy piadosos —contestó Balatchov.

— Casi siempre el número de iglesias y de conventos guarda relación con el atraso del pueblo —comentó Napoleón, mirando a Caulaincourt para obtener su aprobación a aquella frase.

Balatchov se permitió decir respetuosamente que no compartía el criterio del emperador francés.

— Cada país tiene sus costumbres —dijo.

— Pero en ningún sitio de Europa hay nada semejante.

— Con el perdón de Vuestra Majestad —replicó Balatchov—, he de decir que, además de Rusia, hay España, que también tiene muchos conventos y muchas iglesias.

Esta respuesta de Balatchov era una alusión a la reciente derrota de los franceses en España, que había sido muy celebrada en la corte del emperador Alejandro, pero en la comida de Napoleón pasó desapercibida.

Por las caras de indiferencia de los mariscales, comprendió Balatchov que no habían comprendido su indirecta. Si es una indirecta, no la hemos entendido y, además, no tiene nada de espiritual, parecían querer decir los semblantes de los mariscales.

Aquella respuesta fue tan poco apreciada, que Napoleón ni siquiera la recogió y preguntó ingenuamente a Balatchov por dónde pasaba la carretera directa de Vilna a Moscú. Balatchov, que durante toda la comida había procurado pesar sus palabras, contestó que, de la misma manera que todos los caminos llevan a Roma, todos los caminos conducían a Moscú; pero que el mejor era, indudablemente, el que pasa por Poltava, que es el que escogió Carlos XII. Interiormente se sintió muy satisfecho de esta respuesta.

Apenas Balatchov pronunció el nombre, de Poltlava, Caulaincourt se puso a hablar de las incomodidades de la carretera de San Petersburgo a Moscú y de sus recuerdos de la ciudad del Neva.

Al levantarse de la mesa, pasaron a tomar café al gabinete que unos días antes era el del emperador Alejandro. Napoleón se había sentado y removía su café en una taza de Sévres. Señaló a Balatchov una silla cerca de él.

Napoleón se dirigió a él con una sonrisa amable, un poco irónica.

— Me han dicho que el emperador Alejandro ocupaba este mismo gabinete. ¿Verdad que es extraño, general?

No se le ocurrió pensar que aquel recuerdo podía no ser agradable a su interlocutor, puesto que era una prueba de la superioridad de Napoleón sobre Alejandro.

Balatchov no pudo contestar nada e inclinó la cabeza silenciosamente.

— Sí —continuó Napoleón con una sonrisita burlona—. Hace cuatro días que en esta misma habitación discutían Winzengerode y Stein. Lo que no puedo comprender es que el emperador Alejandro haya llamado a todos mis enemigos personales ... Esto es algo que no entiendo. ¿No se le ha ocurrido pensar que yo puedo hacer lo mismo que él?

Aquel recuerdo, evidentemente, lo empujaba otra vez a la cólera de antes, que todavía no se había desvanecido.

— ¡Y ha de saber que lo haré! —añadió, levantándose y retirando su taza—. Echaré de Alemania a todos sus parientes, del Kurtemberg, de Badén, de Weimar ... Sí, los echaré. ¡Ya puede empezar a prepararles un asilo en Rusia!

Balatchov bajó la cabeza, demostrando con su actitud que deseaba retirarse, y que si escuchaba lo que el emperador decía era únicamente porque no podía hacer otra cosa, pero Napoleón no se dio cuenta de la expresión de desagrado del embajador de Alejandro.

— ¿Y por qué el emperador Alejandro se ha puesto al frente de sus tropas? ¿Por qué? La guerra es mi oficio y el suyo es gobernar y no mandar un ejército. ¿Por qué ha asumido una responsabilidad tan grande?

Napoleón volvió a coger la tabaquera, dio unos pasos en silencio y, de repente, se acercó a Balatchov, y con una ligera sonrisa, con aplomo, sencillamente, como si lo que hacía no fuese solamente importante, sino agradable a su interlocutor, acercó la mano a la cara del general, un hombre de cuarenta años, y le tiró un poco de la oreja.

Dejarse tirar de la oreja por el emperador era, en la corte francesa, un gran honor y una distinción considerable.

La carta que Napoleón entregó a Balatchov para Alejandro era la última del emperador de los franceses al emperador de Rusia. Este se enteró de todos los detalles de las conversaciones habidas entre Napoleón y Balatchov, y la guerra empezó.

Capítulo VIII

Estaba buscando al príncipe Anatolio Kuraguin, aunque al parecer nadie lo sabía excepto él mismo. La excusa que dio el príncipe Andrés a sus familiares, después de su entrevista con Pedro, fue la de que tenía que marchar a San Petersburgo a resolver unos asuntos particulares.

Tan pronto llegó a San Petersburgo, supo que Kuraguin se había marchado. Pedro había hecho advertir a su cuñado que el príncipe Andrés lo buscaba. Anatolio Kuraguin recibió inmediatamente la orden del Ministerio de la Guerra y marchó a incorporarse al ejército de Moldavia.

En San Petersburgo el príncipe Andrés encontró a Kutusov, su antiguo general, siempre bien dispuesto en su favor, y le propuso llevárselo al ejército de Moldavia, del cual acababa de ser nombrado generalísimo. El príncipe Andrés, después de obtener su nombramiento de oficial del Cuartel General, marchó a Turquía.

El príncipe Andrés no encontraba fácil escribir a Kuraguin y provocarlo sin dar un nuevo pretexto al desafio. Pensaba que un reto por su parte comprometería a la condesa Rostov y por esto buscaba una cuestión personal que pudiera justificar satisfactoriamente el duelo. No lo encontró en el ejército turco, pues Kuraguin, al cabo de poco tiempo de la llegada del príncipe Andrés, regresó a Rusia.

En un país nuevo y en condiciones de vida nuevas, el príncipe Andrés se sintió más a gusto. Después de la traición de su prometida y de la decepción que había experimentado, tanto más amarga cuanto que había hecho todo lo humanamente posible por ocultar a todo el mundo sus defectos, las condiciones de vida con las cuales se sentía feliz se le hicieron intolerables, y aún acababan de apenarle más la libertad y la independencia que antes hubieran constituido su mayor placer.

De todas las ocupaciones a que se podía dedicar, el servicio militar era, desde luego, la más sencilla y la que mejor cuadraba con su manera de ser. Como general agregado al Estado Mayor de Kutusov, se ocupaba de todos los asuntos con una perseverancia y un fervor verdaderamente notables y dejaba admirado al generalísimo por el celo y la exactitud con que cumplía todas las misiones que le estaban encomendadas. Al convencerse de que Kuraguin no estaba en Turquía, no creyó necesario seguirlo a Rusia. Sabía que un día u otro lo encontraría.

En 1812, cuando la noticia de la guerra contra Napoleón llegó hasta Bucarest, donde Kutusov pasó seis meses sin moverse ni de día ni de noche del lado de su amante, una valaca de la cual estaba locamente enamorado, el príncipe Andrés pidió al generalísimo que lo destinara al ejército del oeste. Kutusov, que ya estaba un poco harto de la actividad de Bolkonsky, porque le parecía un reproche a su ociosidad, lo dejó marchar de buena gana y le encargó de una misión cerca de Barclay de Tolly.

Antes de marchar a incorporarse a su nuevo destino en el ejército que en mayo estaba en el campamento de Drissa, el príncipe Andrés se detuvo en Lisia Gori, a tres verstas de la carretera principal de Smolensko. Durante los últimos tres años de su vida, habia experimentado tantas conmociones, había pensado y sentido tanto en sus correrías por el Oriente y el Occidente, que no pudo por menos de sentirse extrañado y confuso al encontrar inesperadamente en Lisia Gori el mismo género de vida, hasta en los más pequeños detalles, que había seguido antes. La princesa María era la misma mujer temerosa, fea, avejentada, que pasaba los años más hermosos de su vida con miedo y sufriendo moralmente, sin provecho ni alegría. La señorita Bourrienne era la misma muchacha coqueta que gozaba alegremente de cada instante de su vida, satisfecha de sí misma y animada de las más vivas esperanzas. Únicamente había adquirido un poco más de aplomo, según le pareció al príncipe Andrés. El cambio físico del viejo príncipe consistía solamente en que en los ángulos de la boca se notaba la ausencia de la dentadura; moralmente era igual que antes, un poco más violento de carácter y un poco más desconfiado respecto a la realidad de las cosas que ocurrían en el mundo. Tan sólo Nikolenka había cambiado: había crecido, tenía buen color, los cabellos negros con abundantes rizos y, sin darse cuenta de ello, cuando se reía alzaba el labio superior de su boca graciosa, igual como la difunta princesa. El viejo principe, la señorita Bourrienne y el arquitecto se hallaban a un lado; la princesa María, Desalíes, Nikolenka y todas las criadas y el ama estaban en el lado contrario.

Durante su estancia en Lisia Gori, toda la familia comía a la vez en la misma mesa, pero todos estaban cohibidos, y el príncipe Andrés comprendía que era un huésped de honor de aquellos por los cuales se suspenden momentáneamente las hostilidades, pero que estorban a todo el mundo.

El primer día, durante la comida, el príncipe Andrés, que veía todo aquello, estuvo taciturno y malhumorado, y el viejo príncipe, dándose cuenta de la falsedad de su situación, permaneció callado y se retiró a su habitación tan pronto hubo terminado de comer. Cuando por la noche el príncipe Andrés fue a buscarlo y, queriendo distraerlo un poco se puso a hablarle de la campaña, del joven conde Kamensky, el viejo príncipe, de repente, salió a hablar de la princesa María, censurándola por sus supersticiones y por la mala voluntad que sentía por la señorita Bourrienne que, según él, era la única persona que le tenía afecto.

Acusó a la princesa María de ser la causa de su malestar, diciendo que le mortificaba y le atormentaba intencionadamente y aseguró, además, que criaba muy mal al pequeño Nicolás con sus debilidades y con sus historias estúpidas e insustanciales.

Y el viejo príncipe empezó a explicar las razones por las cuales no podía soportar el carácter de su hija.

— No quería hablar de esto —dijo el príncipe Andrés sin mirar a su padre, porque era la primera vez que lo censuraba—, pero si me lo preguntas te diré francamente lo que pienso. Si existe algún malestar entre tú y María, no puedo darle la culpa a ella de ningún modo, porque sé muy bien lo mucho que te quiere y el respeto que siente por ti. Si quieres saber lo que pienso, únicamente te diré una cosa: si existe ese malestar, la culpa la tiene una cualquiera que jamás debió ser la amiga de mi hermana.

Al principio, el viejo príncipe miró fijamente a su hijo, y con una sonrisa hipócrita, mostrando su boca desdentada a la que Andrés no acababa de acostumbrarse, repuso:

— ¿Qué amiga, querido? ¿Eh? ¿Por qué te callas ...? Di ...

— Padre, yo no quisiera actuar de juez —exclamó el príncipe Andrés con un tono duro e irritado—, pero ya que me has obligado a ello, te he dicho y volveré a decirte que la princesa María no tiene ninguna culpa, y que la culpable ... es la francesa.

— ¡Ah! ¿Conque te atreves a juzgar mis actos? ¡Me has juzgado! —gimió el anciano en voz baja.

Al príncipe Andrés le pareció que su padre estaba confuso y apenado, pero no le duró mucho tiempo esa impresión. El viejo príncipe se irguió de repente y gritó:

— ¡Vete ...! ¡Vete ...! No quiero oírte más ...

El príncipe Andrés quería marcharse en seguida, pero la princesa María le suplicó que se quedara un día más. Al día siguiente, antes de irse, el príncipe Andrés entró en la habitación de su hijo. El chiquillo, robusto, con los cabellos rizados como su padre, se le sentó encima de las rodillas. El príncipe Andrés empezó a explicarle el cuento de Barba Azul, pero no lo acabó y se quedó pensativo.

— ¡Vamos ...! Acaba el cuento —dijo el niño.

Sin contestarle, el príncipe Andrés lo bajó al suelo y salió de la habitación.

— ¿Decididamente, te vas, Andrés? —le preguntó su hermana.

— Sí. Y lo único que siento es que tú no puedas irte también.

— ¿Por qué dices eso? ¿Por qué dices eso ahora que te vas a la guerra y él es tan viejo?

La señorita Bourrienne dice que te ha interrogado para informarse.

En cuanto comenzó a hablar de esto, le temblaron los labios y las lágrimas corrieron por sus mejillas. El príncipe Andrés se puso a pasear de un lado para otro de la habitación.

— ¡Dios mío! —exclamó con ira—. ¡Y pensar que una nulidad puede ser la causa de la desgracia de los hombres!

La princesa María, horrorizada por el tono con que Andrés pronunció aquellas palabras, comprendió que no se refería únicamente a la señorita Bourrienne, que tenía la culpa de su desgracia, sino también al hombre que había destruido su felicidad.

— Andrés, te pido una cosa, te lo suplico —le dijo cogiéndole el brazo y mirándolo con ojos llenos de lágrimas—. Te comprendo. No creas que la desgracia viene de los hombres: los hombres sólo son instrumentos de Dios. El dolor viene de Dios y no de los hombres. Los hombres no son culpables. Si te parece que alguien te ha hecho algún daño, olvídalo y perdónalo. Nosotros no tenemos el derecho de castigar, y algún día comprenderás el placer de perdonar.

— Si yo fuera mujer, perdonaría. El perdón es la virtud de las mujeres ... Pero el hombre no puede ni debe olvidar ni perdonar.

A pesar de que hasta aquel momento no había pensado en Kuraguin, todo su afán de venganza no satisfecho se alzó de repente en su corazón.

La princesa María pidió a su hermano que se quedara un día más, diciéndole para convencerle que estaba segura de que su padre se resentiría mucho si él se iba sin reconciliarse.

Pero el príncipe Andrés contestó que seguramente volvería pronto del ejército y que escribiría a su padre, porque si se quedaba, la cosa se envenenaría aún más.

— Adiós, Andrés. Piensa que las desgracias vienen de Dios y que los hombres no son nunca culpables.

Estas fueron las últimas palabras de la princesa María al despedirse de su hermano.

— ¡Había de ser! —murmuró el príncipe Andrés al salir de la avenida de Lisia Gori—. Ella, una criatura inocente y desgraciada, se mantiene adicta, devota al viejo que no está ya en sus cabales. Mi hijo sigue creciendo y sonríe a la vida en la que será, como todos, o engañador o engañado. Yo me voy al ejército, ni yo mismo sé por qué, y deseo encontrar al hombre que desprecio para ofrecerle una ocasión de matarme y vengarse de mí ...

Otra vez las condiciones de su vida volvían a ser las mismas, todo volvía a converger en su existencia, y, sin embargo, todo se había derrumbado.

Capítulo IX

Las fuerzas del emperador se hallaban acampadas en las inmediaciones de Drissa cuando el príncipe Andrés llegó al Cuartel General del ejército, a últimos de julio de aquel año.

Las tropas del segundo cuerpo retrocedían para unirse a las del primero, del cual se decía que habían sido separadas por las fuerzas francesas.

Todo el mundo estaba descontento de la marcha de los asuntos militares, pero nadie pensaba en el peligro de la invasión de las provincias rusas. Nadie suponía que la guerra pudiera ser llevada más allá de las provincias de la Polonia occidental.

El príncipe Andrés se había reunido con Barclay de Tolly en la ribera del Drissi. Barclay de Tolly vivía a cuatro verstas de distancia de la residencia del emperador.

Recibió a Bolkonsky con frialdad, secamente, y le dijo, con su acento alemán, que haría un informe referente a él para el emperador y que entretanto le pedía que se quedara en su Estado Mayor. Anatolio Kuraguin, al que el príncipe Andrés esperaba encontrar en el ejército, tampoco estaba allí. Había ido a San Petersburgo, y esta noticia satisfizo al príncipe Andrés.

Todo el interés del príncipe se concentraba en aquella guerra gigantesca y se sintió contento de haberse librado de la irritación que le producía pensar en Kuraguin. Durante los cuatro primeros días, Andrés, totalmente libre de servicio, recorrió el campamento fortificado y procuró, valiéndose de sus amistades y hablando con personas bien informadas, hacerse una idea exacta de la situación militar.

Cuando el emperador se hallaba todavía en Vilna, el ejército se encontraba dividido en tres partes: la primera, mandada por Barclay de Tolly; la segunda, por Bragation, y la tercera por Toimasov. El emperador estaba con el primer ejército, pero no como comandante en jefe. Las órdenes del día decían que el emperador no mandaría las tropas, sino que únicamente se mantendría cerca del ejército. Por otra parte, el Estado Mayor del general en jefe se hallaba lejos del soberano. Solamente había allí el Estado Mayor del Cuartel General del emperador.

El jefe de este Estado Mayor, el príncipe Bolkonsky, con muchos generales, ayudantes de campo, funcionarios, diplomáticos y una gran cantidad de extranjeros, estaban con el emperador, pero no se hallaba alli el Estado Mayor del ejército. También estaban con el zar Alejandro, pero sin desempeñar ninguna función activa, Araktcheiev, el antiguo ministro de la Guerra; el conde Bennigsen, decano de los generales; el gran duque heredero Constantino Paviovitch; el conde Rumiantvez, canciller; Stein, antiguo ministro de Prusia; Armfeldt, general sueco; Pfull, autor principal del plan de campaña; Paolucci, general de campo de Cerdeña, Wolzogen y otros muchos.

Esto era la parte externa de la escena. La razón esencial de la presencia del emperador y de todos aquellos personajes, desde el punto de vista de la corte, porque en presencia del zar todo el mundo se convertía en cortesano, estaba bien clara para todo el mundo. El emperador no se arrogaba el título de generalísimo, pero sus órdenes eran esperadas en todo el ejército. Los hombres que lo rodeaban eran sus fieles auxiliares.

Entre todas las ideas y las voces de aquel mundo inquieto, brillante y orgulloso, el príncipe Andrés había establecido las siguientes distinciones precisas de los partidos y de las opiniones.

Un primer partido: el de Pfull y sus partidarios, los teóricos de la guerra, que creían en la existencia de una ciencia de la guerra con leyes inmutables, leyes de movimiento oblicuo, de conversión. Pfull y sus partidarios exigían la retirada hacia las profundidades del país, según las leyes estrictas de sus teorías de la guerra, y fuera de su teoría no veían mas que barbarie, ignorancia o mala fe. Pertenecían a este partido los príncipes alemanes Wolzogen, Winzengerode, etcétera; en general, los alemanes.

El segundo partido era totalmente contrario al primero. Como suele ocurrir siempre, los dos extremos de los partidos se tocaban. Participaban del segundo parecer aquellos que después de Vilna exigían la invasión de Polonia y la anulación de todos los planes preparados con anterioridad.

En el tercer partido, que era el que merecía la confianza del emperador, se encontraban los cortesanos hábiles que hacían combinaciones entre las dos opiniones opuestas.

Los más de estos cortesanos, entre los cuales había algunos políticos como Araktcheiev, pensaban y decían lo que dicen ordinariamente los hombres que no tienen ninguna convicción, pero que han de demostrar que están convencidos de algo.

La cuarta opinión tenía sus representantes en el gran duque heredero, que no podía olvidar su desastre de Austerlitz, donde se había presentado al frente de su guardia con casco y un gran plumero como si fuera a dirigir una revista, seguro de aplastar completamente a los franceses, y en vez de esto había fracasado totalmente en la primera línea y había tenido que huir mezclándose en la desbandada general.

El razonamiento de la gente de este partido tenía el mérito y el defecto de la sinceridad. Napoleón los tenía asustados; veían en él la fuerza y en ellos la debilidad y se lo decían unos a otros claramente.

Un quinto partido se agrupaba alrededor de Barclay de Tolly, en el cual confiaban más como militar y comandante en jefe que como hombre. Sea lo que sea —decían, empezando siempre por esta frase—, es un hombre serio y honrado; no hay nadie mejor que él. Dadle plenos poderes, porque la guerra no puede hacerse con éxito sin una unidad de mando, y demostrará lo que es capaz de hacer, como lo demostró en Finlandia.

Otros, partidarios de Bennigsen, decían lo contrario: que no había nadie más activo ni más experimentado que él, y que, a pesar de todo, no habría más remedio que llamarlo de nuevo. Entretanto, no vayan cometiendo errores. Y los hombres de este partido demostraban que la retirada de los rusos hasta Drissa era una huida vergonzosa y un tejido ininterrumpido de errores. Cuantos más errores se cometen, mejor —decían—. Así comprenderán, los que han de comprenderlo, que las cosas no pueden continuar por este camino y que lo que necesitamos no es un Barclay cualquiera, sino un hombre como Bennigsen, que en 1807 demostró quién era, hasta el extremo de que el mismo Napoleón le hizo justicia.

El séptimo grupo lo formaban las personas que siempre viven al lado de los emperadores jóvenes, que eran particularmente numerosas alrededor del emperador Alejandro: generales y ayudantes de campo, apasionadamente devotos del emperador, no como emigrador, sino como hombre. Lo adoraban francamente, discretamente, como lo adoraba Rostov en 1805, y veían en él, no solamente todas las virtudes, sino también todas las cualidades humanas.

Otro grupo, el octavo, el mayor de todos, que por el número de sus componentes estaba respecto de los demás en una proporción de noventa y nueve a uno, comprendía a todas aquellas personas que no deseaban ni la paz ni la guerra, ni el movimiento ofensivo ni el campamento defensivo en Drissa o en otra parte, ni Barclay ni el emperador, ni Pfull ni Bennigsen, sino que querían únicamente una cosa: divertirse mucho y obtener grandes beneficios personales. En esta agua turbia de intrigas y de enredos que hormigueaban en el Cuartel General del emperador, era posible obtener muchas cosas que, en cualquier otro momento, hubieran sido imposibles.

Además de todos aquellos partidos, cuando el príncipe Andrés llegó al ejército, se formó otro, un noveno, que pronto empezó a dejarse sentir. Era el partido de los hombres maduros, razonables, experimentados y que sabían, sin compartir ninguna de las opiniones contradictorias, encararse de una manera abstracta con todo lo que hacía el Estado Mayor del Cuartel General y encontrar la manera de salir de aquella indecisión, de aquel desorden y de aquella debilidad.

Los hombres de este partido pensaban y decían que todo el mal venía, en primer lugar, de la presencia del emperador y de su corte en el ejército, que había sido transportada a las tropas aquella vacilación indefinida, cómoda para la gente de la corte, pero perjudicial para los soldados; que la única salida para aquella situación era la marcha del emperador y de la corte; que la sola presencia del emperador paralizaba cincuenta mil soldados del ejército necesarios para garantizar su seguridad personal, y que el comandante en jefe más alto, si podía obrar con independencia, valdría mucho más que el mejor general, cohibido por la presencia y el poder del emperador.

Mientras el príncipe Andrés se pasaba el tiempo sin hacer nada en Drissa, el secretario de Estado, Schichkov, uno de los principales representantes de aquel noveno partido, escribió al emperador una carta que Balatchov y Araktcheiev consintieron en avalar. En esta carta, aprovechándose de la libertad que le concedía el emperador de discutir la marcha general de los asuntos, con el pretexto de la necesidad que tenía el soberano entusiasta de la guerra, de estar presente en la capital, le proponía que abandonara el ejército. La necesidad de animar a su pueblo, de llamarlo a la defensa de la patria, de provocar el entusiasmo popular, condición indispensable para el triunfo de Rusia, fue presentada al emperador y aceptada por él como un motivo suficiente para dejar a las tropas.

Capítulo X

Barclay, aun mucho antes de que la carta le fuese entregada al emperador, comunicó al príncipe Andrés el deseo de verlo para interrogarle sobre la situación de Turquía; a las seis de la tarde en las habitaciones de Bennigsen. Aquel mismo día llegó al Cuartel General del emperador la noticia de la decisión imperial, decisión que se consideraba que podía ser peligrosa para el ejército.

El príncipe Andrés se dirigió al alojamiento del general Bennigsen, que ocupaba una casa señorial en la misma orilla del río. Ni el emperador ni Bennigsen estaban. Pero Czcmichov, ayudante de campo del emperador, recibió a Bolkonsky y le comunicó que Su Majestad había ido con Bennigsen y el marqués Paolucci a dar, por segunda vez aquel dia, una vuelta por las fortificaciones del campo de Drissa, cuya pretendida superioridad empezaba a ser puesta en duda.

Czemichov, sentado junto a la ventana de la habitación de entrada, leía una novela francesa. El ayudante estaba allí. Evidentemente fatigado por la comida o por el trabajo, Se había dejado caer sobre la cama plegada y se había adormilado. En el salón antiguo, cumpliendo un deseo del emperador, estaba reunido, no el Consejo Superior de la Guerra, como decía el emperador, amante de las cosas vagas, sino algunas personas, cuya opinión le interesaba escuchar en las difíciles circunstancias presentes. En aquel consejillo se hallaban, especialmente invitados, el general sueco Armfeldt, el general ayudante de campo Wolzogen, Winzengerode, Michaud, del cual iba diciendo Napoleón que era un tránsfuga francés, Toll, el conde Stein, que no era militar, y, por último, el mismo Pfull que, según podía oír el príncipe Andrés, era la llave maestra del asunto.

El príncipe Andrés tuvo ocasión de examinarlo bien, porque Pfull, que había llegado después de él, estaba en el salón donde se había detenido para hablar con Czemichov.

A primera vista, Pfull, con su uniforme de general ruso, mal confeccionado y que le sentaba como un disfraz, dio al príncipe Andrés la sensación de que lo conocía desde mucho tiempo atrás, a pesar de que no lo había visto nunca. En él se descubrían gestos y modales de Weirother, de Mack, de Schmidt y aun de otros generales teóricos alemanes que el príncipe Andrés había tenido ocasión de ver en 1805.

No se podía decir que Pfull fuera alto. Era delgado, pero de buena complexión, de miembros firmes y de anchas espaldas. Tenía la cara muy arrugada y los ojos hundidos. Entró en la habitación mirando hacia todas partes, con aire irritado e inquieto, como si todo lo que había en aquella sala le inspirara temor. Levantando la espada con un gesto ambiguo, se dirigió a Czemichov y le preguntó en alemán dónde estaba el emperador. Hizo una viva inclinación de cabeza a las explicaciones de Czemichov y sonrió irónicamente al oír que el emperador estaba examinando las fortificaciones que él había construido según sus teorías.

El príncipe Andrés no oía bien lo que decían los reunidos y quiso entrar en el salón, pero Czemichov lo presentó a Pfull, haciéndole observar que el príncipe Andrés acababa de regresar de Turquía, donde la guerra había terminado felizmente. Pfull miró a Andrés y dijo riendo:

— ¡Vaya! Debía ser una guerra con todas las reglas tácticas. Luego, con una sonrisa desdeñosa, entró en la sala donde seguían resonando las voces de los reunidos.

Era evidente que Pfull, generalmente inclinado a la irritación sarcástica, aquel día estaba particularmente excitado por el hecho de que se hubiesen atrevido a examinar su campo y juzgarlo sin estar él presente. El príncipe Andrés, en aquella corta y única entrevista con Pfull y gracias a sus recuerdos de Austerlitz, se formó una idea muy precisa de aquel hombre.

En 1806, Pfull fue uno de los autores del plan de la guerra que terminó en Jena y Anverstaedt, pero en el resultado de aquella guerra no pudo apreciarse en manera alguna la pequeña prueba de la insuficiencia de su teoría. Al contrario, únicamente los desvíos de su teoría constituían la causa del fracaso, y con la ironía alegre que le era característica, decía: Ya lo había dicho yo que todo saldría al revés. Pfull era uno de aquellos teóricos que aman tanto sus teorías que acaban por olvidar su finalidad y su aplicación práctica.

Capítulo XI

Sin saludar apenas al príncipe Andrés, el conde Bennigsen, sin detenerse entró en el despacho y a gritos empezó a darle órdenes a su ayudante de campo.

El emperador le seguía y Bennigsen se daba prisa para tener tiempo de preparar algo antes de la llegada del zar. Czemichov y el príncipe Andrés salieron a la puerta. El emperador, con aspecto fatigado, se apeaba en aquel momento de su caballo. El marqués Paolucci le decía algo y el emperador le escuchaba atentamente con una expresión de evidente descontento. Alejandro echó a andar demostrando que quería precipitar el final de la conversación, pero el italiano, encendido de emoción, se olvidaba de las conveniencias y lo seguia sin dejar de hablar animadamente.

— En cuanto al que ha aconsejado la construcción, de este campamento en Driss —decía Paolucci mientras el emperador, subiendo los escalones de la entrada, miraba al príncipe Andrés, cuya cara le era desconocida—, sólo he de decir a Vuestra Majestad que no veo más alternativa que el manicomio o la horca.

Sin esperar el final y como si no escuchara las palabras del italiano, el emperador, que por fin había reconocido a Bolkonsky, se le dirigió con mucha amabilidad:

— Estoy muy contento de verte ... Entra donde están reunidos y después esperame fuera.

El zar entró en el despacho. Le siguieron el príncipe Pedro Mikhailovitch Volkhonski y el barón Stein, tras de los cuales se cerró la puerta. Aprovechando el permiso del soberano, el príncipe Andrés pasó, en compañía del marqués Paolucci, a quien conoció en Turquía, al salón donde se hallaba reunido el Consejo.

El príncipe Pedro Mikhailovitch Volkhonsky ejercía unas funciones análogas a las de jefe de Estado Mayor general del emperador. Salió del despacho y llevó los mapas al salón. Los desplegó encima de la mesa y planteó las cuestiones respecto a las cuales quería conocer la opinión de los reunidos.

El general Armfeldt fue el primero que habló. Para evitar dificultades propuso una cosa completamente imprevista que no explicaba nada, aparte del deseo de demostrar que él era capaz de tener también una opinión propia. Propuso tomar posiciones al margen de las carreteras de San Petersburgo y de Moscú, donde, según él, el ejército debía concentrarse para esperar al enemigo. Se comprendía claramente que Armfeldt hacía tiempo que había elaborado aquel plan y que lo exponía entonces no para contestar a las preguntas que se le dirigían, con las cuales aquel plan no tenía nada que ver en absoluto, sin para aprovechar la ocasión de darlo a conocer. Era una de las proposiciones que se podían hacer con las mismas probabilidades de éxito que otra cualquiera, sin tener la más pequeña idea del carácter que adquiriría la guerra. Algunos discutieron la proposición; otros la defendieron. El joven coronel Toll refutó con ardor la opinión del general sueco, y durante la discusión se sacó del bolsillo una libreta ennegrecida y pidió permiso para leer su contenido. En aquella nota, redactada muy detalladamente, Toll proponía otro plan de campaña totalmente distinto del de Armfeldt y del de Pfull. Paolucci, contestando, a Toll, proponía un movimiento hacia adelante y el ataque inmediato, lo único que, a su juicio, podía sacar a todos de la incertidumbre y del cepo —así denominó el campamento de Drisa en que se hallaban todos metidos. Durante esta discusión, Pfull y su traductor Wolzagen no pronunciaron una palabra. Pfull se limitaba a gruñir desdeñosamente y se volvía hacia otro lado, demostrando que nunca se rebajaría a discutir las necedades que estaba oyendo.

Cuando el príncipe Volkhonsky, que presidía la sesión, le invitó insistentemente a exponer su criterio, se limitó a decir:

— ¿Para qué me lo preguntáis? El general Armfeldt ha propuesto una posición magnífica con la espalda descubierta. El ataque de este señor italiano es admirable. La retirada estaría también muy bien. ¿Qué ganáis preguntándome mi opinión? ¿Acaso no la conocéis mejor que yo?

Sin embargo, cuando Volkhonsky, frunciendo el entrecejo, dijo que le preguntaba su parecer en nombre del emperador, Pfull se levantó y, animándose de repente, empezó a hablar.

— Lo han estropeado todo y lo han complicado todo. Todos han querido saber más que yo y ahora se me pregunta qué se puede hacer para salvar la situación. No se ha de esperar nada. Es preciso obrar exactamente como hasta ahora, siguiendo las bases que yo he expuesto. ¿En qué estriba la dificultad? ¡Tonterías, chiquilladas!

Se acercó al mapa y siguió hablando muy de prisa, señalando con su dedo huesudo diversos puntos, para demostrar que nada podía perjudicar la utilidad del campamento de Drissa, que todo estaba previsto y que si el enemigo se atrevía a perseguir a los rusos sería nesariamente, fatalmente aplastado.

De todos aquellos personajes, Pfull, colérico, decidido, seguro de sí mismo, era el que inspiraba más simpatía al príncipe Andrés. De todas las personas presentes, únicamente él, evidentemente, no aspiraba a ningún beneficio personal, no odiaba a nadie y sólo quería una cosa: ver realizado el plan extraído de su teoría, gozar del provecho de un sinfín de años de trabajo. Resultaba ridículo y hasta desagradable con su ironía, pero inspiraba un respeto involuntario por su fe infinita en una idea. Por otra parte, en las palabras de todos los que discutían, descontando a Pfull, había una coincidencia que no había existido en el Consejo de la Guerra de 1805: el miedo, el pánico que sentían todos ante el genio de Napoleón y que se traslucía en todas las observaciones. Se daba por seguro que todo era posible para Napoleón, se esperaba su irrupción por todas partes, y su nombre temible estaba para destruir las proposiciones de cada uno de los reunidos. Únicamente Pfull parecia considerar a Napoleón tan bárbaro como todos los que combatían su teoría. Además de una impresión de respeto, Pfull inspiraba al príncipe Andrés un sentimiento de seriedad.

La discusión duró largo rato, y cuanto más se prolongaba, llegando a veces a adquirir caracteres de verdadera violencia, más difícil se hacía poder llegar a una conclusión definitiva.

El príncipe Andrés, al oír aquella conversación en diversos idiomas, aquellas hipótesis, aquellos planes, aquellas contradicciones y aquellos gritos, se admiraba de las ideas que habían mantenido durante mucho tiempo en la época de su actividad militar: que no existe ni puede existir una ciencia militar y que, por lo tanto, no puede haber ningún genio de esta naturaleza. Esta observación revestía para él la evidencia absoluta de la verdad. ¿Y por qué hablan todos del genio militar? ¿Acaso es un genio el hombre que, en el momento oportuno, sabe ordenar la distribución de los víveres y trasladarse de un destacamento de la derecha a otro de la izquierda? Todo esto es porque los militares saben rodearse del poder y la multitud adula al poder atribuyéndole las cualidades del genio. Los mejores generales que yo conozco son unos asnos o unos distraídos. El mejor es Bragation. El mismo Napoleón lo ha reconocido. ¿Y Bonaparte? Me acuerdo de su cara satisfecha y exitosa en el campo de Austerlitz. Un buen capitán no ha de ser un genio ni ha de poseer ninguna cualidad especial. Por el contrario, es mejor que no tenga ninguna cualidad superior de las mejores que el hombre pueda tener, como el amor, la poesía, la ternura y la vida filosófica, analítica. Ha de ser limitado, firmemente convencido de que lo que hace es muy importante, pues de otro modo no tendría paciencia, y únicamente en estas condiciones podrá ser un capitán valeroso. Que Dios guarde a ese hombre de amar a nadie, de compadecerse de nadie, de pensar en aquello que es justo o injusto.

Así pensaba el príncipe Andrés oyendo la discusión, y sólo se animó cuando Pfull, al terminar la reunión, lo llamó aparte.

Al día siguiente, durante la revista, el emperador preguntó al príncipe Andrés dónde deseaba servir. Y el príncipe Andrés se perdió definitivamente ante el mundo de la corte al pedir un cargo cerca del emperador, sino un lugar en el ejército.

Capítulo XII

Una vez más, Rostov recibió una carta de sus padres en la que le pedían se separase del ejército. En ella, también, le daban cuenta de la enfermedad de Natacha y la atribuían a la ruptura con el príncipe Andrés.

Nicolás, después de recibir aquella carta, ni siquiera intentó obtener una licencia ni solicitar el retiro, sino que escribió a sus padres diciéndoles que lamentaba mucho la enfermedad de Natacha y la ruptura con su prometido y les aseguraba que haría todo lo posible para satisfacer sus deseos. Escribió particularmente a Sonia:

Adorada amiga de mi alma: Nada en absoluto, aparte del honor, podría retenerme aquí, pero ahora, antes de comenzar las hostilidades, me creería descalificado no sólo ante mis amigos, sino a mis propios ojos, si prefiriera mi felicidad al deber y al amor a la patria. Sin embargo, esta es la última separación. Ten por seguro que después de la guerra, si vivo, y todavía me quieres, lo dejaré todo y correré a tu lado para estrecharte para siempre sobre mi pecho enamorado.

En efecto, únicamente el comienzo de la campaña podía retener a Rostov e impedirle casarse con Sonia, como había prometido.

Y aunque aquella perspectiva no le gustara, Nicolás Rostov, por su carácter, estaba satisfecho de la vida que llevaba en el regimiento y sabía hacérsela agradable.

A su regreso del disfrute de la licencia, recibido con alegría por sus compañeros, Nicolás había sido enviado a la remonta, a la Pequeña Rusia, y volvió de allí con magníficos caballos que lo enorgullecían y que le valieron el elogio de sus jefes. Durante la ausencia había sido ascendido a capitán, y cuando el regimiento fue puesto en pie de guerra con sus cuadros completos, recibió otra vez el mando de su antiguo escuadrón.

La campaña empezaba. El regimiento era enviado a Polonia y allí cobraba doble soldada. Rostov, satisfecho de su ventajosa situación en aquel regimiento, se entregaba totalmente a los placeres del servicio militar, convencido, no obstante, de que tarde o temprano llegaría la hora en que se vería precisado a abandonarlo.

Las tropas se alejaron de Vilna por diversas causas complicadas: de Estado, de política y de táctica. Cada retroceso iba acompañado en el Estado Mayor de un complicado juego de intereses, de proyectos y de pasiones. Para los húsares del regimiento de Pavlograd toda aquella marcha hacia atrás, en el mejor momento del verano, con provisiones abundantes, era la cosa más sencilla y más divertida del mundo. Si la lamentaban era únicamente porque se veían precisados a abandonar sus alojamientos después de haberse habituado a ellos o porque tenían que separarse de una mujer bonita. Si a alguien le pasaba por la mente la idea de que las cosas iban mal, entonces, como corresponde a un militar valiente, procuraba mostrarse alegre y no pensar más en la marcha general de los asuntos.

Desde Sventziany retrocedieron poco a poco hasta Drissa y desde Drissa se fueron retirando hasta llegar casi a las fronteras rusas.

El 13 de julio,los húsares de Pavlograd intervinieron por primera vez en una acción seria.

El día 12, durante la noche, víspera de la batalla, había descargado una fuerte tempestad y una intensa granizada había caído sobre los campos. El verano de 1812 fue en general muy tempestuoso.

Dos escuadrones del regimiento de Pavlograd vivaquearon en los campos de cebada pisoteados por el ganado y los caballos. Llovía a cántaros, y Rostov, con un joven oficial, Ilin, al cual protegía, hallábase sentado bajo un cobertizo construido a toda prisa. El oficial de su regimiento, con un bigote enorme, que volvía del cuartel del Estado Mayor y al cual la lluvia había sorprendido por el camino, se acercó a Rostov.

— Conde, vengo del cuartel del Estado Mayor. ¿Ha oído usted hablar del acto heroico de Raievsky?

Y el oficial explicó los detalles de la batalla de Saltanovka que había oído durante su permanencia en el cuartel.

Rostov, levantándose el cuello del capote para prevenirse de la lluvia que seguía cayendo a raudales, fumaba su pipa y, sin prestar ninguna atención a las palabras del oficial, miraba de vez en cuando a Ilin que estaba a su lado. Este oficial, un muchacho de dieciséis años, llegado hacía poco al regimiento, era para Rostov lo mismo que él había sido para Denisov siete años antes. Ilin procuraba imitar en todo a Rostov y estaba enamorado de él como de una mujer.

El oficial de bigote enorme, Zdrjinsky, explicaba enfáticamente que aquel día de Saltanovka era el de las Termópilas rusas y que el general Raievsky había realizado un acto digno de la antigüedad.

Zdrjinsky decía que Raievsky había conducido, bajo un fuego graneado, a sus dos hijos a la llanura y se había lanzado al ataque llevándolos a su lado. Rostov escuchaba el relato y no solamente no decía nada para excitar el entusiasmo de Zdrjinsky, sino que, por el contrario, adoptaba la actitud de un hombre que estuviera avergonzado de lo que oía a pesar de que no tuviera el propósito de hacer ninguna objeción. Rostov, después de las campañas de Austerlitz y de 1807, sabía por experiencia propia que cuando se cuentan aventuras siempre se miente, igual que mentía él cuando contaba las suyas.

Seguía escuchando a Zdrjinsky, pero no expresaba sus pensamientos. Su experiencia se lo impedía. Sabía que aquel relato contribuía a la gloria del ejército ruso y que por aquella razón no debía dudar de él. Y esto es lo que hacía.

— ¡Vaya, no puedo más! —dijo Ilin, dándose cuenta de que la narración de Zdrjinsky enojaba a Rostov—. Estoy completamente empapado. Voy a buscar un sitio donde no llueva, aunque me parece que ahora ya no llueve tanto.

Ilin salió y Zdrjinsky se fue. Al cabo de cinco minutos, Ilin, chapoteando por el barro, corrió hacia la barraca.

— ¡Hurra! Corramos, Rostov. ¡Ya lo he encontrado! A doscientos pasos de aquí hay posada. Los nuestros están allí. María Enrikovna también está.

María Enrikovna era la mujer del médico del regimiento. Era una gentil alemana con la cual el doctor se había casado en Polonia. El médico, sea porque no tenía recursos, o sea porque durante los primeros tiempos no quería separarse de su joven esposa, la hacía ir con él detrás del regimiento, y los celos del doctor eran el tema habitual de las burlas de los oficiales húsares.

Capítulo XIII

María Enrikovna, en camisón y gorro de dormir, estaba realmente preciosa. Por lo menos eso les parecía a los soldados y oficiales. En la posada, frente a la puerta, se hallaba estacionado el carruaje del doctor, su marido. El doctor, dormía detrás de ella. Ilin y Rostov salieron a recibirlos con exclamaciones de alegría y grandes risotadas.

— Veo que estáis muy alegres aquí —dijo Rostov riendo también.

— ¿Y por qué no veníais más pronto?

— ¡Pero, por Dios, estáis chorreando agua por todas partes! ¡No nos ensuciéis el salón!

— Y, sobre todo, no ensuciéis los vestidos de María Enrikovna.

Ilin y Rostov procuraron encontrar un rincón donde, sin herir el pudor de María Enrikovna, pudiesen cambiarse la ropa mojada. Quisieron ocultarse detrás de una cortina, pero aquel rincón estaba ocupado por tres oficiales que jugaban a las cartas a la luz de una vela encendida encima de una caja vacía, y no quisieron apartarse de allí por nada del mundo. María Enrikovna les ofreció sus faldas y detrás de aquella pantalla improvisada Rostov e Ilin, ayudados por Lamrutchka que les trajo ropa seca, se quitaron rápidamente los vestidos y se pusieron otros.

Encendieron una estufa medio estropeada. Alguien había encontrado un madero, lo pusieron encima de dos sillas, lo cubrieron con una manta, se hicieron traer un pequeño samovar y media botella de ron e, invitando a María Enrikovna a que hiciera los honores de la mesa, todos se agruparon a su alrededor. Uno le ofrecía un pañuelo limpio para secarse las manos; otro le echaba su capote sobre los hombros para preservarla de la humedad, y un tercero tapaba la ventana con la capa para que no entrara el viento. Uno se puso a aventar las moscas de la cara del doctor para que pudiera seguir durmiendo tranquilamente.

— Dejadlo —dijo María Enrikovna sonriendo tímidamente, con una sonrisa feliz—. No es necesario que os toméis esa molestia porque después de haber pasado la noche en vela no es fácil que se despierte.

— Imposible, María Enrikovna, hemos de ser buenos con el doctor. Así se compadecerá un poco de nosotros cuando tenga que cortarnos una pierna o un brazo.

En la posada no había más que tres vasos. El agua estaba tan sucia que no habia manera de saber si el té era fuerte o no.

No había más que una cucharilla. El azúcar era abundante, pero no tenían tiempo de dejarla disolver, y por esto se decidió que María Enrikovna fuese removiendo, una después de otra, la taza de cada uno. Rostov vertió un poco de ron en la taza que acababan de darles y pidió a María Enrikovna que le removiera el azúcar.

— ¡Pero si usted lo toma sin azúcar! —dijo ella sonriendo, como si sus palabras y sus acciones estuvieran provistas de doble sentido.

— No necesito azúcar. Me basta con que usted remueva mi té con su manecita.

María Enrikovna accedió y se puso a buscar la cucharilla que alguien había cogido.

— Hágalo usted con el dedíto, María Enrikovna.

— ¡Está demasiado caliente! —repuso ella ruborizándose, satisfecha.

Ilin cogió un cubo, echó un poco de ron y se acercó a María Enrikovna pidiéndole que removiera con el dedo.

— Esta es mi taza —dijo—. Meta usted el dedo en ella y me lo beberé todo.

Cuando el samovar estuvo vacío, Rostov cogió la baraja y propuso a María Enrikovna jugar a los reyes. Sorteáronse los oficiales para ver quién haría pareja con ella. Rostov propuso, y la proposición fue admitida, que el que fuera rey tendría derecho a besar la mano de María Enrikovna y que el que perdiera habría de preparar el samovar para cuando el doctor se despertara.

— ¿Y si es rey María Enrikovna? —preguntó Ilin.

— Ella siempre es reina y sus órdenes son ley.

Empezó el juego. De pronto, la cabeza despeinada del doctor apareció detrás de María Enrikovna. Hacía un momento que se había despertado, escuchaba lo que decían y evidentemente la cosa no le divertía ni le hacía ninguna gracia. Había en sus rasgos una expresión estulta de fatiga y hastío.

Sin saludar a los oficiales, se rascó la cabeza y pidió permiso para salir porque lo habian embotellado. Así que estuvo fuera, todos los oficiales se echaron a reír y María Ennkovna se sonrojó hasta las orejas. Esto la hizo aún más atractiva a los ojos de todos.

Cuando el doctor volvió a entrar le dijo a su mujer, que había abandonado su alegre sonrisa y que lo miraba asustada esperando sus órdenes, que la lluvia había cesado ya y que era preciso ir a dormir al coche porque si no lo hacían así se exponían a que se lo quitasen todo.

— Enviaré a un asistente o dos —dijo Rostov dirigiéndose al doctor.

— Vigilaré yo mismo —añadió Ilin.

— No, señores, ustedes han dormido y yo hace dos noches que no pego los ojos —replicó el doctor. Y se sentó, malhumorado, al lado de su mujer esperando que terminase la partida.

Capítulo XIV

Sin deja r de hablar, los oficiales se vistieron riendo. En la puerta, el sargento que llevaba la orden de partir hacia Ostrovna, les contemplaba en silencio.

Eran exactamente las tres de la madrugada. Prepararon de nuevo el samovar con el agua sucia, pero Rostov, sin esperar el té, marchó a su escuadrón. Empezaba a amanecer.

Al salir de la posada, Rostov e Ilin, a la luz indecisa del alba, echaron una ojeada al interior del coche del doctor, que aún goteaba del agua de la lluvia. Por debajo de la tonina delantera se veían las piernas del médico, y al fondo, sobre un almohadón, un gorro de dormir de mujer.

— ¡A fe que es bonita de verdad! —dijo Rostov a Ilin.

— ¡Una delicia! —replicó Ilin con la gravedad de sus dieciséis años.

Media hora después, el escuadrón, correctamente formado, se hallaba en la carretera. Rostov, colocándose delante, ordenó: ¡Marchen! y los húsares, en formación de cuatro, con ruido de herraduras sobre la carretera húmeda, chocar de sables y rumor de conversaciones en voz baja, se pusieron en camino por la amplia carretera bordeada de álamos, siguiendo a la infantería y a la artillería que se habían adelantado.

Las caras de los soldados se iban dibujando poco a poco en la claridad del amanecer. Iostov seguía marchando entre las dos hileras de álamos llevando a su lado a Ilin.

En otras ocasiones, cuando Rostov iba al ataque, tenía miedo. Ahora, no. No tenía miedo, no porque se hubiera habituado al fuego, ya que un hombre jamás puede habituarse al peligro. Se había acostumbrado a pensar en todo cuando iba al ataque, excepto en aquello que parecía lo más esencial: el peligro inminente. A pesar de sus esfuerzos y de lo mucho que contenía su cobardía, en los primeros tiempos de servicio militar no podía dominarse, pero con los años había aprendido a ser dueño de sí mismo. Ahora iba al lado de Ilin, entre los álamos, con un aire tranquilo y despreocupado, como si fuera de paseo.

Cuando el sol apareció en el cielo puro a través de las nubes, el viento se calmó como si no quisiera estropear aquella hermosa mañana de verano después de la tempestad. Aún caian algunas gotas, pero completamente aplomadas, y todo se iba calmando. Todo se aclaraba y brillaba. Con aquella claridad, como si quisieran saludarla, se oyeron algunos cañonazos.

Rostov no tuvo tiempo de reflexionar ni de calcular la distancia de aquellos cañonazos porque el ayudante de campo del conde Ostermann-Tolstoi llegó al galope con la orden de avanzar al trote por la carretera. El ayudante venía de Vitebsk.

El escuadrón pasó delante de la infantería y de la batería que, apresurándose tambíén bajaba de la colina, y después de atravesar un pueblo desierto, abandonado por sus habitantes, escaló otra vez la montaña. Los caballos empezaban a cubrirse de sudor y las caras de los hombres estaban encendidas.

— ¡Alto! ¡En línea! —ordenó el jefe—. ¡A la izquierda! ¡Marchen!

Los húsares pasaron al flanco izquierdo de la posición y se situaron detrás de los ulanos que se encontraban en primera línea. A la derecha había una compacta columna de infantería: era la reserva. Más allá, en lo alto de la montaña, se veían los cañones rusos, en el aire puro, bajo una luz oblicua y clara, recortados en el horizonte. Más lejos, se veía otra colina con los cañones enemigos. Del valle ascendía el rumor de los soldados rusos que habían comenzado la batalla y se tiroteaban alegremente con el enemigo.

Aquellos ruidos, que Rostov no había oído de mucho tiempo atrás, lo animaron como si fuera una música divertida.

Los húsares permanecieron cerca de una hora en el mismo sitio. El cañoneo empezó. El conde Ostermann pasó con su séquito por detrás del escuadrón, habló con el comandante del regimiento y se dirigió hacia la montaña donde se hallaban emplazados los cañones. Después de haberse marchado Ostermann, se dio la orden a los ulanos.

— ¡En columna! ¡Ataque!

La infantería se abrió para dejar pasar a la caballería. Los ulanos, reteniendo las picas vacilantes, bajaron la colina al trote cargando contra la caballería francesa que apareció por la izquierda.

En cuanto los ulanos se hallaron en el valle, los húsares recibieron la orden de acercarse al montículo para cubrir la batería. Mientras los húsares se colocaban en el lugar de los ulanos, silbaban balas lejanas, sin llegar, no obstante, a la línea.

En medio de la humareda se produjo una colisión y cinco minutos después los ulanos galopaban en dirección al lugar de donde habían salido, pero dirigiéndose hacia la izquierda. Entre los ulanos, montados en caballos rojos, y detrás de ellos, se veía la gran masa de uniforme azul de los dragones franceses, montados en caballos grises.

Capítulo XV

Se estaban acercando cada vez más. Rostov, con vista de águila, fue el primero en darse cuenta de que aquellos dragones franceses estaban persiguiendo a los ulanos rusos he iban directamente hacia ellos.

Rostov miraba lo que ocurría delante de él como si estuviera presenciando una cacería. Comprendía que si en aquel momento se lanzaba con los húsares sobre los dragones franceses, éstos no resistirían, pero había que hacerlo en seguida, inmediatamente, porque de lo contrario sería demasiado tarde. Miró a su alrededor. El capitán estaba cerca y tampoco quitaba los ojos de la caballería que luchaba allá abajo.

— Andrés Sebastiantich —dijo Nicolás Rostov—, podríamos aplastarlos.

— Sería un buen golpe, efectivamente. ¿Vamos a intentarlo?

Rostov, sin escuchar apenas las palabras del capitán, espoleó el caballo y se puso enfrente del escuadrón. No había tenido tiempo siquiera de dar la orden, cuando el escuadrón, que pensaba lo mismo, se movió detrás de él. Rostov no sabía cómo ni por qué hacia aquello. Obraba igual que en una cacería, sin reflexionar, sin calcular. Veía que los dragones estaban cerca, que corrían y que estaban desorganizados. Sabía que no resistirian. Estaba seguro de que aquel momento era único, que no volvería a presentarse si no lo aprovechaban. Las balas silbaban a su alrededor tan excitantes, el caballo piafaba con tanta impaciencia, que él no se podía contener. Empezaba a bajar hacia la llanura, pero apenas había avanzado unos cuantos pasos cuando involuntariamente el trote del regimiento se transformó en un galope que iba creciendo a medida que se aproximaban a los ulanos y a los dragones franceses que los perseguían.

Los dragones estaban muy cerca. Los que iban a la cabeza, tan pronto se dieron cuenta de la presencia de los húsares, volvieron grupas. Los que estaban detrás se contuvieron. Rostov, con el mismo sentimiento que experimentara al cortar el camino al lobo, dejó flotando la brida de su caballo del Don y corrió para cortar la retirada a los dragones franceses que habían perdido la formación. Un ulano se detuvo. Un soldado de infantería se apartó para que no lo aplastaran. Un caballo sin jinete huía entre los húsares. Casi todos los dragones franceses huían. Rostov escogió uno que montaba un caballo pardo y se puso a perseguirlo. Chocó con una manta. El caballo saltó por encima y Nicolás, sosteniéndose a duras penas sobre la silla, atacó, al cabo de un momento, el enemigo que había escogido. Aquel francés, probablemente un oficial a juzgar por el uniforme, galopaba echado sobre su caballo al que estimulaba con el sable. Un instante después, el caballo de Rostov embistio con el pecho la grupa del caballo del oficial francés y casi lo derribó. En aquel momento Rostov, sin saber lo que hacía, levantó el sable e hirió al oficial enemigo.

Toda la animación de Rostov desapareció de repente. El oficial cayó, no tanto a consecuencia del sablazo que lo había tocado de refilón por encima del codo, como por el choque del caballo y el miedo. Rostov buscó con la mirada a su enemigo para ver a quién habia vencido. El oficial francés iba dando saltos con un pie en tierra y otro en el estribo, cerraba los ojos esperando a cada momento recibir otro golpe y, abriéndolos de nuevo con una expresión de horror indecible, miraba a Rostov de arriba abajo. Con su cara pálida, joven, con un hoyuelo en la barba, los ojos azules y cubiertos de barro. Antes de que Rostov hubiera decidido lo que tenía que hacer, el oficial le gritó:

— ¡Me rindo!

Intentaba desenganchar el pie del estribo, pero no podía, y miraba a su vencedor con ojos asustados. Los húsares que acudieron corriendo le desengancharon el pie y lo restablecieron en la silla.

La infantería francesa acudió disparando sus armas. Los húsares se retiraron precipitadamente llevándose a los prisioneros. Rostov siguió a los demás con el corazón embargado por un sentimiento inexplicable. Algo vago, confuso, que no podía explicarse, se había despertado en él con la captura de aquel oficial y con el golpe que le había dado.

El conde Ostermann-Tolstoi encontró a los húsares que regresaban. Llamó a Rostov, le dio las gracias y dijo que comunicaría al emperador su acto de heroísmo y que pediría para él la cruz de San Jorge. Cuando Rostov fue llamado a la presencia del conde Ostermnn, se acordó de que había efectuado aquel ataque sin que se lo hubieran ordenado y creyó que el jefe lo llamaba para reprochárselo. Por esto las palabras halagadoras de Ostrmann y la promesa de una recompensa deberían haberle sorprendido más alegremente todavía. Pero aquel mismo sentimiento vago e inconcreto le torturaba normalmente.

Miró a los prisioneros que conducían los húsares y los siguió para ver si entre ellos estaba su francés. Con su uniforme maltrecho iba montado en el caballo de un húsar y miraba con inquietud a su alrededor. La herida del brazo no tenía ninguna importancia. Simuló una sonrisa a Rostov y con la mano le hizo un saludo. Rostov se sintió feliz y cohibido. Durante todo aquel día y el siguiente, los amigos y compañeros de Rostov observaron que no estaba malhumorado ni disgustado, pero que a pesar de todo permanecia silencioso, pensativo y concentrado. Bebía sin alegría, procuraba estar solo y era presa de interminables preocupaciones.

Rostov no podía dejar de pensar en su acto brillante que con gran extrañeza por su parte, le valía la cruz de San Jorge y hasta la reputación de héroe, y encontraba en todo ello algo que no podía comprender de ninguna manera, pero la rueda de la fortuna giraba a su favor. Después de la acción de Ostrovna fue ascendido. Le dieron el mando de un batallón de húsares y cada vez que hacía falta un oficial valiente para alguna misión, lo llamaban a él.

Capítulo XVI

Natacha seguía enferma. La condesa, todavía no repuesta, al enterarse, tomó con Petia el camino de Moscú y ella y todos los criados se instalaron en la casa de María Dmitrievna.

La enfermedad de Natacha era tan grave que, por suerte de ella y de sus padres, el pensamiento de aquello que era la causa de su mal, la ruptura con su prometido, quedó relegado a segundo término. Estaba tan enferma que era imposible pensar que tuviese la culpa de lo que le había ocurrido. No comía, no dormía, adelgazaba rápidamente, tosía y como dejaba entender el médico, estaba verdaderamente en peligro. No se podía pensar más que en cuidarla. Los doctores acudían a ver a Natacha separadamente y en consulta, hablaban mucho en francés, en alemán y en latín, se juzgaban muy severamente el uno al otro y dictaban las disposiciones más diversas referentes a todas las enfermedades que conocían, pero a ninguno de ellos se le ocurrió pensar que podía no conocer el mal que aquejaba a Natacha, de la misma manera que no pueden conocer ni una sola de las enfermedades de los hombres, puesto que cada uno tiene su enfermedad particular; nueva, complicada, que la medicina no conoce. Los médicos que asistían a Natacha satisfacian aquella necesidad eterna, humana, de esperar una mejoría, aquella necesidad de simpatía y de atenciones que experimentan los hombres durante el sufrimiento. Los doctores le eran necesarios a Natacha porque la mimaban y le frotaban el mal, asegurándole que en seguida desaparecería si el cochero iba a la farmacia y por un rublo y setenta copecs le traía unos sellos y unas pildoras en una cajita muy bonita y si la enferma tomaba aquellos sellos con agua hervida cada dos horas con regularidad.

¿Qué podían hacer Sonia, el conde y la condesa? Hubieran tenido que permanecer cruzados de brazos sin aquellas pildoras cada dos horas, sin aquellas bebidas calientes, sin aquella ala de gallina y sin todos aquellos detalles prescritos por el doctor cuya observancia ocupa y consuela a las personas que rodean al enfermo. ¿Qué habría hecho la condesa si de vez en cuando no hubiera podido pelearse con Natacha enferma porque no habia observado exactamente las prescripciones del doctor?

— Así no te pondrás buena nunca —le decía, olvidando su dolor en su despecho—. Si no obedeces al doctor y no tomas puntualmente la medicina, te expones a tener una bronconeumonía. ¡No se puede bromear en estas cosas!

Y con sólo pronunciar la palabra bronconeumonía, que únicamente era incomprensible para ella, ya experimentaba un gran consuelo.

¿Qué hubiera hecho Sonia si no hubiese tenido la conciencia tranquila por haber paliado al principio tres noches en blanco a fin de poder cumplir con exactitud las prescripciones del médico y que ahora apenas cerraba los ojos para no olvidarse de dar a la enferma las pildoras inofensivas de la cajita dorada?

El médico iba cada día, le tomaba el pulso, le examinaba la lengua y, sin dar ninguna importancia a la cara lánguida de la enferma, bromeaba con ella. En cambio, cuando salía de la habitación y la condesa lo seguía ansiosa, adoptaba una actitud seria, inclinaba la cabeza pensativamente, decía que a pesar del peligro contaba con la ciencia y con su última receta, que era preciso esperar y ver lo que ocurría, que la enfermedad era más bien moral que otra cosa, pero ...

La condesa, procurando disimular por ella misma y por el doctor, le ponía en la mano una moneda de oro y cada vez con el corazón más tranquilo volvía al lado de la enferma.

A pesar de la gran cantidad de gotas, pildoras y sellos de las cajas y los frascos, de los cuales la señora Schoss estaba muy enamorada y hacía colección, y a pesar de la falta de la vida sana del campo, la juventud triunfó. El dolor de Natacha empezó a cubrirse con una capa de las impresiones de la existencia vivida, comenzó a dejar de ser un sufrimiento, se convirtió en pasado y Natacha fue mejorando sensiblemente.

Capítulo XVII

Lo evitaba todo; bailes, conciertos, reuniones de sociedad, charlas con amigos y amigas, y sobre todo en general, todas las ocasiones de alegría. Desde luego, Natacha estaba más tranquila pero no más alegre. Decía y sentía que todos los hombres eran para ella igual que el juglar de Nastasia Ivanovna. Un guardián interior le impedía con firmeza cualquier demostración de alegría. Ni siquiera tenía el interés del recuerdo de su vida de antes, de aquella vida de muchacha, sin preocupaciones y llena de esperanzas. Se acordaba especialmente y con mucha pena de los meses de otoño: la cacería, el tío, la Navidad pasada con Nicolás en Otradnoie ...

Apenas salía de casa y, de todas las visitas que recibía con alguna frecuencia, tan sólo le era agradable la de Pedro. Era imposible comportarse con mayor ternura, con mayor atención y al mismo tiempo con mayor seriedad que las que el conde Bezukhov observaba con ella. Pero Natacha no agradecía la ternura de que era objeto. En la bondad de Pedro no había nada que le pareciera un esfuerzo. Era tan natural que Pedro fuera bueno con todo el mundo, que su bondad no tenía ningún mérito. A veces Natacha se daba cuenta de que Pedro estaba cohibido y como inquieto en su presencia, sobre todo cuando quería serle agradable o cuando tenía miedo de que algo pudiera suscitar en ella recuerdos penosos. Pedro no le había vuelto a hablar de sus sentimientos y para Natacha estaba bien claro que aquellas palabras, que entonces la habían consolado tanto, habían sido pronunciadas igual que se pronuncian palabras sin sentido para consolar a un niño que llora. No porque Pedro estuviera casado, sino porque Natacha sentía entre los dos aquella resistencia de los obstáculos morales, ausentes para ella en presencia de Kuraguin, nunca se le ocurrió pensar que de sus relaciones con Pedro pudiera resultar no solamente un amor por parte de ella y mucho menos todavía por parte de él, sino ni siquiera aquella especie de amistad tierna, poética, entre el hombre y la mujer, de la cual ella había conocido algunos ejemplos.

Pasado el ayuno de San Pedro, Agrafena Ivanovna Bielov, vecina de los Rostov en el campo, fue a Moscú a visitar las reliquias. Propuso a Natacha acompañarla en sus devociones y Natacha aceptó la proposición con gusto. A pesar de que el doctor le había prohibido que saliera por las mañanas, Natacha insistió en ir y cumplió sus devociones, no como lo hacían ordinariamente en casa de los Rostov, es decir, asistiendo en su propio domicilio a tres oficios, sino como lo hacía Agrafena Ivanovna, o sea no faltando a ninguno de los maitines, de las misas y de los rosarios durante toda una semana.

La condesa estuvo muy contenta de aquel celo religioso de Natacha. Por consejo de Agrafena Ivanovna, Natacha no hacía las devociones en su parroquia, sino en una iglesia donde, según la piadosa señora Bielov, había un sacerdote de costumbres muy austeras y dignas. Al regresar a su casa, muy temprano todavía, a la hora en que no se encontraban por la calle más que a los obreros que iban a su trabajo y a los porteros que barrían sus portales, cuando todo el mundo aún duerme, Natacha experimentaba el sentimiento, desconocido para ella, de la posibilidad de corregir sus defectos, de una vida nueva, pura y feliz.

Durante toda la semana este sentimiento aumentó de día en día. El placer de comulgar le parecía tan grande y tan exquisito que temía no poder llegar a aquella hora inefable.

Cuando llegó el día solemne, cuando Natacha, en aquel domingo memorable para ella, con un vestido de muselina blanca, regresó de la comunión, por primera vez después de muchos meses se sintió tranquila y en paz con la vida que tenía por delante.

Aquel día estuvo a verla el doctor y ordenó que siguiera tomando las mismas pildoras que había recetado dos semanas antes.

— Es preciso que las tome, necesariamente, por la mañana y por la noche —le dijo a la condesa, evidentemente convencido de su éxito—. Hágame el favor, mantengan la regularidad. Esté tranquila, condesa, que pronto podrá cantar y volverá a divertirse como antes. El último medicamento la ha reanimado mucho, muchísimo.

Y cogiendo muy satisfecho la moneda de oro que la condesa deslizaba en su mano, añadió:

— ¡Se encuentra muy bien!

Para atraer a la suerte, la condesa se miró las uñas, escupió y al cabo de un rato entró en la sala con cara radiante.

Capítulo XVIII

Era el principio de julio. Se esperaba una proclama del emperador, pero lo cierto es que, a pesar de ello, las noticias que llegaban por un conducto u otro a la población, sobre la marcha de la guerra, eran realmente alarmantes. Se decía que el emperador había abandonado el Cuartel General porque el ejército se hallaba en peligro, que la ciudad de Smolensko se había rendido, que Napoleón tenía un millón de soldados y que únicamente un milagro podía salvar a Rusia.

El manifiesto se había recibido el sábado día 11 de julio, pero todavía no se habia hecho público, y Pedro, que seguía frecuentando la casa de los Rostov, prometió ir a comer con ellos el día siguiente, domingo, y llevar el manifiesto y la proclama al pueblo porque estaba seguro de que se los proporcionaría el conde Rostoptchin.

Aquel domingo, los Rostov, siguiendo su costumbre, fueron a misa a la capilla particular del hotel Rasumovsky.

Toda la nobleza de Moscú, todas las amistades de los Rostov, estaban en la capilla de Rasumovsky, cosa que no era de extrañar, porque aquel año muchas familias ricas que ordinariamente marchaban al campo al comenzar el verano se habían quedado en la ciudad en espera de los acontecimientos. Al pasar detrás del lacayo con librea que hacía apartar a la multitud, Natacha oyó que un muchacho hablando de ella decía en voz baja:

— Es la señorita Rostov ... Es ella misma ...

Y que otra voz contestaba:

— ¡Cómo ha adelgazado! Pero está tan bonita como siempre.

Entendió, o creyó entender, que pronunciaban el nombre de Kuraguin y el de Bolkonsky. No le sorprendió, porque siempre se había figurado que todo el mundo conocía su desgracia y que la gente no pensaba más que en lo que le había ocurrido a ella. Temblorosa y con el alma dolorida, como siempre que se encontraba entre la multitud, Natacha pasó con su vestido de seda lila adornado con lazos negros, como saben pasar las mujeres, tanto más tranquilas y majestuosas cuanto mayor es el dolor que sienten en el alma. Unas lagrimas que Natacha no acertaba a explicarse llenaron su pecho y la invadió un sentimiento gozoso y enervador. Señor, enséñame qué he de hacer, cómo he de acomodar mi vida, cómo me he de corregir para siempre, pensó.

El diácono salió al presbiterio, se arregló los largos cabellos y poniéndose la cruz en el pecho empezó a decir en voz alta y solemne las palabras de la oración:

- Roguemos todos, roguemos todos a la vez al Señor ... Roguemos, roguemos todos sin distinción de clases, sin odio, con amor fraternal. Roguemos, pensó Natacha.

- Roguemos por que nos conceda el cielo y la salud de nuestras almas. Roguemos para obtener la paz de los ángeles y de las almas, de todos los seres espirituales que viven por encima de nosotros, rezó Natacha.

Cuando los fieles rogaron por el ejército, ella se acordó de su hermano y de Denisov. Cuando rogaron por los marineros y los viajeros, se acordó del príncipe Andrés y rezó por él pidiendo a Dios que la perdonara por el daño que le había hecho. Cuando rogaron por los que nos quieren, rezó por sus padres, por su padre y por su madre, y por Sonia, por primera vez comprendió que se había portado mal con ella y sintió toda la fuerza de amor por toda su familia. Cuando rogaron por la familia imperial y por el Santo Sínodo, inclinó más la cabeza y se persignó diciéndose que, aunque no comprendiera, no podía dudar y tenía que amar al Santo Sínodo y rezar por él. Una vez terminada la oración, el diácono se hizo la señal de la cruz sobre el pecho y dijo:

— Encomendémonos los unos a los otros y encomendemos nuestras vidas a Jesucristo, Dios nuestro.

¡Encomendémonos a Dios! —repetía con toda su alma Natacha—. Dios, yo me abandono a Tu voluntad. Yo no quiero nada, no deseo nada. Enséñame lo que tengo que hacer, he de usar mi voluntad. ¡Pero tómame, tómame!

Natacha se decía todo esto mentalmente, con impaciencia, con enternecimiento, sin santiguarse, con los brazos delgados caídos a lo largo de su cuerpo como si esperara que una fuerza invisible la cogiera y la libertara de sus compasiones, de sus deseos, de sus remordimientos, de sus esperanzas y de sus fracasos.

Muchas veces, durante el oficio, la condesa miró la cara atenta y los ojos brillantes de su hija y pidió a Dios que la ayudara.

Capítulo XIX

Mirando el cometa que había en el cielo, Pedro pensaba en la mirada de Natacha en su última visita a los Rostov, y descubría que para él se abría un horizonte nuevo, lleno de esperanza.

Pedro continuaba frecuentando la sociedad, bebía mucho y llevaba la misma vida ociosa y divertida, pero aparte de las horas que pasaba en la casa de los Rostov, le era preciso ocupar el resto del tiempo. Sus amistades y las costumbres de Moscú lo empujaban invenciblemente hacia la vida que lo subyugaba.

Sin embargo, durante los últimos tiempos, cuando empezaron a llegar del teatro de la guerra rumores cada vez más inquietantes, cuando la salud de Natacha empezó a rehacerse, y ella dejó de exaltar en él aquel antiguo sentimiento de compasión, experimentó una gran inquietud cada vez más angustiosa.

Su amor por la señorita Rostov, el Anticristo, la invasión de Napoleón, el cómeta, seiscientos sesenta y seis, el emperador Napoleón y el ruso Bezukhov, todo aquel conjunto de coincidencias extrañas le pareció que tenía que madurar, estallar y arrancarlo del círculo de las costumbres moscovitas en el cual se sentía prisionero, y conducirlo a una hermosa acción heroica y a una gran felicidad.

La víspera de aquel domingo en que fue leída la oración, Pedro había prometido a Rostov que les llevaría la proclama del emperador al pueblo ruso y las últimas noticias del ejército.

Por la mañana, Pedro encontró en la casa del conde Rostoptchin a un correo que acababa de llegar directamente del ejército. Era un buen amigo suyo y uno de los mejores bailarines de los salones de Moscú.

— Por favor, ayúdeme usted —le dijo el correo—. Traigo un saco de correspondencia y no voy a tener tiempo de repartirla toda.

Entre las cartas que había traído el correo había una de Nicolás Rostov dirigida a su padre. Pedro la cogió. El conde Rostoptchin dio a Pedro una copia de la proclama del emperador, la última orden publicada en el ejército y el manifiesto. Al leer las órdenes del ejército, Pedro encontró entre las relaciones de los muertos, de los heridos y de los condecorados, el nombre de Nicolás Rostov, distinguido con la cruz de San Jorge de cuarto grado por su comportamiento en la acción de Ostrovna. Unas líneas más abajo se daba cuenta del nombramiento del príncipe Andrés Bolkonsky para el cargo de comandante del regimiento de cazadores.

A pesar de que no quería hablarles de Bolkonsky a los Rostov, Pedro no podía sustraerse al deseo de alegrarlos con la noticia de la condecoración de su hijo y les envió la orden del día en la cual constaba la recompensa con la carta y dejó en su casa la proclama oficial y las otras órdenes con la intención de llevarlas personalmente a la hora de la comida.

Hacía mucho tiempo que a Pedro se le había ocurrido la idea de entrar en el servicio militar, y ya lo hubiera hecho si no se lo hubiese impedido, en primer lugar, el pertenecer a una sociedad masónica con la cual se hallaba ligado por él juramento que profesábale paz universal y la abolición de la guerra, y en segundo lugar, porque al ver la gran cantidad de moscovitas que habían ingresado en filas y propagaban el patriotismo, sin saber por qué experimentaba como una especie de vergüenza de hacer lo mismo que ellos.

Pero la causa principal de su retraimiento era aquella revelación vaga de que él era el Bezukhov, con toda la significación del número de la bestia, el seiscientos sesenta y seis, y la convicción de que su papel en la gran obra era destruir a la bestia y permanecer al margen de todos los acontecimientos, no emprendiendo nada y esperando lo que habia de cumplirse.

Capítulo XX

La invitación, por supuesto íntima, lo mismo que a otros amigos, le llegó a Pedro, como se ha dicho, con suficiente antelación, para llegar un poco más temprano a casa de los Rostov, con objeto de encontrarlos solos. Subió la escalera resoplando y murmurando entre dientes. El cochero no le preguntó si tenía que esperarle. Sabía que el conde permanecería en la casa de los Rostov hasta medianoche.

La primera persona que vio fue a Natacha. Antes de darse cuenta de la presencia de él, mientras se quitaba el abrigo, había oído que solfeaba. Sabía que desde su enfermedad no había vuelto a cantar y por esto el sonido de su voz le produjo extrañeza y alegría.

Abrió la puerta poco a poco y vio a Natacha con un vestido lila, el mismo que llevaba para la misa, paseándose por la habitación y cantando. Cuando abrió la puerta, ella estaba de espaldas, pero cuando se volvió y se dio cuenta de la cara de sorpresa de Pedro se puso encarnada y se le acercó presurosamente.

— Intento ponerme en voz de nuevo —le dijo como pretendiendo excusarse—. Después de todo, es un pasatiempo.

— Está muy bien.

— Estoy muy contenta de que haya venido. ¡Hoy me siento muy feliz! —agregó con una animación que Pedro hacía mucho tiempo que no había visto en ella—. ¿Sabe usted, Pedro? Nicolás ha sido condecorado con la cruz de San Jorge. Estoy contenta por él.

— Soy yo quien les ha enviado a ustedes la orden —contestó Pedro.

Y haciendo acción de pasar al salón, añadió:

— Pero no quiero molestarla a usted.

Natacha le detuvo.

— Hago mal en cantar —dijo, mirándole interrogativamente.

— ¡No! ... ¿Por qué? ... Al contrario ... ¿Por qué lo dice usted?

- Ni yo misma lo sé. No quería hacer nada que no le gustase a usted. Tengo toda mi confianza puesta en usted. No puede llegar a figurarse la importancia que tiene usted para mí y cuánto me acuerdo de todo lo que por mí ha hecho.

Hablaba de prisa, sin darse cuenta de la turbación de Pedro.

— En la misma orden del ejército que usted nos ha enviado —prosiguió Natacha—, he visto que él, Bolkonsky, está en Rusia y que vuelve a servir en el ejército. ¿Verdad que no me perdonará nunca? ¿Me tendrá rencor siempre? ¿Qué le parece a usted?

— Me parece que no tiene nada que perdonarle ... Si yo estuviera en su lugar ...

Por asociación de ideas, Pedro se transportaba momentáneamente al día en que, para consolarla, le había dicho que si él fuera el hombre mejor del mundo y estuviese libre le pediría la mano de rodillas, y el mismo sentimiento de lástima, de ternura y de amor volvió a dominarlo y sus labios pronunciaron las mismas palabras. Natacha, sin embargo, no le dio tiempo de expresarse.

— Sí, usted es distinto —dijo con entusiasmo—. ¡No conozco, ni existe en el mundo un hombre tan bueno y tan generoso como usted! Si entonces no me hubiera sostenido usted y si aun ahora no me sostuviera, no sé lo que hubiera hecho, porque ...

Sus ojos se llenaron de lágrimas, se volvió, empezó a mirar un cuaderno de música y luego se puso a pasear otra vez por la habitación.

En aquel momento entró Petia corriendo. Era ya un muchacho de quince años, fuerte, espigado, con los labios gruesos y muy encarnados, y se parecía mucho a Natacha.

Petia habló de esto con su homónimo. Unos días antes le había pedido que se informara de si lo aceptarían en los húsares. Pedro, abstraído en sus pensamientos, no escuchaba a Petia, y éste le tiraba de la manga para llamar su atención.

— ¿Cómo está mi asunto, Pedro Kirilovitch? Usted es mi única esperanza.

— ¡Ah, sí! ... Lo de los húsares ... Ya me informaré. Hoy mismo procuraré informarme.

— ¿Qué, amigo mío? ¿Ha recibido usted el manifiesto? —preguntó el conde entrando en la habitación—. La condesa ha ido a misa a casa de los Razumovsky y ha oído la nueva oración que dicen que está muy bien.

— Sí, tengo el manifiesto —contestó Pedro—. El emperador llegará mañana y la nobleza se reunirá en asamblea extraordinaria. Dicen que se pedirá un reclutamiento suplementario. Y le felicito a usted por lo de Nicolás.

— Sí, conde. ¡Dios sea loado! ... ¿Y qué hay de nuevo en el ejército?

— Los nuestros han retrocedido otra vez. Dicen que ya están cerca de Smolensko.

— ¡Dios mío! —gimió el conde—. ¿Dónde está el manifiesto?

— ¿El manifiesto? ¡Ah, sí!

Pedro empezó a buscar el papel por los bolsillos, pero no conseguía dar con él. Sin dejar de buscar besó la mano de la condesa que entró en aquel momento, y miró a su alrededor, con inquietud, al ver que Natacha no estaba en el salón.

— ¡Es curioso! ¡No sé dónde lo he puesto! —murmuró.

- Todo se pierde! —dijo la condesa.

Natacha entró con un semblante emocionado, con una expresión de infinita dulzura, y se sentó silenciosamente mirando a Pedro, cuya cara se había animado al verla a ella.

Siguió registrándose los bolsillos sin dejar de mirarla.

— Volveré a casa a buscarlo. Seguramente me lo he dejado allí.

— Pero llegará usted tarde para la comida.

— Y precisamente el cochero se ha ido.

Sonia, que había ido a la antesala para ver si encontraba el papel que Pedro estaba buscando con tanto ahínco, lo descubrió en el sombrero de Pedro, donde él lo había guardado cuidadosamente entre la badana. Pedro quiso leerlo en seguida.

— No; cuando hayamos comido —dijo el conde, que parecía prometerse un gran placer con aquella lectura.

Durante la comida bebieron champaña a la salud del nuevo caballero de San Jorge, Chinchín explicó los rumores que circulaban por la ciudad: la enfermedad de la vieja princesa Georgiana, la salida de Métivier de Moscú, la detención de un alemán enviado a Rostoptchin, que había declarado que era un champignon, y la orden de liberarlo que había dado Rostoptchin diciendo que no se trataba de un champignon, sino de un viejo alemán.

— Sí, sí ... Se hacen detenciones. Ya le he dicho a la condesa que no hable tanto en francés, porque las cosas están muy complicadas.

— ¿No lo saben ustedes? El preceptor francés de Galitzin ahora aprende el ruso —dijo Chinchín—. Empieza a ser peligroso hablar en francés por las calles.

— Conde Pedro Kirilovitch, cuando movilicen a la milicia tendrá usted que montar a caballo —dijo el viejo conde, dirigiéndose a Pedro.

Pedro había permanecido silencioso y pensativo durante toda la comida. Como no prestaba atención a lo que decían los comensales, al oír aquellas palabras miró al conde.

— ¡Ah, sí, la guerra! —dijo—. Pero, no, ¿cómo voy a ser soldado yo? ¡Es tan extraño todo, tan extraño! Ni yo mismo lo comprendo. No tengo ninguna afición por la milicia, pero en los tiempos que corremos no se puede asegurar nada.

Después de comer, el conde se instaló tranquilamente en el sillón de brazos y con una cara muy grave preguntó a Sonia, que tenía reputación de buena lectora, si quería hacerle el favor de leer el manifiesto.

A nuestra primera capital, Moscú: El enemigo con fuerzas considerables ha entrado en Rusia. Arruinará nuestra patria bien amada —leyó Sonia con su vocecita dulce.

Luego siguió leyendo y el conde escuchaba, con los ojos cerrados, exhalando profundos suspiros al final de cada párrafo. Natacha se erguía en su silla y tan pronto miraba la cara de su padre como la de Pedro.

Pedro sentía aquella mirada y se esforzaba para no volverse hacia Natacha. La condesa, después de cada expresión solemne del manifiesto, inclinaba la cabeza con aire de disgusto y reprobación. En todas aquellas palabras no veía más que una cosa: que el peligro que amenazaba a su hijo se hacía cada día más amenazador.

Después de haber leído lo que se decía respecto a los peligros que amenazaban a Rusia y las esperanzas que el emperador tenía puestas en Moscú y, sobre todo, en la gloriosa nobleza, Sonia, con voz temblorosa, leyó las últimas palabras: Sin embargo, permaneceremos entre nuestro pueblo, en esta capital y en otros lugares de nuestro país, para aconsejar y guiar a todas nuestras milicias, lo mismo aquellas que hoy cortan el camino al enemigo que aquellas otras que habrán de formarse para combatirlo allí donde se presente. ¡Que la perdición en que quieren sumimos recaiga sobre su cabeza y que Europa, liberada de la esclavitud, glorifique el nombre de Rusia!

— ¡Esto es! —exclamó el conde, abriendo los ojos, húmedos por la emoción—. Que el emperador pronuncie una sola palabra y lo sacrificaremos todo, no ahorraremos nada ...

Chinchín iba a colocar una de sus habituales chanzas a propósito del patriotismo del conde, cuando Natacha se levantó y corrió hacia su padre.

— ¡Muy bien, papá! —dijo, abrazándolo, pero mirando a Pedro con aquella coquetería inconsciente que le producía la animación de que se hallaba poseída otra vez.

— ¡Esto es un patriota! —comentó Chinchín.

— Patriota, no; únicamente ... —replicó Natacha ofendida—. Usted lo encuentra todo ridículo, y esto no es ninguna broma ...

— ¿Cómo se entiende broma? —replicó el conde—. Que diga solamente una palabra y ¡todos iremos a donde nos mande! ... Nosotros no somos unos alemanes cualesquiera.

— ¿Han visto ustedes que en el manifiesto se dice por el Consejo general? —preguntó Pedro.

— Y bien, ¿qué importa? Sea quien sea ... En aquel momento Petia, del que nadie hacía caso, se acercó a su padre, y muy erguido, con una voz que tan pronto era bronca y robusta como tenue y delgada, dijo:

— Papá, le pido con toda mi alma, y a mamá también, que me permitan entrar en el ejército porque no puedo más, eso es ...

La condesa levantó al cielo los ojos asustados, juntó las manos y dirigiéndose a su marido exclamó:

— ¡Vaya, te has lucido! El conde, sin embargo, se serenó en seguida.

— Está bien, está bien —replicó—. ¡Ahora me sale otro soldado! Déjate de tonterías, lo que has de hacer es estudiar...

— No son tonterías, papá. Fedía Obolensky es más joven que yo y ya está a punto de ingresar en el ejército. Y, además, es inútil. No puedo aprender nada mientras ... —Se detuvo un instante mirando a su padre fijamente y luego completó la frase—: ¡Mientras la patria está en peligro!

— ¡Vamos, basta! Ya has dicho bastantes necedades.

— Pero tú mismo acabas de decir que no ahorrarás nada ...

— Petia, te digo que te calles —exclamó el conde, mirando a su mujer, que no separaba los ojos de su hijo pequeño.

— Y yo te digo, papá, que ... Mira, Pedro Kirilovitch también te dirá que ...

— ¡Te vuelvo a decir que todo esto son tonterías! ¡Todavía necesita andadores y ya quiere ser soldado!

— Pues ya lo saben ustedes ... ¡Quiero serlo!

El conde cogió el papel, probablemente para leerlo otra vez en su despacho, y salió del salón.

— Pedro Kirilovitch, vamos a fumar un cigarro ...

Pedro no sabía qué hacer. Los ojos de Natacha brillaban de una manera desacostumbrada y le miraban con ternura. Esto le hacía sentirse confuso e intranquilo.

— No, es tarde ... He de marcharme.

— ¿Por qué ha de marcharse? ¿No quiere pasar la velada aquí ...? Vaya, cada dia se vuelve usted más extraño. ¿No ve usted que la pequeña Natacha no está contenta más que cuando está usted con nosotros?

— He de volver necesariamente a casa —aseguró Pedro sin saber lo que se decía-. Tengo que resolver unos asuntos ...

— Bien, como usted quiera ... ¡Hasta la vista! —dijo el conde saliendo de la habitación.

— ¿Por qué se va usted? ¿Por qué está tan agitado? —preguntó Natacha a Pedro, mirándole provocativamente.

¡Porque te amo!, quería decirle él. Pero no lo dijo, palideció intensamente y bajó la cabeza para ocultar su emoción.

— Porque sería mejor para mí no venir tanto —repuso lentamente—. Porque ... No, sencillamente, porque tengo mucho que hacer ...

— ¿Por qué? Dígamelo ... —empezó a decir Natacha.

Pero también se calló. Los dos se miraban, asustados y cohibidos. Intentaban sonreír y no podían. La sonrisa de Pedro expresaba un profundo sufrimiento. Cogió la mano de ella, se la besó y salió sin pronunciar una palabra.

Acababa de adoptar la resolución de no volver a la casa de los Rostov ...

Capítulo XXI

Cuando volvió para tomar el té en el saloncito, nadie hizo mención a Petia sobre la negativa que acababa de recibir. Tampoco hicieron alusión alguna al adivinar que había estado llorando en su habitación, pues el joven tenía los ojos hinchados.

Al día siguiente llegó el emperador. Algunos criados de los Rostov pidieron permiso para ir a verlo.

Aquella mañana Petia empleó mucho tiempo para vestirse y se peinó y se arregló el cuello como una persona de representación. Se miraba a cada momento al espejo, hacia gestos extraños y erguía su cuerpo como un soldado en una revista militar. Finalmente, sin decir nada a nadie, se puso el sombrero y salió de la casa por la escalera de servicio, procurando pasar desapercibido.

Pero, a medida que iba andando por las calles, se iba distrayendo con el movimiento de la multitud que aumentaba continuamente en las inmediaciones del Kremlin, y se olvidaba de conservar la lentitud propia de los hombres maduros. Al acercarse al Kremlin empezó a preocuparse de no ser arrollado por la gente y resueltamente, con aire amenazador, se abrió paso a codazos. Pero al llegar a la puerta de la Trinidad, a pesar de su aire decidido, la muchedumbre, que probablemente no conocía las intenciones patrióticas que le llevaban al Kremlin, lo apretujó y lo empujó contra la pared de una casa y allí hubo de quedarse viendo pasar los carruajes que entraban entre el bullicio y la algarabía de aquel enorme gentío. Al lado de Petia había una mujer, un criado, dos tenderos y un soldado retirado. Después de permanecer un buen rato parado junto a la puerta, Petia, sin esperar a que los coches hubieran acabado de entrar, quiso seguir su camino y empujó decididamente a los que tenía delante intentando abrirse paso con los codos separados. La mujer que estaba cerca de él, al sentir aquellos codazos, gritó indignada:

— ¿Qué es esto? ¿Qué quiere este presumido? ¿Por qué empujas así? Si todos nos estamos quietos, ¿por qu é quieres pasar delante de nosotros?

— Si vale hacer esto, pronto estaremos todos delante —dijo el criado.

Y dio un fuerte codazo a Petia, dejándole materialmente pegado al marco de la puerta.

Petia se enjugó el sudor que le corría por la cara, se arregló el cuello empapado y pensó con pena que se había puesto aquel cuello para dar la sensación de que era un personaje.

Comprendió que no estaba presentable y tuvo miedo de no poder llegar hasta el emperador si se presentaba de aquella manera a los chambelanes. Pero no había manera de arreglarlo, pues no podía retroceder a través de la multitud. Cuando hubieron pasado todos los coches, la multitud se arremolinó y arrastró a Petia hacia la plaza rebosante de gente. Al encontrarse Petia en aquel lugar oyó claramente el repique de las campanas que llenaba todo el Kremlin, mezclado con el rumor de la algarabía del pueblo.

Al cabo de un momento la plaza se despejó un poco, y de pronto las cabezas se descubrieron y la muchedumbre se echó hacia adelante en un movimiento de expectación. Petia se sintió empujado y oprimido de tal modo que apenas podía respirar. Todo el mundo gritaba: ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra ...!

Petia se empinó sobre las puntas de los pies, empujó a los que tenía delante, se agarró a los que tenía al lado, pero no pudo ver nada fuera de la multitud que le rodeaba. La misma expresión de enternecimiento y entusiasmo resplandecía en todos los rostros. Una vendedora, que estaba cerca de Petia, sollozaba y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

— ¡Padre ...! ¡Ángel ...! ¡Padre! —decía, enjugándose las lágrimas con las manos.

— ¡Hurra ...! ¡Hurra ...! ¡Hurra ...!—gritaban en todas partes.

Durante un momento la multitud permaneció inmóvil en el mismo sitio. Sin embargo, aquella inmovilidad se vio pronto alterada por los empujones de los que se hallaban detrás.

Petia, sin saber lo que hacía, apretó los dientes, abrió mucho los ojos y se empeñó en abrirse paso empujando con los codos y gritando desaforadamente ¡Hurra!, como si en aquel momento estuviera dispuesto a matar a todo el mundo, si era necesario.

Pero, por todas partes, otras personas, con aquella misma expresión hosca, empujaban continuamte gritando también ¡Hurra!

¡Es el emperador! —pensó Petia—. No, no puedo hacer llegar mi súplica. Sería demasiado atrevimiento. A pesar de esto, desesperado, siguió avanzando y por entre las espaldas que tenía delante y vio un espacio con una alfombra roja. En aquel momento la multitud pareció tambalearse y retrocedió un poco. La policía hacía retroceder a los que estaban demasiado cerca de la comitiva. El emperador se trasladaba del palacio a la catedral de la Asunción. Petia, recibió un golpe violento en un costado. Estaba tan oprimido entre la gente que, de pronto, los ojos se le nublaron y perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, un sacerdote, con una melena de cabellos grises que le caían sobre los hombros y un manteo blanco muy deslucido, probablemente un chantre, lo sostenía con un brazo y con el otro lo protegía contra la multitud que seguía empeñada en avanzar.

— ¡Estáis aplastando a este joven noble! Pero, ¿qué es eso? ¡No hay que empujar de este modo! ¡Tened cuidado que le haréis daño —gritaba el chantre.

El emperador entró en la catedral de la Asunción. La multitud se detuvo otra vez y entonces el chantre se llevó a Petia, pálido y así sin respiración, hacia el gran cañón del Kremlin (Este cañón, emplazado cerca de la puerta de San Nicolás, fue fundido en el siglo XVI y pesa 196.000 Kgs.).

— ¡Lo ahogarán! ¿Qué es esto? ¡Lo mataréis! El pobrecito está lívido —decían algunas voces.

Petia se rehizo en seguida. Los colores le volvieron a la cara, se le pasó la angustia y gracias a aquella molestia pasajera obtuvo un lugar sobre el cañón, desde donde podía ver al emperador a su regreso de la catedral. Petia ya no pensaba en entregarle la súplica. Verle le bastaba para ser feliz.

De pronto se oyeron cañonazos a lo largo del muelle. Se disparaban salvas para celebrar la paz con los turcos. La multitud, agitada, corrió hacia el río para ver disparar. Petia también quería ir, pero el chantre que lo había tomado bajo su protección se lo impidió.

Todavía se oían los cañonazos cuando empezaron a salir lentamente de la catedral de la Asunción los generales, los chambelanes y otros personajes. Las cabezas se descubrieron otra vez y aquellos que habían ido a ver cómo se disparaban las salvas regresaron corriendo a ocupar sus puestos. Por último, cuatro hombres con uniformes constelados de condecoraciones salieron a la puerta de la catedral.

— ¡Hurra! —gritó otra vez la multitud.

— ¿Quién es? ¿Quién es? —preguntó Petia con voz suplicante.

Nadie le contestó. Todos estaban demasiado excitados, y Petia, escogiendo a una de aquellas cuatro personas que a través de las lágrimas de alegría que llenaban sus ojos se podían distinguir bien, concentró en ella todo su entusiasmo. Aunque no fuera el emperador, él gritaba ¡Hurra! con su voz aguda, decidido a hacerse militar inmedíatamente, costase lo que costase.

La gente que corría detrás del emperador lo llevó hasta las puertas del palacio y allí comenzó la dispersión general. Era muy tarde y Petia no había comido nada.

Cuando llegó a su casa declaró resueltamente que si no lo dejaban marchar a defender a la patria, huiría. Al día siguiente, el conde Elias Andreievitch fue a informarse de cómo podría colocar a Petia en un servicio donde su vida no peligrara.

Capítulo XXII

En las inmediaciones del palacio Slobodsky había gran cantidad, casi inmensa, de carruajes. Los salones, en el interior, rebosaban de invitados. Era el día 15 de julio por la mañana. La mayoría de los nobles se paseaban por la sala.

Todos ellos, los mismos que Pedro veía cada día en su casa o en el club, iban de uniforme; unos del tiempo de Catalina, otros de la época de Pablo, y otros, los modernos, con el uniforme del tiempo de Alejandro o con el uniforme ordinario de los gentileshombres. Muchos estaban sentados en sus puestos y callaban, y los que paseaban hablando iban luego a instalarse cerca de algún joven. Lo mismo que en las caras de la multitud que Petia había visto en la plaza, en aquellos rostros también se notaba una expresión contradictoria: la espera de un acontecimiento solemne y el recuerdo ordinario de las cosas vulgares del día anterior: la partida de bostón, el cocinero Petrutchka, la salud de Zanai-de Dmitrievna, etc.

Pedro, embutido dentro de su uniforme de gentilhombre que se le había quedado estrecho, había llegado muy temprano. Estaba emocionado. La reunión extraordinaria, no tan sólo de la nobleza, sino también de los comerciantes, de las órdenes y de los Estados Generales, provocaba en él una serie de pensamientos olvidados mucho tiempo antes, pero profundamente arraigados en el espíritu: pensamientos sobre el Contrato social y la revolución francesa.

Habían leído el manifiesto del emperador en medio de grandes expresiones de entusiasmo y después se habían dispersado todos prosiguiendo las conversaciones. Además de lo que se decía sobre las cuestiones corrientes, Pedro oía las conversaciones sobre los lugares que habían de ocupar los mariscales de la nobleza a la llegada del emperador, sobre el momento más oportuno de dar un baile en su honor, sobre la conveniencia de agruparse por distritos o por provincias y otras cosas por el estilo.

Sin embargo, en cuanto se tocaba el tema de la guerra y se hablaba del motivo de aquella reunión, la conversación decaía y sólo se oían palabras vagas y vacilantes. Todos preferian escuchar a hablar.

Un hombre de mediana edad, apuesto, con uniforme de marino retirado y con aspecto marcial, hablaba en una de las salas y a su alrededor se había formado un grupo compacto.

Pedro se acercó y se puso a escuchar. El conde Elias Andreievitch, con uniforme de mariscal de la nobleza de la época de Catalina, que circulaba entre la multitud con una sonrisa amable y que como todos los demás se acercó a aquel grupo, escuchaba también con su expresión de hombre bueno y aprobaba con inclinaciones de cabeza todo lo que decía el marino retirado. Pedro se abrió paso entre el grupo y cuando hubo oído unas palabras se convenció de que, en efecto, el que hablaba era un liberal, pero en un sentido diferente del que él entendía por liberalismo.

— ¿Qué? ¿Por qué los habitantes de Smolensko han ofrecido milicias al emperador? ¿Acaso hemos de tomar por modelo a los habitantes de Smolensko? Si los nobles de Moscú lo creen necesario, pueden expresar su devoción al emperador de otra manera. ¿Es que nos hemos olvidado ya de las milicias de 1807? Únicamente benefició a los intendentes y a los ladrones. Este fue el único resultado ...

El conde Elias Andreievitch sonreía haciendo guiños.

— Y bien, ¿han prestado nunca las milicias un servicio útil al Estado? Vale veinte mil veces más una leva ... Además, cuando esos hombres regresan a sus casas no son ni soldados ni campesinos. Se han convertido en unos vagos y esto es todo ... Los nobles no regatean sus vidas ... Nos presentaremos nosotros mismos, haremos personalmente nuestro reclutamiento ... ¡Que el emperador haga un llamamiento y todos moriremos por él!

Elias Andreievitch se tragaba la saliva satisfecho y empujaba a Pedro que también quería hablar. Se abrió paso, impelido por una extraña animación, sin saber a ciencia cierta lo que diría ni por qué quería intervenir en la conversación. Abría la boca para empezar a hablar cuando un senador desdentado, con cara de hombre inteligente y mal intencionado, le interrumpió.

Evidentemente acostumbrado a dirigir una conversación, habló en voz baja, pero muy distintamente.

— Supongo, señor —dijo—, que en este momento no nos hallamos aquí para discutir si al Estado le conviene más una leva o una milicia. Estamos aquí para responder a la llamada del emperador y hemos de dejar al poder superior la decisión de escoger lo más conveniente ...

De repente, Pedro encontró un pretexto para intervenir.

— Escuche, Excelencia ...

Pedro se hallaba en muy buenas relaciones de amistad con aquel senador, pero consideró que en aquel momento debía dirigirse a él en un tono oficial.

— Escuche, Excelencia ... A pesar de no estar de acuerdo con este señor, al que no tengo el honor de conocer, yo supongo que la nobleza, además de expresar en estas circunstancias sus simpatías y su entusiasmo, está llamada también a juzgar qué medidas pueden ser las más convenientes para ayudar a la patria. Yo creo que el mismo, emperador estaría descontento si únicamente hallase en nosotros a los dueños de los campesinos que estamos dispuestos a darle como carne de cañón, si no le expresáramos también nuestro parecer.

Muchos de los circunstantes se alejaron del grupo observando la sonrisa despreciativa del senador y encontrando excesivamente pobres las palabras de Pedro. Únicamente Elias Andreievitch se sentía contento de aquel discurso, de la misma manera que se habia mostrado satisfecho al oir al senador y al marino retirado.

— Yo creo que antes de discutir estos asuntos —continuó diciendo Pedro—, hemos de pedir al emperador, hemos de pedir muy respetuosamente a Su Majestad, que nos diga qué fuerzas son las del ejército y en qué situación se encuentran nuestras tropas, y entonces ...

Pedro no pudo acabar. Lo interrumpieron a la vez desde tres sitios distintos. Su adversario más violento era Esteban Stephanovitch Adrachin, su compañero en el juego del bostón, a quien conocía desde hacía mucho tiempo y con el cual se hallaba en muy buen estado de relaciones.

Esteban Stephanovitch iba de uniforme. Tal vez por esta razón, a Pedro le pareció otro hombre. Esteban Stephanovitch, con una cólera senil que le subía a la cara como una llamarada de fuego, exclamó dirigiéndose a Pedro:

— En primer lugar he de decirle que nosotros no tenemos derecho a pedir al emperador una cosa semejante, y en segundo lugar, que suponiendo que la nobleza tuviera este derecho, el emperador tampoco podría contestarnos. Las tropas avanzan a medida que los movimientos del enemigo aumentan o disminuyen ...

El otro interruptor era un hombre de buena estatura, de unos cuarenta años, que Pedro en otros tiempos había visto en la casa de los gitanos y que era conocido como un tramposo en el juego. Sin duda a causa del uniforme, Pedro lo encontraba muy cambiado. Aquel hombre se acercó a Pedro y cortando la palabra de Adrachin dijo:

— No es hora de discutir, sino de obrar. La guerra está en Rusia ... El enemigo avanza para destruir nuestra patria, para profanar los sepulcros de nuestros abuelos y llevarse a nuestras mujeres y a nuestros hijos. Lo que hemos de hacer es disponernos a dar nuestras vidas por nuestro padre el zar ...

Entre los presentes se oyeron algunas voces de aprobación.

— Somos rusos y no hemos de regatear nuestra sangre para defender la religión, el honor y la patria. Hay que abandonar los sueños y las fantasías si realmente nos sentimos patriotas. Hemos de demostrar a Europa que los rusos saben defender a Rusia ...

Pedro quería contestar, pero pensó que era mejor callarse. Comprendía que sus palabras, independientemente de la idea que expresaran, no lograrían contrarrestar las palabras del gentilhombre.

Elias Andreievitch seguía haciendo movimientos de aprobación detrás del grupo. Algunos de los presentes volvieron la espalda al orador y dijeron:

— ¡Esto, esto está bien!

Pedro quería decir que él no era contrario a los sacrificios de dinero, de personas y hasta de vidas, pero que era necesario conocer la situación para hacer frente a todas las contingencias que pudieran presentarse. Pero no pudo hablar.

Casi todos hablaban y gritaban a la vez, de manera que Elias Andreievitch no sabía cómo componérselas para expresar su conformidad con todos. El grupo tan pronto aumentaba como disminuía, volvía a aumentar y rumoreando se acercaba a la sala. Pedro no solamente no había podido exponer su criterio, sino que era objeto de groseras interpelaciones y muchos lo trataban como si fuera un enemigo común.

Pedro no renunciaba a sus ideas, pero en cierto modo se sentía culpable y quería justificarse.

— Lo que quiero decir es que nos sería mucho más fácil hacer sacrificios si supiéramos cuáles son las necesidades —dijo con voz fuerte procurando imponerse a los demás que chillaban.

Un viejo que tenía cerca, lo miró. Pero, en seguida, un grito lanzado desde el otro extremo de la mesa lo distrajo.

— Sí ... Moscú tendrá que rendirse ... ¡Será nuestra expiación! —gritó uno.

— ¡Ese hombre es un enemigo de la humanidad! —vociferó otro.

— Permitidme unas palabras, señores ... ¡Me estáis ahogando!

Capítulo XXIII

Retrocedieron abriéndole paso, con los ojos clavados en su pecho cuajado de condecoraciones, su uniforme de general. El conde Rostopchin se detuvo en el centro y dijo:

— El emperador vendrá en seguida. Acabo de dejarlo. Creo que en la situación en que nos hallamos no tenemos mucho que discutir. El emperador se ha dignado reunirnos como los comerciantes. Ellos facilitarán millones. Nuestro deber es facilitar soldados y no regatearnos nosotros mismos ... Es lo menos que podemos hacer.

Algunos señores sentados alrededor de la mesa iniciaron el Consejo. Hablaban con la voz tan baja que, después del clamoreo de unos momentos antes, parecía triste. Oíanse voces viejas, quebradas, que decían: Por mí, no hay inconveniente, y otras que afirmaban: Por mi parte tampoco.

Se dio orden al secretario de que registrara las decisiones de la nobleza moscovita, los habitantes de Moscú, igual que los habitantes de Smolensko, darían diez hombres sobre mil con sus uniformes completos.

Los señores sentados alrededor de la mesa se levantaron como si se hubieran quitado un peso de encima. Hicieron mucho ruido con las sillas y salieron de la sala, desentumeciéndose las piernas y aparejándose con amigos a los que cogían del brazo y con los cuales se ponían a hablar reservadamente.

— ¡El emperador! ¡El emperador!

Esta palabra recorrió rápidamente los salones y la multitud se precipitó hacia la entrada.

El emperador atravesó la sala por en medio de una larga hilera doble de gentileshombres.

Todas las caras expresaban una curiosidad respetuosa y atemorizada.

Todos los circunstantes se callaron y Pedro pudo oír claramente la voz suave y agradable; del emperador, que decía:

— Nunca he dudado del celo de la nobleza rusa, pero hoy la nobleza ha superado mis esperanzas. Os doy las gracias en nombre de la patria. Señores, es preciso poner manos a la obra, el tiempo apremia ...

El emperador calló y la multitud empezó a agruparse a su alrededor. De todas partes brotaron exclamaciones de entusiasmo.

— Sí, lo más querido ... Es la palabra del zar —decía el conde Elias Andreievitch, que no había entendido nada, pero que lo interpretaba todo a su manera.

De la sala de la nobleza, el emperador pasó a la sala de los comerciantes. Allí permaneció dos minutos escasos. Pedro, entre la gente, vio que el emperador, al salir de la estancia de los comerciantes, tenía los ojos llenos de lágrimas de enternecimiento. Después se supo que el emperador, apenas había iniciado su discurso, no había podido contener su emoción y había acabado su peroración con los ojos anegados en lágrimas.

Cuando Pedro vio al emperador, éste iba acompañado por dos comerciantes. Pedro los conocía. Uno era un gran contratista; el otro tenía la cabeza muy pequeña, la cara amarilla y la barba raquitica. Los dos lloraban; el delegado tenía los ojos llenos de lágrimas y el otro sollozaba como un niño y repetía continuamente:

— ¡Tomad nuestra vida y nuestra hacienda. Majestad!

En aquel momento Pedro no sintió otra cosa que el deseo de demostrar que, por su parte, no había ningún obstáculo y que estaba dispuesto también a sacrificarlo todo. Se acordaba de su discurso constitucional como de una falta vergonzosa y buscaba la ocasión de borrarlo. Cuando supo que el conde Mamonov ofrecía un regimiento entero, Pedro declaró en seguida que él daba mil hombres armados y mantenidos.

E l viejo Rostov no pudo explicar a su mujer lo ocurrido sin llorar abundantemente. Luego se avino al deseo de Petia y él mismo fue a inscribirlo.
Presentación de Omar CortésOctava parteDécima parteBiblioteca Virtual Antorcha