Presentación de Omar CortésSexta parteOctava parteBiblioteca Virtual Antorcha

LA GUERRA Y LA PAZ

León Tolstoi




SÉPTIMA PARTE

CAPÍTULO I

El amor a la ociosidad, según la Biblia, permanece igual en el interior del hombre caído, pero la maldición pesa sobre él, no en la obligación de ganarnos el sustento con el sudor, con nuestras manos, sino que por nuestra condición, ni podemos ser felices ni podemos permanecer quietos, sin hacer nada, ociosos. Una voz misteriosa nos dice que no debemos ser culpables, ya que estamos inactivos. Si el hombre pudiese encontrar un estado en el cual, estando desocupado, se sintiese útil y cumpliese su deber, volvería a encontrar una parte de su beatitud primera.

Nicolás Rostov sentía completamente esta beatitud desde 1807, en el regimiento de Pivlograd, donde continuaba sirviendo, y en el cual mandaba ya el antiguo escuadró de Denisov.

Rostov se había convertido en un muchacho de rudas maneras, pero bueno, al que las amistades de Moscú encontraban no muy recomendable, pero que, en cambio, era querido y respetado por sus compañeros, por los subalternos y por los jefes, y que estaba satisfecho de su vida.

En 1810, recibió una carta de sus padres que le anunciaban que Natacha se había prometido con Bolkonsky y que la boda no se celebraría hasta dentro de un año, porque el viejo príncipe no daba su consentimiento. Esta carta entristeció y ofendió a Nicolás. Primeramente, le dolia que Natacha se marchase, porque la quería más que a nadie en la familia; en segundo lugar, en su calidad de húsar, se dolía de no haberse encontrado en su casa para demostrar a aquel Bolkonsky que no era un honor emparentar con él, y que si realmente amaba a Natacha, podía pasarse del permiso de su maniático padre.

Había llégado el momento de marcharse, si no dimitiendo, tomando una licencia. ¿Por qué debía dimitir? No lo sabía, pero, después de haber dormido bien y de haber comido, mandó que le ensillasen su caballo gris Marte, un trotador de mucha sangre que hacía tiempo no había salido, y al llegar al alojamiento con el caballo lleno de espuma, dijo a Labrutchka, pues se habia quedado con el asistente de Denisov, y a los camaradas que habían salido a verle, que tenia un permiso y que se marchaba a su casa. Transcurrida una semana, recibió la licencia. Los húsares, no solamente sus compañeros de regimiento, sino todos los de la brigada, le ofrecieron una comida de quince rublos el cubierto, con orquesta y dos coros. Rostov bailó el trepak con el mayor Basov; los oficiales, borrachos, balancearon, abrazaron y dejaron caer a Rostov; los soldados del tercer escuadrón le volvieron a balancear y gritaron: ¡Hurra!, y finalmente pusieron a Rostov en el trineo y le acompañaron hasta la primera parada.

Después de las primeras efusiones de la llegada, pasada la extraña impresión de disgusto que experimentó Rostov al no encontrar lo que se imaginaba —Siempre serán los mismos —pensó—. ¿Por qué me he apresurado tanto?—, Nicolás comenzó a habituarse a su antiguo ambiente. Su padre y su madre eran los mismos de antes, salvo que habían envejecido un poco. Sonia había ya cumplido los diecinueve años. Había cesado de embellecer, ya nada nuevo prometía; pero esto bastaba. Toda ella respiraba felicidad y amor desde que Nicolás había vuelto, y el amor constante, inconmovible de aquella muchacha, operaba alegremente en él. Petia y Natacha fueron los que más sorprendieron a Nicolás.

Petia era ya un muchacho de trece años, despierto, inteligente y muy apuesto, cuya voz comenzaba a madurar. Natacha tuvo admirado a Nicolás durante mucho tiempo, y siempre que la miraba se reía.

— ¡No eres la misma! —decia.

— ¿No? ¿Soy más fea?

— Al contrario ..., pero infundes respeto. ¡Una princesa! —le murmuró.

— Si, sí —dijo alegremente Natacha.

Luego le contó su novela con el príncipe Andrés, la llegada de él a Otradnoie, y le mostró la última carta que había recibido.

— Y qué, ¿estás contento? ¡Yo estoy tan tranquila ahora, soy tan feliz!

— Muy contento —replicó Nicolás—. Es un buen hombre. Bueno, y tú, ¿estás enamorada de él?

— ¿Cómo te lo diría? Lo he estado de Boris, del profesor, de Denisov. Pero no era eso. Ahora me siento tranquila, calmada. No hay hombre mejor que él y me siento confiada. Es muy diferente de otras veces.

Nicolás expresó a Natacha el disgusto que le causaba aquel aplazamiento de un año, pero Natacha, rebatiendo con viveza a su hermano, le demostró que no podía ser de otra manera, que no estaría bien entrar en la familia contra la voluntad del padre, y que ella misma prefería que así fuese.

— No lo entiendes, no lo entiendes —decía ella.

Nicolás calló y dio la razón.

Capítulo II

Un hecho era cierto para Rostov, a su regreso, llamado por su madre: el desagrado que le producía el tener que inmiscuirse en aquella cuestión, enojosa de por sí, de la explotación. Para desprenderse cuanto antes de aquella carga, al tercer día de su regreso, ceñudo, sin contestar a la pregunta: ¿Adónde vas?, con las cejas fruncidas, se dirigió al pabellón de Mitenka y le pidió las cuentas de todo. En qué consistía todo, Nicolás lo sabía menos que Mitenka, el cual temblaba como un azogado, atemorizado y sorprendido. La conversación y las cuentas de Mitenka no duraron mucho rato.

El estarosta y el elegido por la comunidad, que aguardaban en el vestíbulo del pabellón, oyeron con placer y también con miedo, primero la voz del joven conde, que se alzaba y robustecía cada vez más, y después las palabras injuriosas, que caían una tras otra.

— ¡Ladrón ...! ¡Mala bestia ...! ¡Te haré pedazos, mala bestia ...! ¡A mí no me harás lo que a mi padre! Has robado ...

Luego vieron, con el mismo miedo e idéntico placer, cómo el joven conde, acalorado y con los ojos inyectados en sangre, zarandeaba a Mitenka por el cuello del vestido, con gran destreza, entre palabra y palabra, y le soltaba puntapiés gritando:

— ¡Vete, vete! ¡No quiero oírte nunca más! ¡Ladrón ...!

Mitenka descendió rodando los seis escalones y huyó hacia una espesura de árboles.

Aquel lugar frondoso era el notorio asilo de los criminales en Otradnoie.

La mujer y las nueras de Mitenka, con las caras asustadas, aparecieron en el vestíbulo por la puerta de la habitación, donde hervía el reluciente samovar y en la cual se veía el lecho del administrador, con el cubrecama remendado.

El joven conde, anhelante, sin darse cuenta de nada, pasó ante ellas con aire decidido y entró en la casa.

Al día siguiente, el conde llamó a su hijo y le dijo con una tímida sonrisa:

— ¿Sabes, hijo mío, que te has exaltado inútilmente? Mitenka me lo ha contado todo.

Ya sabia yo que aqui, en este mundo de imbéciles, yo no entendería nada, pensó Nicolás.

— Te has exaltado porque no había anotado estos setecientos rublos. Están anotados, con otras cosas, en la otra página; tú no lo has visto.

— Papá, es un picaro y un ladrón ... Lo sé muy bien. Lo que ha hecho, hecho está, pero si quieres no diré nada más.

- ¡No, hombre, no!

El conde estaba nervioso. Comprendía que había administrado mal los bienes de su mujer y que era culpable ante sus hijos, pero no sabía cómo arreglarlo.

— No, hazme el favor; ocúpate tú de los negocios. Yo ya soy viejo para estas cosas ...

— No, papá: perdóname si te he contrariado, yo de eso entiendo menos que tú. ¡Que el diablo se lleve a todos los campesinos, este dinero y estas cuentas! —pensó—. Después de esto, nunca más intervendré en los negocios.

Sólo una vez la condesa le llamó y le preguntó qué debía hacer con un pagaré por valor de dos mil rublos suscrito por Ana Mikhailovna.

— Te diré lo que pienso —contestó Nicolás—. Dices que eso depende de mí. No me son simpáticos ni Ana Mikhailovna, ni Boris; pero son amigos nuestros y son pobres. Pues he aquí lo que opino.

Rompió el documento, y aquel gesto hizo derramar lágrimas de alegría a la condesa.

Luego, el joven Rostov no se metió en ninguna otra cuestión; se entregó con pasión a algo nuevo para él, la caza, que en casa del viejo conde se practicaba con holgura de medios.

Capítulo III

Los primeros fríos, los primeros hielos otoñales habían llegado ya. Las heladas matinales endurecían la tierra bañada antes por la lluvia convirtiéndola en un cristal resbaladizo, peligroso.

Los grupos de árboles, que a últimos de agosto parecían todavía islotes verdes entre los campos negros labrados y los tresnales, se hablan convertido en doradas islas de un rojo vivo entre los sembrados de otoño, de verde primerizo. La liebre había casi cambiado el pelo; las zorras jóvenes comenzaban a dispersarse, y los lobos cachorros eran ya más altos que los perros. Era la mejor estación para la caza. Los perros de Rostov, que era un cazador novel, ardiente, no solamente estaban ya suficientemente flacos para la caza, sino que se encontraban en tal estado, que por consejo de los cazadores fue decidido dar tres días de reposo a los perros y ponerse en camino el 16 de septiembre, comenzando por el tasque donde había sido vista la manada de lobos. Así estaban las cosas el 14 de septiembre.

En todo aquel día los cazadores no salieron de casa. La helada se hacía sentir. Pero, por la noche, el tiempo comenzó a mejorar y se derritió el hielo. El 15 de septiembre, cuando el joven Rostov, por la mañana, miró por la ventana, percibió un tiempo como no cabía esperarlo mejor para la caza: el cielo parecía fundirse, y, sin viento, descender a la tierra. Nicolás salió al portal mojado y cubierto de barro; un olor a bosque marchito y a perros impregnaba el aire. Milka, la perra negra con manchas rojas, ancha de ancas, de ojos negros, grandes y rasgados, se levantó al ver a su amo, se desperezó, se tendió como una liebre y luego, de pronto, le saltó encima y le lamió la nariz y el bigote.

Se oyó en aquel momento el grito inimitable de los cazadores que entrelazaba el bajo más profundo con el tenor más agudo, y el rastreador Daniel salió de un ángulo de la casa. Era un cazador arrugado, gris, con los cabellos cortados en forma de herradura.

— ¡Daniel! —llamó Nicolás.

— ¿Qué se digna ordenar, Excelencia? —preguntó una voz de bajo, como la de un primer chantre.

— Un buen día, ¿verdad? ¿Tendremos buena caza? —dijo Nicolás rascando a Milka detrás de la oreja.

Daniel no respondió, limitándose a cerrar con mansedumbre, los párpados.

— He hecho salir a Uvarka al despuntar el día para escuchar —dijo el bajo, después de un momento de silencio—. Dice que ella ha pasado por el bosque de Otradnoie y que ha aullado allá abajo.

Ella ha pasado se refería a la loba; ellos dos ya se entendían; se había marchado con los cachorros al bosque de Otradnoie, lugar reservado para la caza, a dos verstas del palacio.

— ¿Así, habrá que marchar? —dijo Nicolás—. Pues ve con Uvarka.

— Como mande Su Excelencia.

— Bueno, espera un poco. No des de comer a los perros.

— Está bien.

Cinco minutos después, Daniel y Uvarka se encontraban en el despacho grande de Nicolás.

Terminadas las preguntas y obtenida la seguridad de Daniel de que los perros estaban dispuestos, Nicolás dio orden de ensillar. Pero en el momento en que Daniel iba a salir Natacha entró rápidamente, a medio vestir y sin peinar, envuelta en el gran chal de la criada vieja. Petia corría tras ella.

— ¿Vas a salir? —dijo Natacha—. ¡Ya me lo figuraba! Sonia decía que no saldrias. Yo ya sabía que hoy haría tan buen día que no podríais resistir la tentación.

— Sí, nos vamos —contestó Nicolás, sin gran entusiasmo, pues con la intención de emprender una cacería seria, no quería llevar consigo a Natacha ni a Petia—. Nos vamos, pero vamos a cazar lobos y no te divertirías.

— Ya sabes tú que es lo que más me gusta —exclamó Natacha—. Eso no está bien te marchas, has ordenado que ensillaran y no nos has dicho nada.

Los rusos no conocen los obstáculos (Primer verso de la canción en honor del príncipe Bragation). ¡Adelante! —gritó Petia.

— Pero si tú no puedes. Mamá ha dicho que no podías venir —dijo Nicolás a Natacha.

— Pues vendré y vendré —dijo con tenacidad Natacha—. Daniel, di que ensillen para nosotros y que Miguel salga con mi jauría.

Capítulo IV

Desde tiempo inmemorial, desde siempre, el viejo conde había llevado el timón de la casa, su dirección, el gran tren de caza que ahora había cedido a su hijo. El día 15 de septiembre se encontraba de muy buen humor, y se disponía a marchar con él.

Transcurrida una hora, toda la comitiva estaba reunida en el portal. Nicolás, en actitud severa y enojado, para demostrar que no podía entretenerse en criaturadas, pasó delante de Natacha y Petia que le explicaba algo. Revisó los preparativos, mandó hacia adelante una jauría y los rastreadores, montó a caballo y, silbando a sus perros, atravesó el recinto y se dirigió hacia los campos que conducían al bosque de Otradnoie.

Habian andado una versta, cuando, entre la niebla, aparecieron cinco caballeros acompañados de perros que se dirigían hacia la comitiva de los Rostov. Delante marchaba uno con vestido verde, bien conservado, con un grueso bigote blanco.

— ¡Buenos, días, tío! —dijo Nicolás, al acercársele el viejo.

— ¡Bah! ¡Ya me lo figuraba! —exclamó el tío, que era un pariente lejano y no muy rico de los Rostov—. ¡Estaba seguro de que no sabrías contenerte y saldrías a cazar! ¡Bah! Entra enseguida en el bosque: Guirtchik me ha hecho saber que los Ilaguin están al acecho de toda la cuadrilla: te quitarán la manada dentro de tu misma casa, ante tus propias narices, ¡Bah!

— Voy allá. ¿Es preciso reunir las jaurías? —preguntó Nicolás.

— Reunidlas.

Lo s perros corredores fueron reunidos en una sola jauría y el tío y Nicolás avanzaron juntos. Natacha, envuelta en chales, bajo los cuales asomaba su animado rostro, con sus ojos brillantes, se acercó a ellos acompañada de Petia, del cazador Miguel, que no se separaba de ella, y de un criado que tenía el encargo de no moverse de su lado.

El tío miró a Petia y a Natacha con aire poco satisfactorio. No le gustaba bromear con una cosa tan seria como la caza.

— Buenos días, tío. ¡Nosotros también venimos! —gritó Petia.

— ¡Hola, bueno! Pero tened cuidado, no piséis a los perros —dijo severamente su tío.

— ¡Qué estampa tiene este perro, el Trunila, Nikolenka! Me ha reconocido —dijo Natacha, hablando de su corredor predilecto.

El bosque vedado de Otradnoie se divisaba ya a doscientos metros y los cazadores se aproximaban a él.

Rostov, que con su tío había decidido ya dónde debía mandar los perros, indicó a Natacha el lugar en que debía quedarse; allí no podía pasarle nada, y él se dirigió hacia los zarzales, al otro lado del torrente.

— ¡Atención, sobrino, es una loba! —dijo el tio—. Ten cuidado en no dejártela escapar.

— Lo probaremos —respondió Nicolás—. ¡Eh, Kerae! ¡Pst! —gritó, contestando con este grito a las palabras de su tío.

Kerae era un perro viejo, de pelo rojo, muy feo, conocido porque acometía solo a los lobos.

El viejo conde, que conocía el ardor de su hijo por la caza, se afanaba por no llegar con retraso; y todavía los cazadores no estaban reunidos que ya Elias Andreievitch, jovial, encarnado, con las mejillas temblorosas y los cabellos negros, se dirigió al lugar que se le asignaba. Abrió la funda, cogió las armas de caza y montó a Violent, un animal excelente, viejo como él, manso y gordo. Hicieron regresar el calesín. Aunque el conde Elias no fuese un cazador apasionado, conocía muy bien las leyes de la caza. Se situó en el zarzal, recogió las bridas, se acomodó en la silla y, ya preparado, miró a su alrededor sonriendo.

Tchekmar, flaco, con las mejillas hundidas, se preparaba mirando a su amo, al cual hacía treinta años que servía íntimamente; viéndole de buen humor se prometía una agradable conversación. Una tercera persona se acercó con gran prudencia (se conocía que era alguien habituado al bosque) y se detuvo detrás del conde. Era un viejo de blanca barba llevaba una capa de mujer y se cubría con un gran sombrero. Era el bobo al que llamaban Nastasia.

—¡Bueno! Nastasia Ivanovna, ten cuidado de no espantar al animal; si no, te las entenderás con Daniel —le dijo el conde, guiñándole un ojo.

— Yo también ... Ya sé lo que hago —dijo Nastasia Ivanovna.

— ¡Pst! —exclamó el conde, y dirigiéndose a Simeón—: ¿Has visto a Natalia Ilinischna? ¿Dónde está?

— Está con su hermano, cerca de los almarjos de Yaroy —contestó Simeón, sonríente—. Es una gran dama, pero le apasiona la caza.

— Te quedarás pasmado cuando veas cómo monta a caballo. ¡Como un hombre! —dijo el conde.

— ¡Cómo puedo sorprenderme, si sabe tanto!

— ¿Y dónde está Nicolás? Sobre el Liadov, ¿verdad? —preguntó el conde, siempre murmurando.

— Eso es. Ya sabe dónde debe meterse. Monta tan bien que incluso Daniel y yo nos quedamos maravillados —dijo Simeón, que sabía que esto halagaba al conde.

— Monta bien, ¿verdad? ¡Y cómo presume!

— Se podría hacer una pintura. No hace mucho que cazaba la zorra, cerca de las paradas de Zavarzino; se puso a botar ..., es una maravilla. El caballo vale mil rublos, pero el caballero no tiene precio. Si, un muchacho así ni buscándolo con un candil se encuentra ya.

— Buscarlo —repitió el conde, doliéndose de que el discurso hubiese terminado tan pronto—. ¡Buscar! —exclamó, volviendo el paño de la zamarra y tomando un polvo de rapé.

— Ahora hace pocos días, cuando fue a misa con el uniforme de gala, Miguel Sidorovitch ...

Simeón no terminó. Al oír en el aire tranquilo los ladridos de dos o tres perros corredores y los gritos de la persecución, inclinó la cabeza, escuchó y, sin decir nada, hizo una seña al otro.

— ¡Ya la han alzado! —murmuró.

El conde, distraído, se olvidó de borrar de su rostro la sonrisa, miró hacia adelante, y sin decidirse a tomar él rapé, se quedó con la tabaquera en la mano. Después de los ladridos se oyeron los gritos de la persecución del lobo, respondiendo a las llamadas del cuerno de caza de Daniel.

El conde y su criado escucharon en silencio durante unos segundos y se convencíeron de que los perros se dividían en dos jaurías, una numerosa, que ladraba con desusado ardor y se alejaba, y otra que corría a lo largo del bosque, delante del conde; cerca de ella se oían los: ¡Búscalo! de Daniel.

Los ladridos de las dos jaurías se confundían, resonaban simultáneos pero las dos se alejaban. Simeón suspiró y se agachó para desatar a uno de los perros.

El conde también suspiro, y advirtiendo que todavía tenía la tabaquera en la mano la abrió y tomó el rapé.

De pronto, como muy a menudo sucede, el griterío de los perseguidores se acercó. Las gargantas jadeantes de los perros y los ¡Búscalo! de Daniel se oyeron muy próximos.

El conde se volvió y vio a Mitka a su diestra, que le miraba con los ojos fuera de las órbitas, y con la gorra le indicaba al otro lado y hacia adelante.

— ¡Alerta! —gritó de un solo grito, como si no hubiese podido retener ya aquella exclamación.

Y soltando a los perros se lanzó al galope en dirección al conde.

El conde y Simeón se apartaron del seto de zarzales del vedado, y a la izquierda descubrieron al lobo, que, brincando a pequeños saltos, se acercaba al seto.

El lobo se detuvo. Pesadamente, cual si tuviese tortícolis, volvió la cabeza alargada hacia los perros; luego, con el mismo balanceo, dio un salto, luego otro, y, moviendo la cola, desapareció por el linde del bosque.

Tras los perros que corrían, un avellano se inclinó para dejar pasar el caballo oscuro, negro a causa del sudor, de Daniel, que se inclinaba hacia adelante, sin gorro, con los cabellos blancos enmarañados sobre su rostro encendido y sudoroso.

— ¡Búscalo! ¡Búscalo! —gritó. Al advertir al conde sus ojos relampaguearon—. Mal ... -gritó, amenazador, con el látigo alzado en dirección del conde—. Fallado. ¡Qué cazadores!

Y sin concederle al conde más conversación, confuso y arrebatado, con toda la rabia amasada contra él, picó los flancos bañados en sudor de su caballo y galopó tras los perros.

Capítulo V

Los ladridos de los perros, por su alejamiento o su proximidad a él, indicaban a Nicolás Rostov lo que pasaba en el bosque. Las voces más o menos cercanas de los cazadores se lo indicaban también ... y anhelaba la presencia de la fiera frente a él. Sabía que allí había lobos viejos y cachorros. Sabía que los perros estaban divididos en dos jaurías, que en un lugar u otro perseguían a la bestia y que algo malo había sucedido. A cada momento esperaba encontrarse a la bestia a su lado. Hacia mil suposiciones respecto a la dirección y velocidad del lobo y de la manera cómo le atacaría. La esperanza alternaba con la desazón. Pidió a Dios muchas veces que le trajese al lobo; rezó con pasión mezclada de vergüenza, tomo aquellas personas que se encomiendan a Dios en el momento de una fuerte emoción debida a una causa insignificante.

Durante aquella media hora, Rostov recorrió mil veces, con la mirada fría, obstinada, inquieta, el linde del bosque.

La mayor felicidad se realizaba tan simplemente, sin ruido, sin ostentación, sin señal alguna particular. Rostov no creía lo que veía, y esta duda duró más de un segundo.

El lobo corría hacía adelante y saltó por encima de un aguazal que encontró en su camino. Era un animal de lomos grises, de vientre ancho y rojo. Corria sin apresurarse, convencido de que nadie le veía. Rostov, reteniendo el aliento, miró a los perros; unos estaban echados; otros de pie, y no veían al lobo ni comprendían nada. El viejo Kerae volvió la cabeza, y mostrando sus dientes amarillos se buscaba una pulga y hacía chascear los dientes sobre las patas traseras.

— ¡Búscalo! ¡Búscalo! —murmuró Rostov.

Los perros, con las patas temblorosas y las orejas tiesas, botaron. Kerae cesó de rascarse la pata y se alzó con las orejas tiesas, moviendo ligeramente su peluda cola.

— ¡Búscalo! ¡Búscalo! —gritó Nicolás con voz terrible.

De pronto, su buen caballo se lanzó desde el pequeño promontorio y saltó el aguazal de través, cortando la retirada al lobo. Los perros corrían todavía más rápidos y le pasaban delante. Nicolás no oyó el grito, ni vio a los perros ni el lugar por donde saltaban, ni vio al lobo, que aceleraba la marcha y saltaba por encima de los hoyos sin cambiar de dirección.

La negra Milka, fuerte de flancos, fue la primera en ponerse al lado de la cabeza de la bestia. Comenzaba a alcanzarla. ¡Más cerca! ¡Más cerca! Ya la tocaba pero el apenas la miró, y en lugar de acelerar la carrera como había hecho hasta entonces, de pronto alzó la cola y se apuntaló en las patas delanteras.

— ¡Salta! ¡A él! ¡A él! —gritó Nicolás.

La roja Liubim botó por encima de Milka, se echó rápidamente sobre el lobo y lo hizo presa en un muslo posterior. El lobo saltó, rechinó los dientes, se levantó y corrió adelante, seguido por los perros, que no osaban acercársela a la distancia de un metro.

Kerae corria con todas sus viejas fuerzas, y mirando al lobo, corría al lado de la bestia y le cortaba el camino. Pero por la velocidad del lobo y la lentitud del perro era evidente que los cálculos de Kerae no eran exactos. Nicolás le veía ya cerca del bosque por donde escaparía seguramente.

El viejo perro de gruesas patas, gracias al alto que se había producido, estaba ya a cinco pasos, cortando la retirada al lobo. El lobo se veía en peligro y miraba a Kerae; metió todavía más el rabo entre las patas y corrió con mayor furia. Pero entonces Nicilás advirtió que entre el lobo y Kerae pasaba algo: los dos caían como una sola masa en un hoyo que estaba ante ellos. Cuando Nicolás vio que todos los perros rodeaban al lobo dentro del hoyo y que encima de ellos surgían los pelos grises de la bestia, con la trasera estirada, las orejas hacia atrás, la cabeza asustada jadeante, pues Kerae habia hecho presa en su cuello, fue el momento más feliz de su vida. El lobo rechinaba los dientes. Kerae lo había ya soltado. Saltó sobre las patas traseras, salió decididamente del hoyo y se distanció de los perros, que quedaron rezagados. Kerae con el pelo erizado y probablemente herido, hacía grandes esfuerzos por salir del hoyo.

— ¡Válgame Dios! Pero, ¿por qué? —gritó desesperadamente Nicolás.

Por el otro lado los cazadores de su tío galopaban en dirección oblicua del camino al lobo y los perros volvían a detenerle y le rodeaban de nuevo.

Nicolás con su criado, su tío y su rastreador, giraban alrededor de la bestia excitando a los perros.

— ¡Búscalo! ¡Búscalo!

El lobo se sentó sobre sus patas traseras cuando estaban a punto de apearse del caballo; cada vez que la bestia se acercaba al cercado que debía saltar, los jinetes avanzaban.

Desde el comienzo de la carrera, Daniel al oír los ¡Búscalo! ¡Búscalo!, había salido al lindero del bosque. Vio como Kerae acometía al lobo, y suponiendo que la cosa había terminado detuvo el caballo. Pero como que los cazadores no descabalgaban, el lobo se sacudió y volvió a huir. Daniel no lanzó su caballo en dirección al lobo, sino que se dirigió en línea recta hacia el bosque como habia hecho Kerae para cortarle la retirada. Asi se encontró cerca del lobo en el momento en que los perros del tío de Nicolás le detenian por segunda vez.

Nicolás no vio ni oyó a Daniel hasta que el caballo alazán pasó ante él jadeando ruidosamente. Entonces percibió el rumor de un cuerpo que cae y vio a Daniel en medio de los perros, sentado sobre el lodo, intentando sujetarlo por las orejas.

Era evidente para los cazadores, los perros y el lobo, que todo había terminado.

Capítulo VI

Desde la cabaña donde se encontraba ahora, Nicolás Rostov veía a todos los cazadores. El viejo conde se había ido bajo la promesa de Natacha y Petia de regresar enseguida. La cacería, como era aún temprano, proseguía.

Delante de Nicolás se extendían los verdes sembrados de otoño, y más allá, en un bache, su rastreador se escondía detrás de un grupo de nogales. Cuando fueron aviados los perros, Nicolás oyó los ladridos de uno que él conocía: Voltura; los otros perros, reunidos a él, ora se detenían, ora se ponían a ladrar. Al cabo de un minuto, en el barranco surgió una zorra, y toda la jauría se lanzó hacia los trigales situados frente a Nicolás.

Veía a los cazadores con gorras rojas que galopaban por el borde del barranco, veía a los perros, y esperaba ver, de un momento a otro, aparecer la zorra corriendo por los trigales.

El cazador que estaba en la hondonada soltó los perros y Nicolás vio una zorra roja muy rara, de patas muy cortas, que corría afanosa por el trigal, erizando la cola. Los perros empezaban a perseguirla. He aquí que los perros se le acercan, que la zorra empieza a correr entre los perros en círculos cada vez más pequeños, moviendo el rabo; he aquí que un perro blanco se lanza tras ella, luego uno negro ... y todos se confunden; y los perros se detienen formando una estrella, casi inmóviles. Dos cazadores corren hacia la zorra: uno lleva gorra roja, el otro, un forastero, lleva una caftán verde.

¿Qué es eso? ¿De dónde salen estos cazadores? Esos no son los de mi tío, pensó Nicolás.

Los cazadores cogieron la zorra, y quedaron en pie largo rato, sin separarse. Cerca de ellos había otros dos a caballo y unos perros tumbados. Los cazadores agitaban los brazos, hacían algo con la gorra. Desde allí se oía el toque de los cuernos, señal evidente de disputa.

— Es un cazador de Ilaguin que se pelea con nuestro Iván —dijo el mozo de Nicolás.

Su hermana y Petia le enviaban a buscar y de paso se dirigió al sitio donde el rastreador reunía los perros. Algunos cazadores habían acudido al lugar de la disputa.

Nicolás se apeó del caballo, se detuvo cerca de los perros con Natacha y Petia que se habian acercado y esperaban ver en qué terminaba la disputa. Estaba herido en un ojo, pero evidentemente no se había dado cuenta.

— ¿Qué os pasaba? —preguntó Nicolás.

— ¡Es decir que tiene que cazar con los rastros que encuentran mis perros! Es mi perra quien la ha cogido. ¡Ve a encontrar el juez, si quieres! Y me coge la bestia. Yo le he dado un golpe con la misma zorra, ¿y no os gusta eso? —dijo el cazador, indicando el puñal, como si todavía hablase con su adversario.

Sin darle respuesta, Nicolás dijo a Natacha y Petia que le aguardasen y se dirigió hacia el grupo adversario.

El cazador vencedor se mezcló con los otros, y allá, entre el grupo de los cazadores que simpatizaban con él, contó su hazaña.

He aqui lo que había pasado: Ilaguin, con el cual los Rostov estaban reñidos y sostenían un pleito, cazaba en terrenos que, por derecho común, pertenecían a los Rostov; y ahora, como haciéndolo ex profeso, había ordenado acercarse al lugar donde cazaban los Rostov y había permitido a su cazador que aviase los perros a la bestia perseguida por la jauría.

Nicolás no había visto nunca a Ilaguin, pero a impulsos de sus razonamientos y sentimientos, y pese a no conocer en detalle lo que se decía sobre la violencia y arbitrariedad de aquel propietario, le detestaba con toda su alma y le consideraba su peor enemigo.

Acababa de dejar el bosque cuando divisó a un gordo caballero, con gorra de piel, montado en un hermoso caballo negro, que avanzaba hacia él acompañado de dos criados.

Natacha, que temia que su hermano cometiese alguna violencia, le seguía de cerca muy emocionada. Al ver que los enemigos se saludaban amistosamente, se acercó a ellos.

Ilaguin, para reparar la falta de su cazador, rogó con insistencia a Rostov que pasase por sus vedados, que estaban a una versta de distancia donde, según él, había las liebres a montones. Nicolás aceptó, y el grupo de cazadores, aumentado en el doble, se alejó. Los amos marchaban juntos. El tio de Nicolás, éste e Ilaguin miraban furtivamente a los perros de cada uno, y buscaban entre las jaurías los respectivos rivales.

Rostov estaba particularmente prendado de una perra, no muy grande, delgada; con músculos de acero, el cuello fino y los ojos negros y oblicuos. Aquella perra pertenecía a la jauría de Ilaguin, y Rostov veía en ella una rival de su Milka.

A mitad de la cortés conversación entablada por Ilaguin sobre la cosecha del año, Rostov le indicó la perra.

— ¿Es buena? ¿Es corredora? —preguntó displicente.

— ¿Aquélla? Sí, es un buen animal. Caza bien —replicó Ilaguin con indiferencia por su buena Erza, por la cual, un año atrás, había cedido a su vecino tres familias de dvorovy (Gente que forma parte del servicio doméstico).

— ¿Asi, pues, la cosecha no se presenta muy buena este año? —exclamó, prosiguiendo la conversación iniciada.

Y creyendo que era de buen tono pagar al conde con la misma moneda, miró a los perros y se detuvo en Milka, que le maravillaba por la anchura de su lomo.

— Esta moteada negra, ¿es buena? —dijo.

—Sí, bastante buena. Corre bien —replicó Nicolás. ¡Ah! Si saliese una liebre vieja, ya te mostraria yo qué clase de animal es, pensó; y, volviéndose a su criado, prometió un rublo a quien encontrase una liebre en su madriguera.

— No comprendo —prosiguió Ilaguin— por qué razón los cazadores se sienten celosos de las bestias y de los perros; yo, en verdad, le diré a usted que me divierte pasearme así. ¿Qué puede haber mejor que una buena compañía? Ahora que contar las pieles, las piezas muertas, eso no me importa ...

— Claro.

— O discutir porque es un perro forastero el que caza y no el vuestro ... Yo me divierto mirando la cacería. ¿No es cierto, conde? Porque yo creo ...

- ¡Tayud! —gritó en aquel momento uno de los cazadores, deteniéndose de pie sobre un montículo tapizado de rastrojos, y alzando el látigo volvió a gritar: ¡Tayud! —Aquel vocablo y el látigo alzado querían significar que acababa de divisar una liebre agachada.

— ¡Ah! Parece que ha olido algo —dijo Ilaguin con tono displicente—. Bueno, conde, vamos allá.

Al mirar a Erza y al rojo Rugai de su tío, los dos rivales con los cuales no había tenido ocasión de medir sus perros, Nicolás, acercándose a la liebre al lado de su tío y de Ilaguin, pensó: ¿Qué pasará si se adelantan a mi Milka?

— ¿Es una liebre vieja? —preguntó Ilaguin, acercándose al cazador que la había alcanzado.

Y no sin emoción se volvió y gritó—: ¡Erza ...!

— ¿Y usted, Miguel Nikaronitch? —añadió Ilaguin, dirigiéndose al tío de Rostov, que caminaba con las cejas fruncidas.

— ¿Por qué quiere usted que me meta en esto? ¡Bah! ¡Usted ha dado un pueblo por cada perro! Son bestias de mil rublos. Arrégleme usted dos.

— ¡Ruga! —gritó—. ¡Ruga! —añadió, expresando con esta palabra su ternura por el perro rojo y la esperanza que en él depositaba.

Natacha veía y sentía la emoción oculta de los dos viejos y de su hermano y hasta ella misma estaba nerviosa.

— ¿Dónde está el animal? —preguntó Nicolás, acercándose a cien pasos del cazador que la había visto primero.

Pero antes de que tuviera tiempo de contestar, la liebre, oteando el peligro, salió de la madriguera y saltó. La jauría corrió tras ella ladrando.

Todos los cazadores avanzaban lentamente y gritaban: ¡Búscala!, y los demás cazadores con sus gritos de: ¡Tayud!, arremetieron a toda marcha a través de los campos. La perra se acercó tanto a la liebre que sólo le faltaba medio palmo para alcanzarla, y pensando que la cogería por el rabo, erró el golpe y cayó por tierra. La liebre curvó la espalda y echó a correr todavía más veloz. Milka apareció después de Erza y comenzó a ganar terreno rápidamente hacia la liebre. ¡Milka, pequeña, aprieta!, gritó triunfalmente Nicolás ...

Parecía que Milka fuese a saltar sobre la liebre, pero avanzó demasiado. La liebre corría. De nuevo Erza emprendió la carrera y ya casi le rozaba la cola; calculaba para no errar el golpe y cogerla por una de las patas traseras.

— ¡Erza, adelante, hermosa! —decía la voz cambiada de Ilaguin.

Erza no oyó aquellas palabras; cuando todos esperaban que la cogiera, la liebre se desvió y apareció en el límite del campo. De nuevo Erza y Milka, como un tronco de caballos, comenzaron a acosarla.

En aquel paraje la liebre se sentía más segura; no tenía a los perros tan cerca.

— ¡Rugaí! ¡Bah! —gritó en aquel momento una nueva voz, y el rojo Rugai, el perro del tío de Nicolás, alargando la espalda, alcanzó a los otros dos perros, les pasó delante y saltó sobre la liebre, la tiró sobre la hierba y se hundió hasta el vientre en el barro de la hierba mojada; tan sólo se vio cómo, con toda la espalda llena de barro, rodaban los dos. Al cabo de un minuto todos se encontraban alrededor de los perros reunidos. El tío de Nicolás, radiante, desmontó para recoger la liebre. La sacudió para hacerle salir la sangre y miraba agitado, con los ojos saltones, no sabiendo dónde poner los pies ni las manos y hablando sin saber a quién ni lo que decía.

— ¡Eso, eso está bien ...! ¡Eso es un buen perro ...! Ha adelantado a todos, incluso a aquel que vale mil rublos. ¡Bah! —dijo, atragantándose.

— Estaba cansada; ha corrido tres veces más que las otras —dijo Nicolás, sin escuchar a nadie y sin preocuparse de si le escuchaban o no.

— Claro, ¡corriendo así de través! ... —dijo uno de los palafreneros de Ilaguin.

— Sí, de esta manera cualquier perro la hubiera cogido —exclamó casi simultáneamente Ilaguin, con el rostro enrojecido y resoplando por la carrera y la emoción.

Natacha, sofocada, alegre, triunfal, daba unos gritos tan penetrantes que se metían en los oídos.

Capítulo VII

Nicolás, repentinamente recordó lo alejado que se encontraba de su casa y aceptó la hospitalidad que le brindaba su viejo tío, en el pueblo. Ilaguin se había despedido asimismo de la compañía.

— Si quisieras venir a mi casa descansarías, ¡bah! —dijo el tío. El tiempo es húmedo. Podrías pasar la noche en casa y acompañarían a la condesa en coche.

La proposición del tío fue aceptada. Se mandó un criado a Otradnoie a buscar el carruaje, y Nicolás, Natacha y Petia se dirigieron a casa de su tío.

Cinco criados, grandes y chicos, salieron a la escalera principal a recibir al amo. Mujeres por docenas, viejas, jóvenes y muchachas, salieron para ver a los cazadores, que llegaban a caballo. La presencia de Natacha, de una dama a caballo, excitó hasta tal punto la curiosidad de los criados del tío que muchos de ellos, nada cohibidos, se le acercaron para mirarla a los ojos y delante de ella decían su opinión, como si se tratase de un fenómeno que alguien exhibe y que no puede oír ni comprender lo que de él dicen.

— ¡Arinka, mira, monta de lado ... está sentada y la falda le cuelga ... y lleva también cuerno!

— ¡Gentes de Dios, si hasta llevan un cuchillo!

— Es una tártara.

— ¿Cómo te las arreglas para no caer? —preguntó a Natacha la más atrevida.

El tío se apeó ante el umbral a los criados, gritó imperiosamente que los que no tuviesen allí trabajo que se marchasen, y que lo prepararan todo para recibir a los invitados de la cacería.

El tío acompañó a los invitados a una pequeña estancia en la que había una mesa plegable y unas sillas rojas. Luego pasaron al salón en el que había una mesa redonda y un diván y entraron en el despacho, donde se veía una silla de extensión, desvencijada, una alfombra vieja, un retrato de Suvarov, los retratos del padre y de la madre del dueño de la casa y su propio retrato en uniforme militar. Natacha, Nicolás y Petia se quitaron los abrigos y se sentaron en la silla de extensión. Petia se recostó en un brazo y en seguida se quedó dormido. Natacha y Nicolás, sentados, guardaban silencio.

Al poco rato el tío entró; llevaba una casaca, pantalón azul y botas bajas.

Natacha recordó que cuando, en Otradnoie, vio a su tío con aquel vestido, le pareció muy chocante, pero en su casa le pareció tan normal como una levita o un frac.

El tío estaba muy alegre; no solamente no le ofendió la risa de los dos hermanos porque no podía ocurrírsele que riesen de él, sino que también él se unió a aquella hilaridad inexplicada.

— He aquí a la juventud, condesita. ¡Bah! ¡No he visto otra como ella! —dijo, tendiendo una larga pipa a Rostov y cogiendo otra corta, con sólo tres dedos, con su ademán habitual—. ¡Todo el día a caballo como un hombre, y nada!

Poco después de la entrada del tío, la puerta se abrió. Por el rumor de los pasos, evidentemente era una criada que iba descalza.

Se acercó a la mesa, puso en ella la bandeja y, hábilmente, distribuyó las botellas, los entremeses y las golosinas con sus manos blancas y carnosas.

— Coma usted, señorita —decía a Natacha, ofreciéndole varios platos.

Natacha comía de todo y le pareció que nunca había visto ni comido unas galletas como aquellas, ni unas confituras, ni unas nueces con miel, ni un pollo más sabroso.

Anicia Feodorovna salió. Rostov y su tío, después de cenar, y mientras bebían ratafia de cerezas, hablaban de la reciente cacería y de las que vendrían, de Rugai y de los perros de Ilaguin. Natacha, con los ojos brillantes, estaba sentada muy erguida en la silla de extensión y les escuchaba.

Rostov recordó espontáneamente todo el bien que habia oído decir de aquel tío suyo, tanto por parte de su padre como por los vecinos. En todo el distrito tenía la reputación de ser un hombre noble y poco interesado.

— ¿Por qu é no acepta usted su cargo, tío?

— Ya lo tuve, pero me retiré. No soy bueno para eso. No entiendo nada en ello. ¡Bah! Eso es cosa vuestra; pero yo no tengo ánimo. La caza ya es otra cosa. ¡Bah! ¡Abrid la puerta! —gritó—. ¿Por qué habéis cerrado?

La puerta del otro extremo del pasillo conducía a la sala de caza. Dos pies desnudos atravesaron apresuradamente las tablas del pavimento, y una mano invisible abrió la puerta.

Desde el pasillo se oian las notas de una balalaika, tocada evidentemente por un virtuoso.

Hacia rato que Natacha escuchaba aquella música. Salió al pasillo para oiría mejor.

— Es mi cochero Nitka ... Le compré una buena balalaika. A mí me gusta oírle —dijo el tío.

Cuando el tío regresaba de la caza, Nitka solía tocar la balalaika en la sala de cazadores.

— ¡Está muy bien, muy bien! —dijo Nicolás con cierta negligencia, como si le diera vergüenza confesar que aquella música le agradaba.

— ¡Otra vez, otra vez, por favor! —exclamó Natacha cuando el instrumento enmudeció.

Nitka lo templó y bruscamente atacó de nuevo La Barynia con variaciones y tonadillas nuevas.

El tio, sentado, escuchaba con la cabeza inclinada y con su sonrisa fugitiva.

El tema de la Barynia fue repetido un centenar de veces. La balalaika fue templada y nuevamente lanzó el mismo son doloroso. Y los oyentes no se cansaban y querían oír más y más aquella música. Anicia Feodorovna entró y apoyó su cuerpo en la puerta.

— ¿Se digna usted escuchar? —preguntó a Natacha con una sonrisa más amable que la del tío—. Toca muy bien.

— No, en este trozo no pone lo necesario —dijo de pronto el tío con un gesto—. Aquí hay que hacer un trino. ¡Bah, un trino!

— ¿Sabe usted tocar? —preguntó Natacha.

Su tío sonrió sin decir nada.

— Veamos, Aniciuchka, mira si las cuerdas de la guitarra están conformes. Hace tiempo que no la he tocado. ¡Bah!

Anicia Feodorovna salió corriendo con su aire ligero a cumplir el encargo de su amo y volvió con la guitarra.

El tío, sin mirar a nadie, quitó el polvo de un soplo; con sus dedos huesudos golpeó la caja de la guitarra, la templó y se instaló cómodamente en el sillón, guiñándole un ojo a Anicia, no entonó La Barynia, sino un acorde sonoro, limpio, y lentamente, con calma, pero con vigor, atacó un compás muy lento de la conocida canción En la calle empedrada.

— Es maravilloso, maravilloso, tío. ¡Tóquela otra vez! —exclamó Natacha apenas terminada la canción.

Saltó de su asiento y abrazó a su tío y le besó.

— ¡Nicolás! ¡Nicolás! —decía, mirando a su hermano en actitud interrogadora.

Nicolás también estaba maravillado de la manera de tocar de su tío, que repitió la canción.

Allá, cuando va a buscar
el agua fresca a la fuente, él le grita: —¡Espérame, chica! ...

Hizo una variación, rompió un acorde y sacudió los hombros.

— ¡Un poco más, querido tío! —exclamó Natacha con voz suplicante como si de ello dependiera su vida.

El tío se levantó. Parecía que hubiesen en él dos hombres: uno serio y otro alegre, y este último esbozó ingenuamente un paso de danza, como aprestándose a bailar.

— Vamos, sobrina —exclamó el tío, haciéndole un ademán de invitación con la mano que había truncado el acorde.

Natacha se quitó el fichú, se colocó delante de su tío y con las manos en las caderas hizo un movimiento de espaldas y se detuvo.

El miedo que se había apoderado de Nicolás y de todos los presentes —el miedo a que no hiciese lo que era pertinente— se desvaneció al instante y la admiraron sin reservas.

Hizo Natacha precisamente lo que era de rigor, y lo hizo con tanta perfección, que Anicia Feodorovna, que vino a traerle el fichú para el baile, sintió lágrimas de tanto reírse al ver a aquella condesita tan graciosa y que, pese a ser educada entre sedas y terciopelos, sabia comprender lo que había en ella, en Anicia, y en su padre, y en su tía y en su madre, y en toda alma rusa.

— ¡Bien, condesita! ¡Bah! —dijo el tío con alegre risa cuando terminó el baile— ¡Qué sobrina! Vaya, ahora sólo te falta buscarte un buen marido. ¡Bah!

— Ya lo tiene buscado —dijo Nicolás, sonriendo.

— ¡Oh! —exclamó el tío, admirado, contemplándola en actitud interrogativa.

Natacha, con una plácida sonrisa, inclinó la cabeza. A continuación dijo:

— ¡Y qué marido!

Pero enseguida otro orden de ideas y de sentimientos surgió en ella.

A las diez de la noche llegaron los carruajes y tres hombres a caballo, mandados para recoger a Natacha y Petia. El emisario dijo que el conde y la condesa ignoraban dónde se encontraban y estaban muy intranquilos. Se llevaron a Petia, dormido como un leño, y le tendieron en el coche. Natacha y Nicolás subieron en el calesín. El tío envolvió a Natacha con unos cobertores y le dijo adiós con una ternura desacostumbrada. Les acompañó a pie hasta el puente y ordenó a sus hombres que les precediesen con linternas.

— Hasta la vista, querida sobrina! —gritó.

Su voz no era la que Natacha le conocía, sino aquella otra voz que cantaba La nieve.

Por los campos que atravesaban brillaban pequeñas hogueras rojas; se percibía un olor a humo.

— ¡Qué encantador es nuestro tío! —dijo Natacha, cuando se fueron a la carretera.

— Sí, sí —contestó Nicolás—. ¿No tendrás frío?

— No, me siento muy bien; tanto, que ni yo misma lo comprendo.

Callaron durante mucho rato. La noche era oscura y húmeda. No se veían los caballos, sólo se oían sus pisadas en el barro invisible.

Capítulo VIII

Por los gastos que significaba, el conde Elias había dimitido de su cargo de mariscal de la nobleza, por el dispendio que para él y los suyos suponía, pero a pesar del hecho, sus negocios no marchaban bien. A menudo, Natacha y Nicolás sorprendían conversaciones misteriosas e inquietantes de sus padres y oían rumores sobre la venta de la rica casa solariega y la propiedad cercana a Moscú. Ya no era mariscal de la nobleza y no estaba obligado a dar grandes recepciones, y la vida en Otradnoie era más modesta que los años anteriores. Pero, la casa grande y el pabellón estaban siempre llenos de gente; se sentaban a la mesa más de veinte personas cada día. Todo el mundo vivía en la casa durante largas temporadas, como si todos fuesen de la familia, y algunos se creían dispensados de corresponder a la hospitalidad del conde. Estos invitados eran Dimmler, el músico, y su mujer; Vogel, el maestro de baile, con su familia; la vieja solterona Vielova y muchas otras personas; el preceptor de Petia, la antigua acompañante de las señoritas, y otras gentes, a las cuales resultaba más ventajoso vivir en casa del conde que en su propia casa.

La condesa, en su amoroso corazón, sentía que sus hijos se arruinaban, que el conde no tenía la culpa, que no podía cambiar, que bastante sufría él aunque lo disimulase, con su ruina y la de sus hijos, y buscaba la manera de remediarlo. Su talento de mujer veía un solo camino: la boda de Nicolás con una rica heredera.

La condesa escribió directamente a la señora Kuraguin, en Moscú, proponiéndole la boda entre su hija y su hijo, y recibió una respuesta favorable. La señora Kuraguin contestó que por su parte consentía en ello, pero que todo dependía de su hija. La señora Kuraguin invitaba a Nicolás a pasar unos cuantos días en Moscú.

La condesa, con lágrimas en los ojos, decía muchas veces a su hijo que su único deseo, ahora que tenía a sus dos hijas colocadas, era verle casado.

Otras veces elogiaba a Julia y aconsejaba a Nicolás que fuese a divertirse a Moscú durante las fiestas. Nicolás adivinaba el objetivo de las palabras de su madre, y un día la hizo hablar claro. Ella le confesó que la única esperanza de salvar la situación era el matrimonio con la señorita Kuraguin.

— ¿Y, si me enamorase de una muchacha sin fortuna, me exigirías que sacrificara mi honor y mi amor al dinero? —le preguntó sin comprender la crueldad de aquellas palabras, queriendo solamente demostrar la nobleza de sus sentimientos.

— No, no me entiendes —dijo la madre, no sabiendo cómo justificarse—. No me has comprendido, Nicolás. Yo quiero tu felicidad —añadió, y sintiendo que no decía la verdad y se embarullaba, rompió a llorar.

— Madre, no llores; dime sólo qué es lo que quieres, y yo daré mi vida, todo, para que estés tranquila. Sacrificaré incluso mi corazón.

Pero la condesa no quería plantear la cuestión de aquella manera. No quería sacrificar a su hijo. Ella hubiera querido sacrificarse por él.

— No, no me has comprendido; no hablemos más de ello —dijo enjugando sus lágrimas.

No fue a Moscú. La condesa no volvió a hablarle de la boda, y con tristeza y a veces con cólera, observaba un acercamiento cada vez más acentuado entre su hijo y Sonia, que no tenía dote. Le dolía, pero a pesar suyo, no sabía disimular su disgusto con Sonia riñéndola a menudo sin motivo y tratándola de usted y de querida.

Nicolás terminaba la licencia. Se habia recibido una carta del príncipe Andrés, desde Roma, el cual decía que haría tiempo que estaría camino de Rusia si no fuese porque, de pronto, con el clima cálido se le habia abierto la herida, y eso le obligaba a retrasar la marcha hasta año nuevo.

En la casa de los Rostov no había mucha alegría.

Capítulo IX

Excepto las felicitaciones de los amigos, los vestidos y abrigos nuevos, las felicitaciones del servicio, no se había producido modificación alguna, tampoco hubo novedad, a pesar de que acababa de llegar la Navidad.

Con un frío de veinte grados bajo cero, sin viento y con un sol claro y deslumbrador durante el día, sentía uno la necesidad de celebrar aquella festividad de una u otra manera.

El tercer día de las fiestas, después de comer, todos los familiares se dispersaron por la casa. Era el momento más aburrido del dia. Nicolás, que por la mañana había visitado a los vecinos, se durmió en el diván. El conde descansaba en su gabinete. Sonia estaba sentada a la mesa redonda del salón y calcaba un dibujo para un bordado. La condesa hacía un solitario. Natacha entró en el salón y se acercó a Sonia, miró lo que hacia, luego se acercó a su madre y se detuvo silenciosa.

— ¿Qué te pasa, que vas de un lado para otro como un alma en pena? —dijo su madre.

— Le necesito ... ¡Le necesito enseguida! —exclamó Natacha con gravedad y brillándolé los ojos.

La condesa levantó la cabeza y miró fijamente a su hija ...

— ¡No me mires, mamá, no me mires! Si no, lloraré.

— Ven aquí, siéntate a mi lado —dijo la condesa.

— ¡Mamá, le necesito! ¿Por qué me aburro tanto, mamá ?

La voz se le ahogó, las lágrimas le resbalaron por el rostro; para ocultarlas se volvió rápidamente y salió del salón.

En la habitación de Vogel se encontraban dos señoritas de compañía, sentadas. Petia se encontraba también arriba; preparaba unos fuegos artificiales que debía disparar por la noche.

Petia corrió hacia ella y se agachó. Natacha le saltó encima, le pasó los brazos alrededor del cuello, y Petia se la llevó saltando.

— No es eso. La isla de Madagascar —exclamó, y abandonando su montura se dirigió hacia abajo.

Como si recorriese su reino y se convenciese de que todos la acataban, sintiéndose triste, Natacha fue a la sala, cogió la guitarra, se sentó en un rincón oscuro, entre la pared y un pequeño armario, y comenzó a pulsar las cuerdas y ensayó una frase de ópera que habia oído en San Petersburgo con el príncipe Andrés.

Sonia, con un vaso en la mano, atravesó la sala para ir a la cocina. Natacha la miró, miró la puerta abierta de la cocina, y creyó recordar que en otra ocasión la luz entraba por aquella puerta y que Sonia pasaba con un vaso.

— Sonia, ¿qué es eso? —dijo Natacha pulsando el bordón.

— ¡Ah! ¿Estás ahí —dijo Sonia con sobresalto acercándose a escuchar—. No lo conozco. ¿La tempestad? —preguntó tímidamente, temiendo equivocarse.

Y Natacha cantó el tema del coro, para hacérselo entender a Sonia.

— ¿A dónde ibas? —preguntó Natacha.

— A cambiar el agua del vaso. Me falta poco para terminar el dibujo.

— Tú siempre estás ocupada, y yo no sé nunca cómo ocuparme. ¿Dónde está Nicolás?

— Creo que duerme.

— Despiértale. Dile que le llamo para que cante conmigo.

Sentada, reflexionaba sobre qué significado tenía para ella el rememorar todo aquello, y, sin resolver la cuestión, se transportó al tiempo en que estaba con él y que la miraba con amorosos ojos.

Después del té, Nicolás, Sonia y Natacha se fueron al diván, a su rincón predilecto, donde, como siempre, tenían sus charlas íntimas.

Capítulo X

- Lo irritante y lo triste es saber que todo ha pasado— que todo lo hermoso jamás vuelve. ¿No se te ha ocurrido pensar que nunca habrá nada, nada? —preguntó Natacha apenas se hubieron sentado en el diván.

— ¡Pues claro! —dijo Nicolás—. A veces me parece que todo está bien, que todo el mundo está alegre, y me pasa por la cabeza que todo eso es aburrimiento y que mejor sería que todo el mundo muriese. Una vez, en el regimiento, no salí de paseo, y fuera tocaba la música, y de pronto me puse triste ...

— ¡Ah, ya sé, ya sé! —exclamó Natacha—, eso me sucedía cuando era muy niña. Recuerdas una vez que me habían castigado por haber cogido unas ciruelas, y todos vosotros bailabais, y yo estaba en la sala de estudio y lloraba? No lo olvidaré nunca. Estaba triste y me compadecía de todo el mundo y de mí misma. Y lo bueno es que me habian castigado sin ser culpable. ¿Recuerdas?

— Si que me acuerdo. Tengo presente que fui a buscarte, quise consolarte y a ti te dio vergüenza. ¿Verdad que éramos tontos? Sé que tenía un juguete y quería dártelo. ¿Te acuerdas?

— ¿Y tú, recuerdas —dijo Natacha, con pensativa sonrisa —que hace mucho tiempo, mucho tiempo, cuando todavía éramos pequeños, nuestro tío nos llamó a su despacho, en casa vieja? Era oscuro, fuimos, y allá abajo, de pie ...

— ...había un negro —concluyó Nicolás con un sonrisa jovial— ¡Vaya si me acuerdo! Nunca he sabido quién era. ¿Era un negro, o lo habíamos visto en sueños, o nos lo habían contado?

— Tenía el pelo gris, ¿te acuerdas?, y los dientes blancos ...

— Estaba en pie y nos miraba.

— ¿Te acuerdas, Sonia? —preguntó Nicolás.

— Sí, sí, recuerdo algo, vagamente —contestó Sonia, con timidez.

— He preguntado a papá y mamá sobre ese negro —dijo Natacha—. Dicen que no había ninguno, y, ya ves, tú lo recuerdas, ¿verdad?

— Y cómo ... Y todavía me parece ver sus dientes como si fuese hoy.

— ¡Qué raro es! Es como un sueño. Me gustaba eso ...

— ¿Y recuerdas que hacíamos rodar huevos de Pascua por la sala, y de pronto entraron dos viejas y se pusieron a girar en torno a la mesa? ¿Eso sucedió o no? Recuerda lo bien que estaba.

— Sí, ¿y tú recuerdas cómo papá, con un abrigo azul, disparaba la escopeta desde el portal?

Buscaban, sonriendo dichosos, no los recuerdos tristes, sombríos, sino los recuerdos poéticos, infantiles, aquellos recuerdos del pasado remoto, en los cuales la visión linda con la realidad, y reían dulcemente, con una alegría íntima.

Aunque sus recuerdos eran comunes, Sonia quedaba, como siempre, algo apartada de ellos.

Intervino en la conversación cuando evocaron la primera llegada de Sonia.

Contó que tenía miedo de Nicolás porque llevaba unas cuerdas colgadas de la cintura y las criadas le habían dicho que con ellas ataba a las muchachas.

— Recuerdo que me decían que tú habías nacido debajo de una col —dijo a Natacha-, y recuerdo que no me atrevía a dudarlo, pero sabía que no era verdad y me sentía cohibida.

En mitad de la conversación, entró Dimmler, se acercó al arpa, que estaba en un rincón, la desenfundó, y del arpa salió un sonido extraño.

— Eduardo, toque usted, si gusta, mi nocturno predilecto de Feld —dijo la condesa desde la sala.

Dimmler pulsó un acorde y dirigiéndose a Sonia, Nicolás y Natacha, dijo:

— ¡Qué tranquila está esta juventud!

— Sí, filosofamos —contestó Natacha, volviéndose un momento y prosiguiendo la conversación.

Se pusieron a hablar de sueños.

Dimmler comenzó a tocar, Natacha, sin hacer ruido, de puntillas, se acercó a la mesa, cogió las bujías, las acercó y volvió a su puesto silenciosamente.

— ¿Sabéis lo que pienso? —murmuró Natacha acercándose a Nicolás y a Sonia, cuando Dimmler, al terminar, pulsaba débilmente las cuerdas y se preguntaba si debia repetir o tocar otra cosa—. Cuando uno empieza a recordarlo todo, el recuerdo va tan lejos, que incluso recuerdas cosas de antes de venir al mundo ...

— Es la metempsicosis —dijo Sonia, que había estudiado mucho y se acordaba de todo—. Los egipcios creían que nuestras almas venían de los animales y que después de la muerte vuelven a ellos.

— ¿Sabes? Yo no creo que hayamos sido animales —dijo Natacha, siempre en voz baja, a pesar de que la música había cesado—. Yo estoy segura de que hemos sido ángeles y que por eso lo recordamos todo.

— ¿Puedo acercarme? —preguntó, con voz queda, Dimmler.

Se les acercó y se sentó.

— Si hubiésemos sido ángeles, ¿por qué habríamos de caer más abajo? ¡No, es imposible! —dijo Nicolás.

— ¿Y por qué más abajo? ¿Quién te dice eso? ¿Por qué, pues, sé que yo existía antes —repuso Natacha con convicción—. El alma es inmortal ... He vivido siempre, he vivido hoy, he vivido la eternidad ...

— Sí, pero es muy difícil representar la eternidad —dijo Dimmler con una sonrisa dulce y desdeñosa, adaptándose al tono serio, y confidencial, de la conversación.

— ¿Y por qué es difícil representársela? —dijo Natacha—. Hoy es, mañana será, siempre será; ayer era, anteayer era ...

— ¡Natacha! Ahora te toca a ti. Cántame algo —dijo la condesa—. ¿Por qué os sentáis aqui como unos conspiradores?

— Mamá, no quiero, no tengo ganas de cantar —contestó Natacha, levantándose.

Como siempre, Natacha se puso en medio de la sala, escogió el lugar más a propósito para la resonancia, y se puso a cantar el fragmento preferido de su madre.

Habia dicho que no tenía ganas de cantar, pero hacía mucho, muchísimo tiempo que no había cantado como aquella tarde.

Nicolás no apartaba los ojos de su hermana y respiraba al mismo ritmo que ella.

Sonia, escuchándola, pensaba en la enorme diferencia que había entre ellas dos y veía que le era imposible ser tan seductora como ella.

Natacha no había terminado todavía de cantar cuando en la otra sala corrió el entusiasta de catorce años, Petia, anunciando la llegada de las máscaras.

Natacha se detuvo en seco.

— ¡Borrico! —le gritó.

Corrió hacia una silla, y dejándose caer en ella, se puso a llorar hasta tal extremo que no podía consolarse.

— No es nada, mamá, no es nada, pero Petia me ha asustado —dijo procurando sonreír mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas y los sollozos le oprimían la garganta.

Los criados, disfrazados de oso, de turcos, de taberneros, de grandes damas, terribles y extravagantes, traían el frío y la alegría; primero estrechamente apiñados en la antesala, luego escondiéndose uno tras otro, aparecieron en el salón, de momento con timidez, pero después más alegres, y poco a poco comenzaron sus canciones, sus danzas, sus rondas y los juegos de Navidad.

La condesa reconocía las caras y se reía de los disfraces. Luego pasó a la sala. El conde, con la sonrisa dibujada en el rostro, se quedó en el salón aprobando a los graciosos.

Los jóvenes habían desaparecido.

Al cabo de media hora entraron otras máscaras: una vieja dama, que era Nicolás; una turca, Petia; un clown, Dimmler; un húsar, Natacha, y un circasiano, Sonia, con el bigote y las cejas pintados con corcho quemado.

Después de la alegre sorpresa, la broma de no reconocer a los disfrazados y los elogios de los presentes, los jóvenes se encontraron tan bien ataviados que sintieron el deseo de exhibirse ante alguien más. Nicolás, que les quería pasear a todos en su troika por el magnífico camino, propuso llevarse diez criados disfrazados y marcharse a casa de su tío.

— No, le darías demasiado qué hacer —dijo la condesa—. En su casa no cabe tanta gente. Si queréis ir a casa de alguien, id a casa de los Melukov.

La señora Melukov era una viuda con dos hijos que también tenían preceptores e institutrices. Vivían a cuatro verstas de los Rostov.

— Tienes razón —dijo el conde, sacudiéndose el polvo—. Bueno, me visto en un momento y voy con vosotros. Ya veréis qué jolgorio.

Pero la condesa no le dejó salir.

Hacía días que le dolía una pierna. Se decidió que Elias Andreievitch no saldría pero que si la señora Schoss quería acompañarles, las señoritas podrían ir a casa de la señora Melukov.

Natacha, Sonia, la señora Schoss y dos criadas se instalaron en el trineo de Nicolás; en el del conde, Dimmler, su esposa y Petia; en los otros, los criados disfrazados.

— ¡Adelante, Zakhar! —gritó Nicolás al cochero de su padre, para darse el gusto de pasarle en el camino.

La troika del conde, ocupada por Dimmler y otras máscaras, hacía crujir sus patines como si se adhiriese a la nieve y avanzó con su tintineo de campanillas.

Una, dos veces, el trineo de delante recibió una sacudida, que se transmitió al segundo trineo, y rompiendo con audacia la calma profunda, los vehículos se alinearon.

— ¡Rastro de liebre! ¡Hay muchos agujeros! —resonó en el aire helado la voz de Natacha.

— ¡Qué claro se ve todo, Nicolás! —exclamó Sonia.

Nicolás se volvió y se inclinó para ver más de cerca la cara de Sonia. Un rostro nuevo atractivo, con espesas cejas y bigote negro, emergía de las pieles de marta cebellina a claro de luna y le miraba. En otro tiempo era Sonia, pensó Nicolás. La miró más de cerca y sonrió.

— ¿Qué quieres, Nicolás?

— No, nada.

Se volvió hacia los caballos.

—¡Eh! ¡Compañeros! —gritó Nicolás, y estiró las riendas de un lado e hizo un movimiento con la mano armada del látigo.

Sólo por el viento que levantaba y por la tensión del caballo lateral, se podia observar con qué rapidez volaba la troika.

Nicolás se volvió. Con las risas y los gritos, restallando el látigo, se obligaba a los caballos de las otras troikas a galopar. El caballo de en medio se balanceaba bravamente bajo su arco, prometía correr, y correr más todavía si se le exigía.

Nicolás alcanzó la primera troika.

Zakhar retenía los caballos y volvía su cara cubierta de escarcha.

Nicolás lanzó los caballos a rienda suelta. Zakhar alargó los brazos, hacía chasquear su lengua y puso los suyos al galope.

— Tenga usted cuidado, señor —gritó Zakhar. Las dos troikas volaban una al lado de otra, y las patas de los caballos cada vez se entrecruzaban más a menudo.

Nicolás pasó a la cabeza. Zakhar, sin cambiar de posición, con las manos hacia adelante, alzó un brazo con las riendas.

— Se equivoca usted, señor —gritó a Nicolás.

Nicolás dejaba galopar a los caballos y alcanzaba a Zakhar. Los caballos despedían una nube de nieve seca que azotaba la cara de los viajeros. Por todos lados se oían gritos de mujeres y crujidos de los trineos sobre la nieve.

Nicolás volvió a detener a los caballos y miró en derredor.

La misma llanura mágica salpicada de estrellas, inundada por la luz de la luna, se extendía a su alrededor.

— Mira qué bigote y qué cejas más blancas —dijo una de las personas sentadas en el trineo, extraña, bonita, con un bigote fino y espesas cejas.

Parece que sea Natacha —se dijo Nicolás— y aquélla la señora Schoss, al parecer. Y el circasiano, no sé quién es, ¡pero me gusta!

— ¿No tenéis frío? —preguntó.

- Rieron y nadie contestó.

Dimmler, desde el trineo de atrás, gritó algo, probablemente muy divertido, pero no se podían oír sus palabras.

— Si, sí —contestaron unas voces riendo—. He aquí un bosque mágico, con sus sombras negras, movedizas y brillantes, con un tramo de escalones de mármol y de cobertizos plateados, palacios de hadas y un chillido agudo de animal.

Pero si esto es realmente Melukovna, todavía resulta más raro que yendo a la ventura hayamos llegado a Melukovna, pensó Nicolás.

Y, en efecto, era Melukovna, y en el portal aparecieron criados y mozos con caras risueñas, con bujías encendidas en la mano.

— ¿Quiénes son? —preguntaron los del portal.

— ¡Las máscaras del conde! Les conozco por los caballos —replicó una voz.

Capítulo XI

Sentada en su sillón, gruesa robusta, enérgica y fuerte, Pelagia Danilovna Melukov trataba de entretener a sus hijas, que la rodeaban.

Fundían figuras de cera y miraban atentamente las sombras de las figurillas, cuando el alboroto de pasos y de voces animadas resonó en la antesala.

Los húsares, las damas, las brujas, los payasos, los osos, tosiendo y secándose las manos y con las caras cubiertas de escarcha, entraron en la sala y los de la casa comenzaron a encender bujías precipitadamente. El payaso Dimmler y la dama Nicolás abrieron el baile. Rodeados de los niños, que reían, las máscaras, tapándose la cara y disimulando la voz, saludaban a la señora de la casa y se instalaban en la sala.

— ¡Ah, están desconocidos! ¡Ah, Natacha! ¡Mirad lo que parece! ¡Ah, sí, sí, me recuerda a alguien! Eduardo Karlovitch, ¡qué bien está! No le hubiera reconocido.

— ¡Y cómo baila¡ ¡Oh! ¡Un circasiano! Todo le está bien a Sonia ... ¿Quién es ese? Vaya, ¿os habéis divertido mucho? Sacad las mesas. ¡Nikita! ¡Vania! Y nosotros, que poco nos lo esperábamos.

— ¡Ah, ah, un húsar! ¡Un húsar! ¡Bonitas piernas para un muchacho! No sé quién debe ser ... —decían las voces.

Natacha, la preferida de las chicas Melukokv, desapareció con ellas hacia la habitación de detrás; pidieron tapones, batas de casa y vestidos de hombre, que los brazos desnudos de las chicas tomaban de los criados desde la puerta. Al poco rato toda la gente joven de la familia Melukov se reunía con las máscaras.

Pelagia Danilovna ordenaba desembarazar la sala para los huéspedes, hacia preparar comida para los amos y los servidores, y sin quitarse los lentes, con una sonrisa contenida, pasaba entre las máscaras, las miraba de cerca y no reconocía a nadie. No sólo no reconocia a los Rostov y a Dimmler, sino que ni podía reconocer a sus propias hijas bajo los vestidos con que se habían disfrazado.

—¿Quién es ese? —preguntó dirigiéndose a la institutriz, mirando detenidamente a su hija, disfrazada de tártaro de Kazán—. Parece alguien de los Rostov. Bueno: y usted, señor húsar, ¿a qué regimiento pertenece? —preguntó a Natacha—. Dale un pastel al turco —dijo al criado que pasaba los pasteles—. Eso su ley ya se lo permite.

Los huéspedes fueron conducidos al salón para que cenaran, y a los criados les fue distribuida una buena propina en la sala.

— No, vamos, se necesita mucho valor para ir al baño a buscar la buenaventura; es terrible —dijo durante la cena una solterona que vivía en casa de los Melukov.

— ¿Por qué? —preguntó la hija mayor de la señora Melukov.

— Una vez, una chica acudió; cogió un gallo, dos cubiertos y todo lo necesario y se sentó —dijo la solterona—. De pronto oye el ruido de un trineo y el tintineo de las campanillas que se acercan. Oye que alguien viene. Ve un hombre, parece un oficial. Entra, se sienta ante ella y coge el cubierto.

— ¡Ah! ¡Ah! —exclamó Natacha, alzando los ojos con terror.

— ¡Pero, cómo! ¿Habló?

— Sí, igual que un hombre; comenzó a hablar con ella. Ella decía hablarle hasta que cantara el gallo. Tenía miedo y con las manos se tapaba la cara. Él la cogió inmediatamente. Por suerte, las criadas acudieron enseguida ...

— Pero ¿por qué tiene usted que asustarlas? —gruñó Pelagia Danilovna.

— Mamá, tú también quisiste hacerte decir la buenaventura —dijo una de sus hijas.

— ¿Y cóm o se adivina el destino, aquí? —pregunta Sonia-. Ahora, por ejemplo, el que se acerque a la granja oirá algo. Si se oye llamar, es malo; sí es el rumor del trigo que cae, es bueno; a veces también sucede ...

— Mamá, cuéntanos lo que tú oíste.

Pelagia Danilovna sonrió.

— Ya no me acuerdo. ¿Nadie quiere ir?

— Yo iré. ¿Me lo permite usted, Pelagia Danilovna? —dijo Sonia.

— Ve, si no tienes miedo.

— Señora Schoss, ¿puedo ir? —preguntó Sonia.

Jugaban al anillo, a la cuerda y a los rublos, y hablaban como antes. Nicolás no se alejaba de Sonia y la miraba con ojos diferentes.

— A mí nada me da miedo —dijo Sonia—. ¿Se puede ir ahora mismo?

Se levantó. Le explicaron dónde estaba la granja y que debia esperar en silencio y escuchar. Le dieron su abrigo, se lo echó sobre los hombros y miró a Nicolás.

Sonia salió por el pasillo para ir a la granja y Nicolás se encaminó aceleradamete hacia el portal de la escalera principal, con el pretexto de que se ahogaba de calor.

En el exterior continuaba haciendo un frío inmóvil; la luna era igual, pero todavia más clara.

Por la escalera del servicio bajaba alguien apoyando los pies en los peldaños; se oyó un crujido del último peldaño, cubierto de nieve, y la voz de una vieja dijo:

— Recto, recto, por el camino, señorita, pero no se vuelva de ninguna manera.

— No tengo miedo —replicó la voz de Sonia, y sus zapatos finos crujieron en dirección de Nicolás.

Sonia caminaba envuelta en el abrigo. No advirtió a Nicolás hasta que le tuvo a dos pasos.

Sonia también vio un hombre diferente del que conocía y del cual siempre había tenido algo de miedo. Nicolás iba vestido de mujer, con los cabellos desgreñados y una sonrisa contenta, desconocida para ella. Sonia corrió hacia él rápidamente.

"Diferente, pero siempre la misma, pensó Nicolás, mirándole la cara iluminada por la luna.

Pasó las manos por debajo del abrigo que le cubría la cabeza, la abrazó, la estrecho y la besó en los labios, que olían a corcho quemado. Ella también le besó en os labios, desprendiendo sus manos, le cogió por las mejillas.

— ¡Sonia! ...

— ¡Nicolás! ...

Corrieron hacia la granja y volvieron cada cual por su lado.

Capítulo XII

Natacha, observadora como siempre, tan pronto como se marcharon de la casa de Pelagia Dalimnova se las arregló para que Sonia y Nicolás, junto con las criadas ocuparan uno de los trineos, y ella, satisfecha ya, ocupó el otro.

Nicolás, que ya no tenía ganas de adelantarse a nadie, marchaba a un paso mesurado, de vez en cuando miraba fijamente a Sonia a la rara luz de la luna, y buscaba en aquella luz que todo lo transfiguraba, a través de las cejas y el bigote, a la antigua Sonia, y a la nueva Sonia, de la cual había decidido no separarse jamás. La miraba fijamente, y al reconocerla siempre la misma y diferente, recordaba el olor de corcho quemado mezclado con la sensación del beso.

— Sonia, ¿te sientes bien? —le preguntaba cariñosamente de vez en cuando.

- Sí, —contestaba ella—. ¿Y tú?

A medio camino, pasó las riendas al cochero y en una carrera se dirigió al trineo de Natacha y subió sobre los patines.

— ¿Sabes, Natacha? ... Me he decidido con Sonia —murmuró en francés.

- ¿Se lo has dicho? —preguntó Natacha, animándose de pronto y sintiéndose feliz.

- ¡Ah, que rara estás con ese bigote y esas cejas! ¿Estás contenta?

- ¡Muy contenta, soy muy feliz! Me dabas rabia. No había querido decírtelo, pero te has portado mal con ella. ¡Tiene tan buen corazón, Nicolás! ¡Qué contenta estoy! A veces soy mala, pero me da vergüenza ser feliz, sola, sin Sonia. Ahora ya estoy satisfecha, ya, ve con ella.

— No, espera. ¡Oh, qué extraña eres! —dijo Nicolás, sin dejar de mirarla y descubriendo también en su hermana algo nuevo, un aire desconocido, un encanto y una ternura que tampoco había sabido verle nunca.

— ¿Estás contenta? ¿He hecho bien, pues?

— ¡Ah! ¡Muy bien! No hace mucho tiempo que disputé con mamá porque dice que ella te tiene en vilo. ¿Cómo es posible que diga eso? Me enfadé mucho con ella, y no permitiré que nadie diga mal de Sonia, ni que lo piensen, porque ella es más buena que todos.

—Asi, pues, ¿te parece bien? —dijo Nicolás, mirando una vez más la expresión del rostro de su hermana para saber si decía la verdad.

Al llegar a casa, después de explicar a la condesa lo que habían hecho en casa de los Melukov, las chicas se retiraron a sus habitaciones.

Encima de la mesa de Natacha todavía había unos espejos que Duniacha había preparado el día anterior.

— Pero, ¿cuándo será todo esto? Temo que no sea nunca. ¡Es demasiado hermoso! -dijo Natacha, levantándose y acercándose a los espejos.

— Siéntate, Natacha, que quizás le veas —dijo —Sonia.

Natacha encendió las bujías y se sentó.

— Veo a alguien con bigote —dijo Natacha, que veía reflejada su propia cara.

— No vale hacer bromas, señorita —dijo Duniacha.

Natacha, con la ayuda de Sonia y de su doncella, encontró la posición favorable del espejo. Su cara tomó una expresión grave y calló.

— ¿Por qué los demás ven ahi cosas y yo no veo nada? Vaya, Sonia, siéntate; tienes que mirar, tanto si quieres como no ... Será mi destino. ¡Tengo tanto miedo hoy!

Sonia se sentó ante el espejo y comenzó a mirar en él. —Sofía Alevandrovna lo vez muy bien —murmuró Duniacha. Sonia oyó estas palabras y las de Natacha, que le decian en voz baja:

— Si, ya sé que ella lo verá; el año pasado también lo vio.

Durante tres minutos todas callaron. Absolutamente, murmuró Natacha. No acababa de pronunciar lo que quería. De pronto, Sonia apartó el espejo que sostenía y se cubrió los ojos con las manos.

— ¡Oh, Natacha! —exclamó.

— ¿Le has visto? ¿Le has visto. ¿Qué has visto? —exclamó Natacha sosteniendo el espejo.

Sonia no habia visto nada. Comenzó a parpadear y se levantó cuando Natacha decía absolutamente. No quería decepcionar a Natacha ni a Duniacha, y estaba cansada de estar sentada en aquella posición; ni ella misma sabia cómo ni por qué había proferido aquel grito y se había tapado los ojos con las manos.

— ¿Le has visto? —preguntó Natacha cogiéndole las manos. —Sí, aguarda ... Le he visto ... —dijo Sonia, a pesar de sí misma, sin saber a quién se referia Natacha con aquel le, si a Nicolás o a Andrés. Entonces le cruzó una idea por la mente: ¿Por qué no he de decir que le he visto? Los otros bien lo ven. ¿Y quién puede saber si le he visto o no?

— Sí, le he visto.

— ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Sentado o tendido?

— Le he visto; de momento no había nada, pero luego, de repente, le he visto tendido.

— ¿Andrés tendido? ¿Está enfermo? —preguntó Natacha con ojos aterrados.

— No, no, al contrario; tenía la cara alegre y se volvía hacia mí.

Mientras decía eso, creía sinceramente que habia visto lo que explicaba.

— ¿Y qué más, Sonia?

— Después de eso no he visto nada más; había unas cosas azules y encarnadas ...

— ¡Sonia! ¿Cuándo volverá? ¿Cuándo volveré a verle? ¡Dios mío! ¡Qué miedo tengo por él, por mí y por todos!

Y, sin contestar a las palabras de consuelo de Sonia, Natacha se metió en la cama.

Capítulo XIII

A la condesa no le tomó de sorpresa que Nicolás, poco después de pasada la Navidad, declarara lo que sentía por Sonia. Le escuchó, sí, y al finalizar le dijo que podría casarse cuando le viniera a bien, pero que ni el conde, su marido, ni ella, bendecerían jamás aquella unión.

Por primera vez comprendió Nicolás que su madre estaba descontenta de él y que a pesar de toda la ternura que le profesaba, no accedería nunca a dar su consentimiento. Con frialdad, sin mirar a su hijo, mandó llamar a su marido. Cuando el conde entró, la condesa que se proponía explicarle la cuestión brevemente y con calma, en presencia de Nicolás, no pudo contenerse: lloró de despecho y salió de la habitación.

Ni el padre ni la madre volvieron a hablar más de esa boda de su hijo; pero al cabo de unos cuantos días la condesa llamó a Sonia, y con una crueldad que ni la una ni la otra podían esperar, echó en cara a su sobrina el haber enamorado a su hijo y su ingratoitud. Sonia, con la vista baja, escuchaba aquellas palabras crueles de la condesa y no comprendía lo que se le exigía.

Nicolás no podía soportar por más tiempo esta situación y fue a explicarse con su madre. Tan pronto le suplicaba que le perdonase a él y a Sonia como que consintiese con la boda, como amenazaba a su madre con casarse con Sonia precipitadamente, en secreto, si tanto le contrariaban.

La condesa, con una frialdad que su hijo no le había conocido nunca, le contestaba que ya era mayor de edad, que el príncipe Andrés se casaría sin el consentimiento de su padre, que él podía hacer lo mismo, que ella jamás reconocería a aquella intrigante por hija suya.

Furioso por la palabra intrigante, Nicolás levantó la voz y dijo a su madre que jamás se hubiera figurado que le obligase a vender su afecto, y que si realmente era asi se marcharía para no volver nunca más ... Pero no tuvo tiempo de pronunciar este vocablo decisivo que su madre, a juzgar por la expresión de su rostro, esperaba con terror, y que quizás quedaría para siempre más entre ellos dos como un penoso recuerdo; no había tenido tiempo de pronunciar estas palabras porque Natacha, pálida y grave, entró por la puerta tras la cual había escuchado el altercado.

— ¡Nikolenka, no digas tonterías, calla! ¡Te digo que te calles ...! —grit ó casi ahogándo la voz—. Mamá querida, no es eso, pobre mamá —dijo dirigiéndose a su madre, que, sintiéndose al mismo borde de la separación definitiva, miraba a su hijo con espanto, pero que por terquedad, y la excitación del altercado, ni podía ni quería ceder—. Nicolás, ya te explicaré; ahora vete. Escucha, mamá; deja que te hable yo.

Sus palabras no tenían sentido alguno, pero dieron el resultado que ella se proponía.

La condesa, sollozando, ocultó la cara en el pecho de su hija. Nicolás se levantó y abandonó la habitación con las manos en la cabeza.

Natacha se encargó de la reconciliación y la llevó hasta el extremo que Nicolás recitó de su madre la promesa de que Sonia no sería perseguida, y él prometió no ocultar a sus padres nada de lo que hiciese.

Con la firme intención de volver y casarse con Sonia después de haber arreglado sus asuntos en el regimiento y pedir el retiro, Nicolás, triste y afectado por el desacuerdo con sus padres, pero apasionadamente enamorado, según él creía, marchó al regimiento a principios de enero.

Después de la partida de Nicolás, la casa de los Rostov quedó más triste que nunca. La condesa, a consecuencia de aquellos disgustos, cayó enferma.

La salud de la condesa no se restablecía, pero, por otra parte, era imposible aplazar más el viaje a Moscú. Era preciso vender la casa, preparar el ajuar de la novia y hacer los preparativos para recibir al príncipe Andrés en Moscú, donde pasaba aquel invierno el principe Nicolás Andreievitch. Natacha tenía el convencimiento de que Andrés había llegado ya.

La condesa se quedó en el campo, y el conde, con Sonia y Natacha, partió a Moscú a últimos de enero.
Presentación de Omar CortésSexta parteOctava parteBiblioteca Virtual Antorcha