Presentación de Omar CortésSegunda parteCuarta parteBiblioteca Virtual Antorcha

LA GUERRA Y LA PAZ

León Tolstoi




TERCERA PARTE

CAPÍTULO I

Era, decididamente, un hombre que, sin pensarlo, había obtenido un triunfo ruidoso y se había acostumbrado a él. No era, empero, el príncipe Basilio una persona que trazara planes para el futuro, y mucho menos para perjudicar a un tercero en beneficio propio. Obraba siempre de acuerdo con las circunstancias, según sus relaciones con unos y otros, y aun cuando ni siquiera se daba cuenta, sujetaba a esta práctica los diferentes cálculos y combinaciones que constituían todo el interés de su vida. No se trataba de unos pocos, sino de docenas de planes, algunos de los cuales apenas se dibujaban en su imaginación, otros se realizaban y los restantes se volatilizaban.

Así pues, en Moscú, sin mediar de su parte la menor premeditación, seguía todos los pasos de Pedro. El principe Basilio le habia hecho nombrar gentilhombre de cámara, que equivalía entonces al rango de consejero de Estado, y le instó a que regresara con él a San Petersburgo y se alojara en su casa. El principe Basilio hacia con seguridad todo cuanto era necesario hacer para casar a su hija con Pedro.

Pedro, inopinadamente rico y con el titulo de conde Bezukhov, viose de pronto, después de su reciente soledad y despreocupación, de tal modo atareado por toda suerte de ocupaciones, que ni siquiera disponía de tiempo para pensar en sus cosas. Tenia que firmar documentos, hacer acto de presencia en numerosas oficinas administrativas, de las cuales tenía una idea muy vaga, interrogar respecto de una cosa u otra a su administrador, visitar sus propiedades enclavadas cerca de Moscú y recibir a una muchedumbre de personas, cuya existencia hasta entonces habia ignorado y que ahora se hubieran considerado ofendidas si no las hubiese recibido.

A Pedro se le antojaba tan natural que todo el mundo le quisiera, que le parecía imposible no fuese aquel afecto absolutamente sincero.

El principe Basilio se ocupaba por entero de Pedro y de la dirección de sus asuntos, y aun cuando parecía abrumado de fatiga, no podia, empero, abandonar al hijo de su amigo, al poseedor de una tan grande fortuna, a los caprichos de la suerte y las intrigas de los picaros.

Por fin, amigo mío, mañana salimos —le dijo un día con tono perentorio, cerrando los ojos y deslizando sus dedos por el brazo de Pedro, como si aquella marcha hubiese sido discutida y resuelta desde tiempo atrás—. Salimos mañana y te ofrezco un asiento en mi calesa. Lo principal está ya arreglado y me es preciso trasladarme a San Petersburgo. ¡Ah! Hablé de ti al gran canciller y he aqui lo que acabo de recibir: has sido nombrado entilhombre de cámara y agregado al cuerpo diplomático.

A pesar de aquel tono autoritario, Pedro, que habia reflexionado largo tiempo acerca de la carrera que podría seguir, trató en vano de protestar, pero el principe Basilio le atajó en el acto.

— Pero, por Dios, querido, nada tienes que agradecerme, porque lo he hecho por mi, por mi propia conciencia; nadie se ha quejado nunca de ser objeto de un excesivo cariño, y, por otra parte, tú eres libre y puedes abandonar el servicio cuando te plazca. En fin, ya juzgarás por tí mismo en San Petersburgo. Es hora ya de que te alejes de esos terribles recuerdos. —Y suspiró—. En cuanto a mi criado, podrá seguir en tu coche. ¡Ah! Me olvidaba decirte, querido, que, como sabes, teníamos algo pendiente con el difunto; de la finca de Riazán recibí ... pero, en fin, como a ti no te hace falta, lo guardaré y más adelante arreglaremos las cuentas.

En efecto, el principe Basilio habia recibido y retenido algunos miles de rublos procedentes de las rentas de aquella finca.

En San Petersburgo, igual que en Moscú, Pedro viose rodeado de la misma atmósfera tierna y afectuosa. Como ningún trabajo le daba, le fue imposible rehusar al puesto, o, mejor dicho, el nombramiento que el principe Basilio le habia procurado.

Muchos de sus amigos solteros se habian dispersado; la guardia se habia ido a la guerra; Dolokhov habia sido degradado; Anatolio servia en el ejército de provincias; el principe Andrés estaba en el extranjero ... Pedro no pasaba, pues, las noches como solía hacerlo, y habian desaparecido ya aquellas conversaciones y aquellas amistades que tanto le complacían.

Como la de todo el mundo, la actitud de Ana Scherer respecto de Pedro habia experimentado un cambio notable. Antes, cuando éste se encontraba en presencia de Ana, tenia la sensación de que cuanto decia era inoportuno y falto de tacto; sus más inteligentes apreciaciones convertíanse en estúpidas cuando él las formulaba y, por el contrario, las frases más idiotas del principe Hipólito eran celebradas como espirituales e ingeniosas. Ahora, en cambio, todo cuanto hablaba era encantador, y si Ana Scherer no se atrevía a decirlo lo achacaba Pedro a su propósito de no herir su modestia.

A comienzos del invierno de 1805 a 1806, Pedro recibió el habitual billete color de rosa conteniendo una invitación. El postscriptum decía:

Encontrará usted en mi casa a la hermosa Elena, a la que nunca se cansaría uno de ver.

Al leer aquel billete, diose cuenta por primera vez de que entre él y Elena existia una relación perfectamente visible para varias personas. Aquella idea le asustó porque implicaba nuevas obligaciones que no deseaba en modo alguno contraer, pero, al mismo tiempo, le complació como una divertida suposición.

La velada de Ana Scherer era en todos sus puntos semejantes a la del verano pasado, con la diferencia que el personaje de actualidad no era ya Mortemart, sino un diplomático recién llegado de Berlín y que aportaba los últimos detalles concernientes a la estancia del emperador Alejandro en Potsdam, donde los dos augustos amigos se habian jurado alianza eterna para la defensa del derecho contra el enemigo del género humano. Ana Scherer recibió a Pedro con un velo de tristeza, a la que le obligaba la reciente pérdida que el joven heredero acababa de experimentar, pues parecía circular la consigna entre todos los circunstantes de persuadir a Pedro que estaban positivamente afligido por la muerte de su padre, a quien apenas habian conocido, tristeza de que Ana hacia siempre ostentación al hablar de la emperatriz María Feodorovna. Al advertir que Pedro quería unirse al primer grupo, le tocó ligeramente con el dedo:

— Espere. Tengo preparado esta noche un plan para usted.

Y mirando a Elena, sonrió.

— Mi querida Elena: es preciso que esta noche sea usted caritativa para con mi pobre tía, que siente una verdadera adoración por usted. Vaya usted a hacerle compañía durante diez minutos y he aqui a nuestro amable conde que no se negará a acompañarla.

Elena se dirigió hacia la tia, pero Ana Pavlovna retuvo todavía a Pedro como si tuviera que darle las últimas instrucciones.

— ¿No es verdad que es encantadora? —dijole en voz baja, señalando a la majestuosa belleza que se alejaba—. ¡Qué discreción para una muchacha tan joven! ¡Qué tacto! ¡Qué corazón! ¡Qué afortunado el que la consiga! El hombre que se case con ella llegará, por oscuro que sea, a la más brillante situación. ¿No es esa su opinión?

Pedro se asoció sinceramente a los elogios de Ana Pavlovna, pues las veces que pensaba en Elena era precisamente su digno y reservado continente lo que primero le acudía a la imaginación.

La tía recibió en su rincón a los dos jóvenes, pero pareció querer disimular su adoración por Elena y expresar preferentemente el miedo que Ana Pavlovna le inspiraba. Miraba a su sobrina como si le preguntara cuál era su misión frente a aquellas dos personas. Sin importársele en absoluto, Ana Pavlovna miró a Elena y dijo en alta voz a Pedro al tiempo que se alejaba:

— Espero que no volverá usted a decir que se aburre uno en mi casa.

Elena sonrió con una expresión que significaba que ni siquiera admitía la posibilidad de que alguien pudiera verla sin prenderse de ella en el acto.

Durante la conversación, soporífera e intermitente, Elena dirigió a Pedro una de sus bellas y radiantes sonrisas que, por otra parte, prodigaba con todo el mundo. Pedro estaba tan habituado a aquella sonrisa que ni siquiera la advirtió. La tia le interrogó acerca de la colección de tabaqueras que habia pertenecido al viejo conde Bezukhov y le hacia admirar la suya adornada con el retrato de su marido.

— Sin duda es obra de Vinesse —dijo Pedro, nombrando a un célebre pintor de miniaturas.

Inclinóse entonces sobre la mesa para recoger la tabaquera, sin dejar, empero, de prestar oídos a las conversaciones del otro grupo. Sin embargo, la tia le tendió la tabaquera por encima de la cabeza de Elena. Llevaba ésta, como en todas las veladas, un traje con un escote muy pronunciado tanto por delante como por la espalda, según la moda de la época. Su busto, que a Pedro se le antojaba de mármol, estaba tan cerca de él que, a pesar de su miopía, distinguía involuntariamente la belleza de sus hombros y de su cuello tan cerca de sus labios que no tenia más que inclinarse un poco para besarlos. A cada movimiento que Elena hacia, llegaba hasta él la tibia calidez de su cuerpo, el suave aroma de sus perfumes y el ligero crujir del corsé.

¿Hasta ahora, pues, no se habia dado usted cuenta de que soy hermosa? —parecía decirle Elena—. ¿No habia usted observado que soy una mujer, y una mujer que, sobre todo, usted puede conseguir?, decia su mirada.

Y Pedro comprendió en aquel instante que no solamente podia Elena llegar a ser su mujer, sino que lo seria, tan seguro como si se encontraran ya delante del sacerdote.

Pedro bajó los ojos y los levantó, tratando de ver de nuevo en ella aquella fría belleza que hasta entonces le habia sido indiferente.

— Vamos, les dejo a ustedes en su rinconcito ... Ya veo que están aqui muy bien —dijo Ana Pavlovna al pasar.

Y Pedro se preguntó, aterrado, si no había cometido alguna inconveniencia y si no habia dejado traslucir su turbación interior. Se levantó y se aproximó al grupo principal.

— Dicen que hace usted reparaciones en su casa de San Petersburgo —le dijo Ana Pavlovna.

En efecto, era verdad.

— Está bien, pero no se mueve usted de casa del principe Basilio. Siempre es conveniente contar con un amigo como el principe, ¿no es eso? —dijo Ana Pavlovna, dirigiendo una sonrisa a este último—. Usted todavía es joven y necesita de buenos consejos. Por supuesto que no se enojará usted conmigo si hago uso de mis privilegios de vieja.

Y calló en espera de un cumplido, como habitualmente suelen hacerlo las mujeres que hacen referencia a sus años.

— Si usted se casara, seria otra cosa ...

Y envolvió a Pedro y Elena con una misma mirada. Ni Pedro ni Elena se miraron, pero ésta no se movía de su lado. Pedro, sofocado, murmuró una respuesta trivial.

De vuelta a su casa, tardó largo tiempo en dormirse, pensando en cuanto habia acontecido.

Capítulo II

El principe Basilio, con su hijo Anatolio, a quien debía recoger en la ciudad donde estaba de guarnición, recibió la misión de efectuar una visita de inspección a cuatro provincias, nombramiento que previamente habia solicitado, al objeto de poder, de paso, visitar algunas de sus fincas arruinadas. Era el mes de septiembre de 1805, y pensaba dirigirse a casa del principe Nicolás Andreievitch Bolkonsky con el propósito de casar a su hijo Anatolio con la hija de este viejo potentado. Mas antes de lanzarse a esta nueva empresa, precisaba acabar con la indecisión de Pedro, que se pasaba todo el día en su casa, es decir, en casa del principe Basilio, donde residía. En presencia de Elena mostrábase aturdido, extravagante y falto de ánimo —como suelen serlo los enamorados— y sin haber dado aún un paso decisivo.

Tres semanas habian transcurrido desde la velada en casa de Ana Pavlovna y de la noche de insomnio, durante la cual decidió Pedro que su matrimonio con Elena constituiría su perdición y que, para evitarla, no le quedaba otro remedio que huir. Sin embargo, no se habia movido de casa del principe Basilio y se daba cuenta con terror de que cada día se comprometía más y que no podia ya permanecer al lado de Elena con su anterior indiferencia.

Trataba a veces de arrastrarla a una discusión, pero ella respondía invariablemente con una observación que atestiguaba el poco interés que se tomaba o con una sonrisa y una mirada que a los ojos de Pedro eran el signo infalible de su superioridad.

Pedro percibía que se esperaba de él una palabra, un paso más allá de cierto limite y no obstante el incomprensible terror que a esa sola idea se apoderaba de él, sabia que tarde o temprano lo franquearía.

Durante aquellas terribles luchas, su firmeza habitual parecía, en efecto, anonadada. Pertenecía Pedro a esa categoría poco numerosa de hombres que no se sienten fuertes más que cuando saben que su conciencia nada tiene que reprocharles. A partir del momento en que al coger la tabaquera de la tia, el demonio del deseo se habia apoderado de él, un inconsciente sentimiento de culpabilidad habia paralizado por completo la decisión de su ánimo.

Sergio Kusmitch leía ante la concurrencia de la cena de la princesa el escrito del emperador sobre el ejército, que comenzaba con estas palabras:

Sergio Kusmitch Viasmitinov, de todas partes llegan hasta mí ..., cuando se vio interrumpido por una dama que preguntaba con ironía:

— ¡Cómo! ¿No hay más que Sergio Kusmitch?

— Sí, si, ni una silaba más —replicó el principe Basilio riendo—. Sergio Kusmitch por todas partes ... — Y el pobre Viasmitinov no pudo ir más lejos. Varias veces intentó reanudar la lectura, pero apenas pronunciaba la palabra Sergio, temblaba su voz; al llegar a Kusmitch comenzaban ya a humedecérsele los ojos y después de de todas partes, los sollozos le ahogaban, hasta el punto que no podia continuar.

— No sea usted malo —dijo Ana Pavlovna, amenazando con el dedo desde el otro extremo de la mesa—; nuestro buen Viasmitinov es un hombre excelente.

Todos reían alegremente, excepto Pedro y Elena que, silenciosos, contenían con pena la sonrisa, radiante y tímida a un tiempo, que sus sentimientos íntimos hacían asomar a cada momento a sus labios.

El príncipe Basilio remedaba el llanto de Sergio Kusmitch, y, mientras, miraba a hurtadillas a su hija para decirle: Todo marcha bien. Hoy va a decidirse.

En los ojos de Ana Pavlovna, que le amenazaba con el dedo, leía las felicitaciones sobre la próxima boda. La vieja princesa, ofreciendo vino a su vecina con un suspiro melancólico, envolvía a su hija con una mirada instigadora.

Pedro se sentía contento y confundido a un tiempo de ser el blanco de todas las miradas. Se hallaba en la situación de un hombre enajenado de los objetos exteriores, que sólo percibe vagamente lo que le rodea y que no entrevé la realidad más que a través de fugaces chispazos.

Ya no hay nada que hacer. ¿Cómo las cosas han ido tan deprisa? No puedo ya retroceder. Los acontecimientos se presentan para mi, para ella, para todos, de forma inevitable. Están ya persuadidos de que no puedo engañarlos.

Esto decíase Pedro posando una mirada sobre los deslumbrantes hombros que relucían a su lado.

De pronto, una voz conocida, repitiéndole la misma pregunta por segunda vez, le sacó bruscamente de sus meditaciones:

— ¿Cuándo recibiste la carta de Bolkonsky? Estás muy distraído esta noche ... —dijo el principe Basilio.

Y Pedro se dio cuenta de que todos le sonreían.

Después de todo, puesto que lo saben —se dijo— y por otra parte es verdad ...

Y su dulce sonrisa de chiquillo asomó a sus labios.

— ¿Cuándo recibiste su carta? ¿Te escribió desde Olmütz?

— Si, de Olmütz —respondió con un suspiro.

Terminada la cena, Pedro condujo a su dama al salón contiguo después que lo hicieran los demás invitados. Comenzaron las despedidas, y algunos de ellos marcharon sin siquiera decir adiós a Elena a fin de no distraer su atención.

El diplomático abandonó el salón, triste y silencioso. ¿Qué era su fútil carrera al lado de la dicha de aquellos jóvenes? El viejo general, a una pregunta de su mujer acerca del reuma que padecía, le respondió malhumorado, y se dijo a si mismo: ¡Ah, Elena, a los cincuenta años, será aún hermosa!

— Supongo que puedo ya felicitarla —murmuró Ana Pavlovna a la princesa madre, besándola cariñosamente—. Si no fuera por la jaqueca me quedaría.

La princesa no contestó; envidiaba la felicidad de su hija. Mientras iban marchándose los invitados, Pedro quedó a solas con Elena en el saloncillo.

Le preguntó si estaba contenta de aquella velada. Elena, con su sencillez habitual, le contestó que nunca su onomástico habia sido para ella tan feliz como aquel año. Los más próximos parientes conversaban en el salón. El principe Basilio se acercó a Pedro con marcada negligencia y éste no encontró nada mejor que hacer que levantarse precipitadamente y decirle que se hacia tarde. Una severa mirada inquisitiva se posó en él pareciendo decirle que su singular respuesta no habia sido comprendida; pero el principe Basilio le obligó a sentarse de nuevo:

— ¿Y qué, Elena? —dijo a su hija con ese tono de afectuosa ternura, natural en los padres que aman a sus hijos y que el principe imitaba sin sentirla ... Y dirigiéndose a Pedro—: Sergio Kusmitch ... por todas partes —murmuró, haciendo girar el botón de su chaleco.

Pedro comprendió que no era aquella anécdota la que interesaba en aquel momento al principe Basilio y éste se dio cuenta de que Pedro lo habia adivinado. El principe Basilio se separó de ellos bruscamente y con visible emoción, que no pasó desapercibida a Pedro. Volvióse Elena. Estaba confundida y turbada y parecía decirle: Es culpa tuya.

Es el momento, pero no, no puedo, se dijo.

Se puso a hablar de nuevo de cosas indiferentes, y preguntó qué quería significar la historia de Sergio Kusmitch.

Elena le respondió que ni siquiera la habia escuchado.

En la habitación contigua, la vieja princesa hablaba acerca de Pedro con una dama de avanzada edad:

— Sin duda es un brillante partido, pero la felicidad, amiga mía ...

— Los matrimonios se hacen en el cielo —repuso la vieja dama.

El principe Basilio, que volvió a entrar en aquel momento, se fue al rincón más distante, se sentó en el diván y cerró los ojos. Comenzó a cabecear y bruscamente se despertó.

— Alina —dijo a su mujer—, vete a ver lo que hacen.

La princesa, con afectada indiferencia, pasó ante la puerta del saloncito y echó una ojeada hacia el interior.

— Por ahora todo sigue igual —dijo a su marido.

El principe Basilio arrugó las cejas, hizo una mueca, sus mejillas tembletearon, su rostro cobró una expresión de vulgar mal humor, se levantó y, echando hacia atrás la cabeza, entró en el saloncillo con paso resuelto. Su continente era tan solemne y triunfante, que Pedro se levantó asustado.

— A Dios gracias, mi mujer me lo ha contado todo. Y estrechó a Pedro y a su hija entre sus brazos.

— ¡Elena, corazón mío, qué alegría, qué felicidad! Su voz temblaba ...

— Quería mucho a tu padre y será para ti una buena esposa. ¡Que Dios os bendiga! Y sus ojos se humedecieron de lágrimas.

— ¡Princesa! —gritó a su mujer—. ¡Ven!

La princesa llegó anegada en llanto y la vieja dama se enjugaba también sus lágrimas.

Besaron a Pedro y éste besaba la mano de Elena. Momento más tarde encontráronse nuevamente solos.

Las cosas habían de suceder así y no de otra manera —pensó Pedro—; no tengo, pues, por qué preguntarme si he obrado bien o mal. Sin duda he obrado bien porque todo ha terminado ya y he salido de la incertidumbre.

Tenia cogida de la mano a su prometida, cuyo pecho ondulaba suavemente.

— Elena —dijo en voz alta, y se detuvo. En estos casos extraordinarios es costumbre decir algo, pero, ¿qué?, pensó. No podia recordarlo. La miró y Elena, con las mejillas teñidas en púrpura, se acercó a él.

— ¡Oh, por Dios, quíteselos!—le dijo señalando los lentes.

Pedro se quitó los lentes y sus ojos medio cerrados e interrogadores cobraron aquella extraña expresión que muestran los que usan habitualmente de aquel adminiculo. Iba a inclinarse sobre la mano de Elena cuando, de pronto, ésta, con un gesto rápido y violento, le cogió la cabeza con las dos manos y le besó en los labios. Aquel cambio de su acostumbrada reserva en un completo abandono de si misma, causó a Pedro una desagradable impresión.

Ya es tarde, demasiado tarde —pensó—. Todo ha terminado y, por otra parte, la amo.

— Te amo —añadió en voz alta, creyéndose obligado a decir algo. Pero aquella confesión sonó tan miserablemente en sus oídos, que se avergonzó de si mismo.

Seis semanas después, estaba ya casado.

Capítulo III

Le desagradaba profundamente la visita, y montaba en cólera, pero tenia que aguantarse, mientras se decía aquello, el viejo principe Bolkonsky leía la carta del principe Basilio que le anunciaba su llegada acompañado de su vástago.

Salgo de inspección y aun cuando tendré que efectuar un rodeo de cien verstas, ello no será óbice para que deje de venir a presentar mis respetos a mi querido bienhechor. Me acompañará Anatolio. Marcha al ejército y espero le permitirá usted que le exprese personalmente el profundo respeto que, al ejemplo de su padre, le profesa.

— Tanto mejor. Puesto que los aspirantes vienen a casa, no habrá necesidad de presentar a María en sociedad —dijo imprudentemente la menor de las princesas al enterarse de la noticia. El principe frunció el ceño y guardó silencio.

Dos semanas después de la recepción de la carta, llegaron los servidores del principe Basilio, y, al día siguiente, el principe y su hijo.

El viejo principe no habia tenido nunca en gran concepto al principe Basilio, y en aquellos últimos tiempos su brillante carrera y las altas dignidades que habia logrado alcanzar durante los reinados de los emperadores Pablo y Alejandro, no habian hecho más que cimentar aquella opinión.

Tikhon habia incluso aconsejado al arquitecto que no fuera a ver al principe.

— Óigale usted andar —le habia dicho, llamando la atención del arquitecto sobre el rumor de pasos del principe—. Camina sobre los talones y ya sabemos qué significa eso.

No obstante, a las nueve de la mañana, como de costumbre, el príncipe salió a pasear con su abrigo de terciopelo con cuello de cebellina y gorro de la misma piel. El día anterior habia nevado. El camino que siguió el principe Nicolás Andreievitch para ir al invernadero estába limpio de nieve. El principe atravesó silencioso las diversas dependencias del invernadero.

— ¿Se puede pasar con trineo? —preguntó al viejo mayordomo que le acompañaba y que parecía ser una fiel copia de su amo.

— Hay mucha nieve. Excelencia; ya he dado orden de que limpien la carretera.

El principe hizo una señal de aprobación y avanzó hacia la puerta.

A Dios gracias —dijose el mayordomo—, la tempestad ha pasado ya.

Y añadió en voz alta:

— Hubiera sido muy dificil pasar. Excelencia, y como he oído decir que tenía que llegar un ministro a casa de Su Exceleneia ...

El principe se volvió con brusquedad y le miró fijamente con ojos llenos de cólera.

— ¿Cómo? ¿Un ministro? ¿Qué ministro? ¿Quién ha dado órdenes? —exclamó con voz dura y tajante—. Por mi hija, la princesa, no se limpió la carretera, y ahora por un ministro ... Y, además, ¡no hay tal ministro!

— Yo supuse. Excelencia ...

— ¡Ah, supusiste! —prosiguió el principe, fuera de sus casillas. Y hablando con voz entrecortada—: ¡Supusiste, imbécil! Ya te enseñaré yo a no suponer ... ¡Vamos, pronto, que desparramen de nuevo la nieve por la carretera!

Y, acto seguido, entró violentamente en su casa.

La princesa María y la señorita Bourrienne aguardaban al principe para comer. Sabían que estaba de un humor de mil diablos, pero el rostro sonriente de la señorita Bourrienne parecía decir: A mi tanto se me da. Yo soy siempre la misma.

El principe echó una ojeada sobre el rostro azorado de su hija.

— O es imbécil o es tonta —murmuró entre dientes. ¿Y la otra? ¿Ya está al corriente de todo? ..., dijo para si, y añadió en voz alta—: ¿Dónde está la princesa? ¿Acaso se esconde.

— Está algo indispuesta —repuso la señorita Bourrienne, con una amable sonrisa-. No creo que baje a comer. Es muy natural ...

— ¡Hum! ¡Bah! ¡Bah! —dijo el principe sentándose a la mesa.

La princesita se encontraba bien, pero, noticiosa de la cólera del viejo principe, decidió no moverse de su habitación.

- Tengo miedo por el pequeño; Dios sabe lo que puede ocurrirle si una fuerte impresión ... —decia a la señorita Bourrienne, a la que habia tomado gran cariño.

— Nos llegan huéspedes, principe —dijo la señorita Bourrienne, desplegando su servilleta con las puntas de sus rosados dedos—. ¿Se trata, según he oído decir, de Su Excelencia el principe Kuraguin y de su hijo?

— ¡Hum! Esa Excelencia es un desvergonzado. Soy yo quien lo hice entrar en el ministerio —dijo el principe con tono de hombre ofendido—. En cuanto a su hijo, ni siquiera sé por qué viene; quizá lo sepan la princesa Elisabeth Karlovna y la princesa María; pero yo no lo sé ni necesito saberlo.

Y miró a su hija, cuyas mejillas estaban encendidas de rubor.

— ¿No te encuentras bien, hija mía? ¿Temes acaso al ministro, como decia hace un rato ese idiota de Alpatitch?

— No, papá.

Después de comer se fue a ver a su nuera, a la que halló sentada ante una mesita y charlando con Macha, su doncella. Al verse en presencia de su suegro, palideció.

— No es nada. Un poco de jaqueca —dijo a su suegro, que le preguntaba por su salud.

— ¿Necesitas algo?

— No, papá, gracias.

— Está bien, está bien.

Y salió. Alpatitch, el mayordomo, le esperaba en la antesala.

— ¿Está el camino como estaba?

— Sí, Excelencia. Perdóneme, ha sido necedad mía ...

El principe le interrumpió con una sonrisa forzada.

— Está bien, está bien. -Y tendiéndole la mano, que el mayordomo besó, entró en su despacho.

El principe Basilio llegó aquella misma noche.

Entretanto, las mujeres sabían ya la llegada del ministro y de su hijo y se habian enterado de los menores detalles acerca de sus personas. La princesa María, sola en su habitación se esforzaba inútilmente por dominar la emoción que le embargaba.

¿Por qué han escrito? ¿Por qué Lisa me ha hablado de ellos? No, no, es imposible —decia mirándose al espejo—. ¿Cómo me presentaré en el salón? No seré ya nunca más la misma aun en el caso de que me guste.

Y el pensamiento de su padre la llenaba de terror. La princesita y la señorita Bourrienne habían recibido ya de Macha, la doncella, todas las informaciones necesarias. Con todas esas noticias, la princesita y la señorita Bourrienne, a las cuales se oía cuchichear por el corredor, entraron en la habitación de la princesa.

— ¿Ya sabes que han llegado, María? —dijo la princesita, caminando pesadamente y dejándose caer en una butaca.

— ¡Por Dios!, ¿todavía está usted asi, querida princesa? —dijo—. Vendrán a anunciarnos que esos señores están en el salón, tendrá que bajar, y todavía no ha comenzado a arreglarse.

La princesita se levantó, llamó para que acudiese la doncella y, alegremente, pasó revista al ajuar de su cuñada.

La princesa María estaba enojada consigo misma, como si se le antojara una falta de dignidad la emoción que sentía, y se extrañaba de que sus dos compañeras lo encontraran todo tan sencillo.

— No, María, no, este vestido no te sienta bien —dijo Lisa, retrocediendo unos pasos para hacer un examen de conjunto—. Di que traigan el otro, el de color manzana. Se trata tal vez de decidir tu destino. ¡Ah, no, es demasiado claro, no está bien!

Pero no era el vestido lo que no estaba bien y carecía de gracia, sino la persona que lo llevaba. La princesita y la señorita Bourrienne no se percataban de ello, persuadidas como estaban de que un lazo azul o un mechón de cabello un poco más levantado lo enmendaría todo. La princesita dio dos vueltas en derredor de ella para examinarla por todos lados, arregló con diminutas manos los pliegues de la falda y exclamó:

— ¡No, es imposible! No, María, decididamente eso no te va. Me gustas más con el sencillo vestido gris de a diario. Hazlo por mi, María. Katia —dijo a la doncella—, traiga el vestido gris de la princesa. Ya verá usted —añadió dirigiéndose a la señorita Bourrienne y sonriendo de antemano a sus combinaciones artísticas, ya verá usted lo que va a pasar.

Katia trajo el vestido; la princesa María permaneció inmóvil ante el espejo. La señorita Bourrienne advirtió que sus ojos estaban húmedos, que sus labios temblaban y que estaba a punto de llorar.

— Vamos, querida princesa, ten un poco más de ánimo.

La princesita cogió el vestido que le presentaba la doncella y se acercó a su cuñada.

— Ya verás, María, cómo se arreglará todo en un abrir y cerrar de ojos. —Y las tres reían y prorrumpían en pequeños gritos como el gorjeo de pajarillos.

— No, déjame estar —exclamó la princesa. Cobraba su voz tal acento de gravedad y melancolía que el gorjeo cesó instantáneamente. Al ver sus hermosos ojos suplicantes, la princesita y la señorita Bourrienne comprendieron al punto que toda insistencia sería inútil

— Por lo menos cámbiate de peinado —exclamó la princesita—. Ya se lo decía a usted —añadió, dirigiéndose con tono de reproche a la señorita Bourrienne—. María es de aquellas personas a las que el peinado alto no las favorece. No, no, en absoluto. Cámbiatelo, por favor. —Todas las mujeres se vieron, en efecto, obligadas a reconocerlo. La princesa María estaba, en verdad, más fea que nunca, pero las restantes mujeres conocían el poder de aquella melancólica mirada, indicio en ella de una decisión firme y resuelta.

— ¿Lo cambiarás, verdad? —dijo Lisa a su cuñada, que permaneció silenciosa.

Y la princesita salió de la habitación. Al quedarse sola, María no se miró siquiera en el espejo y, olvidándose de hacerse otro peinado, se quedó completamente inmóvil.

Antes de bajar, entró en el oratorio y fijando sus ojos en la severa imagen del Salvador, iluminada por la suave luz de la lámpara, juntó las manos y se recogió unos instantes.

Capítulo IV

Los cinco se encontraban en el salón, cuando la princesa María entró. El príncipe Basilio, su hijo, el viejo príncipe, la princesita, esposa de su hermano Andrés, y la señorita Bourrienne, que se levantaron corteses al verla.

— ¡Aquí está María!

Con una sola ojeada los envolvió a todos. Vio fundirse en una amable sonrisa la grave expresión que se traslucía en el rostro del príncipe Basilio; vio los ojos de su cuñada examinar con curiosidad en los semblantes de los forasteros la impresión que había producido; vio a la señorita Bourrienne con sus cintas y su rostro agradable, que nunca había notado tan animado, vuelto hacia él , pero ella no lo vio. Sólo comprendió instintivamente que algo grande, luminoso y bello se aproximaba a ella. El príncipe Basilio fue el primero en besarle la mano y la princesa María rozó con sus labios la cabeza calva que se inclinaba ante ella (La mujer acostumbraba entonces devolver al hombre el beso que éste le daba en la mano), y respondiendo a sus cumplidos le aseguró que no le había olvidado. Llególe el turno a Anatolio, pero ni siquiera llegó a verle. Sintió su mano aprisionada en otra, firme y suave a un tiempo, y apenas tocó con sus labios una frente blanca, sombreada de hermosos cabellos castaños. Levantando los ojos quedó impresionada por su bella presencia.

Un hombre tímido que, en una primera entrevista, se hubiera turbado por la inoportunidad de su silencio y se hubiese esforzado en vano por encontrar palabras convenientes, hubiera empeorado la situación. Anatolio, en cambio, no sentía la menor preocupación y continuaba examinando el peinado de la princesa María sin apresurarse lo más mínimo en salir de su mutismo.

Puede usted hablar si le parece —parecía decir—, pero yo no tengo ganas de hacerlo.

La princesa María así lo comprendió y se dirigió al príncipe Basilio con objeto de dar a entender a su hijo que no se consideraba digna de ocupar su atención. La conversación era viva y animada, gracias sobre todo a la locuacidad de la princesita que entreabría continuamente sus labios para mostrar sus blanquísimos dientes.

El príncipe Basilio y Anatolio le daban la réplica aun cuando la princesita apenas conocia a este último. La señorita Bourrienne juzgó asimismo pertinente intervenir en aquellas confidencias, de las que no tenía la menor idea, y hasta la princesa María vióse obligada a sumarse a la alegre conversación.

— Ahora podremos al menos contar absolutamente con usted, querido príncipe —dijo la princesa en francés, dirigiéndose al príncipe Basilio—. No ocurrirá como en las veladas de Anita en las que siempre se escapaba. ¿Se acuerda usted de la querida Anita?

— No vais a comenzar, por supuesto, a "hacer política como Anita.

— ¿Y nuestra mesa de té?

— ¡Ah, sí!

— ¿Por qué no venía usted nunca a casa de Anita? —preguntó la princesita a natolio—. Pero ya lo sé, ya lo sé —añadió guiñando un ojo—. Su hermano Hipólito me ha contado todas las hazañas de usted ... —Y agregó, amenazándole con el dedo—; Ya estoy enterada de sus hazañas en París.

— ¿Hipólito no te ha contado nada? —dijo a su hijo el príncipe Basilio, cogiendo la mano de la princesita como si quisiera retenerla—. ¿No te ha contado cómo se enamoró de la encantadora princesa y cómo ésta se lo quitó de delante? ¡Oh, es la perla de las mujeres, princesa! —añadió dirigiéndose a la princesa María.

Por su parte, la señorita Bourrienne, al oír la palabra París, aprovechó la ocasión para mezclar en la conversación sus recuerdos personales, e interrogó a Anatolio acerca de su estancia en la capital francesa.

Anatolio la miró sonriendo y le respondió de muy buen humor. En su fuero interno habia decidido de antemano no aburrirse en Lisia Gorí.

No está mal, no está mal esta señorita de compañía —decíase—; espero que la otra la tomará consigo cuando se case conmígo; es deliciosa esa pequeña.

El viejo príncipe estaba aún en su habitación, vistiéndose con gran parsimonia. Gruñón y pensativo, conjeturaba respecto a lo que tenía que hacer. La llegada de los visitantes le contrariaba.

¿Tiene acaso necesidad de casarse para ser desgraciada? He aquí a Lisa que no hubiera podido encontrar ciertamente mejor marido ... ¿Está contenta de su suerte? Fea y torpe como es, ¿quién se casará con ella por amor? La tomarán por su fortuna, por sus buenas relaciones. ¿No sería más feliz quedándose soltera?

Asi pensaba, mientras acababa de vestirse, el viejo príncipe. Aquella terrible alternativa estaba sin duda en vísperas de resolverse, pues el príncipe Basilio abrigaba evidentemente, la intención de pedir la mano de la princesa María, sí no hoy mismo, el día siguiente.

— Indudablemente, su nombre, su posición en el mundo, no son despreciables, pero; ¡es su hijo digno de ella? ... Es lo que falta por ver —añadió en voz alta.

Y se encaminó con paso firme y resuelto hacia el salón. Al entrar abarcó con una ojeada todos los detalles: el cambio de vestido de la princesita, las cintas de la señorita Bourrienne, el monstruoso peinado de su hija, su aislamiento y las sonrisas de Anatolio y la señorita de compañía.

Parece un adefesio —pensó—, y, en cuanto a él, ni siquiera la mira.

— Buenos días —dijo acercándose al príncipe Basilio—. Me alegra mucho verte.

— La amistad ignora las distancias —repuso el príncipe Basilio, con el tono seguro y familiar que le era habitual—. He aquí a mi hijo pequeño. Te lo recomiendo.

— Buen muchacho, buen muchacho —dijo el dueño de la casa examinando a Anatolio—. Ven, bésame aquí.

Y le ofrecíó su mejilla.

El viejo príncipe se sentó en su sitio habitual, en el rincón del canapé; ofreció su butaca al príncipe Basilio y le interrogó acerca de la política y las noticias del día. Sin dejar de escuchar con atención no perdía de vista a su hija.

- ¡Ah, eso es lo que han escrito de Potsdam!

Y repitiendo las últimas palabras de su interlocutor, se levantó y se aproximó a su hija.

— ¿Es para los forasteros que te has emperejilado así? ¡A fe mía que estás hermosa, muy hermosa! ¡Y un nuevo peinado en su obsequio! ¡Pues bien, te prohibo, en presencia de ellos, que vuelvas a hacerlo sin mi consentimiento!

— Soy yo, papá, quien tengo la culpa —dijo la princesita ruborizándose de pies a cabeza.

— Tú eres libre de hacer cuanto te plazca —repuso inclinándose ante su nuera—, pero ella no tiene ninguna necesidad de desfigurarse: ya es bastante fea sin todos esos perifollos. Y se volvió a su sitio sin preocuparse de la princesa María, que estaba a punto de llorar.

— Pues, a mí parecer, ese peinado la favorece mucho objetó el príncipe Basilio.

— ¿Y mi querido y joven príncipe? Acércate, ven aquí, conversemos y hagamos mutuo conocimiento.

La farsa va a comenzar, dijose Anatolio, sentándose al lado del viejo príncipe.

— Así, pues, educado en el extranjero, ¿no es eso? En cambio, a tu padre y a mí nos enseñó a leer y a escribir un sacristán ... Y díme, amigo mío, ¿sirves en la guardia montada —añadió mirándole fijamente desde muy cerca.

— No; he pasado al ejército —repuso Anatolio, que apenas podía contener la risa.

— ¡Ah! ¡Ah! Eso está muy bien. Así, pues, ¿quieres servir al emperador y a la patria. Pero hay guerra, y un muchacho como tú tiene que servir. ¿Estás en servicio activo?

— No, príncipe. El regimiento está ya en marcha y yo estoy agregado ... ¿A qué estoy agregado, papá? —dijo a su padre, riendo.

— ¡Pues sí que sirve bien! ¿A qué estoy agregado? ¡Ja, ja, ja!

El viejo príncipe se echó a reír, y Anatolio le secundó de buen grado. De pronto, el príncipe Nicolás frunció el ceño y dijo:

— Bien; vete.

Anatolio sonrió y se reunió con las damas.

— Lo has hecho educar en el extranjero, ¿no es eso, príncipe Basilio?

— He hecho cuanto he podido. La educación que se da allí es infinitamente superior a la nuestra.

— ¡Sí, claro está! Hoy todo ha cambiado, todo son modas nuevas. ¡Un buen muchacho, un buen muchacho! Y ahora, vamos arriba.

Apenas hubieron entrado en el gabinete, el príncipe Basilio se apresuró a hacerle partícipe de sus deseos y esperanzas.

— ¿Crees, acaso, que la tengo encadenada y que no puedo separarme de ella? Eso es lo que la gente se imagina —exclamó lleno de cólera—; por mi parte, que sea mañana mismo. Sólo quiero conocer mejor a mi yerno ... No ignoras cuáles han sido siempre mis principios: obra, pues, francamente. Mañana se lo preguntaré ante ti, y si su respuesta es afirmativa, tu hijo se quedará por un tiempo entre nosotros, porque quiero estudiarlo —concluyó diciendo el príncipe, dando a su voz el mismo tono agudo y penetrante con que se había despedido de su hijo.

— Te hablaré, príncipe, con la mayor franqueza —dijo el príncipe Basilio adoptando el tono del hombre astuto que se ha convencido de la inutilidad de sus tretas frente a un interlocutor demasiado clarividente— porque conoces bien a los hombres. Anatolio no es ciertamente un genio, pero es un muchacho correcto y un buen hijo.

— Bien, bien, ya veremos.

Ante la aparición de Anatolio, las tres mujeres, que vivían solitarias y privadas desde hacia mucho tiempo de la sociedad de los hombres, se dieron cuenta igualmente que su existencia hasta aquel día había sido incompleta.

La princesa María no pensaba ya en su rostro ni en su desdichado peinado y se absorbía en la contemplación de aquel hombre que podía llegar a ser su marido.

La señorita Bourrienne, excitada también extraordinariamente por la llegada de Anatolio, pensaba de muy distinta manera. Aquella linda muchacha que no tenía en el mundo ninguna posición, ni parientes, ni amigos, ni patria, no podía pensar seriamente en dedicar toda su vida a ser la lectora del viejo príncipe y la amiga de la princesa María. Esperaba, desde hacía mucho tiempo, a aquel príncipe ruso que con una sola ojeada sabría apreciar su superioridad sobre las princesas rusas feas, desgarbadas y sin gracia, que se enamoraría de ella y la raptaría.

La princesita, como un viejo caballo de regimiento que relinchara al son de las trompetas, olvidaba su situación y se preparaba, no sólo sin ningún pensamiento oculto, sino con una ingenua y frivola ironía, a un ataque a fondo con las armas de su coquetería.

Después del té, la reunión pasó al salón de música y se invitó a la princesa María a tocar el piano. Anatolio se acomodó sobre el instrumento al lado de la señorita Bourrienne y no apartaba los ojos de la princesa María, la cual sentía, con una emoción de dolorosa alegría, posarse en ella aquella mirada. Anatolio estaba vuelto hacia ella, pero en realidad sólo se interesaba por la señorita Bourrienne, cuyo diminuto pie oprimía ligeramente con el suyo. La señorita de compañía miraba también a la princesa María, y en sus bellos ojos se traslucía igualmente una expresión de esperanza y de temerosa alegría.

Por la noche, al disgregarse la reunión después de cenar, Anatolio besó la mano de la princesa, que tuvo ánimos para mirarle. Besó también la mano de la joven francesa; no era tal vez pertinente, pero lo hizo con su aplomo habitual.

Capítulo V

Se habían retirado todos a sus respectivas habitaciones, y quizá con excepción de Anatolio, que se durmió en el acto, el resto apenas si pudo conciliar el sueño en gran parte de la noche.

¿Será verdaderamente mi marido ese hombre tan apuesto, tan bueno; sí, sobre todo tan bueno?, pensaba, desvelada, la princesa María.

Y la invadió una sensación de terror que hasta entonces había desconocido.

La señorita Bourrienne se paseó largo tiempo por el jardín de invierno, esperando en vano a alguien, sonriendo a alguien y emocionándose a veces con las palabras de su pobre madre, que la reprendía por su falta.

La princesita reconvenía a la doncella porque la cama estaba mal hecha; no podia estar acostada ni de espaldas ni de lado; todo la molestaba e incomodaba ... Un peso la oprimía, y aquella noche lo sentía tanto más cuanto que la presencia de Anatolio la habia retrotraído a una época en que, alegre y desenvuelta, no la abrumaba ninguna preocupación: sentada en una butaca, en camisón y tocada con una cofia, por tercera vez hacia rehacer su cama y volver los colchones.

El viejo príncipe tampoco podía dormir. Tikhon, amodorrado ya por el sueño, oía, no obstante, de vez en cuando, su colérico caminar.

Este hombre, el primero que se ha presentado ante ella, ha conseguido que olvidara todo, hasta a su padre ... Hela aquí atareándose en su habitación, peinándose y acicalándose hasta parecer otra. Está encantada con abandonar a su padre a pesar de que le constaba que yo me daría cuenta de todo. ¡Bah! ¿Es que acaso no veo que ese imbécil no mira más que a la Bourrienne? ... Habrá que despedirla. Y ni siquiera tiene orgullo para comprenderlo.

Harto sabía el viejo príncipe que el medio más seguro de excitar el amor propio de su hija, era decirle que mientras ella se hacía ilusiones acerca de Anatolio, éste sólo se ocupaba de la francesa. Saldría victorioso, es decir, satisfaría su deseo de no separarse de su hija.

- ¿Están todos acostados? —inquirió el príncipe.

Tikhon, como todos los buenos criados, conocía por instinto la dirección de los pensamientos de su amo.

— Se han acostado y han apagado las luces. Excelencia.

— Ya era hora, ya era hora —musitó el viejo príncipe; y embutiendo sus pies en las pantuflas fue a tenderse en el diván que hacía las veces de cama.

Aun cuando entre Anatolio y la señorita Bourrienne no hubo explicación alguna, ambos habían llegado a un perfecto acuerdo en lo referente a la primera parte de la novela, es decir, hasta la entrada en escena de la pobre madre. Habían comprendido que tenían muchas cosas por decirse y desde muy temprano por la mañana buscaban la ocasión para conversar a solas. Y mientras la princesa María, más muerta que viva, pasaba a la hora habitual al gabinete de su padre, la señorita Bourrienne se encontraba con Anatolio en el jardín de invierno.

La princesa María se daba cuenta de que no solamente sabía todo el mundo que aquel día iba a decidirse su suerte, sino que también ella se sentía dispuesta para tal acontecimiento.

Aquella mañana el viejo príncipe se mostró en extremo cariñoso y complaciente con su hija.

Enseguida abordó el tema que le preocupaba, sin tutear a su hija:

— Me han hecho una proposición que os concierne —dijo con una forzada sonrisa—. Por supuesto, habréis adivinado que el principe Basilio no ha traído aquí a su pupilo —llamaba así a Anatolio sin saber exactamente por qué— por mis bellos ojos. Ya conocéis mis principios, y por esto os hablo en este momento.

— ¿Qué es lo que debo comprender? —dijo la princesa, ora palideciendo, ora ruborizándose.

— ¿Qué es lo que debéis comprender? —gritó el viejo, montando en cólera—. El príncipe Basilio os encuentra a su gusto para nuera y os pide en matrimonio para su pupilo. ¿Está claro? Es a vos a quien debo preguntar ...

— Yo no sé, papá, lo que usted ... —murmuró la princesa.

— ¿Yo? Y a mí, ¿qué me importa? Dejadme estar a mí. No soy yo quien tengo que casarme ... ¿Qué es lo que queréis? ... Eso es lo que me interesa saber.

La princesa comprendió que aquel matrimonio no era muy del agrado de su padre, pero se dijo al punto que éste era el momento en que su vida había de decidirse.

— Sólo deseo una cosa: hacer su voluntad ... Pero sí me fuera permitido expresar mi pensamiento ...

— Está bien —exclamó el príncipe, interrumpiéndola—. Te tomará con la dote y con la señorita Bourrienne. Ésta será su mujer y tú ...

Al notar la impresión que sus palabras producían en su hija, se detuvo. Ésta bajó la cabeza y estaba a punto de prorrumpir en llanto.

— Vamos, vamos, se trata de una broma. Acuérdate de una cosa, hija mía: mis principios reconocen a una muchacha el derecho de elección. Eres libre, pero no olvides que de la decisión que tomes depende la felicidad de toda tu vida. No tienes que preocuparte por mí.

— Pero yo no sé, papá ...

— No hablemos más. Él se casará con quien le ordenen, pero tú eres libre. Vete a tu habitación, reflexiona y tráeme la contestación dentro de una hora. Dirás sí o no en presencia de Anatolio. Ya sé que vas a rezar. Está bien, no te lo impido, pero tal vez sería mejor reflexionar. Sí o no, sí o no —continuó diciendo mientras su hija se alejaba con paso inseguro.

La alusión a la señorita Bourrienne era terrible. Quizá no era cierta, pero no podía pensar en ello sin perder su sangre fría. Retornaba a su habitación por el jardín de invierno cuando, de pronto, el conocido cuchicheo de la señorita Bourrienne la sacó de su abstracción. Levantó los ojos y vio a dos pasos de ella a Anatolio, que tenía enlazada a la joven francesa y le hablaba al oído. Cuando éste se volvió hacia la princesa, expresaba su rostro los violentos sentimientos que le agitaban, pero no retiró su brazo del talle, de la linda muchacha.

La princesa María se había detenido, petrificada, mirándoles como embobada. La señorita Bourrienne lanzó un grito y huyó; Anatolio saludó a la princesa con una jactanciosa sonrisa y encogiéndose de hombros se dirigió hacía la puerta que conducía a su apartamentó.

Una hora después, Tikhon, a quien se había enviado a avisar a la princesa María, le anunció que la estaban esperando y que también el príncipe Basilio estaba allí. La encontró en su habitación sentada en el canapé, acariciando dulcemente los cabellos de la señorita Bourrienne, cuyos ojos estaban arrasados de lágrimas. Los bellos ojos de la princesa Maria, llenos de tierna y afectuosa compasión, habían encontrado de nuevo su sosiego y luminosa belleza.

El príncipe Basilio, sentado con las piernas cruzadas y con una tabaquera en la mano, fingía una honda ternura, que se esforzaba en ocultar bajo una emocionada sonrisa. Al entrar la princesa María, aspiró un polvo de rapé y la cogió de las manos.

— ¡Ah, querida, la suerte de mi hijo está en sus manos! Decídase usted, mi buena, mí dulce, mi querida María, a quien he amado siempre como a una hija.

Y se volvió, porque acababa de asomar furtivamente una lágrima en sus ojos.

— ¡Vamos, vamos! En nombre de su pupilo e hijo, el príncipe te pregunta, sí o no, si quieres ser la esposa del príncipe Anatolio Kuraguin. Sí o no, dílo —exclamó el príncipe Nicolás—. Yo me reservo el derecho de dar después mi parecer —añadió, respondiendo a la mirada suplicante del príncipe Basilio—. ¿Sí o no?

— Mí deseo, papá, es no abandonarle jamás, no separar mí existencia de la suya. No quiero casarme —repuso la princesa María, mirando con resolución a su padre y al príncipe Basilio.

— ¡Tonterías, tonterías! —exclamó el viejo príncipe.

Y atrayéndose a su hija le apretó la mano con tal violencia que la princesa lanzó un grito de dolor.

El príncipe Basilio se levantó.

— No olvidaré nunca, nunca, este momento, mí querida princesa ... Pero, dígame, ¿no nos dará usted alguna esperanza? ¿No llegará a emocionarse su bueno y generoso corazón? Diga usted que tal vez ... ¡El tiempo guarda tantas sorpresas! ... Diga usted que quizá ...

— Lo que he dicho, príncipe, me lo ha dictado mi corazón. Le agradezco mucho el honor que me han dispensado, pero jamás seré la esposa de su hijo.

— Ya todo ha terminado, amigo mío. Estoy muy contento de verte, muy contento de verte, muy contento. Vete a tu habitación, princesa ... Muy contento, muy contento —repitió el viejo príncipe, abrazando al príncipe Basilio.

Capítulo VI

Los meses transcurrían lentos, monótonos, largos para la familia Rostov, sin noticias de su hijo Nicolás. Mediaba el invierno cuando el conde recibió una carta completamente inesperada para él, perdidas ya todas las esperanzas. Caminando de puntillas para que no lo oyesen, precipitóse hacia su despacho, donde se encerró para leer la carta a sus anchas. Ana Mikhailovna que, sabedora de todo cuanto ocurría en la casa, tuvo conocimiento de la llegada de la carta, entró cautelosamente en el despacho del conde y le sorprendió llorando y riendo al mismo tiempo.

— ¿Qué noticias hay, amigo mío? —dijo Ana Mikhailovna, con tono interrogativo y melancólico.

El conde sollozó ruidosamente.

— Nicolás ... una carta ... herido ... querida ... le han herido ... ¡Pobre hijo mío! ... Ha ascendido a oficial ... Alabado sea Dios ... Pero, ¿cómo se lo diremos a la condesa?

Ana Mikhailovna se sentó a su lado, cogió la carta, la leyó y tranquilizó al conde asegurándole que durante la comida prepararía a la condesa y que por la tarde, después del té, se lo contaría todo.

Mantuvo en efecto su promesa y en el transcurso de la comida no cesó de charlar sobre el tema de la guerra, preguntó dos veces —aunque lo sabía perfectamente— cuándo se había recibido la última carta de Nicolás.

De toda la familia, era Natacha la que mejor captaba los más ínfimos matices en las inflexiones de la voz, el más ligero cambio en las facciones y las miradas. Así, pues, aguzaba el oído, pues había adivinado que entre su padre y Ana Mikhailovna guardaban un secreto concerniente a su hermano y que ésta última estaba preparando a su madre. A pesar de su osadía; Natacha, sabiendo cuánto afectaba a su madre lo referente a su hijo, no se atrevió a hacer ninguna pregunta. Apenas acabaron de comer, se lanzó en persecución de Ana Mikhailovna, a la que alcanzó en el salón, y con todo su ímpetu se colgó de su cuello.

— ¡Tía, mi querida tía! ¿Qué ocurre?

— Nada, pequeña.

— Por Dios, tía, sea usted buena. Yo sé que está usted enterada de algo y no la soltaré hasta que me lo diga.

Ana Mikhailovna bajó la cabeza.

— Eres una ardilla, hija mía.

— Es una carta de Nicolás, ¿no es cierto? —exclamó Natacha, leyendo una respuesta afirmativa en el rostro de Ana Mikhailovna.

— ¡Chist! Sé prudente; ya sabes lo impresionable que es tu mamá.

— Lo seré, se lo prometo ... Pero cuénteme lo que ocurre. ¿No quiere? En este caso voy a decírselo yo misma.

Ana Mikhailovna la instó nuevamente a guardar silencio, y en pocas palabras la puso al corriente del contenido de la carta.

— Le doy a usted mi palabra de honor —dijo Natacha, persignándose— que no se lo diré a nadie ...

Y corrió enseguida a reunirse con Sonía, a la que gritó desde lejos con exuberante gozo:

— ¡Nicolás está herido! ¡Una carta!

— ¡Nicolás! —exclamó Sonia palideciendo súbitamente.

Al ver la impresión que producía en Sonia la noticia de la herida de su hermano,

Natacha comprendió de pronto el dolor que aquélla encerraba. Se echó en brazos de Sonia y la besó llorando.

— Su herida es leve, ha sido ascendido a oficial y se encuentra mu y bien, puesto que la carta es de su puño y letra.

— ¡Qué lloronas sois las mujeres! —dijo Petia, entrando con paso decidido en la estancia-. En cambio, yo estoy contento, muy contento de que mí hermano se haya dístinguido. Vosotras no hacéis más que gimotear y no comprendéis nada.

Natacha sonrió a través de sus lágrimas.

— ¿Has leído la carta? —preguntó Sonía.

— No, no la he leído, pero Ana Mikhailovna me ha dicho que todo el peligro ha pasado ya y que es oficial.

— Loado sea Dios —dijo Sonia persignándose—, pero tal vez no diga la verdad. Vamos a ver a mamá.

Petia continuaba paseándose en silencio por la habitación.

— Si yo hubiera estado en el lugar de Nicolás, habría matado aún a más franceses. Son esos miserables. Hubiera matado a tantos que hubiese hecho una montaña con ellos.

— Cállate, Petia, eres un imbécil.

— No soy yo el imbécil, sino los que lloriquean por esas minucias —dijo Petia.

— ¿Te acuerdas de él? —preguntó Natacha, después de un momento de silencio.

— ¿Si me acuerdo de Nicolás? —dijo Sonia sonriendo.

— No, Sonia ... quiero decir ... ¿te acuerdas de él ... claramente? ... ¿te acuerdas de todo? -decía Natacha, acompañando con gestos sus palabras, a las que trataba de dar un grave significado—. Yo me acuerdo muy bien de Nicolás, pero de Boris, ni pizca.

— ¡Cómo! ¿No te acuerdas de Boris? —preguntó Sonia, estupefacta.

— No es que lo haya olvidado ... Sé mu y bien cómo es. Cuando cierro los ojos, veo a Nicolás, pero a Boris ... Y cerró los ojos.

— Nada, ya no hay nada.

— ¡Ah, Natacha! —exclamó Sonia con exaltación mirándola fijamente y juzgándola sin duda indigna de oír lo que iba a decirle, lo que no le impidió dar a sus palabras una emocionada convicción—. Amo a tu hermano y, suceda lo que suceda a uno de los dos, le amaré siempre.

— ¿Le escribirás? —preguntó.

— No sé; si me escribe, le contestaré —repuso, sonrojándose.

— ¿Y no te dará vergüenza hacerlo?

— No.

— Pues yo me avergonzaría de escribir a Boris, y no lo haré.

— Pero, ¿por qué?

— No lo sé, pero estoy segura de que me daría vergüenza.

— Ya sé por qué —dijo Petia, a quien había molestado la primera observación de Natacha—. Porque estaba enamoriscada de aquel gordo de los lentes —Petia designaba así a su homónimo, el nuevo conde Pedro Bezukhov— y ahora le ha tocado el turno al cantante —haciendo alusión al italiano, el nuevo profesor de canto de Natacha—. He aqui toda la razón.

— Eres un idiota, Petia —dijo Natacha.

— No tanto como tú, señora —replicó con un tono de viejo brigadier aquel mozalbete de nueve años no cumplidos.

Las reticencias de Ana Mikhailovna durante la comida habían inquietado sobremanera a la condesa. Al trasladarse a su habitación, estaba a punto de prorrumpir en llanto y no quitaba de los ojos la miniatura de su hijo. Ana Mikhailovna, con la carta en la mano se acercó a la puerta de la habitación y se detuvo.

— No entres —decía al viejo conde que se disponía a ir en pos de ella—. Más tarde.

Y cerró la puerta tras de sí.

El conde aplicó su oreja al ojo de la cerradura y no oyó al principio más que palabras indiferentes; luego la voz de Ana Mikhailovna que pronunciaba un largo discurso, después un grito, un silencio ... y dos voces que se respondían alternativamente en un alegre dúo. Ana Mikhailovna introdujo al conde.

— Ya está —dijo al conde, mientras la condesa, con el retrato en una mano y la carta en la otra, los besaba alternativamente. Tendió las manos a su marido, besó su calvicie, por encima de la cual echó una nueva ojeada al retrato y a la carta, y lo apartó de sí dulcemente, para llevar una vez más a sus labios la carta y el retrato. En aquel momento entraron Vera, Natacha, Sonia y Petia y se dio lectura a la carta de Nicolás. La condesa lloraba.

— ¿Por qué lloras, mamá? —dijo Vera—. Al contrario, es cosa de que todos debemos alegrarnos. Era justo, pero el conde, la condesa, Natacha, todos, la miraron con aire de reproche. ¿A quién se parece esta muchacha?, pensaba la condesa.

La carta del hijo amado fue leída una y cíen veces, y quienes deseaban enterarse del contenido tenían que trasladarse a la habitación de la condesa, pues ésta no se desprendia de ella.

Capítulo VII

Los dos emperadores, el de Austria y el de Rusia se disponían a pasar la revista a las tropas del ejército de Kutusov, acampado ahora en las cercanías de Olmütz. Era el día, 12 de noviembre. La guardia que acababa de llegar de Rusia, vivaqueaba a quince verstas de Olmütz y al día siguiente, a las diez de la mañana, había de dirigirse al campo de maniobras para tomar parte en la revista.

Nicolás Rostov comunicaba que el regimiento de Izmailovsky pernoctaría a unas verst de allí y que le aguardaba para entregarle correspondencia y dinero. La necesidad de este último envío se hacía sentir vivamente, pues, después de la campaña y durante su estancia en Olmütz, Nicolás había estado expuesto, a causa de las cantinas bien provistas y debido también a los judíos austríacos que pululaban por el campamento, a todas las tentaciones imaginables.

En el regimiento de Pavlograd se festejaban con comilonas y rondas de bebidas las recompensas recibidas, y eran continuos los viajes a la ciudad, donde una húngara llamada Carolina acababa de abrir un restaurante servido por mujeres. Rostov había celebrado últimamente su ascenso, había comprado Beduino, el caballo de Denisov, y debía mucho dinero a sus camaradas y al cantinero. Cuando recibió la carta de Boris, se trasladó enseguida a Olmütz.

Durante el trayecto, Boris no se separó un momento de Berg, que había sido promovido a jefe de compañía y que por su puntualidad en el servicio había sabido ganar la confianza de sus jefes con arreglarles a satisfacción sus pequeños asuntos.

— Y ahora vamos a ver cómo salvará usted esta situación —dijo Boris.

— Lo intentaré —replicó.

En aquel momento, abrióse la puerta.

— ¡Ah, por fin! —exclamó Rostov—. ¡Y Berg también está aquí! Vamos, niños, es hora ya de acostarse —añadió el recién llegado, repitiendo las palabras de su vieja criada de la cual tanto se habían reído Boris y él en otro tiempo.

— ¡Cielos, cómo has cambiado!

Boris se levantó y se dirigió a Rostov, depositó tranquila y afectuosamente en las mejillas de Rostov, después de abrazarlo, los tres besos de rigor.

Casi seis meses habían transcurrido desde que se separaron, y al encontrarse de nuevo en el momento —en que daban sus primeros pasos en la vida, quedaron asombrados del cambio profundo que en los dos se había operado y que era eonsecuencia del ambiente en que se habían desenvuelto.

— ¡Ah, qué suerte la vuestra! Frescos y pimpantes, no parece sino que estéis de vuelta de un paseo. En cambio nosotros, los pobres pecadores del ejército ... —dijo Rostov, que con su joven voz de barítono y sus amplios gestos, trataba, mostrando su pantalón cubierto de barro, de desenvolverse como un militar del ejército por oposición con la elegancia de la guardia.

En aquel momento la dueña de la casa, una alemana, asomó la cabeza por la puerta.

— ¿Es bonita? —dijo Rostov, con un guiño de ojos.

— ¡No grites de este modo! ¡Vas a asustarla! —replicó Boris—. Te aseguro que no te esperaba tan pronto, pues no hace aún veinticuatro horas que entregué dos líneas a Bolkonsky, un ayudante de campo amigo mío. No contaba que llegarían tan rápidamente a sus manos ... ¿Y qué? ¿Recibiste ya el bautismo de fuego?

Rostov, sin contestar, hizo saltar entre sus dedos la cruz de San Jorge que colgaba de su uniforme y, señalando el brazo que llevaba en cabestrillo, miró a Berg con visible satisfacción.

— Tú mismo puedes verlo —dijo.

— Sí, sí —repuso sonriendo—. También nosotros hemos hecho una buena campaña. Ya debes saber que Su Alteza Imperial va siempre con nuestro regimiento, de manera que gozamos de todas las comodidades y ventajas. ¡Qué recibimientos nos hicieron en Polonia! ¡Qué cenas! ¡Qué bailes! No te lo puedo explicar ... Y el Zarevitch es muy amable con todos los oficiales.

Los dos amigos se contaron mutuamente la vida de vivaque y las ventajas y diversiones del servicio bajo el mando de tan elevados personajes.

— ¡Oh, la guardia! —exclamó Rostov—. Vamos, di que traigan vino. Boris frunció el ceño, pero saeando su bolsa de debajo los blancos almohadones, mandó que trajeran vino.

— A propósito, aquí tienes tu dinero y la carta. Rostov dejó el dinero sobre el canapé y, acodándose en la mesa para estar más cómodo, se puso a leer la carta.

La presencia de Berg le molestaba; sintiéndose mirado fijamente por él, ocultó el rostro detrás del papel.

— ¡Vaya, que no te han escatimado el dinero! —dijo Berg, contemplando el repleto saquito hundido en el canapé—. En cambio, nosotros tenemos que vivir de nuestra paga. En cuanto a mí, te diré ...

— Escucha, querido. Si recibieses cartas de tu casa y estuvieses con un amigo con el que tuvieses muchas cosas por contaros y yo estuviera presente, me marcharía enseguida para dejarte en plena libertad. Por tanto, desvanécete en el acto y vete al diablo. —Y cogiéndolo por los hombros, le miró amistosamente, con el propósito de suavizar la agresividad de sus palabras y añadió—: Supongo que no te enojarás conmigo porque te hablo como a un viejo camarada.

— Pero, por Dios, conde, me hago perfectamente cargo ... —dijo Berg con voz gutural, levantándose.

— Vete a ver a los dueños de la casa; ya sabes que te han invitado —añadió Boris.

Berg tomó la guerrera más limpia, se arregló sus cabellos al modo del emperador Alejandro y, convencido por la mirada que le dirigió Rostov de que el conjunto producía un efecto irresistible, salió con una sonrisa de satisfacción en los labios.

— ¡Ah, qué idiota soy! —dijo Rostov, leyendo la carta.

— ¿Por qué?

— Un verdadero idiota por no haberles escrito más que una vez y, claro está, estaban sobremanera inquietos. ¡Qué idiota soy! —repitió, enojado consigo mismo—. ¿Y el vino? ¿Has enviado a Gravilo por vino?

Entre las cartas de sus familiares había una recomendación para el príncipe Bragation. Siguiendo el consejo de Ana Mikhailovna, la había obtenido la condesa por mediación de una de sus amistades, y pedía a su hijo la entregara lo más pronto posible a su destinatario, a fin de sacar provecho de ella.

— ¡Qué tontería! ¡Como si la necesitase! —dijo Rostov, arrojando la carta encima de la mesa.

— ¿Por qué la tiras?

— Es una carta de recomendación. ¿Qué falta me hace?

— ¡Cómo! ¿Te burlas de esta carta? Yo creo que puede serte de gran utilidad.

— En absoluto. No seré yo quien vaya a mendigar una plaza de ayudante de campo.

- ¿Por qué no?

— Porque esto es cosa de criados.

— Veo que no has cambiado lo más mínimo —dijo Boris.

— Y tú eres siempre el mismo diplomático. Pero no se trata ahora de eso ... Y a ti, ¿cómo te va? —preguntó Rostov.

— Como ves, hasta ahora todo marcha bien, pero debo confesarte que mi deseo es dejar mi unidad y ser agregado como ayudante de campo.

— ¿Por qué?

— Porque cuando uno ha entrado en la carrera militar debe procurar que sea ésta lo más brillante posible.

— ¡Ah, vamos! —dijo Rostov pensando en otra cosa. Y miró inquisitivamente a su amigo, esforzándose en penetrar en el fondo de su pensamiento.

El viejo Gravilo entró con el vino que había pedido.

— ¿Qué te parece si enviáramos a buscar a Alfonso Karlovifch? —dijo Boris—. Bebería contigo en mi lugar.

— Pues vete a buscarlo. ¿Cómo es este teutón? —preguntó Rostov, con una sonrisa desdeñosa.

— Es un hombre excelente, muy simpático y agradable.

Rostov miró de nuevo a Boris y exhaló un suspiro. Pero volvió a la habitación y, en presencia de la botella de vino, la conversación de los tres oficiales se animó.

— Te aseguro, conde, que no me atemoricé lo más mínimo. Te confesaré, sin ninguna clase de jactancias, que conozco las órdenes del día y los reglamentos tan bien como el padrenuestro. Así, pues, en mi compañía iba todo como una seda y, claro está, tenía la conciencia muy tranquila. Me presenté al gran duque ...

Y diciendo esto, el narrador se levantó y saludó militarmente. Era dificil, en efecto, encontrar en cualquier otro rostro más respeto y más satisfacción de la propia persona.

— Se puso a vociferar, me envió a todos los diablos, me llenó de improperios y oí las palabras de Arnauto y Siberia. Me guardé muy bien de contestar. ¿Eres mudo?, -exclamó. Yo seguí callado. Y tú, conde, ¿qué me dices a todo esto? Mañana, en el orden del día, ni una sola palabra a propósito de esta escena. Eso se gana con no perder la cabeza. Pues sí, conde, en tal caso te digo —concluyó Berg, encendiendo su pipa y lanzando al aire volutas de humo.

— Te felicito —dijo Rostov.

Pero Boris, adivinando que Rostov abrigaba la intención de burlarse de Berg, desvió hábilmente la conversación y rogó a su amigo le refiriera cuándo y cómo había resultado herido. ¿Cómo contarles simplemente que había marchado a galope tendido, que se había fracturado la muñeca al caerse del caballo y que había huido ante los franceses? Limitarse, pues, a exponer la verdad hubiera reclamado de su parte un gran esfuerzo, por lo que, dando rienda suelta a su fantasía, les refirió cómo, en lo más recio de la batalla, sintiéndose impelido por un temerario valor y olvidándose de todo lo divino y humano, se había precipitado como un alud, blandiendo el sable, sobre una formación enemiga, cómo finalmente había caído extenuado ..., etc.

— No puedes figurarte —añadió— el extraño y terrible furor que se apodera de uno en medio de la batalla. —Y mientras estaba pronunciando esa bella peroración, entró en la estancia el príncipe Bolkonsky. El príncipe Andrés, a quien halagaba que los jóvenes se dirigieran a él, ejercía con gusto su papel de protector. Boris le había caído en gracia y estaba muy bien dispuesto hacia él. Portador de documentos de Kutusov para el gran duque heredero, había entrado para ver a Boris, creyendo que estaría solo.

Cuando al entrar en la habitación advirtió al húsar acalorado por el relato de sus hazañas (el príncipe no podía soportar los individuos de aquella especie), frunció el ceño, sonrió afectuosamente a Boris y, entornando los ojos para mirar a Rostov, hizo una ligera inclinación y se sentó perezosamente en el canapé. Boris interrogó al príncipe acerca de las últimas notícias y le preguntó, caso de no ser indiscreto, si podían conocerse las nuevas disposiciones.

— Probablemente vamos a proseguir la marcha —replicó Bolkonsky, que no quería de ningún modo comprometerse ante gentes extrañas.

Berg, con su habitual cortesía, aprovechó la ocasión para informarse si se doblaría, para los jefes de compañía, la ración de forraje. El príncipe Andrés le contestó, con una sonrisa, que no eran de su incumbencia tan graves cuestiones de Estado.

— Respecto a lo que le interesa —dijo a Boris—, ya nos veremos más tarde. Venga a verme después de la revista y haremos cuanto nos sea posible ... —Y dirigiéndose a Rostov, cuya turbación e irritación parecía no haber advertido, le dijo—: ¿Estaba usted contando la acción de Schongraben? ¿Estaba usted allí?

— Sí estaba allí —replícó Rostov con tono agresivo.

Bolkonsky encontró natural la ocasión de divertirse con su mal humor y le dijo:

— ¡No cuentan pocas historias sobre esa batalla!

— Sí, sí, cuentan, en verdad, muchas historias —replicó Rostov, dirigiendo a Boris; a Bolkonsky una mirada furiosa—; sí, muchas historias, pero nuestros relatos son los únicos que tienen valor, un valor muy diferente de los que pueden hacer esos elegantes del Estado Mayor, a quienes se otorgan recompensas sin hacer nada ...

— De los que soy yo, por supuesto —interrumpió el príncipe Andrés con una amable sonrisa. Una singular mezcla de impaciencia y de respeto por la impasibilidad de Bolkonsky agitaron el ánimo de Rostov.

— No me refiero concretamente a usted porque no le conozco ni tengo, se lo confieso, el menor deseo de conocerle. Lo digo, en general, por todos aquellos que pertenecen a los Estados Mayores ...

— En cuanto a mí —dijo el príncipe Andrés, interrumpiéndole con voz tranquila; reposada—, ya me doy cuenta de que quiere usted ofenderme, lo que sería muy fácil si comenzase usted por perder el respeto a sí mismo, pero habrá de reconocer sin duda que la hora y el lugar no son los más a propósito para intentarlo. Nos hallamos en vísperas de un duelo mucho más serio e importante, y no es culpa de Dubretzkoy, su amigo de infancía si tengo la desdicha de desagradarle a usted. De todos modos, —añadió, levantándose—, sabe usted mi nombre y dónde encontrarme; no olvide que no me considero ofendido en lo más mínimo, y, como soy más viejo que usted, me permito aconsejarle disipe su mal humor. Así, pues, hasta la vista, Boris ...

Y el príncipe Andrés salió después de saludar a todos los presentes.

Rostov, aturdido, no logró recobrar su aplomo. Estaba enojado consigo mismo por no haber acertado con ninguna respuesta, y después de ordenar que trajeran su caballo, se despidió de Boris con sequedad.

Capítulo VIII

El emperador Alejandro y el emperador de Austria revistaron las tropas austríacas formadas por ochenta mil hombres, unidos a los que terminaban de llegar de Rusia, sin haber tomado parte en la campaña. Esto ocurría al día siguiente de la entrevista de Boris y Rostov.

Desde el amanecer, las tropas, con uniforme de gala, estaban alineadas en el campo situado frente a la fortaleza. Una masa moviente sobre la que ondeaban numerosas banderas se detenía a la voz de mando de los oficiales, se dividía y formaba en destacamento mientras desfilaba por su lado otra masa de infantería con uniformes diferentes. Más lejos había la caballería con uniformes azules, verdes, encamados, con sus músicos de bordada indumentaria, que avanzaba al cadencioso paso de sus caballos negros, moteados y grises; venía luego la artillería, que con el ruido dé bronce de sus relucientes cañones traqueteando sobre sus brillantes cureñas, deslizábase como una serpiente por entre la caballería y la infantería para ocupar el sitio que le estaba reservado. Los generales, con uniforme de gala, abarrotados de condecoraciones, con el rostro congestionado dentro el cuello del uniforme y combando el pecho, los oficiales, pulcros, atildados y elegantes, los soldados, limpios y recién afeitados, y hasta los caballos bien albohazados, con los arreos que relucían al sol y las crines cuidadosamente peinadas todos en fin comprendían que iban a ser testigos de un grave y solemne aeontecímíento.

Después de ímprobos esfuerzos, a las diez de la mañana estaba todo dispuesto.

El ejército de Kutusov, cuyo flanco derecho ocupaba el regimiento de Pavlograd, los nuevos regimientos del ejército y de la guardia llegados de Rusia y el ejército austríaco. Todos estaban, no obstante, en la misma línea y bajo el mismo mando.

De pronto, un murmullo, semejante al que produce el viento al agitar el follaje, recorrió todas las unidades.

— ¡Ya llegan! ¡Ya llegan! —exclamaron algunas voces.

Un grupo se divisaba, en efecto, en la lejanía. Este acontecimiento parecía atestiguar la alegría del ejército por la próxima llegada de los soberanos.

— ¡Silencio! —ordenó una voz.

Y del mismo modo que los cantos de los gallos saludaban a las primeras luces del alba, la palabra fue repetida en diferentes lugares y luego reinó el silencio más absoluto.

Oíase distintamente el galopar de los caballos que se acercaban. Las trompetas del primer regimiento hendieron el aire y sus sones parecían brotar de aquellos millares de pechos gozosamente emocionados por la llegada de los emperadores.

Apenas cesó la música, la voz juvenil y acariciadora del emperador Alejandro pronunció estas palabras: Buenos días, hijos míos, a las cuales el primer regimiento respondió: ¡Hurra! con un clamor de alegría tan ensordecedor y prolongado, que los mismos hombres quedaron intimidados por el número y la fuerza de la masa a que pertenecían.

Rostov, situado a primera fila en el ejército de Kutusov, la primera también al paso del emperador, experimentó, como todos los demás, ese sentimiento colectivo de olvido de sí mismo, de orgullosa conciencía de su fuerza y de apasionado entusiasmo hacia el héroe de aquella solemnidad.

Cuando el emperador pasaba ante los regimientos, éstos, uno después de otro, salían de su inmovilidad y de su silencio y recibiéndole a los sones de las trompetas prorrumpían en ¡hurras!, que se confundían en un bramido aterrador, con los hurras precedentes.

Al detenerse frente al regimiento de Pavlograd, el joven emperador se dirigió en francés al emperador de Austria y sonrió.

Rostov también sonrió y sintió intensificarse su amor hacia el emperador; hubiera querido dar pruebas de él y ante la imposibilidad de hacerlo le entraron ganas de llorar. El emperador llamó al jefe del regimiento. ¡Dios del cielo! ¿Qué ocurriría si se dirigiera a mi? Creo que moriría de dicha, pensó Rostov.

— Señores —dijo el emperador, dirigiéndose a los ofieiales (y Rostov creyó oír una voz celestial)—, os doy las gracias de todo corazón. Os habéis hecho merecedores de las banderas de San Jorge y seréis dignos de ellas.

¡Morir, sólo morir por él, decíase Rostov.

En aquel momento estallaron formidables hurras a los que con toda la fuerza de sus pulmones se unió Rostov para mejor atestiguar, con riesgo de desgarrarse el pecho, su entusiasmo.

El emperador permaneció algunos instantes indeciso.

¿Cómo es posible que se muestre indeciso?, pensó Rostov.

Y hasta aquella indecisión le pareció al punto majestuosa y fascinadora, como todo cuanto hacía el emperador. La indecisión de Alejandro no duró sino breves instantes. Su pie, calzado con zapatos de punta, según la moda de la época, tocó la elegante montun inglesa; su mano, calzada con guante blanco, tiró de las riendas y avanzó seguido del mar ondulante de sus ayudantes de campo.

Iba alejándose poco a poco, deteniéndose ante los otros regimientos, y a poco Rostov no distinguió a través del séquito que rodeaba a los dos emperadores más que a su blanco penacho.

Entre la escolta, Rostov vio a Bolkonsky. Se acordó de la disputa de la víspera y se preguntó si debía o no provocarlo. No, no —se dijo—. ¿Puede pensarse en eso ahora? ¿Qué significan nuestras querellas y nuestras ofensas cuando nuestros corazones rebosan de amor, de entusiasmo y de exaltación? Amo a todo el mundo y a todos los perdono.

Cuando el emperador hubo revistado a todos los regimientos, comenzaron las tropas a desfilar ante él. Rostov, montado en su Beduino, que había comprado a Denisov, pasó el último de su escuadrón, solo, y muy a la vista del emperador.

Excelente jinete, espoleó vivamente a su caballo y marchó al galope. Con la boca espumeante inclinada hacia el pecho, la cola elegantemente arqueada, rasgando el aire y rozando el suelo, adelantando graciosamente sus finísimas manos, Beduino parecía también darse cuenta de que la mirada del emperador estaba fija en él.

Capítulo IX

La buena disposición del principe Andrés le obligaba a presentarse en Olmütz. No le apetecia, nada más, desde luego, que un cargo, que una plaza no muy importante, como ayudante de campo de cualquier personaje. Eso era todo para Boris; todo lo que apetecía.

El principe Andrés no se hallaba aquel día en Olmütz, pero el aspecto de la ciudad donde estaba instalado el cuartel general, el cuerpo diplomático y donde se alojaban los dos emperadores con su séquito de cortesanos, le acució aún más el deseo de penetrar en aquellas altas esferas.

En la casa que ocupaba el generalísimo Kutusov, donde preguntó por Bolkonsky, todos los ayudantes de campo y hasta los asistentes le miraron como dándole a entender que estaban ya hasta la coronilla de oficiales inoportunos. Sin embargo, al día siguiente, que era el 15, renovó su tentativa. El príncipe Andrés se encontraba en casa e hicieron entrar a Boris en una espaciosa habitación.

En el momento en que Boris entró, el príncipe Andrés, con esa negligente cortesía que disimula el tedio, pero que el deber impone, escuchaba a un general ruso condecorado, ya de edad madura y de rostro rubicundo que, balanceándose sobre la punta de los pies, le exponía sus opiniones acerca de las futuras acciones militares.

— Muy bien, pero ... permítame usted un momento —dijo al general, con el acento francés que afectaba cuando hablaba en ruso y quería mostrarse desdeñoso.

Al ver a Boris, el príncipe Andrés dejó de dirigirse al general, que corrió en pos de él suplicándole le escuchara todavía un poco más, y saludó a aquél con una amable sonrisa.

En aquel momento Boris comprendió claramente algo que hasta entonces solamente había presentido: que en el ejército, además de la subordinación más esencial: la que obliga al general de rostro rubicundo a esperar respetuosamente al capitán príncipe si a éste le complace hablar con el suboficial Boris Dubretzkoy.

— Lamento no haber estado aquí ayer —dijo el príncipe Andrés, estrechándole la mano—. Estuve todo el día con los alemanes. Fuimos con Weirother a verificar la disposición de las tropas y ya sabe usted que cuando a los alemanes les da por la exactitud, no hay quien pueda con ellos.

Boris sonrió como si hubiera comprendido la alusión del príncipe Andrés, pero lo cierto era que oía por primera vez nombrar a Weirother y hasta la palabra disposición.

— Así, pues, amigo mío, quiere ser usted ayudante de campo, ¿no es cierto?

— Sí —respondió Boris, sonrojándose a pesar suyo—. Desearía pedírselo al generalísimo a quien sin duda habrá escrito el príncipe Kuraguin. Quería pedírselo porque temo que la guardia no llegue nunca a entrar en fuego —añadió, encantado de haber dado con ese plausible pretexto.

— Bien, bien, ya hablaremos de ello —dijo el príncipe Andrés—. Permítame ahora un momento y enseguida estaré con usted.

Éste, al presentarse de nuevo, se llevó a Boris al espacioso salón de las cinco camas.

— He aquí, amigo mío, mis conclusiones: presentarse al generalísimo es perfectamente inútil; le dirá mil cosas amables, le invitará a comer —lo que no estaría mal desde el punto de vista de aquella subordinación, pensó Boris—, pero no logrará usted nada, pues con tantos ayudantes de campo y oficiales de ordenanza podría formarse un batallón. En este momento todo depende del emperador, y Kutusov y su Estado Mayor y todos nosotros no tenemos las facultades de antes. Yo le propongo, pues, que vayamos a ver al general ayudante de campo, príncipe Dolgorukov, buen amigo mío y excelente persona y a quien he hablado ya de usted; creo que encontrará el medio de situarle a su lado y tal vez más alto, más cerca del sol.

Cuando el príncipe Andrés, acompañado de Boris, entró en el palacio para entrevistarse con el príncipe Dolgorukov, el Consejo Superior de Guerra se había dado ya por terminado.

El príncipe Dolgorukov, uno de los más ardientes defensores del plan de ataque, acababa de salir del Consejo, emocionado, fatigado, pero orgulloso de su triunfo. El príncipe Andrés le estrechó cordialmente la mano y le presentó a su protegido, pero Dolgorukov, incapaz de retener por más tiempo los pensamientos que en aquel momento le agitaban, se dirigió en francés al príncipe Andrés:

— ¡Finalmente hemos triunfado, amigo mío! Y quiera Dios que la batalla que seguirá a ésta sea igualmente brillante. Te confieso querido, que he sido injusto con los austríacos y sobre todo con Weirother. ¡Cuánta precisión! ¡Cuánta exactitud! ¡Qué conocimiento del país! ¡Qué previsión de todas las posibilidades, de todas las condiciones, de los más pequeños detalles! No podría imaginarse una situación tan ventajosa como la nuestra. ¡La escrupulosa exactitud austríaca unida a la valentía rusa! ¿Puede desearse algo más?

— ¿Está, pues, decidida la ofensiva? —preguntó Bolkonsky.

— Sí, y tengo la impresión de que Bonaparte ha perdido ya la cabeza. ¿Ya sabes que el emperador ha recibido hoy una carta suya?

Y Dolgorukov sonrió de manera significativa.

— ¿De veras? ¿Qué le dice?

— ¿Qué quieres que le diga? Que sí, que no, que esto y lo de más allá; en fin, argucias para ganar tiempo. Ten la seguridad de que caerá en nuestras manos. Pero lo más divertido —añadió con una sonrisa ingenuamente maliciosa— es que no se sabía cómo dirigirle la respuesta. No pudiendo ser al cónsul, menos aún podía dirigirse al emperador, por lo que, a mi parecer, no quedaba otra solución que hacerlo al general Bonaparte.

— De todos modos, entre no reconocer al emperador y tratarlo de general Bonaparte, hay, a mi juicio, alguna diferencia —objetó Bolkonsky.

— Ciertamente —le interrumpió vivamente Dolgorukov—, y ahí estriba la dificultad, Bilibin, que es muy inteligente, proponía el encabezamiento siguiente: Al usurpador; enemigo del género humano.

— ¿Y nada más?

— En todo caso, Bilibin ha dado con un tratamiento digno de su espiritualidad.

- ¿Cuál?

A l jefe del gobierno francés. —¿N o lo encuentras acertado?

— Sí, pero no le gustará —repuso Bolkonsky.

— ¡Oh, sin duda! Mi hermano, que conoce al emperador por haber comido con él más de una vez en París, me ha contado que jamás había visto un diplomático más sagaz y más fino: la habilidad francesa unida a la astucia italiana. Conocerás sin duda las historias del conde Markov, el único que ha sabido tratarle. ¿Conoces la del pañuelo? ¡Es deliciosa!

Y aquel charlatán de Dolgorukov, dirigiéndose a Boris y al príncipe Andrés, les contó cómo Bonaparte, queriendo poner a prueba a nuestro embajador, dejó caer el pañuelo a sus pies y se detuvo mirándole, esperando probablemente que el conde lo recogería, pero éste hizo lo mismo con su pañuelo, lo recogió y ni siquiera tocó el del emperador.

— ¡Magnífico! —dijo Bolkonsky—. Pero permíteme dos palabras ... He venido a verte para recomendarte a este joven ...

El príncipe Andrés no pudo terminar la frase porque un ayudante de campo del emperador vino en busca de Dolgorukov.

— ¡Oh, qué fastidio! —exclamó el príncipe Dolgorukov, levantándose apresuradamente y estrechando la mano a los dos jóvenes—. Ya sabes que será para mí un placer hacer todo cuanto de mí dependa por tí y por este simpático joven.

Estrechó de nuevo la mano de Boris con una expresión jovial y animada y añadió:

— Pero ya lo estáis viendo ... ¡Hasta la vista!

Boris estaba emocionado por la proximidad de tan poderosa personalidad. Allí estaba en contacto con los resortes que ponían en movimiento aquellas enormes masas de las cuales él se consideraba en su regimiento una parte ínfima y sumisa. Salieron al corredor en pos del príncipe Dolgorukov.

Al día siguiente las tropas se pusieron en marcha y Boris, no habiendo vuelto a ver a Bolkonsky y a Dolgorukov durante todo el tiempo que transcurrió hasta la batalla de Austerlitz, hubo de quedarse en su regimiento.

Capítulo X

Sólo habían caminado una versta cuando recibió la orden de detenerse. El escuadrón de Denisov, que formaba parte del destacamento del príncipe Bragation, que marchaba en dirección al campo de batalla, se detuvo. Era el 16, al rayar el alba.

Rostov vio desfilar ante él a los cosacos, el primero y segundo escuadrón de húsares, algunos batallones de infantería y artillería, los generales Bragation y Dolgorukov y sus ayudantes de campo. La lucha interior que había sostenido para vencer el miedo que se apoderaba de él cuando entraba en acción, todos sus hermosos sueños para distinguirse como húsar se disipaban como el humo, pues su escuadrón fue dejado en la reserva y el día transcurrió triste y tedioso. A las nueve de la mañana oyó a lo lejos crepitar de la fusileria, gritos y hurrás, vio pasar algunos heridos y, finalmente, en medio de un centenar de cosacos, todo un destacamento de caballería francesa.

— Rostov, ven aquí. Bebamos por nuestras penas —le gritó Denisov, instalándose a la orilla del camino ante una botella de aguardiente. Le rodeaban algunos oficiales, generales y ayudantes.

— Fijaos, ya nos traen otro —dijo uno de los oficiales indicando a un dragón francés que marchaba en medio de dos cosacos. Uno de éstos conducía de la brida a un caballo francés de excelente estampa y que pertenecía al prisionero.

— Véndame el caballo —gritó Denisov al cosaco.

— Con mucho gusto. Excelencia.

Los oficiales se levantaron y rodearon a los cosacos y al prisionero francés. Este último era un joven alsaciano que hablaba francés con marcado acento alemán. Estaba sofocado por la emoción; al oír hablar en su idioma dirigióse ora a uno ora a otro de los oficiales explicándole que no era culpa suya si lo habían hecho prisionero. Y a cada frase anadia: Sobre todo que no hagan ningún daño a mi caballo. Y lo acariciaba. Daba la impresión de que no se daba exacta cuenta de lo que decía. Aquel hombre traía a nuestra retaguardia el ambiente del ejército francés; que tan poco conocíamos. Los cosacos vendieron el caballo por dos luises y Rostov, que por el momento era el más rico del grupo, lo adquirió.

— Por favor, que no hagan daño a mi caballo —repitió el alsaciano. Rostov le tranquilizó y le dio algunas monedas.

— Vamos, vamos —dijo el cosaco, cogiendo de la mano al prisionero francés para hacerlo avanzar.

— ¡El emperador! ¡El emperador! —oyeron, de pronto, los húsares. Todos se dispersaron y se retiraron a sus puestos y Rostov, viendo venir en lontananza algunos jinetes con blancos penachos, montó rápidamente a caballo. Todo su mal humor, todas sus inquietudes, todo pensamiento egoísta se disiparon al instante.

— ¿Los húsares de Pavlograd? —preguntó el emperador.

— A la reserva, Sire —respondió una voz humana después de la voz divina que había labiado.

El emperador se detuvo ante Rostov. El rostro de Alejandro, más impresionante aún en aquel momento que el día de la revista, brillaba con tanta alegría, con tan inocente juventud que al tiempo que recordaba el resplandor de un adolescente conservaba la serena majestad de los rasgos del gran emperador. Recorriendo con los ojos al escuadrón, su mirada se posó, por espacio de un segundo, en la figura de Rostov.

¿Había comprendido lo que pasaba en el ánimo de este último? Rostov así lo creyó, pues la dulce caricia de sus hermosos ojos azules le había estremecido.

Levantando las cejas, el emperador espoleó bruscamente a su caballo y marchó hacia delante, al galope. El joven emperador no había podido resistir la tentación de asistir al combate y, a pesar de las objeciones de sus consejeros, a mediodía marchó al galope hacía donde estaban las tropas de vanguardia, dejando tras de sí a la tercera columna que le acompañaba.

Pocos instantes después de la marcha del emperador, la división del regimiento de Pavlograd recibió orden de avanzar y Rostov tuvo la dicha de ver de nuevo a su soberano en la pequeña ciudad de Wischau.

El emperador, acompañado de su séquito civil y militar, montado en un caballo alazán, se llevó a los ojos los lentes de oro y ladeándose un poco se puso a examinar a un soldado tendido a sus pies, sin casco y con la cabeza ensangrentada. El aspecto de aquel herido, horrible y repugnante, a pocos pasos del emperador, causó a Rostov una impresión. Un ayudante de campo se apeó del caballo, levantó al herido, que lanzó un ligero gemido y lo depositó en unas parihuelas.

— Poco a poco, poco a poco, ¿no puede hacerse con más cuidado? —dijo el emperador con un tono de compasión que demostraba que su sufrimiento era más intenso que el del moribundo.

Luego se alejó y Rostov, que se había dado cuenta de que sus ojos estaban húmedos por las lágrimas, oyó decirle en francés a Czartorisky: ¡Qué cosa más terrible es la guerra!

Denisov celebraba aquella noche su ascenso a mayor y Rostov, que había bebido el suyo durante el banquete, propuso brindar a la salud del emperador, pero no al emperador imperator como se dice en los banquetes oficiales, sino a la salud del emperador, el hombre bueno y de gran corazón.

— ¡Bebamos a su salud y por la segura victoria sobre los franceses ...! Si hemos luchado contra los franceses en Schongraben y no hemos retrocedido, ¿qué va a ocurrir ahí bajo el mando personal del emperador? Nos sentiremos honrados de morir por él, ¿no es así, señores? Quizá no me exprese bien, pero así lo siento y vosotros también. ¡A las del emperador Alejandro I! ¡Hurra!

— ¡Hurra! —respondieron a coro los oficiales.

Y el viejo Kirsten gritaba con el mismo entusiasmo que el oficial de veinte años.

— ¡Hijos míos, a la salud de nuestro emperador y por la victoria contra los enemigos —gritó con su vibrante voz de barítono.

Sus hombres le rodearon y contestaron a su brindis con ruidosas aclamaciones.

Por la noche, al separarse, Denisov dio un golpecito en los hombros a su predilecto Rostov:

— En campaña, como no sabe de quién enamorarse, se enamora del emperador.

— ¡Basta de bromas sobre eso, Denisov! —exclamó Rostov—. Es un sentimiento demasiado elevado, demasiado sublime ...

— Sí, sí, también yo soy de tu opinión y la comparto ... —No, tú no sabes lo que es.

Y Rostov se fue a pasear por entre las hogueras que iban extinguiéndose lentamente soñando, sin pensar en su vida, con la dicha de morir, de morir lisa y llanamente ante los ojos del emperador.

Capítulo XI

La noticia de que el emperador estaba indispuesto puso al Cuartel General sobre ascuas. Su médico, Willier, le visitó varias veces y de ahí que la noticia se extendiera como un reguero de pólvora sobre todo Wischau.

Atribuíase esa indisposición a la violenta impresión que había producido en su alma la sensible la vista de los muertos y heridos.

El día 17, al amanecer, un oficial francés, bajo la protección de la bandera parlamentaria, llegaba a Wischau procedente de las avanzadas y solicitaba audiencia con el emperador de Rusia. Ese oficial se llamaba Savary. El emperador acababa de dormirse. Savary tuvo que esperar hasta mediodía, hora en que fue introducido a presencia del soberano. Una hora después salió con el príncipe Dolgorukov, que le acompañó hasta las avanzadas francesas.

Decíase que Savary había venido a proponer al emperador una entrevista con Napoleón. Con satisfacción y orgullo del ejército, la entrevista fue desechada y se envió con Savary al principe Dolgorukov, el vencedor de Wischau, para que entrase en negociaciones con Napoleón a fin de saber si éstas, contra lo que todo el mundo esperaba, tenian por objeto un verdadero deseo de paz.

Por la tarde de aquel mismo día volvió Dolgorukov y conferenció largo rato con el emperador. Los días 18 y 19 de noviembre las tropas avanzaron aún dos etapas y después de una ligera escaramuza las avanzadas enemigas se replegaron. Por la tarde del día 19 tuvo lugar en las altas esferas del ejército un movimiento desacostumbrado de idas y venidas que continuó hasta el día siguiente por la mañana, 20 de noviembre, fecha de la memorable batalla de Austerlitz.

Hasta el mediodía del día 19, el movimiento, las animadas conversaciones, el ir y venir de los ayudantes de campo no pasó del Cuartel General de los emperadores, pero por la tarde del mismo día la agitación se extendió hasta el Cuartel General de Kutusov y a todos los Estados Mayores de los jefes de la división. Al atardecer, las órdenes transmitidas por los ayudantes de campo habían puesto en movimiento a todo el ejército y durante la noche del 19 al 20, aquella enorme masa de ochenta mil hombres se levantó en bloque y se puso en marcha con sordo rumor.

El príncipe Andrés estaba aquel día de servicio y no se había movido del lado del generalísimo. A las seis de la tarde llegó Kutusov al gran cuartel imperial y después de una breve audiencia con Su Majestad fue a entrevistarse con el gran mariscal de la corte, conde Tolstoi.

Bolkonsky aprovechó aquel momento para entrar a ver a Dolgorukov y obtener detalles de la batalla. El príncipe Andrés advirtió que Kutusov estaba inquieto y contrariado, y que en el Cuartel General estaban disgustados con él.

— Buenos días, querido —le dijo Dolgorukov, que tomaba el té con Bilibin— . Mañana es el gran día. ¿Qué dice tu viejo? ¿Está de mal humor?

— No diré que esté de mal humor, pero me figuro que hubiera querido ser escuchado.

— Le han escuchado en el Consejo y le volverán a escuchar siempre que discurra con sensatez, pero esperar y esperar siempre cuando Bonaparte está visiblemente asustado ante la batalla ... eso es imposible —dijo Dolgorukov.

— Pero, ¿has visto a Bonaparte? ¿Qué impresión te ha causado?

— Si, le he visto y tengo el convencimiento de que teme enormemente esta batalla -repitió Dolgorukov, encantado de la conclusión que había sacado de su visita a Napoleón—. Si no la temiera, ¿por qué habría solicitado esa entrevista e iniciado esas negociaciones?, y, sobre todo, ¿por qué se habría replegado, cuando precisamente la retirada es totalmente opuesta a su táctica habitual? Créeme: tiene miedo y te puedo asegurar que ha llegado su hora.

— Pero, ¿cómo es? —inquirió el príncipe Andrés.

— Es un hombre con redingote gris, que deseaba ardientemente le llamara Su Majestad, pero a quien, muy a pesar suyo, no honré con ningún título. He aquí qué clase de hombre es. Y a pesar de mi profundo respeto por el viejo Kutusov, buena la haríamos si continuáramos esperando y dándole tiempo, ahora que le tenemos seguro en nuestras manos para que se marche o nos engañe. No hay que olvidar el principio de Suvarov: más vale atacar que ser atacado. Y créeme: en la guerra, el ardor de los jóvenes es mejor guía que toda la experiencia de los viejos tácticos.

— Pero, ¿cuál es su posición? He ido hoy hasta las avanzadillas y me ha sido imposible descubrir dónde se encuentra el grueso de sus fuerzas —replicó el príncipe Andrés, que ardía en deseos de exponer al príncipe Dolgorukov el plan de ataque que había imaginado.

— ¡Bah, eso es igual! —exclamó Dolgorukov, levantándose rápidamente y replegando el mapa encima de la mesa—. Todos los casos están previstos ... Si se encuentra cerca de Brünn ...

Y el príncipe Dolgorukov expuso a su manera el plan de ataque de Weirother que consistía en un movimiento de flanco.

El príncipe Andrés formuló algunas objeciones tendiendo a demostrar que su plan era tan bueno como el de Weirother, pero que tenía el solo defecto de no haber sido aprobado.

— Hoy se celebrará Consejo de Guerra en casa de Kutusov y podrás exponer tus objeciones —dijo Dolgorukov.

— Así lo haré —replicó el príncipe Andrés.

— ¿De qué se preocupan, señores? —dijo con una maliciosa sonrisa Bilibin , que después de haberlos escuchado en silencio se disponía a bromear. —Que el día de mañana nos depare una victoria o una derrota, en ambos casos el honor del ejército ruso estará a salvo, pues a excepción de nuestro Kutusov no hay un solo ruso entre los jefes de las diferentes divisiones. Vean, si no: el general Wimpfen, el conde Langeron, el príncipe de Lichtenstein, el príncipe de Hohenlohe y Presch ..., Presch... y así sucesivamente, todos nombres polacos.

— Cállese usted, mala lengua —dijo Dolgorukov—. Está usted equivocado: hay dos rusos, Miloradovitch y Dukturov y aun tengo un tercero, Araktcheiev, aunque éste tiene los nervios destrozados.

— Voy a reunirme con mi jefe —dijo el príncipe Andrés—. ¡Buena suerte, amigos!

Capítulo XII

Excepto el príncipe Bragation, que se había excusado, todos acudieron a la hora señalada a fin de celebrar el Consejo de Guerra, en el alojamiento de Kutusov. Eran las diez en punto de la noche cuando con los planes de batalla bajo el brazo se presentó Weirother.

Weirother, el gran organizador de la batalla del siguiente día, ofrecía, por su vivacidad y febril impaciencia, un absoluto contraste con Kutusov que, disgustado y soñoliento ocupaba muy a pesar suyo la presidencia del Consejo. Weirother se encontraba a la cabeza de un movimiento que nada podía ya detener, en la situación de un caballo enganchado a un carruaje que, precipitándose por una pendiente, no sabe ya si es él el que arrastra al vehículo o éste el que empuja a aquél. Impelido por una fuerza irresistible ni siquiera reflexionaba acerca de las consecuencias de su arrebato. En el decurso de la tarde había ido dos veces a inspeccionar las líneas enemigas, habíase entrevistado otras dos veces con los embajadores para informarles y darles explicaciones, y había permanecido un buen rato en las cancillerías dictando en alemán un proyecto para la disposición de las tropas. No era de extrañar, pues, que llegara al Consejo de Guerra completamente extenuado.

Kutusov ocupaba un antiguo castillo en las cercanías de Ostralitz. En el gran salón habilitado para despacho, estaban reunidos: Kutusov, Weirother, todos los miembros del Consejo de Guerra y el príncipe Andrés, que, luego de haber transmitido las excusas del principe Bragation, había obtenido autorización para quedarse.

— Como el príncipe Bragation no tiene que venir, podemos dar principio a la sesión -dijo Weirother, levantándose apresuradamente para acercarse a la mesa sobre la cual estaba extendida una gran carta topográfica de los alrededores de Brünn.

Kutusov, con el uniforme desabrochado para respirar más a sus anchas, se había repantigado en una butaca a la Voltaire y con sus pequeñas y regordetas manos simétricamente apoyadas en los brazos de la butaca, parecía haberse quedado dormido. Sin embargo, al oir la voz de Weirother abrió con esfuerzo su único ojo.

— Sí, sí, por favor; si no, será demasiado tarde.

Su cabeza volvió a caer sobre su pecho y cerró de nuevo su ojo. Si al comenzar la sesión, los miembros del Consejo habían creído tal vez que Kutusov fingía dormir, sus sonoros ronquidos les demostraron bien pronto que el general estaba ocupado en algo mucho más importante que el afán de atestiguar su desdén por las disposiciones que habian sido tomadas. Weirother, demasiado atareado para perder un segundo, le dirigió una ojeada, tomó un papel y en voz alta se puso a leer monótonamente la disposición de la futura batalla.

Cuando se terminó la lectura, que duró más de una hora, Langeron, deteniendo el movimiento de rotación de su tabaquera y sin dirigirse a nadie en particular, expuso su opinión acerca de la dificultad de ejecutar aquel plan fundado en una supuesta posición del enemigo, sin tener en cuenta que tal posición no podía ser fijada con exactitud vista la frecuencia de movimiento de aquél. Cuando la voz monótona de Weirother dejó de oírse, Kutusov abrió el ojo como el molinero que se despierta al cesar el soporífero rumor de la rueda del molino; escuchó lo que decía Langeron, cerró de nuevo su único ojo y bajó aún más la cabeza sobre el pecho, atestiguando así el poco interés que le merecía aquella discusión.

Esforzándose en irritar a Weirother y herirle en su amor propio de autor militar, tan pronto demostraba que Bonaparte podía fácilmente atacar en lugar de dejarse atacar, y que en tal caso inutilizaba de golpe todas las combinaciones del plan. Weirother respondía a todas las objeciones con una sonrisa desdeñosa, preparada evidentemente de antemano para cada observación, fuese ésta la que fuese.

— ¿Cree usted que no dispone de fuerzas? —preguntó Langeron.

— A mi parecer, cuenta a lo más con cuarenta mil hombres —repuso Weirother, con el gesto desdeñoso de un doctor a quien una campesina indicara una medicina.

— Pues si espera nuestro ataque, está irremisiblemente perdido —prosiguió Langeron, con tono irónico. Miró a Miloradovitch como buscando apoyo, pero éste estaba a cien leguas de lo que se discutía.

— Ya lo veremos mañana en el campo de batalla.

Observábase, en el rostro de Weirother, la extrañeza que le producían las objeciones de los generales rusos, cuando no solamente él, sino también los dos emperadores estaban convencidos de la exactitud de su plan.

— En el campo enemigo han sido apagados los fuegos y, no obstante, se oyen continuos ruidos —dijo—. O se retira, y eso es lo único que podemos temer, o cambia una vez más sus posiciones; y suponiendo incluso que tome la de Thürass, nos ahorraría mucho trabajo, y nuestras disposiciones, hasta en sus menores detalles, serían las mismas.

— ¿Cómo es eso? —preguntó el príncipe Andrés, que esperaba desde hacía un buen rato la ocasión de exponer sus dudas.

Kutusov se despertó, tosió ruidosamente y miró a los generales.

— Señores —dijo—, las disposiciones tomadas para mañana, o mejor dicho, para hoy, puesto que es ya la una de la madrugada, no pueden ser modificadas. Todos ustedes las conocen y todos cumpliremos con nuestro deber. Y nada hay más importante, en la vispera de una batalla —y se detuvo un instante—, que entregarse a un sueño reparador.

Kutusov hizo acción de levantarse. Los generales le saludaron y se retiraron.

El Consejo de Guerra ante el cual el príncipe Andrés no había podido exponer sus puntos de vista, le dejó una impresión de inquietud y confusión. ¿Quién tenía razón: Dolgorukov y Weirother o Kutusov y Langeron? Pero, ¿por qué Kutusov no podía exponer francamente su opinión al emperador? ¿No era posible obrar de otro modo? ¿Por qué han de exponerse millares de vidas, entre ellas la mía, por personales intereses cortesanos? Si tal vez me maten mañana... Y de pronto, esa idea de la muerte evocó en él una serie de íntimos y lejanos recuerdos, las palabras cambiadas con su padre, con su mujer, los primeros tiempos de su matrimonio y su amor por Lisa. Se acordó de su gravidez, y saliendo hondamente emocionado, de la barraca donde se alojaba con Nesvitzky, comenzó a pasear sin rumbo fijo.

Capítulo XIII

Rostov, aquella noehe, con el húsar que formaba su pareja, recorría a caballo la línea en las avanzadas del destacamento de Bragation, tratando de vencer el sueño que le atenazaba. De vez en cuando se bamboleaba sobre la silla. Detrás, en un vasto espacio, brillaban indistintamente a través de la neblina los fuegos de nuestros vivaques, mientras en derredor y ante él extendíase la negrura de la noche. No obstante sus esfuerzos para penetrar la bruma, no lograba divisar nada. Figurábase a veces entrever una luz indecisa, algunos fuegos parpadeantes; luego todo se desvanecía y se decía que había sido juguete de una ilusión.

¿Dónde estoy? ¡Ah, sí, en las avanzadillas! La consigna es Timón y Olmütz. ¡Qué pena que nuestro escuadrón esté mañana de reserva! ¡Si al menos me permitieran tomar parte en la acción! Sería tal vez la única posibilidad de ver al emperador. Haré otra rondin y una vez de vuelta, iré a pedirlo al general.

Se acomodó en la silla y marchó a inspeccionar una vez más a sus húsares. La noche le pareció menos oscura: a la izquierda, distinguía confusamente una suave pendiente, y enfrente, escarpado y abrupto, un pequeño cerro en cuya cumbre aparecía una mancha blanca totalmente inexplicable para Rostov. ¿Era un claro iluminado por la luna, un grupo de casas blancas o una capa de nieve? Creyó incluso observar que aquella mancha se movia.

- ¿Una mancha blanca? —dijose Rostov—. Indudablemente es nieve. ¡Una mancha blanca!, repitió medio dormido.

Y mecióse de nuevo en sus ensoñaciones ...

Natacha —murmuró para sí— no querrá creer jamás que he visto al emperador.

— Por la derecha, señor, aquí hay malezas —le dijo el húsar ante el cual pasaba.

Levantó la cabeza y se detuvo. El sueño juvenil, infantil, se apoderaba invenciblemente de él.

Y su cabeza se inclinó de nuevo. De pronto, creyendo en su amodorramiento que disparaban contra él, se despertó sobresaltado:

— ¿Quién va? ...

Y allí donde suponía que estaba el enemigo oyó los prolongados gritos de millares de voces. Su caballo y el del húsar que iba a su lado enderezaron las orejas. Rostov reconocía por su entonación que aquellos clamores procedían de los franceses, pero le fue imposible, a causa de la tremenda algarabía, distinguir las palabras.

— Y a ti, ¿qué te parece eso? —preguntó al húsar que le acompañaba—. ¡Son los franceses!

El húsar no respondió.

— ¿Es que no me has oído? —dijo Rostov.

— ¡Quién puede saberlo, señor!—replicó el húsar, malhumorado.

— Por la posición tienen que ser franceses —repuso Rostov.

— Ta l vez sí, tal vez no —replicó el húsar—. ¡Suceden tantas cosas por la noche! ¡So! -gritó a su caballo, que se impacientaba.

El de Rostov estaba también impaciente y pateaba, con una de sus manos, la tierra helada. Los gritos alegres, triunfantes de las tropas enemigas le excitaban:

— ¡Viva el emperador! ¡Viva el emperador! —oía bien distintamente.

— No pueden estar muy lejos a lo sumo detrás del riachuelo —dijo al húsar.

El húsar no contestó. Dio un suspiro y tosió ligeramente.

Aproximábase el rumor del galopar de un caballo y a poco vio surgir ante él una figura que se le antojó gigantesca: era un suboficial que le anunciaba la visita de los generales, Rostov, dirigiéndose a su encuentro, se volvió una y otra vez para mirar las hogueras del enemigo. Los príncipes Bragation y Dolgorukov, acompañados de sus respectivos ayudantes de campo, venían a observar aquella fantasmagoría de fuegos y a escuchar el clamor del enemigo. Rostov se acercó a Bragation y luego de haberle informado, se unió a su séquito aguzando el oído para escuchar la conversación que sostenían los dos jefes.

— Créame usted —decía Dolgorukov—, eso es una estratagema. Se ha retirado y, con objeto de engañarnos, ha dado orden a la retaguardia de encender hogueras y armar un gran alboroto.

— Me cuesta trabajo creerlo —repuso Bragation—. Desde anoche ocupan ese cerro y es evidente que si se retirasen lo habrían abandonado ya. Señor oficial —dijo a Rostov—, están aún ahí los espías?

— Anoche todavía estaban. Excelencia; pero en este momento no sabría decirlo. Si usted me lo ordena, iré con mis húsares.

Bragation se esforzaba en vano para distinguir el rostro de Rostov.

- Bien, vaya usted —dijo después de una pausa.

Rostov espoleó al caballo, llamó al suboficial y dos húsares a los que dio orden de que lo acompañaran y descendió al galope por la montaña en dirección a donde se oía el vocerío. Marchaba hacia adelante sin detenerse, tomando las malezas por árboles y las hendiduras por hombres. Cuando llegó al pie de la montaña no veía ya a los suyos ni al enemigo. En cambio, los gritos y las voces eran cada vez más cercanos. ¿La seguiría o la cruzaría para continuar marchando a través de los campos hacia la montaña opuesta? Lo más conveniente era seguir la carretera, porque así, al menos, podría distinguirse todo cuanto se presentara por delante.

— Síganme —dijo.

Y atravesó la carretera para avanzar al galope hacia la vertiente opuesta ocupada desde la víspera por un pelotón francés.

— ¡Ya estamos, señor! le dijo uno de los húsares.

Apenas había tenido tiempo Rostov de observar, a través de la neblina, un punto negro, cuando surgió de pronto un vivo resplandor, oyóse un disparo y una bala silbó por encima de su cabeza y se perdió en la lejanía. Brilló un segundo chispazo, pero no se oyó el tiro. Rostov se volvió rápidamente y partió al galope. Oyéronse cuatro disparos más desde diferentes sitios. Rostov detuvo un momento su caballo, excitado como él, y continuó marchando al paso.

Menos mal, menos mal, decíase alegremente.

No se oyó ningún otro disparo. Cuando llegó al galope a presencia de Bragation Rostov se llevó dos dedos a la visera.

Dolgorukov insistía aún en su parecer de que los franceses se retiraban y que sólo habían encendido las hogueras para engañarles.

— ¿Qué demuestra esto, si no? —decía, en el momento en que Rostov se aproximaba—. Pueden haberse retirado y dejado algunas patrullas.

— En todo caso, no se han replegado todos, príncipe —objeto Bragation—. Mañana lo sabremos con certeza.

— El piquete está aún en la montaña. Excelencia, y no se ha movido de sitio — dijo Rostov, sin poder reprimir una sonrisa de satisfacción causada por la carrera que había efectuado y por el zumbido de las balas.

— Está bien —dijo Bragation—, se lo agradezco mucho, señor oficial,

— Permítame, Excelencia, que ... —aventuró Rostov.

— ¿Qué ocurre?

— Nuestro escuadrón está mañana destinado a la reserva. Permítame usted agregar al primer escuadrón.

— ¿Cómo se llama usted? ...

— Conde Rostov.

— Bien. Se quedará conmigo de ordenanza.

— ¿Es usted el hijo de Elias Andreievitch? —preguntó Dolgorukov.

Rostov no respondió, y dirigiéndose al príncipe Bragation le dijo:

— ¿Puedo entonces esperar. Excelencia, que ...?

— Daré la orden.

¡Quién sabe si mañana me mandarán con una orden al emperador! ¡Loado sea Dios! -se dijo.

Las hogueras y los gritos del campamento francés eran debidos a la lectura de la proclama de Napoleón durante la cual el mismo emperador en persona recorría a caballo todos los vivaques. Los soldados, al darse cuenta de su presencia, encendían antorchas de paja y le seguían gritando: ¡Viva el emperador!

Capítulo XIV

En el flanco izquierdo avanzaba la artillería, la infantería, la caballería, siguiendo el plan previsto de antemano. Eran las cinco de la mañana y el sol brillaba por su ausencia. En flanco derecho, las reservas y las tropas del centro aguardan inmóviles.

Hacía frío y la oscuridad era muy densa. Los oficíales desayunaban y tomaban apresuradamente su té; los soldados masticaban galletas, golpeaban el suelo con los píes para calentarse y se agrupaban en torno de las hogueras, donde echaban los restos de las cajas, mesas, ruedas, toneles, en una palabra, todo cuanto no podían llevarse consigo. La llegada de los guías austríacos fue la señal para que todo se pusiera en movimiento: el regimiento se agitaba, los soldados se retiraban del fuego, metían sus píes en las cañas de sus botas y, colocando sus sacos en las carretas, cogían los fusiles y se alineaban en perfecto orden.

La neblina era tan densa que, a pesar de las luces del alba, no se veía nada a diez pasos de distancia. Las malezas se transformaban en frondosos árboles, las llanuras en desfiladeros y barrancos y corría uno el riesgo de encontrarse inopinadamente con el enemigo.

Las columnas marchaban largo rato entre la niebla, subiendo y descendiendo collados, atravesando huertos y jardines, en un país nuevo, desconocido, pero sin encontrar al enemigo por ninguna parte. Antes al contrario, delante, detrás y por todos lados, los soldados no veían sino columnas msas que seguían la misma dirección.

— Fíjate, acaban de pasar los de Kursk —oíase decir en las filas.

— Verdaderamente, nuestras tropas son innumerables. Cuando anoche se encendieron los fuegos, te lo aseguro ... creía estar en Moscú.

Como siempre que se trataba de pasar a la ofensiva, los soldados marchaban gozosos, y, no obstante, los jefes de columna aún no se habían acercado a ellos ni les habían dicho una sola palabra (todos cuantos hemos visto en el Consejo de Guerra estaban, en efecto, de mal humor y disgustados por la decisión tomada, limitándose a ejecutar las instrucciones que se les habían dado sin preocuparse de alentar al soldado). Al cabo de una hora de marcha, el grueso de las tropas se detuvo y experimentóse en el acto el sentimiento instintivo de un gran desorden y confusión.

— ¿Por qué nos detenemos? ¿Es que está obstruido el camino ...? ¿Son los franceses? ... No es posible; hubiesen disparado ... ¡Tantas prisas para partir y henos aquí detenidos, como unas acémilas, en pleno campo! ... ¡Siempre han de ser esos malditos alemanes lo que todo lo enmarañan; por algo tienen el cerebro al revés! ...

— Parece que la caballería ha obstruido la carretera —dijo un oficial.

— ¡Que vaya al diablo toda esa caterva de alemanes! ¡Ni siquiera conocen su país! -dijo otro oficial.

— ¿A qué división pertenecéis? —preguntó un ayudante de campo.

- A la 18.

— Pero, ¿qué estáis haciendo aquí? Tendríais que estar mucho más adelante. Ahora no podréis avanzar hasta la noche.

— ¡Qué manera tan estúpida de dar órdenes! Ni siquiera saben lo que hacen —dijo el oficial, alejándose.

Luego se presentó un general, lleno de cólera, púsose a gritar, pero no en ruso.

— ¡Taffa-lafa!

— Pero, ¿qué es lo que está diciendo este hombre? —dijo un soldado—. Por mi parte, ya hubiera fusilado a todos esos cobardes.

— Teníamos que estar en nuestra posición a las nueve y ni siquiera hemos hecho la mitad del camino. ¡Vaya modo de dar órdenes! —repetían por todos lados. Y el primitivo ardor de las tropas trocábase insensiblemente, a causa de las estúpidas instrucciones que habían dado los alemanes, en una violenta irritación.

A consecuencia de esta orden varios millares de caballos tuvieron que pasar por entre las filas de la infantería, que se vio obligada a detener su marcha.

Entretanto, las tropas permanecían inmóviles y silenciosas e iban perdiendo poco poco su ímpetu inicial. Al cabo de una hora las tropas prosiguieron la marcha y descendieron hacia la llanura, donde la neblina era cada vez más densa. De pronto, oyóse el estampido de un disparo, y luego otro y un tercero a los que sucedieron varios más a intervalos regulares hasta que por fin, a lo largo del riachuelo de Goldbach, se produjo un intenso fuego de fusilería.

No contando con encontrar allí al enemigo y teniendo que enfrentarse inopinadamente con él, los rusos, sin una sola palabra de aliento de sus jefes, abrigando la convicción de haberse retrasado inútilmente y no divisando absolutamente nada, a causa de la neblina delante de ellos ni en derredor, tiroteábanse lentamente con el enemigo, avanzaban y volvían a detenerse y recibían a destiempo las órdenes de los jefes y ayudantes de campo que corrían desorientados, a través de la niebla, por un terreno desconocido y sin lograr establecer contacto con sus respectivas divisiones.

Esto fue lo que ocurrió a las primera, segunda y tercera columnas que operaban en la llanura.

Entretanto, Napoleón, rodeado de sus mariscales, estaba en las alturas de Schlappanitz. Encima de él extendíase el cielo azul y el enorme disco solar balanceábase, como una inmensa tea encendida, sobre el océano lácteo de los brumosos vapores. Ni las tropas francesas ni Napoleón, rodeado de su Estado Mayor, se hallaban al otro lado del riachuelo, ni en el llano donde estaban situados los pueblos de Sokolnitz y Schlanitz, cuyas posiciones a su espalda contábamos ocupar para dar principio al ataque; por el contrario, estaban mucho más acá, y tan cercanos a nosotros, que Napoleón podía distinguir a simple vista un infante de un jinete. Vestido con un capote gris, el mismo que había usado para la campaña Italia, montado en un pequeño caballo gris de raza árabe, permanecía un poco separado de sus mariscales, atisbando en silencio los contornos de las colinas que emergían poco a poco de la neblina y sobre las cuales se movían a lo lejos las tropas rusas, y prestando oídos a la acción de fusilería iniciada al pie de las lomas.

Aquel día era para él un día solemne: el del aniversario de su coronación.

Antes de salir el sol durmió unas horas y, descansado, fresco, alegre, confiado en su buena estrella, en aquella disposición de ánimo en que todo parece posible y todo se consigue, montó a caballo y marchó a examinar el terreno.

Su rostro, tranquilo y sereno, traslucía en su inmovilidad una consciente y merecida felicídad, semejante a la que ilumina a veces el semblante de un adolescente enamorado y dichoso.

Cuando el sol hubo disipado por entero la neblina y brilló esplendoroso sobre la llanura, Napoleón, que parecía haber esperado aquel momento, quitóse, con gesto irreprochable el guante de su fina y blanca mano e hizo un ademán que era la señal de comenzar el ataque.

Capítulo XV

Kutusov, demostrando con el hecho de que abrigaba la intención de conducir él mismo la columna, se había dirigido al llano, a caballo, a Pratzen, al frente de la cuarta columna de Miloradovitch, que había sido destinada para reemplazar las de Przybyszewsky y Langron. El príncipe Andrés, que formaba parte del numeroso séquito del generalísimo, estaba exitado, pero sereno y frío en apariencia, como acostumbraba estar quien siente próximo el momento tan ardientemente deseado. Estaba firmemente convencido de que aquel día seria su Tolón o su Puente de Areola. Conocía el terreno y la posición de nuestras tropas, mejor, tal vez, que cualquier otro oficial superior de nuestro ejército; en cuanto a su plan estratégico que las circunstancias imposibilitaban ejecutar, lo había ya completamente olvidado. Siguiendo en su imaginación el plan de Weirother, preguntábase cuáles podían ser las incidencias que acaso le permitieran poner de manifiesto la justeza y la rapidez de sus concepciones.

A la derecha, al adentrarse en la neblina, la guardia dejaba en pos de sí un rumor de pasos y de ruedas y distinguíase de vez en cuando el brillo de las bayonetas.

A la izquierda, detrás del pueblo, las masas de caballería seguían avanzando. El generalísimo Kutusov presenciaba, con manifiesto cansancio y mal humor, el desfile de las tropas que partían del pueblo. De pronto, y sin mediar orden alguna, la infantería se detuvo ante la causa, sin duda, de algún obstáculo que obstruía el paso a la cabeza de la columna.

— Dé usted orden de que se dividan en batallones y que den la vuelta al pueblo —dijo Kutusov, con sequedad, al general que avanzaba hacia él—. ¿Cómo es posible que no comprenda usted que no puede marcharse de este modo por las calles de un pueblo cuando se avanza contra el enemigo?

— Precisamente contaba formar delante del pueblo, Excelencia.

Kutusov sonrió con acritud.

— ¡Bonita manera la de formar las tropas frente al enemigo!

— El enemigo está todavía lejos. Excelencia; y según la disposición ...

— ¿Qué disposición? —exclamó Kutusov, montando en cólera—. ¿Quién le ha dicho eso? ... Sírvase usted cumplir lo que se le ordena.

— A sus órdenes, mi general.

— Amigo mío, el viejo está de un humor de perros —dijo Nesvitzky al oído del príncipe Andrés.

Un oficial austríaco con uniforme blanco y una pluma verde en el gorro se acercó a Kutusov y le preguntó, de parte del emperador, si la cuarta columna había entrado ya en acción.

Kutusov se volvió sin contestarle y su mirada se posó por casualidad sobre el príncipe Andrés.

— Vaya usted a ver —le dijo— si la tercera división ha pasado ya del pueblo. Dígales usted que se detengan y aguarden mis órdenes, y pregúnteles —añadió reteniéndole— si los fusileros están en posición y lo que hacen ... lo que hacen —murmuró, prescindiendo siempre del enviado austríaco.

El príncipe Andrés, una vez hubo rebasado a los primeros batallones, detuvo la tercera división y comprobó, en efecto, la ausencia de fusileros a la vanguardia de las columnas.

El jefe del regimiento quedó estupefacto al recibir la orden del generalísimo por la que se le mandaba apostar fusileros a la cabeza de las tropas.

El príncipe Andrés volvió enseguida para informar al generalísimo, a quien halló todavía en el mismo sitio, montado a caballo, dando grandes bostezos y cerrando los ojos.

— Está bien —dijo Kutusov al príncipe Andrés, y volviéndose hacia el austríaco que consultando un reloj le decía que era ya tiempo de ponerse nuevamente en marcha puesto que todas las columnas de la izquierda habían descendido a la llanura, añadió—: No hay que apresurarse —dijo después de un bostezo—; tenemos tiempo de sobra.

En aquel momento oyeron detrás de ellos los gritos de los regimientos que saludaban a otras tropas que avanzaban con rapidez a lo largo de las columnas en marcha. Cuando los soldados del regimiento ante el cual estaba Kutusov comenzaron a gritar, el generalísimo retrocedió algunos pasos y frunció el entrecejo.

Por el camino de Pratzen llegaba a galope tendido un escuadrón de jinetes con uniformes de diferentes colores, dos de los cuales se destacaban de los demás. Eran los dos emperadores y su séquito. Kutusov, con la afectación de un subordinado que está en su puesto, ordenó silencio a las tropas y saludando militarmente se acercó al emperador.

Si en la revista de Olmütz aparecía con serena majestuosidad, mostrábase en la presente ocasión más alegre y enérgico. Sofocado por la rápida carrera que acababa de efectuar, detuvo su caballo, y respirando a pleno pulmón se volvió hacia su joven séquito, tan animoso como él, integrado por la flor de la juventud austrorrusa, de los regimientos del ejército y de la guardia. Czartorisky, Novosiltsov, Bolkonsky, Strogonov y otros formaban parte de la escolta y conversaban, riendo, entre ellos. Figuraba en el séquito de los emperadores lo más florido de la juventud rusa y austríaca y de los regimientos de la guardia; de la infantería, montados todos sus componentes en magníficos caballos cubiertos con mantas bordadas. La preseneia de esa brillante mocedad, plena de confianza en el éxito, disipó el estado de apatía en que estaba sumido el Estado Mayor de Kutusov.

— ¿Por qué no comienza usted, Miguel Ilarionovitch? —preguntó el emperador.

— Esperaba a Su Majestad —dijo Kutasov, inclinándose respetuosamente.

Lo mismo hizo el emperador, como si no lo hubiera oído.

— Esperaba a Su Majestad —repitió Kutusov.

Y el príncipe Andrés observó un movimiento de su labio superior en el momento que pronunció: esperaba ...

— Las columnas no están todavía reunidas. Majestad.

Esta respuesta, disgustó al emperador; encogióse de hombros y miró a Novosiltsov como para quejarse de Kutusov.

— No estamos precisamente en el campo de Marte, Miguel Ilarionovitch, para comenzar hasta que todos los regimientos estén en línea —dijo el emperador, dirigiendo una ojeada al emperador Francisco como si le invitara, si no a intervenir en la conversación, sí al menos a que la escuchara; pero este último pareció no preocuparse de ello.

— Es justamente por eso. Majestad, que no comienzo —replicó Kutusov con voz clara e inteligible—. No comienzo. Majestad, porque no estamos en una revista ni en el campo de Marte. No obstante, si Su Majestad lo ordena ... —continuó.

Espoleó al caballo y llamando al jefe de la columna, Miloradovitch, le dio orden de avanzar.

El ejército se agitó nuevamente y dos batallones del regimiento de Novgorod y uno del de Apcheron desfilaron ante el emperador.

Capítulo XVI

Kutusov vio el mesón, la casa, seguramente abandonada, y se detuvo mu y cerca, examinándola, examinando también el cruce de dos caminos donde estába situada, en tanto acompañado de su ayudante seguía con los ojos el paso de sus fusileros.

La niebla se iba disipando y comenzaban a distinguirse las confusas masas del ejército enemigo situado en las alturas de enfrente. A la izquierda, en el valle, oíase distíntamente un vivo tiroteo de fusilería. Mientras Kutusov conversaba con el general austríaco, el principe Andrés pidió a éste que le prestara los anteojos.

— ¡Fíjense, fíjense! —decía el extranjero—; ¡allí están los franceses! —Y señaló, no un punto alejado, sino el pie de la montaña que tenían enfrente.

Los dos generales y los ayudantes de campo se pasaron febrilmente, unos a otros, los anteojos. Un pánico involuntario dibujóse en sus semblantes: los franceses, a quienes creían por lo menos a dos verstas de distancia, aparecían inopinadamente ante ellos.

— Es el enemigo ... Pero, no ... Sí, sí, no hay duda ... ¿Cómo es posible? —dijeron varias voces.

El príncipe Andrés divisó a simple vista, a una fuerte columna francesa que iba al encuentro del regimiento de Apcheron, a unos quinientos pasos de donde estaba Kutusov.

Ha llegado mi hora —se dijo—. Hay que detener al regimiento de Apcheron, Excelencia.

Pero en aquel mismo instante una densa humareda lo envolvió todo, se oían las descargas cada vez más cerca y una voz entrecortada y temblorosa gritó a dos pasos del príncipe Andrés: ¡Todo ha terminado, camaradas! Y como sí estas palabras hubiesen sido un a orden, masas enormes de soldados en retirada, empujándose unos a otros, pasaron en desordenada fuga por el mismo lugar donde cinco minutos antes habían desfilado ante los emperadores.

En aquella terrible confusión unos gritaban y otros se volvían y disparaban alocadamente al aire. Kutusov logró, por fin, eludir la corriente y se dirigió con su séquito hacia el lugar de donde partían las descargas. El príncipe Andrés, que hacía esfuerzos sobrehumanos para unirse con él, vio, a través de la humareda, una batería rusa que no había cesado todavía el fuego y hacia la cual se precipitaban los franceses. Un poco más arriba permanecía, inmóvil, la infantería rusa. Un general se acercó a Kutusov, cuyo séquito estaba ya reducido a cuatro personas. Aquellos cuatro hombres, pálidos y embargados de emoción, se miraban unos a otros en silencio.

— ¡Detened a esos miserables! —ordenó Kutusov al jefe del regimiento.

Y en el mismo momento, como si fuera un castigo a su palabras, una ráfaga de balas, cual una bandada de pájaros, pasó silbando por encima del regimiento y de su cabeza. Los franceses atacaban la batería, y habiendo visto a Kutusov disparaban sobre él.

Pasada aquella descarga, el comandante del regimiento se llevó la mano a la pierna, cayeron algunos soldados y al subteniente que llevaba la bandera le cayó ésta de las manos. La bandera se enredó entre las bayonetas de los soldados que estaban cerca y éstos comenzaron a disparar sin aguardar ninguna orden.

Kutusov exhaló un suspiro desesperado.

— ¡Bolkonsky! —murmuró con voz casi senil, mostrando al príncipe Andrés el batallón casi destruido—. ¿Qué significa eso?

Apenas hubo pronunciado estas palabras, el príncipe Andrés, sintiendo que lágrimas de cólera y de vergüenza le atenazaban la garganta, se apeó de su caballo y se precipitó hacia la bandera.

— ¡Adelante, muchacho! —gritó con voz aguda—. ¡Ha llegado el momento! —se dijo, agarrando el asta de la bandera y oyendo, lleno de dicha, el zumbido de las balas que iban dirigidas contra él.

Varios soldados más cayeron.

— ¡Hurra! —clamó enarbolando a duras penas la bandera, y se lanzó hacia adelante con la certeza de que le seguiría todo el batallón. En efecto, no había avanzado sino unos pasos cuando se movió un soldado, luego otro, y el batallón entero, gritando ¡hurra!, siguió adelante hasta rebasarlo.

Un suboficial cogió el precioso símbolo cuyo peso hacía doblegar la mano del principe Andrés, pero cayó enseguida mortalmente herido.

El príncipe Andrés volvió a tomar la bandera y continuó avanzando con el batallón. Veía ante él a nuestros artilleros: unos se batían, pero otros abandonaban las piezas y corrían a su encuentro. Veía cómo los infantes franceses se apoderaban de los caballos de los artilleros y volvían los cañones. Veinte pasos lo separaban del enemigo. Las balas iban segando cuantos soldados estaban a su alrededor, pero sus ojos continuaban fijos en la batería en la que un artillero rubio, con el chacó calado hasta los ojos, y un francés se disputaban la posesión de un atacador. Veia perfectamente la expresión extraviada y rabiosa de aquellos dos hombres que ni siquiera se daban cuenta de lo que hacían.

Pero, ¿qué están haciendo? —se preguntó el príncipe Andrés— ¿Por qué el artillero desarmado como está, no huye, y por qué el francés no le derriba?

Pero el príncipe Andrés no logró ver el final de aquella contienda porque recibió en la cabeza un golpe de una extrema violencia que creyó le había infligido uno de sus vecinos. Sentía un dolor agudo, pero lo que más le contrariaba era no poder ver lo que miraba.

Pero, ¿qué me pasa? ¿Me estoy cayendo? Las piernas se me doblan, pensó.

Y cayó de espaldas. Volvió a abrir los ojos con la esperanza de enterarse del desenlace de la lucha de los dos franceses con el artillero y si habían o no salvado los cañones, pero sólo vio, muy alto encima de su cabeza, un cielo inmenso, moteado de leves y grisáceas nubes.

Capítulo XVII

Eran las nueve y media de la mañana y todavía no había comenzado acción alguna en el flanco derecho, que estaba bajo las órdenes del príncipe Bragation. Resistíase el príncipe a aceeder a las sugerencias de Dolgorukov que le instaba a que moviera sus tropas; deseoso de librarse de toda responsabilidad, le mandó a que recibiera órdenes del generalísimo.

Diez verstas separaban las dos alas del ejército y el príncipe Bragation abrigaba la convicción de que si no mataban al enviado, lo que era poco probable, difícilmente lograría entrevistarse con el generalísimo y aún en el caso de que así fuese no regresaría seguramente hasta el atardecer.

Bragation paseó su mirada expresiva y soñolienta sobre su séquito hasta que sus ojos se posaron en el rostro juvenil de Rostov, demudado, a pesar suyo, por la emoción y la esperanza. Y Rostov fue el elegido.

— ¿Y si encuentro a Su Majestad antes que al generalísimo. Excelencia? —pregunto Rostov.

— Entonces, pida usted las órdenes a Su Majestad —intervino Dolgorukov, adelantándose a la respuesta que iba a dar Bragation.

Después de haber sido relevado del servicio, Rostov había podido dormir algunas horas. Sentíase alegre, decidido, satisfecho, lleno de confianza en sí mismo y en su buena estrella y dispuesto a emprender lo imposible.

Aquella mañana se realizaron todos sus deseos. Iba a librarse una recia batalla, tomaría parte en ella y, además, agregado al más valiente de los generales, era enviado en misión cerca de Kutusov, con la posibilidad de encontrarse con el emperador. Penetró luego en el terreno ocupado por la caballería de Uvarov, donde observó las primeras señales precursoras del ataque. Pronto oyó cada vez más fuerte el estrépito de los cañones y las descargas de fusilería.

Ligeras nubecillas de humo que se perseguían unas a otras elevábanse de las bocas de los fusiles, mientras brotaban de las baterías grandes remolinos de densa humareda que, tras un breve balanceo, iban deshilachándose por el espacio.

Rostov se detuvo un momento para ver lo que ocurría: ¿Adónde iban? ¿Por qué marchaban en todos sentidos, ora avanzando, ora retrocediendo? No alcanzaba a comprenderlo, pero aquel espectáculo, en lugar de inspirarle temor o abatimiento, no hacía, al contrarío, más que acrecentar su ardor.

No sé lo que va a resultar de todo esto, pero no hay duda de que todo irá bien, pensaba.

Después de haber rebasado las tropas austríacas llegó a la línea de ataque ... Allí estaba la guardia.

Me alegro; así la veré más de cerca, se dijo.

Varios jinetes venían hacía él a galope tendido y reconoció en ellos a los ulanos de la guardia, cuya línea había sido rota y se replegaban. Rostov advirtió que uno de los ulanos tenía el rostro ensangrentado.

Alcanzó finalmente la infantería de la guardia y advirtió más que oyó, que los disparos caían delante y detrás de las tropas. Los rostros de los oficíales tenían una expresión grave y contenida, pero los de los soldados revelaban visiblemente la más honda inquietud.

Una voz, la de Boris, le gritó de pronto:

— ¡Eh, Rostov! ¿Qué te parece esto? Estamos presenciando el espectáculo desde primera línea. Nuestro regimiento ha sido duramente probado.

Y sonreía con esa feliz sonrisa de los jóvenes que acaban de recibir el bautismo de Igo. Rostov se detuvo:

- ¿Y qué?

— Los hemos rechazado —repuso Boris, que se había vuelto garlador.

Y le contó cómo la guardia, al ver tropas frente a ella, las había tomado al principio por austríacas, pero que pronto, por el zumbido de las balas, se dieron euenta de su error, y puesto que estaban en primera línea debían atacar.

— ¿Adónde—vas? —le preguntó Boris.

— A ver al comandante en jefe.

— Ahí lo tienes —repuso Boris; y le señaló, a un centenar de pasos de donde los dos amigos se hablaban, al gran duque Constantino que, vestido con uniforme de jinete de la guardía, con la cabeza hundida entre los hombros y el ceño fruncido, gritaba y gesticulaba contra un oficial austríaco, pálido y tembloroso.

— Este es el gran duque y yo busco al generalísimo o al emperador —dijo Rostov, alejándose.

— ¡Conde! ¡Conde! —le gritó Berg, mostrándole su mano envuelta con un pañuelo ensangrentado—; me han herido en la muñeca derecha y he permanecido en mi puesto. Y ahora, conde, me veo obligado a sostener la espada con la mano izquierda. En mi familia todos los von Berg han sido caballeros.

Y Berg continuó hablando, pero Rostov estaba ya lejos.

Franqueando un terreno desierto a fin de no exponerse al fuego enemigo, siguió la linea de las tropas de reserva alejándose así del centro de la acción. De pronto, frente a él y detrás de nuestras tropas, en un lugar donde ni siquiera podía sospechar la presencia de franceses, oyó cerca de él un vivo tiroteo de fusilería.

¿Qué puede ser esto? —se preguntó—. ¿El enemigo a nuestras espaldas? ... Es imposible. Y un miedo espantoso se apoderó de él ante la idea del posible resultado de la batalla ... Suceda lo que suceda, tengo que ver al generalísimo, y si todo está perdido no me queda otro remedio que morir con ellos.

El negro presentimiento que de pronto le había asaltado se afirmaba cada vez más según iba avanzando por el terreno ocupado por tropas de todas las armas que se encontraban detrás del pueblo de Pratzen.

Por el camino iban arrastrándose algunos heridos. Las injurias, los gritos y los gemidos se confundían en un clamor general. Los disparos de fusilería habían cesado y Rostov supo más tarde que los fugitivos alemanes y rusos se habían tiroteado mutuamente.

No podía hacerse a la idea de que hubiese sobrevenido u n completo desastre; y, no obstante, podía distinguir perfectamente baterías y tropas francesas emplazadas en la loma de Pratzen, en aquella misma loma adonde tenía orden de dirigirse para entrevistarse con el emperador y el generalísimo.

Capítulo XVIII

Las tropas huían a la desbandada. Era lo único que Rostov veía por los alrededores del pueblo de Patzen. Ni un solo jefe era visible en aquel momento. Por la carretera desfilaron ante él carretelas y vehículos de toda clase y soldados rusos y austríacos de todas las armas entre los cuales no pocos estaban heridos. Toda aquella muchedumbre se apretujaba convulsivamente y fundía sus gritos con el siniestro estampido de los proyectiles que arrojaban las baterías francesas desde las alturas de Pratzen.

— ¿Dónde está el emperador? ¿Dónde está Kutusov? —preguntaba al azar, sin obtener respuesta.

Por último, agarrando a un soldado por el cuello le forzó a escucharle:

— ¡Eh, amigo, hace ya mucho tiempo que han huido todos! —respondió el soldado, riendo.

Dejando al soldado, que se hallaba sin duda embriagado, Rostov detuvo a otro ordenanza o asistente, al parecer, de un importante personaje, el cual le contó que el emperador había sido gravemente herido y que hacía una hora había pasado en coche por aquella misma carretera.

— ¡Es imposible! ¡No era él!—dijo Rostov.

— Yo le he visto con mis propios ojos —repuso el ordenanza, con una sonrisa de hombre enterado—. ¡Pues no hace poco tiempo que le conozco! ¡Cuántas veces le vi en San Petersburgo! ¡De qué modo hacía avanzar Elias Ivanitch sus cuatro caballos negros! ¡Como si yo no conociera esos caballos y al cochero del emperador!

— ¿A quién busca usted? —le preguntó, algunos pasos más lejos, un oficial herido-. ¿Al generalísimo? Ha sido muerto por una bala que le dio en el pecho cuando iba al frente de nuestro regimiento.

— ¡No es cierto! ¡Sólo ha sido herido! —dijo otro.

— ¿Quién? ¿Kutusov? —preguntó Rostov.

— No, no ha sido Kutusov ... ¿Cómo se llama? ... En fin, ¡qué más da! Lo cierto es que muy pocos han sobrevivido. Vaya usted por allí y llegará al pueblo de Gostieradek, donde están reunidos los jefes.

Rostov prosiguió despacio el camino, sin saber qué hacer ni a quién dirigirse. ¡El emperador herido! ¡La batalla perdida! ... Siguiendo la dirección que le indicaron vio a lo lejos una torre y el campanario de una iglesia. ¿Por qué apresurarse? Aunque el emperador y Kutusov estuviesen sanos y salvos no tenía ya nada que pedirles.

— Coja usted el camino de la izquierda. Excelencia —le gritó un soldado—. Por aquí le matarán.

Rostov reflexionó un instante y siguió el camino que se le había indicado como peligroso. Se adentró por el terreno donde habían sido muertos el mayor número de fugitivos de Pratzen. Los franceses no lo habían ocupado todavía y los pocos rusos que habían sobrevivido lo habían abandonado. Yacían en aquel campo, como haces bien agavillados, grupos de diez, de quince hombres muertos o heridos. Éstos se arrastraban y se reunían de dos en dos o de tres en tres y proferían gritos que hacían estremecer a Rostov.

Los franceses habían cesado de disparar hacia aquel campo en el que no aparecía ningún ser viviente, pero al ver al ayudante de campo lanzaron contra él algunos disparos.

Aquellos silbidos lúgubres y estridentes, aquellos cadáveres que yacían en derredor le causaron una impresión de horror y de piedad por sí mismo. Recordó la última carta de su madre y dijo: ¿Qué impresión hubiera tenido al verme aquí bajo el fuego de los cañones?

En el pueblo de Gostieradek, fuera ya del alcance de la artillería, encontró, aunque ancladas, a las tropas rusas que abandonaban en buen orden el campo de batalla. Se hablaba de la batalla perdida como de un hecho ya incontestable, pero nadie pudo indicar a Rostov dónde se hallaban Kutusov y el emperador.

Un oficial dijo a Rostov que a la izquierda del pueblo había visto a algunos personajes de importancia; dirigióse, pues, allí, no con la esperanza de encontrar a quien buscaba, sino simplemente para descargar su conciencia.

Hizo dar la vuelta al caballo, saltó por encima de la zanja y dirigiéndose respetuosamente al caballero del penacho blanco le invitó a hacer lo mismo. El caballero, cuyo rostro por no serle desconocido atraía involuntariamente la atención de Rostov, hizo con la mano y con la cabeza un gesto negativo por el cual instantáneamente reconoció a su adorado emperador.

En aquel momento, Alejandro volvió su rostro y Rostov pudo observar sus facciones tan profundamente grabadas en su corazón. El emperador estaba pálido; sus mejillas y sus ojos aparecían hundidos, pero no por ello dejaba de expresar su semblante su habitual dulzura y simpatía.

Pero cual un joven enamorado que, emocionado y tembloroso, no se atreve a dar curso a sus sueños apasionados y trata con algún pretexto de retrasar el momento de encontrarse a solas con su amada, así Rostov, en presencia de la realización de su deseo, no sabía si tenía que acercarse al emperador o sí tal tentativa no sería importuna y fuera de lugar.

Parecería, tal vez —decíase—, que me aprovecho de ese momento de soledad y abatimiento. Un rostro desconocido puede tal vez desagradarle y, por otra parte, ¿qué le diré si basta una mirada suya para que se me atraganten las palabras?

Alejóse, pues, tristemente, con la desesperación en el alma y volviéndose continuamente para seguir los movimientos de su emperador.

Vio al capitán Toll acercarse al emperador y ayudarle a saltar la zanja y a sentarse luego al pie de un manzano. Toll permaneció en pie a su lado y hablaba luego con animación a su soberano. Este espectáculo excitó la envidia de Rostov, sobre todo cuando vio el emperador, luego de llevarse una mano a los ojos, tendía la otra a Toll.

A las cinco de la tarde la batalla estaba ya completamente perdida. Más de un centenar de cañones habían caído en poder de los franceses. Todo el cuerpo de ejército de Przybyszewsky había depuesto las armas, y las demás columnas, con la pérdida de la mitad de sus efectivos, se replegaban desordenadamente.

El resto de las columnas de Langeron y de Dokturov se habían reunido, en medio de la mayor confusión, alrededor de los estanques y esclusas del poblado de Auhest. Únicamente sobre este punto continuaba aún a las seis de la tarde el fuego del enemigo, el cual, habiendo emplazado unas baterías en las alturas de Pratzen, disparaba sobre nuestras tropas en retirada.

En la retaguardia, Dokturov y otros jefes habían reorganizado sus batallones y se defendían contra la caballería francesa que los perseguía. Las sombras del crepúsculo iban envolviendo los campos.

Un obús o una granada estallaba cada diez segundos en medio de aquella compacta multitud, matando o cubriendo de sangre a todos cuantos allí se encontraban. Dolokhov, que era ya oficial y estaba herido en una mano, y el comandante y diez hombres eran los únicos supervivientes del regimiento. Arrastrados por la masa, se habían abierto camino hasta la entrada de la presa, donde hubieron de detenerse por haber caído un caballo ante un cañón. Una bala mató a un hombre detrás de ellos, otra alcanzó a un soldado que estaba delante y salpicó de sangre a Dolokhov. La muchedumbre avanzó con desesperación y, a poco, nuevamente se detuvo.

Cien pasos más y estamos salvados; si nos quedamos aquí diez minutos más estamos perdidos, decía todo el mundo.

Dolokhov logró alcanzar el borde del estanque y corrió sobre la ligera capa de hielo que lo cubría.

— ¡Ven, ven aquí! —gritó al artillero—. ¡La capa resiste!

Resistía, en efecto, pero crujía y se agrietaba bajo los pies y era evidente que iba a ceder no solamente bajo el peso del cañón o de la gente sino de una manera natural. Todos lo miraban y se apretujaban al borde del estanque sin decidirse a avanzar sobre el cielo. El comandante del regimiento, que iba montado a caballo, levantó el brazo y abrió los labios para hablar, cuando, en aquel momento, silbó una granada tan cerca de todas aquellas aterradas cabezas, que todos se agacharon y algo se desplomó. ¡Era el general que caía en medio de un charco de sangre! Nadie le miró ni se movió para levantarlo.

— ¡Por el hielo! ¡Por el hielo! ¿No me oyes? ¡Vuélvelo! ¡Vuélvelo! —vociferaron varias voces sin saber ni siquiera por qué gritaban.

Hízose avanzar sobre el hielo a uno de los últimos avantrenes y la muchedumbre se precipitó delante y detrás del artefacto; pero la capa de hielo cedió bajo los pies de uno de los primeros soldados; hizo éste un esfuerzo para salir del agua, pero se hundió hasta la cintura. Los que estaban más cerca vacilaron y el hombre del avantrén detuvo su caballo, mientras continuaban los gritos: ¡Adelante! ¡Adelante sobre el hielo!; y aullidos de terror resonaron por todas partes.

Capítulo XIX

Desangrábase y ni siquiera se daba cuenta de ello, como tampoco de que estaba en las alturas de Pratzen; el príncipe Andrés yacía en el mismo lugar en que cayera, portando atrás en la mano el asta de la bandera.

Al atardecer dejó de quejarse: había perdido el conocimiento. De pronto, volvió a abrir los ojos. No se daba cuenta del tiempo transcurrido y sentíase de nuevo renacer a la vida a causa de una dolorosa herida que le martilleaba las sienes.

¿Dónde está aquel cielo sin fondo que he visto esta mañana y que antes no conoría? ... —fue su primer pensamiento. Y también estos sufrimientos me eran desconocidos. Sí, no sabía nada, nada hasta ahora. Pero, ¿dónde estoy?

Aguzó el oído y oyó el ruido de varios caballos y de voces que iban acercándose hacia él. Al oír que hablaban francés no se atrevió a volver la cabeza. Seguía mirando a aquel cielo tan alto encima de él, cuyo azul insondable asomaba a través de ligeras nubecillas.

Aquellos jinetes eran Napoleón y dos ayudantes de campo. Bonaparte había girado una visita de inspección por los campos de batalla y dado órdenes para reforzar las baterías emplazadas en dirección a la presa de Auhest. En aquel momento examinaba a los heridos y muertos abandonados sobre el terreno.

— ¡Brava gente! —dijo, al ver a un granadero ruso tumbado de cara contra el suelo, con la nuca ennegrecida y los brazos ya rígidos por la muerte.

— Las municiones de las piezas de posición se han terminado. Majestad —dijo en aquel momento el ayudante de campo que acababa de llegar de las baterías que disparaban contra Auhest.

— Haced avanzar las de reserva —replicó Napoleón, y retrocediendo algunos pasos se detuvo cerca del príncipe Andrés, que yacía cara al sol con sólo el asta en la mano, pues la bandera había sido arrancada como trofeo por los franceses.

— ¡He aquí una hermosa muerte! —dijo Napoleón, mirando a Bolkonsky.

El príncipe Andrés comprendió que era el propio Napoleón quien pronunciaba aquellas palabras que indudablemente se referían a él. Hizo acopio de todas sus fuerzas para moverse un poco y articular algún sonido; levantó ligeramente una pierna y lanzó un débil gemido.

— ¡Ah, está vivo! —dijo Napoleón—. Levantad a este oficial y llevadlo al puesto de socorro.

Y acto seguido, se dirigió Napoleón a recibir al mariscal Lannes, que, sonriendo, se descubrió ante el emperador y le felicitó por la victoria.

No volvió en sí hasta el atardecer, cuando le hubieron trasladado al hospital, con otros leales rusos y prisioneros. Durante el trayecto se sintió un poco más animado y pudo ver lo que pasaba en derredor y hasta llegó a pronunciar algunas palabras.

Las primeras palabras que oyó fueron las del oficial francés encargado de la escolta de los heridos.

— Detengámonos aquí. El emperador va a pasar enseguida y hay que procurarle el placer de ver a esos señores.

— ¡Bah! Hay tantos prisioneros esta vez ... una gran parte del ejército ruso ... ya debe haber visto demasiados —dijo otro oficial.

— ¡Sí! Pero, no obstante —repuso el primero, designando a un oficial ruso herido, con uniforme de jinete de la guardia—, se dice que éste es el comandante de toda la guardia del emperador Alejandro.

Bolkonsky reconoció al príncipe Repnin, con quien había frecuentado los salones de San Petersburgo. A su lado había también un muchacho de diecinueve años, asimismo herido, y que pertenecía a la caballería de la guardia.

Bonaparte, que llegaba al galope, detuvo el caballo ante ellos.

— ¿Cuál es el oficial de más graduación? —preguntó el emperador al ver a los heridos.

Se le nombró al coronel príncipe Repnin.

— ¿Mandaba usted la guardia del emperador Alejandro? —inquirió Bonaparte.

— Soy coronel y jefe de escuadrón del regimiento de caballería de la guardia —repuso Repnin.

— Su regimiento ha cumplido noblemente con su deber —dijo Napoleón.

— El elogio de un gran capitán es la mejor recompensa a que puede aspirar un soldado —replicó Repnin.

— Es para mí un gran placer el decírselo —añadió Napoleón—. ¿Quién es este joven que está al lado de usted?

— Se llama Suhtelen. Es teniente de mi escuadrón.

Napoleón le miró sonriendo y dijo:

— ¡Muy joven es para habérselas con nosotros!

— No es la juventud obstáculo para el valor —murmuró Suhtelen, con voz emocionada.

— ¡Bella respuesta, joven! —replicó Napoleón—. Tiene usted por delante un gran porvenir.

El príncipe Andrés, colocado también en primer término con el objeto de completa el trofeo de prisioneros, no podía pasar desapercibido a los ojos del emperador, que recordo haberlo visto en el campo de batalla.

— Y usted, joven, ¿cómo se encuentra?

El príncipe Andrés, con los ojos fijos en el emperador, guardó absoluto silencio.

Si bien cinco minutos antes el herido había podido cambiar algunas palabras con los soldados que lo transportaban, ahora no dejaba de mirar a Napoleón y ni una sola exclamación salía de sus labios ...

Con los ojos fijos en Napoleón pensaba en la insignificancia de la grandeza, en la insignificancia de la vida cuyo objeto nadie comprendía, en la insignificancia mayor aún de la muerte cuyo sentido permanecía oculto e impenetrable a los humanos ...

— Que atiendan a estos señores —dijo Napoleón sin aguardar la respuesta del principe Andrés—. Que los conduzcan al vivaque y que el doctor Larrey examine sus heridas.

Y se alejó de ellos con el rostro resplandeciente de felicidad.

Los soldados que transportaban al príncipe Andrés y que le habían arrancado la pequeña imagen que la princesa María le había colgado al cuello quedaron sorprendidos ante la benevolencia de que hacía muestras el emperador para con aquel prisionero y se apresuraron a devolvérsela. El príncipe Andrés ni siquiera se dio cuenta de quién le devolvía la imagen, pero sintió, de pronto, sobre el pecho y bajo el uniforme, el contacto del pequeña medalla suspendida de la fina cadenita de oro.

Hacia la madrugada, en un estado de completa inconsciencia, todos sus sueños se fundieron en las tinieblas y el caos hasta el punto que, según el dictamen de Larrey -el médico de Napoleón—, más bien conducirían a la muerte que a la curación.

— Se trata de un individuo nervioso y bilioso —dijo Larrey—. ¡No saldrá de esta!

Y el príncipe Andrés, con algunos otros heridos que habían sido ya desahuciados, fue confiado a los cuidados de los habitantes del país.
Presentación de Omar CortésSegunda parteCuarta parteBiblioteca Virtual Antorcha