Presentación de Omar CortésSéptima parteNovena parteBiblioteca Virtual Antorcha

LA GUERRA Y LA PAZ

León Tolstoi




OCTAVA PARTE

CAPÍTULO I

Era principios de invierno cuando el príncipe Nicolás Andreievitch y su hija se trasladaron a Moscú. Su originalidad, su genio, su falta de entusiasmo por el reinado del emperador Alejandro, fue causa de que enseguida se convirtiera en objeto de respeto particular por parte de todos, y en el centro de la oposición.

El príncipe, aquel año, había envejecido mucho. Los irrecusables indicios de su vejez estaban bien manifiestos en él: somnolencia intempestiva, olvido de acontecimientos inmediatos y memoria de acontecimientos antiguos, y la pueril vanagloria con que aceptó el papel de jefe en la oposición en Moscú.

En aquellos tiempos, en Moscú, aquella vida de reclusión se había hecho en extremo penosa para la princesa María. En Moscú se veía privada de sus mejores alegrías: las conversaciones con la gente devota y la soledad la reconfortaban en Lisia Gori, y de ello no tenía ninguna compensación en los placeres de la capital. No frecuentaba el mundo; todos sabían que su padre no le permitía salir sin él, y él mismo no podía hacerlo a causa de la salud y por eso no la invitaban ni a las veladas ni a las cenas. La princesa Mariano tenía amigas. Aquel año, en Moscú, había perdido todas sus ilusiones respecto a dos personas muy íntimas: la señorita Bourrienne, con la cual no podía ya tener la franqueza de antaño, se le había hecho desagradable y por esta razón comenzaba a alejarse de ella, y Julia, que estaba en Moscú y con la cual la princesa María sostenía correspondencia desde hacía cinco años, la encontró muy extraña a sus ojos cuando de nuevo se relacionó con ella personalmente. Julia, después de la muerte de sus hermanos, había llegado a ser uno de los partidos más ricos de Moscú, y se lanzaba al torbellino de los placeres mundanos.

El regreso del príncipe Andrés y el momento de la boda se acercaban y no solamente no habían cumplido la misión de preparar a su padre, sino al contrario, la cosa parecía totalmente enredada: recordar al viejo príncipe la existencia de la condesa de Rostov era exasperarle, tanto más cuanto que sin eso el mal humor casi nunca le abandonaba.

La nueva contrariedad que en aquellos últimos tiempos se sumaba a las de la princesa María eran las lecciones que daba a su sobrino, que tenía ya seis años. En sus ocupaciones con Nicolás reconocía con horror que se le había contagiado el mal genio de su padre. Ya podía ella decirse que no debía dejarse arrebatar por el acaloramiento al dar las lecciones a su sobrino.

Pero, para la princesa María, lo más penoso era el mal genio de su padre, constantemente dirigido contra ella, que durante aquellos últimos tiempos llegaba hasta la crueldad. Si la hubiese obligado a pasarse la noche de rodillas ante un icono, si le hubiese pegado u obligado a sacar agua de un pozo o a ir a buscar leña, no se hubiese sentido tan desgraciada. Pero aquel verdugo amoroso era cruel sobre todo porque la amaba, y por eso la hacia sufrir y sufría él mismo. No solamente sabía herirla, humillarla sino que le demostraba que ella tenía la culpa de todo. Y si bien la princesa María estaba convencida que sólo lo hacia para mortificarla, mostraba una ternura especial por la señorita Bourrienne y declaraba el disgusto que sentía hacía su hija con manifestaciones de amor hacia la francesa. Un dia, en Moscú, en presencia de la princesa María (la princesa creyó que no lo hacía adrede en presencia suya), el viejo príncipe besó la mano de la señorita Bourrienne y, atrayéndola hacia sí, la abrazó y la acarició. La princesa María, ruborizada, huyó a su habitación. Al cabo de breves minutos, la señorita Bourrienne entró en la habitación de la princesa, sonriente, y le explicó algo con su voz amable. La princesa María secó rápidamente las lágrimas, con decidido paso se acercó a la señorita Bourrienne, y sin darse perfecta cuenta de la exaltación de su voz, empezó a gritarle.

— Es miserable, es bajo, es grosero aprovecharse de la debilidad ... —No terminó la frase—. ¡Salga de aquí! —exclamó ...

Y se dejó caer deshecha en llanto.

Al día siguiente, el viejo príncipe no dijo una palabra a su hija, pero en la mesa, cuando comían, hizo servir primero a su señorita Bourrienne. Al terminar, cuando el criado, como de costumbre, servía el café empezando por la princesa, el príncipe, sin más ni más, se puso furioso, tiró el bastón a Felipe y enseguida dio la orden de hacerle alistar como soldado.

— Aquí nadie presta atención ... ¡Lo he dicho dos veces ...! Nadie presta atención ... Es la primera persona en esta casa. Es mi mejor amiga —gritó el príncipe—. Y si otra vez vuelves a permitirte lo que ahora has hecho ... —gritó encolerizado, dirigiéndose por primera vez a la princesa María—, si no la respetas, te mostraré yo quién manda en esta casa. ¡Vete, no quiero verte! Pídele perdón.

Capítulo II

Su nombre era el de Metivier, de nacionalidad francesa, y el médico de moda en Moscú en aquel momento. Frecuentaba también la sociedad moscovita, no ya como médico sino en calidad de invitado, de amigo. El príncipe Nicolás Bolkonsky, que se reía de los médicos, últimamente, por consejo de la señorita Bourrienne, se había puesto en sus manos y se había acostumbrado a él. Metivier iba a casa del príncipe dos veces por semana. El dia de San Nicolás, onomástico del príncipe, todo Moscú acudió al vestíbulo de su casa, pero el había ordenado no recibir a nadie, y sólo algunos privilegiados, cuya lista había entregado a María, debían ser invitados a comer.

Metivier, que por la mañana había acudido a expresar sus felicitaciones, creyó conveniente forzar la consigna en su calidad de médico. Así se lo dijo a la princesa María, y entró en la habitación del príncipe. Se daba el caso que aquella mañana del día de su fiesta, el príncipe se encontraba en uno de sus peores días de mal humor. Toda la mañana había recorrido la casa riñendo a todo el mundo, haciendo ver que no entendían nada de lo que les decía, y que no era comprendido por nadie. Antes de la llegada del doctor, la princesa María se había sentado en el salón, cerca de la puerta, desde la cual podía oír todo lo que pasaba en el despacho de su padre.

De momento sólo oyó la voz de Metivier, luego la de su padre, y enseguida las dos voces hablaron a un mismo tiempo. La puerta se abrió, y en el hueco apareció el doctor, con su cabellera negra y la cara asustada, y luego el príncipe con gorro de dormir y bata, con los ojos fuera de las órbitas por el furor.

— ¿Tú no lo entiendes? ¡Pues yo sí lo entiendo! —gritaba el príncipe—. ¡Un espía francés! ¡Un esclavo de Bonaparte! ¡Un espía! ¡Fuera de mi casa! ¡Fuera!

Y le cerró la puerta en la cara.

Metivier, encogiéndose de hombros, se acercó a la señorita Bourrienne, que al oír los gritos había acudido desde la habitación contigua.

— El príncipe no está bien. Tiene un exceso de bilis y la cabeza se le va. Tranquilizaos. Mañana volveré —dijo Metivier.

Y poniéndose un dedo sobre los labios, salió rápidamente y en silencio.

Detrás de la puerta se oían pasos y los gritos: ¡Espías! ¡Traidores! ¡Traidores por todas partes! ¡Ni en casa puede haber un momento de tranquilidad!

Cuando Metivier se hubo marchado, el príncipe llamó a su hija y toda su ira cayó sobre ella. Ella tenía la culpa de haber dejado entrar a un espía en su casa; él había mandado que hiciese una lista y que dejase entrar sólo a las personas inscritas.

— ¿Por qué has dejado entrar a este miserable?

Ella era la causa de todo; junto a ella no podía haber un momento de calma, no podía morir tranquilo.

— No, hija mía, no. ¡Es preciso separarnos, es preciso separarnos! ¡Ya no puedo más! -dijo, saliendo de la habitación.

Y, como temiendo que ella pudiera consolarle de una manera u otra, se volvió y, procurando tomar un aire sereno, añadió:

— ¡Y no creas que te he dicho esto en un momento de cólera; estoy tranquilo y lo he pensado bien! ¡Separémonos, búscate un lugar que te convenga ...!

Pero no podía contenerse, y con aquella especie de ira que sólo puede concentrarse en el hombre que ama y sufre al mismo tiempo, le gritó, amenazándole con el puño:

— ¡Anda, cásate con el imbécil que te quiera!

Dio un portazo, llamó a la señorita Bourrienne y, en el despacho, se sosegó.

Pedro y Boris Dubretzkoy. Todos aguardaban en el salón. Boris, que acababa de llegar a Moscú con licencia, deseaba ser presentado al príncipe Nicolás Bolkonsky, y tan pronto supo ganarse su voluntad, que el príncipe hizo una excepción a su favor, pues no recibía nunca a ningún soltero.

La pequeña reunión, que se había congregado, según la moda antigua, en el salón antes de comer, entre los muebles viejos, parecía un jurado reunido para una sesión solemne. Todos callaban y si alguien hablaba lo hacía en voz baja. El príncipe Nicolás apareció serio y reservado; la princesa María todavía parecía más dulce y tímida que nunca. Los invitados se le dirigían con no mucho interés, porque la veían alejada de la conversación general.

El conde Rostoptchin era el único que mantenía la conversación general.

Lapukhir y el viejo general casi no intervenían en absoluto. El príncipe Nicolás Bolkonsky escuchaba igual que un juez supremo escucha la relación que se le hace, contestando escasas veces, y con silencio o con una palabra indica que toma nota de lo que se dice.

— Bonaparte trata a Europa como un pirata a un navio apresado —dijo el conde Rostoptchin, repitiendo una frase proferida muchas veces—. Lo que admiro es la apatía o la ceguera de Europa. Ahora se trata ya del Papa; Bonaparte, sin preocuparse lo más mínimo, quiere derribar al jefe de la religión cristiana y todo el mundo calla. Únicamente nuestro emperador ha protestado contra la confiscación de las posesiones del duque de Oldenburg y por eso ...

El conde Rostoptehin calló y sintió que se encontraba en el límite, más allá del cual no podía juzgar.

— Le han sido propuestas otras posesiones en lugar del ducado de Oldenburg —dijo el príncipe Nicolás Bolkonsky—. Lo mismo que yo he trasladado los campesinos de Lisi Gori a Bogutcharovo y a mi hacienda de Riazán ..., así cambia él a los duques.

— El duque de Oldenburg soporta su desgracia con una energía de carácter y una resignación admirables —dijo Boris, entrando respetuosamente en la conversación.

Dijo eso porque, al pasar por San Petersburgo, había tenido el honor de ser presentado al duque.

El príncipe Nicolás Bolkonsky miró al joven como si fuese a contestarle, pero reflexionó y le consideró demasiado joven para tal honor.

— He leído nuestra protesta sobre la cuestión de Oldenburg y me admiro de la pésima redacción de aquella carta —dijo el conde Rostoptchin, con el tono negligente del hombre que juzga una cuestión que conoce completamente.

Pedro miró a Rostoptchin con ingenua sorpresa, no comprendiendo cómo la mala redacción de la nota podía inquietarle.

— ¿Qué importa el estilo, conde, si el contenido es enérgico?

— No, amigo mío. Con nuestros quinientos mil hombres del ejército sería fácil encontrar un bello estilo —replicó enérgicamente Rostoptchin.

Pedro comprendió por qué la redacción de la nota inquietaba al conde Rostoptchin.

— Me parece que hay ahora muchos escribientes —dijo el viejo príncipe—. Allá en San Petersburgo lo escriben todo, no solamente notas, sino leyes nuevas. Mi Andruchka, allá, escribió un volumen entero de leyes para Rusia. ¡Se escribe tanto en nuestros días!

La conversación decayó un momento. El viejo general atrajo la atención con un ruidoso acceso de tos ...

— ¿Han oído ustedes hablar del último acontecimiento en la revista de San Petersburgo? ¿Cómo se portó el embajador francés?

— Sí, he oído hablar. Tuvo una distraceión ante Su Majestad.

— Su Majestad le llamaba la atención sobre la división de los granaderos y sobre el orden de los preparativos de las sesiones y las ceremonias —prosiguió el general— y dicen que el embajador francés no le prestaba atención alguna, y que se permitió decir que en Francia no se preocupaban de tales bagatelas. El emperador no quiso objetar nada. Pero dicen que en la revista siguiente no se dignó dirigirle una sola palabra.

Todos callaron. Sobre este hecho, que se refería personalmente al emperador, no se podía decir nada.

— ¡Qué audacia tienen! —dijo el príncipe—. ¿Conocen ustedes a Metivier? Hoy le he echado de mi casa. Ha venido y le han dejado entrar, cuando yo había prohibido que dejasen entrar a nadie ...

El viejo príncipe miró a su hija coléricamente y contó toda la conversación que había tenido con el médico francés y las razones que le habían convencido de que éste era un espía. Aunque éstas fuesen muy insufieientes y poco claras, nadie le contradijo.

Con el asado fue servido el champaña. Los invitados se levantaron y felicitaron al viejo príncipe.

La princesa María también se le acercó.

El príncipe la miró con fría hostilidad y le tendió la mejilla arrugada, recién afeitada.

Al pasar al salón para tomar café, los viejos formaron un grupo.

El príncipe Nicolás Bolkonsky se animó más y expresó su opinión sobre la futura guerra. Dijo que nuestras guerras con Bonaparte serían desgraciadas mientras buscásemos la alianza alemana y nos mezclásemos en las cuestiones de Europa, cosas a las cuales nos habían arrastrado la paz de Tilsitt, y que no debíamos hacer la guerra ni a favor ni contra Austria.

— Nuestra política es completamente oriental; con Bonaparte sólo había que hacer una cosa: armar la frontera y mantener una política firme; con eso no hubiera podido violar la frontera rusa en 1807.

— ¡Eh, príncipe! ¿Por ventura podíamos hacer la guerra a los franceses? —exclamó el conde Rostoptchin—. ¿Cómo podíamos armarnos? Mire usted nuestra juventud, nuestras damas. Nuestros dioses son los franceses; nuestro reino celestial es París —comenzó a elevar la voz para que todos le oyesen—. Vestidos franceses, ideas francesas, sentimientos franceses. Usted ha arrojado de su casa a Metivier porque es francés y traidor; pues bien, nuestras damas van tras él de rodillas. Ayer estaba en la velada de una casa cuando entraron cinco señoras, tres de las cuales son católicas y que con permiso del Santo Padre bordan los domingos, pero van casi tan desnudas como el anuncio de los baños, con perdón sea dicho. ¡Eh, príncipe!, cuando miro a nuestra juventud, me entran ganas de coger del museo el viejo bastón de Pedro el Grande y romperles las costillas a los rusos. Ya vería usted cómo quedarían curados de toda su tontería.

Todos callaron. El viejo príncipe, con la sonrisa en los labios, miró a Rostoptchin, levantándose y tendiéndole la mano al príncipe con aquella rapidez de movimientos que le era característica.

— ¡Adiós, querido! Ya sabe usted que siempre escucho con gusto sus palabras, que ve suenan como música.

Y el viejo príncipe, reteniéndole la mano, le tendió la mejilla para que la besase. Los otros invitados se levantaron al hacerlo Rostoptchin.

Capítulo III

La princesa María les miraba pero no les escuchaba. Y no porque no le interesara la conversación que sostenían los viejos. Era porque en su mente sólo nacía una idea. Se estaba preguntando si los invitados se daban cuenta del despego hostil con que le trataba su padre.

No prestó atención a la particular amabilidad que durante la comida le demostró Dubretzkoy, que era la tercera vez que iba a la casa.

La princesa María, con mirada distraída, interrogadora, se dirigió a Pedro, que, con el sombrero en la mano y la cara risueña, se le había acercado cuando hubo salido el viejo principe y quedaron solos en el salón.

— ¿Puedo quedarme? —dijo dejándose caer en una silla junto a la princesa.

— ¡Oh, sí! —contestó ella, mientras su mirada decía: ¿No ha advertido nada?

Pedro, con el buen humor de la digestión, miraba ante sí y sonreía dulcemente.

— ¿Hace tiempo que conoce usted a ese joven?

— ¿Quién?

— Dubretzkoy.

— No, hace poco.

— ¿Le gusta?

— Sí, es un joven agradable ... ¿Por qué me lo pregunta? —dijo la princesa María, pensando en la conversación que por la mañana había tenido con su padre.

— Porque he observado una cosa. Generalmente los jóvenes vienen de San Petersburgo a Moscú para concertar una buena boda.

— ¿Ha hecho usted esta observación?

— Sí —prosiguió Pedro con una sonrisa—. Este muchacho se las arregla de manera que acude a todas partes donde hay un buen partido. Yo leo en él como en un libro. Ahora duda en comenzar el ataque: usted o la señorita Julia Kuraguin. Frecuenta mucho su casa.

- ¿Sí?

— Sí, va allí muy a menudo. ¿Conoce usted la nueva manera de hacer la corte? —dijo Pedro con una sonrisa jovial.

Evidentemente se encontraba en aquella predisposición a la burla que se reprochaba a menudo en su diario.

— No —dijo la princesa María.

— Pues ahora, para agradar a las muchachas de Moscú, es preciso adoptar una actitud triste. Dubretzkoy se hace mucho el triste cuando está junto a la señorita Kuraguin.

— ¿De veras? —dijo la princesa María mirando la cara bondadosa de Pedro y pensando en su pena: Me sentiría más consolada si me atreviese a confiar a alguien lo que me pasa, y precisamente es a Pedro a quien quisiera decírselo. ¡Es tan bueno y tan noble! Eso me quitaría un peso del corazón. El me aconsejaría.

— ¿Se casaría usted con él? —preguntó Pedro.

— ¡Ah, Dios mío, hay momentos en que me casaría con cualquiera! —exclamó la princesa María, sorprendiéndose ella misma, con la voz quebrada por las lágrimas—. ¡Ah, qué triste es amar a un hombre y sentir —añadió con voz temblorosa— que sólo puede dársele penas, cuando sabe una que no se puede cambiar!

— ¿Qué le pasa a usted, princesa?

La princesa María rompió a llorar.

— No sé lo que tengo hoy. No me haga usted caso. Haga usted como si no hubiese dicho nada.

Todo el buen humor de Pedro se desvaneció. Interrogó preocupado a la princesa, y suplicó que se lo contase todo, que le confiase sus penas. Pero ella le repetía que hiciese caso omiso de lo que había dicho, que ya no se acordaba, que no tenía otra pena fuera de la que él ya conocía: la boda del príncipe Andrés, que amenazaba con hacer reñir a su padre y a su hermano.

— ¿Ha oído hablar usted de los Rostov? —preguntó la princesa para cambiar de conversación—. Me han dicho que llegan pronto. También espero a Andrés de un momento a otro. Quisiera que se encontrasen ya aquí.

— ¿Y cómo se toma él la cosa? —preguntó Pedro, que con aquel él quería designar al viejo príncipe.

La princesa María inclinó la cabeza.

— ¿Qué puedo hacer? De aquí a fin de año no faltan más que pocos meses. Por lo menos quisiera ahorrarle los primeros momentos a mi hermano. Quisiera que viniese pronto. Dígame usted la verdad, con la mano en el corazón. ¿Qué tal es esa chica? ¿Qué le parece a usted? Dígame toda la verdad, pues ya comprenderá usted que se arriesga mucho casándose contra la voluntad de su padre, y yo quisiera saber ...

Un instinto vago le decía a Pedro que aquellos preparativos y aquellas demandas reiteradas a que dijese la verdad contenían toda la animadversión de la princesa María contra su futura cuñada, y que deseaba que Pedro no aprobase la decisión del príncipe Andrés. Pero Pedro dijo lo que pensaba o, mejor dicho, lo que sentía.

— No sé cómo contestar a sus preguntas —murmuró ruborizándose sin saber él mismo por qué—. No sé exactamente lo que pueda ser esa muchacha, no puedo analizarlo de ninguna manera. Es adorable. ¿Por qué? No lo sé. Eso es todo lo que puedo decirle.

La princesa María suspiró y la expresión de su cara decía: Sí; ya me lo figuraba y me lo temía.

— ¿Es inteligente? —prosiguió la princesa María.

Pedro reflexionó.

— Creo que no, pero, no obstante, si ... No deja de ser ... Pero, no; es adorable y nada más.

De nuevo la princesa María inclinó la cabeza con intención reprobadora.

— ¡Ah, quisiera quererla! Dígaselo usted sí la ve antes que yo.

La princesa María expuso a Pedro su proyecto de relacionarse con su futura cuñada tan pronto llegasen los Rostov, y procurar habituar a ella al viejo príncipe.

Capítulo IV

Las dos personas que representaban un buen partido eran Julia y la princesa María. Boris, que había errado el segundo, trataba ahora por todos los medios de alcanzar el primero.

A pesar de su fealdad, la princesa María le parecía más simpática que Julia, pero se sentía cohibido para hacerle la corte a la señorita Bolkonsky. La última vez que la había visto, el día de la onomástica del viejo príncipe, a todos sus intentos de conversación ella le había contestado distraídamente, sin escucharle. Julia, al contrarío, aunque de una manera particular, aceptaba de buen grado sus insinuaciones.

Julia tenía veintisiete años y con la muerte de sus hermanos había quedado muy rica. Se había vuelto fea, pero no solamente ella creía ser tan hermosa como antes, sino mucho más atractiva todavía. Manteníase firme en ese error, primeramente porque era muy rica y, luego, porque cuanto más vieja se hacía más los hombres podían conducirse libremente sin peligro y sin ninguna obligación y podían disfrutar de sus cenas, de sus veladas, de la animada sociedad que se reunía en su casa.

Aquel invierno la casa de los Kuraguin era la más agradable y hospitalaria de Moscú.

Cada concurrente pagaba su tributo al humor melancólico de la dueña de la casa y seguidamente se enfrascaba en la conversación mundana; bailaba y participaba en los torneos de rimas, muy en boga en casa de los Kuraguin. Sólo algunos jóvenes entre los cuales se contaba Boris, se penetraban del triste humor de Julia y sostenían con ella conversaciones más largas y más personales sobre la vanidad de las cosas del mundo, y ella les mostraba sus álbumes llenos de imágenes tristes, sentencias y versos.

Julia se mostraba particularmente tierna con Boris y se dolía de su prematura desilusión. Le proponía el consuelo de la amistad que podía ella brindarle, puesto que ella también había sufrido tanto, y le abría su álbum. Boris dibujó en él dos árboles y le escribió: Árboles rústicos, vuestras ramas sombrías dejan caer sobre mí las tinieblas de la melancolía. Dibujó un ataúd, añadiendo estos versos:

Remanso de la muerte, acogedor, tranquilo;
para el dolor, incomparable asilo.

Julia encontró bellísimos los versos.

— ¡Hay un no sé qué tan agradable en la sonrisa de la melancolía! Es un rayo de luz en la sombra, un tránsito entre el dolor y la desesperación, que muestra el posible consuelo —dijo a Boris repitiéndole palabra por palabra el párrafo de un libro.

Boris respondió con estos otros versos:

Ponzoñoso alimento para un alma sensible,
cuya ausencia la vida hace imposible,
dame consuelo, tierna melancolía,
calma el tormento de mi cárcel sombría,
y mezcla tu secreta dulzura
al llanto de mí amargura.

Julia tocaba para Boris, en el arpa, los más tristes nocturnos. Boris le leía en voz alta La pobre Lisa y, muy a menudo, la emoción que le anulaba la garganta le hacía suspender la lectura. Cuando Julia y Boris se encontraban en sociedad se miraban como si fuesen personas únicas entre aquel mundo indiferente, en comprender mutuamente.

Ana Mikhailovna, que iba muy a menudo a casa de los Kuraguin, mientras jugaba una partida con la madre, procuraba informarse bien respecto a la dote de Julia, que se consideraba de dos haciendas en Penza y un bosque en la provincia de Nijni-Novgorod. Ana Mikhailovna, dócil a la voluntad de la Providencia, miraba enternecida la tristeza refinada que unía a su hijo con la rica heredera.

— ¡Siempre melancólica y encantadora, mi Julia querida! Boris dice que en esta casa siente descansar el alma. ¡Ha tenido tantas desilusiones y es tan sensible! —añadía Ana dirigiéndose a la madre.

— ¡Ah, hijo mío, no sabría explicarte cómo me he ligado tanto a Julia en estos últimos tiempos! Pero, ¿quién no la amaría? ¡No es una criatura de este mundo! ¡Ah, Boris! —decía a su hijo—. ¡Y qué lástima me da su madre! Hoy me ha enseñado las cuentas y las cartas de Penza, donde posee una hacienda grandiosa, y a la pobre, como que está sola, la engañan que es una pena.

Boris sonreía imperceptiblemente al escuchar a su madre. Sonreía de su simple estratagema, pero la escuchaba y a veces la interrogaba minuciosamente sobre las haciendas de Penza y Nijni-Novgorod.

Julia hacía tiempo que esperaba la declaración de su melancólico adorador y estaba dispuesta a aceptarlo; pero un sentimiento de aversión especial hacia ella, a su apasionado afán por casarse, a su falta de naturalidad, y también una especie de espanto ante la renuncia al amor sincero, detenían a Boris.

Julia veia la indecisión de Boris y a veces creía que no le era agradable, pero enseguida el amor propio femenino la consolaba y se decía que el amor era la única causa de aquel encogimiento.

— ¡Hijo mío, sé de buena tinta que el príncipe Basilio envía a su hijo a Moscú para casarle con Julia! —dijo Ana Mikhailovna a su hijo—. Quiero tanto a Julia, que me apena. ¿Qué te parece a ti?

La idea de perder inútilmente un mes entero de servicio melancólico junto a Julia y de ver en otras manos, y sobre todo en las del imbécil Anatolio, todas las rentas de las haciendas, de las cuales disponía ya en su imaginación, hirió a Boris. Fue a casa de los Kuraguin con la decidida idea de pedir a Julia. Ésta le recibió con continente alegre, le contó negligentemente que en el baile de la noche última se había divertido mucho y preguntó a Boris cuándo partía.

Aunque Boris había ido allí con la intención de hablar de su amor y, en consecuencia, tuviese el propósito de mostrarse tierno, se puso a hablar nerviosamente de la inconstancia de las mujeres, sobre la facilidad que tienen de pasar de la tristeza a la alegría y sobre su humor, que depende de quién les hace el amor. Julia, ofendida, dijo que era cierto que las mujeres aman la variedad, que el siempre lo mismo aburre a todo el mundo ...

— Así, pues, le aconsejo ... —comenzó Boris con la intención de herirla, pero en aquel momento se le ocurrió la idea de que hubiera podido marcharse de Moscú sin haber alcanzado su fin y entonces perdería el trabajo realizado, lo cual no le sucedía nunca.

Se detuvo en mitad de la frase, bajó los ojos para no ver la cara desagradable, y molesto e indeciso, dijo—: No he venido a reñir con usted, al contrario —la miró para asegurarse que podía proseguir. Todo el nerviosismo de Julia desapareció instantáneamente y sus ojos inquietos, suplicantes, estaban fijos en él con una atención ardiente. Yo me arreglaré para verla lo menos posible; la cosa, ya que ha empezado, he de rematarla, pensó Boris. Enrojeció, alzó los ojos hacia ella y le dijo—: ¡Ya conoce usted el sentimiento que le profeso!

No era preciso añadir nada más.

Capítulo V

No habían podido aguardar a la mejora de la condesa. Era preciso darse prisa con el ajuar de la novia, por lo que el conde Elias marchó a Moscú acompañado de Natacha y Sonia, a últimos de enero de aquel año.

El príncipe Andrés era esperado en Moscú de un día a otro, era preciso preparar el ajuar de la novia, vender la casa cercana a Moscú y había que aprovechar la permanencia del viejo príncipe en la ciudad para presentarle a su futura nuera.

La casa que los Rostov poseían en Moscú no estaba en condiciones, venían por poco tiempo y la condesa no les acompañaba; por todas estas razones, el conde decidió quedarse en casa de María Dmítrievna Akrosimov, que en repetidas ocasiones había ofrecido hospitalidad al conde.

Todavía no estaba acostada cuando los Rostov y sus criados, soplándose los dedos ateridos de frío, abrieron la puerta del vestíbulo, que un contrapeso hacía chirriar.

María Dmítrievna, con los lentes en la punta de la nariz, estaba de pie en la puerta de la sala y con continente severo y malhumorado miraba a los que entraban. Cualquiera hubiera podido pensar que estaba disgustada con ellos y que iba a echarles inmediatamente, si al mismo tiempo no hubiese dado órdenes para instalar a los huéspedes y los bagajes.

— ¿Es el equipaje del conde? Ponló aquí —dijo señalando las maletas y sin saludar a nadie—. Las chicas, aquí, a la izquierda. ¡Vamos! ¿Qué hacéis allá abajo? —gritó a las criadas—. ¡Que calienten el samovar! Has engordado y estás muy guapa, tú —dijo estirando a Natacha por el chal, enrojecida de frío—. ¡Ah, estás helada! ¡Vamos, hombre, termina de una vez! —gritó al conde, que quería besarle la mano—. También tienes frío. ¿verdad? Servid ron con té. ¿Sonichka, qué tal? -dijo a Sonia, marcando con este saludo un trato tierno y algo desdeñoso por Sonia.

Cuando todos, después de haberse cambiado de ropa y arreglado un poco, bajaron para tomar el té, María Dmítrievna les abrazó, uno tras otro.

— De veras estoy contenta de que hayáis venido y os hayáis quedado en mi casa —dijo mirando a Natacha—. El viejo está aquí y espera a su hijo que debe llegar en breve. Es preciso que os conozcáis. Bueno, ya hablaremos de eso —dijo dándole una mirada de través a Sonia, demostrando que no quería decir nada de todo aquello en su presencia— Y escucha —dijo al conde—, ¿qué tienes que hacer mañana? ¿A quién mandarás a buscar? ¿A Chinchín? —añadió levantando un dedo—. ¿Y a la llorona de Ana Mikhailovna? Está aquí con su hijo. Se casa, ¿no lo sabíais? ¿Luego quizás a Bezukhov? Está aquí con su mujer. Se separó y ella ha venido a encontrarle; el miércoles comió aquí. A las chicas —indicó a las muchachas— mañana las llevaré a Iverskaía y luego iremos a casa de Aubert Chalmé. ¿Lo haréis hacer todo nuevo? Ahora, hace pocos días, la joven princesa Irene Vasilievna vino aquí: era horrible, hubierais dicho que llevaba una bota debajo de cada brazo. Ahora la moda cambia cada día. ¿Y qué hay de nuevo por tu casa? —preguntó severamente al conde.

— Todo marcha bien —contestó el conde—, la boda y un comprador para la hacienda y la casa. Si me lo permitís, un día me marcharé a Marínskoye y os dejaré a las chicas.

— ¡Está bien, está bien! Estarán seguras como bajo un consejo de familia ... Si es preciso las llevaré a paseo, las reñiré, las mimaré —dijo María Dmítrievna pasando su ancha mano por las mejillas de Natacha, su preferida.

A la mañana siguiente, María Dmítrievna acompañó a las muchachas a Iverskaia, a casa de la señora Chalmé, que tenía un miedo tal a María Dmítrievna, que le vendía los vestidos perdiendo dinero, sólo para sacársela de delante cuanto antes. María Dmitrieva encargó todo el ajuar. De regreso a casa, mandó a todos a sus habitaciones, se quedó a solas con Natacha y la hizo sentar a su lado.

— Bueno; ahora hablemos. Te doy la enhorabuena por tu noviazgo. ¡Has pescado un buen mozo! Me alegro mucho por ti; a él le conozco desde que era así —dijo poniendo la mano a dos palmos del suelo.

Natacha se sofocó alegremente.

— Escúchame: ya sabes que el viejo príncipe no tiene precisamente muchas ganas de que su hijo se case. Es un viejo maniático. Claro que el príncipe Andrés no es ninguna criatura y se pasará de su consentimiento. Pero entrar en la familia contra su voluntad, eso no está bien. Es preciso hacerlo en paz y con amor. Tú eres inteligente, ya sabrás cómo arreglártelas. Llévalo todo con suavidad, con tacto, y todo saldrá bien.

Natacha callaba. María Dmítrievna creyó que estaba cohibida, pero en realidad era que le desagradaba que alguien se entrometiera en su amor con el príncipe Andrés. Sólo ella conocía y amaba al príncipe Andrés, él la quería y tenía que llegar uno de aquellos días para casarse con ella. No necesitaba saber más.

— Hace mucho tiempo que le conozco a él y a Machenka, tu futura cuñada. Las cuñadas son malas, pero ella no sabría hacer daño a una mosca. Me ha pedido que te presentase a ella. Mañana irás a su casa con tu padre. Pero sé amable. Eres más joven que ella. Así, cuando tu prometido llegue, tú ya conocerás a su hermana y seréis amigas. ¿De acuerdo?

— ¡De acuerdo! —exclamó Natacha sin mucho entusiasmo.

Capítulo VI

Era, indudablemente, un consejo, un buen consejo el dado al conde Elias por María Dmítrievna, pero no le agradaba mucho seguirlo. El ir a visitar, a presentar sus respetos al principe Nicolás Bolkonsky, le ponía los nervios en tensión.

El príncipe le daba miedo. La última entrevista que había tenido con él, en ocasión del alistamiento, cuando, en respuesta a su invitación a comer, recibió una severa reprimenda por no haber proporcionado suficiente número de hombres, la tenía grabada en la mente. Natacha, que se había puesto su mejor vestido, estaba, por el contrarío, de muy buen humor. No es posible que no me quieran; todos me han querido siempre, y yo estoy dispuesta a quererles, porque él es su padre y ella su hermana. No tienen motivo alguno para no quererme, pensó Natacha.

Llegaron a la casa vieja y sombría de Vosdvíjenka y entraron en el vestíbulo.

— ¡Que Dios sea con nosotros! —murmuró el padre, mitad en serio mitad en broma.

Pero Natacha observó que su padre se azoraba al entrar en el vestíbulo y que preguntaba tímidamente, en voz baja, si el príncipe y la princesa estaban en casa. Al ser anunciada su llegada se produjo un cierto revuelto entre los criados del príncipe. El criado que había ido a anunciarles fue detenido por otro criado, y los dos hablaron en voz baja.

Una camarera corrió a la sala y precipitadamente dijo algo refiriéndose a la princesa. Finalmente , apareció un criado viejo y con severo semblante informó a los Rostov que el principe no podía recibirles. La primera en acudir a recibirles fue la señorita Bourrienne. Saludó al padre y a la hija con una cortesía particular y les acompañó a donde estaba la princesa que, con cara trastornada, cubierta de manchas rojizas, salió con paso cansino a recibir a los visitantes, haciendo infructuosamente todos los esfuerzos imaginables para aparentar aplomo y vivacidad. Natacha a primera vista no agradó a María. Encontró que iba demasiado bien vestida y le pareció frivola, alegre y vanidosa.

— Querida princesa, ya ve usted, le traigo a mi cantante —dijo el conde, saludando y mirando a su alrededor como si temiese que el príncipe entrara—. Estoy contentísimo de que tenga usted ocasión de conocerla ... Siento mucho que el príncipe continúe tan delicado.

Y después de pronunciar algunas, frases banales se levantó.

— Si me lo permite usted, princesa, le dejaré a Natacha un rato. Tengo que ir a dos pasos de aquí, a la plaza de los Perros, a casa de Ana Semíonovna, y luego vendré a buscarla.

Elias Andreievitch había inventado esta estratagema diplomática para darle tiempo a la futura cuñada de su hija a explicarse con ella (después lo confesó a Natacha) y también para evitar la posibilidad de encontrarse con el príncipe, lo que le producía extraordinario pánico.

La señorita Bourrienne no las dejaba, a pesar de las significativas miradas que le dirigía la princesa, que quería quedarse a solas con Natacha, y seguía imperturbable la conversacíón sobre la vida mundana y los teatros. Natacha estaba ofendida por el revuelo que se había producido en la antesala, por el azoramiento de su padre y el tono forzado de la princesa, que le parecía que le hacía un favor recibiéndola, y por eso todo le era desagradable. El rostro de la princesa María expresó el terror. La puerta de la habitación se abrió y entró el príncipe; llevaba una bata y gorro de dormir.

— ¡Ah, señoras! —dijo—. La señora condesa, la condesa Rostov, si no me equivoco, les pido perdón. Excúseme porque no lo sabía, señorita. Le aseguro a usted que no sabía que se hubiesen dignado concedernos el honor de una visita. ¡Iba a la habitación de mi hija con esta ropa! Les ruego que me perdonen. Les aseguro que no lo sabía —repitió falsamente, subrayando las palabras con un tono tan desagradable que la princesa María, con la vista baja, no osaba ni mirar a su padre ni mirar a Natacha. Natacha se levantó, volvió a sentarse, sin saber lo que tenía qué hacer.

Sólo la señorita Bourrienne sonreía agradablemente.

— Les ruego que me perdonen; bien sabe Dios que ignoraba ... —murmuró el viejo, y examinando a Natacha de pies a cabeza, salió.

La señorita Bourrienne fue la primera en recobrarse después de aquella aparición y reanudó la conversación hablando sobre la enfermedad del príncipe.

Natacha y la princesa María se miraban en silencio, y cuanto más se miraban sin decirse lo que querían, peor se juzgaban mutuamente. Cuando el conde volvió, Natacha con evidente descortesía, se mostró muy satisfecha y se apresuró a salir.

Natacha con una actitud burlona, que ni ella misma podía explicarse, miró a la princesa María.

— Querida Natalia, ya sabe cuán contenta estoy de que mi hermano haya encontrado la felicidad ...

La princesa María se detuvo porque no decía la verdad. Natacha observó aquel vacilación y comprendió su causa.

— Creo, princesa, que no es muy cómodo hablar de ello en este momento —dijo Natacha con una dignidad y una frialdad extraordinarias.

Y las lágrimas ahogaron su voz.

¿Qué he dicho? ¿Qué he dicho?, pensó al salir de la habitación.

Aquel día, Natacha se hizo esperar mucho a la hora de la comida. Sentada en su dormitorio lloraba como un niño y se sonaba ruidosamente. Sonia, junto a ella, le besaba en los cabellos.

— Natacha, ¿qué te pasa? ¿Qué importa todo esto? Ya pasará, Natacha —le decía Sonia.

— No; si supieras cómo hiere ...

— No digas eso, Natacha; tú no tienes culpa ninguna. entonces, ¿qué puede importarte? Abrázame.

Natacha levantó la cabeza, abrazó y besó a su amiga en los labios y descansó su cara mojada en la de su amiga.

Capítulo VII

Natacha no deseaba ir a la ópera, pero por otra parte tampoco podía rechazar la ínvitación de María Dmitríevna, cuyas localidades había adquirido ya.

Cuando, vestida y dispuesta para salir, pasó por el salón para esperar a su padre, al mirarse en el espejo se vio hermosa, tan hermosa, que no se entristeció más, con una melancolía dulce y afectuosa.

Natacha, en aquel momento, se sentía tan tierna, tan dulce, que no le bastaba amar y sentirse amada, le era preciso besar al hombre amado, escuchar palabras de amor, porque ella tenía el corazón rebosante. Natacha y Sonia bajaron ligeras, recogiéndose las faldas; el conde bajó ayudado por los criados, y entre las damas y los caballeros que entraban, y entre los vendedores de programas, los tres penetraron en el pasillo de los palcos.

Detrás de la puerta cerrada se oía la orquesta.

— Natacha, los cabellos ... —murmuró, Sonia.

El criado, con cortesía, se deslizó entre ellas y abrió la puerta del palco. La música se oyó más distintamente; las filas iluminadas de los palcos brillaban con mujeres con los brazos desnudos y el patio centelleaba de uniformes. La dama que entró en el palco contiguo envolvió a Natacha en una envidiosa mirada femenina.

El telón todavía no estaba alzado; tocaban la sinfonía. Natacha, componiéndose el vestido, entró con Sonia y se sentó de cara a la fila iluminada de los palcos de enfrente.

Las dos muchachas, notablemente hermosas, Natacha y Sonia, acompañadas por el conde Elias Andreievitch, a quien desde mucho tiempo se le veía en Moscú, atraían la atención general. Por otra parte, todo el mundo conocía vagamente el noviazgo de Natacha con el príncipe Andrés y que luego los Rostov habían ido a vivir al campo. En resumen, la prometida de uno de los mejores partidos de Rusia era mirada con curiosidad.

— Mirad, parece Alenina con su madre —dijo Sonia.

— ¡Por Dios! Miguel Kirilovitch ha engordado más todavía —observó el conde.

- ¡Mirad a nuestra Ana Mikhailovna qué tocado lleva!

— Los Kuraguin, y Julia ... Boris están con ellos. Ya se conoce que están prometidos ... Dubretzkoy ha pedido su mano.

— Pues hasta hoy no lo había sabido —dijo Chinchin, entrando en el palco de los Rostov.

Natacha miró en la dirección de su padre y advirtió a Julia, con su cuello regordete y rojizo, lleno de polvos como ya sabía Natacha, que estaba sentada en actitud feliz al lado de su madre. Detrás de ellas, sonriente, el oído junto a la boca de Julia, se veía la hermosa cabeza, bien peinada, de Boris. Miraba a los Rostov y sonriendo decía algo a su prometida.

Ana Mikhailovna, con una toca verde, la cara feliz, sumisa a la voluntad de Dios, estaba sentada detrás de ellos. Delante de la orquesta, en medio, vuelto de espaldas al escenario. Dolokhov estaba en pie, con sus cabellos ásperos, rizados, peinados hacia atrás; llevaba un vestido persa. Era el centro de la atención de la sala, y aun sabiendo que todo el mundo le miraba, se mantenía con el mismo aplomo con que hubiese estado en su casa. A su alrededor se había agrupado la juventud dorada de Moscú.

El conde Elias Andreievitch, riendo, tocó a Sonia y le mostró a su antiguo adorador.

— ¿No le has reconocido? —dijo—. ¿De dónde sale? —preguntó a Chinchin—. Hacia mucho tiempo que no se le veía.

— Sí, había desaparecido —replicó Chinchin—. Fue al Cáucaso y huyó. Dicen que ha sido ministro de un príncipe de Persia. Mató al hermano del Sha. Todas las mujeres de Moscú están locas por él; Dolokhov, el persa, le llaman, y nos sacáis de aquí. Hoy en Moscú no se pueden decir tres palabras que no salga el nombre de Dolokhov. El y Anatolio Kuranin han hecho perder la cabeza a todas las mujeres de Moscú.

En el palco de al lado entró una dama bella y arrogante, con una trenza enorme, los miembros y el pecho muy escotados, blancos y opulentos. Natacha, a pesar suyo, admiró aquel cuello, aquellos hombros, aquellas perlas y aquel peinado. Mientras Natacha la miraba por segunda vez la dama se volvió y, encontrándose con la mirada del conde Elias Andreievitch, que conocía aodo el mundo, se inclinó y empezó a hablarle. Era la condesa Elena Bezukhov, esposa de Pedro.

— ¿Hace mucho tiempo que está usted aquí, condesa? Vendré a besarle la mano. Yo he venido por negocios y he traído a las chicas. Dicen que la Semionovna trabaja divinamente. ¿Se acuerda de nosotros el conde Pedro Kirilich? ¿Está aquí?

— Sí, tenía intención de venir —dijo Elena, y miró atentamente a Natacha.

El conde Elias Andreievitch volvió a tomar asiento.

— Es bella, ¿verdad? —murmuró a Natacha.

— ¡Es una maravilla! Comprendo que se enamoren de ella —replicó la muchacha.

En aquel momento resonaba el último acorde de la obertura y el director de orquesta, con la batuta, daba unos golpes en el atril. En la platea los caballeros que entraban con retraso se acomodaron en sus respectivos asientos.

Se alzó el telón.

Enseguida, los palcos y la platea enmudecieron completamente.

Capítulo VIII

El decorado del escenario, construido con tablas iguales, de idéntica medida, era bastante bueno. A los lados, a derecha e izquierda, las telas pintadas representaban árboles, y al fondo, había una tela tendida.

Una mujer joven, con un jubón rojo y una falda blanca estaba sentada en medio de la escena; otra mujer, muy corpulenta, con vestido de seda blanca, estaba sentada algo más hacia el fondo, en un banco, detrás del cual había pegado un cartón verde. Las dos cantaban algo. Cuando hubieron terminado la canción, la que iba vestida de blanco se acercó a la concha del apuntador; un hombre con unas piernas macizas, un plumero y un puñal fue a colocarse a su lado, y comenzó a cantar gesticulando. El hombre cantó solo y luego cantó ella; y después callaron los dos. La música atacó, el hombre cogió la mano de la mujer vestida de blanco y ambos esperaron el compás de entrada para volver a cantar. Luego que lo hubieron hecho, los espectadores aplaudieron y solicitaron la repetición; el hombre y la mujer, que representaban dos enamorados, se pusieron a saludar moviendo las manos.

Viniendo del campo y en aquella disposición seria en que se sentía Natacha, todo aquello le pareció bárbaro y grotesco. No podía seguir el curso de la ópera, ni tan sólo podía escuchar la música; únicamente veía cartones pintados, hombres y mujeres vestidos con extravagancia que, a una cruda luz, se movían de manera rara, hablaban y cantaban.

Poco a poco Natacha entraba en un estado de enajenación que hacía mucho tiempo no había sentido. No recordaba quién era, ni dónde estaba, ni lo que hacían ante ella.

Miraba y pensaba, y las ideas más extrañas, las más inesperadas, sin ilación, pasaban por su mente. Tan pronto se le ocurría saltar al escenario, cantar el aria que cantaba la actriz, como, con el abanico, tocar a un anciano que estaba sentado allí cerca, como inclinarse hacia Elena, y hacerle cosquillas.

¡Kuraguin!, murmuró Chinchin. La condesa Bezukhov se volvió sonriendo hacia el que entraba. Natacha miró en la misma dirección de los ojos de la condesa y vio a un ayudante de campo arrogante, aplomado y cortés, que se acercaba al palco. Era Anatolio Kuraguin, al cual hacía tiempo que no había visto, y a quien recordaba del baile de San Petersburgo. Mirando a Natacha se acercó a su hermana, apoyó la mano izquierda en la barandilla del palco, le hizo una seña con la cabeza, e inclinándose preguntó algo, designando a Natacha.

— ¡Muy hermosa! —dijo, refiriéndose evidentemente a Natacha, que mejor lo comprendía por el movimiento de los labios que por lo que oía. Enseguida se puso en primera fila.

— ¡Cómo se parece a su hermana; qué guapas son los dos! —dijo el conde.

Chinchin, a media voz, comenzó a contarle al conde la historia de una intriga de kaguin en Moscú; Natacha procuraba escuchar, porque precisamente él había dicho: ¡Qué hermosa!, hablando de ella.

El primer acto había terminado. En la platea y en la orquesta todo el mundo se levantó y la gente empezó a salir.

Boris fue al palco de los Rostov. Recibió modestamente las felicitaciones y con las cejas alzadas, sonriendo distraído, invitó a Natacha y a Sonia, de parte de su prometida, a su boda, y se retiró. Natacha, con una sonrisa alegre y con cierta coquetería, había hablado y felicitado por su boda a aquel mismo Boris del cual había estado enamorada.

Elena, semídesnuda, estaba sentada cerca de ella y sonreía a todos por igual; Natacha sonrió a Boris de la misma manera.

El palco de Elena se llenaba, y ella estaba rodeada, por el lado de la platea, de los hombres más ilustres y más espirituales, que parecían querer vanagloriarse de su amistad.

Durante todo el entreacto, Kuraguin estuvo en pie cerca del escenario, al lado de Poiokhov, mirando al palco de los Rostov. Natacha veía que hablaba de ella y se sentía halagada. Anatolio se le acercó y le dijo alguna cosa, señalando el palco de los Rostov, Pedro se animó al ver a Natacha; decidido, atravesó las filas de butacas hasta llegar a su palco. Se apoyó en él y, sonriendo, conversó con Natacha.

Durante su conversación con Pedro, Natacha percibió una voz de hombre en el palco de Elena; adivinó que era la voz de Kuraguin, se volvió y sus ojos se encontraron.

Cuando terminó el segundo acto, la condesa Bezukhov se levantó y se volvió hacia el palco de los Rostov; con una mano enguantada hizo una señal al conde, y, sin parar mientes en los que entraban en su palco, se puso a hablar con él sonriendo graciosamente.

— Pero presénteme usted a sus deliciosas hijas —le dijo—; todo el mundo habla de ellas y yo no las conozco.

Natacha se levantó e hizo una reverencia a la espléndida condesa. El elogio de aquella deslumbrante beldad era tan agradable a Natacha, que tanta dicha la ruborizó.

— Ahora también yo quiero volverme moscovita —dijo Elena—. ¿Y cómo no se avergüenza usted de enterrar unas perlas como esas en el campo?

La condesa Bezukhov tenía una justa fama de mujer amable. Podía decir lo que no pensaba, y halagar con sencillez y naturalidad.

— Decido conde, ya me permitirá usted que me ocupe de sus hijas, aunque, como usted, estoy aquí sólo de paso. Ya procuraré distraerlas. He oído hablar mucho de usted en San Petersburgo y tenía muchas ganas de conocerla —dijo a Natacha con una sonrisa amable que la favorecía—. He oído hablar de ellas a mí paje Dubretzkoy, ya sabéis que se casa y a un amigo de mi marido, Bolkonsky, el príncipe Andrés Bolkonsky —dijo con un acento particular, dando a entender que conocía las relaciones que tenía Natacha.

Para estrechar la amistad pidió a una de las muchachas que pasase el resto de la velada en su palco, y Natacha pasó a él.

Capítulo IX

Elena notó el frío que se filtraba a través de la puerta del palco que ocupaba, y sus bellos y desnudos hombros se estremecieron. En aquel momento entró Anatolio, inclinándose para no molestar a nadie.

— Permítame usted que le presente a mí hermano —dijo Elena, y sus ojos inquietos fueron de Natacha a Anatolio.

Natacha, por encima del hombro desnudo, dirigió su hermosa cabeza hacia el apuesto oficial y sonrió.

Con las mujeres, Kuraguin era mucho más inteligente y sencillo que con los hombres; hablaba con desparpajo y sencillez, y Natacha estaba agradablemente sorprendida de que aquel hombre, del que se contaban tantas cosas, no solamente no tuviese nada de terrible, sino que, al contrario, mostraba la sonrisa más ingenua, más alegre y más dulce.

Kuraguin le preguntó la impresión que le había producido el espectáculo, y contó que durante la función precedente la Semionovna había caído en mitad de la representación.

— ¿Sabe usted, condesa, que habrá un baile de máscaras en nuestra casa? Tendría usted que asistir. Se reunirán todos en casa de los Kuraguin. ¡Tiene usted que venir, de veras, se lo ruego! —insistió de pronto.

Y al decir eso no apartaba sus ojos sonrientes del cuello y los brazos desnudos de Natacha. Ella estaba segura de que él la admiraba; estaba contenta de ello, pero no sabia por qué su presencia se le hacía demasiado próxima y penosa.

Natacha, sin darse cuenta, al cabo de cinco minutos se sintió próxima a aquel hombre.

Cuando se volvió temió que le cogiera por detrás del brazo desnudo o la besara en el cuello. Hablaron de las cosas más sencillas y, no obstante, sentía que entre ellos existia una intimidad que no había tenido nunca con ningún hombre. Natacha se volvió hacia Elena y hacia su padre, como para preguntarles qué significaba aquello; pero Elena estaba absorbida en una conversación con un general y no correspondió a su mirada, y la de su padre no le dijo sino lo que siempre le decía: ¿Estás contenta? ¡pues yo también!

Para romper un momento el silencio angustioso, durante el cual Anatolio, con los ojos encendidos, la miraba tranquila y obstinadamente, Natacha le preguntó, llena de rubor, si le gustaba Moscú. Le parecía siempre que cometía una inconveniencia hablando de él. Anatolio sonrió como si quisiera alentarla.

— Al principio no me gustaba, porque lo que hace agradable una ciudad son las mujeres hermosas, ¿no cree usted? Pero ahora Moscú me gusta mucho —dijo, mirándola gravemente—. ¿Vendrá usted por carnaval, condesa? Venga usted —dijo, y tendiendo la mano hacia el ramillete de flores y bajando la voz, añadió—: Será usted la más hermosa. Venga usted, querida condesa, y en prenda déme usted esta flor.

Natacha no comprendió lo que le decía, ni él mismo tampoco lo comprendió, pero ella sintió en aquellas palabras incomprensibles una intención inconveniente. No sabía qué decir y se volvió como si no lo hubiese entendido. Pero enseguida, cuando Anatolio estaba detrás de ella: ¿Qué haré ahora? ¿Está confuso, enojado? ¿Debo arreglar esto?, se preguntaba, y no pudo evitar de volverse. Anatolio la miró fijamente a los ojos, y su proximidad, su aplomo, su ternura jovial y su sonrisa, la vencieron. Natacha también sonrió mirándole a los ojos. Y de nuevo, con horror, sintió que entre ella y él no había ningún obstáculo.

El telón se alzó de nuevo. Anatolio salió del palco, tranquilo y alegre. Natacha volvió al suyo al lado de su padre totalmente sumisa a aquel mundo en que se encontraba.

En el cuarto acto, un diablo cantó gesticulando hasta que, por debajo de él, sacaron unas tablas y desapareció por aquel agujero. Es todo lo que vio Natacha del cuarto acto; algo la emocionaba y la atormentaba, y la causa de aquella emoción era Kuraguin, a quien involuntariamente seguía con los ojos.

Sólo hasta llegar a su casa pudo Natacha reflexionar claramente sobre todo lo que había pasado y, de pronto, mientras se preparaba a tomar el té de última hora, acordándose del príncipe Andrés, presa de terror, pronunció en voz alta delante de todo el mundo: ¡Oh! Y sofocada huyó hacia su habitación. ¡Dios mío! ¡Estoy perdida! ¿Cómo he podido permitirlo?, se decía ...

Capítulo X

Vivía en Moscú, debido a que su padre le había echado de San Petersburgo, donde Anatolio Kuraguin gastaba más de veinte mil rublos al año y aún contraía deudas, cuyo pago los acreedores pedían, exigían más bien al príncipe.

El príncipe declaró a su hijo que por última vez le pagaría la mitad de las deudas, pero con la condición de que se marchase a Moscú en calidad de ayudante de campo del generalísimo, cargo que le había obtenido, y que procurase encontrar allí un buen partido. Le indicó la princesa María y Julia Kuraguin.

Anatolio aceptó y se fue a Moscú, donde se instaló en casa de Pedro, que de momento le recibió sin gran alegría, pero después se acostumbró a él; a veces salían a divertirse juntos y le daba dinero en forma de préstamos completamente formularios.

Como bien decía Chinchín, desde que Anatolio estaba en Moscú, hacía perder la cabeza a todas las señoras, precisamente porque no les hacía caso y prefería las actrices francesas, especialmente a la señorita Georges, con la cual, según decían, estaba en relaciones muy íntimas.

No era jugador, es decir, no le tentaba el juego; no era vanidoso, no se preocupaba de lo que decían de él, y no tenía ninguna ambición; muchas veces había disgustado a su padre al perjudicarse la carrera riéndose de todo el mundo. No era avaro, ni negaba un favor a nadie.

Dolokhov, que en aquel año había reaparecido en Moscú, después de su permanencia y sus aventuras en Persia, y que llevaba la vida lujosa del juego y del libertinaje, se acercó al viejo compañero Kuraguin y se aprovechó para entretenerse.

Anatolio quería sinceramente a Dolokhov por su talento y su valor. Dolokhov tenía necesidad del nombre y de las relaciones de Anatolio Kuraguin para atraer a los jóvenes ricos a su cuadrilla de juego, y, sin dárselo a entender, se aprovechaba y se divertía con Kuraguin. Dejando a un lado el interés que Anatolio sentía por él, el hecho de gobernar la voluntad de otro era el placer habitual de Dolokhov y casi una necesidad.

Natacha había producido una gran impresión en Kuraguin. Durante la cena, después del espectáculo, a fuer de hombre experto, en presencia de Dolokhov, examinó las cualidades de sus brazos, de sus cabellos y declaró su propósito de enamorarla. ¿Qué podía pasar? Anatolio no podía pensar en ello ni preverlo, porque nunca sabía lo que resultaría de sus actos.

— De acuerdo que es hermosa, amigo mío, pero no es para nosotros —dijo Dolokhov.

— Podría decir a mi hermana que la invitase a cenar, ¿no te parece? —exclamó Anatolio.

— Espera a que esté casada.

— Ya sabes que tengo una debilidad por las jovencitas. Caería enseguida.

— Ya te has enredado con una —replicó Dolokhov, que conocía su matrimonio.

— Por eso mismo no puedo resultar enredado con otra —dijo Anatolio, riendo a gusto.

Capítulo XI

Nadie salió de casa, ni nadie vino a visitarles después del té. Los Rostov pensaban en el viejo príncipe, padre del prometido de Natacha.

María Dmítrievna, a escondidas de Natacha, habló con el conde. Natacha adivinó que hablaban del viejo príncipe y se sintió inquieta y ofendida. Esperaba al príncipe Andrés de un momento a otro, y aquel mismo día mandó dos veces al portero a Vozdvijenka a informarse de si ya había llegado. A la impaciencia y la tristeza se añadían el recuerdo desagradable de la entrevista con la princesa María y el viejo príncipe, y un miedo, una angustia de los cuales ni ella conocía la causa. Siempre le parecía que no llegaría nunca, o que antes de su llegada se produciría algún acontecimiento. No podía pensar en él extensa y tranquilamente como antes. Tan pronto comenzaba a hacerlo se mezclaba el recuerdo del príncipe y de la princesa María, así como el del último espectáculo y el de Kuraguin, y de nuevo preguntábase si no era culpable, si no había traicionado la fidelidad del principe Andrés, y de nuevo recordaba hasta el más ínfimo detalle, la palabra más insignificante, cada expresión fugitiva de la fisonomía de aquel hombre que sabía excitar en ella un sentimiento incomprensible y terrible al mismo tiempo.

A los ojos de sus familiares, Natacha parecía más animada que otros días, pero no estaba tan tranquila ni tan contenta como antes.

El domingo por la mañana, María Dmítrievna se llevó a sus huéspedes a misa en la parroquia, la iglesia de la Asunción.

— No me gustan las iglesias de moda —decía visiblemente, orgullosa de su independencia—. Dios está en todas partes. Nuestro sacerdote es muy bueno y oficia muy devotamente, con nobleza, y lo mismo el diácono. ¿Por ventura será un acto más piadoso porque ejecuten conciertos en el coro? No me gusta esto: es idolatría.

A María Dmitríevna le gustaba celebrar el domingo y sabía hacerlo. A la comida de los amos se añadían unos cuantos platos, y al servicio se le daba aguardiente y patos asados o lechoncillos; pero en ninguna parte se observaba un aire de fiesta tan decidido como en el rostro de María Dmitríevna, que aquel día adquiría una expresión inmutable de felicidad.

Una vez tomado el café, después de la misa, en el salón donde habían sido desenfundados los muebles, entraron a anunciar a María Dmitríevna que tenía el coche preparado: con actitud severa, vestida con el chal de las fiestas que se ponía para ir de visita, se alzó y dijo que iba a casa del príncipe Nicolás Alexeievitch Bolkonsky para tener allí una charla a propósito de Natacha.

Transcurrido un rato desde su partida, llegó la oficiala de casa de madame Chalmé, y Natacha, muy contenta por la distracción que se le ofrecía, pasó a una sala de al lado, cerró la puerta, y se ocupó de la prueba de los vestidos nuevos.

— ¡Ah, mi pequeña! —dijo a Natacha la condesa Bezukhov, muy colorada—. Vaya no hay otra igual, conde —dijo a Elias Andreievitch, que entró tras ella—. ¿Cómo vivir en Moscú y no ir a alguna parte? No, no lo permitiré. Esta noche la señorita Georges declamará en mi casa; vendrán unos cuantos amigos, y si usted no me trae las muchachas, que son mucho más hermosas que la señorita Georges, me causará usted un disgusto. Mi marido está fuera; ha marchado a Tver; si no, ya le hubiera mandado a buscar. Venga usted, le espero; a las nueve estaremos reunidos. Le espero.

Saludó con la cabeza a la modista, que era conocida suya, la cual se retiró respetuosamente, y luego se sentó cerca del espejo extendiendo con arte su vestido de terciopelo. No cesaba de hablar alegremente, mientras admiraba la belleza de Natacha. Le examinaba los vestidos, los elogiaba, y hablaba eon vanidad de su vestido nuevo de gasa metálica, que acababa de recibir de París y aconsejaba a Natacha que se hiciese otro igual.

— Pero a usted todo le sienta bien, querida —decía.

De la cara de Natacha no se borraba una sonrisa dichosa.

Elena, por su parte, admiraba sinceramente a Natacha y deseaba distraerla. Anatolio le habia pedido que se la presentase y le pusiese en relación con ella y con tal propósito había ido a casa de los Rostov. La idea de acercar a su hermano y Natacha la divertía.

Aunque le hubiese guardado rencor porque en San Petersburgo le había quitado a Boris, ahora ya no pensaba en ello, y de todo corazón deseaba el bien de Natacha. Al marcharse habló un momento aparte con su protegida.

— Ayer, mi hermano comió en casa; nos moríamos de risa; no comió nada y se muere por usted, querida. Está enamorado como un loco, enamorado de usted.

Natacha se sonrojó.

— ¡Ah, cómo se pone colorada! ¡Mi querida pequeña! Si está usted enamorada de alguien no es motivo para que se enclaustre; aunque esté prometida, no cabe duda que su prometido preferirá que se divierta usted cuando él no está a que se muera de aburrimiento. Venga usted, debe usted venir —insistió Elena.

Capítulo XII

Natacha, acompañada por su padre, fue aquel día a casa de la condesa Bezukhov. No conocía a nadie allí, a pesar de que la casa estaba llena de gente. El conde Elias no podía disimular su disgusto, pues la reunión estaba integrada por jóvenes y mujeres, conocidos todos por su vida licenciosa.

La señorita Georges, rodeada de jóvenes, estaba en un ángulo de la sala. Había algunos franceses, entre ellos Metivier que desde la llegada de Elena era familiar en la casa. El conde Elias Andreievitch decidió no jugar a las cartas para no separarse de las muchachas y marchar cuando la señorita Georges hubiese declamado.

Anatolio, cerca de la puerta, esperaba evidentemente la entrada de los Rostov.

Después de saludar al conde, se acercó enseguida a Natacha y la siguió. Comenzaron a instalar sillas, en la sala y Anatolio acercó una a Natacha y quiso sentarse a su lado, pero el conde, que no apartaba los ojos de su hija, ocupó la silla y Anatolio se instaló detrás.

La señorita Georges, con sus robustos brazos desnudos, un chal arrollado al cuello y echado sobre los hombros, salió del espacio libre que habían dejado delante de las sillas y se detuvo en una actitud estudiada.

Se oían murmullos entusiastas. La señorita Georges miró severamente al público, y empezó a recitar versos franceses, en los cuales se trataba de un amor criminal de una madre por su hijo.

— ¡Adorable! ¡Divino! ¡Delicioso! —se oía por toda la sala.

Natacha miraba a la corpulenta Georges, pero no comprendía nada de lo que pasaba ante ella. Anatolio estaba sentado detrás de ella y le sentía tan cerca que, aterrada, esperaba cualquier cosa.

Después del primer monólogo todo el mundo se levantó y rodeó a la señorita Georges, expresándole el entusiasmo que suscitaba.

— ¡Qué hermosa es! —dijo Natacha a su padre, que se levantó con los demás, atravesó la multitud y se acercó a la actriz.

— Si la miro a usted no la veo tan hermosa —dijo Anatolio, que seguía a Natacha, en un momento que sólo ella podía oírle—. ¡Es usted encantadora! Desde que la conocí no he cesado ...

— Natacha, ven. ¡Sí que es hermosa! —dijo el conde, volviéndose y buscando a su hija.

Natacha no decía palabra, se acercó a su padre y le miró con ojos sorprendidos e interrogadores.

Después de declamar algunos monólogos, la señorita Georges se retiró y la condesa Bezukhov invitó a los huéspedes a pasar al salón.

El conde quería marcharse, pero Elena le rogó que se quedara para no desbaratar el baile que se improvisaba. Los Rostov se quedaron.

Anatolio fue a buscar a Natacha para un vals, y mientras bailaba y le estrechaba la cintura con el brazo, le dijo que era encantadora y que la amaba.

— No me diga usted eso; estoy prometida; quiero a otro —murmuró rápidamente.

Luego le miró. Anatolio no estaba desconcertado ni entristecido por aquellas palabras.

— No me lo diga usted. ¿Qué me importa? —replicó él—. Sé que estoy locamente enamorado de usted. ¡Qué culpa tengo yo si es usted tan encantadora ...! Ahora nos toca a nosotros comenzar...

Natalia, animada y nerviosa, con los ojos desmesuradamente abiertos, asustados, miraba a su alrededor y parecía más alegre que de costumbre.

— No puedo ir a su casa, pero, ¿no nos veremos nunca más? La amo locamente. ¿De veras, nunca más ...?

Y, obstruyéndole el paso, había acercado su cara a la suya. Unos grandes ojos, relucientes, estaban tan cerca de los suyos, que no veía nada más.

— ¡Natacha! —murmuraba , estrechándole fuertemente la mano—. ¡Natacha! No comprendo nada, no sé qué decir, le contestaban sus ojos.

Unos labios ardientes se posaron sobre los suyos, y en aquel preciso instante se sintió de nuevo libre. Allí cerca se oyó un rumor de pasos y el crujido de las faldas de Elena.

Natacha le miró sonrojada y temblorosa, con aire asustado e interrogador, y se dirigió hacia la puerta.

— ¡Una palabra, sólo una palabra, por Dios! —dijo Anatolio.

Natalia se detuvo. Le era preciso escuchar aquella palabra que le explicaría lo que había pasado y a la cual contestaría.

— Natacha, una palabra —repetía Anatolio, no sabiendo exactamente qué decir.

Y siguió insistiendo hasta que Elena estuvo junto a ellos.

Elena salió del salón con Natacha. Los Rostov no se quedaron a cenar y se marcharon.

Natacha no durmió en toda la noche. ¿Amaba a Anatolio o al príncipe Andrés? La duda la atormentaba.

Capítulo XIII

Llegó la mañana de un nuevo día y con aquélla el revuelo de costumbre. María Dmítrievna empezó a hablar de su visita a la casa del prncipe en Lisia Gori. Natacha trataba de adoptar la actitud de siempre, pero no podía.

— ¡Bien, amigos míos! He reflexionado sobre todo eso y aquí tenéis mi parecer —comenzó—. Ayer fui a ver al príncipe Nicolás y hablé con él ... ¡Se puso a gritar y yo más fuerte que él! ¡Le dije todo lo que me pasó por la cabeza!

— ¿Y qué? —preguntó el conde.

— ¿Él? Está loco ... No quiere saber nada. Pues bien, no hay nada que hacer. Ya hemos atormentado suficientemente a esta pobrecilla. Para mí es cuestión de ultimar vuestros asuntos y de volver a casa, a Otradnoie, a esperar.

— ¡Oh, no! —exclamó Natacha.

— Sí, es necesario marchar y esperar allí. Si el prometido llega ahora, habrá disgustos.

Él solo, de htú a tú, se explicará con el viejo, y luego vendrá a vuestra casa.

Elias Andreievitch aprobó esta opinión, comprendiendo que era la más acertada.

— Si el viejo se ablanda —dijo ella— siempre estaréis a tiempo de venir a su casa en Moscú o irle a ver a Lisia Gori; si no, si la boda se celebra contra su voluntad, necesariamente habría de celebrarse en Otradnoie.

— Exacto, y ya me duele haber ido a su casa y haberle llevado a la chica.

— ¡No, eso no! ¿Por qué, ha de dolerte? Estando aquí debíais ir, por cortesía. Pero, si no lo quiere, es cosa suya —dijo María Dmitríevna, buscando algo en su bolso—. El ajuar está dispuesto. ¿Qué más debéis esperar todavía? Lo que falta ya os lo mandaré. Lo lamentó, pero es mejor que lo hagáis así y que Dios os guarde.

Finalmente encontró lo que buscaba en el bolso y lo dio a Natacha. Era una carta de la princesa María.

— Te ha escrito ... La pobre está muy apenada, porque teme que tú puedas creer que no te quiere.

— ¡Claro que no me quiere! —exclamó Natacha.

— ¡No digas tonterías! —gritó María Dmitríevna.

— Decid lo que queráis, no creeré a nadie. Sé muy bien que no me quiere —repitió Natacha, mientras tomaba la carta.

Su rostro expresaba una resolución fría y perversa, que obligó a fruncir las cejas a María Dmitríevna y a mirarla severamente.

— Muchacha, no hables así; lo que te digo es la pura verdad —le dijo—. Escríbele.

Natacha no contestó, y corriendo fue a la habitación a leer la carta de la princesa María.

Le decía que estaba desolada a causa del error que había surgido entre las dos y le rogaba que quisiese creer, fueran cuales fueran los sentimientos del viejo príncipe, su padre, que ella la quería como a la mujer elegida por su hermano, por cuya felicidad se disponía a sacrificarlo todo.

Después de leer la carta, Natacha se sentó a la mesa para escribir la respuesta:

Querida princesa, eseribió rápidamente, mecánicamente, y se detuvo. ¿Qué podía escribir después de lo que había pasado la noche anterior? Y para olvidar estos pensamientos terribles, fue a buscar a Sonia, y las dos se pusieron a escoger bordados.

Después de comer, Natacha fue a su habitación y volvió a leer la carta de la prineesa María.

— Señorita —dijo la doncella entrando en la habitación con aire misterioso—. Un hombre me ha encargado que le diese esto —añadió tendiéndole una carta—. ¡Por Dios, condesa! ... —prosiguió, mientras Natacha, sin darse cuenta, con un movimiento involuntario, abría el sobre y leía una carta de amor de Anatolio, de la cual sólo comprendía que era de él, del hombre que ella amaba. Sí, le amaba. De no ser así, ¿habría podido pasar todo lo que había pasado?

Natacha tenía entre sus manos temblorosas aquella carta apasionada que Dolokhov había escrito para Anatolio, y, leyéndola, encontraba el eco de todo lo que creía sentir.

La carta comenzaba con estas palabras:

¡Desde ayer mi suerte está echada! Ser amado por usted o morir, no tengo otra salida. A continuación escribía que sus padres no consentirían en que fuera su esposa, debido a ciertas causas misteriosas que sólo podía explicarle a ella sola, pero si ella le amaba, si pronunciaba la palabra , ninguna fuerza humana podría impedir la felicidad de los dos. El amor lo vencería todo, la raptaría y se la llevaría al otro confín del mundo.

¡Sí, sí, le amo!, pensaba Natacha volviendo a leer por vigésima vez aquella carta,y buscando en cada palabra un sentido particular, profundo.

Aquella noche María Dmitríevna fue a casa de los Arkharov, y propuso a las muchachas que la acompañasen. Natacha pretextó una jaqueca y se quedó en casa.

Capítulo XIV

A su regreso, bien entrada la noche, Sonia, como siempre, entró en la habitación de Natacha. La muchacha dormía; la carta de Anatolio, abierta, estaba a su lado.

Sonia la tomó y la leyó.

Leía y miraba a Natacha dormida, buscando en su semblante la explicación de lo que leia, sin acertar a hallarla.

¿Cómo ha sido que no he visto nada? ¿Cómo es posible que haya llegado tan lejos? ¡Ya no quiere al príncipe Andrés! ¿Y cómo ha podido permitirle esto a Kuraguin? Es un falso, un perverso, eso está bien claro.

Enjugó sus lágrimas, se acercó a Natacha y de nuevo la miró atentamente.

— ¡Natacha! —dijo en un susurro.

Natacha se despertó y vio a Sonia.

— ¡Ah! ... ¿Has vuelto ya?

Y con la decisión y la ternura que se producen en el momento de despertar, abrazó a su amiga. Pero al ver la confusión de Sonia, su rostro expresó súbitamente el enojo y la desconfianza.

— Sonia, ¿has leído la carta? —exclamó.

— Sí —repuso dulcemente Sonia. Natacha sonrió triunfalmente.

— No, Sonia, no puedo ocultártelo. Ya lo sabes, nos amamos, Sonia; me ha escrito, Sonia...

Sonia, como si no creyese lo que oia, miró a Natacha con los ojos desmesuradamente abiertos.

— ¿Y Bolkonsky? —le dijo.

— ¡Ah, Sonia! ¡Si supieras lo feliz que soy! Tú no sabes lo que es el amor.

— Pero, Natacha, ¿aquello otro ha pasado ya del todo?

Natacha, con los ojos muy abiertos, miraba a Sonia, como si no comprendiese lo que le preguntaba.

— ¡Qué! ¿Dejas al príncipe Andrés? —dijo Sonia.

— ¡Ah! ¿No me comprendes? No digas tonterías. Escucha —exclamó Natacha con despecho.

— No, no puedo creerlo —repitió Sonia—. No comprendo cómo has podido querer a un hombre durante un año, y de pronto ... Pero si sólo le has visto tres veces. No te creo ... Te chanceas. En tres días has podido olvidarle y ...

— ¡Tres días! ¡Pero si me parece que hace cien años que le amo! ¡Me pareee que siempre estuve enamorada de él! Tú no puedes comprenderlo, Sonia. Me habían dicho que estas cosas ocurrían, es claro; tú también lo has oído decir, pero hasta ahora no he sentido el amor. Esto no es como aquello de antes. Al verle por vez primera, sentí enseguida que haría de mí lo que quisiese, que era su esclava y que había de quererle a la fuerza. ¡Si, esclava! Haré todo lo que me ordene. Tú no lo comprendes. ¿Qué debo hacer, Sonia?

— Pero piensa lo que haces; yo no puedo dejarte así. Cartas misteriosas. ¿Cómo has podido consentirlo? —pronunció con una repulsión, con un horror que disimulaba con esfuerzo.

— Te digo que no tengo voluntad. ¿Es que no quieres comprenderlo? ¡Le amo!

— ¡Ah!, pues yo no lo permitiré. Voy a decirlo ahora mismo —exclamó Sonia con los ojos llenos de lágrimas.

— ¿Qué dices? Si lo explicas es que quieres perderme, quieres que nos separen ...

Ante este temor de Natacha, Sonia lloró de vergüenza y de compasión por su amiga.

— ¿Qué ha habido entre los dos? —le preguntó. ¿Qué te ha dicho? ¿Por qué no viene a hablar con los de casa?

— ¡Por Dios, Sonia, no se lo digas a nadie, no me hagas sufrir! Piensa que nadie puede meterse en esas cosas. Yo te he confesado ...

— ¿Por qué todo este misterio? ¿Por qué no viene a casa? ¿Por qué no pide tu mano? El príncipe Andrés te ha dejado en absoluta libertad. Pero no te puedo creer, Natacha. ¿Has pensado cuáles pueden ser las causas misteriosas?

Natacha, asombrada, miró a Sonia. Evidentemente, esta pregunta se le ocurría por primera vez y no sabía qué contestar.

— ¿Qué causas? No lo sé, pero alguna debe de haber. - Sonia suspiró e inclinó la cabeza con desconfianza.

— Si las hubiese ...—comenzó Sonia.

Pero Natacha, ante esta duda, la interrumpió horrorizada.

— Sonia, no es posible dudar de él. No se puede dudar, no se puede dudar.

— ¿Él te quiere?

— ¿Si me quiere? —repitió Natacha con una sonrisa de compasión por la inteligencia de su amiga—. ¿No has visto lo que escribe? ¿No lo has visto?

— ¿Y si no fuese un hombre honrado?

— ¿Él, u n hombre indigno? Si le conocieras ... —exclamó Natacha.

— Si lo es, debe declarar su intención o dejar de verte. Y si tú no quieres obligarle a ello, yo sé quién lo hará. Yo le escribiré, y se lo diré a papá —exclamó Sonia resueltamente.

— ¡Pero si no puedo vivir sin él! —gritó Natacha.

— Natacha, no te comprendo. ¿Ya sabes lo que dices? Acuérdate de tu padre, de Nicolás ...

— No necesito a nadie. No quiero a nadie más que a él. ¿Cómo te atreves a decir que no es un hombre honrado? ¡Sonia, vete, no quiero disgustarme contigo, pero vete, por Dios, vete! ¡Ya ves cómo sufro! —exclamó Natacha rencorosamente con voz de enojo y desesperación.

Sonia se marchó llorando a su habitación.

Natacha se acercó a la mesa y, sin reflexionar ni un momento, escribió a la princesa María. Le dijo que el error entre ellas dos había terminado, que, aprovechando la magnanimidad del príncipe Andrés, le rogaba que lo olvidara todo y la perdonase si no se portaba con él como se merecía, pero que no podía ser su esposa.

El viernes, los Rostov debían marchar al campo. El miércoles, el conde marchó con el comprador de la hacienda cercana a Moscú. El día de la partida del conde, Sonia y Natacha debían asistir a una gran comida en casa de los Kuraguín y María Dmitríevna las acompañó.

Allí, Natacha encontró de nuevo a Anatolio, y Sonia observó que aquélla le hablaba a escondidas, y que durante toda la comida estaba todavía más trastornada que antes.

— ¿Ves, Sonia? Has dicho muchas tonterías hablando de él —comenzó Natacha con dulce voz, con aquel tono de voz que suelen adoptar las criaturas cuando quieren que se les dé la razón—. Hoy nos hemos explicado.

— ¿Y qué te ha dicho? ¡Qué contenta estoy de que te haya pasado el enfado conmigo, Natacha! Dímelo todo, toda la verdad. ¿Qué te ha dicho?

Natacha quedó pensativa.

— ¡Ah, Sonia si tú le conocieras como le conozco yo ...! Me ha preguntado cómo me prometí con Bolkonsky. Está contentísimo de que sólo dependa de mí el dejarle ...

Sonia suspiró tristemente.

— ¿Pero no le has dejado, verdad? —dijo.

— ¡Quién sabe! Tal vez sí, tal vez todo haya terminado entre él y yo ... ¿Por qué piensas mal de mí?

— Yo no pienso nada, pero no te comprendo ...

— Espera, Sonia, ya lo comprenderás todo. Ya verás qué hombre es. No pienses mal de mí ni de él.

— Yo no pienso mal de nadie. Yo amo y compadezco a todo el mundo. Pero ¿qué debo hacer? Natacha —le dijo—, me has pedido que no te hablara de eso y no lo he hecho. Ahora eres tú quien ha empezado. Natacha, no le tengo confianza. ¿Por qué este misterio?

— ¡Otra vez! —la interrumpió Natacha.

— Natacha, temo por ti.

— ¿Qué es lo que temes?

— Temo que te pierdas —dijo resueltamente Sonia, asustada de lo que acababa de decir.

La cara de Natacha expresó de nuevo cólera.

— ¡Me perderé! ¡Me perderé! ¡Mejor! Eso no es cosa vuestra. Peor para mí; seré yo quien lo pague y no vosotros. ¡Déjame, déjame, te aborrezco!

— ¡Natacha! —exclamó Sonia, horrorizada.

— ¡Te aborrezco, te aborrezco! ¡Para mí, siempre serás mi enemiga! — y huyó de la estancia.

La víspera del regreso del conde, Sonia observó que Natacha se pasó toda la mañana sentada cerca de la ventana de la sala, como si esperase algo, y la vio hacer una seña a un militar que pasaba por la calle. A Sonia le pareció que era Anatolio.

Sonia se puso a observar con mayor atención a su amiga y notó que Natacha, durante la comida y toda la tarde, estaba muy rara y tomaba una actitud que no le era propia.

Después del té, Sonia descubrió que la doncella aguardaba temblorosa, cerca de la puerta, a que Natacha pasase. Sonia la dejó pasar y, escuchando detrás de la puerta, supo que Natacha acababa de recibir en secreto otra carta. Inmediatamente comprendió que Natacha tenía algún plan para aquella noche. Llamó a la puerta de su amiga, que se negó a recibirla. ¡Huirá con él! —pensó Sonia—. ¡Es capaz de todo! Hoy su cara tenía una expresión firme y resuelta. Ha llorado cuando ha dicho adiós al tío. Sí, es seguro que quiere fugarse con él. ¿Y qué puedo hacer? —pensaba Sonia en el pasillo oscuro—. Ahora o nunca es el momento de probar que me acuerdo de lo que la familia ha hecho por mí y que amo a Nicolás. Si es preciso pasaré tres noches sin dormir. Le impediré que salga, aunque tenga que recurrir a la fuerza. No permitiré que el oprobio caiga sobre la familia.

Capítulo XV

El rapto, si es que se podía definir de aquel modo, de Natacha, había sido preparado y ultimado por Dolokhov, que se había ido a vivir con Anatolio. Sonia, escuchando tras la puerta, decidió intervenir en su momento. Natacha había prometido a Kuraguin que se reuniría con él a las diez de la noche, saliendo por la escalera de servicio. Kuraguin debería recogerla en una troika que les esperaría y llevársela a la aldea de Kamenka, a sesenta verstas de Moscú. Allí un pope destituido les casaría.

Desde Kamenka un coche les conduciría a la carretera de Varsovia y, de allí, huirían al extranjero. Anatolio tenía el pasaporte, el billete de ruta, diez mil rublos tomados de su hermana, y otros diez mil obtenidos en préstamo por mediación de Dolokhov.

Anatolio, con el uniforme desabrochado, deambulaba de la sala donde estaban los testigos a la habitación de atrás, donde su criado francés, con otros sirvientes, preparaba la última maleta. Dolokhov contaba el dinero y anotaba.

— Bueno, hay que dar dos mil rublos a Cvostikov -dijo.

— Pues dáselos —exclamó Anatolio.

— Makarka —así designaba a Makarin— firmará sin cobrar; por ti se echaría al fuego o de cabeza al mar. Bueno, aquí tienes las cuentas —dijo Dolokhov, mostrándole el dinero. ¿Es eso?

— Seguramente —dijo Anatolio, que visiblemente no escuchaba a Dolokhov y miraba ante sí con una sonrisa que no se le borraba del rostro. Dolokhov cerró el escritorio y se dirigió a Anatolio con una sonrisa burlona.

— ¿Quieres creerme? Déjalo correr. Todavía estás a tiempo.

— ¡Tonto! —dijo Anatolio—. No digas más tonterías. ¡Si tú supieras lo que es esto!

— Créeme, déjalo correr. Te lo digo de veras. Lo que vas a hacer no es una broma.

— ¿Quieres hacer el favor de no marearme más? ¡Vete al diablo! —dijo Anatolio enervado—. Te aseguro que no estoy para bromas.

Salió de la estancia. Dolokhov sonrió con desdén.

— ¡Espera! ¡Espera! —gritó a Anatolio—. Te digo que no bromeo, hablo francamente. Ven aquí.

Anatolio volvió al despacho y, procurando prestar atención, miró a Dolokhov; no cabia duda de que, a pesar suyo, se le sometería.

— Escúchame, es la última vez; no volveré a marearte más. ¿Por qué quieres que me chancee contigo? ¿Por ventura te he impedido que lo hicieras? ¿Quién lo ha preparado? ¿Quién ha encontrado al cura? ¿Quién te ha procurado el pasaporte? ¿Quién te ha proporcionado el dinero? Pues bien, he sido yo.

— Sí, y te doy las gracias. ¿Crees tal vez que no te lo agradezco?

Anatolio suspiró y abrazó a Dolokhov.

— Te he ayudado, pero también debo decirte la verdad: Es un negocio peligroso y, si lo piensas bien, sin ton ni son. Porque, veamos: te la llevarás, pero ¿crees tú que todo parará aquí? Se sabrá que estás casado, te llevarán a los tribunales ...

— ¡Ah ! ¡Ah! ¡Tonterías! —exclamó de nuevo Anatolio, frunciendo más todavía las cejas—. ¡Ya te lo he explicado!

Y Anatolio, con aquella obstinación particular que se encuentra en las personas obtusas, repitió el razonamiento que por centésima vez le hacía a Dolokhov.

— Ya te he explicado como lo tengo decidido. Si el casamiento no es válido -dijo, doblando un dedo—, no soy responsable, y si es válido me da lo mismo, puesto que en el extranjero nadie lo sabrá. ¿Eh? Y no me hables más de ello, no me hables más.

— Créeme, déjalo correr. No harás sino enredarte ...

— ¡Vete al diablo! —dijo Anatolio.

Y alisándose los cabellos pasó a la habitación contigua, volvió enseguida y se sento en una silla con las piernas dobladas hacia abajo, al lado de Dolokhov.

— ¡A saber lo que es eso! ¡Mira cómo late! —cogió la mano de Dolokhov y se la puso sobre el pecho—. ¡Ah, qué pie, amigo mío, y qué ojos! ¡Es un encanto!

Dolokhov le miró con su fría sonrisa y sus hermosos ojos brillantes y desvergonzados. Se veía claro que quería reírse de él.

— Está bien, vaya; pero te gastarás el dinero, ¿y entonces qué ...?

— Entonces ... Entonces ... —repitió Anatolio con sincero asombro ante la idea de lo que pudiese venir—. Entonces ... No lo sé ... Y, bueno, vaya, ¿de qué sirve ahora decir tonterías? Ya es hora.

Miró el reloj y se levantó, dirigiéndose a la habitación de detrás.

— Vaya, veamos si despacháis. ¿Qué metéis aquí, ahora? —gritó a sus criados.

Dolokhov encerró el dinero en el cajón, llamó a un criado para que preparase comida y bebida para el camino y luego entró en la sala donde aguardaban sentados Cvostikov y Makarin.

Anatolio se había tumbado en un diván de la habitación con las manos bajo la cabeza sonreía pensativo y sus bellos labios murmuraban palabras tiernas.

— ¡Anda, toma un bocado! ¡Y bebe! —le gritó Dolokhov desde la otra habitación.

— No tengo hambre —replicó Anatolio, sin perder la sonrisa.

— Mira ; ya ha llegado Balaga.

Anatolio se levantó y entró en el comedor.

Balaga era un cochero de troika muy conocido, que guiaba muy bien. Dolokhov y Anatolio se servían muy a menudo de su troika.

Balaga era un campesino de veintisiete años, rubio, de rostro coloradote y triste, cuello encamado, fuerte, carnoso, nariz respingona y ojos pequeños y brillantes. Llevaba un caftán azul forrado de seda, puesto sobre la zamarra.

Balaga se persignó de la cara a la pared, y se acercó a Dolokhov, tendiéndole su pequeña mano morena.

— ¡Buenos días, Excelencia! —dijo a Kuraguin, que entró y le alargó la mano.

— Balaga, ¿estás por mí, sí o no?, te pregunto —dijo Anatolio poniéndole la mano sobre la espalda—. Si estás por mí, tienes que hacerme un favor. ¿Qué caballos has traido?

— Los que usted me ha ordenado; sus animales preferidos.

— Pues escucha. Balaga, reviéntalos, pero debo llegar a sitio en tres horas. ¿Me oyes?

— Si los reventamos no sé cómo haremos para llegar ... —dijo Balaga.

— ¡No bromees, o te tiraré de las orejas! —gritó Anatolio abriendo desmesuradamente los ojos.

— ¿Por qué he de chancearme? —dijo, sonriendo, el cochero—. ¿Por ventura me he negado nunca a servir a mis señores? Correremos mientras los caballos puedan resistir.

— Está bien. Siéntate —dijo Anatolio.

— Vaya, siéntate—repitió Dolokhov.

— Estoy bien de pie, Fedor Ivanovitch.

— No, siéntate, te digo. Bebe —dijo Anatolio escanciándole un vaso de vino de Madera.

Los ojos del cochero se encandilaron al ver el vino. Rehusó por cortesía, pero bebió y se enjugó los labios con un pañuelo de seda encarnado que llevaba dentro de la gorra.

— ¡Vamos! ¿Cuándo debemos partir, Excelencia?

— Ahora mismo. ¿Te das cuenta, Balaga? ¿Llegaremos?

— Eso depende del camino; si está bien, claro que llegaremos. ¿Y por qué no habíamos de llegar? Hemos ido a Tver en siete horas. ¿No lo recuerda, Excelencia?

— Una vez, por Navidad, marché de Tver —dijo Anatolio dirigiéndose con una sonrisa a Makarin, que con admirados ojos miraba enternecido a Kuraguin—; ¿y no creerás, Makarin, que no podíamos respirar de tanto como corríamos? Encontramos un convoy y saltamos por encima de los carros, ¿recuerdas?

— ¡Qué caballos! —prosiguió Balaga—. Había enganchado en los lados unos caballos jóvenes y, palabra de honor, Fedor Ivanovitch, las bestias corrieron sin parar sesenta verstas seguidas; no podía retenerlas, las manos se me habían hinchado. Helaba y había soltado las riendas. ¿Se acuerda usted, Excelencia? No había otro remedio que atizar a las bestias o agarrarnos como pudiéramos. ¡En tres horas hicimos el viaje! ¡Parecía que nos llevaban los demonios! Sólo se reventó el caballo de la izquierda.

Capítulo XVI

Estaba llegando el momento para Anatolio. Se había puesto la pelliza, el gorro de cebelliza, enguantado las manos, y tan pronto como salió de la habitación se acercó a Dolokhov y mirándole alargó la mano y tomó un vaso de vino.

— Bueno, Fedia, adiós, y gracias por todo. Compañeros, amigos ... Amigos de mi juventud ... Adiós ... —dijo pensativo a Makarin y a los demás.

Aunque todos iban con él, Anatolio, evidentemente, quería hacer algo emocionante y solemne ante sus compañeros. Hablaba con una voz lenta, sacando el pecho y balanceando una pierna.

— Bebed todos, y tú también, Balaga. Vamos, compañeros, amigos de mi juventud. Hemos hecho el calavera, hemos vivido ¿verdad? ¡Ahora quién sabe cuándo volveremos a vernos! Parto al extranjero. Nos hemos divertido, hemos vivido. Adiós, compañeros. ¡A vuestra salud! ¡Hurra ...!

Vació el vaso y lo tiró.

— ¡Sé fuerte! —dijo Balaga apurando su vaso y enjugándose con el pañuelo.

Makarin, con lágrimas en los ojos, besó a Anatolio.

— ¡Ah! ¡Príncipe, qué tristeza me da separarme de ti!

— ¡Marchemos, marchemos! —gritó Anatolio.

Balaga se disponía salir.

— No, espera —exclamó Anatolio—. Cerrad la puerta. Sentaos. Cerraron la puerta y se sentaron todos.

— Bueno, ahora podemos partir, amigos —dijo Anatolio levantándose.

El criado José dio a Anatolio su maletín, le saludó y todos pasaron a la antesala.

— ¿Dónde está la pelliza? —preguntó Dolokhov—. ¡Eh, tú, Ignatka! Dile a Matriona Matvievna que te dé la pelliza y la capa de cebellina. Yo sé cómo va eso de los raptos —dijo, guiñando un ojo—. Ella saldrá más muerta que viva, tal como va para estar por casa. Si desperdicias el más corto instante, entonces vendrán enseguida las lágrimas, papá, mamá ... se quedará fría como el hielo, y tendrá que volver otro día; pero tú lo que debes hacer es envolverla inmediatamente con la capa y llevarla al trineo.

El criado trajo la capa forrada de piel de zorra.

— ¡Imbécil! Te he dicho la cebellina. ¡Eh, Matrechka, la cebellina! —gritó, tan fuerte que su voz resonó por todas las estancias.

Una gitana hermosa, enjuta, pálida, de brillantes ojos negros, de cabellos negros y rizados, que llevaba un chal rojo, corrió trayendo la capa de cebellina.

— ¡Eh, no quisiera dártela, pero tómala! —dijo la gitana, visiblemente espantada ante su amo, lamentándose por la capa.

Dolokhov cogió la capa sin contestarle, la tiró sobre Matrechka y la envolvió en ella.

— ¿Ves? Así, y luego así —dijo alzando el cuello de la capa alrededor de la cabeza dejando solamente al descubierto una parte de la cara—. Enseguida, ¿ves?, así.

Y acercó la cabeza de Anatolio a la abertura que dejaba el cuello, por la cual se veia la sonrisa brillante de Matrechka.

— Vamos, adiós, Matrechka —dijo besándola—. ¡Se han acabado las bromas! Saluda a Stiochka. ¡Vaya, adiós! ¡Adiós, Matrechka! ¡Deséame mucha felicidad!

— Pediré a Dios que le dé a usted mucha felicidad —dijo Matrechka.

Ante la puerta había dos troikas con dos mozos. Balaga se sentó en la de delante y alzando los codos arregló las riendas con calma.

Anatolio y Dolokhov se instalaron en el vehículo y Makarin y Cvostikov se acomodaron en el otro.

— ¿Estáis dispuestos? —preguntó Balaga—. ¡Adelante! —gritó enrollándose las riendas en la mano; y la troika salió volando hacia el bulevar Nikitsky.

— ¡Eh, cuidado! ¡Eh, cuidado! —gritaban Balaga y el mozo que iba a su lado.

Después de haber dado vueltas por el bulevar Podnovnsky, Balaga empezó a moderar la marcha de los caballos y los detuvo en la esquina de la calle de los Establos Viejos.

El mozo bajó del asiento para aguantar a los caballos por las bridas. Anatolio y Dobkhov se situaron en la acera.

Cerca de la puerta cochera, Dolokhov silbó. Enseguida le contestó otro silbido y una doncella apareció en la puerta.

— Pasen ustedes al patio; si no, les verían. La señorita saldrá enseguida —dijo la camarera.

Dolokhov se quedó junto a la puerta, y Anatolio siguió a la doncella, volvió a la derecha y subió los peldaños de entrada.

Gabriel, un robusto criado de María Dmítrievna, tropezó con Anatolio.

— ¿Venía a ver a la señora? —le dijo en voz baja, cerrándole el paso hacia la puerta.

— ¿A quién dices? —preguntó Anatolio con voz sofocada.

— Venga, si quiere. Me han ordenado que le haga entrar. —¡Kuraguin, vuélvete! ¡Te han traicionado! ¡Vuélvete! —gritó Dolokhov.

Dolokhov, que no se había movido del portal, luchaba con el portero, que queria cerrar la puerta detrás de Anatolio. Dolokhov, poniendo en juego toda su fuerza, empujó al portero y estirando por la mano a Anatolio, que se había acercado, le sacó fuera y los dos corrieron hacia la troika.

Capítulo XVII

Sonia estaba llorando en el pasillo cuando hizo su aparición María Dmitrievna, y ya no se detuvo hasta que la muchacha se lo contó todo. Después de leer la carta de Natacha montó en cólera y fue a buscarla.

— ¡Desvergonzada! ¡Cabeza loca! —le dijo—. No tienes justificación.

Y empujando a Natacha cerró con llave, y dio orden al portero de hacer entrar por la puerta de la cochera a las personas que aquella noche se presentasen.

Cuando Gabriel anunció a María Dmitrievna que las personas que habían venido habían huido, buscó la llave de la habitación de Natacha, que se había puesto en el bolsillo entre las otras, y fue a ver a la recluida.

Sonia, sentada en el pasillo, lloraba.

— ¡María Dmitrievna, déjeme entrar, por el amor de Dios! —dijo Sonia.

Maria Dmitrievna entró en la habitación con paso resuelto. Natacha estaba echada en el diván, con la cabeza escondida entre las manos, y no se movia ... Estaba en la misma posición en que ella misma la había dejado.

— Te has portado como una desvergonzada. ¡Tener entrevistas con tus amantes en mi casa! Oh, no es necesario que te excuses. Escucha. Te has cubierto de oprobio. Pero ya nos arreglaremos tú y yo. Por lo único que lo siento es por tu padre. Pero ya procuraré que no se entere de nada.

Natacha no se movió.

— Ha tenido la suerte de escapar, pero ya le encontraré —dijo con voz ruda—. ¿Oyes lo que te digo?

Puso su mano en la cara de Natacha y la volvió hacia ella.

Maria Dmitrievna y Sonia quedaron asombradas del semblante de Natacha.

Tenía los ojos brillantes, los labios apretados, las mejillas hundidas.

— Dejadme ... ¡No me importa nada! ¡Me moriré! —dijo desasiéndose de María Dmitrievna y volviendo a su posición anterior.

— Natacha —dijo María Dmitrievna—, lo hago por tu bien. Como quieras. No te muevas, échate si quieres. No te tocaré, pero escucha: no quiero echarte en cara lo que has hecho, ya lo sabes muy bien tú misma. Bueno, pues: tu padre llegará mañana, y ¿qué debo decirle?

De nuevo el cuerpo de Natacha fue sacudido por los sollozos.

— Ya lo ves tú misma, lo sabrá tu padre, tu hermano, e incluso tu prometido.

— Ya no es mi prometido; le devolví la palabra —gritó Natacha.

— Es igual —prosiguió María Dmítrievna—. Lo sabrán, y ¿crees tú que lo dejarán ir así como así? Conozco muy bien a tu padre; irá a su encuentro y le desafiará. ¿Te parece que eso está bien?

— ¡Bueno, dejadme! ¿Por qué lo habéis impedido? ¿Por qué? ¿Quién os lo pedía? -gritó Natacha levantándose del diván y mirando con ira a María Dmitríevna.

— ¿Qué quieres hacer, pues? —exclamó Maria Dmitrievna, exaltándose de nuevo—. Es que, por ventura, te ataban? ¿Eh? ¡Di! ¿Quién le impedía venir a casa? ¿Por qué te había de robar como a una gitana? Vamos, ¿es que crees que luego no os habríamos encontrado tu padre, tu hermano o tu prometido? Es un sinvergüenza, es un malvado, eso es lo que es.

— ¡Vale más que todos vosotros! —exclamó Natacha levantándose—. Si no me lo impidierais ... ¡Ah! Dios mío, ¿qué es eso? Sonia, ¿qué has hecho? ¿Qué quiere decir eso Sonia?, ¿qué has hecho? ¡Marchaos!

Y lloró, desesperada, como se llora un dolor del cual se siente uno culpable.

María Dmítrievna se puso a hablar, pero Natacha gritó:

— ¡Marchaos! ¡Marchaos! ¡Me aborrecéis, me despreciáis!

Y de nuevo se dejó caer en el diván. María Dmitríevna continuó durante un rato consolando a Natacha y le dio a entender que era preciso ocultarle todo aquello al conde, y le aseguró que nadie sabría nada si empezaba por olvidarlo y delante de la gente adoptaba un continente como si nada hubiese ocurrido. Natacha no contestó.

— Pues bien; ¡que duerma! —dijo Dmitrievna saliendo de la habitación, pensando que Natacha se había dormido.

Pero Natacha no dormía.

A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, el conde Elias Andreievitch regresó a la hacienda cercana a Moscú. Estaba muy alegre. Dmitrievna le recibió y le explicó que Natacha se había puesto enferma, que había mandado a buscar al médico y que parecía mejorar.

Natacha estaba sentada cerca de la ventana, con los labios apretados y los ojos secos e inmóviles.

Al entrar el conde, Natacha se volvió inquieta al oír rumor de pasos, y su rostro cobró una expresión fría y hostil. Se levantó y se dirigió hacia su padre.

— Hija mía, ¿qué te pasa? ¿Es que no te encuentras bien? —preguntó el conde.

— Sí, estoy enferma —replicó.

El conde, después de la enfermedad de su hija, enfermedad que él creía fingida por el revuelo que notaba y por las caras confusas de Sonia y María Dmitrievna, comprendió claramente que algo había sucedido durante su ausencia.

Capítulo XVIII

Pedro, desde que su mujer se había presentado en Moscú, procuraba eludirla en todo momento. Por otra parte la impresión que le produjo el estado de Natacha, tan pronto como la vio, le hizo acelerar al máximo sus proyectos.

Marchó a Tver, a casa de la viuda de Ossip Alexeievitch, quien desde mucho tiempo atrás le había dado promesa de arreglarle todos los papeles de su difunto marido.

Cuando Pedro regresó a Moscú, le dieron la carta de María Dmitríevna en la que le invitaba a ir a su casa para un asunto muy importante referente a Andrés Bolkonsky y Natacha.

Pedro rehuía a Natacha porque ésta le inspiraba un sentimiento más vivo del que del que debe tener un hombre casado por la prometida de su amigo. Pero el azar les ponía siempre uno frente a otro.

El criado que le abrió la puerta en casa de la señora Afrosimov le dijo, mientras le ayudaba a quitarse la pelliza, que María Dmitríevna le estaba aguardando.

— ¿Qué ha pasado, pues? —preguntó Pedro al entrar en la habitación de María Dmitrievna.

— ¡Una bonita faena! Hace cincuenta y oeho años que estoy en el mundo y nunca habia visto una vergüenza como ésta.

Y después de obtener la palabra de honor de Pedro de no decir nada a nadie de todo lo que le explicaría, María Dmitrievna le contó que Natacha había devuelto su palabra al principe Andrés sin avisar a su padre, que la causa de esta negativa era Anatolio Kuraguin, con el cual le había enredado la mujer de Pedro, y con el que quería fugarse, aprovechando la ausencia de su padre, para casarse en secreto.

Al oír la explicación de María Dmitríevna, Pedro se encogió de hombros, se quedó boquiabierto y no osó creer lo que le contaban.

La encantadora impresión de Natacha, a quien él conocía de niña, no podía mezclarse en su alma con aquella nueva representación de su bajeza, de su tontería y de su maldad. Pensó en su mujer. Todas son iguales, se dijo, pensando que no era él el único hombre unido a una mujer despreciable.

No sabía que el alma de Natacha estaba llena de desesperación, de vergüenza, de humillación y que no tenía ninguna culpa si su rostro expresaba una dignidad tranquila y severa.

— Pero ¿cómo podían casarse? A él le era imposible, porque ya le está —contestó Pedro a las palabras de María Dmitrievna.

— ¡Pues sólo faltaba eso! —pronunció María Dmítrievna—. ¡Ya le digo que es un valiente sinvergüenza! Y ella hace dos días que le espera. Por lo menos, que acabe de perder las esperanzas. Hay que decírselo todo.

Después de conocer por Pedro los detalles del casamiento de Anatolio, María Dmitrievna, exteriorizando con injurias la rabia que sentía por él, explicó a Pedro por qué le había mandado a buscar. Temía que el conde o Bolkonsky, que podía llegar de un momento a otro, y a los cuales tenía íntencíón de ocultar todo ío ocurrido, desafiaran a Kuraguin; era por eso que le pedía que obligase a su cuñado a marcharse de Moscú con la prohibición de volver nunca más.

Después de explicarle brevemente esta petición, María Dmitrievna acompañó a Pedro al salón.

— Ten cuidado, su padre no sabe nada. Haz como si tú tampoco supieras nada —le dijo—. Yo iré a decirle que no queda ninguna esperanza. Tú, quédate a comer, sí quieres -exclamó María Dmitríevna.

Pedro se encontró frente al conde. El buen hombre estaba trastornado y avergonzado: aquella mañana Natacha le había comunicado la ruptura con Bolkonsky.

— ¡Qué desgracia, querido, qué desgracia! —dijo a Pedro—. Cuando la madre no está son con las chicas, es una desgracia para ellas. Crea usted que me arrepiento de haber venido. Se lo digo con franqueza. ¿Lo hubiera usted creído? Se deshace del prometido sin decir nada a nadie. Cierto que a mí nunca me hizo gran ilusión esta boda; es un excelente muchacho, pero contra la voluntad del padre es muy difícil que haya tranquilidad. Claro que a Natacha no le faltará marido. Pero ha durado demasiado tiempo. ¿Y cómo es posible hacer una cosa así sin consultarle al padre y a la madre? Ahora está enferma y sabe Dios lo que tiene. Las hijas no pueden estar sin la madre.

Pedro, al ver al conde tan trastornado, procuraba cambiar de conversación, pero el conde insistía.

Sonia entró en el salón con la cara descompuesta.

— Natacha no se encuentra bien. Está en la habitación y quisiera hablarle. María Dmitrievna está con ella y así se lo ruega también.

— Es usted amigo de Bolkonsky y seguramente le querrá pedir algo —dijo el conde- ¡Ah, Dios mío. Dios mío! ¡Tan bien como iba todo!

Y mesándose les cabellos grises de las sienes el conde salió de la sala.

María Dmitrievna había contado a Natacha que Anatolio estaba casado. La enferma no quería creer la noticia y pedía que Pedro se la confirmara. Sonia le condujo a través de los pasillos.

— El lo sabe todo —dijo María Dmítrievna, señalando a Pedro y dirigiéndose a Natacha—: que te diga sí te he dicho la verdad o no.

La mirada de Natacha, como la de un animal herido que mira a los perros y a los cazadores, iba de uno a otra.

— Natacha Ilinitchna —pronunció Pedro bajando la vista, movido por la compasión hacia ella y la repugnancia que debía causarle—: a usted debe serle indiferente que sea verdad o no, porque ...

— Así, pues, ¿no es cierto que sea casado?

— Sí; es cierto.

— ¿Y hace mucho tiempo que está casado? ¿Palabra de honor?

Pedro le dio su palabra de honor.

— ¿Y todavía está aquí? —preguntó Natacha rápidamente.

— Sí; le he visto hace un momento.

Evidentemente, Natacha no tenía fuerzas para decir nada más, y con la mano hizo una seña de que la dejasen sola.

Capítulo XIX

Casi no podía respirar después de aquella conversación que le obligaba a ir en busca de Anatolio sin dilación alguna. Por eso no había querido quedarse a comer allí.

Después de buscarle por todas partes, tomó la dirección del club. Todo seguía allí su ritmo acostumbrado; los socios que iban a comer, formaban, sentados, diversos grupos; saludaron a Pedro y hablaron de las noticias de la ciudad. El criado, al saludarle, le advirtió, conocedor de sus amistades y de sus costumbres, que tenía un cubierto reservado en un pequeño comedor, que el príneipe N. estaba en la biblioteca y que T. todavía no había llegado.

Uno de sus amigos le preguntó, entre otras cosas, si no había oído hablar del rapto de la señorita Rostov por Kuraguin, que se comentaba en la ciudad y se daba por cierto.

Pedro contestó sonriendo que se trataba de una broma, puesto que hacía un momento que él mismo había estado en casa de los Rostov. Preguntó a todo el mundo si habían visto a Anatolio.

Anatolio, aquel día, había comido en casa de Dolokhov, con el cual había discutido la manera de reparar el pasado golpe. Por la noche fue a casa de su hermana, para hablarle de la manera de combinar una entrevista. Cuando Pedro, que había recorrido todo Moscú infructuosamente, entró en casa, el criado le anunció que el príncipe Anatolio estaba con la condesa.

El salón de la condesa estaba lleno de invitados. Pedro, sin saludar a su mujer, a la cual no había visto desde su llegada, pues en aquel momento la aborrecía más que nunca, entró en el salón, vio a Anatolio y se dirigió hacia él.

Pedro le cogió por el brazo, y, acercándosela enérgicamente, salió de la habitación

— Si en mi habitación te permites ... —dij o Elena en voz baja.

Pedro, sin contestarle, salió de la habitación.

Anatolio le seguía con su acostumbrado continente altanero, pero en su rostro era fácil leer la inquietud. Cuando estuvieron en su despacho, Pedro cerró la puerta y se dirigió a Anatolio sin mirarle.

— ¿Has prometido a la señorita Rostov que te casarías con ella y has intentado raptarla?

— Querido —repitió Anatolio, también en francés—, no me veo obligado a contestar ninguna pregunta hecha en este tono.

El rostro de Pedro, ya totalmente pálido, se desfiguró por el furor. Con su gruesa mano agarró a Anatolio por el cuello del uniforme y lo zarandeó de un lado para otro hasta que el rostro de Anatolio cobró una expresión de dolor y de espanto.

— He dicho que teníamos que hablar.

— ¡Bueno, pero eso es una tontería! —dijo Anatolio, sintiendo que el botón del cuello se le arrancara desgarrando la ropa.

— ¡Eres un cobarde, un miserable! ¡Y no sé qué me detiene de aplastarte la cabeza ahora mismo! —dijo Pedro, que se expresaba en francés de una manera artificiosa.

Cogió un pesado pisapapeles de encima de la mesa y lo esgrimió con aire amenazador, pero enseguida volvió a dejarlo en su sitio.

— ¿Le has prometido que te casarias con ella?

— Yo ... yo ... no he pensado ..., yo no puedo haber prometido, porque ...

Pedro le interrumpió:

— ¿Tienes sus cartas? ¿Las cartas de ella? —repitió Pedro acercándose a Anatolio.

Pedro le miró y enseguida Anatolio se metió la mano en el bolsillo y extrajo una cartera.

Pedro cogió la carta que le tendía, y apartando la mesa que le estorbaba, se dejó caer en el diván.

— No seré violento, no temas —dijo Pedro en respuesta a un movimiento de temor del principe Anatolio—. La carta ... —dijo Pedro como si repitiese una lección—. En segundo lugar —prosiguió después de un momento de silencio, levantándose y empezando a pasearse—, mañana mismo saldrás de Moscú.

— Pero, ¿cómo quieres ...?

— Y por último —prosiguió Pedro sin escucharle—, no debes decir jamás ni una palabra de todo cuanto ha ocurrido entre tú y la condesa. Ya sé que no puedo impedírtelo, pero si todavía te queda un poco de conciencia ...

Pedro, en silencio, dio unas cuantas vueltas por la habitación. Anatolio estaba sentado en la mesa, arrugaba las cejas y se mordía los labios.

— No puedes comprender que, además de tus placeres, existe la tranquilidad y la felicidad de las demás personas, a las cuales estropeas toda su vida simplemente porque te quieres divertir. Diviértete con mujeres como la mía, con ésas tienes perfecto derecho, pues saben muy bien lo que buscas. Están armadas contra ti con la misma experiencia del libertinaje, pero prometer casarte con una muchacha ..., engañarla ..., quererla raptar, ¿no crees que eso es una cobardía tan grande como pegar a un viejo o a una criatura inocente?

Pedro calló y miró a Anatolio, ya sin ira, pero inquisitivamente.

— No lo sé —replicó Anatolio, que recobraba la audacia a medida que Pedro se dominaba—. No lo sé, ni quiero saberlo —dijo sin mirar a Pedro y con un ligero temblor en la barbilla—. Pero me has dicho tales palabras ... cobarde, que yo, como hombre de honor, no puedo permitir a nadie ...

Pedro, asombrado, le miraba sin comprender lo que decía.

— Aunque estemos solos, no puedo ...—dijo Anatolio.

— ¿Qué? ¿Quieres una satisfacción? —replicó Pedro en tono de mofa.

— ¿No podrías, por lo menos, retirar las palabras que me has dicho, si quieres que acepte tus condiciones?

— Retiradas, retiradas —pronunció Pedro—. Perdóname. —Pedro miró, sin querer, el botón arrancado—, y te daré dinero para el viaje, si es preciso.

Anatolio no pudo contener la risa.

Esta expresión de sonrisa tímida y miedosa que conocía por su mujer, enfureció a Pedro.

— ¡Raza de cobardes y gente sin razón! —exclamó, y salió de la estancia,

Al día siguiente Anatolio se fue a San Petersburgo.

Capítulo XX

De regreso a la casa de María Dmitríevna, Pedro le explicó que sus deseos se habían cumplido. Anatolio había abandonado Moscú. Natacha había empeorado en aquellas horas.

Maria Dmitrievna le confió en secreto que aquella noche, cuando vio claramente que Anatolio estaba casado, había intentado envenenarse con arsénico, que se había proporcionado en secreto. Cuando hubo ingerido un poco, se asustó tanto que llamó a Sonia y le explicó lo que acababa de hacer. Había sido posible administrarle a tiempo el remedio, y ahora estaba fuera de peligro. No obstante, se encontraba tan débil que no era posible pensar en llevársela fuera y habían mandado a buscar a su madre. Pedro vio al conde compungido y a Sonia deshecha en llanto, pero no pudo ver a Natacha.

Pedro comió aquel día en el Círculo. Por todas partes oyó conversaciones sobre la tentativa de rapto de la señorita Rostov, y las desmintió todas, afirmando obstinadamente que nada de todo aquello era cierto, que su cuñado había hecho pedir la mano de la señorita Rostov y que había sido rehusado y que eso era todo lo que había pasado.

Esperaba con temor la llegada del príncipe Andrés y cada día iba a casa del viejo príncipe en busca de noticias.

El príncipe Nicolás Bolkonsky conocía por la señorita Bourrienne todos los rumores que corrían por la ciudad, y en la habitación de la princesa María había leído la carta en la cual Natacha devolvía la palabra a su prometido.

Al cabo de unos días de la partida de Anatolio, Pedro recibió unas líneas del príncipe Andrés, informándole de su llegada rogándole que fuese a su casa.

Al llegar a Moscú, el príncipe Andrés recibió inmediatamente, por mediación de su padre, la carta de Natacha a la princesa María, en la cual le relevaba de su palabra, pues la señorita Bourrienne le había sustraído de la habitación de la princesa María y la habia dado al viejo príncipe, y escuchó de su padre la narración del rapto de Natacha con los consiguientes comentarios.

Pedro fue a su casa a la mañana siguiente. La princesa salió a recibir a Pedro. Suspiró designando con los ojos la puerta del despacho en que estaba el príncipe Andrés.

— Ha dicho que lo esperaba —dijo la princesa María—. Sé que su orgullo no le permite expresar lo que siente, pero veo que, a pesar de todo, lo soporta mejor de lo que preveía. Evidentemente las cosas han seguido su curso normal.

— Pero, ¿eso quiere decir que todo ha terminado? —preguntó Pedro.

La princesa María le miró sorprendida. Ni siquiera comprendía que semejante pregunta pudiese hacerse. Pedro entró en el despacho. El príncipe Andrés iba de paisano y estaba muy cambiado.

Se interrumpió al advertir a Pedro. Por su rostro corrió un escalofrió y enseguida adoptó una actitud adusta.

— Bien, y tú, ¿cómo estás? ¡Tú engordando siempre! —exclamó con admiración, pero la nueva arruga se hundió todavía más en su frente—. Yo me encuentro bien —contestó a la pregunta de Pedro, y sonrió.

Pero era bien claro que su sonrisa quería decir: Me encuentro muy bien, pero a nadie es necesaria mi salud. Después de decir algunas palabras a Pedro del mal estado de las carreteras en la frontera polaca, sobre las personas amigas que había encontrado en Suiza, y sobre un tal Desalíes, que había traído como preceptor de su hijo, el principe Andrés se mezcló de nuevo con ardor en la conversación sobre Speransky que los dos viejos habían proseguido.

— Si hubiese hecho traición, habría pruebas de su inteligencia secreta con Napoleón; se diría públicamente —añadió con ardor y vehemencia—. Yo, personalmente, no soy partidario de Speransky, pero debo hacerle justicia.

Pedro volvía a encontrar en su amigo la necesidad que tan bien le conocía de agitarse y discutir un asunto extraño con el único fin de ahogar sus ideas íntimas excesivamente penosas.

Cuando el príncipe Mestchersky salió, el principe Andrés cogió a Pedro por el brazo y le condujo a la habitación que tenía preparada para él: había allí una cama, una maleta y dos cofres abiertos. El príncipe Andrés se acercó a uno de ellos y cogió una cajita. Extrajo de ella un rollo envuelto en papel. Hizo todo eso en silencio y con rapidez. Se levantó, tosió. Tenía la cara hosca y los labios apretados.

— Perdóname si te pido un favor ...

Pedro comprendió que el príncipe Andrés quería hablar de Natacha y su rostro expresó el dolor y la compasión.

— He recibido la negativa de la condesa Rostov. Los rumores que han llegado hasta mí, que tu cuñado ha pretendido su mano u otra cosa por el estilo, ¿son exactos?

— Lo son y no lo son —comenzó Pedro, pero el príncipe Andrés le interrumpió.

— Aquí están sus cartas y su retrato. —Cogió el fajo de papeles de encima de la mesa y lo tendió a Pedro—. Devuélveselo a la condesa, si la ves.

— Está muy enferma —dijo Pedro.

— ¡Ah! ¿Está aquí todavía? ¿Y el príncipe Kuraguin? —preguntó el príncipe Andrés.

— Hace días que marchó. Natacha está muy enferma.

— Te aseguro que lo siento.

Sonrió con frialdad, de una manera hostil, desagradable, tal como acostumbraba a hacerlo su padre.

- ¿Así, pues, el señor Kuraguin ha creído que la condesa Rostov no era digna de él? -preguntó luego.

— No podia casarse; ya lo está —contestó Pedro.

El príncipe Andrés, con su semblante desdeñoso y hostil, recordaba de nuevo a su padre.

— ¿Y dónde está ahora tu cuñado? ¿Puedo saberlo?

— En San Petersburgo ... Si quieres que te diga la verdad, no lo sé exactamente.

— Me es igual. Dile a la condesa Rostov que era y sigue siendo completamente libre, y que le deseo todo el bien posible.

Pedro cogió el fajo de papeles.

— Escucha. ¿Recuerdas nuestra discusión en San Petersburgo? —dijo Pedro—. ¿Recuerdas ...?

— La recuerdo —replicó vivamente el príncipe Andrés—. Yo decía que hay que perdonar a la mujer que cae, pero nunca dije que yo pudiese perdonar. A mí me es imposible.

— ¿Pero, por ventura, se puede comparar ...?

El príncipe Andrés le interrumpió. Con voz aguda exclamó:

— ¡Sí, pedirle de nuevo la mano, portarse eon magnanimidad! ¡Sí, eso es muy noble, pero yo no me siento con fuerzas para sentarme ante el plato que ha dejado el señor! Si quieres ser amigo mío, no me hables más de esa ... de todo eso. Bueno, hasta la vista. ¿Le entregarás las cartas?

Pedro le dejó y fue a las habitaciones del viejo principe y de la princesa María. El viejo príncipe parecía más animado que de costumbre. La princesa María estaba como siempre. Pero, a través de su compasión por su hermano, Pedro veía en ella una alegría mal reprimida por la ruptura del matrimonio del principe Andrés. Al mirarla, Pedro comprendió todo el desprecio y la animosidad que sentían en aquella casa contra los Rostov.

Capítulo XXI

Aquella noche Pedro volvió a la casa de los Rostov, pero no pudo ver a Natacha, por lo que entregó las cartas a Sonia, y después se encaminó hacia el lugar donde se encontraba María Dmitríevna. Quería hablar con ella.

- Natacha dice que desea ver al conde Pedro Kirilovitch —explicó.

— Pero, ¿cómo es posible que entre? ¡Si está todo de cualquier manera! —contestó María Dmitrievna.

— Está vestida y aguarda en el salón —dijo Sonia.

María Dmitrievna se limitó a encogerse de hombros.

— ¿Cuándo llegará la condesa? Ya no puedo más ... Ve con cuidado, no se lo digas todo —recomendó a Pedro—, pues yo ni siquiera me atrevo a reñirla de tan desgraciada como la veo.

Natacha, enflaquecida, pálida y severa, no precisamente avergonzada como pensaba Pedro, hallábase en el centro del salón. Cuando Pedro apareció en la puerta, Natacha palideció, visiblemente indecisa. ¿Debía avanzar haeía Pedro o aguardarle?

Pedro se le acercó rápidamente.

— Pedro Kirilovitch —comenzó rápidamente—, el príncipe Bolkonsky era amigo suyo y todavía lo es. Me recomendó que recurriera a usted si necesitaba algún consejo.

Pedro, silencioso, respiraba con fuerza.

— Ahora está aquí. Dígale usted ... que me per ... que me perdone.

Se detuvo y empezó a respirar más rápidamente, pero no lloró.

— Sí ... se lo diré ... —comenzó Pedro, que no sabía qué decir. Natacha estaba visiblemente asustada de los pensamientos que podían ocurrírsele a Pedro.

— No. Sé muy bien que todo ha terminado —dijo ella rápidamente—. No; eso no puede volver nunea más. La única cosa que me tortura es el daño que le he hecho. Dígale usted solamente que le pido que me perdone.

Todo su cuerpo temblaba. Se sentó en una silla.

— Se lo diré, se lo diré; pero quisiera saber una cosa ...

— ¿Qué? —preguntó Natacha.

— Quisiera saber si ama usted ... —Pedro no sabía cómo nombrar a Anatolio y enrojeció al pensar en él—. Sí ama usted a aquel malvado ...

— No le llame usted malvado —exclamó Natacha—. No sé decirle ...

Rompió a llorar.

Quería salir de la habitación, pero Pedro la retuvo por la mano.

— ¡Basta, basta¡ ¡Para usted toda la vida está todavía por venir! —dijo él.

— ¿Para mí? ¡No! Para mí todo está perdido —replicó ella con tono avergonzado y humilde.

— ¿Todo está perdido? —recalcó Pedro—. Si yo no fuera yo, sino el hombre más apuesto, más espiritual, el mejor del mundo, y si estuviese libre ahora mismo, de rodillas, le pediría a usted su mano y su amor.

Natacha, por primera vez desde hacía muchos días, derramó lágrimas de gratitud y de ternura, y salió de la habitación dirigiendo una prolongada mirada a Pedro.

Inmediatamente, Pedro corrió a la antesala conteniendo las lágrimas de emoción y de felicidad que le ahogaban. Braceó durante un rato buscando las mangas de la pelliza, que finalmente pudo ponerse, y se instaló en el trineo.

— ¿Adónde? —preguntó el cochero.

— ¿A dónde? —dudó Pedro—. ¿A dónde podríamos ir ahora? ¿Es hora de ir al Círculo, de hacer visitas?

Todos los hombres le parecían miserables y pobres en comparación con aquel sentimiento de emoción y de amor que experimentaba, en comparación con aquella dulce mirada que ella le había dirigido por última vez a través de las lágrimas.

— ¡A casa! —dijo.

Y a pesar de los diez grados bajo cero, se desabrochó la pelliza de piel de oso y respiró satisfecho.
Presentación de Omar CortésSéptima parteNovena parteBiblioteca Virtual Antorcha