Presentación de Omar CortésNovena parteUndécima parteBiblioteca Virtual Antorcha

LA GUERRA Y LA PAZ

León Tolstoi




DÉCIMA PARTE

CAPÍTULO I

Napoleón no podía ser sobornado con honores, ni vestir, por ejemplo, el uniforme polaco, y mucho menos ceder a aquella hermosa mañana de junio; tal vez por eso y por lo aducido con anterioridad, había empezado la guerra contra Rusia.

Alejandro renunció a tener una entrevista con Napoleón porque se sentía ofendido personalmente. Barclay de Tolly procuraba dirigir el ejército tan bien como podía con el fin de cumplir su deber y hacerse acreedor de la gloria de gran capitán.

Hace mucho tiempo ya que los hombres de 1812 han descendido de los sitiales que ocuparon para defender los intereses personales y han desaparecido sin dejar rastro. Delante de nosotros no tenemos más que el recuerdo histórico de aquella época.

Sin embargo, admitimos que los hombres de Europa, bajo el mando de Napoleón, tenían que penetrar en las profundidades de Rusia y morir. Sólo asi podemos comprender toda la actividad inútil, insensata, ilógica, de los factores de aquella guerra.

La Providencia forzó a todos aquellos hombres que aspiraban al logro de sus fines personales a contribuir a la realización de un resultado único y formidable, del cual ni un hombre, desde luego ni Napoleón ni Alejandro, ni mucho menos ningún otro de los que participaron en la guerra, podía formarse la menor idea.

Hoy está bien clara para nosotros la causa que en 1812 motivó la pérdida del ejército francés. Nadie se atreverá a negar que la causa de la destrucción de las tropas francesas del Napoleón fue debida, por una parte, a su tardía entrada, sin preparación para la campaña de invierno, en las profundidades de Rusia, y, por otra parte, al carácter que tomó la guerra consecuencia de los incendios de ciudades rusas y del odio contra el enemigo que se produjo entre el pueblo ruso.

En las investigaciones históricas efectuadas acerca de los acontecimientos de 1812, los franceses llegan a decir que Napoleón se dio cuenta del peligro que entrañaba para sus tropas la prolongación del frente, que buscó por todos los medios la batalla decisiva, que sus generales eran partidarios de detenerse en Smolensko y refieren otros hechos que demuestran que entonces se presentía todo el peligro de aquella campaña. Por su parte, los autores rusos sostienen que, desde el principio de la campaña, existia un plan de guerra escrita: atraer a Napoleón hacia el interior de Rusia. Unos atribuyen este plan a Pfull, otros a un francés cualquiera, otros a Toll y otros, por último, al mismo emperador.

La suposición de que, de una parte, se conocía perfectamente el peligro de la prolongación de la linea de combate y de que, de otra, los rusos se proponían atraer al enemigo hacia el interior del país, pertenecen, evidentemente, a esta última categoría, y los historiadores, con muchas reservas, sólo pueden atribuir ciertas consideraciones a Napoleón y ciertos planes a los jefes rusos. Todos los hechos contradicen absolutamente estas suposiciones. Durante toda la guerra, los rusos no solamente no tuvieron el deseo de atraer a los franceses al interior de Rusia, sino que hicieron todo cuanto pudieron por evitar que entraran en su territorio, y Napoleón no sólo no tuvo miedo de alargar su linea, sino que cada paso que daba hacia adelante le alegraba como un triunfo, y, contrariamente a lo que habia hecho en sus campañas anteriores, se mostraba negligente en la busca de la batalla decisiva.

Al empezar la campaña el ejército ruso queda dividido en dos partes por el avance de los invasores, y lo único que se busca es rehacerlo. Para retroceder y atraer al enemigo hacia las profundidades del pais todo aquello era necesario. El emperador permanece con el ejército para infundirle ánimos y para defender cada palmo de territorio ruso encarnizadamente, no para retroceder. El enorme campamento de Drissa fue construido para mantenerse alli. El emperador amonesta a los jefes de los cuerpos por cada paso que dan hacia atrás.

Napoleón, al dividir al ejército ruso, avanzaba hacia el interior de Rusia y se dejaba perder algunas ocasiones para la batalla. El mes de agosto llega a Smolensko y no piensa más que en ir más lejos, a pesar de que, como ahora se ve claramente, este movimiento es muy peligroso para él.

Los hechos demuestran palpablemente que Napoleón no previó el peligro de la marcha sobre Moscú y que ni Alejandro ni sus generales pensaron por un momento en atraerlo, sino todo lo contrario. Atraer a Napoleón a las profundidades del pais no fue el resultado de un plan, sino el resultado del juego más complicado de las intrigas, las ambiciones; los deseos de aquellos que participaban en la guerra y que no podian adivinar que precisamente aquello habia de ser la salvación de Rusia.

Todo ocurrió por casualidad. Los ejércitos son colados al principio de la campaña. Los rusos procuran reunirlos y rehacerlos para contener el avance de los invasores, librando la batalla decisiva. A pesar de este deseo, se evita la batalla con un enemigo más fuerte, se retrocede involuntariamente en ángulo agudo y se atrae a los franceses hasta Smolensko. Pero no basta decir que los rusos retroceden en ángulo agudo porque los franceses avanzan entre dos ejércitos, sino que este ángulo se va cerrando y los rusos se alejan más porque Barclay de Tolly, un alemán impopular, es incomparable con Bragation, que lo detesta y que ha de actuar bajo sus órdenes, y por esto Bragation, que manda el segundo ejército, procura retrasar tanto como puede el momento de reunirse con él para no tener que ponerse de nuevo a sus órdenes.

Bragation procura evitar durante mucho tiempo su unión, a pesar de que éste es el objetivo de todos los jefes militares, porque le parece que esta marcha pondrá su ejército en peligro y le es mucho más cómodo retroceder hacia la izquierda y hacia el sur, inquietando al enemigo por el flanco y por la retaguardia, y entretanto poder completar su ejército en Ucrania.

El emperador se queda con el ejército para animarlo con su presencia, pero su presencia y la ignorancia de lo que es preciso hacer y el número incalculable de planes y de consejos destruyen la energía de acción del primer ejército, y éste retrocede.

Le convencen de que debe detenerse en el campo de Drissa pero, de repente, Paolucci, que aspira al mando supremo, hace cambiar de criterio a Alejandro y todos los planes de Pfull son abandonados y la responsabilidad es confiada a Barclay.

Pero como Barclay no inspira suficiente confianza, su poder es limitado. Los ejércitos son separados, no hay unidad de mando. Barclay no es popular.

El emperador deja el ejército para no cohibir la actividad del poder del generalísimo, y espera que entonces el general en jefe tome una resolución má s decisiva. Pero la situación del comandante de los ejércitos se complica y se debilita todavía más. Bennigsen,el gran duque y el enjambre de generales ayudantes de campo se quedan en el ejército para no perder de vista los actos del general en jefe y excitarlo constantemente a la energía, lo que hace que Barclay, sintiéndose aún menos libre bajo aquella vigilancia que bajo la del emperador, se vuelva más prudente para las acciones decisivas y evite la batalla.

Barclay es demasiado prudente. El gran duque heredero hace alusiones a una posible taición y exige la batalla general. Lubomirsky, Bronnitzy, Viotzk y y otros caldean tan bien estos rumores, que Barclay, con el pretexto de remitir unos papeles al emperador, envía a dos generales ayudantes de campo polacos a San Petersburgo y declara una guerra abierta a Bennigsen y al gran duque.

En Smolensko, por fin, a pesar de la oposición de Bragation, los dos ejércitos se reúnen.

Bragation llega en coche a la casa ocupada por Barclay. Barclay se pone su faja, sale a recibir a Bragation y, como que es su superior en graduación, le hace un relato de sus decisiones y de las medidas que ha adoptado. Bragation no quiere ser menos que él y, a pesar de su grado superior, se somete a Barclay, pero acentúa aún más las discrepancias que separan a aquellos dos hombres. Por orden del emperador, Bragation hace un informe personal y escribe a Araktcheiev.

El grupo de los Bronnitzky, Winzengerode y otros enreda aún más los informes del general jefe y la unidad se ve cada dia más debilitada. Los franceses se preparan para atacar Smolensko. Se envia a un general para examinar la posición. Este general odia a Barclay. Va a ver a su amigo el comandante en jefe del ejército y después de pasar todo el dia en su casa, regresa criticando desde todos los puntos de vista el campo de batalla que no conoce.

Para salvar las municiones es preciso aceptar en Smolensko la batalla inesperada. La batalla tiene lugar y mueren miles de hombres de una parte y de otra. Smolensko se rinde a pesar de la cólera del emperador y del pueblo, pero la ciudad es incendiada por sus mismos habitantes, engañados por su gobernador, y los habitantes, reunidos, dando ejemplo a los demás rusos, marchan hacia Moscú no pensando más que en su derrota y encendiendo por todas partes el odio contra el enemigo. Napoleón avanza, los rusos retroceden y de esta manera se produce el hecho que habia de perder a Napoleón.

Capítulo II

No lo esperaba, pero el principe, el viejo principe Bolkonsky, al dia siguiente de la partida de su hijo el principe Andrés, llamó a la princesa Maria a su despacho.

— ¡Bien, ya debes de estar satisfecha! —dijo—. Has conseguido que me peleara con mi hijo. Es esto lo que querías, ¿eh? Puedes estar contenta, muy contenta ... Eso me produce una pena enorme: soy viejo y estoy débil, y tú no lo has tenido en cuenta. ¡Alégrate, mujer, alégrate!

Después de esto, la princesa Maria pasó una semana sin ver a su padre. El viejo principe estaba enfermo, y no salía de sus habitaciones. La princesa Maria notó, con gran sorpresa, que durante su enfermedad el anciano recibía a la señorita Bourrienne y únicamente aceptaba los cuidados del viejo Tikhon.

Al cabo de una semana, el principe salió de su gabinete y reanudó su vida habitual.

La princesa Maria pasaba la mayor parte del dia en la habitación de Nikolenka vigilando sus estudios, pues ella misma le enseñaba el ruso y la música, y conversando con Desalies. Las horas restantes las dedicaba a sus libros o charlando con la vieja criada y con las mujeres que iban en peregrinación a verla, que subian a sus habitaciones utilizando la escalera de servicio.

El criterio de la princesa Maria con respecto a la guerra era el mismo de todas las mujeres. Temia por su hermano que estaba luchando en las filas del ejército, sentia un horror instintivo por la crueldad humana que impulsa a los hombres a matarse, pero no comprendía la importancia de aquella guerra, que para ella era igual a todas las otras.

Julia, convertida en princesa Dubretzkoy, le escribía desde Moscú cartas patrióticas.

Le escribo a usted en ruso, querida amiga, porque odio a todos los franceses y he aborrecido su idioma que no quiero oir hablar. En Moscú todos estamos entusiasmados con nuestro emperador adorado.

Mi pobre marido soporta la fatiga, las privaciones y el hambre por las posadas judias, pero las noticias que de él recibo todavía me animan más.

Seguramente habrá usted oido hablar del acto heroico de Raievsky que, abrazando a sus dos hijos, exclamó: ¡Moriré con ellos, pero no retrocederemos! Y, en efecto, a pesar de que el enemigo era dos veces más fuerte, no retrocedieron. Pasamos el tiempo como podemos, porque ya se sabe, en la guerra como en la guerra. Las princesas Alina y Sofia están todo el dia conmigo, y nosotras, desventuradas viudas de maridos vivientes, hablamos de nuestras cosas preparando vendas para los heridos. La echo mucho de menos, mi querida amiga ...

La princesa Maria no comprendía bien el significado de aquella guerra, principalmente porque el viejo príncipe no hablaba nunca de la invasión napoleónica y, además, se reia de Desalíes, que cada dia estaba más preocupado con la marcha de los acontecimientos. E l tono del principe era tan tranquilo y tan seguro, que la princesa Maria, sin proponérselo, creia a ojos ciegos en aquella tranquila seguridad.

Durante todo el mes de julio el principe siguió comportándose con gran animación y actividad. Hizo plantar un jardín nuevo y construyó un edificio para los criados. La única cosa que inquietaba a la princesa Maria era que dormía poco y que habia renunciado a su costumbre de dormir en su gabinete de trabajo. Ya no era la señorita Bourrienne la que le hacia la lectura, sino el criado Petruchka.

El dia primero de agosto llegó la segunda carta del principe Andrés. En la primera, que se recibió pocos dias después de su marcha, el principe Andrés pedia humildemente perdón a su padre por todo lo que se habia permitido decirle y le rogaba que le conservara su cariño de siempre.

El principe respondió a esta carta con otra muy afectuosa, y aquel dia empezó a prescindir de la compañía de la princesa. La segunda carta del principe Andrés, escrita en las inmediaciones de Vitebsk, explicaba que los franceses ocupaban aquella ciudad y contenia una descripción sumaria de toda la campaña, con un croquis del plano y una serie de consideraciones sobre la marcha de las operaciones.

En aquella carta, el principe Andrés hacia notar a su padre que su residencia corria peligro a causa de su proximidad al teatro de la guerra, en la misma linea del movimiento de tropas, y le aconsejaba que se trasladara a Moscú.

Aquel dia, durante la comida, cuando Desalles dijo que, según los rumores que circulaban, los franceses estaban ya en Vitebsk, el viejo se acordó de la carta de su hijo.

— Hoy he recibido una carta del principe Andrés —dijo—. ¿No la has leido, princesa Maria?

— No, padre; —contestó la princesa—. No he podido leer una carta cuya existencia ignoraba.

— Habla de esta guerra —continuó el príncipe, con aquella sonrisa desdeñosa que le era habitual siempre que hablaba de la guerra.

— Seguramente debe ser muy interesante —dijo Desalles—. El principe debe de estar bien informado ...

— Si, muy interesante —repuso la señorita Bourrienne.

— ¿Quiere usted ir a buscarla? —dijo el principe a la francesa—. Está encima de la mesita, debajo del pisapapeles.

La señorita Bourrienne dio un respingo.

— ¡Ah, no! —contestó frunciendo el entrecejo—. ¡Ve tú, Miguel Ivanovitch!

Miguel Ivanovitch se levantó y se dirigió hacia el escritorio, pero apenas hubo salido del comedor, el viejo principe, mirando inquieto a su alrededor, fue a buscarla él mismo.

— No saben encontrar las cosas y lo remueven todo.

Entretanto, la princesa Maria, Desalles, la señorita Bourrienne y hasta Nikolenka se miraron en silencio.

El viejo principe volvió acompañado de Miguel Ivanovitch, con un plano y la carta y dejó los papeles al lado de su plato sin dar la carta a nadie durante toda la comida. Al pasar al salón, dio la misiva a la princesa María y desplegó el plano, ordenando a su hija que leyera en voz alta.

Cuando la princesa terminó la lectura, miró interrogativamente a su padre.

— ¿Qué le parece a usted, principe? —se atrevió a preguntar Desalles.

— ¿A mi? —preguntó el viejo principe como si se despertara malhumorado, sin apartar la vista del plano.

— Es muy posible que el teatro de la guerra se extienda por estos alrededores ...

— ¡Ah! ¡El teatro de la guerra! —exclamó el viejo principe—. He dicho y he repetido que el teatro de la guerra es Polonia y que el enemigo no pasará nunca el Niemen.

Desalíes, sorprendido, miraba al principe que hablaba del Niemen precisamente cuando el enemigo se hallaba ya casi en las orillas del Dniéper. La princesa María, que habia olvidado la situación geográfica del Niemen, pensó que su padre tenia razón.

— Cuando empiece el deshielo se hundirán en los pantanos de Polonia ... Ahora ellos no pueden darse cuenta de eso.

El principe pensaba en la campaña de 1807, que le parecía muy reciente. Si Bennigsen hubiera penetrado más pronto en Prusia, aquello hubiese sido otra cosa.

— Pero, principe —objetó tímidamente Desalles—, en la carta se habla de Vitebsk.

— ¡Ah, si! En la carta, si —murmuró el príncipe, descontento—.

De repente, se le obscureció el semblante y calló.

— Si, si —repuso al cabo de unos instantes—. Mi hijo escribe que los franceses han sido aplastados. ¿Dónde dice? ¿Cerca de que río? ...

Desalles bajó los ojos.

— El principe Andrés no dice nada de eso —repuso en voz baja.

— ¿No lo dice? Y bien, yo no me lo he inventado.

Todos callaron durante un buen rato.

— Si, si ... ¡Vaya! —dijo el anciano de pronto, levantando la cabeza y señalando el plano—. Miguel Ivanovitch, explica qué obras vamos a hacer.

Miguel Ivanovitch se acercó al plano, y el principe, después de discutir con él acerca de las nuevas construcciones, miró malhumorado a la princesa Maria y a Desalles y se fue a su despacho.

La princesa Maria habia observado la mirada confusa y extrañada de Desalíes dirigida a su padre, y estaba admirada de que el principe hubiera dejado la carta de su hijo encima de la mesa del salón. Pero no tenia miedo de hablar y de hacer preguntas a Desalles acerca de la causa de su confusión y de su silencio, sino que hasta tenia miedo de pensar en ello.

Por la tarde, Miguel Ivanovitch fue a la habitación de la princesa Maria, de parte del principe, a buscar la carta del principe Andrés olvidada en el salón. La princesa le dio la carta y, a pesar de que le era desagradable, se permitió preguntar a Miguel Ivanovitch qué hacia su padre.

— Trabajando siempre —contestó Miguel Ivanovitch con una sonrisa respetuosa que hizo palidecer a la princesa—. Se preocupa mucho de las nuevas construcciones. Ha leido un ratito, y ahora —añadió, bajando la voz— se halla en el escritorio ocupándose probablemente del testamento.

Hacia ya algún tiempo que una de las ocupaciones predilectas del principe era examinar los papeles que habia de dejar después de muerto y a los que denominaba su testamento.

— ¿Y enviará a Alpatitch a Smolensko? —preguntó la princesa Maria.

— ¡Claro! ¡No hace poco tiempo que está a punto!

Capítulo III

Una bujia al lado, sobre el secrétaire donde se encontraba sentado, alumbraba a duras penas al principe, en el momento en que entró Miguel Ivanovitch. El principe cogió la carta del principe Andrés, arregló los papeles poniéndolos en orden y llamó a Alpatitch, que hacia rato que estaba esperando.

Tenia en la mano una hojita de papel en la que habia escrito todo lo que habia de comprar en Smolensko. Al ver aparecer a Alpatitch, que se quedó respetuosamente en la puerta, empezó a darle sus órdenes.

— Primeramente papel de cartas, ¿entiendes?, ocho manos con los bordes dorados. Aqui tienes el modelo; que sea absolutamente igual, ¿eh? Luego, barniz y cera, según la nota de Miguel Ivanovitch. —Paseábase por la habitación mirando su carnet de notas—. También le llevarás esta carta al gobernador. Tienes que entregársela personalmente.

Además, Alpatitch tenia que traer cerrojos y pestillos para las puertas de las nuevas construcciones de acuerdo con los modelos que él habia imaginado, y encargar una cajita para guardar en ella el testamento. La relación de los encargos duró más de dos horas. El principe ni siquiera dejó hablar a Alpatitch. Luego se sentó, estuvo un rato reflexionando y por fin cerró los ojos, soñoliento. Alpatitch hizo un movimiento.

— Bien, si necesito algo más ya te llamaré.

Alpatitch salió.

Era ya tarde cuando se levantó. Queria dormir, pero sabia que no le seria posible cerrar los ojos porque en la cama le asaltaban los más sombríos pensamientos. Llamó a Tikhon y atravesó la habitación para decirle dónde queria que le preparara la cama aquella noche. Ningún sitio le gustaba. El mejor, tal vez, seria un rinconcito en el diván detrás del pino. Alli no habia dormido nunca todavía.

Tikhon, ayudado por el mayordomo, transportó alli el lecho y comenzaron a instalarlo.

— ¡Asi no, asi no! —gritó el principe.

Y él mismo arrinconó un poco más la cama y luego la apartó.

Sin embargo, tan pronto se hubo acostado, la cama retembló como si su ocupante tuviera escalofrios. Cada noche ocurria exactamente lo mismo.

— ¡No hay manera de estar tranquilo, malditos! —gruñó coléricamente. Si, si, aún habia algo importante que me he guardado para leer en la cama. ¿Las cerraduras y los pestillos? No, eso ya lo he dicho ... No, no, es algo que ha ocurrido en el salón. La princesa ha dicho alguna tontería y Desalles, aquel imbécil, no sé qué le ha contestado ... En el bolsillo ... No me acuerdo bien ...—. Titchka, ¿de qué hemos hablado durante la comida?

— Del principe Miguel.

— ¡Calla, calla!

El príncipe dio un manotazo sobre la mesita de noche.

— ¡Ah, si! Ya lo sé. La carta del principe Andrés. La princesa Maria la ha leido. Después ha dicho algo sobre Vitebsk. Ahora la leeré.

Ordenó que le trajesen la carta que se habia guardado en el bolsillo y que le acercasen a la cama la mesita con la limonada y la bujia de cera. Después, se puso las gafas y comenzo a leer lo que le decia su hijo. Únicamente entonces, en el silencio de la noche, releyendo la carta, a la luz débil de la bujia por debajo de la pantalla verde, comprendió por vez primera la importancia de aquella misiva.

— Los franceses están en Vitebsk. En cuatro dias pueden llegar a Smolensko. Tal vez ya están alli ... ¡Titchka ...!

Tikhon dio un salto y se acercó a la cama.

— No, no quiero nada.

Dejó la carta sobre la mesita y cerró los ojos. Se le presentó el Danubio, un dia claro, cañaverales, el campo ruso y él, joven general sin una arruga en la cara, valiente y alegre, entrando en la tienda de Potemkin ... y un ardiente sentimiento de envidia sacudió el espíritu tan fuertemente como en otros tiempos. Se acordó de todas sus palabras en su entrevista con Potemkin. Delante de él apareció una mujer gruesa, pequeñita, con la cara afable y amarillenta: la emperatriz.

— ¡Ah! ¿Por qué no han de volver aquellos tiempos? ¡Que se acabe en seguida esto y que entre todos me dejen tranquilo!

Capítulo IV

Aquella misma noche, a su regreso a Lisia Gorí, Desalles pidió ser recibido por la princesa Maria. Dada lo cercana que la mansión se hallaba de Moscú, y en vista de que a pesar de la carta del príncipe Andrés aún no se habían tomado medidas de seguridad. Desalles deseaba exponer su opinión a la princesa, sin ambages. Dijole que, puesto que el principe se encontraba un poco delicado y no adoptaba ninguna medida de seguridad, cuando por la carta del príncipe Andrés se veia bien claro que la permanencia en Lisia Gori no ofrecía más que peligros, se permitía aconsejar que fuese enviada una carta al gobernador de la provincia de Smolensko preguntándole cómo estaban las cosas por alli y qué peligros amenazaban a Lisa Gori. El mismo Desalles escribió la carta y la princesa la firmó, encargando a Alpatitch que la llevara al gobernador y que en caso de peligro regresara inmediatamente.

Altapitch se instaló en el carruaje. Después de dar las últimas órdenes para el trabajo, sin imitar esta vez al principe, se quitó la gorra y con la calva al aire se persignó tres veces.

— Si pasa algo, vuelve en seguida, Yakov Alpatitch. ¡Por Dios, ten piedad de nosotros!— le gritó la mujer aludiendo a la proximidad del enemigo.

— ¡Mujeres, mujeres! ¡Habladurías de mujeres! —murmuró Alpatitch.

Y ordenó que el carruaje se pusiera en marcha mirando a su alrededor los campos de cebada, todavía verde, y otras extensiones negruzcas preparadas para la siembra.

Después de haberse detenido dos veces durante el camino para atender los caballos, el 4 de agosto, hacia el atardecer, Alpatitch llegó a la ciudad. Por el camino habia encontrado y dejado atrás furgones de tropas. Al acercarse a Smolensko oyó cañonazos lejanos, pero no hizo caso. Lo que más le admiró fue ver cerca de Smolensko un magnifico campo de cebada, invadido por unos soldados que lo estaban segando sin duda para sus caballos, mientras otros soldados estaban instalando un campamento. Este hecho le preocupó un poco, pero pronto lo echó en olvido, absorbido por sus propios asuntos.

Al llegar a Smolensko, al atardecer del dia 4 de agosto, Alpatitch se detuvo al otro lado del Dniéper, en el barrio Gatchenk, en la posada de Ferapontov, que era donde paraba siempre. Ferapontov era un campesino de cincuenta años, moreno, encarnado de cara, con unos labios carnosos, una gran nariz puntiaguda, unos bultos encima de las cejas negras y un vientre enorme.

— Bienvenido, Yakov Alpatitch —dijo Ferapontov, al ver a su amigo—. La gente se va de la ciudad y a ti se te ocurre venir.

— ¿Y por qué se va la gente de la ciudad?

— Es lo que yo me pregunto. El pueblo es tonto. Tiene miedo de los franceses.

— ¡Habladurías de mujeres! ¡Habladurías de mujeres! —replicó Alpatitch.

— Es lo que yo digo, Yakov Alpatitch. Me canso de decirlo. La orden que se dio fue de no dejar entrar, pues ya es bastante. ¡Y eso que los campesinos piden tres rublos por cada viaje! ¡Son unos herejes!

Yakov Alpatitch escuchaba distraídamente las explicaciones de Ferapontov.

Pidió a samovar y heno para los caballos, y, después de tomar el té, se acostó.

Durante toda la noche desfilaron tropas por la calle de la posada. Al dia siguiente, Alpatitch se puso el caftán que únicamente llevaba por la ciudad y se dirigió a sus quehaceres.

La mañana era soleada y a las ocho ya hacia calor. Buen dia para la cosecha, pensó Alpatitch.

En las afueras de la ciudad se oían cañonazos desde el amanecer.

Después de las ocho, las descargas de fusil se unieron a los cañonazos. Por las calles habia mucha gente que huía en todas direcciones y muchos soldados, pero, como siempre, los cocheros circulaban, los comerciantes no se movían de sus tiendas y en las iglesias se celebraban funciones religiosas.

Alpatitch recorrió las tiendas, fue a las oficinas, estuvo en la posta y por último se dirigió al palacio del gobernador.

Cerca del palacio del gobernador, Alpatitch observó una animación desusada. Frente a la puerta habia muchos cosacos y algunos carruajes de viaje pertenecientes al gobernador. Alpatitch encontró a dos gentilhombres, uno de los cuales era conocido suyo. Éste, antiguo comisario de policía, hablaba con gran excitación.

— ¡No es broma! —decia—. Cuando no hay más que un jefe, todo va bien. Un jefe, una desgracia; pero cuando hay trece y os quieren arruinar, decidme, ¿dónde está entonces la autoridad? Ah, si fuera por mi ahorcaría a todos los ladrones ...

— Bueno, basta, basta —dijo otro.

— ¿Qué me importa que me oigan? ¿Acaso somos perros? —insistió el antiguo policia.

Al volverse, se dio cuenta de la presencia de Alpatitch.

— ¡Ah, Yakov Alpatitch!, ¿cómo es que estás aquí?

— Traigo un encargo de Su Excelencia para el señor gobernador —repuso Alpatitch, levantando orgullosamente la cabeza y metiéndose la mano en el bolsillo como hacia siempre que mencionaba al príncipe—. Me han mandado que me informe acerca del estado de las cosas.

— Sí, ya puedes informarte —exclamó el propietario—. Ya ves cómo nos han dejado. Ni carros, ni nada ... ¿Oyes ...? ¿Oyes los cañonazos?

— Nos han puesto en una situación terrible ... ¡Ladrones! —gritó el ex policía.

Alpatitch bajó la cabeza y entró en el palacio. En la antesala habia mucha gente, comerciantes y funcionarios que se miraban los unos a los otros silenciosamente.

La puerta del despacho se abrió y salió un funcionario. Habló con un comerciante y le invitó a seguirlo. El funcionario, que llevaba una cruz colgada al cuello, procuraba evitar, visiblemente, las preguntas y las miradas que lo amenazaban. Alpatitch se acercó a él y le entregó dos cartas.

— Para el señor barón Asch, de parte del general, principe Bolkonsky —dijo, con un tono tan solemne que el funcionario se volvió y cogió los dos pliegos.

Unos minutos después, el gobernador recibió a Alpatitch y le dijo apresuradamente:

— Di al principe y a la princesa que no sé nada. Obro según órdenes superiores, eso es ... Entretanto, ya que el príncipe está delicado, yo le aconsejaría que se fuera a Moscú. Dile que ...

No pudo terminar. Un oficial, con el rostro cubierto de sudor y jadeante, corrió hacia la puerta diciendo algo en francés.

En la cara del gobernador se reflejó una expresión de espanto.

— Vete —le dijo a Alpatitch, saludándolo con la cabeza.

Y se puso a interrogar al oficial.

Cuando Alpatitch salió del despacho del gobernador, todos los que se hallaban en la antesala le miraron ansiosamente. Los cañonazos se oían cada vez más cerca, y Alpatitch se dirigió corriendo hacia la posada. El gobernador, al despedirle, le habia dado un papel para el principe. Contenia estas palabras:

Os aseguro que Smolensko no está todavía en peligro y podéis creer que no lo ha estado nunca. Yo, por una parte, y el principe Bragation por otra, salimos para reunimos ante Smovesko. Esta reunión de nuestras fuerzas tendrá lugar el dia 22 y los dos ejércitos defienden a los compatriotas de la provincia que se les ha confiado hasta que nuestros esfuerzos alejen al enemigo de la patria, o hasta que caiga el último soldado de nuestras valerosas líneas. Ya veis con esto que podéis tranquilizar a los habitantes de Smolensko, puesto que bien está defendido por dos ejércitos tan valientes, puede estar seguro de la victoria.

(Orden de Barclay de Tolly al gobernador civil de Smolensko, barón de Asch. 1812).

Alpatitch, precipitando el paso, entró en el patio y se dirigió directamente a la cuadra donde estaban sus caballos y el coche. El cochero dormía profundamente. Alpatitch lo despertó ordenándole que enganchara, y se fue al vestíbulo. En la habitación de los dueños de la posada se oían llantos de niños, quejas desesperadas de una mujer y gritos rabiosos y enronquecidos de Ferapontov. Cuando entró Alpatitch, la cocinera salió al vestíbulo como una gallina asustada.

— ¡Ha dado una paliza de muerte a la dueña! ¡La ha arrastrado ...!

— ¿Por qué ? —preguntó Alpatitch.

— Porque ella queria marcharse ... Una manía de mujer ... ¡M e quieres perder con mis hijos!, le decia ella. Todo el mundo se va y nosotros, no. Y entonces él ha empezado a pegarle. ¡La ha arrastrado ...!

Alpatitch inclinó la cabeza al oir aquellas palabras, como si las aprobara y, no deseando saber nada más de aquella cuestión, se fue hacia la puerta del lado opuesto a la habitación de los dueños, a la estancia donde habia dejado sus compras.

— ¡Mal hombre! ¡Bandido! —gritó en aquel momento una mujer delgada, pálida, con una criatura en brazos, envuelta la cabeza en un pañuelo, que se escapaba de la puerta; corria escaleras abajo hacia el patio.

Ferapontov la seguia. Al darse cuenta de la presencia de Alpatitch, se ajustó el chaleco, se pasó la mano por los cabellos y entró en la estancia.

— ¿Ya quieres marcharte? —le preguntó.

Sin contestarle ni mirarle, Alpatitch repasó los paquetes de las compras y le preguntó qué le debia.

— ¡Ya lo encontraremos, hombre! ¿Y qué? ¿Has ido a ver al gobernador? ¿Qué te ha dicho?

Alpatitch contestó que el gobernador no le habia dicho nada en concreto.

— Acaso nos marchemos llevándonos nuestro ajuar —dijo Ferapontov—. Por un carro hasta Dorogobuge piden siete rublos. Yo les he dicho que son unos herejes. Seliavanov, el jueves, pudo vender la harina a la tropa a nueve rublos el saco ... Y bien, ¿no quieres tomar te!

Mientras el cochero acababa de enganchar los caballos, Alpatitch y Ferapontov tomaron el té y hablaron del buen precio del trigo y del buen tiempo para la cosecha.

— Parece que el cañoneo empieza a calmarse —dijo Ferapontov levantándose, después de haber bebido tres tazas de té—. Seguramente debemos haber ganado la batalla. Han dicho que no los dejarían pasar ... ¿Ves lo que es la fuerza ...? También han dicho que últimamente Matvei Ivanovitch Piatov los ha perseguido hasta el rio Morina, donde se han ahogado más de dieciocho mil franceses.

Alpatitch ató los paquetes, los dio al cochero y pagó el hospedaje.

La calle estaba llena de ruidos de ruedas, de herraduras y de cascabeles de las carretas que salían.

Mediaba la tarde. La mitad de la calle estaba en la sombra y la otra mitad vivamente iluminada por el sol. Alpatitch se asomó a la ventana y luego se dirigió hacia la puerta.

De repente, se oyó un silbido extraño muy prolongado, y resonaron a lo lejos muchos disparos. Después estalló el confuso estruendo del cañoneo y temblaron los cristales.

Alpatitch salió a la calle. Dos hombres corrían en dirección al puente. Oyéronse nuevos silbidos, cañonazos y la explosión de las granadas que caían en la ciudad. Aquellos tiros, sin embargo, eran muy poca cosa en comparación con los cañonazos que se oian en las afueras. Era el bombardeo de Smolensko que Napoleón habia ordenado que empezara a las cinco de la tarde con ciento treinta bocas de fuego.

En los primeros momentos la gente no comprendió el significado de aquel bombardeo.

El estruendo de los obuses y de las bombas, al principio no hizo más que excitar la curiosidad de los habitantes de Smolensko. La mujer de Ferapontov, que no cesaba de gruñir cerca de la cuadra, se calló y con su chiquillo en los brazos salió a la puerta. Miraba en silencio a la gente y escuchaba aquellos ruidos extraños.

— ¡Qué fuerza! —decia uno—. Ha destrozado el techo y la pared.

—¡No está mal! —comenzó un tercero.

Algunos transeúntes se dirigieron a aquellos hombres. Se detenían y explicaban que los obuses habían caído al lado de ellos, dentro de sus casas. Al mismo tiempo, otros obuses, unas veces con un silbido lóbrego y otras con un silbido agradable, volaban sin interrupción por encima de la gente. Ni uno cayó por alli cerca. Todos iban a pasar muy lejos. Alpatitch se instaló en el carruaje.

El dueño de la posada estaba en la puerta.

— ¿Qué diablos estás mirando? —gritó a la cocinera, que con los brazos remangados, el corpiño encarnado y agitando las manos se acercaba al grupo para escuchar lo que decían.

— ¡Qué milagros! —exclamó la mujer.

Pero al oir la voz del amo, se volvió apresuradamente y se ajustó el corpiño bajándose las mangas.

Otra vez una cosa como un pájaro pequeño que vuela de arriba abajo, silbó estridentemente, pero más cerca.

Una llama de fuego brilló en medio de la calle. Se oyó un estallido formidable y todo se llenó de humo.

— ¡Idiota! ¿Qué haces aqui? —gritó Ferapontov corriendo hacia la cocinera.

En aquel mismo momento, desde todas partes se oyeron gemidos de mujeres y gritos de niños asustados, y la gente se agrupó silenciosamente alrededor de la cocinera. Los gritos de las mujeres no dejaban oir nada.

— ¡Oh, mis buenos amigos, mis queridos palomos! ¡No me dejéis morir! ¡Oh, mis buenos amigos! ...

Unos minutos después no habia nadie en la calle. La cocinera, con una herida en un brazo, producida por el estallido del obús, fue transportada a la cocina. Alpatitch, su cochero, la mujer de Ferapontov con los chiquillos y el portero se refugiaron en el sótano. El retumbar de los cañones, los silbidos de las granadas, los gemidos de dolor de la cocinera y los gritos de los que huian no cesaban ni un instante.

Al atardecer, el cañoneo empezó a disminuir. Alpatitch salió del sótano y se detuvo en la puerta. El cielo, antes tan claro, se habia obscurecido con la humareda, a través de la cual la luna brillaba de una manera extraña.

Los gemidos de la cocinera habian cesado. Por todas partes se alzaba y desaparecían las negras humaredas de los incendios. Por las calles pasaban corriendo soldados, no en formación, sino como las hormigas de un hormiguero inquieto, siguiendo distintas direciones. Al ver a Alpatitch, uno entró corriendo en el patio de la posada. Alpatitch salió a la puerta de la cuadra. Un regimiento que venia muy de prisa llenaba la calle.

— La ciudad se rinde ... ¡Marchaos! —le gritó un oficial. Y luego se dirigió al soldado-: ¡Ya te enseñaré yo a huir por los patios!

Alpatitch entró en la isba, llamó al cochero y le ordenó que se preparara para emprender la marcha. Todos los familiares de Ferapontov salieron detrás de Alpatitch y del cochero. Al ver el humo y hasta las llamas de los incendios que se proyectaban en la posta, las mujeres, silenciosas hasta aquel momento, empezaron a gritar todas a la vez.

Como si les contestaran, se oyeron gritos y chillidos en otras calles.

Alpatitch y el cochero desataron con sus manos temblorosas las riendas de los caballos.

Cuando Alpatitch salió de la cuadra, vio que en el vestíbulo de la posada habia unos diez o doce soldados que hablando atropelladamente llenaban los sacos y las mochilas de harina y de granos de girasol. En aquel momento, Ferapontov entraba en la posada. Cuando se dio cuenta de lo que estaban haciendo los soldados quiso gritar, pero se contuvo y de repente, mesándose los cabellos, se echó a reir, con una risa que parecía más bien un sollozo.

— ¡Cogedlo todo, hijos míos! ¡Que esos diablos no encuentren nada! —gritó cogiendo un saco y tirándolo a la calle.

Algunos soldados, asustados, huyeron corriendo. Otros, continuaron llenando sus sacos.

Al ver que Alpatitch estaba aún alli, Ferapontov se dirigió hasta él.

— ¡Rusia está perdida! —exclamó—. ¡Esto se ha acabado! Yo mismo lo quemare todo ... ¡Esto se ha acabado!

Ferapontov corrió hacia el patio.

La calle seguía llena de gente. Pasaban soldados y más soldados, y Alpatitch tuvo que esperarse, pues no podía dar ni un paso. La mujer de Ferapontov, con los chiquillos, estaba sentada en una carreta esperando también poder salir.

Al bajar hacia el Dniéper, el carruaje de Alpatitch y la carreta de la mujer de Ferapontov, que avanzaban lentamente entre las filas de soldados y entre otros carruajes, tuvieron que detenerse. En una calle próxima a la encrucijada donde se detuvieron, ardían una casa y una tienda.

Por delante del incendio pasaban unas figuras negras y a través del crepitar del fuego se oían las conversaciones y los gritos. Alpatitch, que habia bajado del carruaje, vio que tardarían mucho en poder pasar y enfiló la calle para ver el fuego. Por alli circulaban muchos soldados y Alpatitch vio que dos de ellos, acompañados de un hombre con capa arrastraban unos tizones encendidos hacia un patio vecino.

Alpatitch se acercó a la multitud estacionada ante un cobertizo alto que ardía con toda la fuerza. Las paredes estaban envueltas en llamas, el techo crujía amenazando hundirse y las vigas estaban encendidas. Evidentemente, todos estaban esperando que el cobertizo se hundiese. Alpatitch también esperó.

— ¡Alpatitch! —gritó de repente una voz conocida!

— ¡Padrecito! ¡Excelencia! —contestó Alpatitch al reconocer la voz de su joven principe.

El principe Andrés, envuelto en una capa, montado en un caballo negro, estaba entre la gente y miraba a Alpatitch.

— ¿Qué haces aqui? —preguntó el principe.

— ¡Excelencia! —repuso Alpatitch echándose a llorar—. ¡Estamos completamente perdidos, padrecito! ¿No queda ninguna esperanza?

— ¿Cómo es que estás aquí? —repitió el principe Andrés.

En aquel momento se reavivaron las llamas del cobertizo iluminando la cara pálida y cansada del principe. Alpatitch le explicó cómo estaba alli y las dificultades con que tropezaba para regresar a Lisia Gori.

— ¿Entonces, Excelencia, estamos perdidos? —repitió, acongojado.

El principe Andrés, sin contestarle, cogió su carnet y se puso a escribir con lápiz en una hoja, que luego arrancó. Escribió a su hermana:

Smolensko se ha rendido. Dentro de ocho dias Lisia Gori será ocupada por el enemigo. Marchaos inmediatamente a Moscú. Comunícame en seguida cuándo os marchéis. Envíame un propio a Usviag.

Después de entregar el papel escrito a Alpatitch le dio verbalmente algunas instrucciones sobre los preparativos que tenia que hacer para la partida del principe, de la princesa y del pequeño con el preceptor, y dónde y cómo podía contestarle inmediatamente.

Apenas habia tenido tiempo de darle aquellas órdenes cuando un jefe del Estado Mayor, montado a caballo y acompañado de su séquito, corrió hacia el principe.

— ¿Usted aquí, coronel? —gritó el jefe de Estado Mayor con acento alemán y con una voz que el príncipe conocía perfectamente—. ¿Están quemando las casas delante de usted y no hace nada por impedirlo? ¿Qué quiere decir esto? ¡Usted será responsable!

El que hablaba asi era Derg, ayudante del jefe del Estado Mayor del flanco izquierdo de la infantería del primer ejército, situación muy agradable y de mucho lucimiento, según decia él.

El principe Andrés lo miró y, sin contestarle, continuó hablando con Alpatitch.

— Di que esperaré la contestación hasta el dia 10 y si el dia 10 no he recibido la noticia de que todos se han marchado, lo dejaré todo y yo mismo iré a Lisia Gori.

— Le he dicho esto, principe —repuso Berg al reconocer al principe Andrés—, porque he de cumplir las órdenes que me han dado. Ya sabe que yo las cumplo siempre con exactitud. Le ruego que me perdone ...

El fuego crepitaba cada vez con más fuerza. Pareció apagarse por unos momentos y una densa masa de humo negro se levantó por encima del cobertizo. Se oyó un gran estruendo y el cobertizo se hundió.

Capítulo V

El príncipe Andrés, el 10 de agosto, pasó con su regimiento por la carretera principal cerca del camino que conducía a su casa. A su espalda, las tropas rusas seguían retrocediendo más allá de Smolensko. Los convoyes y la artillería avanzaban sin hacer ruido y la infanleria se ahogaba en el polvo caliente que la noche no habia refrescado. A través de aquel polvo fino y ardiente, los hombres podian mirar fijamente el sol como a través de una densa nube. El sol parecía una enorme esfera de color carmesí. No hacia viento y los hombres se ahogaban en aquella atmósfera quieta. Andaban tapándose la nariz y la boca con los pañuelos. Cuando llegaban a un pueblo se precipitaban todos hacia los pozos. Se peleaban por un poco de agua y bebían hasta el lodo.

El principe Andrés mandaba el regimiento, y su gestión, el bienestar de los soldados y la necesidad de dar y recibir órdenes ocupaban todos sus pensamientos. El incendio de Smolensko y el abandono de la ciudad señalaban una etapa en la vida del principe Andrés.

Un sentimiento de cólera contra el enemigo le hacia olvidar su dolor. En el regimiento se le llamaba nuestro principe. Todos los hombres se sentían orgullosos de él y lo querían. Sin embargo, él no era bueno más que con los hombres de su regimiento, esto es, con Timokhin y los demás, con la gente nueva y forastera, con aquellos que no podian conocer ni comprender su pasado. Pero, cuando se encontraba con uno de sus conocidos del Estado Mayor, se encolerizaba, se ponía de mal humor y se volvía burlón o desdeñoso.

Todo se le presentaba con los más sombríos colores, sobre todo después del 6 de agosto, después de la evacuación de Smolensko, que él creía que hubiera podido y debido defenderse, y después de haber sabido que su padre enfermo había tenido que abandonar Lisia Gori, su querida casa de Lisia Gori que con tanto cariño habia cuidado. Pero, a pesar de esto, gracias al regimiento, el principe Andrés podía distraerse de sus preocupaciones.

El 10 de agosto la columna de la cual formaba parte su regimiento llegó a Lisia Gori.

Dos dias antes, el principe Andrés habia recibido la noticia de que su padre, su hijo y su hermana se habían marchado a Moscú. A pesar de que no tenia nada que hacer en Lisia Gori, resolvió ir, movido por el deseo de ver su casa y con el temor de reavivar su dolor.

Ordenó que le ensillaran un caballo y se dirigió al lugar donde habia nacido. Al pasar junto al estanque, en el que habia siempre docenas de mujeres lavando ropa y hablando, el principe Andrés observó que no había nadie y que una pequeña madera desclavada, cubierta de agua hasta la mitad, flotaba en medio del estanque. El príncipe Andrés se acercó a la casa del guarda. En la puerta cochera no había nadie y la puerta estaba abierta. Los senderos del jardín aparecían cubiertos de hierba, y los terneros y los caballos erraban por el parque inglés.

El príncipe Andrés se aproximó a la casa. La casa estaba cerrada. Abajo había una ventana abierta. Un chiquillo, al darse cuenta de la presencia del príncipe, corrió hacia la casa. Alpatitch había hecho marchar a su familia y se habia quedado solo en Lisia Gori. En aquel momento estaba en su habitación leyendo Vidas de Santos. Al enterarse de que habia llegado el principe salió de la casa, y con las gafas sobre la nariz y abrochándose la chaqueta, corrió hacia el principe. Después, sin decir nada y llorando, se arrodilló y le besó las rodillas. En seguida se levantó, disgustado de su debilidad, y empezó a darle cuenta de la situación de los asuntos. Todos los objetos de valor habían sido trasladados a Bogutcharovo.

Sin escucharle, el principe Andrés preguntó:

— ¿Cuándo se fueron mi padre y mi hermana?

Él queria saber cuándo se fueron a Moscú, pero Alpatitch, suponiendo que se trataba de la partida a Bogutcharovo, contestó que hacia tres dias, y otra vez se puso a detallar los asuntos de la explotación pidiendo instrucciones acerca de lo que debía hacer.

— ¿Quiere usted que entreguemos la cebada a las tropas con un recibo? Aún quedan seiscientos techtverts (Medida que equivale a 297 hectolitros).

— Si, entrégala —repuso en voz alta.

— Seguramente habrá observado usted un poco de desorden en el jardín —dijo Alpatitch—. No hemos podido evitarlo. Han pasado tres regimientos y han permanecido aqui toda una noche, sobre todo los dragones. He tomado nota del grado y del titulo del jefe para presentar la oportuna reclamación.

— ¿Y qué piensas hacer tú? ¿Te quedarás si viene el enemigo? —le preguntó el príncipe.

Alpatitch miró fijamente al principe Andrés y con un gesto solemne levantó un brazo señalando al cielo.

— ¡Él es mi protector! ¡Que se cumpla su voluntad! —dijo.

Un grupo de campesinos y de criados se acercaba al campo a través con la cabeza descubierta.

— ¡Vaya, adiós! —dijo el principe Andrés inclinándose—. Vete de aqui, llévate lo que puedas y ordena a los campesinos que se vayan a la hacienda de Riazán o a Moscú.

Alpatitch volvió a arrodillarse y se le abrazó a las piernas llorando a lágrima viva.

El príncipe lo rechazó con dulzura y espoleando su caballo se fue por la avenida del jardín.

El principe Andrés se sentia un poco mejor desde que se hallaba fuera del círculo de polvo de la carretera por donde avanzaban las tropas. No lejos de Lisia Gori salió otra vez a la carretera y se reunió con su regimiento, cerca de la esclusa del estanque pequeño. El principe Andrés subió a la esclusa y sintió la frescura del agua.

Un soldado joven, rubio, que el principe conocía por haberlo visto entre los de la tercera compañía, con una correa atada a la pantorrilla, retrocedía persignándose al echarse al agua. Otro, un suboficial moreno, despeinado, metido en el agua hasta la cintura, agitaba su cuerpo musculoso resoplando alegremente y se rociaba la cabeza con sus manos negras y velludas.

Oíanse chapoteos, gritos agudos y exclamaciones.

Por todas partes, dentro del estanque y a su alrededor, no se veía más que carne fuerte, blanca, musculosa. Timokhin, con su pequeña nariz encarnada, se secaba con una servilleta. Al ver al principe se sintió cohibido. No obstante, se decidió a hablarle.

— Da gusto, Excelencia. ¿Por qué no se baña?

— El agua está muy sucia —contestó André s haciendo una mueca.

— Si quiere, en seguida le haremos sitio.

Y Timokhin, a medio vestir, se apresuró a apartarse ...

— El principe quiere ...

— ¿Quién? ¿Nuestro principe? —exclamaron varias voces. Todos se apartaron empujándose de tal modo que el principe tuvo trabajo para conseguir que se calmaran. Pensó que seria mejor bañarse bajo el cobertizo.

— ¡Carne de cañón! —murmuró mirando su cuerpo desnudo y temblando, no tanto de frio como de asco y de horror de si mismo al ver aquella enorme cantidad de cuerpos que chapoteaban en el agua sucia.

El dia 7 de agosto, el principe Bragation, en su campo de Mikhailovka, situado en la carretera de Smolensko, escribía la siguiente carta:

Señor conde Alexis Andreievitch.

(Escribía a Araktcheiev, pero como sabia que su carta seria leída por el emperador, meditaba detenidamente, hasta donde se lo permitía su inteligencia, lo que tenia que decir.)

Supongo que el ministro os habrá hecho ya el informe sobre la evacuación de Smolensko.

Es lamentable y triste y todo el ejército está disgustado por haber tenido que abandonar inútilmente el punto más importante. Por mi parte lo he pedido personalmente y con la mayor urgencia, se lo he dicho por escrito al ministro, pero nada he podido conseguir. Os juro por mi honor que Napoleón se encontraba en un callejón sin salida, como no se ha encontrado nunca. Podía perder la mitad de su ejército, pero no podía tomar Smolensko. Nuestras tropas han luchado y luchan como no lo han hecho nunca. Con quince mil hombres he resistido más de treinta y cinco horas y he aplastado al enemigo, pero él no ha querido mantener la lucha ni catorce horas. Es una vergüenza y una mancha para nuestro ejército y me parece que de ser él no tendría que sobrevivir a esta vergüenza. Se dice que nuestras pérdidas son grandes, no es verdad. Tal vez cuatro mil hombres, pero no más, y posiblemente ni esto. Pero aunque, fuesen diez mil, ¿qué se puede hacer? Es la guerra. En cambio, las pérdidas enemigas son considerables.

¿Qué le hubiera costado mantenerse alli dos dias más? Los franceses se hubieran marchado, porque no tenían ni una gota de agua para los hombres ni para los caballos, él me habia dado su palabra de que no retrocedería y de pronto me comunicó que se marchaba por la noche. De esta manera no se puede hacer la guerra y asi conduciremos al enemigo a las mismas puertas de Moscú.

Por aqui corre el rumor de que pensáis hacer la paz. ¡Dios nos libre de ello! ¡Después de tantos sacrificios y de una retirada tan absurda hacer la paz! Levantaríais a toda Rusia contra vos y todos nos avergonzaríamos de nuestro uniforme. Hemos llegado a un extremo en que es preciso luchar mientras Rusia tenga fuerzas, mientras los hombres tengan brazos y piernas.

Ha de haber un solo jefe y no dos. Vuestro ministro tal vez sea bueno en el ministerio, pero no sólo es un mal general sino que no es útil para nada. ¡Y la suerte de nuestra patria está en sus manos! Os aseguro que me vuelvo loco de rabia. Perdonadme si os escribo en este tono de atrevimiento. Unicamente quien no ame al emperador y desee nuestra pérdida puede aconsejar al ministro que haga la paz y que siga mandando nuestro ejército. Os digo la verdad. Preparad las milicias, porque el ministro, de la manera más autoritaria, logrará conducir al invasor hasta la capital. El señor general ayudante de campo del emperador, Wolzogen, es muy sospechoso y todo el ejército desconfia de él. Se dice que es más de Napoleón que nuestro, y es él quien aconseja al ministro. Yo no sólo le trato cortésmente, sino que lo obedezco como un subordinado, a pesar de que tengo más edad que él. ¡Es triste! Pero obedezco por amor a mi emperador. Es una lástima, sin embargo, que el emperador confie a gente de esta clase la gloria del ejército. Imaginaos que con nuestra retirada hemos perdido más de quince mil hombres, muertos de fatiga o en los hospitales, y que, si hubiéramos atacado, las cosas hubieran ido de otro modo. Pensad, en nombre de Dios, qué dirá Rusia, nuestra madre, si tenemos miedo y abandonamos a los canallas esta patria, buena y amada y si suscitamos en los hombres un sentimiento de odio y de vergüenza. ¿Por qué hemos de tener miedo? Yo no tengo la culpa de que el ministro sea un hombre indeciso, miedoso, lento, nebuloso. No tengo la culpa de que tenga todos los defectos. El ejército llora y le colma de injurias.

Capítulo VI

Entre las innumerables subdivisiones que se pueden establecer en los fenómenos de la vida, hay unas en las cuales predomina el fondo y otras en las cuales predomina la forma, Desde este punto de vista puede oponerse la vida en el campo, en el distrito, en la provincia y hasta en Moscú, a la vida de San Petersburgo y sobre todo a la vida del salón. Esta es una vida inmutable. Desde 1805 acá nos habíamos reconciliado y querellado con Bonaparte, habíamos hecho y deshecho una constitución, pero el salón de Ana Pavlovna era igual que siete años antes y el de Elena igual que cinco años atrás. En casa de Ana Pavlovna se hablaba con la misma extrañeza de los éxitos de Bonaparte y sólo se veia en él, como en el acuerdo de los emperadores europeos con el francés, una conjuración cuyo único objeto era molestar e inquietar a aquel circulo de la corte del que Ana Pavlovna se consideraba representante indiscutible. En casa de Elena, que Rumiantzev honraba con sus visitas, pues la consideraba una mujer extraordinaria por su inteligencia, en 1812, igual que en 1808, se hablaba con entusiasmo de la gran nación y del gran hombre, se lamentaba la ruptura con los franceses y, según la opinión de las personas que se reunían en el salón de Elena, todo aquello tenia que acabarse con la paz.

Los acontecimientos militares eran seguidos con avidez y se propalaban los ramores más favorables a nuestro ejército. En el circulo de Elena y de Rumiantzev se desmentían los rumores referentes a la crueldad del enemigo en la guerra y se discutían las tentativas hechas por Bonaparte para conseguir una reconciliación. En general, en el salón de Elena, la guerra estaba representada por los optimistas y era considerada como un proceso de manifestaciones estériles que pronto acabarían con la paz; y la opinión dominante éra la que Bilibin, que entonces vivia en San Petersburgo y era uno de los asiduos de Elena, habia expuesto diciendo que no era la pólvora, sino los que la habían inventado, los que tenían que decidir el asunto. En aquel circulo se ridiculizaba muy espiritualmente, pero con prudencia, el entusiasmo de Moscú, cuyo eco llegó a San Petersburgo al mismo tiempo que el emperador. En el circulo de Ana Pavlovna, por el contrario, aquel entusiasmo era admirado y se habló de él como Plutarco habla de los antiguos. El príncipe Basilio que, como siempre, ocupaba los mismos puestos importantes, era el lazo de unión entre los dos círculos. Frecuentaba la casa de mi buena amiga Ana Pavlovna, y luego iba al salón díplomático de la familia.

Poco tiempo después de la llegada del emperador, el principe Basilio se puso a hablar en casa de Ana Pavlovna de cuestiones militares censurando duramente a Barclay de Tolly y mostrándose indeciso respecto a quién habia que nombrar para el cargo de comandante jefe.

Uno de los invitados, del cual se decia que era hombre de mucho mérito, después de explicar que aquel dia habia visto a Kutusov designado jefe de reclutamiento de San Petersburgo para presidir la recepción de soldados se permitió expresar prudentemente la suposición de que Kutusov seria el hombre que satisfaría todas sus esperanzas.

Ana Pavlovna sonrió irónicamente y objetó que Kutusov no habia proporcionado al emperador más que disgustos.

— Lo he dicho y lo he repetido en la asamblea de la nobleza —intervino el principe mismo— pero no me han querido escuchar. He dicho que su elección para el cargo de jefe de reclutamiento no seria del agrado del emperador. No me han hecho caso. ¡Y todo eso por querer imitar los entusiasmos estúpidos de Moscú!

El principe Basilio se habia olvidado de que si en los salones de Elena habia que ridiculizar el entusiasmo de los moscovitas en casa de Ana Pavlovna era necesario admirarlo. Sin embargo en seguida se dio cuenta de su error y se apresuró a rectificar.

— El principe Kutusov hará un buen papel en la jefatura de reclutamiento porque ese es un puesto a propósito para él, que es el militar más viejo de Rusia. Pero, en cambio, ¿es posible nombrar general jefe a un hombre que no puede montar a caballo, que se duerme en el Consejo y que tiene unas costumbres depravadas? ¿Es que no se acuerdan del papel que hizo en Bucarest? No hablo de sus cualidades como general, pero considero imposible nombrar para ese cargo a un hombre que se cae de viejo y además es ciego, lo que se dice ciego. ¡No ve nada, puede jugar a la gallina ciega, no ve absolutamente nada!

Nadie se creyó en el caso de contradecirle, porque el 24 de julio todo esto era cierto. Pero el 29 de julio, Kutusov recibió el titulo de principe. Aquel titulo podía significar que querian quitárselo de delante y es por esto que el principe Basilio era justo, aunque nadie tuviera interés en expresarlo en aquellos momentos. Sin embargo, el dia 8 de agosto un comité formado por el general feld-mariscal Saltikov, Araktcheiev, Kotchubey, Viasmitnov y Loputkhin se reunió para discutir la marcha de la guerra. El mismo dia Kutusov fue nombrado generalísimo de todos los ejércitos y de todos los territorios ocupados por las trpas rusas.

El dia 9 de agosto el principe Basilio se encontraba otra vez en casa de Ana Pavlovna con el hombre de mucho mérito. El hombre de mucho mérito hacia la corte a Ana Pavlovna porque deseaba ser nombrado inspector de un establecimiento de enseñanza de niñas. El principe Basilio entró en el salón con el aire victorioso y feliz de un hombre que ha logrado ver conseguido su mayor deseo.

— ¿Ya sabéis la gran noticia? ¡El principe Kutusov es mariscal! Han cesado todos los desacuerdos. ¡Estoy muy contento, muy contento!

Y como todos le mirasen extrañados, añadió:

— ¡Por fin tenemos un hombre!

El hombre de mucho mérito, a pesar del deseo que tenia de ser nombrado inspector, pudo contenerse y recordó al principe su opinión del dia anterior.

— ¡Pero si dicen que es ciego, principe! —dijo recordando al principe sus propias palabras.

— ¡Bueno, bueno, ve todo lo que ha de ver! —repuso el principe con voz baja, rápidimente, tosiendo un poco—. Tiene bastante buena vista ... Lo que más me satisface es que el emperador le ha concedido plenos poderes como no los ha tenido nunca ningún otro generalísimo. ¡Es un autócrata!

— ¡Dios nos asista! —dijo Ana Pavlovna.

El hombre de mucho mérito, poco habituado todavía a la vida de sociedad de la corte, creyó halagar a Ana Pavlovna defendiendo su antiguo criterio y repuso:

— Dicen que el emperador no ha conferido de muy buena gana este poder a Kutusov. Aseguran que se ha erguido como una señorita que recitara la Gioconda al decirle el soberano y la patria os confieren este honor ....

— Tal vez el corazón no ha tomado parte en la ceremonia —objetó Ana Pavlovna.

— ¡Oh, no, no! —interrumpió con ardor el principe Basilio—. Esto no es posible porque el emperador lo ha apreciado mucho siempre.

— Dios quiera que el principe Kutusov coja efectivamente el poder y que no permita a nadie obstaculizar su labor —dijo Ana Pavlovna.

El principe Basilio comprendió en seguida quién era aquel nadie y murmuró:

— Sé por muy buen conducto que Kutusov ha puesto como condición absoluta que el principe heredero no vaya al ejército. Le ha dicho al emperador: No puedo castigarlo si comete alguna falta y no puedo recompensarlo si hace algo bien hecho. ¡Oh, el principe es muy inteligente! Hace muchos años que lo conozco.

— También dicen —insistió el hombre de mucho mérito, demostrando cada vez más su falta de tacto cortesano— que el generalísimo ha impuesto asimismo la condición de que ni el mismo emperador vaya al ejército ...

El principe Basilio y Ana Pavlovna le volvieron la espalda y, admirados de aquella inocencia, se miraron sonriendo.

Capítulo VII

Los franceses, mientras los hechos narrados con anterioridad transcurrían, ejaban atrás Smolensko y continuaban su inexorable marcha hacia Moscú. El historiador de Napoleón Thiers, igual que los demás historiadores del emperador francés, al intentar rehabilitar al héroe, afirma que Napoleón era atraído hacia los muros de Moscú contra su voluntad.

Indudablemente tiene razón, como la tienen todos los historiadores que buscan la explicación de los acontecimientos históricos en la voluntad de un solo hombre. Tiene razón como la tienen los historiadores rusos que afirman que Napoleón fue atraído a Moscú por la habilidad de los capitanes de Rusia.

Después de Smolensko, Napoleón busca la batalla más allá de Dorogobusc, cerca de Viazma, y en seguida cerca de Czarevo-Zaimistché. Pero por una serie incontable de circunstancias se encuentra con que los rusos no pueden aceptar la batalla hasta Borodino, a ciento doce verstas de Moscú.

Desde Viazma, Napoleón da orden de marchar directamente sobre Moscú, la capital asiática del gran imperio, la ciudad sagrada de los pueblos de Alejandro. Moscú, con sus innumerables iglesias en forma de pagodas chinas, no dejaba en reposo la imaginación de Napoleón. La etapa Viazma-Czarevo-Zaimistché, Napoleón la hizo a caballo, acompañado de la guardia de pajes y de ayudantes de campo. El jefe del Estado Mayor, Berthier habia quedado un poco rezagado para interrogar a un prisionero ruso capturado por la caballería. Al galope, acompañado del traductor Lelonne d'Ideville, se reunió con Napoleón y con una cara muy alegre detuvo el caballo.

— ¿Y bien? —preguntó el emperador.

— Es un cosaco de Platov. Dice que el cuerpo de Platov se une al ejército y que Kutusov ha sido nombrado generalísimo. Es muy inteligente y muy hablador.

Napoleón sonrió. Ordenó que le facilitasen un caballo al cosaco y que lo condujeran a su presencia. Deseaba hablarle personalmente.

Algunos ayudantes de campo corrieron para transmitir las oportunas órdenes, y al cabo de una hora el asistente que Denisov habia cedido a Rostov, aquel Labrutchka, con traje de servicio, montado en una silla de caballería francesa, con cara de picaro, alegre y avinado, se acercó a Napoleón. El emperador hizo que se pusiera a su lado y comenzó a interrogarle.

— ¿Eres cosaco?

— Cosaco, Excelencia.

El cosaco, ignorando con quien estaba hablando, porque la sencillez de Napoleón no podía revelar a una imaginación oriental la presencia de un soberano, habló con la más extremada familiaridad de las cuestiones de la guerra, dice Thiers al describir este episodio.

Contra la opinión de Thiers, reconoció en seguida a Napoleón y en vez de sentirse confundido, procuró con toda su alma conquistar el favor de sus nuevos amos.

Explicó todo lo que se decia entre los asistentes. La mayor parte de estos comentarios eran ciertos; pero cuando Napoleón le preguntó si los rusos creian que vencerían a los franses o no lo creian, olfateó un lazo en aquella pregunta y reflexionó un momento arqueando las cejas.

— Si hay pronto una batalla —contestó con aire pensativo—, venceréis vosotros. Es seguro. Pero si la batalla es de aqui a tres dias, entonces os puede ir mal.

Esto fue traducido a Napoleón en la forma siguiente:

Si la batalla se da antes de tres dias, los franceses la ganarán; pero si se da más tarde, dios sabe lo que pasará.

Lelorme d'Ideville hizo la traducción sonriendo.

Napoleón no sonrió, a pesar de que estaba de buen humor, y ordenó que le repitiesen aquellas palabras.

Labrutchka lo miró, y para animarlo le dijo, fingiendo que no conocía a su interlocutor:

— Nosotros sabemos que hay un Bonaparte que ha vencido a todo el mundo, pero con nosotros es otra cosa.

Sin saber cómo ni por qué el patriotismo se filtraba por fin en sus palabras.

El traductor transmitió la primera parte de la frase, callándose el final. Bonaparte sonrió. El joven cosaco hizo sonreír a su poderoso interlocutor, dice Thiers. Después de dar algunos pasos en silencio, Napoleón se dirigió a Berthier y le dijo que queria saber qué efecto le produciría a aquel muchacho del Don la noticia de que el hombre con el cual estaba hablando era el mismo emperador, aquel emperador que habia inscrito en las Piráides su nombre glorioso.

Y asi lo hizo.

Labrutchka, comprendiendo que lo querían deslumbrar y que Napoleón se imaginaba que lo asustaría, quiso dar gusto a sus nuevos amos y fingió admirarse, asustarse. Abrió desmesuradamente los ojos y puso la misma cara que cuando en su campamento se lo llevaban a apalearlo después de haber cometido alguna falta.

Napoleón, después de recompensarlo, ordenó que lo pusieran en libertad, como a un pájaro al que se deja retomar a los campos que lo han visto nacer, dice Thiers.

Napoleón siguió avanzando sin dejar de soñar en aquel Moscú que ocupaba sus pensamientos, mientras el pájaro que retorna a los campos que lo han visto nacer galopó hacia las avanzadas reflexionando acerca de lo que diría a los suyos. No queria explicar lo que realmente le habia ocurrido porque le parecía indigno explicarlo.

Se reunió con los cosacos, preguntó dónde estaba el regimiento que formaba parte del destacamento de Platov, y aquella misma noche volvió a encontrar a su amo Nicolás Ratov. Estaba en Jankovo y acababa de montar a caballo para dar, con Ilin, un paseo por los pueblos vecinos. Ordenó que dieran otro caballo a Labrutchka y se lo llevó con él.

Capítulo VIII

A pesar de la creencia del principe Andrés, lo que le tranquilizaba un tanto, la princesa Maria no se encontraba fuera de peligro, y mucho menos en Moscú.

Después del regreso de Alpatitch, de Smolensko, el viejo principe pareció reanimarse de repente. Ordenó reunir a los campesinos y armarlos, y escribió una carta al general en jefe anunciándole su propósito de permanecer en Lisia Gori hasta el último momento y defenderse contra el invasor.

Sin embargo, el viejo principe dio las oportunas órdenes para preparar la marcha de la princesa, de Desalles y de su nieto a Bogutcharovo y de alli a Moscú. La princesa María asustada de la actividad febril, sin descanso, de su padre, actividad que subsistia a su antiguo abatimiento, no podia decidirse a dejarle solo, y por primera vez en la vida se permitió desobedecer sus órdenes. Se negó a marcharse y hubo de sufrir la terrible cólera del príncipe.

Al dia siguiente, después de la marcha de su nieto, el principe se puso el uniforme de gala y se preparó para ir a ver al generalísimo. El coche estaba ya al pie de la puerta y la princesa Maria lo vio salir con su uniforme y con todas las condecoraciones y dirigirse al jardín para pasar revista a los campesinos armados y a los criados. La princesa estaba sentada junto a la ventana y escuchaba la voz de su padre, que resonaba en el jardín. De repente, algunas personas, con la cara asustada, corrieron por la avenida.

La princesa Maria salió a la puerta y se dirigió presurosa a aquel lugar. Un grupo de campesinos venia hacia ella y, en medio de ellos, unos hombres llevaban en brazos un viejecito. La princesa corrió hacia el grupo. Con el movimiento de las pequeñas manchas de luz que caían a través del ramaje de los árboles de la avenida, no se podia dar exacta cuenta de los cambios de expresión de las caras de aquellos hombres. Únicamente vio una cosa: que la expresión habitual de la cara del viejo principe, severa y decidida, había sido sustituida por una expresión de timidez y docilidad.

Alli lo dejaron sobre aquel diván que tanto miedo le daba desde hacia algún tiempo.

El médico, llamado urgentemente, acudió aquella misma noche, y, después de sangrar al principe, declaró que sufría una parálisis del lado derecho. Cada vez era más peligroso quedarse en Lisia Gori y, al dia siguiente, el principe fue trasladado a Bogutcharovo. El médico lo acompañó.

Cuando llegaron a Bogutcharovo, Desalles y el principe nieto ya hablan salido para Moscú. El viejo principe, siempre en el mismo estado, ni mejor ni peor, paralítico, pasó tres semanas en Bogutchorovo, tendido en una cama, en la casa nueva construida por el principe Andrés. Habia perdido el conocimiento.

No podía caber la menor duda de que sufría física y moralmente y, por desgracia, no habia para él esperanza de salvación. No se podia pensar en trasladarlo, pues se exponían a que se les muriera por el camino. La princesa Maria llegó a pensar que seria mejor que acabara todo de una vez. Se pasaba el dia y la noche a su lado, sin dormir, y, terrible es decirlo, a veces lo miraba, no con la esperanza de notar un síntoma de mejoría, sino con el deseo de ver el indicio de un próximo fin.

Por horrible que le pareciera a la princesa tener que confesarse este sentimiento el caso es que no podia dejar de experimentarlo. Y lo que es aún má s horrible, es que desde la enfermedad de su padre se desvelaban en ella todos los deseos y las ambiciones personales que dormían en el fondo de su espíritu. Quedarse en Bogutchorovo era peligroso.

Por todas partes se oía decir que los franceses avanzaban, y en un pueblo, situado a quince verstas de Bogutchorovo, una finca habia sido saqueada por las avanzadillas francesas.

El médico insistía en la necesidad de alejar al principe de aquel lugar. El mariscal de la nobleza envió un funcionario a la princesa Maria para suplicarle que se marchara lo antes posible. El inspector de policía, que habia ido a Bogutchorovo, insistió igualmente diciendo que los franceses se hallaban a cuarenta verstas, que por los pueblos circulaban proclamas francesas y que si la princesa no se marchaba antes del dia 15 con su padre, él no respondía de nada.

La princesa decidió partir el dia 15. Las preocupaciones de la marcha y las órdenes que tenia que dar, pues todos se dirigían a ella, la tuvieron ocupada el dia entero.

La noche del 14 al 15 la pasó, como de costumbre, en la habitación contigua a la del príncipe, sin desnudarse. Se despertó muchas veces, escuchó la respiración fatigada, el crujir de la cama y los pasos de Tikhon y del criado. Queria entrar y no se atrevía.

Aunque su padre no hablara, la princesa Maria se daba cuenta de que le era desagradable cualquier expresión suya de temor respecto a él. Observaba el disgusto con que el enfermo apartaba su vista cuando veia que ella le miraba y sabia que su presencia por la noche, en horas desacostumbradas, le molestaba extraordinariamente.

Sin embargo, nunca le habia parecido tan doloroso perder a su padre como en aquellas circunstancias. Entre sus recuerdos, irrumpían a veces diabólicas tentaciones; el pensamiento: ¿Qué pasará después de su muerte y qué haré de mi vida libre?, se le presentaba a veces en la imaginación, pero lo rechazaba con horror. Por la mañana el principe pareció sosegarse un poco, y ella se durmió.

Se despertó tarde. Se vistió, rezó sus oraciones y salió al portal. Frente a la puerta habia dos coches, aún sin caballos. Unos criados iban colocando los equipajes en los coches.

La mañana era tibia y gris. La princesa Maria se detuvo en la entrada. Sentia todo el horror de su cobardía moral y procuraba poner en orden sus pensamientos antes de entrar a ver a su padre. El doctor bajó la escalera y se le acercó.

— Hoy está un poco mejor —le dijo—. La he estado buscando a usted. Se puede entender algo de lo que dice y tiene la cabeza más despejada. Vamos, quiere verla a usted.

Al oir esto, el corazón de la princesa Maria pareció querer saltársele del pecho. Palideció intensamente y tuvo que apoyarse en el quicio de la puerta para no caerse. Verle, hablarle, presentarse a sus ojos cuando tenia el alma llena de horribles tentaciones criminales, era para la princesa Maria un tormento y una alegría como una mezcla de angustia y de placer.

— Vamos —insistió el doctor.

La princesa María entró en la habitación de su padre y se acercó al lecho y le besó la mano. La mano izquierda del principe estrechó con tanta fuerza la de ella, que le hizo daño.

Horrorizada, la princesa lo miraba procurando adivinar qué queria. Cuando hubieron cambiado de posición al enfermo, se le acercó tanto como pudo hasta que vio su propia cara reflejada en el ojo izquierdo de su padre.

La princesa Maria lo miraba con atención concentrada. El esfuerzo que hacía para mover los labios y la lengua obligó a la princesa a bajar los ojos para disimular el dolor que la embargaba y ocultarle el llanto, que no podia reprimir. El principe dijo algo repitiendo muchas veces la misma palabra. Ella no podia entenderlo, pero procuraba adivinar lo que le decia y repetía interrogativamente las palabras que el viejo principe pronunciaba.

Era completamente imposible saber lo que queria decir. El doctor creyó adivinarlo y, repitiendo las palabras, preguntó:

— ¿Acaso quiere decir que la princesa tiene miedo? El anciano movió la cabeza negativamente y volvió a repetir lo que habia dicho antes.

— El alma ... ¿Qué el alma sufre? —preguntó, adivinando, la princesa Maria.

El principe hizo un gesto afirmativo y cogiéndole la mano empezó a estrecharla contra diversas partes de su pecho, como si buscara un lugar a propósito.

— Siempre pienso en ti —murmuró con voz más clara y de una manera mucho más inteligible que antes.

La princesa apoyó la cabeza en la mano de su padre para ocultar las lágrimas. Él le acarició los cabellos.

— Toda la noche te he estado llamando —prosiguió el anciano.

— ¡Si yo lo hubiera sabido! —dijo ella a través de las lágrimas—. No me atrevía a entrar ...

Él le estrechó la mano.

— ¿No has dormido?

— No, no he dormido —dijo ella moviendo negativamente la cabeza.

Sometida sin voluntad a su padre, procuraba hablar como él, sobre todo con señas y fingiendo mover la lengua con esfuerzo.

— Hija mía ... amiga mía ...

La princesa no pudo entender bien las palabras de su padre, pero por la expresión del rostro del enfermo comprendió que habia dicho una palabra cariñosa.

— ¿Por qué no has venido? —articuló el principe.

Entonces la princesa Maria pensó, con más horror que nunca, que le habia estado deseando la muerte.

Él calló, pero unos instantes después repuso:

— Gracias, hija mía ... amiga mía ... por todo ... por todo ... perdón ... Maria ... perdóname ... — Y llenándosele los ojos de lágrimas, añadió—: ¡Gracias ...! —Hizo otra pausa como para concentrar sus fuerzas—. Traed a Andrutchka ...

Al formular esta petición, su rostro expresó una timidez infantil, desconfiada. Parecía como si él mismo se diera cuenta de que su petición no tenia ningún sentido.

Esto, por lo menos, fue lo que le pareció a la princesa Maria.

— He recibido una carta de él —contestó.

Él la miró extrañado.

— ¿Dónde está ahora?

— Está en el ejército, padre mío ... En Smolensko.

El príncipe permaneció callado un rato con los ojos cerrados. Luego, como para responder a sus propias dudas y demostrar que lo había comprendido todo, movió afirmativamente la cabeza y abrió los ojos.

— Si —dijo claramente y con dulzura—. ¡Rusia está perdida ¡La han perdido!

Lloró al decir esto y las lágrimas le resbalaron por las mejillas.

La princesa Maria no pudo contenerse más y también se echó a llorar.

El anciano cerró otra vez los ojos y con la mano hizo una seña. Tikhon lo comprendió en seguida y fue a secarle las lágrimas. Después dijo algo que la princesa no pudo comprender. Tikhon, en cambio, lo entendió y se apresuró a decirlo.

— Ponte el vestido blanco ... M e gusta ...

Al oir aquellas palabras la princesa se puso a sollozar y el doctor la cogió por el brazo y la condujo a la habitación que daba a la terraza, recomendándole que se calmara y que se preocupara de los preparativos de la marcha.

Cuando la princesa hubo salido de la habitación, el anciano empezó a hablar de su hijo, de la guerra y del emperador. Frunció las cejas con ira, levantó la voz cada vez más ronca y tuvo el segundo y último ataque.

La princesa Maria se quedó en la terraza. El tiempo habia mejorado y hacia calor. Ella no podía comprender, ni sentir, ni pensar. Estaba completamente entregada al cariño apasionado que sentia por su padre, pareciéndole que lo habia ignorado hasta aquel momento, corrió al jardín y huyó hacia el estanque por la avenida de los tilos nuevos, plantados por el principe Andrés.

— Si ... ¡Yo le he deseado la muerte! ¡He deseado que se muriera en seguida ...! ¡He querido deshacerme de él ...! ¿Y qué será de mi ...? No podré vivir tranquila cuando él ya no esté —murmuraba en voz alta oprimiéndose el pecho con las manos.

Cuando regresó a la casa se dio cuenta de que la señorita Bourrienne, que no habia podido marcharse y que se habia quedado en Bogutchovoro, se dirigía hacia ella acompañada de un hombre desconocido. Era el mariscal de la nobleza que iba a insistir cerca de la princesa en la necesidad de que se marcharan en seguida. Hizo entrar al mariscal y lo invitó a almorzar, sentándose con él a la mesa, pero poco después se excusó y fuese hacia la habitación de su padre. Al acercarse a la puerta se encontró con el doctor que salía con el rostro desencajado y que no la dejó entrar.

— ¡Váyase, princesa!

Ella volvió al jardín y se sentó sobre la hierba cerca del estanque, en un lugar donde nadie podia verla. No hubiera podido decir exactamente cuánto tiempo permaneció alli.

Los pasos de una mujer que corria por la avenida la sacaron de su abstracción. Se levantó y vio a Duniatcha, su camarera, que evidentemente la buscaba. De repente, como asustada al encontrar a su señorita, la muchacha se detuvo.

— Venga, princesa ... El principe ...

— En seguida ... Ya voy —contestó apresuradamente la princesa sin dar tiempo a Duniatcha de acabar lo que iba a decir. Y echó a correr hacia la casa.

Princesa, ¡se ha cumplido la voluntad de Dios! ¡Sea usted fuerte! —le dijo el mariscal de la nobleza deteniéndola al pie de la puerta de entrada.

— ¡Dejadme! ¡No, no es verdad! —gritó ella con aspereza.

El doctor también quiso detenerla, pero ella lo apartó y corrió hacia la habitación del principe. ¿Por qué quieren detenerme esos hombres con cara asustada? ¡No necesito a nadie! ¿Qué hacen aqui?, murmuraba subiendo la escalera.

Abrió la puerta del cuarto de su padre y la luz clara del día en aquella habitación que poco antes estaba casi a oscuras le produjo un terror indecible. Habia muchas mujeres, algunas criadas. Todas se apartaron para dejarle paso. El principe estaba acostado en la cama, tal como ella lo habia dejado, pero la pétrea y severa inmovilidad de su semblante detuvo a la princesa en la puerta.

— ¡No ... no ha muerto ... no es posible! —murmuró la princesa, acercándose al lecho. Y dominando el horror que sentia, posó sus labios en la mejilla fría del cadáver, pero en seguida retrocedió unos pasos. Toda la fuerza de la ternura que sentia por su padre desapareció espontáneamente, cediendo ante la impresión de terror que le producía la visión de la muerte.

— ¡Ya no existe ...! ¡Ya no existe ...! ¡Ya no existe! —repitió en voz baja, sintiendo toda la grandeza de aquel terrible misterio. Y cubriéndose el rostro con las manos, cayó en los brazos del doctor que se apresuro a sostenerla.

Capítulo IX

Las costumbres, los modos de hablar de aquellos campesinos en el pueblo donde se encontraba ahora el principe Andrés, eran distinto a los de Lisia Gori. Incluso su caracter diferia de aquéllos.

La última estancia del principe Andrés en Bogutcharovo, a pesar de las innovaciones que habia establecido —hospitales, escuelas, disminución de los arrendamientos—, no habia dulcificado las costumbres de aquella gente. Al contrario, habíase acentuado aquel rasgo de carácter que el viejo principe llamaba salvajismo.

Bogutcharovo estaba rodeado de pueblos grandes, pertenecientes unos a la Corona otros a particulares. La mayoría de estos particulares vivían en sus propiedades y cobraban los arrendamientos. No habia muchos siervos, y de éstos eran muy pocos los que sabían leer y escribir. En la existencia de los campesinos de aquella región, la corriente misteriosa de la vida popular rusa, cuya causa y cuyo sentido son inexplicables para los contemporáneos, era aún más intensa, más acentuada.

En 1812 cualquiera que viviese en contacto con el pueblo podia darse cuenta de que aquellas ideas misteriosas fermentaban y que su exteriorización estaba cada dia más próxima.

Alpatitch al ir a Bogutcharovo poco tiempo antes de la muerte del viejo príncipe habia observado que se producía un movimiento en el pueblo y que, ontrariamente al que ocurria a sesenta verstas alrededor de la región de Lisia Gori, donde todos los campesinos huian abandonando a los cosacos los pueblos para que los saquearan, los campesinos de Bogutcharovo, por la parte de las estepas, mantenían relaciones con los franceses, recibían papeles que circulaban entre ellos y no se movían de sus casas. Habia sabido por criados fieles que el campesino Karp, que se habia marchado hacia poco con el carro de la administración y que tenia una gran influencia en el municipio, habia dicho al regresar que los cosacos destruían los pueblos abandonados por sus habitantes y que, en cambio, los franceses no les hacían nada. Sabia que el dia anterior otro campesino habia traído del pueblo de Vislukhovo, donde se hallaban ya los franceses, un papel del general francés en el cual se decía a los hombres que no se les haría ningún daño y que se les pagaría todo lo que se les cogiese si no se marchaban del pueblo. Como prueba, el campesino había traído de Vislukhovo un billete de Banco de cien rublos que le habían dado a cuenta del heno que les proporcionaría. Naturalmente, el campesino ignoraba que el billete era falso.

Por último, y esto era lo más importante, Alpatitch se enteró de que el mismo dia que él había ordenado al estarosta que reuniera los carros para llevarse el equipaje de la princesa de Bogutcharovo, los campesinos se habían reunido y acordado no moverse y esperar. No obstante, el tiempo apremiaba. El dia de la muerte del principe, el 15 de agosto, el mariscal de la nobleza insistió para que el primer coche conduciendo a la princesa saliera en seguida, pues se acercaba el peligro y decia que después del 16 no podia responder de nada.

Hacia treinta años que Bogutcharovo estaba dirigido por aquel estarosta que se llamaba Dron y a quien el viejo príncipe llamaba afectuosamente Dronutchka.

Los campesinos lo temían más que al amo. Los señores, el principe viejo, los príncipes jóvenes y el gerente, lo respetaban, y, bromeando con él, le llamaban el ministro.

Durante el desempeño de su cargo, Dron no habia estado una sola vez enfermo ni se le habia visto una sola vez borracho. Alpatitch, que llegaba de Lisia Gori fatigado y maltrecho, envió a buscar a Dron el dia del entierro del principe y le ordenó que tuviera preparados doce caballos para los carruajes de la princesa y dieciocho carros para el equipaje que tenia que llevarse de Bogutcharovo. Pero el estarosta Dron, después de escuchar la orden en silencio, bajó los ojos. Alpatitch le iba nombrando los campesinos que conocía cuyos carros queria que fueran requisados. Dron contestó que los campesinos tenían ocupados os caballos en las faenas del campo. Entonces, Alpatitch nombró otros, porque, después de todo, lo mismo daba.

Dron acabó diciendo que era materialmente imposible procurarse suficientes caballos, no sólo para los carros de los equipajes, sino hasta para los coches.

Alpatitch miró fijamente a Dron y frunció el entrecejo. Si Dron era un estarosta modelo, también Alpatitch conocía su obligación. Al mirar a Dron comprendió en seguida que sus respuestas no eran la expresión de sus pensamientos, sino de la opinión general de los campesinos de Bogutcharovo que el estarosta habia ya pulsado. Pero al mismo tiempo pensó que Dron, enriquecido, odiado por los labriegos, tenia que dudar entre aquellos dos campos: el de los señores o el de los campesinos.

— Mira, Dronutchka —le dijo—, no me vengas con cuentos. Su Excelencia el principe Andrés Nicolaievitch me ha ordenado personalmente que hiciera marchar a todo el mundo y que no dejara a nadie entre las manos del enemigo. En esta cuestión hay una orden del zar y el que se quede será traidor al zar, ¿me entiendes?

— Entiendo —repuso Dron, sin levantar los ojos.

A Alpatitch no le satisfizo esta respuesta.

— ¡Me parece, Dron, que esto irá mal! —dijo moviendo la cabeza.

— Como usted quiera —murmuró Dron con tristeza.

— ¡Vaya, Dron, basta! —gritó Alpatitch, sacándose la mano del bolsillo y señalando bien abajo los pies del estarosta—. No solamente te veo atravesado de parte a parte, sino que te veo ya enterrado.

Dron, cada vez má confuso, miró furtivamente a Alpatitch y bajó los ojos otra vez.

— Basta ya de tonterías y di a la gente que se prepare para marchar a Moscú y que mañana los carros estén preparados para transportar el equipaje de la princesa, ¿me has entendido?

De repente, Dron cayó de rodillas.

— Yakov Alpatitch, relévame de esta obligación ... ¡Quítame las llaves, pero relévame de esto, en nombre del Señor ...!

— No me vengas con tonterías —replicó severamente Alpatitch—. Os conozco a todos desde lejos.

Dron se levantó y quiso decir algo, pero Alpatitch no le dejó.

— ¿Qué es lo que habéis tramado? ¿Qué pensáis hacer?

— ¿Qué puedo yo contra el pueblo? —exclamó Dron—. Se han rebelado. Yo bien les digo ...

— ¿Se emborrachan? —preguntó secamente Alpatitch, interrumpiéndole.

— Todos se han emborrachado, Yakov Alpatitch ... Han traído otro barril.

— Pues escucha ... yo iré a ver al jefe de policía y tú di a los campesinos que no beban más y que preparen los carros.

— Obedezco.

Yakov Alpatitch no insistió más. Se conformó con el dócil y lacónico obedezco de Dron, a pesar de que estaba casi seguro de que sin el apoyo de la tropa los carros no serian cargados.

En efecto, por la tarde los carros no estaban preparados.

Alpatitch, sin decir nada a la princesa de lo ocurrido, mandó descargar sus equipajes que llegaban de Lisia Gori y preparar sus caballos para el coche mientras él iba a ver a las autoridades.

Capítulo X

La princesa Maria, luego de la muerte de su padre, de su entierro, se encerró en sus habitaciones sin querer ver a nadie, sin querer oir a nadie tampoco. Esto ocurria antes de la conversación de Alpatitch con el estarosta. La princesa María se levantó del diván donde se habia echado, y a través de la puerta cerrada dijo que, de momento, no marcharía y que la dejaran tranquila de una vez.

De pronto, la marcha de sus pensamientos se detuvo. Inconscientemente, se arregló los cabellos y se acercó a la ventana respirando, a pesar suyo, la frescura de aquel atardecer claro y sin viento.

— Ahora puedo admirar el crepúsculo —murmuró—. El ya no está y nadie puede impedírmelo.

Se sentó en una silla y apoyó la cabeza en el marco de la ventana.

Alguien, con una voz dulce y tierna, la llamó desde el jardín y le besó la cabeza. La princesa se volvió, sorprendida. Era la señorita Bourrienne. Llevaba un vestido negro adornado con crespón. Se acercó poco a poco a la princesa Maria, la besó otra vez suspirando y se echó a llorar. Todas las disputas que habia tenido con ella y los celos que le habia inspirado renacieron en la princesa.

La señorita Bourrienne siguió llorando y besando la mano de la princesa y habló de la pena que sentían las dos.

— Su situación es doblemente terrible, querida princesa —dijo la señorita Bourrienne después de un corto silencio—. Comprendo que no pueda pensar más que en usted, pero yo, por la amistad que le tengo, he de pensar en otras cosas. ¿Ha visto usted a Alpatitch? ¿Le ha hablado de la marcha?

La princesa no contestó. No comprendía que tenía que marcharse. No le era posible pensar en nada ni hacer nada, y todo le era indiferente.

— ¿Ya sabe usted, querida María, que estamos en peligro, que estamos rodeados de franceses y que es peligroso marchar ahora? Si salimos de aqui, es casi seguro que seremos apresadas, y Dios sabe ...

La princesa Maria miró a su amiga sin comprender lo que decia.

— ¡Ah, si usted supiera lo poco que me importa todo! No quiero separarme de él por nada del mundo ... Alpatitch me ha dicho algo de irnos ... Hable usted con él. Yo no puedo ni quiero ocuparme de nada, de nada.

— Ya le he hablado y dice que espera que podamos emprender el viaje mañana, pero a mi me parece que seria mejor que nos quedáramos aqui ... Reconozca usted, querida Maria, que seria terrible caer durante el viaje en manos de los franceses o de los campesinos sublevados ...

La señorita Bourrienne se sacó del bolso la declaración del general francés Rameau en la que recomendaba a los habitantes de los pueblos que abandonaran sus casas, asegurándoles que serian protegidos por las autoridades francesas.

— Creo que lo mejor que podríamos hacer seria dirigirnos a ese general francés —dijo la señorita Bourrienne—. Estoy segura de que la tratarían a usted con el respeto que le es debido.

La princesa Maria leyó el papel y sintió que unos sollozos convulsos le subian del pecho.

— ¿Quién le ha dado a usted esto? —preguntó.

— Probablemente han sabido que yo soy francesa, por el nombre —contestó la señorita Bourrienne, ruborizándose.

La princesa Maria, con el papel en la mano, se alejó de la ventana y salió de la habitación, dirigiéndose al antiguo despacho del principe Andrés.

— Duniatcha, llama a Alpatitch, a Dronutchka, a cualquiera ... Y di a Amelia Karlovna que no venga —añadió al oir la voz de la señorita Bourrienne.

Cuando la camarera salió a cumplir el encargo, la princesa Maria se dejó caer abatida sobre una silla.

— ¡Hay que huir cuanto antes! —murmuró, horrorizada ante la idea de que podia tener que quedarse alli entre las manos de los franceses. ¡Si el principe Andrés supiera que estoy en poder del enemigo! ¡Si supiera que yo, la hija del principe Nicolás Andreievitch Bolkonsky, pedia protección al general Rameau y aceptaba su generosidad!

Aquella idea la hizo temblar y, sofocada, sintió un acceso de cólera, de indignación, como nunca lo habia sentido.

Se fue al despacho del principe Andrés y esforzándose en saturarse de las ideas que le habia oido expresar a su hermano, reflexionó detenidamente sobre su situación.

Emocionada, recorrió febrilmente todas las habitaciones preguntando tan pronto por Alpatitch o por Miguel Ivanovitch, como por Tikhon o Dron. Duniatcha, su vieja doncella y todas las demás, no sabían cómo decirle que las afirmaciones de la señorita Bourrienne eran exactas. Alpatitch no estaba en casa porque habia ido a ver a las autoridades. Miguel Ivanovitch, se presentó en la casa de la princesa con los ojos adormilados, no pudo explicarle nada. El criado viejo, Tikhon, con una cara fatigada en la cual se notaban las señales de un dolor incurable, se limitó a decir que obedecería en todo lo que le mandasen, y cada vez que miraba a la princesa apenas podia contener las lágrimas que acudían a sus ojos.

Finalmente, el estarosta Dron entró en la estancia. Se indignó profundamente y se detuvo a dos pasos de la puerta.

La princesa Maria atravesó la habitación y se acercó a él.

— Dronutchka —dijo la princesa, que veia en él a un amigo seguro, al Dronutchka que de su viaje de cada año a las ferias de Viazma le traia, con una sonrisa cariñosa, un bizcocho especial—. Dronutchka, después de la pena que estamos pasando ...

La emoción le impidió continuar.

— ¡Hemos de aceptar la voluntad de Dios! —dijo él, con un suspiro,

— Dronutchka, no sé dónde ha ido Alpatitch y no sé a quién dirigirme ... Me dicen que no debemos marchar. ¿Es verdad?

— ¿Por qué no ha de poder marcharse, Excelencia? Se puede marchar.

— Me han dicho que era peligroso a causa de la proximidad del enemigo. Dronutchka, yo no puedo hacer nada, no comprendo nada, no tengo a nadie conmigo ... Quiero marcharme de todos modos esta noche o mañana por la mañana.

Dron calló. Miró a la princesa y luego bajó los ojos.

— No hay caballos —dijo—. Ya se lo he dicho a Yakov Alpatitch.

— ¿Cómo se entiende que no hay caballos? —preguntó, asombrada, la princesa.

— Es un castigo de Dios —exclamó Dron—. Los caballos de las carretas se los han llevado las tropas y los otros se han muerto todos. ¡Es un año terrible! No sólo no tenemos nada para mantenerlos, sino que incluso nosotros hemos de procurar no morimos de hambre. No hay nada, nos han arruinado completamente.

La princesa Maria escuchaba con atención al estarosta.

— ¿Los campesinos en la miseria? ¿No tienen ni un pedazo de pan? —le preguntó.

— ¡Se mueren de hambre! —dijo Dron—. Y no sólo no hay carros, sino que ...

— Pero, ¿por qué no me lo has dicho antes, Dronutchka? ¿Que no podemos ayudarlos? Yo haré todo lo que pueda ...

La princesa parecía muy sorprendida de que en aquel momento, cuando ella tenia el alma embargada por una gran pena, hubiese ricos y pobres y que los ricos no ayudasen a los pobres.

Empezó a preguntar a Dron detalles de la miseria de los campesinos y de lo que los señores poseían en Bogutcharovo.

— En casa debe haber el trigo de mi padre, del señor, ¿verdad?

— El trigo de los señores está intacto —contestó Dron con altivez—. El principe no habia ordenado que lo vendiéramos.

— Dáselo a los campesinos, dales todo lo que necesiten —dijo la princesa María-. Yo te autorizo en nombre de mi hermano.

Dron no contestó y suspiró profundamente.

— Reparte el trigo entre ellos. Dales todo el que precisen. Te lo ordeno en nombre de mi hermano. Les dirás que es todo suyo. No ahorraremos nada. Ya se lo puedes decir.

El estarosta miraba fijamente a la princesa mientras hablaba.

— ¡En nombre del Señor! Quítame este peso de encima, princesa ... Déjame devolver las llaves ... He servido durante veintitrés años y no he hecho ningún mal a nadie ... ¡Líbrame de este peso, por el amor de Dios!

La princesa no comprendió qué quería decir, ni de qué peso tenia que librarle. Le contestó que no habia dudado nunca de su fidelidad y que estaba dispuesta a hacer todo lo que fuera necesario por él y por los campesinos.

Capítulo XI

El ambiente, afuera, parecía cargado de electricidad. Nada de esto sospechaba la princesa; nada tampoco de lo que iba a ocurrir, cuando Dron se presentó ante ella para decirle que los campesinos deseaban hablar con ella.

— ¡Pero si yo no les he llamado! Únicamente he dicho a Dron que les diera trigo.

— ¡Por Dios, princesa, madrecita mia, diga que les echen y no vaya usted! Todo eso no es más que excusas. Yakov Alpatitch vendrá en seguida y nos iremos ... No les haga caso ...

— Pero, ¿qué excusas? —preguntó la princesa sorprendida.

— Ya lo sé yo ... Hágame caso, por el amor de Dios. ¿Quiere usted saberlo? Pregúntele a la criada vieja. Dicen que no quieren marcharse como usted les ha ordenado ...

— Te equivocas, no es eso ... Yo no he ordenado que se marchen —dijo la princesa María—. Llama a Dron.

El estarosta vino a confirmar las palabras de Duniatcha. Los campesinos habían sido reunidos por orden de la princesa.

— ¡Pero si yo no les he hecho llamar! Seguramente les habrás transmitido mal mis palabras. Yo únicamente he dicho que les dieras trigo.

Dron suspiró y no dijo una palabra.

— ¿Qué es lo que quieren, pues?

— Si usted lo manda, se irán.

— No, no, ya iré a verlos yo.

A pesar de las súplicas de Duniatcha y la criada vieja, la princesa Maria salió al portal.

Dron, Duniatcha, la criada y Miguel Ivanovitch la siguieron.

La princesa Maria, con los ojos bajos, se acercó a aquellos hombres. Sobre ella habia tanto los ojos viejos y jóvenes, habia tantas caras distintas, que la princesa Maria no vio a nadie y de tantas ganas que tenia de hablarles a todos no sabia cómo hacerlo. Pero otra vez a conciencia de ser la representante de su padre y de su hermano le dio fuerzas y empezó a hablar decidida.

— Estoy muy contenta de que hayáis venido —dijo, sin levantar la vista y sintiendo que el corazón le latía aceleradamente y con fuerza—. Dron me ha dicho que la guerra os ha arruinado. Todos pasamos esta desgracia, pero yo haré todo lo que pueda para ayudaros. Yo también me voy a causa del peligro. El enemigo está muy cerca ... Os lo doy todo, amigos mios, os suplico que lo toméis todo ... Todo el trigo, porque no quiero que sufráis miseria. Si os han dicho que os doy el trigo con la condición de que os quedéis os han engañado. Al contrario, os pido que os marchéis con todo lo que tengáis. Allá, cerca de Moscú, me encargaré de todo y os prometo que no os faltará nada. Os darán casa y pan.

La princesa se detuvo. Entre la gente únicamente se oyeron suspiros.

— No soy yo la que hago esto —continuó—. Lo hago en nombre de mi padre difunto, el era un buen amo para vosotros, y en nombre de mi hermano y de su hijo.

Se interrumpió otra vez. Nadie dijo una palabra.

— La desgracia nos toca a todos por igual y también la compartiremos todos igualmente. Todo lo que poseo es vuestro ...

Los campesinos la miraban con la misma expresión, cuyo significado ella no podia comprender.

— Estamos muy contentos de sus bondades, pero no hemos de coger el trigo de los amos —dijo una voz.

— ¿Por qué ? —preguntó la princesa.

Nadie contestó. Ella recorrió el grupo con la mirada y vio que los ojos de aquellos hombres estaban clavados en el suelo.

— ¿Por qué no lo queréis? —repitió.

Tampoco contestó nadie.

La princesa María se sentia cohibida por aquel silencio. Buscaba una mirada, pero notó que cada vez que sus pupilas se encontraban con otras, éstas se humillaban instantáneamente.

— ¿Por qué no dices nada? —preguntó a un viejecito que, apoyado en un bastón, hallábase cerca de ella—. Di si te parece otra cosa. Yo haré todo lo que sea preciso.

El viejo, rehuyendo su mirada, bajó aún más la cabeza y dijo:

— ¿Por qué hemos de aceptarlo? No nos hace falta ese trigo.

— ¿Y por qué hemos de abandonar nuestras casas? ... ¡No nos conviene! No queremos marcharnos ... Te compadecemos, pero no queremos irnos de aqui ... Haz lo que quieras —dijeron varias voces.

Y otra vez apareció en todos los rostros la misma expresión. Sin embargo, ahora no era una expresión de curiosidad y de agradecimiento, sino la expresión de una decisión furiosa.

— Sin duda no me habéis entendido —objetó la princesa Maria con una sonrisa triste—. ¿Por qué no queréis marcharos? Yo os prometo instalaros, manteneros, porque aquí el enemigo os arruinará ...

Su voz fue ahogada por el grito de los campesinos.

— ¡No queremos marcharnos! ¡Que nos arruine, pero no queremos tu trigo! ... ¡No queremos marcharnos! ...

La princesa María procuró otra vez recoger una mirada de la multitud, pero ni una sola se habia fijado en ella. Todos evitaban mirarla. Se sintió incómoda, molesta.

— ¡Vaya, qué lista es! ... Ve detrás de ella y sigúela ... Abandona tu casa y trabaja como un negro ... ¡Si que estaríamos bien! ... ¿Y para eso quiere darnos trigo? —dijeron unas voces entre la multitud.

La princesa subió los escalones del portal con la cabeza baja y entró en la casa. Repitió a Dron la orden de preparar los caballos para emprender la marcha al dia siguiente y se retiró a su habitación, quedándose sola con sus pensamientos.

Capítulo XII

Escuchaba las conversaciones que llegaban a sus oidos casi sin que pudiera distinguir las palabras. El aire de la noche, a través de la ventana abierta en la cual se codaba la princesa Maria, le llevaba aquellos rumores que le impedían pensar con claridad.

A medianoche comenzaron a extinguirse las voces. El gallo cantó y la luna apareció detrás de los sitios. Se levantaba una neblina espesa y sobre todo el pueblo y la casa se extendía el silencio.

Y a medida que iba avanzando la noche, se embebía más y más en sus pensamientos.

Recuerdo que hablaba de Lisa como si estuviera viva. No se acordaba de que estabá muerto, y Tikhon tuvo que decirle que ya no existia. Entonces le llamó imbécil.

Sufría. A través de la puerta oi como un estertor y se estiró sobre la cama diciendo: ¡Dios mió! ¡Dios mió! ... ¿Por qué no entré entonces? ¿Qué arriesgaba? Tal vez se hubiera consolado y me hubiese dicho aquella palabra.

Y la princesa María pronunció en voz alta la palabra tierna y cariñosa que su padre le habia dicho el dia de la muerte. La repitió muchas veces llorando y el llanto le aligeró el espiritu. Veia frente a si a aquella cara que no era la que habia visto siempre, sino una cara tímida, pálida, dulce por primera vez, con todas las arrugas, con todos los detalles en el momento que se inclinaba hacia ella para oir bien lo que le decia.

Sentía que el silencio que reinaba sobre la casa y dentro de la casa paralizaba poco a poco todos sus miembros y sus sentidos.

— ¡Duniatcha! —llamó. Y como no obtuviese respuesta, volvió a gritar: —¡Duniatcha!

Sus nervios excitados le impidieron esperar más, y corrió hacia el cuarto de las criadas que se asustaron mucho y salieron a ver lo que le ocurría.

Fue el dia 17 de agosto cuando Rostov, acompañado de Ilin, de Labrutchka, salió a dar un paseo a caballo al objeto de encontrar heno en aquellos pueblos.

Rostov e Ilin se dirigían hacia Bogutcharovo de muy buen humor, porque esperaban encontrar muchos criados y chicas guapas en la finca del principe. A veces se entretenían interrogando a Labrutchka acerca de Napoleón y se reían con lo que él les contaba, o se divertían pasando el uno delante del otro para probar el caballo de Ilin.

El conde ignoraba que el pueblo adonde se dirigían fuese también el de Bolkonsky, que había sido prometido de su hermana. Rostov e Ilin pusieron sus caballos al galope por última vez y se encontraron en un recodo del camino de Bogutcharovo, muy cerca ya de la población. Rostov, adelantándose a Ilin, entró primero en la calle del pueblo.

— ¡Me has ganado! —exclamó Ilin.

— Si, yo siempre llego primero, lo mismo en el campo que aqui —repuso Rostov, acariciando el cuello de su caballo del Don, cubierto de espuma.

— Yo, Excelencia, monto un caballo francés —dijo detrás de ellos Labrutchka, que desde que habia hablado con Napoleón no cesaba de darse importancia—. Hubiera podido llegar primero, pero no he querido avergonzaros.

Al paso se acercaron a la granja, donde habia una gran muchedumbre de campesinos, algunos se quitaron la gorra y otros miraron a los jinetes sin descubrirse. Dos campesinos viejos, altos, con la cara arrugada y barbudos, salían de la taberna. Se acercaron a los oficiales dando curiosos traspiés, canturreando y riendo.

— ¡Aviados están! —dijo Rostov—. ¿Cómo va eso? ¿Tenéis heno?

— ¡Cómo se parecen! —observó Ilin.

— La ... ale ... gre ... char ... charla —cantaba uno de ellos con una sonrisa inexpresiva.

Un campesino se destacó del grupo y se acercó a Rostov.

— ¿Quiénes sois? —preguntó.

— Franceses —contestó riendo Ilin—. Aqui tienes a Napoleón en persona —añadió jalando a Labrutchka.

— ¿Sois rusos, entonces? —volvió a preguntar el campesino.

— ¿Habéis venido muchos? —preguntó otro campesino, acercándose a los jinetes.

— ¡Muchos! —dijo Rostov—. Pero, ¿qué hacéis aqui reunidos? ¿Es que se celebra una fiesta?

— Son los viejos que se reúnen para asuntos del municipio —contestaron los dos campesinos alejándose.

En aquel momento dos mujeres y un hombre con gorra blanca salieron de la casa señorial y se dirigieron raudos hacia los oficiales.

— La vestida de color de rosa es para mi, ¿eh? —dijo Ilin, refiriéndose a Duniatcha que se le acercaba corriendo.

— Será para nosotros —dijo Labrutchka guiñando un ojo.

— ¿Qué hay de nuevo, preciosa? —preguntó Ilin a la muchacha.

— La princesa me ha encargado que os pregunte a qué regimiento pertenecéis y cómo os llamáis.

— El jefe del escuadrón es el conde Rostov; en cuanto a mi, soy tu humilde servidor.

Charla ... charla —seguían cantando los campesinos borrachos, sonriendo con satisfacción y mirando a Ilin, que hablaba con la muchacha.

Alpatitch, que estaba detrás de Duniatcha, se acercó a Rostov descubriéndose respetuosamente.

— ¿Me permite que moleste a Su Señoría? —preguntó con acento negligente, sin duda por la juventud del oficial, y metiéndose la mano en el bolsillo—. Mi señora, la hija del general príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonsky, muerto anteayer, se encuentra en algunas dificultades a causa de la ignorancia de esta gente y espera que os dignéis ...

Los dos campesinos borrachos no se separaban de alli, dando vueltas alrededor del caballo de Rostov como dos tábanos.

— ¿Queréis tener la bondad de retroceder un poco? —murmuró Alpatitch señalando con la mirada a los campesinos—. No quisiera hablar delante de ellos ...

— ¡Eh, Alpatitch ...! ¡Si que está bien eso! —gruñeron los beodos.

Rostov los miró y se echó a reir.

— ¿Acaso eso divierte a Vuestra Excelencia? —preguntó Yakov Alpatitch con una cara muy seria.

— No ... Aqui no hay nada divertido —dijo Rostov haciendo retroceder el caballo-. ¿De qué se trata?

— Si Vuestra Excelencia me lo permite, me atreveré a decirle que esta gente grosera no quiere dejar salir del pueblo a mi señora, y amenaza con desenganchar los caballos. Desde esta mañana están los equipajes preparados y Su Excelencia no se puede marchar.

— ¡No puede ser! —exclamó Rostov.

— Es la pura verdad —confirmó Alpatitch.

Rostov, se apeó del caballo, lo confió al ordenanza y, acompañado de Alpatitch, se dirigió hacia la casa, preguntando detalles de la cuestión.

Mientras Rostov e Ilin galopaban por la carretera la princesa Maria, a pesar de los ruegos de Alpatitch, de la criada vieja y de las camareras, mandaba enganchar los caballos y queria partir. Pero al ver a aquellos jinetes que galopaban y a los que habían tomado por franceses, los postillones se habían negado a marchar y la casa habia empezado a llenarse de gemidos de mujer.

— ¡Padre mió! ¡Padrecito! ¡Dios te ha enviado! —decían las mujeres enternecidas mientras Rostov atravesaba el vestíbulo.

La princesa Maria, asustada, sin fuerzas, estaba sentada en el salón cuando Rostov fue introducido por Alpatich. No comprendía quién era aquel oficial, ni por qué se encontraba alli, ni qué ocurria. Al darse cuenta de que era ruso y reconociendo desde el primer momento y por las primeras palabras que se trataba de un hombre de su clase, lo miró profundamente y comenzó a hablarle con una voz trémula y sacudida por la emoción.

Rostov vio inmediatamente algo romántico en aquella presentación. Una muchacha indefensa, embargada por el dolor de su desdicha, sola, abandonada en manos de unos campesinos groseros, sublevados.

Cuando ella le empezó a explicar todo lo que le habia ocurrido al dia siguiente de la muerte de su padre, la voz le tembló. Se volvió y en seguida, como si temiera que Rostov tomase sus palabras como un ardid para enternecerlo, lo miró con una expresión interrogativa y temerosa. Rostov sintió que las lágrimas acudian a sus ojos. La princesa Maria se dio cuenta de ello y le dirigió una mirada llena de agradecimiento con aquellos ojos resplandecientes que hacian olvidar la fealdad de su cara.

— No quiero decirle, princesa, la satisfacción que me produce haber venido por casualidad y poder ponerme enteramente a su disposición —dijo—. Márchese usted, si ése es su gusto y yo le respondo, por mi honor, de que nadie se atreverá a molestarle si únicamente me permite usted que la acompañe.

Y saludando a la princesa con el mismo respeto con que se saluda a las damas de sangre real, se dirigió hacia la puerta.

— Le quedo muy reconocida —le dijo en francés— pero supongo que esto será sólo un error y que no hay ningún culpable.

Apenas hubo acabado de pronunciar estas palabras, se echó a llorar.

— Perdóneme —murmuró.

Rostov arqueó las cejas, saludó otra vez haciendo una profunda reverencia y salió de la habitación.

Capítulo XIII

Había bromas, puyas más o menos graciosas a causa de la princesa Maria, cosa que no gustaba a Rostov, la mayor parte procedente de labios de Ilin, que calló al ver su talante.

Rostov miró a Ilin con evidente mal humor y, sin contestarle, se dirigió, andando de prisa, hacia el pueblo.

— ¡Ya les enseñaré yo a esos bandidos cómo deben comportarse! —murmuraba indignado.

Alpatitch, corriendo con toda la velocidad que le permitían sus cortas piernas, logró alcanzarle.

— ¿Qué determinación os habéis dignado tomar? —preguntó, tras dar unos resoplidos.

Rostov se detuvo y, cerrando los puños con aire amenazador, avanzó bruscamente hacia Alpatitch.

— ¿Determinación? ¿Qué determinación? ¡Viejo estúpido! —gritó—. ¿Qué esperas? ¡La gente se subleva y no sabes cómo arreglarlo! Eres tan falso como ellos. Ya os conozco a vosotros. Os arrancaré la piel a todos ...

Después, como si temiera gastar inútilmente su ardimiento, dejó a Alpatitch y siguió su camino rápidamente. Alpatitch, reprimiendo su amor propio, herido por la ofensa, echó a correr detrás de él resoplando fatigosamente. Le comunicó sus consideraciones, explicandole que seria contraproducente oponerse en aquellos momentos a los campesinos que vivian en plena ignorancia, sin antes contar con un destacamento militar y que seria mucho mejor enviar a buscar tropas.

— ¡Ya les daré ignorancia! ¡Ya verán quién soy yo! —decia Nicolás, poseído por un sentimiento de cólera insensata, animal y por la necesidad de desahogarse. Sin pensar lo que iba a hacer, seguia acercándose a la multitud inconscientemente, resuelto y andando cada vez más deprisa.

Desde la llegada de los húsares al pueblo, mientras Rostov se hallaba en la casa de la princesa, se habian producido terribles discusiones entre los campesinos. Algunos empezaron a decir que aquellos oficiales rusos podian ofenderse si no dejaban marchar a la princesa.

Dron era de este parecer. Pero asi que se atrevió a exponerlo, Karp y los demás campesinos e mostraron opuestos al criterio del antiguo estarosta.

— ¿Cuántos años has disfrutado del municipio? —gritó Karp—. ¡Por esto tanto se te da lo que pueda ocurrir! ¡Tú cogerás tu bolsa de dinero y te la llevarás! ¿Qué te importa que a nosotros nos coma la miseria?

— Dicen que hay orden de que nadie abandone las casas y que nadie se lleve nada por ningún concepto, y ahi lo tenéis —vociferó otro.

— Tu hijo tenia que ir a la guerra y como tenias miedo de que te lo mataran has hecho enrolar a mi Vania. ¡Pues todos sabremos morir! —dijo un viejecito encarándose agresivamente con Dron.

— ¡Asi es! ¡Sabremos morir!

— ¿Cómo se entiende? ¿Acaso me han rebajado de mis funciones? —exclamó Dron.

— ¡Claro ! ¡Entretanto ya has hecho lo tuyo!

Dos campesinos altos dijeron lo mismo.

Cuando Rostov, acompañad o de Ilin, de Labrutchka y de Alpatitch, se acercó al grupo, Dron, por el contrario, retrocedió hasta las últimas filas. La multitud calló.

— ¡Eh! ¿Quién es el estarosta? —gritó Rostov, acercándose decididamente al grupo.

— ¿El estarosta? ¿Para qué lo queréis? —preguntó Karp.

Pero aún no habia tenido tiempo de acabar de formular su pregunta cuando la gorra le caia unos pasos más allá y la cabeza se le ladeaba de una violenta bofetada.

— ¡Fuera la gorra, gentuza! —gritó Rostov fuera de si—. ¿Dónde está el estarosta?

— El estarosta ... Pregunta por el estarosta ... Dron Zakharovitch, te llaman —dijeron a la vez varias voces mientras todas las cabezas se descubrían.

— No queremos rebelarnos; ya sabemos la orden —exclamó Karp.

— Esto lo han dispuesto los viejos. Aqui manda demasiada gente —repuso otro campesino.

— ¿Aún os atrevéis a hablar, bandidos, traidores? —rugió Rostov cogiendo a Kaip por el cuello de la chaqueta y sacudiéndolo furiosamente.

Los campesinos miraban atónitos aquella escena.

— ¡Atadlo! —ordenó Rostov a sus amigos.

Labrutchka se precipitó sobre Karp y le sostuvo las manos.

— ¿Hay que llamar a los nuestros? —preguntó.

Alpatitch se dirigió a los campesinos y llamó a dos por sus nombres, ordenándoles que ataran a Karp. Los campesinos salieron dócilmente de entre el grupo y se quitaron los cinturones.

— ¿Dónde está el estarosta? —insistió Rostov.

Dron salió de entre la multitud con la cara pálida y convulsa.

— ¿Eres tú el estarosta? ¡Átalo, Labrutchka! —gritó Rostov, como si esta orden no pudiera encontrar ningún obstáculo.

Y, en efecto, otros dos campesinos comenzaron a atar a Dron, el cual, como si quisiese ayudarlos, se quitó él mismo el cinturón y se lo dio.

— ¡Y, ahora, escuchadme todos! —dijo Rostov, dirigiéndose a los demás campesinos—. Marchaos en seguida a vuestras casas y no quiero oiros chistar.

— No hemos hecho ningún daño ... Esto ha sido una tontería ... Una necedad ... Ya lo decía yo que la orden no era así —dijeron algunos, increpándose mutuamente.

— ¿Lo veis? Ya os lo habia dicho yo ... Esto no está bien, hijos mios —repuso Alpatitch restituyéndose a sus funciones.

— Nosotros tenemos la culpa, Yakov Alpatitch —contestaron los campesinos.

Y, en seguida, la multitud se dispersó por el pueblo.

Llevaron a los dos campesinos atados a la casa de los señores. Los dos borrachos iban detrás de ellos.

— ¡Eh! Ya te veo —le dijo uno de ellos a Karp.

— ¿Creíais que se podia hablar a los amos de este modo?

- Y pues, ¿qué te figuras, idiota?

Dos horas más tarde, los carros estaban en el patio de la casa de Bogutcharovo. Los campesinos cargaban el equipaje de los amos y Dron, libertado de sus ataduras por la intercesión de la princesa, se hallaba en el patio y dirigía los preparativos.

Rostov, para no cohibir a la princesa con su presencia, no fue a la casa y se quedó en el pueblo, esperando que los fugitivos emprendieran la marcha. Cuando vio que los carruajes salían, montó a caballo y acompañó a la princesa hasta la carretera ocupada por las tropas francesas, a más de doce verstas de Bogutcharovo. En la posada de Jankovo se despidió de ella respetuosamente y se permitió besarle la mano por primera vez.

— ¡Oh, no tiene ninguna importancia! —contestó, sofocado, cuando la princesa le expresó su agradecimiento por lo que llamaba su salvación—. Cualquier policía hubiera hecho lo mismo. Si únicamente tuviéramos que hacer la guerra con los campesinos, no dejaríamos al enemigo tan rezagado. Estoy muy contento de haber tenido ocasión de conocerla a usted. Hasta la vista, princesa. Le deseo buena suerte y espero poder encontrarla en otro momento más favorable para todos. Si no quiere confundirse, le ruego que no me dé más las gracias.

Pero si la princesa no le dio más las gracias con palabras, le formuló su reconocimiento con la expresión de su cara, iluminada por la gratitud y la ternura. No podia creerlo cuando él decia que no tenia que agradecerle nada. Al contrario. Para ella era indiscutible que sin la intervención de aquel oficial hubiera muerto, seguramente, a manos de los franceses o de los campesinos sublevados. Sus ojos, dulces y expresivos, con las lágrimas que apuntaren mientras ella le hablaba, llorando, con su dolor, no se apartaban de su imaginación.

Cuando se hubo despedido de él y se encontró sola, se echó a llorar y entonces, por primera vez, se le ocurrió pensar si se habría enamorado.

Por muy violento que le fuera a la princesa Maria confesarse que se habia enamorado de un hombre que tal vez no la amaría nunca, consolóse pensando que nadie lo sabría nunca y que no podia considerarse culpable si, en el sagrario de su corazón, amaba a alguien por primera y última vez hasta el fin de su vida.

¡Tenia que venir a Bogutcharovo precisamente en estas circunstancias, y su hermana tenía que rechazar al principe Andrés!, pensaba la princesa viendo en todo ello la mano de la Providencia.

La impresión que la princesa produjo a Rostov fue también muy agradable. Él personalmente, no podia desear una mujer mejor que la princesa Maria. Su casamiento con ella sería la felicidad de la condesa, su madre, y permitirla a su padre rehacer sus negocios.

Incluso, y hay que reconocer que Nicolás veia claro en esto, estaba convencido de que aquel matrimonio seria también la felicidad de la princesa Maria.

Pero, ¿y Sonia? ¿Y la palabra dada? Por ello Rostov se indignaba cada vez que sus compañeros bromeando, le hablaban de la princesa Bolkonsky.

Capítulo XIV

El ascenso de Kutusov de jefe supremo de los ejércitos, que aceptó éste, le hizo recordar al principe Andrés, por lo que mediante una orden que le envió por su ayudante de campo, le hizo presentarse en el Cuartel General.

El principe Andrés llegó a Gzarevo-Zaimitsché precisamente cuando Kutusov pasaba su primera revista a las tropas. Se detuvo en el pueblo, cerca de la casa del pope, donde estaba el carruaje del generalísimo, y se sentó en un banco, junto a la puerta de la cocheria, esperando al Serenísimo, que era como todo el mundo llamaba entonces a Kutusov.

Un coronel de húsares, bajo de estatura, moreno, con un bigote espeso y unas patillas pobladas, se acercó, montado a caballo, a la puerta de la cochería y, mirando al principe Andrés, le preguntó si el Serenísimo se habia detenido alli y si volvería pronto.

El principe Andrés contestó que él no pertenecía al Estado Mayor del Serenísimo y que también hacia poco que habia llegado. El coronel de húsares se dirigió a un asistente que resultó ser el del general jefe y que le dijo con aquel tono despectivo característico de los asistentes de los generalísimos cuando se dirigen a un oficial:

— ¿Quién? ¿El Serenísimo? Tiene que venir pronto. ¿Qué queréis?

El coronel de húsares sonrió por debajo del bigote como si el tono empleado por el asistente le hiciera gracia, se apeó del caballo, lo dio al ordenanza, y acercándose a Bolkonsky, le saludó ligeramente. Bolkonsky se apartó un poco para hacerle sitio en el banco donde estaba sentado y el coronel se sentó juntó a él.

— ¿También espera usted al generalísimo? —preguntó el coronel de húsares—. Dicen que es un hombre muy asequible. ¡Dios sea loado! ¡Con estos salchicheros es una desgracia! Por algo ha solicitado Ermolov ser promovido a alehán ahora que los húsares tienen derecho a hablar, únicamente el diablo sabe lo que han hecho hasta ahora. Retroceder, retroceder siempre. ¿Ha hecho usted la campaña?

— He tenido el placer —replicó el principe Andrés—, no sólo de tomar parte en la retirada, sino de perder en esta huida todo lo que más queria en el mundo. Sin hablar de mi casa y de mis bienes, he perdido a mi padre, que ha muerto de pena. Soy de Smolensko.

— ¡Ah! ¿Es usted el principe Bolkonsky? Encantado de conocerle. Soy el teniente Denisov, más conocido por el nombre de Vaska ...

Y al decir su nombre, Denisov estrechó la mano del principe Andrés, mirándole con una expresión malévola.

— Si, ya he oido hablar de usted —añadió con acento compasivo—. Esta guerra es una guerra absurda. Todo está bien, menos para aquellos que lo pagan con la vida ... ¿Entonces, usted es el principe Bolkonsky?

Bajó la cabeza y permaneció unos instantes callado.

— Estoy muy contento, principe, estoy muy contento de haberle conocido —repitió otra vez con una sonrisa triste y estrechándole de nuevo la mano.

El principe Andrés habia oido hablar mucho de Denisov, asi es que lo conocía por referencias. Recordaba todo lo que habia dicho Natacha de su primer prometido, y ese recuerdo le causó pena y alegría a la vez y le hizo evocar las impresiones que habia recibido en aquellos últimos tiempos, tan distintas y tan graves como la evacuación de Smolensko, su retirada a Lisia Gori, la noticia de la reciente muerte de su padre ...

Para Denisov también la serie de recuerdos que provocaba en él el nombre de Bolkonsky, surgía de un pasado lejano, poético, de aquella noche en que, después de la cena y de las canciones de Natacha, sin saber él mismo por qué, habia pedido la mano de aquella muchachita de quince años.

— No pueden defender toda esta linea, es imposible, y yo aseguro que puede romperse. Que me den quinientos hombres y la romperé. ¡Estoy seguro de ello! No hay más que un sistema posible: la guerra de guerrillas.

Denisov se levantó y siguió exponiendo su plan a Bolkonsky gesticulando mucho, mientras hablaba, se oyeron en el campo donde se celebraba la revista, gritos indistintos, mezclados y confundidos con la música y los cantos. El pueblo se llenó de gritos y de ruido de pisadas.

— ¡Es él! —gritó un cosaco que estaba en la puerta de la casa—. ¡Es él!

Bolkonsky y Denisov se acercaron a la puerta de la cochería y tras un grupo de soldados vieron a Kutusov que, montado en un caballo gris de mediana estatura, avanzaba por la calle. Un nutrido séquito de generales acompañaba al generalísimo. Barclay de Tolly iba casi a su lado.

Los ayudantes de campo que le precedían entraron al galope en el patio.

Kutusov, espoleando con impaciencia a su caballo que marchaba muy despacio, inclinada la cabeza continuamente, acercándose la mano a la gorra blanca de guardia de caballería, con un ribete encarnado y sin visera.

Al entrar en el patio se puso a silbar. Su rostro expresaba la satisfacción tranquila del hombre que tiene intención de descansar después de un trabajo pesado.

Se ajustó la guerrera, echó una ojeada a su alrededor, miró al principe Andrés, evidentemente sin conocerlo, y con su paso de ánade entró en el portal. La impresión de la cara del príncipe Andrés no se asoció al recuerdo de su persona, sino después de unos segundos, como suele sucederles a los viejos.

— ¡Ah! ¡Buenos dias, principe! ¡Buenos dias, querido! Vamos ...

Y empezó a subir pesadamente los escalones del portal, que crujían bajo su peso. Se abrochó la guerrera y se sentó en el banco que habia en el pórtico.

— Y bien, ¿cómo está tu padre?

— Ayer supe que habia muerto —dijo lacónicamente el principe Andrés.

Kutusov miró al joven con los ojos desmesuradamente abiertos y en seguida se descubrió y persignó.

— ¡Que dios lo tenga en la gloria! ¡Que se cumpla su voluntad con todos nosotros! -Suspiró profundamente y permaneció un instante callado—. Lo queria y lo respetaba mucho —repuso después—, y te compadezco con toda mi alma.

Abrazó al principe estrechándole fuertemente contra su pecho macizo y lo retuvo un rato en aquella postura. Cuando lo soltó, el principe Andrés se dio cuenta de que los labios le temblaban y que tenia los ojos llenos de lágrimas. Volvió a suspirar y apoyó las manos en el banco para levantarse.

— ¡Vaya ...! Vamos a casa y hablaremos —dijo.

En aquel momento, Denisov, que no se detenia por nada ni por nadie, a pesar de que los ayudantes de campo quisieron impedirle que entrara en la casa, subió decididamente la escalera haciendo tintinear sus espuelas. Kutusov se quedó con las manos apoyadas en el banco y miró a Denisov con disgusto. Denisov se presentó y declaró que tenia absoluta necesidad de comunicar a Su Alteza un asunto de gran importancia para el bien de la patria. El generalísimo volvió a mirar a Denisov y con un gesto de resignación, poniéndose las manos sobre el vientre, repuso:

— ¿Para el bien de la patria? Y bien, ¿de qué se trata? ¡Habla!

Denisov se ruborizó como una chiquilla, pero empezó a exponer decididamente su plan para romper la linea enemiga de operaciones entre Smolensko y Viazma.

Kutusov se contemplaba las puntas de los pies y de vez en cuando lanzaba una mirada al patio de la isba vecina, como si esperara ver salir de aquel lugar alguna cosa desagradable.

En efecto, de la isba que él estaba mirando mientras Denisov seguia explicando su plan, salió un general con una cartera debajo del brazo.

— ¿Cómo? ¿Ya estáis a punto? —preguntó Kutusov.

— Estoy a punto, Excelencia —contestó el general.

Kutusov inclinó la cabeza como si quisiera decir: ¡Cómo es posible que un hombre solo pueda llegar a hacer todo esto!, y siguió escuchando a Denisov.

— ¡Doy a Vuestra Alteza mi palabra de honor de oficial de húsares de que cortaré las comunicaciones de Napoleón! —afirmó Denisov.

— Kiril Andreievitch Denisov, el jefe de intendencia, ¿qué parentesco tiene contigo?

— Es mi tio Alteza.

— ¡Ah! Pues somos amigos —dijo alegremente Kutusov—. Está bien, hombre, está bien. Quédate aqui, en el Estado Mayor, y mañana hablaremos.

Y saludando con la cabeza a Denisov, se volvió y alargó la mano para coger los papeles que le llevaba Konovnitzin.

— ¿No se dignará Vuestra Alteza entrar en la habitación? —dijo el general de servicio con tono descontento—. Hay que examinar los planos y firmar algunos documentos.

El ayudante de campo, que salia de la puerta, anunció que, dentro, todo estaba preparado, pero, evidentemente, Kutusov queria encontrar la habitación desocupada. Hizo una mueca.

— Está bien, está bien, amigo mió ... Di que traigan la mesa. Lo veré todo aquí mismo —y dirigiéndose al principe Andrés, añadió—: Tú, quédate aqui.

El principe se quedó en el portal y escuchó lo que decia el general de servicio.

Durante el informe, el principe oyó detrás de la puerta de entrada un cuchicheo de voces de mujeres y el rumor del roce de un vestido de seda. Miró hacia aquella dirección y vio a una mujer esbelta y graciosa, con vestido de seda y una pañoleta blanca en la cabeza, que llevaba en las manos una bandeja y esperaba, por lo visto, que entrase el generalísimo.

El ayudante de campo de Kutusov explicó en voz baja que era la dueña de la casa, y esposa del pope, que tenia el propósito de ofrecer a Su Alteza el pan y la sal. Su marido habia salido a recibir al Serenísimo con la cruz de la iglesia y ella tenia que recibirle en la casa. Al oir hablar a su ayudante, Kutusov se volvió. Escuchaba el informe del general de servicio, que contenia una acerba critica de la posición establecida cerca de Czarew- Zaimistché, de la misma manera que habia escuchado a Denisov, de la misma manera que siete años antes habia escuchado la decisión del Consejo Superior de Guerra acerca de Austerlitz.

Todo lo que habia dicho Denisov era lógico y sensato y todo lo que decia el general de servicio era todavía más sensato y más lógico, pero era evidente que Kutusov despreciaba el saber y el ingenio, y que sabia que algún otro factor habia de decidir el pleito, otro factor independiente del talento y de la ciencia.

Capítulo XV

Kutusov se levantó, soltando los papeles que habia terminado de firmar, se frotó las manos, sonrió satisfecho y exclamó:

— ¡Vaya! ¡Ahi queda eso! Creo que está todo.

La mujer del pope, roja de emoción, corrió a buscar la bandeja y a pesar de que hacia mucho rato que la tenia preparada no acertó a presentarla a tiempo. Hizo una gran reverencia y se la ofreció a Kutusov. Él entornó los ojos, sonrió, le acarició la barbilla y dijo:

- ¡Ah! ¡Eres bonita! ¡Gracias, hermosa, gracias!

Y sacándose del bolsillo del pantalón unas cuantas monedas de oro, las depositó en la bandeja.

— ¿Y pues, cómo va eso? —preguntó el generalísimo dirigiéndose a la habitación que le habian preparado.

La mujer del pope, sonriendo y con la cara cada vez más encendida, le siguió hasta su cuarto. El ayudante de campo fue a buscar al principe Andrés, que se hallaba todavía en el portal y le invitó a comer. Media hora más tarde, fueron a buscarle de parte de Kutusov. El Serenísimo estaba tendido en un sofá con el uniforme desabrochado.

— Y bien, siéntate y hablemos —dijo Kutusov—. Es muy triste todo lo que te ha ocurrido, pero recuerda, amigo mió, que soy un padre para ti, un segundo padre.

El principe explicó a Kutusov todo lo que sabia de los últimos momentos de su padre y todo lo que habia visto al pasar por Lisia Gori.

— ¿Hasta este punto hemos llegado? ¿A esto nos han conducido? —exclamó el generalísimo, emocionado.

El relato del principe Andrés le recordó, con una claridad meridiana, la situación en que se hallaba Rusia.

— ¡Que nos den tiempo, únicamente que nos den tiempo! No pido otra cosa —añadió con una expresión de mal humor evidente—. Te he hecho venir para que te quedes cerca de mi.

— Gracias, Alteza —contestó el príncipe—, pero temo no servir para el Estado Mayor.

Kutusov le miró interrogativamente.

— En primer lugar —prosiguió Andrés—, me he acostumbrado a mi regimiento. Quiero a los oficiales y me parece que los soldados también me quieren. Me dolería dejar el regimiento y si rehuso el honor de quedarme al lado de Vuestra Alteza ... créame usted ...

Una expresión inteligente, amable y maliciosa a la vez apareció en la cara mofletuda de Kutusov.

— Lo siento, porque me servirías —dijo, interrumpiendo a Bolkonsky—, pero comprendo que tienes razón. No es aqui donde nos hacen falta hombres. Sobran consejeros, pero no tenemos hombres de verdad. Los regimientos no serian lo que son si todos los que se pasan la vida dando consejos sirvieran en ellos como tú. Me acuerdo de ti desde Austerlitz. Me acuerdo que con la bandera ...

Al oir aquellas palabras del generalísimo, la alegría arreboló el rostro del principe Andrés. Kutusov le cogió la mano y le acercó la mejilla, y el principe vio otra vez los ojos del anciano llenos de lágrimas.

— Ve, sigue tu camino y que Dios te acompañe. Sé que tu camino es el del honor —hizo una breve pausa y luego repuso—: ¡Cómo te he echado de menos en Bucarest! Tenia necesidad de enviar a alguien ... —después, para cambiar de conversación, se puso a hablar de la guerra turca y de la paz que habian firmado los rusos—. Si, ya sé que he sido muy criticado por la guerra y por la paz ... Pero todo llega para el que sabe esperar. Y allá, a decir verdad, no habia menos consejeros que aqui ... —los consejeros, por lo visto, le preocupaban extraordinariamente—. ¡Oh, los consejeros, los consejeros! —continuó—. Si allá, en Turquía, los hubiéramos escuchado, no hubiéramos firmado la paz y aún estaríamos en guerra. Hacerlo todo de prisa y con la prisa todo se alarga. Si Kamensky no se hubiera muerto, estaría perdido. Con treinta mil hombres sitiaba las fortalezas. Tomar una fortaleza no es dificil, lo dificil es ganar la campaña y para esto no hay que atacar ni hay que sitiar, hay que tener únicamente paciencia y dejar correr el tiempo. Yo ha tomado más fortalezas que Kamensky y he obligado a los turcos a comer carne de caballo —bajó la cabeza, como si se sumiera en sus reflexiones, y después pareció animarse—. ¡Con los franceses haré igual! Créeme —afirmó, golpeándose el pecho—. ¡Aqui comerán carne de caballo!

Y sus ojos se llenaron otra vez de lágrimas.

— Pero, ¿será preciso aceptar la batalla? —preguntó el principe Andrés.

— Será preciso si todos se empeñan en ello. ¡No hay nada a hacer ...! Créeme, querido, no hay nada tan fuerte como estos dos factores: tiempo y paciencia. Ellos lo harán todo, pero los consejeros no quieren comprenderlo, esto es. Los unos quieren y los otros no quieren. ¿Qué hemos de hacer, pues ...? ¿Qué harías tú? —sus ojos brillaban con una expresión profunda, inteligente—. Ya te lo diré yo —repuso, porque el principe Andrés no le contestaba—. Ya te lo diré yo lo que hay que hacer y lo que he hecho. En la duda, abstente. Y adiós, amigo mió. Recuerda que te compadezco con toda mi alma y que para ti no soy ni Serenísimo, ni principe, ni general en jefe, sino un padre. Si necesitas algo, ven a buscarme en seguida. Hasta la vista, querido.

Lo abrazó otra vez y lo besó. Apenas el principe Andrés hubo traspuesto el umbral, respiró con calma y reemprendió la novela que estaba leyendo.

El principe Andrés no hubiera podido explicar el porqué, pero el caso es que, después de aquella entrevista con Kutusov, volvió a su regimiento completamente tranquilo acerca de la marcha general de la guerra y acerca de aquéllos en cuyas manos estaba la solución del asunto.

Capítulo XVI

Todo permanecía igual en Moscú. Era como si nada ni nadie pensara o recordara todo lo sucedido, todo lo que quedaba atrás. Nada en el Club Inglés de Moscú hacia pensar en que Rusia se viera invadida, que, efectivamente, estuviera en peligro.

Ante la proximidad del enemigo, la opinión de los moscovitas sobre su situación no sólo no se hizo más grave y circunspecta, sino que, por el contrario, pareció hacerse más ligera, como suele ocurrirles a los hombres que ven avecinarse un gran riesgo.

Cuando está solo, el hombre escucha generalmente la primera voz, pero, cuando está en sociedad, sigue la segunda. Esto es lo que les ocurrió a los habitantes de Moscú. Hacia mucho tiempo que la gente no se habia divertido tanto como aquel año.

Los carteles de Rostoptchin, que representaban a un tabernero y a un pequeño burgués de Moscú, llamado Karputchka Tchiguirin, que, alistado después de haber bebido un vaso de más, al oír decir que Bonaparte queria marchar contra Moscú, se indignó y profirió palabras groseras contra todos los franceses, salió de la taberna y se puso a arengar al pueblo bajo el águila imperial, eran leídos y comentados como las últimas rimas de Basilio Lvovitch Puchkin.

En el circulo, donde la gente se reunía para leer aquellos carteles, muchos celebraban la manera como Karputchka se burlaba de los franceses diciendo que se hartarían de coles, se reventarían de tanto comer maíz, que se ahogarían de tanto beber stchi, que todos eran enanos y que una mujer con un palo bastaba para tumbar a tres soldados de Napoleón.

Los extranjeros eran enviados en barcas a Nijni-Novgorod y, al partir, Rostoptchin les habia dicho: Reconcentraos, entrad en la barca y procurad no convertirla en una barca de Caronte. Se decia que habian salido de Moscú todas las cancillerías y todas las administaciones y añadían que únicamente por esto Moscú habia de estarle agradecido a Napoleón. Se contaba que a Mamonov el regimiento le costaría ochocientos mil rublos, que Bezukhov habia gastado aún más en sus soldados y que lo mejor de la conducta de Bezukhov era que él mismo se pondría el uniforme, montaría a caballo, se pondría al frente de un regimiento y no les haria pagar a los que quisieran verle.

— Esto no tiene ninguna gracia —dijo Julia Dubretzkoy, plegando y empaquetando vendas con los dedos llenos de sortijas—. ¡No hace reir a nadie!

Julia se preparaba para abandonar Moscú al dia siguiente y daba en su casa una velada de despedida.

— Bezukhov es ridiculo, pero es muy bueno y muy simpático. ¡Es un gusto ser tan caustique!

— ¡Tiene usted que pagar prenda! —exclamó un joven con uniforme de miliciano, al que Julia llamaba mi caballero y que iba a acompañarla a Nijni-Novgorod.

En la sociedad de Julia, como en otros muchos salones moscovitas, se habia decidido no hablar más que ruso, y aquellos que distraídamente decían alguna palabra en francés, tenian que pagar una multa a benefició del Comité de Socorro.

— ¡Y otra prenda por el galicismo! —dijo un literato ruso que se hallaba en el salón—. Es un gusto ser, no es ruso.

— Esto no hace reir a nadie —repitió Julia sin hacer ningún caso de la observación gramatical—. Por haber empleado la palabra caustique, soy culpable y pagaré, pero aún estoy más dispuesta a pagar por el placer de deciros la verdad. Por lo que se refiere al galicismo, no estoy muy segura. No tengo dinero ni tiempo para tomar un profesor de ruso como el principe Galitzin. Quand on ... No, no, no me cogeréis otra vez ... Cuando se habla del sol, se ven los rayos ...

Dijo esto porque habia visto a Pedro.

— Hablábamos de usted —afirmó, dirigiéndose a él, con aquel aplomo con que saben mentir las mujeres del gran mundo—. Decíamos que su regimiento será probablemente muchisimo mejor que el de Mamonov.

— ¡Ah! ¡No me hablen ustedes de mi regimiento! —dijo Pedro besando la mano de Julia y sentándose a su lado—. ¡Si supieran lo que me preocupa!

— Seguramente lo mandará usted mismo, ¿no? —repuso Julia mirando al joven milisiano con expresión burlona.

En presencia de Pedro, el miliciano no era tan mordaz, y su cara expresó una viva extrañeza por la significación de la sonrisa de Julia. A pesar de su manera de ser distraída y de su bondad, la presencia de Pedro paralizaba cualquier intento de burla.

— No —replicó Pedro riendo y ponderando su propia corpulencia—. Los franceses me verian en seguida. Además, tengo miedo de no poder ni montar a caballo.

Entre las personas que sacaban el tema de las conversaciones en el salón de Julia se empezó a hablar de los Rostov.

— Dicen que las cosas les van muy mal —dijo Julia—. ¡Es tan desordenado el conde! ... Los Razumovsky les quieren comprar la casa y la finca de las inmediaciones de Moscú, pero aún no han llegado a un acuerdo. Piden mucho dinero.

— Pues a m i me parece que la venta se efectuará uno de estos dias, aunque me parece una tontería comprar en estos momentos una finca cerca de Moscú.

— ¿Por qué? —preguntó Julia—. ¿Acaso cree usted que Moscú está en peligro?

— Entonces, ¿por qué se va usted?

— ¿Yo? ¡Qué pregunta! Me voy porque se va todo el mundo y porque no soy una Juana de Arco ni una amazona.

— Si, si, claro ...

— Si el conde supiera dirigir sus negocios podría pagar todas las deudas —continuó diciendo el miliciano, refiriéndose a los Rostov.

— Es bueno, pero es un infeliz. ¿Y por qué viven aqui? Hace tiempo que tenían que marcharse. ¿Natalia está bien? —preguntó Julia a Pedro sonriendo maliciosamente.

— Esperan a su hijo pequeño. Ha entrado en los cosacos con Obolensky. Ha ido a Bielaja-Tzerkov, donde se está formando un regimiento, pero ellos quieren que vengan al mio y lo esperan de un momento a otro. El conde hace tiempo que se queria marchar, pero la condesa no quiere irse de ningún modo de Moscú antes de que vuelva su hijo.

— Anteayer los vi en casa de los Arkharov. Natalia está muy bien y muy alegre. Cantó una romanza. ¡Hay gente que se consuela en seguida! Después de haberse enterado todo Moscú.

— ¿Y qué es eso de que se ha enterado todo Moscú? —preguntó Pedro, visiblemente molesto.

Julia sonrió.

— ¿Sabe usted, conde, que caballeros como usted no se encuentran más que en las novelas de Madame de Souza?

— ¿Qué caballeros? —murmuró Pedro ruborizándose.

— Vaya, no disimule, mi querido conde. ¡Si todo Moscú lo sabe! Ma parole d'honner que es usted admirable.

— ¡Otra multa! —dijo el miliciano.

— ¡Vamos! No se puede hablar ...

— Pero, ¿qué es lo que sabe todo Moscú ? —insistió Pedro levantándose.

— Basta, conde, dejémoslo ... ¡Ya lo sabe usted!

— Yo no sé nada.

— Es usted muy amigo de Natalia y por esto ... No, yo siempre me he entendido mejor con Vera. Esta querida Vera ...

— No, señora —dijo Pedro interrumpiéndola—. Nunca me he adjudicado el papel de caballero de la señorita Rostov y hace cerca de un mes que no he puesto los pies en su casa pero no comprendo la crueldad ...

— Quien se disculpa ... quien se disculpa —exclamó Julia sonriendo y agitándo las vendas que acababa de plegar.

Y para ser la última en hablar de aquella enojosa cuestión, cambió el tema de la conversación.

- Hoy me han dicho que la pobre María Bolkonsky ha llegado a Moscú. ¿Sabéis que le ha muerto el padre?

- ¿De verdad? ¿Dónde está? Me gustarla verla —dijo Pedro.

— Anoche la vi. Hoy o mañana se irá con su sobrino a la finca que tienen cerca de Moscú.

— ¿Y cómo está? —siguió interesándose Pedro.

— ¡Muy triste! ¿Y sabéis quién la ha salvado? ¡Oh, es toda una novela! Nicolás Roskov. Los campesinos la tenían sitiada, querían matarla, hirieron a los criados ... Él llega, se lanza en su socorro y la salva ...

— ¡Otra novela! —comentó el miliciano—. Decididamente esto es una huida general, todas las solteronas se casan. Katicha, una. La princesa Bolkonsky, dos.

— ¿Queréis creer que, efectivamente, me pareció que está un petit peu amoureuse du jeune homme?

- ¡Otra multa! ¡Otra multa!

— Pero, ¿cómo se puede decir esto en ruso?

Capítulo XVII

Pedro abrió los carteles que le entregaron tan pronto como entró en su casa, y que aquel día habian sido expuestos al público, a las masas. Eran de Rostoptchin.

En el primero se decia que los rumores según los cuales el conde Rostoptchin habia prohibido que pudiera salirse de Moscú, eran falsos, porque precisamente el conde Rostoptchin estaría muy contento si las damas y las esposas de los comerciantes se marchasen de la ciudad.

Después de leerlos, Pedro se quedó pensativo. Aquellas tempestades que él deseaba con todas las fuerzas de su alma y que, a pesar suyo, le llenaban de horror, evidentemente se iban aproximando.

— ¿Entrar en el servicio militar incorporándome en el ejército, o esperar aqui? —se preguntó, hablando consigo mismo.

Era la centésima vez que se hacia esta pregunta. Cogió la baraja que estaba encima de la mesa y se puso a hacer un solitario.

— Si este solitario me sale —murmuró barajando las cartas y levantando la cabeza—, querrá decir ... ¿Qué querrá decir?

No habia acabado de barajar cuando oyó la voz de la vieja princesa que preguntaba si podia entrar.

— Querrá decir que he de alistarme en el ejército —acabó Pedro. Y dirigiéndose a la condesa, repuso—: ¡Adelante!

Únicamente la vieja princesa, aquella que tenia el cuerpo largo y la cara petrificada, seguia viviendo en casa de Pedro. Las otras dos se habian casado.

— Perdóname, primo, que haya venido a molestarte —dijo con un tono de reproche y viva emoción—. Hay que decidir algo. ¿Qué ocurrirá? Todo el mundo se va de Moscú y el pueblo se rebela. ¿Por qu é tenemos que permanecer aqui?

— Al contrario, creo que todo marcha muy bien, prima —afirmó Pedro con aquel tono de broma que adoptaba siempre que hablaba con la princesa para disimular la confusión que le producía su papel de bienhechor.

— Si, está muy bien. Cada vez se ponen mejor las cosas. Hoy, Bárbara Ivanovna me ha explicado cómo se portan nuestras tropas. Verdaderamente no hay muchos motivos para sentirnos orgullosos de nuestros soldados. Y el pueblo se rebela descaradamente y no quiere obedecer. ¡Hasta la criada me ha hablado groseramente hoy! A este paso pronto me pegarán. Y lo peor es que los franceses llegarán aquí de un momento a otro. ¿Qué esperan pues? Yo únicamente te pido una cosa, primo: que ordenes que me lleven a San Petersburgo. Con mi manera de ser me seria completamente imposible vivir bajo el dominio de Bonaparte.

— Cálmate, prima. ¿De dónde has sacado esas noticias? Si precisamente, al contrario ...

— No me someteré a nuestro Napoleón . Los otros harán lo que quieran, pero si a ti no te parece ...

— Si ... Daré en seguida las oportunas órdenes ...

La princesa parecía muy disgustada por no saber a quién reñir. Se sentó en una silla gruñendo algo.

— No te han informado bien —dijo Pedro—. La ciudad está tranquila y no hay ningún peligro. Mira, acabo de leer estos carteles. El conde Rostoptchin responde con su vida que el enemigo no entrará en Moscú ...

— ¡Ah! ¡Es tu conde! —exclamó la princesa, encolerizada—. Es un hipócrita, un miserable que ha excitado al pueblo a rebelarse. ¿Acaso no ha escrito en esos estúpidos carteles que se habia de coger a la gente por las orejas y meterla en la cárcel? La gloria, el honor serán para el vencedor. Y ya ves el resultado ... Bárbara Ivanovna me ha dicho que el pueblo queria matarla porque la habian oido hablar francés ...

— ¡Lo cogéis todo por donde quema! —afirmó Pedro disponiéndose a armarse de paciencia.

Su paciencia dio, efectivamente, buen resultado, pero, a pesar de ello, Pedro no fue al ejército y se quedó en Moscú, desierto, siempre con la misma preocupación y la misma indecisión, con miedo y a la vez con alegría, esperando algo horrible.

Al dia siguiente por la tarde, la princesa se marchó, y llegó el administrador principal de Pedro para decirle que no podia reunir el dinero necesario para equipar a un regimiento, salvo si se vendía una finca. El administrador demostró a Pedro que los gastos de sostenimiento de sus soldados lo arruinarían. Pedro, al oir aquellas palabras, tuvo que hacer un vivo esfuerzo para disimular una sonrisa.

— Y bien, ¿qué vamos a hacerle? Venderemos lo que sea preciso. Ahora no puedo volverme atrás.

Cuanto más iban empeorando las cosas, y particularmente las suyas, más contentó estaba Pedro y más inminente le parecía la catástrofe que se avecinaba.

Casi todas las amistades de Pedro habian abandonado la ciudad. Julia se había marchado y la princesa Maria también. Entre sus conocidos íntimos no quedaban más que Rostov pero Pedro no iba a su casa.

Al regresar a su casa, Pedro atravesó la plaza Bolotnaia y se dio cuenta de que se hallaba invadida por una multitud enorme, congregada alrededor del tablado de las ejecuciones. Hizo detener el coche y se apeó. Azotaban a un cocinero francés acusado de espionaje. En el mismo sitio habia otro delincuente, un hombre delgado y pálido. Por las apariencias también era francés. Con una emoción y una palidez semejante a la de los condenados, Pedro se abrió paso entre la muchedumbre.

— ¿Qué es? ¿Por qué ha sido esto? —preguntó.

Pero la atención de la multitud, de los funcionarios, de los pequeños tenderos, de los comerciantes, de los campesinos y de las mujeres con abrigo y pelliza, estaba de tal manera concentrada en lo que ocurría en el lugar del suplicio, que nadie le contestó.

La multitud hablaba a gritos y a Pedro le pareció que era para ahogar un sentimiento de piedad.

— Es el cocinero de no sé qué principe ...

— Ya lo veis. Parece que la salsa rusa no le ha sentado muy bien a ese francés. Se ve que le vuelve a la boca —dijo un funcionario, que estaba al lado de Pedro cuando el francés se puso a llorar.

El funcionario miró a su alrededor esperando el efecto de su agudeza. Algunos de los circunstantes se echaron a reir. Los demás continuaron mirando horrorizados al verdugo que desnudaba ya al segundo condenado.

Pedro respiró profundamente y andando de prisa dirigióse otra vez a su carruaje. Al instalarse en el coche no cesaba de murmurar. Durante el trayecto sintió escalofrios y dijo algo en voz tan alta, que el cochero le preguntó:

— ¿Decia algo, Excelencia?

— ¿A dónde vas? —gritó Pedro al ver que se dirigía hacia la Lubianka.

— ¿No me habia dicho que fuera a casa del general gobernador? —dijo el cochero.

— ¡Idiota! ¡Animal! —exclamó Pedro insultando al cochero, cosa que hacia muy pocas veces—. ¡Te he dicho a casa, y de prisa, animal!

Y en voz baja, hablando consigo mismo, murmuró.

— Hemos de marcharnos hoy mismo.

Al ver a los franceses azotados y a la multitud reunida alrededor del lugar del suplicio, Pedro habia resuelto no permanecer en Moscú y marcharse al ejército aquel mismo dia.

Al llegar a casa, Pedro advirtió al cochero Evstafíevitch que lo conocía todo, lo sabia todo y que conocía Moscú palmo a palmo, que por la noche se iba a Mojaisk, al ejército, y que le enviara alli los caballos de silla. Evstafíevitch dijo que todo aquello no podia hacerse en un dia y entonces Pedro decidió aplazar su partida hasta el dia siguiente a fin de darle tiempo para que preparara los caballos necesarios para el viaje.

Después de unos cuantos dias de mal tiempo, el 24 fue bueno y Pedro, después de comer, se marchó de Moscú.

Por la noche, al cambiar los caballos en Perkuchkovo, supo que aquella tarde habia habido una gran batalla. Los habitantes de Perkuchkovo decían que la tierra habia temblado con el fragor de los cañones. Pedro preguntó quién habia vencido, pero nadie supo decírselo. Era la batalla de Schevardino, que tuvo lugar el dia 24. Al amanecer, Pedro llegó a las inmediaciones de Mojaisk.

Todas las casas de la población estaban ocupadas por las tropas, y en la posada Pedro encontró a su cochero y a su lacayo. No habia una habitación disponible. Los oficiales lo ocupaban todo.

Capítulo XVIII

Luego de las batallas (la primera establecida en el reducto de Schevardino, el 24 de agosto, y la segunda al anochecer del mismo dia, en sus inmediaciones), el dia 25 no hubo novedad alguna, hasta el 26, en que se desarrolló la batalla de Borodino.

Esta batalla no tenia sentido ni para los rusos ni para los franceses. El resultado inmediato habia de ser necesariamente, para los rusos, un paso más hacia la pérdida de Moscú, que era la cosa que más miedo daba al mundo, y para los franceses la pérdida de todo su ejército, cada vez más segura e inminente, cosa que también les daba más miedo que nada.

Aquel resultado era evidente para unos y para otros, y, no obstante. Napoleón planteó la batalla y Kutusov la aceptó.

Napoleón, perdiendo la cuarta parte de su ejército, habia alargado mucho más su linea. Si se dice que pensaba que al ocupar Moscú, como le habia ocurrido en la ocupación de Viena, acabaría la campaña, es que no se tuvo presente las objeciones que hoy podrían hacerse a un plan semejante.

Los mismos historiadores de Napoleón dicen que inmediatamente después de Smolensko queria detenerse porque comprendía el peligro de la extensión de su linea y sabia que la ocupación de Moscú no bastaría para terminar la campaña, porque después de Smolensko veia en qué estado le dejaban las ciudades rusas y no recibía ninguna respuesta al deseo que habia manifestado de entablar negociaciones.

Al dar y aceptar la batalla de Borodino, Kutusov y Napoleón obraron por propia voluntad y sin ninguna razón, y los historiadores, después del hecho, han pretendido aducir pruebas complicadas de la previsión y del genio de los jefes que, entre los factores involuntarios de los acontecimientos europeos, eran los más serviles y los más inconscientes.

Otra pregunta: ¿Cómo fueron dadas las batallas de Borodino y la de Schevardino que la precedió? Hay una explicación definida que todo el mundo conoce y que es falsa:

El ejército ruso, después de la retirada de Smolensko, buscaba la posición más ventajosa para la batalla general y la encontró cerca de Borodino.

Los rusos fortificaron sus posiciones hacia adelante, a la izquierda de la carretera de Moscú a Smolensko, hasta el ángulo derecho, de Borodino a Utitza, lugar donde se dio la batalla.

Ante las posiciones, la vanguardia estaba situada para observar en el reducto de Schevardino. El dia 24 Napoleón atacó aquellas avanzadas y las tomó, y el 26 atacó a todo el ejército ruso formado en el campo de Borodino.

He aqui lo que dicen los historiadores, pero todo esto es absolutamente inexacto. De ello podrá convencerse fácilmente quien quisiera penetrar el sentido de la cuestión.

Los rusos no sólo no fortificaron la posición del campo de Borodino, a la izquierda, en el ángulo derecho de la carretera, sino que hasta la misma mañana del 25 de agosto de 1812 no pensaron que la batalla pudiera tener lugar en aquel punto. La prueba es, primeramente, que el 25 de agosto, en aquel lugar no habia ninguna fortificación, pues se empezó a fortificar el mismo dia 25 y el 26 no se habia acabado; y, segundo, la posición del reducto de Schevardino. El reducto de Schevardino, visto el punto donde fue aceptada la batalla, no tenia ninguna razón de ser. ¿Por qué aquel reducto estaba más fortificado que todos los demás puntos? ¿Por qué el dia 24 fue defendido encarnizadamente hasta muy entrada la noche agotando todas las fuerzas y perdiendo seis mil hombres? Para observar los movimientos del enemigo bastaba un destacamento de cosacos. Esto prueba que la posición donde se dio la batalla no estaba prevista y que el reducto de Schevardino no era la posición avanzada. Barclay de Tolly y Bragation estuvieron convencidos hasta el día 25 de que el reducto de Schevardino era el flanco izquierdo de la posición, y el mismo Kutusov, en su informe escrito después de la batalla, llama al reducto de Schevardino el flanco izquierdo de la posición.

Las cosas, evidentemente, ocurrieron asi:

Escogióse un punto en el rio Kolotcha, que corta la carretera principal no en ángulo recto, sino en ángulo agudo, de manera que el flanco izquierdo estaba en Schevardino, el flanco derecho cerca del pueblo de Novoie y el centro en Borodino, en la confluencia del Kolotcha y del Voina. Aquella posición sobre el curso del Kolotcha era la propia de un ejército cuyo objetivo fuese detener un avance para cualquiera que se tome la molestia de estudiar el campo de batalla de Borodno prescindiendo de la forma como se desarrolló la lucha.

Napoleón, al marchar el día 24 hacia el pueblo de Valuievo, no se dio cuenta, según los historiadores, de la posición de los rusos de Utitza a Borodino, aunque mal podia verla sino existia. No se dio cuenta de la avanzada del ejército ruso, pero persiguiendo una retaguardia rusa a la izquierda de la posición chocó contra la de Schevardino y, sin que los rasos hubieran podido preverlo, hizo pasar el Kolotcha a sus tropas. Los rusos, sin tiempo de entrar en la batalla general, retrocedieron con su ala izquierda alejándose de la posición que se proponían ocupar y se instalaron en una que no estaba prevista ni fortificada.

A grandes rasgos, el plan de esta supuesta batalla y la que realmente tuvo lugar es, poco más o menos, como sigue:

Si la tarde del 24 Napoleón no se hubiera acercado al Kolotcha y no hubiese ordenado atacar el reducto aquella misma noche, sino que hubiera iniciado el ataque el dia siguiente por la mañana, nadie dudaría de que el reducto de Schevardino era el flanco izquierdo de la posición rusa, y la batalla se habría presentado tal como los rusos la esperaban. En este hubieran defendido con mucha más obstinación el reducto de Schevardino, el flanco izquierdo ruso, habrían atacado a Napoleón por el centro y por la derecha y el 24 la batalla general habría sido entablada en la posición fortificada y prevista. Pero como el ataque del flanco izquierdo ruso se efectuó al atardecer, después de la retirada de la vanguardia, es decir, inmediatamente después de la batalla de Gridniovo, los jefes rusos no quisieron o no pudieron empezar la batalla decisiva la tarde del 24, cuando la acción primera y principal de la batalla de Borodino estaba perdida desde el mismo dia 24 e implicaba forzosamente la pérdida del combate el dia 26.

Después de la toma del reducto de Schevardino, la mañana del dia 25, las tropas rusas quedaban al descubierto por el flanco izquierdo y colocadas en situación de tener que cubrir el ala izquierda y de fortificarla rápidamente y de cualquier manera.

Pero es muy poca cosa para las tropas rusas estar únicamente protegidas el dia 26 por unas fortificaciones insuficientes y no terminadas. La batalla de Borodino no se dio en una posición elegida y fortificada con fuerzas un poco inferiores por parte de los rusos, sino que la batalla de Borodino, gracias a la derrota sufrida dos dias antes en Schevardino, fue aceptada por los rusos en un campo abierto, apenas fortificado, con fuerzas dos veces inferiores a las de los franceses, es decir, en tales condiciones que era imposible no sólo luchar durante diez horas y sostener una batalla indecisa, sino ni siquiera impedir durante tres horas la derrota completa y la dispersión del ejército.

Capítulo XIX

El carillón de la catedral anunciaba el oficio, y Pedro detuvo el coche y se apeó. Aquella misma mañana, del dia 25, habia abandonado Mojaisk. Detrás de él bajaba un regimiento de caballeria con los cantores al frente, y de abajo, de cara a él, subía un convoy de carros con los heridos del combate del dia anterior. Los heridos, vendados, pálidos, con los labios cerrados y las facciones contraidas, se agarraban a las barandas y chocabán unos contra otros dentro de los carros. Casi todos, con una curiosidad infantil, inocente, miraban la gorra blanca y el traje verde de Pedro.

Un soldado viejo, herido, con el brazo vendado, que iba andando al lado del carro levantó la mano útil y se volvió hacia Pedro.

— ¿Nos arrastrarán así hasta Moscú? —pregunto.

Pedro estaba tan abstraído en sus pensamientos que no entendió la pregunta. Tan pronto miraba al regimiento de caballería, que en aquel momento se cruzaba con el convoy de heridos, como al carro que tenia cerca, en el cual iban dos heridos sentados y uno tendido. Le parecía que alli, en presencia de aquellos heridos, habia de encontrar la solución que buscaba. Los rayos tibios del sol acariciaban la cumbre opuesta de la montaña. Sin embargo, abajo, al pie de aquella cumbre, cerca del carro de los heridos, al lado del caballo voluntarioso parado junto a Pedro, todo era húmedo, triste, sombrío.

El soldado de la mejilla hinchada miró con cólera a los cantores.

— ¡Oh, cómo presumen! —dijo con acento de reproche.

— Hoy no han tenido bastante con los soldados y han tenido que coger campesinos ... Hasta a los campesinos también los cazan ... Hoy todo el mundo es igual. ¡Quieren complicar en esta guerra a todo el mundo ...! ¡Quieren acabar de una vez! —añadió, luego, con una sonrisa, dirigiéndose a Pedro.

A pesar de la oscuridad de las palabras del soldado, Pedro comprendió perfectamente todo lo que queria decir y bajó la cabeza en un gesto de aprobación.

La carretera quedó, al fin, libre. Pedro prosiguió su marcha y se fue un poco más lejos. Después de haber recorrido asi cuatro verstas, encontró un conocido y lo interrogó con alegría. Era uno de los médicos jefes del ejército. Iba en un cabriolé y seguia el camino en sentido inverso al de Pedro. Le acompañaba un médico joven. Al reconocer a Pedro ordenó al cosaco que ocupaba el lugar del cochero que se detuviera.

— ¡Conde! ¿Cómo se halla aqui Vuestra Excelencia? —preguntó, sorprendido.

— Nada, he querido ver esto ...

— Pues le aseguro que tiene mucho que ver.

Pedro se acercó al doctor y se puso a hablar con él explicándole su propósito de tomar parte en la lucha.

— ¿Por qué quiere usted exponerse a estar Dios sabe dónde, en un lugar desconocido? —preguntó el médico cambiando una mirada con su joven compañero—. El Serenísimo le conoce a usted y seguramente le recibirá gustoso. Créame, hágalo asi, amigo mío.

El doctor parecía cansado e inquieto.

— Asi, pues, cree usted ... Queria preguntarle cuál es exactamente la posición de nuestras tropas.

— ¿La posición de nuestras tropas? Esto no es de mi incumbencia. Vaya usted al pueblo de Tatarinovo ... Allá abajo preparan algo ... Suba usted a la colina y desde alli lo verá todo.

— ¿De verdad? ¿Se ve ...? Si quisiera usted ...

Pero el doctor le interrumpió y se acercó de nuevo a su cabriolé.

— De buena gana le acompañaría, pero le juro que ya no puedo más con todo esto. Voy corriendo a ver al comandante del cuerpo. Lo hemos arreglado todo como hemos podido. La batalla será mañana y por cada cien mil hombres hay que contar, por lo menos, veinte mil heridos. Y no tenemos ni angarillas, ni camas de campaña, ni médicos para seis mil. Hay diez mil carretas, pero no es esto sólo lo que hace falta ... Y ahi lo tienes y arréglate como puedas.

Pedro pensó entonces que entre aquellos millares de hombres vivos, sanos, jóvenes y viejos, que contemplaban su gorra blanca con extrañeza, habia seguramente veinte mil destinados a ser heridos o a morir, y que quién sabe si eran los mismos que estaba viendo en aquel momento. Aquella idea entristeció a Pedro.

Pedro se dirigió hacia el pueblo de Tatarinovo.

Cerca de la casa señorial del pueblo, a la izquierda del camino, habia estacionados numerosos coches y carros, una multitud de asistentes y centinelas. El cuartel del Serenisimo estaba alli, pero cuando llegó Pedro todavía no habia nadie del Estado Mayor.

Todos los jefes y oficiales estaban en la iglesia, donde se celebraba un Te Deum en acción de gracias. Pedro prosiguió su camino en dirección a Gorki.

Capítulo XX

Eran las once de la mañana cuando Pedro descendió de la berlina, y pasando frente a las tropas de milicianos que trabajaban subió a la colina. El doctor le habia dicho que desde ahí se veia el campo de batalla y deseaba comprobarlo.

Arriba, a la izquierda, rompiendo la uniformidad del paisaje, deslizábase la carretera de Smolensko que atravesaba un pueblo de blanca iglesia, situado debajo de la colina y a unos quinientos pasos de ella. Más allá del pueblo la carretera atravesaba un puente y y serpenteaba subiendo hacia el pueblo de Valuievo, que se percibía a una istancia de seis verstas y en el cual se encontraba entonces Napoleón. Detrás de Valuievo la carretera desaparecia internándose en el bosque que amarilleaba en el horizonte. A la derecha, a lo largo de los rios Kolotcha y Moscova, el paisaje estaba lleno de hoyos y era muy accidentado. A lo lejos, en una de aquellas hondonadas, veíanse los pueblos de Biesulbovo y Takarino. A la izquierda, el terreno era más regular y entre campos de trigo se veia el pueblo de Seoienovsk.

Decidido a informarse acerca de todo lo que le interesaba, se dirigió a un oficial que miraba con curiosidad su corpulenta figura tan poco airosa y marcial.

— ¿Querría usted hacerme el favor de decirme cuál es aquel pueblo de allá abajo, delante mismo de nosotros?

— Burdino, ¿no ? —dijo el oficial dirigiéndose a su compañero.

— Borodino —rectificó el otro.

El oficial, visiblemente contento de tener ocasión de hablar con un extraño, se dirigió a Pedro.

— ¿Los nuestros están allá abajo? —preguntó éste.

— Si, y alli, un poco más lejos, los franceses. Ahora se ven —dijo el oficial.

- ¿Dónde?

— Se ven a simple vista. Mírelos ...

El oficial señaló la humareda que se veia a la izquierda, detrás del rio, y en su cara apareció aquella expresión grave y severa que Pedro habia observado en muchos rostros le había visto.

— ¡Ah! ¿Son los franceses ...? ¿ Y aquellos de allá abajo? —preguntó señalando la izquierda de la colina cerca de la cual veíanse también tropas.

— Son los nuestros.

— ¡Ah, los nuestros ...!

Pedro señaló luego una colina lejana con un árbol enorme, cerca del pueblo que se veía en la hondonada y en el que se agitaban manchas negras y espesas nubes de humo.

— También es él —respondió el oficial—. Es el reducto de Schevardino. Nosotros estábamos alli, pero hoy está él.

— Asi, pues, ¿cuál es nuestra posición?

— ¡Nuestra posición! —repuso el oficial con una sonrisa de complacencia—. Precisamente se la puedo indicar perfectamente, pues yo mismo he construido casi todos los atrincheramientos. ¿Ve usted ese pueblo con la iglesia blanca que tenemos enfrente? Pues éste es el paso para atravesar el Kolotcha. ¿Ve alli donde hay pequeños montones de heno? Es el puente. Alli está nuestro centro. Aqui, a la derecha, hacia aquellas hondonadas, está nuestro flanco derecho. Allá abajo está el rio Moscova y hemos construido tres reductos muy fuertes. En cuanto al flanco izquierdo ... Esto es más dificil de explicar. Ayer nuestro flanco izquierdo era Schevardino, ¿ve usted?, alli donde hay aquel roble ... Ahora nuestra ala izquierda ha retrocedido ... ¿Ve aquel pueblo y aquella humareda? Es Semionovsk, y más allá está la colina de Raievsky. Pero no es probable que la batalla se dé aquí. Él ha pretendido cogernos en una trampa y por esto ha hecho pasar sus tropas hacia este lado. Seguramente, luego dará la vuelta dejando Moscú a la derecha. De todos modos, da lo mismo. Mañana caeremos muchos de nosotros ...

Un suboficial viejo que se habia acercado al oficial mientras estaba dando aquellas explicaciones a Pedro, esperaba silenciosamente el final del discurso de su superior, pero al oir aquellas palabras, evidentemente descontento de la opinión del oficial, lo interrumpió y dijo severamente:

— Hay que ir a buscar cestos.

El oficial se calló un poco confuso, como si comprendiera que se podia pensar que muchos caerían al dia siguiente, pero que no estaba bien decirlo.

— Bien, regresad a la tercera compañía —ordenó el oficial.

Luego se dirigió otra vez a Pedro.

— ¿Y usted, quién es? ¿Un médico?

— No, he venido para ver esto —replicó Pedro.

Y prosiguió su camino por delante de los milicianos.

— ¡Ah, esos cerdos! —gruñó el oficial que iba detrás de él, tapándose la nariz.

— ¡Ya están aqui! ¡Ya la traen! ¡Ya vienen! —gritaron de repente muchas voces.

Los oficiales, los soldados y los milicianos corrieron hacia la carretera.

La procesión que habia salido de la iglesia bajaba por la pendiente de la colina de Borodino. Delante, por la carretera polvorienta, marchaba ligera la infantería. Todos los soldados llevaban la cabeza descubierta y los fusiles a la funerala. Detrás de la infanteria oíanse los cantos de los sacerdotes. Los soldados y los milicianos corrieron descubiertos y pasaron por delante de Pedro.

— ¡Es nuestra Santa Madre de Dios! ¡Nuestra protectora ...! ¡Iverskaia ...!

— ¡Es nuestra Santa Madre de Dios de Smolensko! —corrigió otro de los soldados.

Los milicianos, tanto los que estaban en el pueblo como los que trabajaban en la batería, dejaron las palas y los picos y se dirigieron presurosamente hacia la procesión.

Detrás del batallón que seguia avanzando por la carretera llena de polvo, iban los sacerdotes con sus casullas. Uno era viejo y llevaba hábito, y lo acompañaban los monaguillos y los chantres. Detrás de ellos, algunos soldados y oficiales llevaban a cuestas una gran imagen con la cara morena y muy adornada. Era la imagen que se habian llevado de Smolensko y que desde entonces seguia al ejército. Una multitud de militares iba, venía y corria alrededor de la imagen, haciéndole profundas reverencias.

De repente, la multitud que rodeaba a la imagen se apartó y alguien, probablemente un personaje importante, a juzgar por la prisa con que los presentes le hacian sitio, empujó y se acercó a la imagen.

Era Kutusov que inspeccionaba la posición. Al entrar en Tatarinovo se habia acercado a asistir a la ceremonia de acción de gracias. Pedro reconoció en seguida a Kutusov por su figura particular, distinta de todas las demás. Su cuerpo enorme, con un largo levitón, cargado de espaldas, la cabeza descubierta y un ojo vacio, no podia confundirse con ningún otro. Kutusov, con su manera de andar cansina y vacilante, penetró en el circulo y se detuvo delante del sacerdote. Se persignó con un movimiento maquinal, tocó el suelo con la mano y suspirando profundamente inclinó la cabeza cana. Bennigsen y el séquito venían detrás de él. A pesar de la presencia del generalísimo, que atraía la atención de los oficiales superiores, los soldados y los milicianos continuaron rezando sin mirarlo.

Cuando acabó la ceremonia, Kutusov se acercó a la imagen, se arrodilló pesadamente haciendo una gran reverencia y tuvo luego que hacer un gran esfuerzo para poder levantarse, pues se lo impedia su obesidad.

Capítulo XXI

Oleadas de multitud, yendo de un lado para otro, huyendo; arrastraban a Pedro que miró en derredor suyo.

— ¡Conde Pedro Kirilovitch!, ¿cómo es que estás aqui? —dijo una voz fuerte, dominando el tumulto.

Boris Dubretzkoy, sacudiéndose el pantalón, que se le habia manchado de polvo al arrodillarse ante la imagen, se acercó sonriendo a Pedro. Iba vestido elegantemente, con un estudiado propósito de parecer marcial. Llevaba una túnica larga, y, lo mismo que Kutusov, un látigo en bandolera.

Entretanto, Kutusov regresó al pueblo y se sentó a la sombra de la casa más próxima, en un banco que un cosaco le habia llevado precipitadamente y que otro cosaco se habia apresurado a cubrir con una pequeña alfombra. Un séquito brillante y numeroso rodeaba al generalísimo.

Pedro, hablando con Boris, se detuvo a treinta pasos de Kutusov. Explicaba a su amigo su intención de tomar parte en la batalla y los motivos que le habian impulsado a ir a ver la posición.

— Lo mejor será que hagas lo que te diga —repuso Boris—. Yo te haré los honores del campo. Desde el puesto del conde Bennigsen lo podrás ver todo muy bien. Yo estoy agregado a su Cuartel. He de hacerle un informe, y si quieres recorrer la posición, ven con nosotros. Iremos primeramente al flanco izquierdo y volveremos en seguida. Te ruego que hagas el honor de pasar la noche en mi casa. Jugaremos una partida para distraernos, ¿conoces a Dmitri Sergueievitch? Se aloja también aqui —añadió, indicando la tercera casa del pueblo de Gorki.

— Pero yo querría ver el flanco derecho —objetó Pedro—. Dicen que está muy bien forticado. Quisiera atravesar el Moscova y ver toda la posición.

— ¡Oh, esto no es posible! Lo más importante es el flanco izquierdo ...

— Bien ... ¿Podrías decirme ahora dónde está el regimiento del principe Bolkonsky?

— ¿De Andrés Nikolaievitch? Hemos de pasar por delante de su casa. Yo te acompañaré.

— Bien ... ¿Y el flanco izquierdo?

— Si hemos de decir la verdad, entre nosotros, nadie sabe la posición que ocupa nuestro flanco izquierdo —dijo Boris con tono confidencial y bajando la voz—. El conde Bennigsen no se ha ocupado de él en absoluto. Tenia el propósito de fortificar la otra colina, allá abajo, pero no por este lado ... Pero el Serenísimo no lo ha querido, o le han convencido ... Asi ... —Boris no pudo acabar la frase porque en aquel momento se acercaba a ellos Kaisarov, ayudante de campo del generalísimo—. ¿Qué tal, Paisi Sergueievitch? —dijo familiarmente Boris con una sonrisa afectuosa dirigiéndose a Kaisarov—. Estoy intentando explicarle al conde la posición. ¡Es admirable la manera cómo el Serenisimo sabe adivinar los propósitos de los franceses!

— ¿Habláis del flanco izquierdo? —preguntó Kaisarov.

— Si, precisamente ... Nuestro flanco izquierdo es ahora muy fuerte.

Aunque Kutusov habia echado del Estado Mayor a todos los inútiles, Boris habia sabido mantenerse en el Cuartel General y se habia situado cerca del conde Bennigsen. Bennigsen, como todos aquellos cerca de los cuales lograba situarse Boris, consideraba al joven principe Dubretzkoy como un hombre inapreciable.

En el mando del ejército habia dos partidos distintos: el partido de Kutusov y el de Bennigsen, que era el jefe del Estado Mayor. Boris era del segundo partido y nadie sabia tan bien como él, demostrando un respeto servil a Kutusov, dar a entender que el viejo generalísimo no servia para nada y que todo lo hacia Bennigsen.

Habia llegado el momento decisivo de la batalla que habia de hundir a Kutusov y dar el poder a Bennigsen, y si Kutusov salia victorioso era preciso demostrar que el mérito era de Bennigsen. En todo caso, al dia siguiente serian distribuidas muchas recompensas y habría ascensos, y por esto Boris estaba inquieto y nervioso.

Kutusov vio a Pedro y al grupo que le rodeaba.

— ¡Decidle que venga! —ordenó el generalísimo. Un ayudante de campo se apresuro a cumplimentar la orden y Pedro se dirigió hacia el banco donde estaba sentado Kutusov.

Sin embargo, antes que él, un soldado se aproximó al viejo jefe. Era Dolokhov.

— ¿Cómo es que está aqui? —preguntó Pedro.

— Es tan canalla que se mete por todas partes —le contestaron—. Está degradado y ahora ha de hacer méritos. Ha presentado unos proyectos y esta noche ha de ir hasta las lineas enemigas. ¡Hay que reconocer que es un valiente!

Pedro se descubrió y se inclinó respetuosamente delante de Kutusov.

— He pensado que si exponía este proyecto a Vuestra Excelencia —decia Dolokhov-, podrían echarme de aqui o decirme que ya sabe usted lo que vengo a contarle, aunque esto sea humillante para mi.

— Está bien ..., está bien ...

— Pero si tengo razón, entonces puedo ser útil a la patria por la que estoy dispuesto a morir.

— Está bien, está bien.

— Y si Vuestra Excelencia necesita un hombre dispuesto a jugarse la vida, le suplico que se acuerde de mi ... Tal vez pueda serle útil.

— Está bien, está bien —repetía Kutusov mirando a Pedro.

En aquel momento, Boris, con su habilidad de cortesano, se puso al lado de Pedro, muy cerca del jefe, y con el aire más natural del mundo, y con tono distraído, como si continuara una conversación emprendida antes, le dijo a Pedro:

— Los milicianos, como quien no hace nada, se han puesto camisa limpia para prepararse a morir. ¡Qué heroísmo, conde!

Boris dijo esto, evidentemente, para que el Serenísimo lo oyera. Sabía que Kutusov escuchaba sus palabras, y, en efecto, el general jefe, dirigiéndose a él, le preguntó:

— ¿Qué dices de los milicianos?

— Que se preparan para mañana, Excelencia. Se han puesto sus camisas limpias, dispuestos a morir.

— ¡Ah! ¡Son unos hombres admirables! ¡No hay otros como ellos! —dijo Kutusov entornando los ojos y bajando la cabeza—. ¡Esa gente vale mucho! —Luego se dirigió a Pedro—: ¿Queréis oler la pólvora? Si, huele muy bien. Tengo el honor de ser un adorador de vuestra esposa. ¿Sigue bien? Mi vivaque está a vuestra disposición.

Y como suele sucederles a los viejos, después de haber dicho esto se puso a mirar a su alrededor como si se hubiera olvidado de lo que tenia que hacer o decir. Por fin se acordó de lo que buscaba y envió a buscar a Andrés Sergueievitch Kaisarov, hermano de su ayudante de campo.

— ¿Cómo son aquellos versos de Marín? ¿Cómo dicen? Aquellos que ha escrito para Gerakov. Entrarás de maestro en el cuerpo ... Recítamelos ...

Kaisarov declamó dos veces y Kutusov, sonriente, se puso a marcar el ritmo moviendo la cabeza.

Cuando Pedro se alejó de Kutusov, Dolokhov se le acercó y le cogió la mano estrechándosela con efusión.

— Estoy muy contento de encontrarle aqui, conde —le dijo en voz alta, con una resolución de una gravedad particular, sin sentirse cohibido por la presencia de personas extrañas—. En la víspera de un dia que sólo Dios sabe quién quedará vivo, estoy muy contento de tener ocasión de decirte que deploro el equivoco que se ha producido entre nosotros y que desearía que no me guardaras rencor. Te suplico que me perdones.

Pedro miró a Dolokhov, sonriendo, sin saber qué decirle. Dolokhov, con los ojos llenos de lágrimas, abrazó a Pedro y lo besó. Boris habló unos instantes con su general, y el conde Bennigsen, dirigiéndose a Pedro, le propuso que fuera con él a su linea.

— Lo encontrará usted muy interesante —le dijo.

— ¡Oh, si, ya lo creo! —repuso Pedro—. Desde luego, me interesa mucho ...

Media hora más tarde, Kutusov se marchó hacia Tatarinovo, y Bennigsen, con su séquito, al que se habia agregado Pedro, salió con dirección a su puesto.

Capítulo XXII

Cerca de la posición, por la carretera principal hacia el puente que el oficial habia señalado a Pedro, habia montones de heno. Desde Gorki, Bennigsen descendió hacia alli.

Una vez alli torcieron a la izquierda y atravesaron una cantidad enorme de tropas y de cañones, y subieron a la cumbre de la colina donde unos milicianos cavaban la tierra.

Era un reducto que aún no tenia nombre y al que más tarde se llamó Raievsky, o sea la batería de la colina. Pedro no concedió una atención particular a aquel reducto, porque no sabia que aquel lugar seria para él más memorable que todo el término de Borodino.

Franqueando las hondonadas, marcharon hacia Semionovskoie. Luego, subiendo unas veces y bajando otras, a través de los campos, pasaron por el nuevo camino abierto para la artillería hasta la trinchera que estaban cavando unos soldados.

Bennigsen se detuvo junto a la trinchera y se puso a mirar el reducto de Schevardino que los rusos habian abandonado el dia anterior y donde se veían a algunos militares.

Bennigsen se dirigió al general que lo acompañaba y comenzó a explicarle la situación de las tropas rusas.

Pedro escuchaba las palabras de Bennigsen, poniendo toda su inteligencia para comprender el plan de la batalla futura, pero se dio cuenta con tristeza de que su capacidad intelectual no era suficiente para entender una cosa tan complicada. Bennigsen dejó hablar y advirtiendo que Pedro escuchaba, le dijo:

— Me parece que todo eso no le interesa a usted.

— Al contrario —contestó Pedro—. Lo encuentro muy interesante.

Desde aquel lugar se dirigieron aún más hacia la izquierda por la carretera que serpenteaba hacia el interior del bosque de abetos.

Después de recorrer dos verstas por el bosque salieron a la llanura donde se hallaban situadas las tropas del cuerpo de Tutchkov, que eran las que tenian a su cargo la defensa del flanco izquierdo.

Una vez alli, en la extremidad de aquel flanco, Bennigsen habló mucho, con acento decidido y fuerte, y, según le pareció a Pedro, dio una orden muy importante.

Capítulo XXIII

Bajo el cobertizo donde se encontraba, en el pueblo de Kniazkovo, acostado, con las manos bajo la cabeza, el principe Andrés meditaba una vez más, y sus pensamientos eran extraños. Era la tarde del dia 25.

Habia recibido y transmitido las órdenes para la batalla que habia de tener lugar el dia siguiente, y no tenia nada que hacer. Pero sus pensamientos, simples, claros y, por consiguiente, terribles, no lo dejaban tranquilo. Sabia que la batalla del dia siguiente había de ser la más espantosa de todas aquellas en las cuales habia participado, y la posibilidad de la muerte, por primera vez en su vida, sin relacionarla con los vivos y sin pensar en lo que sentirían los demás, no sólo hacia él mismo, sino hacia su alma, se le presentaba casi con una certidumbre sencilla y emocionante. Tres dolores de su vida detuvieron particularmente sus pensamientos: su amor por la mujer, la muerte de su padre y la invasión de los franceses que habian conquistado ya la mitad de Rusia. ¡El amor! ¡Aquella muchachita me parecía llena de una fuerza misteriosa. La amaba y forjé muchos planes poéticos sobre el amor y sobre la felicidad que me esperaba a su lado. ¡Qué imbécil fui! Creia en un amor ideal que habia de conservarme su fidelidad durante un año de ausencia. Como la tierna paloma de la fábula, ella tenia que morir al separarse de mi ... Todo esto es muy sencillo, pero es horriblemente feo ... Mi padre también habia alimentado ilusiones. Construía Lisia Gori, que consideraba como su tierra, como su pais, pero llegó Napoleón y, sin conocer siquiera su existencia, destruyó Lisia Gori y toda su vida. ¡Y la princesa Maria dice que esto es una prueba que el cielo nos ha enviado!

Contempló la linea de álamos cuyas hojas verdes y plateadas brillaban a la luz del sol. ¡Morir ...! ¡Que me maten mañana ...! ¡Que pase todo esto, y yo me iré para siempre! Sintió un escalofrío que le recorrió toda la espalda. Salió del cobertizo y empezó a pasearse. Detrás del cobertizo se oian voces.

— ¿Quién es? —gritó el principe.

El capitán Timokhin, con la nariz encarnada, el antiguo comandante de la compañía donde estaba Dolokhov, que a causa de la falta de oficiales era jefe de batallón, entró tímidamente en el cobertizo. El ayudante de campo y el cajero entraron detrás de él. El principe se acercó a ellos, escuchó lo que le habían de decir los oficiales sobre el servicio, les dio algunas órdenes y se disponía a dejarlos marchar cuando oyó una voz conocida que gruñía:

— ¡Qué diablo!

En aquel instante un hombre chocó contra alguna cosa.

El principe Andrés miró hacia el interior del cobertizo y vio a Pedro que habia tropezado con un trozo de leña. Al principe le resultaba desagradable ver a la gente de su mundo, pero la presencia de Pedro le molestó aún más, porque le recordó todos los momentos penosos que habia pasado durante su última estancia en Moscú.

— ¡Ah! ¿Eres tú? ¿Qué viento te trae por aqui? En verdad que no te esperaba —dijo.

Y al pronunciar estas palabras, en sus ojos y en toda la expresión de su cara se reflejó una viva hostilidad.

Pedro lo advirtió en seguida.

Habíase acercado al cobertizo en una disposición de espíritu animosa y cordial, pero al darse cuenta de la expresión del principe se sintió cohibido y no supo qué decir.

— He venido ... asi ... pues he venido ... porque esto me interesa —balbució—. He querido ver la batalla.

— Sí, si. ¿Y los hermanos masones, qué dicen de la guerra? —dijo irónicamente el principe Andrés—. ¿Cómo no la impiden? — Y luego, modificando el tono de sus palabras, preguntó—: ¿Y qué dicen por Moscú? ¿Qué hacen los de casa? ¿Han podido llegar a Moscú?

— Si, han llegado. Me lo ha dicho Julia Dubretzkoy. He ido a verlos, pero no los he encontrado. Se habian marchado a la finca de las afueras de Moscú.

Capítulo XXIV

Tenía miedo, o quizá no; tal vez era un extraño deseo el que le acometía para no quedarse solo con su amigo. Algo habia de cierto en aquello, ya que el principe Andrés, cuando los oficiales hicieron intención de marcharse, les propuso que se quedaran con él a tomar el té. Los oficiales miraban extrañados la figura corpulenta de Pedro y escuchaban lo que decia sobre Moscú y sobre la disposición del campamento que acababa de recorrer. El principe Andrés callaba y hacia tan mala cara que Pedro se dirigió con preferencia al bonachón de Timokhin, comandante de batallón.

— Asi, pues, ¿has comprendido la disposición de las tropas? —preguntó el principe Andrés.

— Si; es decir, no siendo militar no puedo decir que lo haya entendido absolutamente todo, pero, de todos modos, comprendo la disposición general.

— Bien, pues resulta que sabes más que nadie —comentó el principe Andrés .

— ¡Ah! —murmuró Pedro, sorprendido, mirando al principe por encima de sus lentes-. ¿Y qué te parece el nombramiento de Kutusov?

— Yo estoy muy contento —repuso el principe Andrés—. Es todo lo que sé ...

— ¿Y qué opinión tienes de Barclay de Tolly? En Moscú se dicen muchas cosas. ¿Qué te parece?

— Pregúntaselo a ellos —dijo el príncipe, señalando a los oficiales.

Pedro, con una sonrisa indulgente, dirigió una mirada interrogativa a Timokhin.

— Excelencia, cuando ha venido el Serenísimo hemos visto el sol —dijo Timokhin, timidamente, sin dejar de mirar a su coronel.

— ¿Y esto por qué? —preguntó Pedro.

— Mirad, por ejemplo, lo que ha ocurrido con la leña y las provisiones. Cuando nos retiramos de Svendziany no pudimos coger leña, ni heno, ni nada. Nos fuimos, y entonces él se lo llevó todo. ¿Verdad, Excelencia? En nuestro regimiento dos oficiales tuvieron que comparecer ante un Consejo de guerra por actos de esta naturaleza. Pues bien, al llegar el Serenísimo todo se arregló. Por esto digo que vemos el sol.

— ¿Y por qué lo prohibían?

Timokhin, confuso, miraba a su alrededor no sabiendo qué contestar a aquella pregunta.

Pedro entonces la repitió al principe Andrés.

— Teníamos que dejárselo todo al enemigo para no arruinar al pais —contestó el príncipe on una cólera disimulada bajo la ironía—. Al fin y al cabo, estaba muy puesto en razón no permitir los actos de rapiña y no acostumbrar a las tropas al bandidaje. En Smolensko se calculó esto de una manera tan perfecta que los franceses han podido adelantarnos y tienen más fuerza que nosotros, —hizo una breve pausa y luego añadió con voz aguda, casi gritando—: No puedo comprender que allá abajo nos hayamos batido por primera vez por Rusia y que las tropas estuvieran animadas por un sentimiento que yo nunca habia visto y que hayamos hecho retroceder dos veces seguidas a los franceses. ¡Este éxito ha aumentado diez veces nuestras fuerzas! Ha ordenado retroceder y todas las pérdidas y todos los esfuerzos han sido inútiles. No pensaba en la traición. Lo hacía todo con buen fin, pero por esto las cosas no marchan. No marchan porque ha reflexionado demasiado, con demasiada exactitud, como corresponde a un alemán. ¿Cómo te lo diré ...? Verás. Por ejemplo, tu padre tiene un criado alemán; es un buen criado que cumple muy bien su obligación y satisface todas sus exigencias. Pero si tu padre se halla a las puertas de la muerte y tú ves que realmente se va, echarás al criado y con tus propias manos, sin experiencia, pero con mucho cuidado, te pondrás a cuidarlo tú mismo y lo harás mucho mejor que cualquier extraño experimentado. Pues este es el caso de Barclay. Mientras Rusia ha sido fuerte, un extranjero podia servirla, y él era un ministro hábil, pero desde que está en peligro, es mejor que confie en los suyos. Entre nosotros, en el Club, se le ha tachado de traidor. Esta calunmia hará que después los mismos calumniadores, avergonzados, quieran convertirlo en un héroe o en un genio, y esto será todavía más injusto. Es un alemán honesto y muy exacto ...

— Sin embargo, pasa por ser un jefe muy hábil —dijo Pedro.

— Yo no sé lo que es un jefe hábil —exclamó el principe Andrés esbozando una sonrisa.

— Un jefe hábil es aquel que prevé todas las posibilidades y adivina todos los planes de su adversario —aclaró Pedro.

— ¡Esto es imposible! —replicó el principe, como si se tratara de una cuestión resuelta desde mucho tiempo antes.

Pedro lo miró sorprendido.

— Dicen que la guerra es como el juego de ajedrez.

— Si —dijo el principe Andrés—, pero únicamente con una pequeña diferencia: que en el juego cada jugador puede reflexionar tanto como quiera, pues se halla fuera de las condiciones de tiempo. Además, hay otra diferencia: que el caballo es más fuerte que el peón y que dos son más fuertes que uno, mientras que en la guerra muchas veces un batallón es más fuerte que una división y otras veces es más débil que una compañía,

— Pues ¿de qu é dependerá?

— De este sentimiento que hay en mí, en estos señores, en cada uno de nuestros soldados ...

El príncipe Andrés miró a Timokhin que escuchaba, asustado, aquellas teorías.

— El que gana la batalla es el que ha decidido firmemente ganarla. ¿Por qué perdimos la de Austerlitz? Nuestras pérdidas eran casi iguales a las de los franceses, pero nosotros dijimos demasiado pronto que habíamos perdido la batalla y nos lo dijimos a nosotros mismos porque allí ya no había manera de luchar. La gente quería huir lo antes posible del campo de batalla. ¡Nos han vencido! ¡Pues huyamos! Y huimos. Si no lo hubiéramos hecho. Dios sabe lo que hubiera ocurrido. Y mañana no lo diremos. Puedes pensar que nuestra posición en el flanco izquierdo es floja y que el flanco derecho está mejor protegido. Todo esto son tonterías. No hay nada de eso. ¿Qué ocurrirá mañana? Centenares, miles de circunstancias diversas, que serán decididas momentáneamente, por un hecho cualquiera, como, por ejemplo, que sean ellos o seamos nosotros los primeros en correr, o que maten a este general o al otro, decidirán la batalla. Y todo lo que se hace ahora no es más que perder el tiempo. Aquellos con los cuales has recorrido las posiciones no sólo no ayudan a la marcha general de las cosas, sino que estorban, únicamente se ocupan de sus intereses mezquinos.

— ¿En un momento como este? —preguntó Pedro.

— ¡En un momento como este! —repitió el principe Andrés—. Para ellos no hay más que estos momentos para ascender y recibir cruces y condecoraciones. Para mi, he aqui lo que ocurrirá mañana. Un ejército ruso y un ejército francés de cien mil hombres cada uno están a punto de batirse. Estos doscientos mil hombres se batirán y vencerán los que luchen con más ardor y se compadezcan menos de si mismos. Y aún te diré más. Ocurra lo que ocurra y sean cuales sean las combinaciones que se hagan allá abajo, mañana ganaremos la batalla. Mañana, cueste lo que cueste, venceremos.

— ¡Esta es la verdad, Excelencia, esta es la verdad! —exclamó Timokhin—. ¿Qué podemos temer ahora? ¿Queréis creer que los soldados de mi batallón no han bebido hoy ni una gota de aguardiente? Dicen que hoy no es dia de beber.

Callaron todos.

Los oficiales se levantaron. El principe Andrés los siguió hasta la puerta y dio una orden al ayudante de campo. Cuando los oficiales se hubieron marchado, Pedro se acercó al príncipe.

— ¿Asi, pues, creéis que mañana ganaremos? —preguntó Pedro.

— Si, si —dijo distraídamente el principe Andrés—. La única cosa que haría yo, si tuviera poder, seria no hacer prisioneros. ¿De qué sirven los prisioneros? Este es un trabajo que ha de hacer la caballería. Los franceses han saqueado mi casa, devastarán Moscú, me han ofendido y me ofenden a cada instante, son mis enemigos ... Para mi todos son unos criminales. Y Timokhin y todo el ejército piensan igual que yo ... ¡Hay que matarlos! Si son mis enemigos, no pueden ser amigos mios, pese a cuanto hayan dicho en Tilsitt.

— Si, comparto enteramente tu criterio —afirmó Pedro, mirando al principe Andrés con ojos brillantes de entusiasmo— ¡Lo comparto por completo!

La cuestión que desde que habia subido a la colina de Mojaisk preocupaba a Pedro, ahora le parecía resuelta de una manera definitiva y clara. Comprendía todo el sentido y toda la importancia de aquella guerra y de la futura batalla.

— ¡Nada de prisioneros! —prosiguió el principe Andrés—. Esto sólo cambiaría la marcha de la guerra y la haría menos cruel. Nosotros hemos jugado a la guerra, este es el mal. Hemos sido demasiado magnánimos. Esta magnanimidad y esta sensibilidad son, en la guerra, las de una mujer que se pone enferma porque ve matar un ternerillo. Es tan buena y tan sensible que no puede ver sangre, pero esto no impide que después se coma al ternero con buen apetito cuando se lo sirven con una buena salsa. Se nos habla del derecho de la guerra, de la caballerosidad, del parlamentarismo, de los sentimientos humanitarios, de la comprensión de los desgraciados ... ¡Tonterías! En 1805 pude darme cuenta de lo que eran la caballerosidad y el parlamentarismo. Nos han engañado y nos hemos engañado. ¡Nos roban las casas, ponen en circulación billetes de Banco falsos, matan a mis hijos y a mi padre, y se habla del derecho de la guerra y de la magnanimidad que hay que tener con los enemigos! ¡Nada de prisioneros! ¡Únicamente matar y morir! El que, como yo, ha llegado ya a este punto por los mismos sufrimientos ...

El príncipe Andrés, que creia que le era indiferente que Moscú fuera tomado como lo habia sido Smolensko, se interrumpió bruscamente y un sollozo inesperado le agarrotó la garganta. Permaneció un momento silencioso, pero sus ojos brillaban febrilmente y sus labios temblaban cuando pudo seguir expresando sus sentimientos.

— Si en la guerra no se hicieran pomposos alardes de magnanimidad no la haríamos más que cuando la necesidad nos impeliera a una muerte segura, como ahora. No se declararía una guerra simplemente porque Pablo Ivanovitch ha ofendido a Miguel Ivanovitch. Y si hubiera guerra, seria una guerra verdadera, todos esos westfalianos y hessianos que Napoleón dirige, no le seguirían a Rusia. Nosotros no hubiéramos ido a batirnos a Austria ni a Prusia sin saber por qué. La guerra no es una cosa graciosa, sino la más terrible, y hay que comprenderla y no convertirla en un juego. Es preciso aceptar seria y serenamente esta terrible necesidad. La cuestión estriba en esto. Apartad la mentira y la guerra será la guerra y no un juego; de lo contrario, la guerra será la diversión predilecta de la gente ociosa y ligera. La profesión militar es una de las más nobles, ¿y por qué hace la guerra? ¿Qué se necesita para el éxito de una operación militar? ¿Cuáles son las costumbres de la sociedad militar? La guerra, la batalla, el homicidio, los instrumentos de guerra, el espionaje, la traición, la ruina de los habitantes, la rapiña y el robo para alimentar a los ejércitos, el engaño y la mentira que se llama astucia militar.

Pedro escuchaba atentamente aquella explosión de ideas que tanto se ajustaban a las suyas.

— La base del orden, en la clase militar, es la disciplina —continuó el principe—, es decir, la falta de libertad, la ociosidad, la ignorancia, la crueldad, el desenfreno y la embriaguez. Y a pesar de esto, es la clase superior, la más respetada por todo el mundo. Todos los emperadores con la única excepción del de la China, llevan uniforme militar, y las más altas recompensas se conceden siempre a los que han matado más gente. Morirán y serán heridos millares de hombres y después se dirán misas en acción de gracias porque habrá muerto mucha gente y aún se exagerará el número de las victimas, y se proclamará la victoria suponiendo que cuantos más muertos haya más mérito se gana. ¡Que Dios los mire desde allá arriba y los escuche ...! ¡Ah, amigo mió! Hace tiempo que la vida me es imposible. Creo que empiezo a comprender demasiado, y para el hombre no es bueno conocer el árbol de la ciencia del bien y del mal. Pero esto no durará mucho ... ¡Eh! ¿Te duermes ...? Para mi también es hora de descansar ... Vete a Gorki ...

— ¡Oh, no! —replicó Pedro mirando al príncipe Andrés con ojos asustados.

— Vete a Gorki ... Antes de la batalla es preciso dormir ...

El principe se acercó a Pedro y le besó.

— Adiós —gritó—. Vete ... Ya nos veremos ... No ...

Y volviéndose rápidamente penetró en el cobertizo.

Ya era de noche y Pedro no pudo distinguir si la expresión de la cara del principe era de dureza o de ternura.

Permaneció unos momentos inmóvil, preguntándose si habia de seguir al principe o marcharse a su casa.

— ¡No! —murmuró—. Sé que es nuestra última entrevista.

Suspiró profundamente y emprendió el camino de Gorki.

El principe Andrés entró en su cobertizo y se tendió sobre una alfombra, pero no pudo conciliar el sueño. Cerró los ojos. Unas imágenes sucedían a otras imágenes. Se detuvo mucho rato en una, con alegría. Recordaba vivamente una velada en San Petersburgo. Natacha, emocionada y con el semblante animado, le contaba que el verano anterior, yendo a buscar setas, se habia perdido en un bosque inmenso.

Capítulo XXV

El prefecto del palacio imperial francés, M . de Beausset, conjuntamente con el coronel Valeuievo, se reunieron con Napoleón en su campamento. Era el dia 25 de agosto, víspera de la gran batalla de Borodino. El primero acababa de llegar a Paris y el segundo, de Madrid.

Monsieur Beausset, que se habia puesto el uniforme de la corte, ordenó que le entregaran un paquete que habia traído para el emperador y entró en el primer departamento de la tienda de Napoleón, donde, hablando con los ayudantes de campo que le rodeaban, empezó a abrir el paquete.

Fabvier, sin entrar en la contienda, se detuvo cerca de la puerta con los generales que conocia.

El emperador no habia salido todavía de su dormitorio y estaba acabando de arreglarse.

Los cortos cabellos de Napoleón estaban húmedos y le caían sobre la frente, pero su cara, abotargada y amarillenta, expresaba un absoluto bienestar físico.

— ¡Fuerte! ¡Fuerte! No te detengas —le dijo al criado. El ayudante de campo que entró en el gabinete para informar a Su Majestad del número de prisioneros hecho el dia anterior, se quedó, después de haber leido el informe, junto a la puerta esperando el permiso para retirarse. Napoleón frunció el entrecejo y miró a su ayudante de campo.

— ¡Ningún prisionero! ¡Ellos mismos se hacen matar! ¡Peor para el ejército ruso! -dijo, haciendo hincapié en el informe del ayudante de campo. Y encorvándose para presentar su espalda al criado, insistió:

— Frota fuerte, lo más fuerte que puedas.

Luego, dirigiéndose al ayudante, dijo: Que entren monsieur de Beausset y Fabvier.

— Bien, Sire —contestó el ayudante desapareciendo detrás de la puerta de la tienda.

Los dos criados vistieron rápidamente al emperador, y éste, con el uniforme azul de la guardia, entró con paso firme y decidido en el gabinete donde recibia las visitas.

Beausset, esperando, preparaba apresuradamente el regalo que le traia de parte de la emperatriz, poniéndolo encima de dos sillas, de cara a la puerta por la cual habia de entrar el emperador. Pero Napoleón se había vestido tan de prisa y entró tan de improviso, que el regalo no estaba preparado para surtir el efecto que Beausset se proponía.

El emperador no quiso quitarle el placer de darle una sorpresa y, fingiendo no darse cuenta de la presencia de monsieur de Beausset, llamó a Fabvier. Escuchó, enarcando las cejas, lo que le explicaba Fabvier sobre el valor y la fidelidad de sus tropas, batidas en Salamanca, al otro extremo de Europa, y que no tenian más que un deseo y un temor: el deseo de mostrarse dignas de su soberano y el temor de disgustarlo. Los resultados de la batalla eran tristes. Napoleón hizo algunas observaciones irónicas durante el relato de Fabvier, como si ni siquiera hubiese supuesto que la suerte pudiera serle adversa en ausencia suya.

— He de reparar eso en Moscú —dijo Napoleón—. ¡Hasta pronto!

Y se dirigió a Beausset, que después de preparar totalmente la sorpresa encima de las sillas, la habia tapado con un velo.

Beausset se inclinó profundamente, con la reverencia de la corte de Francia que sólo sabían hacer los viejos cortesanos de los Borbones, y avanzó entregando al emperador un pliego cerrado.

Napoleón se acercó alegremente a Beausset y lo cogió por una oreja.

— ¡Habéis corrido mucho! Estoy muy contento —dijo cambiando su habitual expresión severa por una expresión de benevolencia—. Y bien, ¿qué se dice por Paris?

— Sire, todo París se queja de vuestra ausencia —contestó hábilmente Beausset.

Aunque Napoleón supiera que el prefecto de su palacio habia de contestar esto o una cosa parecida, aunque estuviera perfectamente convencido de que aquello no era verdad, le agradó escucharlo. Satisfecho, se dignó tirar otra vez de la oreja de Beausset.

— Lamento haberos obligado a hacer un camino tan largo —repuso.

— Sire, ya me figuraba que os encontraría a las puertas de Moscú —dijo el prefecto.

Napoleón sonrió y levantó distraídamente la cabeza mirando hacia su derecha. El ayudante de campo, andando con un paso de ánade, se acercó con una tabaquera de oro en la mano y se la entregó a Napoleón.

— Si, vos, que tanto os gusta viajar, estáis de suerte —dijo, acercándose un pellizco de rapé a la nariz—. Dentro de tres dias veréis Moscú. A buen seguro que no esperabais ver una capital asiática. Tendréis un viaje agradable.

Beausset saludó agradecido a esta atención del emperador, aunque él mismo no se habia dado cuenta hasta el momento presente de que los viajes le gustaran.

— ¡Ah! ¿Qué es eso? —preguntó Napoleón al observar que todos los cortesanos miraban lo que habia sobre las sillas, tapado con un velo.

Beausset, solícitamente, sin volverse de espaldas, retrocedió dos pasos y separó el velo diciendo:

— Un regalo para Vuestra Majestad de parte de la emperatriz.

Era el retrato pintado por Gérard del niño nacido de Napoleón y de la hija del emperador de Austria, al cual todo el mundo, no se sabe por qué, llamaba rey de Roma.

— ¡El rey de Roma! —dijo señalando el retrato con un gesto gracioso—. ¡Admirable!

Con la capacidad propia de los italianos para cambiar la expresión del semblante a voluntad, se acercó al cuadro y adoptó un aire de ternura pensativa.

Sabia que lo que dijera o hiciera entonces pasaría a la historia. Le parecía que lo mejor que podia hacer delante de su hijo que jugaba al boliche con el mundo, en contraste con su grandeza, era demostrar la ternura paternal más sencilla. Los ojos se le nublaron. Se sentó adelante del retrato e hizo un gesto. Todos los presentes salieron de puntillas y dejaron al grande hombre solo consigo mismo y con sus sentimientos.

Capítulo XXVI

Muchos historiadores, la mayoría de ellos, afirman que a causa del resfriado que padecía el emperador francés en aquella época, perdió la batalla de Borodino, y que de no ser por esto, los rusos hubieran sucumbido, y la faz del mundo, la historia hubiera sido cambiada.

Para los historiadores que admiten la tesis de que Rusia fue formada por la voluntad de un solo hombre, Pedro el Grande, y que Francia se transformó de República en Imperio y que los ejércitos franceses marcharon hacia Rusia por la voluntad de un solo hombre: Napoleón, el razonamiento de que los rusos vencieran porque Napoleón tenia un resfriado de cabeza, es muy lógico y natural.

Pero para aquellos que no admiten que Rusia haya sido formada por la voluntad de Pedro el Grande ni que el Imperio francés y la guerra contra Rusia hayan sido realizados por la voluntad de Napoleón, este razonamiento no sólo no es exacto ni lógico, sino que es contrario al espíritu humano. Y a la pregunta: ¿Cuál es la causa de los acontecimientos histórieos?, se opone la siguiente respuesta: La marcha de los acontecimientos está destinada, depende de la concordancia de todos los hombres que participan en ellos, y la influencia de los Napoleones en la marcha de estos acontecimientos únicamente es exterior y ficticia.

Aunque en el primer momento parezca extraña la afirmación de que la orden dada por Carlos IX la noche de San Bartolomé no fue dispuesta por su voluntad, sino que él creyó haberla dado, y que la batalla de Borodino, en la que sucumbieron ochenta mil hombres, se dio no por la voluntad de Napoleón, aunque él hubiera dado la orden de iniciarla y seguirla, sino que a él le pareció haberla dado, la dignidad humana, que nos dice que cada uno de nosotros, si no es más grande que Napoleón, tampoco lo es menos, nos empuja a admitir esa aserción, que las investigaciones históricas confirman plenamente.

En la batalla de Borodino, Napoleón no disparó contra nadie ni mató a nadie. Esto lo hacían sus soldados. Por consiguiente, no era él quien mataba a los hombres. Los soldados franceses iban a matar a otros hombres como ellos, en la batalla de Borodino, no por orden de Napoleón, sino porque querían.

Todo el ejército —franceses, italianos, alemanes y polacos—, hambriento, fatigado, extenuado por la marcha al encontrarse frente al ejército que le cerraba el paso de Moscú se dio cuenta de que el grifo estaba abierto y que habia que beber. Si Napoleón en aquel momento hubiera prohibido a sus hombres que se batieran con los rusos lo habrían matado y se habrían batido con los rusos porque para ellos aquella lucha era una cosa necesaria.

Cuando escucharon la orden de Napoleón, que para consolarlos de las heridas y de la muerte les decia, con palabras que habian de pasar a la posterioridad, que ellos serian los héroes de la batalla del Moscova, gritaron ¡Viva el emperador! de la misma manera que habian gritado ¡Viva el emperador! ante la imagen de un niño que agujereaba el mundo con el mango de un boliche y de la misma manera que gritaban ¡Viva el emperador! cada vez que él les decia un absurdo.

No les quedaba, pues, otra solución que gritar una vez más: ¡Viva el emperador! y luchar para encontrar en Moscú el alimento y el reposo de los vencedores.

Por lo tanto, no fue culpa de Napoleón que mataran a otros hombres como ellos.

La disposición dictada por Weirother para la batalla de Austerlitz era un modelo de perfección en su género, y, no obstante, ha sido criticada por la excesiva perfección de sus detalles. En la batalla de Borodino, Napoleón jugó su papel de representante del poder tan bien o mejor que en otras batallas. No hizo nada que pudiera perjudicar el éxito, cedió a las opiniones más razonables, no se confundió, no se contradijo, no se asustó, no desertó del campo de batalla y ejerció con atención, con su tacto y su experiencia militar, tranquila y dignamente, su ficticio papel de comandante supremo.

Capítulo XXVII

Como si se tratara para él de un juego de ajedrez, de una partida de escaques. Napoleón, al regresar de su inspección por sus lineas, dijo:

— Todas las piezas están colocadas en el tablero. Mañana empezará el juego.

Ordenó que le preparasen un ponche y llamó a Beausset. Entabló con él una conversación sobre París y sobre algunos cambios que tenia intención de hacer en la residencia de la emperatriz. El prefecto se quedó admirado de la manera como Napoleón recordaba todos los pequeños detalles de la corte.

Después de haberse bebido el segundo ponche Napoleón se fue a descansar, esperando la hora de comenzar el arduo trabajo, que, según le parecía, el dia siguiente le depararia.

Estaba tan interesado en aquella obra futura, que no pudo conciliar el sueño, y a las dos de la madrugada, a pesar de que el resfriado le aumentaba, salió a la sala grande de la tienda. Preguntó si los rusos se habian retirado, y cuando le contestaron que las hogueras del enemigo estaban todavía en el mismo lugar, inclinó la cabeza en señal de aprobación.

El ayudante de campo de servicio entró en la tienda.

— Y bien, Rapp ¿nos parece que haremos una buena labor hoy? —le preguntó.

— ¡Naturalmente, Sire! —contestó Rapp.

Napoleón lo miró.

— ¿Recuerda, Sire, que en Smolensko me hizo usted el honor de decirme que el grifo estaba abierto y que era preciso beber el vino?

Napoleón arqueó las cejas y permaneció un buen rato con la cabeza inclinada.

- Este pobre ejército —dijo de repente— ha disminuido mucho desde Smolensko. Por fortuna es una cortesana desvergonzada, Rapp. Lo he dicho siempre y ahora empiezo a tocarlo. Pero la guardia está intacta, ¿verdad, Rapp?

— Si, Sire —contestó el ayudante.

Napoleón cogió una pastilla, se la metió en la boca y miró el reloj. No queria dormir y aún tardaría mucho en hacerse de dia. No podia dar ninguna orden para pasar el tiempo porque todas habían sido dadas y seguramente a aquella hora se hallaban ya en vias de ejecución.

— ¿Han distribuido las galletas y el arroz al regimiento de la guardia?

— ¿El arroz también?

Rapp contestó que habia transmitido las órdenes del emperador respecto al arroz, pero Napoleón bajó la cabeza con aire descontento, como si dudara que la orden hubiese sido cumplida. Dispuso que sirvieran un vaso a Rapp y él vació el suyo en silencio, en pequeños sorbos.

— No tengo gusto ni olfato —dijo oliendo el vaso—. Este resfriado me preocupa. Hablan de la medicina. ¡Vaya una medicina que no puede curar siquiera un dolor de cabeza! Corvisart me ha dado unas pastillas que no me han aliviado nada. ¿Qué pueden curar? No hay nadie que pueda curar un sencillo resfriado. Nuestro cuerpo es una máquina de vivir. Está organizado para esto, es su naturaleza. Que dejen a la vida tranquila para que se defienda ella misma. Ella hará más trabajo que si intentan engañarla con medicamentos. Nuestro cuerpo es como un reloj perfecto, que ha de funcionar un tiempo determinado. El relojero no tiene la facultad de abrirlo y únicamente puede manejarlo a ciegas. Nuestro organismo no es más que una máquina de vivir. Eso es todo.

Y volviendo a las definiciones, a las que era muy aficionado. Napoleón hizo otra.

— ¿Sabéis qué es el arte militar, Rapp? Pues el arte militar consiste en ser, en un momento determinado, más fuerte que el enemigo. Esto es todo.

Rapp no contestó.

— Mañana nos enfrentaremos con Kutusov —prosiguió. Acordaos de Braunau. El mandaba un ejército, y en tres semanas no subió ni una sola vez a caballo para inspeccionar las fortificaciones. Ya veremos qué ocurrirá hoy.

Miró el reloj. Eran las cuatro. No tenía sueño, se había bebido todo el ponche y no sabía qué hacer. Se levantó, se paseó de un lado para otro de la sala, se puso un grueso abrigo y un sombrero y salió de la tienda. La noche era oscura y húmeda y del cielo caía una niebla imperceptible.

Al pasar por delante del soldado alto, con el gorro peludo, que hacía centinela junto a la puerta de la tienda y que se cuadró al ver al emperador, se detuvo y se encaró con él.

— ¿Desde cuándo estás en el servicio? —le preguntó con aquel tono afectuoso y familiar con que siempre se dirigía a los soldados.

El soldado le contestó.

— ¡Ah, eres de los veteranos! ¿Habéis recibido el arroz en vuestro regimiento?

— Sí, Majestad.

Napoleón sacudió la cabeza y se alejó.

A las cinco y media de la mañana marchó a caballo hacia Schevardino. Empezaba a clarear. El cielo se despejaba y en el este no quedaba una sola nube. Las hogueras, abandonadas, se extinguían en la débil claridad del amanecer.

A la derecha se oyó un disparo de cañón, sordo, aislado, que se perdió en el silencio general. Transcurrieron algunos minutos. Un segundo y un tercer cañonazos estallaron de repente. El aire se estremeció. El cuarto y el quinto sonaron no muy lejos y solemnemente, por alguna parte, hacia la derecha también.

Aún no se había extinguido el eco de aquellos disparos cuando se oyeron otros mudos, confundiéndose y cruzándose.

Napoleón, acompañado de su séquito, se acercó al reducto de Schevardino. Bajó del caballo. La lucha empezaba.

Capítulo XXVIII

Pedro, a su regreso, ordenó a su lacayo que le despertara a primera hora de la mañana, y que para entonces tuvieran preparados sus caballos. Esto ocurría a su vuelta de Gorki, luego de su entrevista con el príncipe Andrés. Después de haber dado aquellas órdenes, se durmió detrás del biombo, en un rinconcito que Boris le había preparado.

Cuando al día siguiente por la mañana se despertó, en la isba no había nadie. Los cristales de la ventanilla temblaban. El lacayo, de pie junto a su cama, lo estaba sacudiendo.

— ¡Excelencia! ¡Excelencia! ¡Excelencia! —repetía el lacayo sacudiéndolo con insistencia, sin mirarlo y evidentemente sin esperanza de conseguir que se despertara.

— ¿Qué? ¿Ya ha empezado? ¿Hace mucho rato? —preguntó Pedro, desvelándose.

— Están tirando cañonazos —dijo el lacayo, que era un soldado retirado—. Todos estos señores se han marchado. Hasta el mismo Serenísimo ha pasado hace más de media hora,

Pedro se vistió precipitadamente y salió corriendo al portal. Hacía un dí a claro, fresco y alegre. En el patío se oía mejor el retumbar de los cañones. Un ayudante de campo, acompañado de un cosaco, pasó por allí corriendo.

— ¡Ya es hora, conde ...! Ya es hora! —gritó el ayudante sin detenerse.

Después de ordenar al lacayo que le siguiera con el caballo, Pedro se dirigió calle abajo hacia la fortificación desde la cual había estado contemplando el día anterior el campo de batalla. Allí había un grupo de militares, se oían las conversaciones en franca de los oficiales del Estado Mayor y se veía la cabeza gris de Kutusov, con su gorra blanca ribeteada de encarnado. Con la cabeza hundida entre los hombros, el generalísimo miraba la carretera principal con unos gemelos.

Al subir los escalones de entrada de la fortificación, Pedro contempló admirado la belleza del espectáculo que se ofrecía a sus ojos.

Los bosques lejanos, que limitaban el panorama, le parecían cortados en una piedra fina, de un amarillento verdoso; se veían en el horizonte con sus líneas ondulantes, y entre ellos, detrás de Valuievo, se descubría la carretera principal de Smolensko, llena de tropas. Más cerca brillaban los campos dorados. Por todas partes, enfrente, a la derecha y a la izquierda, se veían tropas. Todo aquel terreno parecía animado, majestuoso, sorprendente. Pero lo que impresionó más a Pedro fue la visión del campo de batalla de Borodino, con los torrentes del Kolotcha a cada lado.

En Borodino, de parte a parte del Kolotcha, sobre todo a la izquierda, allí donde el Voina, de orillas fangosas, se precipitaba en el río, la niebla se fundía, se alargaba transparente bajo el sol claro que tiñe de una manera mágica todo lo que se ve a través de sus rayos. La humareda de los cañonazos se mezclaba con la bruma, y en aquella niebla y en aquella humareda brillaban por todas partes relámpagos de luz matinal, tan pronto sobre el agua como sobre el rocío, como en las hojas de las bayonetas de los soldados que se aglomeraban en las orillas del río y en Borodino. Cerca de Borodino, junto a los torrentes llenos de niebla, que más arriba y sobre todo a la izquierda, encima de la línea de los bosques, encima de los campos, parecía confundirse con el horizonte, aparecían sin cesar masas de humo, unas veces aisladas y otras apelotonadas, que hinchándose y creciendo atorbellinadamente, llenaban todo el espacio. Aquellas humaredas, aquellos cañonazos y todo aquel estrépito, constituían, aunque parezca extraño, la belleza principal del espectáculo.

Pedro miraba la primera humareda que ascendía lentamente como un globo, y ya en su lugar aparecían otras nubéculas de humo, a intervalos, hundiéndose con aquélla. El estruendo de los cañonazos respondía netamente, precisamente, a aquella carrera de nubes de humo que tan pronto parecían correr como detenerse, pasando por encima de los bosques, de los campos y de las bayonetas caladas y relucientes. A la izquierda de los campos y de los zarzales se veían constantemente grandes remolinos, con sus ecos solemnes, y más cerca, al pie de los altozanos, y de los bosques, se encendían las bocas de los fusiles dejando escapar también nubéculas que no tenían tiempo de redondearse y que producían también unos leves ecos. Los fusiles crepitaban con mucha frecuencia, pero sin ninguna regularidad, y su estallido parecía débil en comparación con el de los cañones.

Pedro hubiera querido encontrarse entre aquellas humaredas, entre aquellas bayonetas, entre aquel movimiento y aquel estrépito. Miró a Kutusov y a su séquito para comparar su impresión con la de los demás. En todos los semblantes aparecía aquella calidez latente del sentimiento que Pedro había notado el día anterior y que había comprendido perfectamente después de su conversación con el príncipe Andrés.

— ¡Ve, hijo mío, y que Dios te acompañe! —dijo Kutusov, sin dejar de contemplar el campo de batalla, a un general que estaba cerca de él. Después de recibir la orden, el general pasó por delante de Pedro y bajó por el glacis de la fortificación.

— Cerca del río —dijo el general fríamente contestando a un oficial del Estado Mayor, que le preguntó dónde iba.

— ¡Y yo también ! —murmuró Pedro, y se puso a seguirle.

El general montó el caballo que le acercó un cosaco. Pedro se acercó al lacayo que le guardaba los suyos, le preguntó cuál era el más dócil y montó. Agarróse a las crines y oprimió con sus piernas los ijares del animal. Sentía que los lentes le resbalaban, pero no se atrevía a soltar las crines y las riendas. Se puso a galopar detrás del general y provocó la risa de los oficiales del Estado Mayor, que lo miraban desde la fortificación.

Capítulo XXIX

Pedro le perdió de vista, a pesar de que sin ser buen jinete, galopaba detrás de él, cuando el general torció bruscamente hacia la izquierda del camino que seguían. Entonces se lanzó sobre unas hileras de soldados de infantería que marchaban por delante de él.

Todos, con una mirada de disgusto, interrogadora, miraban a aquel hombre de la gorra blanca que, por una razón desconocida, los zarandeaba con su caballo.

— ¿Por qué pasa por aquí? —gritó uno de los soldados.

Otro empujó el caballo de Pedro con la culata de su fusil, mascullando una maldición.

Pedro, agachado sobre la silla, apenas podía contener al caballo, que dio un salto por encima de los soldados hacia el terreno libre.

Delante de Pedro estaba el puente y cerca del puente había muchos soldados que disparaban. Pedro se acercó a ellos. Sin saberlo, había llegado al puente de Kolotcha, entre Gorki y Borodino, al cual, en la primera acción de la batalla, después de haber ocupado Borodino, atacaban los franceses. Pedro veía el puente delante de él y a cada lado, en los prados de heno segado que el día anterior no había podido distinguir a través del humo de las hogueras, y los soldados hacían algo. No veía al enemigo, que estaba en la otra orilla del río, y durante mucho rato no vio ni los muros ni los heridos, a pesar de que muchos soldados caían cerca de él.

Miraba lo que ocurría a su alrededor con una sonrisa que parecía habérsele petrificado en el rostro.

— ¿Qué hace ése delante de la línea? —gritó alguien.

— ¡Vete hacia la izquierda o hacia la derecha! —le indicaron también a gritos algunos soldados desde el puente.

Pedro se encaminó hacia la izquierda. Apenas había dado algunos pasos, se encontró a un ayudante de campo del general Raievsky, que era amigo suyo. El ayudante de campo miró a Pedro con aire descontento. Seguramente iba también a reñirle, pero, al reconocerlo, inclinó la cabeza.

— ¿Cómo es que está usted por aquí? —le preguntó.

Y sin esperar la respuesta, se alejó galopando.

Pedro se sentía desplazado y comprendía que no servía para nada. Temeroso de molestar a alguien, siguió al ayudante de campo.

— ¿Qué pasa, pues? ¿Puedo acompañarle? —le preguntó tímidamente.

— ¡Un momento, un momento! —le replicó el ayudante.

Se acercó a un coronel grueso que estaba en el campo y le transmitió una orden. Después se dirigió a Pedro.

— ¿Por qué está aquí, conde? ¿Por casualidad? —le dijo con una ligera sonrisa.

— Sí —contestó Pedro.

El ayudante de campo hizo dar media vuelta al caballo y se apartó un poco.

— Aquí no pasa nada, gracias a Dios —dijo—, pero en el flanco izquierdo, allá donde está Bragation, la batalla es espantosa.

— ¿De veras? ¿Y dónde está eso? —preguntó Pedro.

— Venga conmigo. Desde donde estamos nosotros se ve bien y aún se puede estar.

— Sí, sí, le sigo —dijo Pedro mirando a su alrededor y buscando al lacayo.

Entonces, por primera vez, Pedro se dio cuenta de los heridos que andaban penosamente o que eran transportados en camillas.

En aquel mismo campo de hacinas de fragante heno que había atravesado el día anterior un soldado yacía inmóvil con la gorra en el suelo a su lado y la cabeza vuelta de una manera extraña.

— ¿Y por qué no se lo han llevado a éste? —murmuró Pedro.

Pero al ver la cara severa del ayudante de campo que miraba también al sol tendido en el suelo, se calló.

No vio a su lacayo y siguió al ayudante de campo hacia la fortificación de Raievsky.

— Se ve que no tiene usted costumbre de montar, conde.

— No mucha, pero éste salta demasiado —repuso Pedro un poco sorprendido.

— ¡Ah! Pero, ¿no ve que tiene una herida en la pata izquierda, encima de la rodilla? Seguramente es un balazo. Le felicitó, conde. Ha recibido el bautismo del fuego.

Y atravesando la nube de humo que cubría el sexto cuerpo de ejército, por detrás de la artillería que avanzaba haciendo ruego y ensordeciéndolos con sus detonaciones, llegaron a un bosquecillo. Allí se estaba fresco, había calma y se olía a otoño. Pedro y el ayudante de campo se apearon de sus caballos y emprendieron a pie la subida al altozano.

— ¿Está aquí el general? —preguntó el ayudante de campo al acercarse a la fortificación.

— Hace un momento estaba. Ha pasado por allí —le contestaron señalándole un punto de la derecha.

El ayudante de campo se volvió hacia Pedro, como si no supiera qué hacer de él en aquel momento.

— No se preocupe usted por mí. Me iré a la fortificación, si se puede ir —dijo Pedro.

— Sí, ya puede ir. Desde allí lo verá todo y no hay tanto peligro. Ya vendré a buscarle.

Pedro se encaminó hacia la batería y el ayudante de campo se fue en busca del general. No volvieron a verse, y, mucho tiempo después, Pedro supo que aquel mismo dia una bala le había arrancado un brazo.

El altozano al que Pedro subía era el célebre lugar conocido por los rusos con el nombre de batería de Raievsky, y por los franceses con el nombre de gran reducto y también con los de reducto del centro y reducto fatal. Allí cayeron diez mil hombres. Los franceses lo consideraban como la llave de la posición.

Al subir a la fortificación, Pedro no pensó que aquel lugar, rodeado de fosos, donde estaban emplazados y disparaban algunos cañones, era el lugar más importante de la batalla.

Cuando llegó arriba, se sentó en un sitio apartado y con una sonrisa inconsciente y alegre se puso a mirar lo que ocurría a su alrededor.

Los cañones eran disparados continuamente, haciendo temblar la tierra con sus detonaciones y cubriendo todo el lugar de humo y de pólvora.

Contrariamente al pánico que experimentaban los soldados de infantería de cobertura, en la batería, donde los pequeños grupos de hombres ocupados en su trabajo estaban muy unidos, reinaba una animación igual, común a todos, solidaria.

La figura de Pedro, tan poco marcial y con gorra blanca, no dejó de sorprender de momento desgradablemente a aquellos hombres. El oficial superior de la batería, picado de viruelas, alto, largo de piernas, se acercó a Pedro como si quisiera examinar el último cañón, y le examinó con curiosidad, diciéndole severamente:

— Le ruego que se aleje de aquí. No está permitido permanecer al lado de los cañones.

Los soldados también exteriorizaban su desaprobación, pero cuando todos se hubieron convencido de que aquel hombre de la gorra blanca no sólo no hacía nada malo, sino que tan pronto se sentaba tranquilamente en el glacis de la muralla, como con una sonrisa tímida se apartaba cortésmente para no estorbar, o se paseaba por encima de la batería, a pesar de los cañonazos, con la misma tranquilidad con que se hubiera paseado por el bulevar, su sentimiento hostil empezó a transformarse en una simpatía tierna y burlona, parecida a la que los soldados suelen experimentar por los animales que viven cerca del campo de batalla.

Instantáneamente, los soldados admitieron a Pedro en su familia, lo adoptaron y hasta le pusieron un apodo: el señor. Y se rieron entre ellos y se burlaron de él afectuosamente.

Una bala cayó a dos pasos de Pedro. Él, sacudiéndose la tierra que le había caído encima, miró sonriendo hacía todos los lados.

— Y pues, señor, ¿de verdad no tiene usted miedo? —le preguntó un soldado ancho de espaldas y rojo de cara, enseñando al reír unos dientes blancos y fuertes.

— ¿Y tú, tienes miedo? —replicó Pedro.

— ¡Claro! Él no nos perdonará. Una de esas balas nos tocará y nos hará pedazos. ¿Cómo quiere que no tengamos miedo?

Algunos soldados, con cara alegre y bondadosa, se detuvieron cerca de Pedro. Parecia como si hubiesen creído que no hablaba como todo el mundo y la comprobación de su error les alegraba.

— Nosotros tenemos la obligación de estar aquí, pero el señor sí que es raro que esté por su gusto. ¡Qué señor!

— ¡Cada uno a su sitio! —gritó el oficial joven a los soldados que se habían agrupado alrededor de Pedro.

Se veía que aquel oficial era novato en el servicio, pues de lo contrario no se hubiera mostrado tan formalista y tan rígido con los soldados y con los jefes.

La primera emoción, inconsciente y alegre, producida por el aspecto y el estruendo del campo de batalla, había dejado paso, sobre todo después de la visión de aquel soldado tendido en la hierba del prado, a otro sentimiento más profundo. Ahora, sentado en un rincón, observaba a los hombres que le rodeaban.

A las diez ya se habían llevado a una veintena de hombres de la batería, dos cañones habían sido destruídos, y las balas disparadas desde lejos caían muy a menudo, produciendo un ruido espantoso sobre la batería.

— ¡Eh, granada! —gritó un soldado a un obús que silbó lúgubremente—. ¡Pasa de largo!

— Vete a buscar a la infantería, —añadió otro con una risotada al ver que el proyectil les había pasado por encima y caía en las filas de las tropas de cobertura.

— ¿Lo conoces? —preguntó un soldado a un campesino al ver que se inclinaba bajo un obús que pasaba por encima de su cabeza.

Algunos soldados, agrupados cerca de la muralla, contemplaban lo que ocurria en el campo.

— Han roto la línea, ¿lo ves? —dijo un artillero a otro mostrándole el espacio que se abría al pie de la muralla.

— ¿Cuándo conocerás tu oficio? —gritó un cabo viejo—. Han pasado detrás. Eso quiere decir que detrás hay qué hacer ...

Y el cabo, cogiendo al soldado por la espalda, le dio un soberano puntapié.

Estalló una gran risotada.

— ¡Al quinto cañón! —gritó una voz desde el extremo de la batería.

— Vamos todos, amigos. ¡Hay que trabajar! —gritaron alegremente algunos artilleros.

— Con un poco má s se lleva la gorra del señor —exclamó el soldado de la cara encarnada, enseñando los dientes y señalando a Pedro.

— ¡Qué idiotas! —dijo en tono de reproche otro soldado refiriéndose a la mala puntería de la bala, que tocó una rueda y la pierna de un hombre.

— ¡Eh, zorros! —gritó otro, designando a los milicianos que entraban encorvados en la batería para llevarse a los heridos—. ¿No os gusta este lío?

— ¡Callaos, cuervos! —contestaron los milicianos, parados ante el soldado a quien una bala se le había llevado la pierna.

— ¡No les gusta este trabajo! —comentó uno de los artilleros burlándose de los campesinos.

Pedro observó que después de cada cañonazo y de cada baja, la animación era más intensa en la batería.

Pedro no miraba el campo de batalla ni le interesaba lo que allí pudiera ocurrir. Estaba absorbido completamente en la contemplación de aquellos destellos, que cada vez brillaban con mayor intensidad en los rostros y que también se inflamaban en su alma.

A las diez, los soldados de infantería, que estaban frente a la batería entre las malezas cerca del arroyo del Kamenka, empezaron a retroceder. Desde la batería se les veía correr hacia adelante y hacia atrás. Un general, con su séquito, subió a la fortificación. Iba hablando con un coronel. Miró severamente a Pedro y bajó después de haber ordenado a las tropas de infantería situadas detrás de la batería que se tendieran en el suelo para evitar más fácilmente las balas.

Las filas de la infantería desaparecerían entre el humo. Se oían sus gritos prolongados y las descargas frecuentes de los fusiles. Al cabo de unos cuantos minutos se sacaron de allí muchos heridos en camillas. Los obuses caían en la batería con más frecuencia. En el suelo yacían numerosos soldados. Alrededor de los cañones los artilleros maniobraban con más animación. Nadie se acordaba ya de Pedro. Dos o tres veces le chillaron indignados porque les estorbaba el paso.

El oficial superior, con el semblante contraído, corría de un cañón a otro. El oficial, que estaba aún más colorado, dirigía los movimientos de los soldados con la más rigurosa exactitud. Los soldados se pasaban las balas de cañón y hacían su trabajo con un valor admirable. Andaban a saltitos, como movidos por unos resortes invisibles.

Se acercaba una nube de tempestad, y aquel fuego, cuyo incremento Pedro seguía observando con atención, brillaba en todos los rostros. Hallábase al lado del oficial superior cuando el oficial joven se acercó corriendo con la mano en la visera de la gorra.

— Tengo el honor de anunciaros, señor coronel, que no nos quedan más que ocho disparos. ¿Hemos de continuar haciendo fuego?

— ¡Metralla! —gritó sin volverse el oficial superior, que miraba lo que estaba ocurriendo más allá de la muralla.

De pronto, ocurrió algo terrible. El joven oficial lanzó un quejido y, doblándose, cayó al suelo como un pájaro herido en pleno vuelo.

Todo se volvió extraño, vago y sombrío a los ojos de Pedro,

Un obús tocó uno de los bordes de la muralla, delante mismo del lugar donde se hallaba Pedro, y levantó mucha tierra. Una bala negra le pasó por delante de los ojos y en aquel momento cayó algo.

Los milicianos, que iban a entrar en la batería, retrocedieron corriendo.

— ¡Metralla en todos los cañones! —gritó el oficial superior.

El cabo se le acercó y con un cuchicheo de espanto, lo mismo que el encargado de un hotel informa al hotelero que durante la comida se ha terminado el vino que piden los clientes, le dijo que no había más disparos.

— ¡Ladrones! ¿Qué hacen, entonces? —gritó el oficial volviéndose hacia Pedro.

Por la cara del oficial corrían gruesas gotas de sudor y sus ojos hundidos brillaban con una luz extraña.

— ¡Corre a las reservas y trae los cajones! —ordenó al soldado, dirigiendo una mirada de irritación a Pedro.

Pedro, entonces, se creyó en el caso de intervenir.

— ¡Iré yo! —dijo.

Sin contestarle, el oficial empezó a correr de un lado para otro.

— ¡No tires ...! ¡Espera! —gritó.

El soldado que había recibido la orden de ir a buscar los cajones de reserva tropezó con Pedro.

— ¡Eh, señor! ¡Aquí estorbas! —le dijo, mientras iniciaba la bajada corriendo.

Pedro echó a correr detrás de él, dando un rodeo para no pasar por el sitio donde había caído el joven oficial.

Un obús, y otro, y otro, pasaron por encima de él y fueron a caer a su lado, delante, y detrás, pero Pedro no se detuvo y siguió corriendo hacia abajo. ¿Adónde voy ahora?, se preguntó de repente, ya extenuado cerca del montón de cajas verdes. Se detuvo indeciso y se preguntó si debía seguir adelante o retroceder. En aquel momento un choque terrible le hizo rodar por el suelo.

Simultáneamente, el estallido espantoso de un obús le ensordeció y una viva llamarada le cegó. Cuando volvió en sí, se encontró sentado en el suelo y apuntalado con las manos. Las cajas de municiones que había visto, ya no estaban allí. Sobre la hierba únicamente se veían trozos de madera pintada de verde medio quemados y astillas encendidas.

Capítulo XXX

El único refugio contra todos los horrores de la guerra estaba allí a su alcance, en la batería, y Pedro, aún sin saber lo que hacía, corrió en su busca.

Cuando entró en ella se dio cuenta de que no se oían los cañonazos, y vio a unos hombres que estaban atareados. No tuvo tiempo de comprender quién era aquella gente. El coronel estaba tendido sobre la muralla, vuelto de espaldas a él, como si estuviese mirando algo por encima del parapeto, y un soldado, agitándose entre los brazos de los que le sujetaban, gritaba: ¡Hermanos!

Pedro aú n no había tenido tiempo de comprender que el coronel estaba muerto y que aquel que pugnaba por desasirse de los que le tenían sujeto era un prisionero. Tardó también mucho en darse cuenta de que ante sus ojos yacía otro soldado, muerto de un bayonetazo que le salía por la espalda.

Apenas había tenido tiempo de llegar a la trinchera, cuando un hombre delgado, con la cara lívida, chorreando sudor, con uniforme azul y con la espada en la mano, corrió hacia él gritándole algo. Pedro, con un movimiento instintivo de defensa, sin distinguir bien a su adversario, lo agarró por el uniforme con una mano y con la otra le oprimió cuello. E l oficial francés soltó la espada y cogió a Pedro por el traje.

Durante unos segundos los dos se miraron con ojos desorbitados, perplejos, como si no supieran ni el uno ni el otro lo que tenían que hacer. ¿Soy yo el prisionero o es él? pensaba cada uno de ellos. Sin embargo, el oficial francés pareció inclinarse a la idea de que el prisionero era él, porque la mano vigorosa de Pedro, impulsada por el miedo, le iba oprimiendo el cuello cada vez con más fuerza. El francés quería decir algo, pero, de pronto, una bala silbó siniestramente, casi rozando sus cabezas, y Pedro tuvo la sensación de que la bala se había llevado la cabeza del francés por la rapidez con que éste se inclinó. Sin preguntarse quién era el prisionero, el francés se dirigió hacia la batería y Pedro emprendió el descenso de la fortificación, tropezando con los muertos y con los heridos, que parecía que le cogían las piernas.

Todavía no había llegado abajo cuando chocó con una masa compacta de soldados rusos que subían corriendo, cayéndose por el suelo, empujándose y profiriendo gritos alegría. Era aquel ataque cuya gloria se atribuyó Ermolov diciendo que únicamente su decisión y su valor podían producir un acto heroico.

Los franceses que ocupaban la batería huyeron.

Las tropas rusas, a los gritos de ¡Hurra!, penetraron tan profundamente en las baterías francesas, que fue muy difícil contenerlas. En las baterías fue hecho prisionero, entre otros muchos, un general francés herido al que rodeaban sus oficiales.

Capítulo XXXI

Al contrario de lo que había ocurrido otras veces, siempre, las masas de soldados disciplinadas, en vez de la huida del enemigo, volvían allí rotas, desorganizadas. Los generales franceses Davout, Ney y Murat, a veces penetraban en el fuego para conducirlas nuevamente. Eran reorganizadas de nuevo, pero cada vez menos numerosas.

Hacia el mediodía, Murat envió su ayudante de campo a Napoleón para pedirle refuerzos.

— ¿Refuerzos? —dijo Napoleón con acento de extrañeza, como si no comprendiera aquella palabra.

Y mirando fijamente al ayudante de campo, un joven apuesto que llevaba los cabellos largos y rizados como Murat, murmuró para sus adentros: ¡Refuerzos! ¿Qué refuerzos quieren si tienen entre sus manos la mitad del ejército dirigido contra el flanco no fortificado de los rusos? Luego, en voz alta, hizo saber al ayudante su decisión:

— Decidle al rey de Nápoles que aún no es mediodía y que no veo todavía la jugada clara.

Apenas había acabado de pronunciar estas palabras, cuando el ayudante de campo de los cabellos largos y rizados, que había permanecido durante todo aquel tiempo con la mano en la visera de su gorro, ya estaba galopando hacia el lugar donde se mataban los hombres.

Napoleón se levantó, hizo llamar a Caulaincourt y a Berthier y se puso a hablar con ellos de cosas que no tenían nada que ver con la batalla.

Belliard empezó a hablar animadamente con los generales del séquito que le rodeaban.

— Estáis muy excitado, Belliard —dijo Napoleón acercándose al general—. Con el calor de la lucha es muy fácil equivocarse. Id a ver lo que ocurre y volved.

Apenas acababa de marcharse Belliard, cuando de otro lado llegó corriendo un enviado del campo de batalla.

— Y bien, ¿qué pasa? —dijo Napoleón con el tono de un hombre enojado por tantas decepciones repetidas.

— Sire, el príncipe ...

— ¿Venís a pedir refuerzos? —interrumpió Napoleón, colérico.

El ayudante de campo bajó la cabeza y empezó a dar su informe. El emperador se apartó de él, sin escucharle, dio dos pasos, se detuvo y llamó a Berthier.

— Hay que enviar reservas —exclamó abriendo los brazos—. ¿A quién podemos enviar? ¿Qué os parece? Berthier, aquel pajarraco convertido en águila, según expresión del propio emperador, contestó en seguida.

— Creo, Sire, que deberíamos mandarle la división de Claparéde.

Napoleón asintió con un movimiento de cabeza.

El ayudante de campo se dirigió corriendo hacia el lugar donde se hallaba la división de Claparéde. Unos minutos después, la guardia joven que se encontraba detrás del montículo, se ponía en movimiento. Napoleón miraba en silencio hacia aquella dirección.

— ¡No! —dijo de repente a Berthier—. No puedo mandar a Claparéde. Hay que enviar la división de Friant.

Aunque no hubiera ninguna razón para enviar a Friant en vez de Claparéde y hacer mover a Friant significase únicamente una pérdida considerable de tiempo, la orden fue ejecutada fielmente. Napoleón no se daba cuenta de que desempeñaba en aquel momento el papel de médico con sus tropas y que no hacía más que molestarlas, como él mismo decía que hacían los médicos con sus pacientes.

La división de Friant desapareció igual que las demás entre la densa humareda del campo de batalla. Eran necesarios más refuerzos porque los rusos resistían y hacían un fuego infernal que estaba aniquilando al ejército francés.

Napoleón, pensativo, permanecía sentado en una silla plegable. Monsieur de Beausset, que se estaba muriendo de hambre, se acercó al emperador y le propuso respetuosamente que fuera a cenar.

— Espero que ya puedo felicitar a Vuestra Majestad por la victoria —añadió con ese tono cortesano de siempre.

Napoleón, silencioso, movió negativamente la cabeza. Monsieur de Beausset, suponiendo que aquella negación se refería a la victoria, se permitió observar con un tono frivolo y respetuoso que no había ninguna causa en el mundo que pudiera justificar el que se dejase de comer cuando se presentaba la ocasión de sentarse ante una mesa bien provista.

— ¡Comed vos! —le contestó sombríamente Napoleón.

Y le volvió la espalda.

Beausset sonrió tristemente, con una expresión de sincero sentimiento, y se dirigió hacia el grupo que formaban los generales.

Napoleón experimentaba una pena profunda, parecida a la del jugador afortunado que tira locamente el dinero y gana siempre y que, de pronto, precisamente cuando ha calculado todos los azares del juego, comprende que cuanto más reflexione la jugada más fácilmente perderá.

Napoleón se daba perfecta cuenta de que la cosa no marchaba bien y que aquella batalla no era como las anteriores. Además, veía que todos los que le rodeaban, hombres experimentados en el arte de la guerra, sentían lo mismo que él.

Todas las caras estaban tristes y todos los generales de su séquito se miraban con un aire confuso y sorprendido. Beausset era el único que no podía comprender lo que ocurria. Napoleón, sin embargo, con su larga experiencia militar, sabía muy bien lo que significaba que la batalla no estuviese ya ganada después de ocho horas de esfuerzos por parte de los atacantes. Sabía que casi era un combate perdido y que en el punto en que se hallaba la batalla la más pequeña casualidad podía perderle, y con él a todo su ejecutivo.

La noticia de que los rusos atacaban el flanco izquierdo del ejército excitó este horror en Napoleón. Estaba sentado al pie del montículo en una silla plegable, con la cabeza baja y los codos sobre las rodillas. Berthier se le acercó y le propuso dar una vuelta por la línea para ver en qué situación se encontraba la batalla.

— ¿Qué? ¿Qué decís? Sí, que me traigan un caballo —dijo Napoleón.

Y partió hacia Semionovskoie. Entre la humareda de la pólvora, que se iba disipando lentamente, el emperador vio a centenares de hombres y de caballos tendidos en charcos de sangre. Ni Napoleón ni sus generales habían visto nunca un horror semejante, tantos cadáveres en tan poco espacio de terreno. Al llegar a Semionovskoie, el emperador vio, a través del humo, filas de hombres con un uniforme al que sus ojos no estaban habituados.

Eran los rusos.

Los rusos, en filas compactas, se hallaban detrás de Semionovskoie, y todos los cañones del montículo vomitaban fuego sin cesar y cubrían de humo toda la línea. Aquello no era una batalla, era una carnicería continua que no podía conducir a nada práctico ni a los rusos ni a los franceses.

Uno de los generales se acercó a Napoleón y se permitió proponerle que hiciera entrar en acción a la guardia. Ney y Berthier, que se encontraban allí, se miraron y sonrieron despreciativamente al oír la insensata proposición de aquel general.

Napoleón inclinó la cabeza y permaneció callado durante un buen rato.

— A ochocientas leguas de Francia no haré destruir mi vieja guardia —dijo. Y haciendo dar la vuelta a su caballo, encaminóse hacia Schevardino.

Capítulo XXXII

Kutusov no daba ninguna orden por el momento. Se encontraba en el mismo lugar donde Pedro le viera por la mañana, con la cabeza baja, encorvado por el peso de su cuerpo, en el banco cubierto de alfombras.

— Sí, sí, haced esto —contestaba a algunas proposiciones—. Sí, me parece bien, hijo mío. Otras veces, respondiendo a las sugerencias de sus subordinados, se limitaba a decir:

— No, no es necesario ... Vale más atacar ...

Escuchaba los informes que le traían y daba órdenes cuando se las pedían, pero, cuando escuchaba los informes, parecía no interesarse por el sentido de las palabras, sino más bien la expresión de los rostros o el tono de la voz de sus comunicantes. Su larga experiencia militar y su criterio de hombre viejo le hacían comprender que un solo hombre no puede guiar a cien mil que luchan contra la muerte.

A las once de la mañana le llevaron la noticia de que los salientes ocupados por los franceses habían sido tomados otra vez, pero que Bragation estaba herido. Kutusov se limitó a exclamar: ¡Ah!, y bajó la cabeza.

— Ve a ver al príncipe Pedro Ivanovitch y procura enterarte detalladamente de todo lo que hay —dijo después a uno de sus ayudantes de campo. Luego se dirigió al príncipe Würtemberg, que estaba detrás de él—: ¿No le agradaría a Vuestra Alteza tomar el mando del primer ejército?

Poco después de haberse marchado el príncipe, regresó su ayudante de campo diciendo que no había podido llegar a Semionovskoie y anunció al Serenísimo que Su Alteza pedía refuerzos.

Kutusov hizo un gesto de disgusto y envió a Dukhturov la orden de encargarse del mando del primer ejército, diciendo que hiciera regresar al príncipe porque no podía prescindir de él en aquellos momentos tan importantes.

Cuando recibió la noticia de que Murat había sido hecho prisionero y los oficiales del Estado Mayor empezaron a abrumarle a felicitaciones, sonrió levemente.

— Esperen ustedes, señores, esperen ustedes ... La batalla está entablada y la captura de Murat no tiene nada de particular ... Es mejor esperar antes de alegramos.

Sin embargo, envió a uno de sus ayudantes a comunicar la noticia a las tropas.

Cuando Tcherbinin llegó corriendo del flanco izquierdo con la noticia de que los franceses habían tomado los salientes y Semionovskoie, Kutusov, adivinando por los rumores procedentes del campo de batalla y por la expresión del semblante de Tcherbinin que la situación no era buena, se levantó, como si desplegara las piernas, y cogiendo a Tcherbinin por el brazo, se lo llevó aparte.

— Ve, querido mío, y mira si se puede hacer algo —le dijo a Ermolov.

Kutusov estaba en Gorki, en el centro de la posición del ejército ruso, y desde allí seguía la marcha de la batalla. El ataque de Napoleón, dirigido contra el flanco izquierdo, había sido rechazado muchas veces. En el centro, los franceses no habían logrado pasar de Borodino. En el flanco izquierdo, la caballería de Uvarov había hecho huir a los franceses.

A las tres cesaron los ataques de las tropas de Napoleón. En las caras de los que venían del campo de batalla y en las de los que le rodeaban, Kutusov veía una sobreexcitación elevada al grado máximo.

Kutusov mascaba con dificultad un pedazo de pollo asado y miraba a Wolzogen con su único ojo, pequeño y alegre. Wolzogen, con un paso negligente y una sonrisa medio desdeñosa en los labios, se aproximó más a Kutusov tocándose apenas con dos dedos la visera de la gorra.

Empezó a recordarle al viejo señor la situación de la batalla en el flanco izquierdo, tal como Barclay le había ordenado que lo hiciera y tal como él mismo lo veía y lo comprendía.

— Los principales puntos de nuestra posición están en poder del enemigo y no sabemos cómo hacerlo retroceder, porque no tenemos bastantes fuerzas, nuestros soldados huyen y es imposible detenerlos.

Kutusov dejó de mascar y, sorprendido como si no entendiera bien lo que le decían, fijó su mirada en Wolzogen. Este, dándose cuenta de la emoción del viejo señor, dijo con una sonrisa:

— No me considero con derecho de ocultar a Vuestra Excelencia lo que he visto. Nuestras fuerzas están completamente desorganizadas ...

— ¿Usted lo ha visto? ¿Usted? —exclamó Kutusov levantándose rápidamente y acercándose a Wolzogen—. ¿Usted? ¿Cómo se atreve a decirme esto a mí? ¡Usted no sabe nada! Puede decirle de mi parte al general Barclay que sus informes son falsos y que yo, el general en jefe, conozco mejor que él el desarrollo de la batalla. -Wolzogen quiso decir algo, pero Kutusov no le dejó hablar—. El enemigo está siendo rechazado en el flanco izquierdo y vencido en el flanco derecho. Si usted no lo ha visto bien, no le permito decir lo que no sabe. Hágame el favor de volver al puesto del general Barclay y transmitirle para mañana la orden absoluta de atacar al enemigo —todos los presentes permanecían callados. Únicamente se oía la fuerte respiración del viejo general—. Los franceses están siendo rechazados en todas partes y por ello doy gracias a Dios y a nuestro viejo ejército. El enemigo está vencido y mañana lo echaremos de nuestra santa Rusia.

Y al acabar de decir esto, Kutusov se persignó y se echó a llorar.

Wolzogen se encogió de hombros, hizo una mueca y sin decir una palabra se retiró a un lado sintiendo admiración por la obstinación del viejo señor.

— ¡Ah! ¡Aquí está mi héroe! —dijo Kutusov viendo aparecer por la pendiente del cerro a un general apuesto, bastante corpulento y con unos magníficos cabellos negros.

Era Raievsky, que durante todo el día había permanecido en el punto más estratégico del campo de Borodino.

Raievsky explicó que sus fuerzas se mantenían firmes en sus posiciones y que los franceses no se atrevían a atacarlas.

Después de haber escuchado atentamente aquellas explicaciones, Kutusov dijo:

— ¿Así no pensáis, como los otros, que debemos retiramos?

— Al contrario, Alteza. En las batallas indecisas siempre es el más testarudo el que gana, y yo creo que ...

Kutusov llamó a su ayudante de campo.

— Kaisarov, siéntate y escribe la orden del día para mañana — y dirigiéndose a otro ayudante, le dijo—: Y tú vete corriendo a la línea y anuncia que mañana atacaremos.

Durante esta conversación con Raievsky y mientras Kutusov dictaba la orden del dia, Wolzogen regresó de hablar con Barclay y dijo que el general deseaba tener la confirmación por escrito de aquella orden que le había dado el general en jefe.

Kutusov, sin mirar siquiera a Wolzogen, dispuso que fuera escrita la orden que deseaba el antiguo general en jefe para evitar, con razón, su responsabilidad personal. Y por un enlace misterioso indefinible que sostenía en todo el ejército aquella impresión que se llama el espíritu de las tropas y que constituye el nervio principal de la guerra, las palabras de Kutusov y su orden fueron transmitidas a todos los puntos del ejército.

Al saber que al día siguiente atacarían al enemigo y mientras esperaban que las esferas superiores del ejército confirmasen aquella grata noticia, los hombres agotados y vacilantes reaccionaron y su valor se reanimó.

Capítulo XXXIII

Detrás del pueblo de Semionovskoie, bajo el fuego persistente de la artillería enemiga, el regimiento que mandaba el príncipe Andrés se hallaba en la reserva y por el momento las fuerzas permanecían inactivas.

A las dos, el regimiento, que había perdido más de doscientos hombres, fue puesto en movimiento, avanzando, a través de los campos de cebada pisoteados, hacia el espacio de terreno comprendido entre el pueblo y la batería del montículo, donde, aquella mañana, habían muerto millares de hombres y contra el cual, a las dos, se concentraba el fuego de algunos centenares de cañones enemigos.

Sin moverse de allí y sin hacer un solo disparo, el regimiento perdió una tercera parte de sus efectos.

A veces, las balas y las granadas iban más lejos. Otras veces, sin embargo, caían allí mismo y entonces el regimiento perdía muchos hombres, y a cada instante tenían que acudir todos a retirar los muertos y a recoger los heridos.

A cada nuevo disparo, los que todavía no habían caído iban perdiendo la esperanza de salir vivos de allí. El regimiento estaba formado en columnas, por batallones, con intervalos de trescientos pasos; pero, a pesar de esta precaución, todos los hombres se sentían invadidos por el mismo temor.

Permanecían silenciosos y cejijuntos. Apenas se oía alguna conversación en las filas, pero cesaba en el acto en que estallaba un disparo y se oía el grito de ¡Camillas! La mayor parte del tiempo se lo pasaban los soldados sentados en el suelo, según se les había ordenado.

El príncipe Andrés, como todos los hombres de su regimiento, estaba pálido y preocupado. Con las manos cruzadas detrás de la espalda se paseaba nerviosamente por un campo de cebada. No tenía que hacer nada ni tenía que dar ninguna orden. Todo marchaba por sus propios pasos. Los muertos eran transportados a la retaguardia, los heridos eran retirados y las filas, momentáneamente deshechas por las bajas, volvían a formarse. Si algún soldado se alejaba de ellos volvía corriendo. El príncipe Andrés, convencido de que por el momento su deber era excitar el valor de sus hombres dándoles ejemplo, se acercó a las filas, pero en seguida se convenció de que no tenía que enseñar nada a nadie.

No pensaba, oía siempre los mismos ruidos con el oído fatigado, distinguía el silbido de los proyectiles, examinaba las caras que conocía bien de los soldados del primer batallón y esperaba. ¡Ésa viene por nosotros!, pensó, al oír el silbido de un proyectil que se acercaba envuelto en humo. Una, dos, ahora, ya está ... Se detuvo y miró las filas de soldados. No ... Ha pasado por encima. ¡Ah, pero aquélla caerá!

Reanudó su paseo dando grandes zancadas para llegar al surco en diez pasos. Un silbido ... Una detonación ... Cinco pasos más allá la tierra había sido removida y levantada. La bala había desaparecido.

Sintió un escalofrío en la espalda y volvió a mirar las filas de sus soldados. Debía de haber muchos muertos. Un grupo compacto de hombres se apiñaba alrededor del segundo batallón.

— ¡Ayudante de campo! —gritó—. ¡Ordene que no se apiñen así!

El ayudante de campo ejecutó la orden y se acercó al príncipe. Por otra parte, el comandante del batallón también se aproximaba.

— ¡Cuidado!

Un soldado dio un grito y como un pájaro que aleteando en vuelo rápido se posa en tierra, casi sin ruido, una granada cayó a los pies del príncipe Andrés, cerca del comandante del batallón. El caballo del comandante relinchó, se levantó sobre sus patas traseras y dio un salto haciendo caer casi al jinete. El pánico del caballo se contagió a los hombres.

— ¡Arrojaos al suelo —gritó el ayudante de campo, dejándose caer sobre la hierba.

El príncipe Andrés permaneció en pie, indeciso. Una granada, humeando, daba vueltas lo mismo que una peonza entre él y el ayudante de campo, tendido al lado de una mata de ajenjo.

¿Es la muerte?, pensó el príncipe Andrés mirando extraviadamente el humo que se desprendía de la bola negra que había caído sobre la hierba. ¡No puedo, no quiero morir! Amo la vida, esta hierba, la tierra, el aire ...

Se dio cuenta de que lo estaban mirando y levantó la voz para decirle al ayudante de campo:

— Es una vergüenza, señor oficial ...

No pudo terminar la frase. En aquel momento se oyó un fuerte estallido y un estrépito de cristales rotos, y el príncipe Andrés giró sobre sus tacones y levantando los brazos cayo boca abajo.

Algunos oficiales se precipitaron hacia él. Del costado derecho del abdomen le salía un chorro de sangre que caía sobre la hierba. Los milicianos que acudieron con una camilla se detuvieron unos pasos más allá. El principe Andrés yacía en tierra en la misma postura en que había caído y respiraba trabajosamente.

— ¿Por qué os detenéis? ¡Adelante, de prisa!

Los campesinos se acercaron, lo cogieron por los sobacos y por las piernas, pero al oir sus gemidos dolorosos se miraron los unos a los otros y lo dejaron otra vez sobre la hierba.

— Cogedlo, ponedlo aquí —dijo una voz—. Esto no es nada.

Lo cogieron de nuevo y lo depositaron en la camilla.

— ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Ha sido en el vientre! —decían los oficiales—. ¡Está listo! ¡Dios mío, qué desgracia ...!

— Me ha pasado por encima de la cabeza —decía el ayudante de campo.

Los milicianos cogieron cuidadosamente la camilla y echaron a andar hacia la ambulancia.

— ¡Id al paso! —gritó un oficial, cogiendo por los hombros a los que no andaban con regularidad y sacudían la camilla.

- ¡A ver cómo lo hacemos! —dijo el miliciano que iba delante.

— ¡Ahora sí que la hemos hecho buena! —dijo el que iba detrás, que acababa de tropezar con una piedra.

El príncipe Andrés abrió los ojos. Miró a su alrededor con vista extraviada.

— ¡Excelencia! ¡Príncipe! —exclamó Timokhin corriendo hacia la camilla.

El príncipe intentó incorporarse para ver quién le hablaba, pero la cabeza le cayó pesadamente sobre la almohada y volvió a cerrar los ojos.

Los camilleros condujeron al príncipe al lugar donde se hallaban los carros y las ambulancias.

Pasando por encima de los heridos no curados todavía, llevaron al príncipe Andrés al lado de una de las tiendas y esperaron sus órdenes como comandante del regimiento. El príncipe abrió los ojos y estuvo mucho rato sin poder comprender lo que ocurría a su alrededor. A dos pasos de él, un suboficial, alto y forzudo, con la cabeza vendada, hallábase recostado en el tronco de un árbol; hablaba fuerte y llamaba la atención de todos los que andaban por allí. Tenía una herida en la cabeza y otra en la pierna. A su alrededor un grupo de heridos y de camilleros escuchaban ávidamente sus palabras.

— Cuando los hemos echado de allí lo han abandonado todo y hemos cogido prisionero al rey —gritaba el soldado con los ojos brillantes y mirando a los que le escuchaban—. Si en aquel momento hubieran venido las reservas os aseguro que no hubiéramos dejado ni rastro de ellos. ¡Os lo aseguro ...!

El príncipe Andrés, como todos los demás que escuchaban al narrador, lo miraba con ojos relucientes y experimentaba un sentimiento consolador: Pero, ¿qué me importa ahora todo eso? ¿Qué debe haber allá abajo? ¿ Y qué había aquí? ¿Por qué hemos de sentir tanto dejar esta vida? ... ¿Es que hay en esta vida algo que yo no comprendía y que todavía no comprendo?

Capítulo XXXIV

El médico, con las manos y la bata llenas de sangre, ladeó la cabeza levantándola un tanto y miró a los heridos. En una de sus manos, sostenido por dos dedos para no mancharlo, habia un humeante cigarrillo.

Evidentemente, quería respirar un poco. Después de volver la cabeza de derecha a izquierda, exhaló un gemido y bajó los ojos.

— ¡En seguida! —dijo contestando a las palabras del enfermero que le señalaba al principe Andrés. Y sin perder tiempo, ordenó que lo condujeran a su tienda.

De la multitud de heridos que esperaban turno se levantó un sordo rumor.

— Se ve que hasta en el otro mundo los señores son primeros —murmuró alguien.

El príncipe fue trasladado a la tienda y colocado cuidadosamente encima de una mesa limpia, de la cual el enfermero hacía escurrir algo. El príncipe no podía discernir todo lo que se hacía en aquella tienda.

En ella había tres mesas, dos de las cuales estaban ocupadas. Colocaron al príncipe en la tercera y lo dejaron solo un momento. Sin querer, vio lo que pasaba en las otras mesas.

En la que estaba más cerca de él había un tártaro, probablemente cosaco por lo que se podía deducir del uniforme que tenía allí cerca. Cuatro soldados lo sostenían para impedir que se moviera. El médico, mirándolo fijamente a través de sus gafas, hurgaba aquel cuerpo moreno, musculado.

— ¡Oh! ... ¡Oh! ... ¡Oh! —gritó, de repente, el tártaro.

Y enseñando su cara musculosa, negra, con una naricita breve, y rechinando sus blancos dientes, empezó a debatirse y a agitarse gritando como un loco.

Sobre la otra mesa, rodeado de muchos hombres, había un individuo alto y grueso, tendido de espaldas, con la cabeza echada hacia atrás. El color de los cabellos rizados y la forma de la cabeza llamaron la atención del príncipe, que creyó reconocer aquella figura de hombre. Algunos enfermeros lo sostenían apuntalándose fuertemente en su pecho. Una de las piernas del herido, larga, blanca, parecía agitada continuamente por un temblor convulsivo. Aquel hombre sollozaba febrilmente y se cubría la cara. Dos médicos, uno de los cuales estaba muy pálido y temblaba, le hacían algo en la otra pierna, que estaba muy hinchada y manchada de sangre.

Cuando hubo acabado con el tártaro, el doctor de las gafas lo tapó con una manta,y se dirigió hacia el príncipe Andrés secándose las manos.

Al ver la cara del príncipe, se volvió rápidamente hacia los enfermeros.

— ¡Desnudadle en seguida! —gritó—. ¿Qué hacéis aquí como unos tontos?

La imagen de su primera infancia se reprodujo en la memoria del príncipe Andrés cuando el enfermero, con sus manos temblorosas por la fatiga, le desabrochó el uniforme y le quitó la ropa.

El doctor se inclinó sobre la herida, la tanteó, exhaló un profundo suspiro y en seguida llamó a alguien. El dolor espantoso que sentía en el abdomen hizo perder el sentido al príncipe. Cuando volvió en sí, ya le habían extraído los trozos de fémur roto, cortado unos desgarrones de carne y curado la herida. Unos enfermeros le rociaron la cara con agua fría. En cuanto abrió los ojos, el médico se inclinó sobre él, le dio un beso en la frente y se alejó.

Alrededor de aquel herido cuya figura no le era desconocida al príncipe Andrés, los médicos corrían presurosos. Después lo levantaron procurando calmarlo.

— ¡Enseñádmela ...! ¡Oh ...! ¡Oh ...!

El herido gemía desesperadamente y, de vez en cuando, estallaba en sollozos.

Enseñáronle al herido una pierna cortada, calzada todavía con una bota de montar y con la sangre coagulada.

— ¡Oh! ... ¡Oh! ... ¡Oh! ... —sollozó, desesperado.

El doctor, que estaba de pie delante del herido y que le tapaba la cara, se apartó unos pasos.

— ¡Dios mío! ¿Qué es esto? —murmuró el príncipe Andrés.

En el desdichado que lloraba porque le acababan de cortar una pierna, el príncipe reconoció a Anatolio Kuraguin. Unos enfermeros sostenían a Anatolio por debajo de los brazos y le ofrecían un vaso de agua. El infeliz se esforzaba por acercar sus labios temblorosos al borde del vaso y seguía sollozando penosamente.

Sí, es él ... Este hombre está unido a mí por algo muy íntimo y muy doloroso, pensó el príncipe Andrés. Pero, ¿cuál es el lazo que une a este hombre con mi infancia y con toda mi vida? Por más que reflexionaba, no podía encontrar la respuesta. Y de repente, un recuerdo nuevo, inesperado, puro y amoroso, de la época de su niñez, acudió a la mente del príncipe. Recordaba a Natacha, exactamente igual a como la había visto en el baile de 1810, con su cuello esbelto y delicado, sus brazos torneados, su cara resplandeciente y asustada, dispuesta al entusiasmo, y su amor y su ternura por ella renacieron con más fuerza que nunca en su alma. El príncipe Andrés se acordó de todo, y un sentimiento de piedad y de ternura hacia aquel hombre invadió su corazón.

No pudo contenerse más y lloró por los demás y por él mismo, por los errores de los otros y por los suyos.

- ¡La misericordia, el amor al prójimo, el amor a los que nos aman, el amor a los que nos odian! —murmuró entre dientes—. Debemos ser misericordiosos incluso con nuestros enemigos. Este es el amor que Dios predicó entre los hombres, el amor que me aconsejaba la princesa María y que yo no sabía comprender. Es por esto que siento morir. Si viviera, amaría a todos mis enemigos, pero ahora ya es demasiado tarde. ¡Ya lo sé! ...

Capítulo XXXV

La impresión de Napoleón a la vista de sus tropas derrotadas, de sus generales muertos, y también ante el campo de batalla lleno de cadáveres y los hospitales llenos de heridos era de plena desolación. Una gran responsabilidad pesaba ahora sobre sus hombros. El, a quien tanto agradaba ver a los muertos y a los heridos, para comprobar con aquella visión, según decía, el temple de su alma, se sintió mortalmente vencido aquel día y abandonó presurosamente el campo de batalla para regresar a Schevardino.

Con el rostro pálido e hinchado, la mirada extraviada, la nariz roja y la voz ronca, se sentó en su silla plegable y siguió escuchando, a pesar suyo, el retumbar de los cañones.

Sin embargo, cuando llegó a la altura de Schevardino, el jefe de la artillería le propuso colocar algunas baterías en aquel lugar para reforzar el fuego contra las tropas rusas concentradas delante del pueblo de Kniazkovo. Napoleón accedió a ello y ordenó que le comunicaran en seguida el efecto producido por aquellas baterías.

Un ayudante de campo vino poco después diciendo que, de acuerdo con sus deseos, habíanse concentrado doscientos cañones contra los rusos y que éstos, no obstante, seguían resistiendo.

— Nuestro fuego destruye sus filas, pero aguantan —dijo el ayudante de campo.

— ¿Es que aún no tienen bastante? —preguntó Napoleón con voz ronca.

— ¿Sire? —dijo el ayudante, que no había entendido bien.

— Si no tienen bastante, dadles más —repuso el emperador.

Sin que él lo ordenara, siempre se hacía lo que él deseaba. Napoleón no daba órdenes porque estaba convencido de que todos esperaban que las diese.

El espíritu y la conciencia de aquel hombre eran sombríos, más penosos que los de los demás actores de aquella obra, y hasta el fin de su vida no pudo comprender el bien, ni la belleza, ni la verdad, ni la significación de aquellas acciones, demasiado contrarias a la verdad y al bien, demasiado alejadas de los sentimientos humanos para poder comprenderlas. No podía renunciar a sus acciones, elogiadas por medio mundo, y por esto tuvo que renunciar a la verdad y al bien, a toda acción humana.

Al recorrer aquel día el campo de batalla lleno de muertos y heridos, y al mirar a los combatientes, calculó cuántos rusos había por cada francés. Engañándose a sí mismo, se satisfizo haciéndose la cuenta de que por cada francés había cinco rusos.

Y no fue sólo aquel día, tal como escribió luego en una carta, cuando encontró soberbio el campo de batalla, porque había en él cincuenta mil cadáveres, sino que en la isla de Santa Elena, en la sociedad y en el silencio, donde decía que tenía el propósito de consagrar sus horas libres al relato de las grandes gestas que había hecho, también escribió:

La guerra de Rusia hubiera debido ser la más popular de los tiempos modernos. Era la guerra del buen sentido y la de los verdaderos intereses, la del reposo y la seguridad de todos. Era una guerra puramente científica y conservadora.

Aquella guerra tenía lugar por la gran causa, por el fin de las casualidades y por el principio de la seguridad. Un nuevo horizonte iba a aparecer y nuevos trabajos iban a realizarse, inspirados en el bienestar y en la prosperidad de todo el mundo. El sistema europeo había nacido, era cuestión de organizarlo.

Satisfecho respecto a estos grandes puntos y tranquilo en todas partes, yo también hubiera tenido mi Congreso y mi Santa Alianza. Estas son ideas que me han robado. En aquella reunión de grandes soberanos hubiéramos tratado de nuestros intereses de una forma familiar y hubiéramos contado entonces, de dueño a servidor, con todos los pueblos.

De este modo, Europa hubiera llegado a ser un gran pueblo y todos, viajando por todas partes, nos habríamos encontrado en la patria común. Hubiera reclamado la libertad de todos los ríos navegables, la comunidad de todos los mares y que los grandes ejércitos permanentes quedaran reducidos a la escolta de los soberanos.

Al regresar a Francia, en el seno de la patria, grande, fuerte, magnífica, tranquila y gloriosa, hubiera reclamado sus límites inmutables. Cualquier guerra futura hubiera tenido que ser puramente defensiva, y cualquier engrandecimiento nuevo hubiera sido antinacional. Hubiera asociado a mi hijo al Imperio, mi dictadura habría concluido y hubiera comenzado un reinado constitucional ...

¡París hubiera sido la capital del mundo y los franceses hubiéramos sido la envidia de los pueblos ...!

Mis ocios y los días de mi vejez hubieran estado consagrados, en compañía de la emperatriz y durante el aprendizaje real de mi hijo, a visitar lentamente, como una verdadera pareja de campesinos, con nuestros propios caballos, todos los rincones del Imperio, escuchando las quejas, enderezando entuertos, perdonando culpas, sembrando por todas partes monumentos y buenas acciones ...

Napoleón, destinado por la Providencia al triste papel de verdugo de los pueblos, estaba convencido de que la finalidad de sus actos era el bien de los pueblos, y que él solo podía guiar a millones de destinos humanos y orientarlos hacia la felicidad.
Presentación de Omar CortésNovena parteUndécima parteBiblioteca Virtual Antorcha