Presentación de Omar CortésPrimera parteTercera parteBiblioteca Virtual Antorcha

LA GUERRA Y LA PAZ

León Tolstoi




SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO I

El cuartel general de los ejércitos rusos del generalísimo Kutusov, que alimentaba con su intendencia a los habitantes de la comarca, acampaba cerca de la fortaleza de Braunau. Era el mes de octubre de 1805, y el ejército ruso ocupaba las ciudades y los pueblos del archiducado de Austria.

El 11 de octubre de 1805, uno de los regimientos de infantería que acababa de llegar a Braunau, estaba formado a media milla de la ciudad, esperando que lo revistara el generalísimo. A pesar de que el pais y la localidad no eran rusos —pues veíanse de lejos los vergeles, las cercas de piedra, las techumbres de tejas y las montañas—, ni tampoco ruso el pueblo que miraba con curiosidad a los soldados, el regimiento ofrecía el aspecto de cualquier regimiento ruso que, en cualquier lugar del centro de Rusia, se preparara a ser revistado.

Por la tarde, durante la última marcha, había llegado la orden de que el generalísimo pasaría revista a la tropa en el campamento.

El comandante del regimiento era un viejo general, sanguíneo, con cejas y patillas grisáceas, ancho de hombros y un poco encorvado. Vestía un uniforme nuevo, con unas tupidas charreteras doradas que daban mayor realce a sus robustos hombros.

— Pues bien, querido Miguel Dmitrievitch —dijo a uno de los jefes de batallón, que avanzó sonriendo tan satisfecho como su general—, la noche ha sido dura, pero creo que el regimiento es de buen ver, ¿no le parece a usted?

El comandante del batallón comprendió la alegre ironía y rompió a reír.

— Sí, no creo que nos expulsen del campo de Marte.

— ¿Qué ocurre? —preguntó el comandante.

En aquel momento, por la carretera que comunicaba con la ciudad, donde estaba formada la infantería, aparecieron dos jinetes. Eran un ayudante de campo, seguido de un cosaco.

El primero venia del Estado Mayor para dar precisiones al comandante del regimiento acerca del significado de la orden del dia anterior, que, por lo visto, se prestaba a interpretaciones; es decir, el generalísimo quería encontrar al regimiento tal cual acababa de llegar de la marcha: capotes de campaña, las armas en la vaina y en disposición de reemprender aquélla.

Al oir estas palabras, el comandante bajó silenciosamente la cabeza, encogiéndose de hombros, y con gesto nervioso separó las manos.

— ¡Buena la hemos hecho! —exclamó—. ¿Lo ve usted? Ya se lo había dicho. Miguel Dmitrievitch: uniforme de campaña con los capotes —añadió al jefe del batallón con tono de convicción—. ¡Ah, cielos! —prosiguió, y se adelantó con actitud resuelta: ¡Señores jefes de compañía! —gritó con voz habituada al mando—. ¡Sargentos! ... ¿tardarán mucho en llegar? —preguntó al ayudante de campo con una expresión de respetuosa deferencia que referíase visiblemente a las personas acerca de las cuales estaba hablando.

— Tal vez dentro de una hora.

— ¿Tendremos tiempo de cambiar de uniforme?

— No lo sé, mi general.

El comandante del regimiento avanzó hasta las filas y dio la orden de cambiar de uniforme y ponerse el capote de campaña. Los jefes de compañía se dirigieron presurosos a sus unidades respectivas; los sargentos mayores no podían con tanto trabajo, pues los capotes estaban en muy mal estado, y en el mismo instante, los cuadros de formación, inmóviles y silenciosos hasta entonces, se dispersaron, se mezclaron unos con otros y armaron gran alboroto. De nuevo apareció frente a las fuerzas, con paso vacilante y con los ojos fijos en la lejanía, el comandante del regimiento.

— ¡Cielos! ¿Qué significa esto? —gritó, deteniéndose—. ¿Dónde está el jefe de la tercera compañía?

— ¡Jefe de la tercera compañía! ¡Jefe de la tercera compañía! ¡Que se presente al general! —oíase gritar entre las filas; y el ayudante de campo corrió en busca del oficial que no estaba en su puesto y que se presentó inmediatamente.

El rostro del aludido expresaba la inquietud del alumno, a quien se manda recitar una lección mal aprendida. Aparecieron unas manchas en su encarnada nariz —evidentemente por falta de sobriedad— y le temblaron los labios.

Mientras el capitán iba avanzando, moderando el paso a medida que se acercaba al general, éste no le quitaba la vista de encima, examinándole de pies a cabeza.

— ¡Pronto vestirá usted a sus hombres con harapos! ¿Qué significa esto? —gritó, adelantando la mandíbula inferior y señalando en las filas de la tercera compañía a un soldado cuyo capote era de distinto color que el de los demás—. ¿Dónde estaba usted escondido? ¿Estamos esperando al generalísimo y deserta usted de su puesto? ¡Ya le enseñaré yo cómo debe vestirse a los soldados, para una revista!

El jefe de la compañía, mirando fijamente a su superior, oprimía entre sus dos dedos, cada vez con más fuerza, la visera del quepis, como si en este contacto residiera su salvación.

— ¿Por qué se calla usted? ¿Cuál es de sus hombres el que va vestido como un húngaro? —dijo con tono de severa chanza el general.

— Excelencia ...

— ¡Qué excelencia ni qué diablos! ¡Excelencia! ¡Excelencia! ¿Quién es esta excelencia?

— Es Dolokhov, Excelencia, que está degradado —dijo el capitán en voz baja.

— ¿Está degradado como feld-mariscal o como soldado? Pues si es soldado tiene que ir vestido como los demás. Esta es la regla.

— Usted mismo. Excelencia, le ha autorizado para ir vestido así durante las marchas.

— ¡Autorizado! ¡Autorizado! He aquí lo que sucede siempre con estos jóvenes —dijo el comandante del regimiento calmándose visiblemente—. ¡Autorizado! Os dicen una cosa y vosotros en seguida ...

El comandante del regimiento guardó silencio durante unos momentos y prosiguió, lleno de cólera otra vez:

— ¡Vamos, basta ya! Haga usted el favor de vestir a sus soldados como Dios manda ...

Y el general, con el ayudante de campo a su lado, comenzó a revistar, con paso inseguro, el regimiento. Luego de reconvenir a un oficial por unos botones poco limpios y a otro por la defectuosa alineación, se acercó a la tercera compañía.

— ¿Cómo te sostienes tú? ¿Dónde está tu pierna? Vamos, ¿dónde está tu pierna? —gritó el comandante del regimiento cuando faltaban cinco hombres para llegar ante Dolokhov, que llevaba un capote azul. Dolokhov mostró poco a poco la pierna que tenía doblada, y de píe, con su mirada atrevida e insolente, fijó los ojos en los del general.

— ¿Por qué llevas capote azul? ¡Fuera! ... ¡Sargento mayor, que lo visitan! ¿Cómo es posible ...? —pero no pudo terminar la frase.

— Mi general, mi obligación es cumplir sus órdenes, pero no tengo por qué tolerar ... —le atajó rápidamente Dolokhov.

— ¡No se puede hablar durante la formación! ¡No se puede hablar! ¡No se puede hablar! Ni una palabra, ni una palabra ...

- No estoy obligado a soportar injurias —terminó diciendo Dolokhov con voz fuerte y velada. El general y el soldado miráronse de nuevo fijamente. El general calló y tirando rabiosamente del fajín, dijo:

— Haga usted el favor de cambiar su indumentaria.

Y se alejó.

Capítulo II

El grito del soldado le hizo apresurarse, y el comandante del regimiento corrió hacia su caballo.

— ¡Ya están aquí! —volvió a gritar el centinela.

Y el comandante saltó sobre la silla y desenvainando el sable y con rostro resuelto se dispuso a dar las órdenes. El regimiento efectuó un movimiento ondulante como un pájaro, y luego permaneció inmóvil.

— ¡Firmes! —gritó el comandante del regimiento con voz vibrante, alegre para él, severa para el regimiento y deferente para el jefe que se acercaba.

Por la larga y ancha carretera vecinal bordeada de árboles, avanzaba rápidamente, con un chirriar de muelles, una gran carretela vienesa de color azul. Seguíanla al galope un cuerpo de escolta y la guardia de croatas. Al lado de Kutusov iba sentado un general austríaco, cuyo blanco uniforme contrastaba con la negra indumentaria de los rusos. La carretela hizo alto cerca del regimiento. Kutusov y el general austríaco hablaban en voz baja cuando hubieron descendido del estribo del vehículo.

El grito del comandante rasgó el aire. El regimiento estremecióse de nuevo al presentar armas. En medio de un silencio sepulcral dejóse oír la débil voz del generalísimo. El regimiento rugió: ¡Viva Su Excelencia!, y de nuevo todo quedó sumido en el silencio.

En comparación con los que habían llegado a Braunau al mismo tiempo, el regimiento, gracias al cuidado y a la severidad del comandante, ofrecía muy buen aspecto. Excepto el calzado, todo estaba atendido con gran esmero y era doscientos diecisiete el número de bajas por enfermedad.

Kutusov iba revistando las tropas y deteníase con frecuencia para dirigir algunas palabras amables a los oficiales de la guerra de Turquía que conocía personalmente y hasta a los mismos soldados. Y el comandante del regimiento se apresuraba siempre a ponerse al lado del general, temeroso de perder una sola palabra de éste relativa a su tropa.

Detrás de Kutusov, a una distancia en que hasta las palabras pronunciadas en voz baja podían ser oídas distintamente, seguían veinte hombres del séquito.

Kutusov pasaba lentamente, despaciosamente, por delante de aquellos millares de ojos que se despabilaban para poder ver al generalísimo. Al llegar frente a la tercera compañía se detuvo bruscamente. Su séquito, que no se había dado cuenta de su detención, estableció involuntariamente contacto con el jefe supremo.

— ¡Ah, Timokhin! —exclamó el generalísimo al advertir al capitán de la roja nariz, aquel que habia sufrido una reprimenda a causa del capote azul.

— Es un compañero de armas de Ismail —dijo—. ¡Un bravo oficial! ¿Está usted contento de él? —preguntó Kutusov al comandante del regimiento. Y éste, reflejado como en un espejo por los gestos del oficial de húsares, se puso a temblar, adelantóse y respondió:

— Sí, Excelencia, muy contento.

— Todos tenemos nuestras flaquezas —dijo Kutusov sonriendo al tiempo que se alejaba—. Su flaco era Baco.

El comandante del regimiento se azoró como si él tuviera la culpa y no respondió.

La tercera compañía era la última, y Kutusov, que se había puesto pensativo, pareció entonces acordarse de algo. Destacóse de la escolta el príncipe Andrés y, en francés, dijo en voz baja:

— Me ordenó usted que le hiciera memoria del degradado Dolokhov, que pertenece a este regimiento.

— ¿Dónde está? —inquirió Kutusov.

Dolokhov, que se había puesto el capote gris de soldado, no esperaba ciertamente que lo llamaran. Apuesto soldado, de claros ojos azules, se destacó de la fila en que estaba. Se acercó al general y presentó armas.

— ¿Una queja? —preguntó Kutusov, frunciendo ligeramente el ceño.

— Es Dolokhov —dijo el príncipe Andrés.

— ¡Ah ! —exclamó Kutusov—. Espero que esta lección te será provechosa. Cumple bien con tu servicio. El emperador es magnánimo y, si te lo mereces, no te olvidará.

Con sus claros ojos azules, Dolokhov miraba al generalísimo con la misma desenvoltura que al comandante del regimiento y, con la expresión que aquéllas cobraban, parecía suprimir las distancias que tanto separan al generalísimo del soldado.

— Sólo una cosa pido. Excelencia —replicó con voz fuerte y segura—: que se me depare la ocasión de borrar mi falta y demostrar mi afecto al emperador y a Rusia. Kutusov se volvió y dibujóse en su rostro aquella misma sonrisa que adoptó al dirigirse al capitán Timokhin.

El regimiento se formó por compañías y se encaminó hacia los cuarteles que le habían sido designados, no muy lejos de Braunau, donde esperaban los soldados poder calzarse, vestirse y descansar después de una marcha muy dura.

— Supongo que no está usted enojado conmigo, Prokhor Ignatovitch ... —dijo el comandante del regimiento acercándose al capitán Timokhin, que marchaba al frente de la tercera compañía—. El servicio del emperador ... No puede uno ... A veces dice uno en el servicio cosas desagradables ... Bien sabe usted que sería yo el primero en excusarme ... ¡Lo ha encontrado todo muy bien! Y tendió la mano al capitán.

— Perdone usted, mi general, pero ni siquiera he intentado disculparme —respondió el capitán, sonriente, ruborizado hasta las orejas y mostrando el hueco que presentaban dos dientes que le hablan arrancado de un culatazo en Ismail.

— Diga usted a Dolokhov que no pase cuidado, que me acordaré de él. Y dígame, por favor ...

Hace tiempo que queria informarme acerca de su conducta. ¿Cuál es su comportamiento?

— En el servicio es muy correcto. Excelencia; pero el carácter ... —repuso Timokhin.

— ¿Qué quiere usted decir con eso del carácter —preguntó el comandante.

— Hay días. Excelencia —repuso el capitán—; tan pronto se muestra razonable, inteligente y amable como se exalta y se vuelve brutal; recuerde usted que en Polonia por poco mata a un judío ...

— Sí, sí —replicó el comandante del regimiento—, pero la desgracia de ese joven mueve a compasión. Está muy bien relacionado. Así, pues ...

— Su Excelencia será obedecido —repuso Timokhin, dando a entender con una sonrisa que habia comprendido los deseos de su superior.

— Perfectamente.

El comandante del regimiento se puso al lado de Dolokhov y retuvo al caballo.

— En la primera acción, las charreteras —le dijo. Dolokhov le miró sin decir nada ni modificar la expresión irónica que se dibujaba en sus labios.

— Bien. Todo ha sido excelente —prosiguió el comandante—. Una ronda de aguardiente para todos, de mi parte —añadió en alta voz a fin de que le oyeran los soldados—. ¡Muchas gracias a todos! ¡Loado sea Dios!

Y dejando aquella compañía se acercó a otra.

— Digan lo que digan, es un buen hombre y se puede estar a sus órdenes —dijo Timokhin dirigiéndose al oficial subalterno que marchaba a su lado.

— Si, sí, es el corazón, no hay duda —dijo riendo el oficial subalterno. El excelente estado de ánimo de los jefes, luego de terminada la revista, se contagió a los soldados. Las compañías marchaban con regocijada algarabía y oíanse por doquier los animados comentarios de la tropa.

— ¿Quién dijo que Kutusov era tuerto?

— ¿Verdad que no lo es?

— No, amigo, no; ve más claro que tú. Lo ha examinado todo, los zapatos y los tacones ...

— Cuando ha empezado a mirarnos las piernas, me he visto perdido.

— Y al otro, al austríaco que le acompañaba, tan blanco como iba, parecía que lo habían enharinado. Ya me figuro cómo deben, por allí, limpiar los uniformes.

— ¡Eh, tú, Fidetchoi!, ¿no has oído, tú que estabas cerca, si decia cuándo comenzaría la batalla? Sé que han dicho que Bonaparte en persona estaba en Braunau.

— ¿Bonaparte? Pero, ¡qué tonterías, estás diciendo! ¡Ni siquiera sabes lo que dices! Es Prusia la que se ha levantado ahora y Austria la que reprime la sedición. Sólo cuando se pongan de acuerdo comenzará la guerra contra Bonaparte. ¡Y ahora quieres hacerme creer que Bonaparte está en Braunau! ¡Qué estúpido eres! Mejor sería que escucharas bien lo que dicen.

— ¡Maldito sea el fusil! La quinta compañía está ya entrando en el pueblo, y cuando nosotros andaremos todavía en busca de alojamiento ellos tendrán ya la cena lista.

— Vamos, dame una galleta.

— ¿Acaso me diste ayer el tabaco que te pedí? Pero, en fin, ahí la tienes y que Dios te proteja.

— Bien podrían hacer alto, pues de lo contrarío vamos a andar cinco verstas más sin comer.

— Lo mejor hubiera sido que los alemanes nos hubieran cedido la carretela. Marchar sobre ruedas sería otra cosa.

— ¡Eh, hermano! La gente de por aquí no lleva camisa. Aquellos que parecían polacos eran aún súbditos rusos, pero ahora sólo tropezamos con alemanes.

— ¡Adelante los cantores! —gritó el capitán. Y surgieron de varias filas una veintena de hombres que se situaron frente al resto de la tropa. El tambor mayor del coro volvióse de cara a los cantadores, hizo una señal con la mano y entonó la lenta canción de los soldados:

No es el sol que se levanta
Que termina así:
¡Ah! La gloria alcanzaremos,
con el padre Kamensky.

Esta canción, oriunda de Turquía, se cantaba entonces en Austria con la sola modificación, que habían hecho los soldados, del nombre del padre Kamensky por el de Kutusov.

Kutusov y su séquito retornaban al pueblo. El generalísimo había dado orden de que los soldados marchasen sin guardar la formación, y su rostro y el de los oficiales que le acompañaban expresaban la satisfacción que les producía la canción y el espectáculo del bailador y de los soldados que caminaban brava y regocijadamente.

En la segunda fila de la derecha llamaba la atención Dolokhov, el soldado de ojos azules, que con una gracia particular marchaba decidido al compás de la canción y miraba el rostro de quienes encontraba a su paso, como si se compadeciera de ellos porque no formaban parte de la compañía. El alférez de husares del séquito de Kutusov, que remedaba los gestos y expresiones del comandante del regimiento, quedóse un poco atrás del vehículo y se acercó a Dolokhov.

Este alférez, llamado Jerkov, había sido durante algún tiempo uno de los componentes del tumultuoso círculo que dirigía Dolokhov en San Petersburgo.

— ¿Qué tal, amigo mío, qué es de tu vida? —dijo adelantándose hacia él y acompasando el trote del caballo al paso de la compañía que entonaba los cantos marciales.

— ¿Yo? —repuso fríamente Dolokhov—. Ya puedes verlo.

La jubilosa canción prestaba una especial significación a la hipócrita alegría que demostraba Jerkov y a la deliberada frialdad de las respuestas de Dolokhov.

— ¿Cómo te las arreglas con tus jefes? —inquirió Jerkov.

— Perfectamente, son buena gente. Y tú, ¿cómo has logrado introducirte en el Estado Mayor?

— Soy agregado ... Cumplo m i servicio allí ... Ambos guardaron silencio.

Ha volado el halcón, lanzado con la diestra, decía la canción, excitando, de buen o mal grado, el valor y la alegría. Su conversación hubiera sido sin duda muy distinta de no haber hablado con tal acompañamiento musical.

— ¿Es cierto que los austríacos han sido derrotados? —preguntó Dolokhov.

— Eso dicen.

— Me alegro mucho —dijo brevemente Dolokhov, tal cual lo exigía el ritmo de la canción.

— Ven esta noche a nuestro alojamiento; organizaremos una partida de faraón —dijo Jerkov.

— ¿Tenéis mucho dinero?

— Ven.

— No puedo. He dado palabra de no beber ni jugar hasta que haya vuelto a recobrar mis galones.

— Esto, en la primera acción ...

— Lo veremos.

Hubo de nuevo un silencio.

— Si necesitas algo ven al Estado Mayor y te ayudaremos —dijo Jerkov. Dolokhov sonrió.

— No te preocupes. Pediré lo que necesite y yo mismo lo tomaré.

— Pero yo ... Ya sabes que ...

— Yo también ... Bien lo sabes.

— Adiós.

— Hasta la vista.

Muy lejos de mí tierra ...

Jerkov espoleó el caballo, que se encabritó tres veces, no acertando a afirmar en el suelo sus cascos para emprender la marcha. Finalmente, galopó y alcanzó el carruaje.

Capítulo III

Kutusov, acompañado del general austríaco, a su regreso de la revista de las tropas, llamó al ayudante y pasó a su gabinete, al objeto de revisar algunos papeles relativos a las tropas y las cartas que se habían recibido del archiduque Fernando.

El príncipe Andrés Bolkonsky entró en el gabinete con los documentos solicitados. Ante el plano extendido sobre la mesa, estaban sentados Kutusov y el general austríaco, miembro del Consejo Superior de Guerra.

— ¡Ah ...! —dijo Kutusov mirando a Bolkonsky como si lo invitara a esperarse.

Y luego continuó en francés la conversación interrumpida:

— Yo sólo digo una cosa, mi general —prosiguió Kutusov—. Yo sólo digo una cosa, y es que si todo dependiera de mis deseos se hubiera ya cumplido la voluntad de Su Majestad el emperador Francisco. Haría mucho tiempo que hubiera complacido al archiduque; y por mi honor le digo que, personalmente, sería para mí un gran alivio transmitir el mando supremo del ejército a generales más expertos y más hábiles que yo, que tanto abundan en Austria. Sin embargo, las circunstancias se oponen a nuestros deseos.

La expresión del general austríaco era de sumo descontento, pero veíase obligado a responder con el mismo tono a las palabras de Kutusov:

— Al contrario —dijo con acento de disgusto y de reconvención, que estaba en contradicción flagrante con las lisonjeras palabras acabadas de pronunciar—, al contrario; Su Majestad tiene en gran aprecio la participación de Vuestra Excelencia a la obra común; pero opinamos que la lentitud actual priva al glorioso ejército ruso y a sus jefes de los laureles que están acostumbrados a recoger en las batallas —concluyó con esta frase manifiestamente estudiada.

Kutusov se inclinó sin modificar su sonrisa.

— Y por mi parte, basándome en la última carta con que me ha honrado Su Alteza el archiduque Fernando, tengo el convencimiento de que las tropas austríacas, bajo el mando de un jefe tan hábil como el general Mack, han logrado ya una victoria decisiva y no precisan de nuestra ayuda.

El general frunció el ceño.

— Dame esta carta —dijo Kutusov, dirigiéndose al príncipe Andrés—. Aquí está; haga usted el favor de mirar.

Y Kutusov, con una sonrisa burlona en los labios, dio lectura, en alemán, al siguiente párrafo de la carta del archiduque Fernando:

Todas nuestras fuerzas, que suman aproximadamente unos sesenta mil hombres, están concentradas. Podemos, pues, atacar y destrozar al enemigo caso de que éste intente cruzar el Lech. Teniendo en cuenta que ocupamos Ulm con objeto de mantener la ventaja de poseer en cualquier momento las dos orillas del Danubio, si el enemigo tratase en otro caso de cruzar este río en lugar del Lech, podríamos entonces cortarles su línea de comunicación y atravesar el Danubio más abajo y, por último, si nuestros adversarios quisieran atacar con todas sus fuerzas a nuestros fieles aliados, les impediríamos en absoluto realizar este propósito. Asi, pues, esperamos confiados a que el ejército imperial ruso ultime sus preparativos, y luego nos será fácil entre todos hallar la coyuntura favorable de emplazar al enemigo en el lugar que le corresponde y merece.

Al terminar este párrafo, Kutusov respiró profundamente y miró con atención y benevolencia al miembro del Consejo Superior de Guerra.

— Su Excelencia no ignora, sin duda, la sabia regla que prescribe que debe siempre suponerse lo peor —dijo el general austríaco que deseaba, visiblemente, poner fin a todo género de bromas y dar pronto por terminado tan enojoso asunto. Volvióse involuntariamente hacia el ayudante de campo.

— Perdone, mi general —le atajó Kutusov; y dirigióse al príncipe Andrés—: Toma del despacho de Kozlovsky todos los informes de nuestros espias y aquí tienes dos cartas de parte del conde Nostitz, las del archiduque Fernando y algunas otras —le dijo, entregándole algunos papeles—. Con todo ello, y en francés, redacta un memorándum al que añadirás todas las noticias que poseemos referentes a los movimientos del ejército austríaco. Cuando esté terminado, lo presentaré todo a Su Excelencia.

El principe Andrés se inclinó ligeramente, demostrando con su actitud que desde el primer momento había comprendido no sólo cuanto Kutusov decía, sino también cuanto quería decir.

Tomó los papeles, saludó y caminando poco a poco sobre la alfombra salió del gabinete.

Aun cuando hacía poco tiempo que el príncipe Andrés habia salido de Rusia, notábase en él un gran cambio. Su actitud era la de un hombre ocupado en una tarea agradable e interesante. Su semblante revelaba una gran satisfacción de sí mismo y de cuantos le rodeaban; su sonrisa y su mirada eran más alegres y más atractivas.

Kutusov, con quien se unió en tierra de Polonia, lo recibió afablemente, prometió no olvidarlo y, para distinguirlo de los demás ayudantes de campo, se lo llevó consigo a Viena y le confió las más delicadas misiones. De Viena escribía Kutusov a su viejo compañero de armas, el padre del príncipe Andrés:

Tu hijo promete ser, por su valor, por su firmeza y la escrupulosidad con que cumple todas sus obligaciones, un oficial excepcional. Estoy muy contento de tenerlo a mi lado.

En el Estado Mayor de Kutusov, entre los compañeros y en general en todo el ejército, el príncipe Andrés, al igual que en la sociedad de San Petersburgo, tenía dos reputaciones absolutamente distintas: unos —los menos— consideraban al príncipe Andrés como un ser excepcional, esperaban de él grandes cosas, le escuchaban, le admiraban y le imitaban. Otros —los más— no simpatizaban con él.

Al salir del gabinete de Kutusov el príncipe Andrés, con los papeles en la mano, se aproximó a su compañero el ayudante de campo, de servicio, Kozlovsky, que estaba sentado leyendo un libro al pie de la ventana.

— ¿Qué es lo que pasa, príncipe? —preguntó Kozlovsky, abandonando la lectura.

— Ha dado orden de redactar un informe explicando por que no avanzamos.

— ¿Y por qué?

El príncipe Andrés se encogió de hombros.

— ¿No hay noticias de Mack? —inquirió Kozlovsky.

— No.

— Si fuese cierto que ha sido derrotado, lo sabríamos.

— Probablemente —replicó el príncipe Andrés, encaminando sus pasos hacia la puerta de salida; pero precisamente en aquel instante, después de llamar repetidas veces, entró en la antesala un general austríaco de alta estatura, con la condecoración de María Teresa colgándole del cuello y la frente cubierta con una venda negra. El principe Andrés se detuvo.

— ¿El generalísimo Kutusov? —preguntó precipitadamente el general con marcado acento alemán, mirando a todos lados y dirigiéndose sin detenerse hacia la puerta del gabinete.

— El generalísimo está ocupado —dijo Kozlovsky, saliendo rápidamente al paso del desconocido general e interponiéndose entre éste y la puerta del gabinete. —¿A quién debo anunciar?

El desconocido general, con un gesto despectivo, y extrañado de que no le conocieran, miró de cabeza a los pies a Kozlovsky, que era más bien un hombre pequeño.

— El generalísimo está ocupado —insistió tranquilamente Kozlovsky. El rostro del general se ensombreció y los labios le temblaron. Abrió la puerta del gabinete y apareció Kutusov. El general de la cabeza vendada, como si se aprestara a evitar un peligro, se adelantó con paso rápido hacia Kutusov. Éste, que no se había movido del umbral de la puerta, quedó estupefacto por espacio de unos segundos; pareció luego recorrer por su rostro un rápido estremecimiento, la frente se le arrugó, bajó respetuosamente la cabeza, cedió el paso a Mack y cerró la puerta.

El príncipe Andrés era uno de los pocos oficiales del Estado mayor que más interés demostraba por la marcha general de la guerra. Al ver a Mack y escuchar de sus labios los detalles de la derrota, comprendió al punto que se había perdido la mitad de la campaña, vio claramente la difícil situación en que se encontraba el ejército ruso y representóse vivamente lo que le esperaba y el papel que le tocarla desempeñar. Conmovido y alterado por estas ideas, el príncipe Andrés se retiró a su habitación para escribir a su padre, lo que hacia todos los días. Tropezó en el corredor con su compañero Nesvitzky y el regocijante Jerkov; como siempre, ambos estaban riéndose.

— ¿Qué te ocurre con esta cara? —preguntó Nesvitzky, advirtiendo la palidez y el brillo de los ojos del príncipe Andrés.

— No hay, ciertamente, motivos para estar alegre —replicó Bolkonsky.

Mientras el príncipe Andrés se había detenido a hablar con Nesvitzky y Jerkov, por el otro extremo del corredor avanzaba hacia ellos el general austríaco Strauch, agregado al Estado Mayor de Kutusov, encargado del aprovisionamiento del ejército ruso, acompañado de un miembro del Consejo Superior de Guerra, llegados ambos la noche anterior. El corredor era lo bastante ancho para que los generales pudieran pasar cómodamente con tres oficiales que les acompañaban. Pero Jerkov, empujando a Nesvitzky con la mano, decía jadeante:

— ¡Ya vienen! ... ¡Ya vienen! ... ¡Paso! ... ¡Paso, por favor!

Los generales pasaron queriendo, al parecer, eludir los honores. En el rostro del divertido Jerkov dibujóse de pronto una sonrisa estúpida.

— Excelencia —dijo en alemán, adelantando un paso y dirigiéndose al general austríaco—. Tengo el honor de felicitarle.

El general miembro del Consejo Superior de Guerra le miró con severidad de cabeza a pies, pero al advertir la seriedad de aquella sonrisa imbécil, no pudo negarle un momento de atención. Y cerró los ojos en ademán de escuchar.

— Tengo el honor de felicitarle. El general Mack ha llegado y se encuentra bien, pero está herido —añadió con una nueva sonrisa, y llevándose la mano a la cabeza.

El general arrugó las cejas, volviósele de espaldas y prosiguió su camino.

— ¡Qué estúpido es ese hombre! —exclamó lleno de cólera, cuando hubo andado algunos pasos.

Nesvitzky abrazó al principe Andrés, pero éste, tornándose aún más pálido, le rechazó un poco impetuosamente, y se dirigió hacia Jerkov.

— Si es de tu gusto hacer el payaso —dijo con voz tajante y temblándole la barbilla—, no soy yo quien voy a impedírtelo, pero te advierto que si es tu propósito conducirte de nuevo ante mí como un imbécil te enseñaré el modo como tienes que portarte.

Nesvitzky y Jerkov quedaron tan pasmados con estas palabras que, con los ojos abiertos de par en par, miraban a Bolkonsky sin pronunciar palabra.

— ¡Pero si no he hecho más que felicitarte! —dijo Jerkov.

— ¡Basta de bromas; haced el favor de callar! —gritó Bolkonsky, y cogiendo a Nesvitzky del brazo se alejaron ambos de Jerkov, que quedó mudo de asombro.

— Pero, ¿qué te ocurre, amigo? —dijo Nesvitzky para animarlo.

— Vamos a ver —repuso vivamente el principe Andrés—. ¿Somos oficiales que servimos al emperador y a la patria, debiendo, por tanto, alegrarnos del éxito común y sufrir con resignación el fracaso, o somos criados que no ponen el menor interés en los negocios de su amo? ¡Cuarenta mil hombres aniquilados y el ejército de nuestros aliados destruido y todavia halláis en ello motivo de risa! Pase esto para un estúpido como ese botarate con quien has contraído amistad, pero no puede admitirse en un hombre como tú. Sólo un chiquillo puede regocijarse asi —continuó diciendo el príncipe Andrés, pronunciando la palabra chiquillo en francés al darse cuenta de que Jerkov podía oírlo.

Aguardó un momento la respuesta del teniente. Pero éste se volvió de espaldas y salió del corredor.

Capítulo IV

El pueblo alemán de Saltzeneck estaba ocupado por el escuadrón en que servía el teniente Nicolás Rostov. A dos millas escasas de Braunau, el regimiento de húsares de Pavlograd permanecía formado. El mejor alojamiento del pueblo estaba reservado al jefe del escuadrón, capitán Denisov, conocido en toda la división de caballería con el nombre de Vaska Denisov. El subteniente Rostov, desde que en Polonia se habia incorporado al regimiento, vivia con el jefe del escuadrón.

El dia 8 de octubre, cuando el cuartel general, con motivo de la derrota sufrida por Mack, estaba a punto de marcha, la vida de campaña transcurría en el escuadrón con la misma tranquilidad de antes. Cuando Rostov, muy de mañana, volvía a caballo después de efectuar la distribución del forraje, Denisov, que se había pasado toda la noche jugando a las cartas, no había vuelto todavía. Rostov se acercó al atrio de la casa, adelantó el caballo y, con gesto elegante y juvenil, alzó una pierna y, como si le doliera separarse del caballo, permaneció un momento en el estribo. Por último, saltó a tierra y llamó al asistente.

— ¡Eh, Bondarenko! —gritó al húsar, que se precipitó hacia su caballo—. Paséalo —añadió con aquella fraternal y jubilosa dulzura que emplean los jóvenes para con todo el mundo, cuando se sienten felices.

— Está bien, excelencia —replicó el hombre de la Pequeña Rusia, moviendo alegremente la cabeza.

— No te distraigas y paséalo bien.

Otro húsar dirigióse igualmente hacia el caballo, pero Bondarenko ya lo llevaba de la brida. Era, pues, evidente que el subteniente repartía buenas propinas y que su servicio resultaba de gran provecho. Rostov acarició las crines de su caballo, luego los lomos y se detuvo al pie de la puerta. El propietario alemán, con chaleco de franela y tocado con un gorro, estaba en la puerta del establo llevando en la mano la horca con que acababa de llenar el estercolero. Al ver a Rostov, su rostro se iluminó súbitamente. Sonrió con gesto jovial y guiñó un ojo:

— ¡Buenos días! ¡Buenos días! —repitió, visiblemente satisfecho de la presencia del joven.

— ¿Trabajando ya? —preguntó Rostov con aquella sonrisa jovial que no se borraba nunca de su rostro—. ¡Viva Austria! ¡Viva Rusia! ¡Viva el emperador Alejandro! —dijo el alemán prorrumpiendo en las mismas exclamaciones que el propietario solia a menudo proferir.

El alemán rompió a reír, salió del establo y quitándose el gorro comenzó a agitarlo al tiempo que gritaba:

— ¡Y viva el universo!

Rostov agitó su quepis del mismo modo que el alemán y gritó, riendo:

— ¡Y viva el universo!

Se separaron luego sonriéndose: el alemán volvió al establo y Rostov al alojamiento que ocupaba con Denisov.

— ¿Dónde está tu amo? —preguntó a Labrutchka, el criado de Denisov, un zorro redomado, famoso en todo el regimiento por sus artimañas.

— Esta noche no ha venido. Seguramente debe de haber perdido —replicó Labrutchka—. Cuando gana llega temprano para pavonearse, y cuando no se le ve hasta la mañana siguiente, ello significa que ha perdido y está de un humor de perros. En fin, tomará usted café.

— ¡Ya viene! —exclamó—. ¡Ah, lo han desplumado ...!

Rostov miró por la ventana y vio a Denisov entrar en la casa. Denisov era bajito, de rostro rubicundo, brillantes ojos negros, negro bigote y cabello del mismo color. Malhumorado y con la cabeza mirando al suelo, se acercó a la puerta.

— ¡Labnitchka! —gritó con voz fuerte—. Vamos, sal pronto, idiota.

— Eso hago sin que tenga que llamarme idiota —replicó Labrutchka.

— ¡Ah! ¿Te has levantado ya? —dijo Denisov al entrar en la habitación.

— Hace un buen rato —repuso Rostov—. He ido a buscar el forraje y he visto a la señorita Matilde.

— Pues yo, amigo, perdí anoche como un endemoniado —dijo Denisov.

— ¡Qué mala suerte! Cuando te fuiste se me presentó la negra. ¡Ea, el té!

Denisov, haciendo muecas y mostrando sus dientes pequeños y recios, hundía los dedos en sus cabellos negros, crespos como las raíces negras de una cebolla.

— Es el diablo quien me ha llevado a casa de esta Rata —dijo restregándose la frente y el rostro con las manos—. No he tenido ni una sola carta buena, ni una sola carta.

Tomó Denisov la pipa llena que le había preparado, la cogió fuertemente, hizo caer el fuego, la golpeó contra el suelo y continuó diciendo:

— Cada vez me dejaban sin un cuarto.

Tiró Denisov el poco tabaco que quedaba en la pipa, la rompió en dos pedazos y la arrojó a un rincón. Hubo un momento de silencio y de pronto, con sus ojos negros y brillantes, miró alegremente a Rostov.

— Si al menos hubiese mujeres. Aquí, si no se dedica uno a la bebida ya no sabe qué hacer. Ojalá tuviéramos que batirnos en seguida. ¡Eh!, ¿quién hay? —gritó al oir unos pasos cansinos que se acercaban con ruido de espuelas y una tos respetuosa.

— ¡El sargento! —anunció Labrutchka.

Denisov arreció todavía más en sus muecas.

— Esto presenta mal cariz —dijo al tiempo que tiraba a Rostov su bolsa que contenia algunas monedas de oro—. Mira cuánto hay, amigo mío, y esconde la bolsa debajo de la almohada — y salió al encuentro del sargento. Rostov cogió el dinero y, apilando en un montoncito las monedas de oro nuevas y en otros las más viejas, se puso a contarlas.

— ¡Ah, buenos días, Telianin! Anoche me dejaron como nuevo —decía Denisov en la habitación antigua.

— ¿En dónde? ¿En casa Bikov o en casa del Rata? ... Ya me lo figuraba —respondió una voz aguda, y acto seguido entró en la habitación donde estaba Rostov el teniente Telianin, oficial del escuadrón.

Rostov escondió la bolsa debajo de la almohada y estrechó la pequeña mano humeda que le tendía.

— Pues bien, caballero, ¿qué le parece a usted mi Gratchic? —preguntó (Gratchic era el nombre de un caballo que Telianin había vendido a Rostov). El teniente no miraba nunca de frente a la persona con quien hablaba y sus ojos erraban continuamente de un lado a otro—. Esta mañana le he visto pasar.

— Si, es un buen caballo —replicó Rostov—, a pesar de no valer ni la mitad de los setecientos rublos que he pagado por él. Pero comienza a cojear un poco de la mano izquierda —añadió.

— No tiene importancia. Hay que cambiar un clavo de la herradura. Ya se lo indicaré.

— De acuerdo. Me prestará usted un gran servicio —dijo Rostov.

— Si, sí, ya se lo indicaré. No es ningún secreto. Quedará muy contento del caballo.

— Pues voy a enviar por él —dijo Rostov para librarse de Telianin. Y salió para dar la orden. Denisov estaba sentado en el vestíbulo, junto al marco de la puerta, con la pipa en la boca, escuchando un relato del sargento. Al darse cuenta de la presencia de Rostov, arrugó las cejas y, señalando la habitación donde había quedado Telianin, hizo una mueca y se sacudió con gesto de repugnancia.

— ¡Uf! ¡No puedo soportar a ese muchacho! —exclamó sin preocuparse de la presencia del sargento. Rostov se encogió de hombros con un gesto que quería significar: Ni yo, pero, ¿qué le vas a hacer? Y luego de dar la orden volvió a la habitación donde habia quedado Telianin. El oficial se mantenía en la actitud negligente que habia adoptado en el momento en que salió Rostov y se frotaba las manos blancas y menudas. Hay fisonomías verdaderamente asquerosas, pensó Rostov al entrar en la habitación.

- ¿Ha dado orden para que traigan el caballo? —preguntó Telianin levantándose y mirando, sin saber por qué, en derredor.

— Sí, ya he dado la orden.

— Pues ahora lo veremos. He venido solamente para preguntar a Denisov el contenido de la orden del día de ayer. ¿La ha recibido usted, Denisov?

— Todavía no. ¿Adónde va usted?

— A enseñar a un joven cómo debe herrarse un caballo —replicó Telianin.

Salió afuera, explicó cómo debían clavarse las herraduras a las caballerías y se marchó a su casa. Cuando regresó Rostov, había sobre la mesa una botella de aguardiente y una salchicha. Denisov se había instalado en la mesa y escribía. Miró a Rostov con grave ademán.

— Lo estoy escribiendo —dijo, y detalló su carta a Rostov.

— Lo ves amigo mío —dijo— no servimos para nada. Mientras no estamos enamorados, dormimos ... Pero así que estás enamorado, eres ya como Dios, eres puro como el primer día de la creación ... ¿Qué quieres ahora? Mándalo al diablo —gritó a Labrutchka que, sin pedir permiso, habíase adelantado.

— ¡Pero si es usted mismo quien lo ha ordenado! Es el sargento que viene a buscar el dinero.

— Mal negocio —se dijo—. ¿Cuánto hay en la bolsa? —preguntó a Rostov.

— Siete monedas nuevas y tres viejas.

— Pues sí que estamos aviados. Y tú, botarate, ¿qué estás haciendo aquí ? Vete a buscar al sargento —gritó Denisov a Labrutchka.

— Te agradecería, Denisov, que aceptaras dinero mío . A mi no me hace falta —dijo Rostov algo sofocado.

— No me gusta pedir prestado a los amigos; no, no me gusta —repuso Denisov.

— Si no aceptas el dinero que, como buen compañero te ofrezco, me consideraré ofendido. No lo necesito, te lo aseguro —repitió Rostov.

— No quiero —y Denisov se acercó a la cama para retirar la bolsa de debajo de la almohada—. ¿Dónde las has puesto? —preguntó a Rostov.

— Debajo de la primera almohada.

— Pues no está.

Denisov tiró al suelo todas las almohadas, pero la bolsa no apareció.

— ¡Esto sí que es un milagro!

— Espera, quizás haya caído —dijo Rostov cogiendo una por una las almohadas y sacudiéndolas. Sacudió luego el cubrecama, pero la bolsa siguió sin aparecer.

— Quizá esté equivocado. Pero no, no es posible. ¡Si hasta me he dicho que la guardabas debajo de la cabeza como un tesoro! —objetó Rostov—. Yo la he puesto aquí. ¿Dónde está? —preguntó a Labrutchka.

— Yo ni siquiera he entrado. Estará donde la hayan puesto.

— No puede ser ...

— Siempre hace usted lo mismo: deja las cosas en cualquier parte y luego no se acuerda de dónde las ha puesto. Registre los bolsillos.

— No, no, me acuerdo perfectamente que la he puesto aquí —dijo Rostov. Labrutchka deshizo toda la cama, escudriñó por debajo, inspeccionó toda la habitación y, por último, se quedó plantado en el centro de la misma.

— ¿No te parece, Rostov, que ...? Al sentir clavada en él la mirada de Denisov, Rostov alzó los ojos, pero los bajó en seguida. Toda la sangre que se le había acumulado en el cuello se agolpó en su rostro y apenas podía respirar.

— Nadie ha entrado en esta habitación, excepto usted y el teniente. Por lo tanto, debe de estar metida en alguna parte —dijo Labrutchka.

— Y tú, maldito charlatán, despabílate y busca bien —gritó de pronto Denisov que, acalorándose por momentos, se abalanzó con actitud amenazadora sobre el asistente—. ¡Procura que la bolsa aparezca, pues de lo contrario te mataré a palos! Os azotaré a los dos ... —Rostov miró a Denisov de pies a cabeza, abrochándose la guerrera y cogió el sable y el quepis.

— Te digo que la bolsa tiene que aparecer —rugia Denisov sacudiendo a su criado por los hombros y estrujándolo contra la pared.

— Déjalo, Denisov. Ya sé quién la ha tomado —dijo Rostov, dirigiéndose hacia la puerta sin levantar los ojos. Denisov se detuvo, reflexionó un momento y, adivinando a quién aludía Rostov, le cogió de la mano.

— ¡Esto es una locura! —vociferó, y las venas del cuello y de la frente se le tensaron como cuerdas—. Te digo que te has vuelto loco y no lo consentiré. La bolsa tiene que estar aquí. Ablandaré a golpes a este mulo y ya verás cómo aparecerá.

— Sé quién la ha tomado —replicó Rostov, con voz trémula desde la puerta.

— Y yo te digo que no quiero que hagas esto —grito Denisov, yendo al encuentro del suboficial para retenerle. Pero Rostov se desasió de sus manos bruscamente, cual si se hubiese tratado de su peor enemigo, y miró fijamente a Denisov.

— ¿Te das cuenta de lo que dices? —gritó con voz temblorosa—. En esta habitación no ha entrado nadie más que yo. Así pues, si no ... No pudo terminar la frase y salió.

— ¡Que el diablo se os lleve a todos! —fueron las últimas palabras que oyó Rostov.

Rostov enderezó sus pasos hacia el alojamiento de Telianin.

— El señor no está en casa; está en el Estado Mayor —le dijo el asistente de Teliain—. ¿Ha ocurrido algo? —añadió, mirando estupefacto el alterado rostro del joven oficial.

— No, nada.

— Por poco que hubiese venido antes, le hubiera encontrado —dijo el asistente. El Estado Mayor se encontraba a tres verstas de Saltzeneck. Rostov, sin saber a punto fijo lo que hacia, tomó un caballo y se dirigió al Estado Mayor. Junto a la puerta vio el caballo de Telianin. En el segundo salón de la hostería, el oficial estaba regalándose con un plato de salchichas y una botella de vino.

— ¡Hola, joven! ¿También a usted se le ve por aquí? —dijo sonriendo y enarcando las cejas.

— Si —dijo Rostov, como si le costara gran esfuerzo pronunciar esta palabra; y se sentó en la mesa de al lado. Ambos callaron. Había en la estancia dos alemanes y un oficial ruso.

Cuando Telianin acabó su desayuno, sacó de su bolsillo una bolsa doble; con sus blancos dedos abrió el cierre, extrajo de ella una pieza de oro, levantó los ojos y la tendió al mozo.

— Aprisa, por favor.

La moneda de oro era reluciente. Rostov se levantó y se acercó a Telianin.

— Permitame ver esta bolsa —dijo en voz queda, casi ininteligible.

Telianin se la tendió al tiempo que, sin dejar de mantener enarcadas las cejas, lanzaba miradas furtivas.

— Sí, es muy bonita ... —dijo de pronto, palideciendo—. Puede usted verla, joven.

Rostov cogió la bolsa, examinó el dinero que contenia y miró después a Telianin.

— Cuando estemos en Viena será otra cosa, pero aquí, en este miserable pueblo, no sabe uno cómo gastarse el dinero. Bueno, ¿ha terminado usted? Lo siento, joven, pero tengo que marcharme.

Rostov calló.

— ¿Ha venido usted a desayunar? Se come bastante bien —prosiguió Telianin—; pero como le digo ... ¿me permite usted?

Y diciendo esto, alargó la mano y cogió la bolsa.

Rostov la soltó.

— Pues bien, joven —dijo con un suspiro y mirando fijamente a Rostov y viceversa.

— Venga usted conmigo —dijo Rostov cogiendo del brazo a Telianin y llevándolo hacia la ventana—. Este dinero es de Denisov. Usted se lo ha robado —le dijo al oído.

— ¡Eh! ¿Qué está usted diciendo? —exclamó Telianin.

Estas palabras sonaron, sin embargo, como una desesperado súplica de perdón.

— ¡Dios sabe lo que pensará la gente! —balbuceó Telianin cogiendo el sombrero y dirigiéndose hacia un saloncillo, donde no habia nadie—. Debemos tener una explicación ...

— Sé muy bien lo que me digo y lo probaré —dijo Rostov.

— Yo ...

Telianin, alterado con el rostro lívido, temblaba como un azogado; sus ojos vagaban continuamente, sin detenerse en los de Rostov; de pronto, oyese un gemido.

— No sea usted la perdición de un pobre hombre ... Aquí tiene usted ese maldito dinero ... Tómelo y lo arrojó sobre la mesa—. Mi padre es ya muy viejo ... y mi madre ...

Rostov cogió el dinero y eludiendo la mirada de Telianin salió de la estancia sin decir palabra. Sin embargo, al trasponer la puerta, se detuvo y volvió a entrar.

— ¡Dios mío! —exclamó con los ojos arrasados de lágrimas—. ¿Cómo ha podido usted hacer eso?

— ¡Conde! ... —dijo Telianin, acercándosele.

— ¡No me toque usted! —gritó Rostov, haciéndose atrás—. Si le hace falta este dinero, tómelo —y, arrojándole la bolsa, salió a escape de la hostería.

Capítulo V

La discusión en el alojamiento de Denisov, la conversación más bien, que se había suscitado aquella misma noche, entre los oficiales, se iba animando por momentos.

— Y yo creo, Rostov, que tiene usted que presentar sus excusas al coronel —decía dirigiéndose a Rostov, visiblemente emocionado, un capitán segundo, de aventajada estatura, cabello gris, enormes mostachos y con las facciones de su enjuto rostro muy acentuadas. Este capitán segundo, llamado Kirsten, habia sido degradado dos veces por cuestiones de honor y dos veces habia recobrado los galones.

— ¡No toleraré que nadie me tache de embustero! —exclamó Rostov—. Ha dicho que mentía, yo le he replicado que era él quien mentía y no retiraré una sola palabra. Puede, si quiere, enviarme de servicio todos los días, pero nadie me obligará a presentarle excusas, pues si cree mi coronel que darme una satisfacción constituye una indignidad, ¡ah!, entonces ...

— Pero, veamos, amigo mío, veamos, haga usted el favor de escucharme —le interrumpió con su voz de bajo el capitán segundo, atusándose lentamente el frondoso bigote—. Digan ustedes al coronel, en presencia de otros oficiales, que uno de éstos ha robado.

— ¿Y qué culpa tengo yo si los otros oficiales han oído la conversación? Quizá más hubiera valido habérselo dicho a solas, pero, ¿qué le vamos a hacer? No soy ningún diplomático. Si me he hecho húsar, es precisamente por creer que podría prescindirse aquí de tantos miramientos. Ha dicho que mentía, me debe, pues, una satisfacción ...

— Todo esto está muy bien. No hay nadie entre nosotros que piense que es usted una gallina, pero no se trata de eso. Pregunte usted a Denisov si es posible que un suboficial pida satisfacciones al coronel.

Denisov escuchaba la conversación mordiéndose los labios. Era notorio que no abrigaba la menor intención de intervenir en ella. A la pregunta del capitán, respondió negativamente con la cabeza.

— Ha hablado usted al coronel de esta villanía, en presencia de los suboficiales —prosiguió el capitán segundo—, y Bogdanitch —que tal era el nombre del coronel— le ha llamado al orden.

— No es cierto que me haya llamado al orden; me ha dicho que mentia.

— Debe usted de haberle dicho alguna inconveniencia. En fin, que debe usted excusarse.

— ¡Eso, jamás! —exclamó Rostov.

— Le aseguro que no esperaba eso de usted —dijo gravemente el capitán segundo—. No quiere usted dar satisfacciones y es usted, amigo, quien ha faltado en todo. No sólo con el coronel, sino con el regimiento y con todos nosotros. Si antes de obrar hubiese usted recapacitado y se hubiese aconsejado, el curso de las cosas habria sido otro, pero no, usted ha seguido adelante a tontas y a locas. ¿Qué quiere usted que haga el coronel? ¿Conducir a un oficial ante el consejo de guerra y mancillar a todo el regimiento? ¿Ha de cubrirse de fango todo el regimiento por culpa de un canalla? ¿Es esto lo que quiere usted? Nosotros, no. Muy bien ha obrado Bogdanitch al decirle a usted que estaba faltando a la verdad. Todo eso es, ciertamente, enojoso, pero, ¿qué le vamos a hacer, amigo mio, si ha sido usted mismo quien lo ha querido? Y ahora, cuando se quiere sofocar el escándalo, usted, por orgullo, no se aviene a excusarse, y antes al contrario, pretende explicarlo todo. Continuar en el servicio lo considera usted afrentoso, y yo pregunto: ¿Qué inconveniente encuentra usted en excusarse ante un oficial viejo y honorable?

Denisov continuaba guardando silencio y apenas se movía; de cuando en cuando sus ojos negros y brillantes se detenían en los de Rostov.

— Quiere usted salirse con la suya y no dar satisfacciones —prosiguió el capitán segundo—, pero para nosotros, para quienes hemos envejecido y tal vez muramos en el regimiento, el honor de éste lo es todo, y Bogdanitch lo sabe muy bien. ¡Usted no sabrá nunca cómo queremos al regimiento! Y vaya, ¡esto no está bien, no está bien! Tanto si le ofende como si no, tengo que decir lo que siento. ¡Esto no está bien!

Seguidamente se levantó y se volvió de espaldas a Rostov.

— ¡Eso es verdad, qué diablos! —gritó Denisov, levantándose—. ¡Vamos, Rostov, por Dios ...!

Rostov, lívido de ira, miraba ora a un oficial, ora a otro.

— No, señores, no ... No crean ustedes que ... Me hago cargo de todo y es inútil que piensen ustedes de mí ... Yo ... Para mi ... Yo estoy siempre por el honor del regimiento ... Cuando llegue la hora, ya verán que para mí el honor de la bandera ... Pues bien. Como ustedes quieran. Es verdad, soy culpable —tenía los ojos anegados en llanto—. Soy culpable, absolutamente culpable! ... ¿Les basta esto?

— Eso está bien, conde —dijo el capitán, llamándole por el titulo a modo de recompensa por su confesión—. Vaya usted y presente sus excusas.

— Haría cualquier cosa, señores, y nadie me oiría pronunciar una palabra —dijo Rostov con voz suplicante—. Pero no puedo presentar excusas. No, les juro a ustedes que no puedo. ¿Cómo es posible que pida perdón como una criatura?

Denisov rompió a reír.

— Peor para usted. Bogdanitch tiene buena memoria y le hará pagar cara esta terquedad —replicó Kirsten.

— Pero, por Dios, no se trata aquí de terquedad. No acierto a explicarles qué clase de sentimiento ...

— Eso sólo le incumbe a usted —dijo el capitán—. Y ahora, a otra cosa, ¿en dónde se ha metido ese miserable? —preguntó a Denisov.

— Ha dicho que estaba enfermo; mañana lo haré constar en el orden del día —repuso Denisov.

— Claro, no se puede decir otra cosa —dijo el capitán.

— Enfermo o no, que no caiga en mis manos, porque le mataría —exclamó Denisov.

Jerkov entró en la habitación.

— ¿Tú? ¿Cómo es eso? —preguntóle en el acto el oficial.

— En marcha, señores. Mack se ha rendido con todo el ejército.

— ¿De veras?

— Sí; yo mismo le he visto.

— ¿Qué estás diciendo? ¿Has visto a Mack en carne y hueso?

— ¡En marcha! ¡En marcha! La noticia bien vale una botella. Yo la pago.

— ¿Y cómo es que estás aquí?

— Me han mandado al regimiento por culpa de ese diablo de Mack. E l general austríaco se ha quejado. Le he felicitado por la llegada de Mack ... Y en cuanto a ti, Rostov, no parece sino que salgas del baño.

— ¡Ah, amigo mío! Hace dos días que todo anda revuelto por aquí.

En aquel momento entró el ayudante de campo del regimiento y confirmó la noticia que habia dado Jerkov. Había sido dada la orden de ponerse en marcha al día siguiente.

— ¡En marcha, señores!

- ¡Gracia s a Dios! ¡Hacía ya demasiado tiempo que estábamos aquí!

Capítulo VI

El día 23 de octubre las tropas rusas cruzaban el río Enns. A la espalda de Kutusov, en su repliegue hacia Viena, quedaban los puentes destrozados sobre el Inn, en Braunau, que habia hecho saltar.

Los furgones de la impedimenta de la artillería y las columnas de tropas pasaron al Enns en pleno día, desfilando a uno y otro lado del puente. El tiempo era sofocante y lluvioso. Frente a las baterías rusas que defendían el puente, situadas en unas lomas, abríase una amplia perspectiva, que tan pronto cubría una cortina de lluvia que caía oblicuamente, como se dilataba bajo la luz del sol; entonces los objetos brillaban en la lejanía cual si estuvieran recubiertos de laca. Veíase, abajo, la ciudad con sus casas blancas y rojizas techumbres; la catedral y los puentes, en los que se apretujaban las tropas rusas. Nesvitzky, a quien el generalísimo había enviado a la retaguardia, estaba sentado en la cureña de un cañón. El cosaco que le acompañaba le dio un pequeño zurrón y una botella y Nesvitzky obsequió a los oficiales con pastas y un kumel doble auténtico.

Los oficiales le rodeaban visiblemente animados, los unos arrodillados y los otros sentados a la turca sobre la húmeda hierba.

— Bien supo lo que se hacía el príncipe austríaco al hacerse construir aquí el castillo. ¡Qué paraje más maravilloso! Pero, señores, ¿por qué no comen ustedes? —dijo Nesvitzky.

— Muchas gracias, príncipe —replicó uno de los oficiales, que no cabía en sí de gozo al poder hablar con un personaje tan importante del Estado Mayor—. ¡Hermoso país! Cuando hemos pasado por delante del parque, hemos visto dos ciervos. Es un castillo magnifico.

— Fíjese usted, príncipe —dijo otro oficial, que se moría de ganas de tomar otra pasta, pero no se atrevía a hacerlo y simulaba admirar el paisaje—. Fíjese usted, nuestros soldados están allá abajo. Fíjese allí, en aquel claro, detrás del pueblo: hay tres que están arrastrando alguna cosa. ¡Oh, vaciarán este palacio! —dijo con gran entusiasmo.

— Lo que me tienta —dijo Nesvitzky, llevándose otra pasta a la boca— es irme ahora mismo allí —y al decir estos señalaba el monasterio cuyos campanarios se distinguían claramente. Sonrió y cerró los ojos—. ¡Ah, si pudiéramos asustar a esas monjas! Dicen que hay unas italianas muy hermosas. De buena gana daría cinco años de vida para proporcionarme este gusto.

— Eso aparte de lo que las pobrecillas deben de aburrirse —dijo riendo el más osado de los oficiales.

Entretanto, uno de los oficiales del séquito que estaba en primer término señalaba algo al general. Este miraba con los gemelos.

— Si, sí, tiene usted razón —dijo lleno de cólera, retirando los gemelos y encogiéndose de hombros—. Sí, sí, está bien claro. Atacarán cuando crucemos. ¿Y qué es lo que están arrastrando allá abajo?

Veíase a simple vista al enemigo y el emplazamiento de sus baterías, de las cuales ascendían hilillos de humo blanco y lechoso. Oíase más a lo lejos una sorda detonación y columbrábase las tropas que se afanaban en atravesar el río.

Nesvitzky se levantó, atrevido, y con la sonrisa en los labios se acercó al general.

— ¿No quiere usted probarlas, excelencia?

— Mal asunto —dijo el general, sin responder—. Nuestros hombres van atrasados.

— ¿Debe irse allí, excelencia? —preguntó Nesvitzky.

— Sí, vaya usted, se lo ruego —replicó el general.

Se repitió la orden que ya se había dado con todo detalle.

— Diga usted a los húsares que sean los últimos en pasar, que prendan fuego al puente tal como he ordenado y que inspeccionen cuidadosamente las materias inflamables que están allí colocadas.

— Perfectamente —repuso Nesvitzky.

Llamó al cosaco de a caballo, le dio orden de llevar bien repleta la mochila e izó ligeramente su pesado cuerpo sobre la silla.

— Será una ocasión excelente, pues de paso entraré a ver las monjas —dijo a los oficiales que le miraban sonrientes, y se alejó por el sinuoso sendero de la montaña.

— Vamos, capitán, vamos a ver si damos en el blanco —dijo el general, dirigiéndose al capitán de artillería—. A ver si se distraen ustedes un poco.

— ¡Artilleros, a las piezas! —ordenó el oficial. En un abrir y cerrar de ojos, los artilleros corrieron alegremente hacia aquéllas y cargaron el cañón.

— ¡Número uno! —gritó una voz. El número uno disparó bravamente. Aturdiendo con su sonido metálico a cuantos estaban en la montaña, la granada se levantó con un silbante zumbido, y allá a lo lejos, frente al enemigo, indicó por la humareda que produjo el lugar en que había estallado al caer.

Capítulo VII

Con su corpachón de gigante apoyado en el pretil del puente, con los obuses formando remolinos en el agua al estallar, el principe Nesvitzky había bajado del caballo y ahora se mantenía completamente inmóvil. Volvióse y llamó al cosaco que, llevando los dos caballos de la brida, le seguía algunos pasos. Cada vez que el príncipe Nesvitzky quería avanzar, los soldados y los carros se le echaban encima y de nuevo lo apretujaban contra el pretil, lo que no dejaba de moverle a risa.

— ¡Eh, compañero! —dijo el cosaco a un soldado que conducía un furgón y seguía a la infantería arremolinada junto a las ruedas y los caballos—. ¿No podrías esperarte un poco? ¿Es que no te das cuenta de que tiene que pasar el general? —pero el conductor del furgón, haciendo caso omiso del título del general, gritó a los soldados que obstruían el paso: ¡Eh, idiotas, pasad a la izquierda y abrid paso! Pero los infantes, tocándose con los hombros unos a otros y entrecruzando las bayonetas, movíanse en el puente como una masa compacta sin lograr detenerse.

El príncipe Nesvitzky, mirando por encima del pretil, contemplaba las ondas rápidas y ruidosas del Enns que, mezclándose y quebrándose en los pilares del puente, se atrepellaban las unas a las otras. En el puente veía las mismas ondulaciones, pero vivientes, de los soldados, de los quepis, de los rostros de pómulos salientes, de las mejillas hundidas y los semblantes fatigados y las piernas que pugnaban por desasirse del fango pegajoso que cubría los maderos del puente. Y en otras ocasiones, cual una rama encima del agua movediza, una carreta de la compañía, sobrecargada y cubierta con un cuero, cruzaba el puente, rodeada de hombres y más hombres.

— Esto es como si se hubiese roto una esclusa —dijo el cosaco deteniéndose desesperado—. ¿Quedan aún muchos por pasar?

— Por lo menos un millón —respondió con tono de chanza, al pasar por su lado, un soldado que llevaba un andrajoso capote y que desapareció al punto engullido por la muchedumbre. Detrás de éste venía otro soldado viejo.

— Si él —el enemigo— comenzara a disparar contra el puente —dijo malhumorado el viejo soldado, dirigiéndose a un compañero—, no tendrías ganas de rascarte.

Y el soldado pasó.

Detrás, otro soldado que iba montado en un carro.

— ¿Dónde diablos has puesto los calcetines? —decía a un hombre que corría en pos del vehículo escudriñándolo todo. El carro y el soldado se alejaron también. Venían luego, jubilosamente, otros infantes alegres; evidentemente, habían bebido más de la cuenta.

— ¡Qué culatazo, amigo mío, le ha asestado a los dientes! —decía alegremente, agitando las manos, un soldado que llevaba levantado el cuello del capote.

— ¡Ja, ja! ¡Vaya gusto deben haberle dejado los jamones! —replicó el otro riéndose. Y pasaron tan de prisa, que Nesvitzky no logró saber a quién habían hecho saltar los dientes ni qué significado tenía la palabra jamones.

— ¿Por qué corren tanto? ¿Porque él ha disparado? No vamos a quedar ni uno —dijo maliciosamente y con tono de reconvención un oficial.

— Cuando el obús ha zumbado por delante de mí, me he quedado deslumhrado —decia reprimiendo la risa un joven soldado con su boca enorme—. Puedes creerme, te juro que casi moría de miedo —continuaba diciendo, como si pretendiera hacer ostentación de su miedo.

También éste pasó. Como ocurre con frecuencia a la entrada y salida de los puentes, los caballos y los carros de la compañía anduvieron todos revueltos y la gente tuvo que esperarse.

— ¿Por qué se detienen? No hay ninguna orden —decían los soldados—. ¿Por qué empujas?

— ¡Diablos ¡No podemos esperar aquí!

— Peor será cuando él encienda el puente.

— ¡Atención, que están aplastando al oficial! —decia la muchedumbre que estaba detenida y empujaba continuamente hacia la salida.

Mientras Nesvitzky contemplaba desde el puente las aguas del Enns, se oyó de pronto otra vez el sonido, desconocido para él, de algo que se acercaba rápidamente; el sonido de algo muy pesado que caía en el agua.

— ¡Fijarse dónde apunta! —dijo severamente aludiendo a aquel ruido un soldado que estaba a la derecha de Nesvitzky.

— Quieren que crucemos más de prisa —dijo otro, inquieto.

La muchedumbre volvió a agitarse. Comprendió Nesvitzky que aquello era un bús.

— ¡Eh, cosaco, el caballo! —gritó— ¡Y vosotros, apartaos, abrid paso! A duras penas llegó, sin dejar de dar gritos, hasta donde estaba el caballo.

Los soldados procuraban comprimirse para abrirle paso y, de pronto, le dieron tal empujón que le lastimaron las piernas.

— ¡Nesvitzky! ¡Nesvitzky! ¡Eh, animal —profirió detrás de él una voz ronca.

Volvióse Nesvitzky y a una quincena de pasos detrás de él, más allá de la masa de infantería en marcha, divisó a Vaska Denisov, con el rostro encendido, manchado de hollin, con los cabellos en desorden, la gorra en la nuca y el dormán echado negligentemente sobre los hombros.

— ¡Da orden a estos diablos que abran paso! —rugió Denisov visiblemente febril.

— ¡Eh, Vaska! ¿Qué ocurre? —gritó alegremente Nesvitzky.

— No puedo hacer pasar al escuadrón —rugió Vaska Denisov, mostrando rabiosamente sus blancos dientes.

— ¡Eh! ¿No lo estás viendo? ¡Son cameros, un verdadero rebaño de cameros! ¡Vamos, dejad paso! ... ¡Ponte a un lado, cadete del demonio! ¡Me las entenderé a sablazos! —urgió. Y, en efecto, desenvainó el sable y comenzó a blandirlo.

Los soldados, visiblemente aterrados, se estrecharon unos contra otros, y Denisov pudo alcanzar a Nesvitzky.

— ¿Cómo es que no estás borracho todavia? —dijo Nesvitzky a Denisov cuando ambos estuvieron reunidos.

— ¡Si ni siquiera dan tiempo de beber! —replicó Denisov—. Nos pasamos el dia arrastrando el regimiento de un lado a otro. Tenemos que batirnos en seguida. Y, por otra parte, ¿sabe el mismo diablo lo que pasa?

— Vas muy elegante hoy —dijo Nesvitzky, mirándole el dormán nuevo y los arreos del caballo.

Denisov sonrió: sacó el pañuelo que despedía perfumados aromas y lo pasó por la nariz de Nesvitzky.

— ¿Qué quieres que haga? Marcho a la batalla y, ya ves, me he afeitado, me he limpiado los dientes y hasta me he permitido el lujo de perfumarme.

La deslumbrante figura de Nesvitzky acompañado de su cosaco y la perseverancia de Denisov, que blandía el sable y se desgañitaba, produjeron tal efecto, que pudieron atravesar el puente y detener la infantería. Cerca de la salida, Nesvitzky encontró al coronel, a quien tenia que dar la orden, y así que hubo cumplido el encargo volvió hacia atrás.

Después de aclarar el camino, Denisov se detuvo a la entrada del puente.

La infantería, que detenida cerca del viaducto se apretujaba en el fango ablandado por tantas pisadas, observaba a los húsares limpios y elegantes que pasaban marcialmente ante ellos, con ese sentimiento hostil de envidia y de burla que siempre se manifiesta entre las diferentes armas del ejército cuando se encuentran.

— ¡Qué deslumbrantes van esos muchachos! Están a punto de darse un paseo por el Podnovinsky (lugar de paseo en Moscú).

— ¿Qué quieres, pues, que hagan? Los visten para que llamen la atención —dijo otro.

— ¡La infantería no levanta polvo! —dijo bromeando un húsar, cuyo caballo salpicaba de barro a los soldados.

— Yo te mandaría hacer dos marchas con la mochila en la espalda y ya veríamos entonces en qué se convertirían estos brandeburgos —replicó el soldado, limpiándose con la manga el barro de la cara—. Fijaos, más parece un pájaro que un hombre.

— Escucha, Likin, ¿qué te parece si te pusiéramos sobre un caballo? —decía un cabo, burlándose de un soldado muy flaco, encorvado bajo el peso de la mochila.

El húsar le miró intensamente y no contestó.

Capítulo VIII

Habían pasado ya los carros, los empujones eran por tanto menos violentos, el resto de la infantería atravesaba también el puente a paso ligero, agolpándose en forma de cuña a la entrada del mismo. Finalmente, el último batallón entró en el puente.

Sólo los húsares de Denisov se mantenían en el otro extremo, de cara al enemigo. Éste, que podía distinguirse desde la montaña de enfrente, no podía divisarse desde el puente, y a media versta de distancia el horizonte estaba cerrado por un collado, por el que serpenteaba un riachuelo. Más allá, hacia adelante, extendíase un vasto campo desierto, donde maniobraban las patrullas de cosacos. De pronto, en la cumbre de los cerros que asomaban del otro lado de la carretera, aparecieron tropas con capotes azules y artillería. Eran franceses. El destacamento de cosacos avanzó al galope en dirección a las lomas. Y los oficiales y soldados del escuadrón de Denisov, aun cuando procuraban hablar de cosas indiferentes, no dejaban de pensar en lo que se preparaba al pie de la montaña y mantenían fijos los ojos en unas manchas que aparecían en el horizonte y que eran, sin duda, tropas enemigas.

Mediado el dia, el tiempo mejoró notablemente y el sol inundó el valle del Danubio y las oscuras montañas que lo rodeaban. El enemigo habia hecho alto en sus descargas, y la linea terrible, inabordable e inasequible que divide los campos enemigos, hacíase todavia más sensible.

Levantóse en la cumbre de la colina la humareda de un cañón enemigo, y una bala pasó silbando por encima del escuadrón de húsares. Los oficiales, que estaban reunidos en grupo, se dispersaron y ocuparon cada uno su puesto. Los soldados comenzaron a preparar cuidadosamente los caballos. En el escuadrón, el silencio se hacia cada vez más denso. Todos miraban hacia adelante, en dirección al enemigo, y el comandante del escuadrón permanecía inmóvil en espera de órdenes. Un segundo y un tercer proyectiles rasgaron el aire. No había duda; el enemigo disparaba contra ellos. Pero las balas pasaban zumbando, a una velocidad regular, por encima de las cabezas de la tropa, yendo a caer en algún lugar detrás de ella. Los soldados, sin volver la cabeza, se miraban de reojo los unos a los otros. En todos ellos, desde Denisov hasta el trompeta, veíaseles en la comisura de los labios y en la barbilla la emoción y el enervamiento comunes de la lucha.

Vaska Denisov, con sus negros cabellos, su pequeña nariz, su esmirriada figura y su mano venosa de dedos cortos y peludos que empuñaba el sable desnudo, estaba muy en su punto tal cual solia estarlo, sobre todo a la caída de la tarde, después de haber despachado un par de botellas. Luego se acercó a Kirsten. El capitán segundo, a lomos de un voluminoso caballo, salió al encuentro de Denisov. Kirsten, con sus largos mostachos, expresaba, como siempre, la más grave seriedad.

— Esto no terminará en batalla —dijo a Denisov—. Ya verás como nos retiraremos.

— ¡Ni el mismo diablo sabe lo que hacen! —exclamó Denisov—. ¡Eh, Rostov! —gritó al joven al advertir su alegre continente—. ¡Ya era tiempo de que te viera el pelo! — Y sonrió con gesto de aprobación, visiblemente satisfecho del suboficial. Rostov sentíase indescriptiblemente feliz. Un jefe apareció en aquel momento en el puente y Denisov salió, a galope tendido, a su encuentro.

— Permítanos atacar. Excelencia. Yo los haré retroceder.

— ¿De dónde sale usted ahora con atacar? —dijo el jefe visiblemente enojado y arrugando las cejas, como si quisiera ahuyentar una mosca que le fastidiara—. Y usted, ¿qué está haciendo aquí? ¿No lo está usted viendo? Las tropas de descubierta se retiran. Haga usted retroceder el escuadrón.

El escuadrón cruzó el puente y se colocó fuera del alcance de la artillería sin perder un solo hombre. Pasó después otro escuadrón que formaba línea y, finalmente, los últimos cosacos abandonaron aquella margen del río.

Dos escuadrones del regimiento de Pavlograd atravesaron el puente en dirección a la montaña. El coronel Karl Bogdanitch Schubert se aproximó al escuadrón de Denisov, hallándose a poca distancia de Rostov, al que no hizo observar su presencia.

Era la primera vez que se encontraban después de la discusión suscitada a causa de Telianin. Y ahora, marchando en formación, Rostov, considerándose en poder del hombre con el que se creia culpable, no quitaba de los ojos los robustos hombros y el cogote rubio del comandante del regimiento.

Jerkov, que había dejado hacía poco tiempo el regimiento de Pavlograd, se acercó al coronel. Jerkov, después de su destitución del Estado Mayor, no se quedó en el regimiento, alegando que no era tan imbécil para sufrir tantos trabajos y preocupaciones cuando en el Estado Mayor, sin tener que hacer nada, podía adornar su pecho con mayor número de condecoraciones. Con esta idea, pues, había logrado hacerse nombrar oficial de órdenes del príncipe Bragation y venía a entregar a su antiguo jefe una orden del general de retaguardia.

— Mi coronel —dijo con grave continente, dirigiéndose al adversario de Rostov, paseando a un tiempo la mirada en torno de sus compañeros—; hay orden de detenerse e incendiar el puente.

— ¿De quién es la orden? —preguntó el coronel visiblemente amoscado.

— No lo sé mi coronel —replicó con seriedad el ordenanza—, pero el principe me ha dicho: Marcha y di al coronel que se retiren los húsares tan de prisa como puedan y que peguen fuego al puente.

Después de Jerkov, un oficial de la escolta se dirigió al coronel de húsares con una orden semejante. Y detrás de él, montado en un caballo cosaco que apenas podia transportarlo, galopaba el corpulento Nesvitzky.

— ¿Qué espera usted, mi coronel? —gritó galopando todavia—. Le he dicho que prendiera fuego al puente. ¿Quién ha rectificado mi orden? Allá abajo todo el mundo parece haberse vuelto loco. Nadie se entiende.

El coronel dio orden al regimiento de que hiciera alto, y se dirigió a Nesvitzky:

— Me ha hablado usted de materias inflamables, pero nada me ha dicho referente a incendiar el puente.

- ¿Cómo es eso, padrecito? —exclamó Nesvitzky quitándose la gorra y alisando con la mano los cabellos empapados de sudor—. ¿Cómo es posible que no le haya dicho a usted que pegara fuego al puente si han colocado en él materias inflamables?

— En principio, yo no soy para usted ningún padrecito, señor oficial de Estado Mayor, y en segundo lugar, tampoco me ha dicho usted que incendiara el puente. Sé muy bien cuál es mi obligación y tengo por costumbre cumplir estrictamente las órdenes. Usted me ha dicho: Incendiarán el puente. Bien, pero, ¿quién? No puedo saberlo yo, voto a ...

— ¡Siempre ocurre lo mismo! —dijo Nesvitzky, acompañando su exclamación con un gesto de la mano—. Y tú, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó a Jerkov.

— He venido para dar la misma orden. Pero ... ¡vienes chorreando! Acércate, que te escurriré.

— ¿Qué decía usted, señor oficial? —continuó diciendo el coronel, visiblemente ofendido.

— Mi coronel —le interrumpió el oficial de la escolta—, hay que apresurarse, pues de lo contrario el enemigo nos va a ametrallar.

El coronel, guardando silencio, miró con calma al oficial de la escolta, al corpulento oficial de Estado Mayor, a Jerkov, y frunció el entrecejo.

— Incendiaré el puente —dijo con voz solemne, como si quisiera dar a entender que, a pesar de todos los disgustos que le cansaban, haría cuanto debía hacer.

Y hostigando al caballo con las dos largas y musculosas piernas, como si toda la culpa fuera del animal, el coronel avanzó y mandó que el segundo escuadrón, en el que servía Rostov bajo las órdenes de Denisov, se trasladara de nuevo al puente. Sí, está claro —pensó Rostov—, quiere probarme. El corazón se le oprimía y la sangre se agolpaba a sus sienes. Me es igual, ahora verá si soy o no un cobarde.

En los rostros alegres de los soldados del escuadrón aparecieron de nuevo las graves facciones que en ellos se mostraban bajo la acción de las balas. Rostov miraba al coronel, su adversario, sin bajar los ojos, deseoso de descubrir en su semblante la confirmación de sus suposiciones. Pero el coronel no se volvió ni una sola vez hacia Rostov y, como siempre, miraba desde su puesto de manera altiva y solemne. El escuadrón esperaba la orden.

— ¡De prisa! ¡De prisa! —gritaban a su alrededor algunas voces. Los soldados se persignaron. Rostov no miraba ya al coronel ni tenía tiempo de hacerlo. Tenía miedo y el corazón parecía saltársele del pecho ante el temor de que los húsares llegasen tarde. Denisov pasó delante de él y le dijo unas palabras. Rostov no veia sino a los húsares que corrían en derredor de él tropezando con las espuelas y armando gran alboroto con los sables.

— ¡Un boyardo! —gritó una voz detrás de él; pero Rostov no se dio cuenta de la demanda y corría procurando tan sólo llegar el primero. Sin embargo, a la entrada del puente dio un traspiés y cayó de bruces en el barro pegajoso. Sus camaradas le pasaron delante.

— Por los dos lados, teniente —exclamó el coronel que, siempre a caballo, se detuvo no lejos del puente y cuyo rostro expresaba la mayor animación.

Rostov, limpiándose en el pantalón las manos sucias por el fango, miró a su enemigo y marchó hacia adelante, pensando que cuanto más lejos estuviera, más ganaría en la opinión del coronel. Pero Bogdanitch le gritó sin conocerle:

— ¿Quién es aquel que corre en medio del puente? ¡Eh, suboficial, atrás! —añadió dirigiéndose a Denisov, el cual, con una audacia de bravucón había avanzado a caballo por el puente.

— ¿Qué utilidad tiene esta imprudencia, capitán? Más le valdria bajar del caballo.

— ¿Éste siempre tiene que regañar a alguien? —repuso Vaska Denisov, volviéndose sobre la silla.

Entretanto, Nesvitzky, Jerkov y el oficial de escolta, en pie, fuera del alcance de la artillería, contemplaban ora a aquel grupo de hombres tocados con chacó amarillo, guerreras verde oscuro con brandeburgos y pantalones azules, que se agitaban cerca del puente; hora, del otro lado, a los capotes azules que avanzaban de lejos, a los que seguían los caballos que se emplean para la artillería.

— ¡Oh, será terrible para los húsares! —dijo Nesvitzky—. Ya están a tiro de cañón.

— No habia necesidad de enviar a tantos hombres —objetó el oficial de escolta.

— Si, es cierto —asintió Nesvitzky—, dos buenos soldados habrían cumplido perfectamente la misión.

— ¡Ah, Excelencia! —intervino Jerkov sin quitar los ojos de los húsares, pero conservando su tono de inocencia, que no permitía distinguir si hablaba o no con seriedad—. ¡Qué idea. Excelencia, la de enviar dos soldados! ¿Quién nos concedería después la condecoración de Vladimir? Es preferible que nos aplasten a todos y entonces podrá proponerse a todo el escuadrón para la recompensa, y cada cual puede esperar una condecoración. Bogdanitch sabe muy bien lo que se hace.

— ¡Ah! —exclamó el oficial de escolta—. Ya están ametrallando —y al decir esto, señalaba a los cañones que se colocaban en posición de tiro.

Del lado de los franceses, donde estaban los cañones, levantóse una humareda y casi simultáneamente una segunda y una tercera, y al oírse el estallido del primer disparo, alzábase ya una cuarta columna de humo. Después retumbaron, casi seguidas, dos detonaciones y en seguida la tercera.

— ¡Oh, no! —gritó Nesvitzky, como sobrecogido por un agudo dolor y cogiendo del brazo al oficial de escolta—. ¡Fíjese, fíjese, ya ha caído uno!

— Dos, por lo que veo.

— Si yo fuera el zar, jamás haría guerra —dijo Nesvitzky volviendo la cabeza. Los cañones franceses eran cargados ininterrumpidamente; la infantería de los capotes azules corrió hacia el puente; penachos de humo aparecieron de nuevo en varios lugares, y la metralla zumbaba y estallaba por encima del puente. Los húsares habían conseguido pegarle fuego y las baterías francesas disparaban contra ellos, no tanto para impedirles el incendio del puente, como para hacer funcionar los cañones. Antes de que los húsares hubiesen podido esperar a caballo, los franceses pudieron hacerles tres descargas. Dos de estas salvas no fueron bien dirigidas y la metralla les pasó por encima, pero la tercera cayó en medio del grupo de húsares y derribó a tres.

Rostov, preocupado con sus relaciones con Bogdanitch, se detuvo en medio del puente sin saber qué partido tomar. Entretanto, los húsares corrieron hacia sus caballos, las voces se hicieron más fuertes y más tranquilas, y las parihuelas desaparecieron de su vista.

— ¿Pues qué, amigo mío, ya has olido la pólvora? —le gritó Denisov al oido. Todo ha terminado y soy un cobarde, sí, un cobarde, pensó Rostov, montando de nuevo a caballo.

— ¿Era metralla? —preguntó a Denisov.

— ¡Cielos! ¡Y de qué calibre! —repuso éste—. Hemos trabajado como unos bravos y a fe mia que zumbaban por todas partes. El ataque es otra cosa, pero aquí, ¡malditos sean!, cuando más descuidado está uno ...

Y ambos fueron a reunirse con el grupo que formaban el coronel, Nesvitzky, Jerkov y el otro oficial de escolta.

Creo que nadie lo habrá advertido, pensó Rostov. En efecto, nadie hizo la menor alusión, porque todos se hacían cargo, por experiencia, de la sensación que había experimentado el suboficial en su primer bautismo de fuego.

— Habrá buen informe —dijo Jerkov—. Y quizá sea promovido a subteniente.

— Comunicad al príncipe que he incendiado el puente —dijo el coronel con tono solemne y triunfal.

— ¿Y si me pide relación de las bajas?

— ¡Bah!, insignificantes —dijo el coronel con voz de bajo—. Dos húsares heridos y uno muerto en seco —añadió sin tratar siquiera de contener una sonrisa de satisfacción a pronunciar con voz clara aquella afortunada expresión de muerto en seco.

Capítulo IX

Moviéndose por un país desconocido, hostil, perdida la fe, la confianza en ellos mismos, en los jefes, acosados por el ejército de Napoleón, los treinta y cinco mil rusos al mando Kutusov, faltos de provisiones, de moral, retrocedían hacia la parte baja del Danubio, deteniéndose cuando se veían rodeados por el enemigo y escapando del cerco gracias acciones de retaguardia que les permitían proseguir su retirada con el mínimo de pérdidas en su impedimenta. Habíanse producido encuentros en Lambach, en Amstetten y en Melk, pero a pesar del coraje y la bravura, reconocidas por el mismo enemigo, de que los rusos habían dado muestras, el resultado de tales acciones no era sino una retirada cada vez más rápida. Las tropas austríacas, que habían logrado escapar a la capitulación de Ulm y se habían unido a Kutusov en Braunau, se habían separado últimamente del ejército ruso, Kutusov se veia reducido a sólo sus débiles fuerzas, ya exhaustas. Era de todo punto imposible defender Viena.

El día 28 de octubre, Kutusov pasó con sus tropas a la orilla izquierda del Danubio, se detuvo por primera vez, dejando el río entre él y el grueso de las fuerzas francesas. El día 30 atacó y destruyó la división de Mortier, que se encontraba igualmente en la margen izquierda del Danubio. Por primera vez fueron tomados en esta acción algunos trofeos: una bandera, dos cañones y dos generales enemigos.

En el ejército y en el Cuartel general circulaban, aunque erróneamente formulados, los más alentadores rumores acerca de la próxima llegada de nuevas columnas rusas, de una ictoria obtenida por los austríacos y, por último, de una precipitada retirada de Bonaparte

Durante el combate, el príncipe Andrés se encontró al lado del general austríaco Schmidt, que resultó muerto. Como un favor especial del comandante en jefe fue encargado de llevar la noticia de esta victoria a la Corte de Austria, que, amenazada por los franceses se había trasladado de Viena a Brünn. La noche del combate, el principe Andrés, embargado por la emoción, pero no cansado, pues a pesar de su aparente endeblez soportaba mejor la fatiga física que un hombre más robusto, al llegar a caballo a Krems con el informe de Dokhturov para Kutusov, que se hallaba en dicha ciudad, fue enviado aquella misma noche a Brünn en calidad de correo, lo que era indicio seguro de una próxima promoción.

La noche era oscura y estrellada. La carretera perfilábase en negro entre la nieve caída la víspera de la batalla. El príncipe Andrés, montado en un carruaje de posta, pensaba en la reciente batalla, imaginábase la impresión que produciría la nueva de la victoria, recordaba la despedida del comandante en jefe y de sus compañeros de armas y experimentaba el sentimiento de un hombre que después de aguardar largo tiempo la tan anhelada felicidad, comienza, finalmente, a entreverla. Así que cerraba los ojos, los disparos de la fusilería y los cañonazos se entreveraban con el ruido de las ruedas y le parecía que resonaban en sus oídos los cantos de victoria.

Una clara y alegre mañana sucedió a aquella noche sombría. La nieve se fundía al beso del sol, los caballos marchaban a galope tendido, y a derecha e izquierda iban desfilando rápidamente bosques, campos y poblados.

En una de las paradas alcanzó a un convoy de heridos. El oficial que lo dirigía, tendido en la primera carreta, gritaba e injuriaba groseramente a un soldado. Los heridos, sucios, pálidos, andrajosos, vendados con ensangrentados jirones, aparecían amontonados en el interior de grandes carretas, que marchaban traqueteando por los pedregosos caminos.

El príncipe Andrés dio orden de que se detuviera el convoy y preguntó a los soldados en qué acción habían sido heridos.

— Anteayer en el Danubio —repuso uno de ellos; y el príncipe Andrés, sacando su bolsa, le dio tres monedas de oro.

— Para todos —dijo al oficial que se aproximó—. Y sanad pronto, hijos míos, pues aún queda mucho trabajo que hacer —añadió a los soldados.

— ¿Qué noticias hay, señor ayudante de campo? —inquirió el oficial, visiblemente satisfecho de haber encontrado a alguien con quien poder hablar.

— ¡Muy buenas! —repuso el príncipe Andrés—. ¡Adelante! —gritó al postillón, y el carruaje arrancó al galope.

Era ya de noche cuando el príncipe Andrés llegó a Brünn. A pesar de su rápida carrera y de una noche de insomnio, al acercarse a Palacio, el principe Andrés sentíase más excitado aún que la víspera. Suponía ya las preguntas que podían serle dirigidas y para cada una tenía prevista una respuesta. Abrigaba la convicción de que sería introducido inmediatamente en presencia del emperador, pero al llegar ante la puerta principal de Palacio, halló a un funcionario civil, el cual, informado de que era un correo, le condujo hacia otra puerta.

— Al fondo del corredor de la derecha encontrará usted un ayudante de campo al servicio del emperador —le dijo el funcionario— y él le acompañará al despacho del ministro de la Guerra.

El ayudante de campo de servicio rogó al príncipe Andrés que aguardase y se dirigió al despacho del ministro. A poco volvió e inclinándose ceremoniosamente cedió el paso al príncipe y lo introdujo, después de pasar el corredor, al gabinete de trabajo del ministro de la Guerra.

Entró en el despacho del ministro de la Guerra con deliberada lentitud. Esa sorda irritación acrecentóse aún más cuando vio al ministro sentado ante una gran mesa y cuando comprobó que por espacio de dos minutos ni siquiera prestó la menor atención al mensajero. El ministro de la Guerra, con la cabeza casi calva, grises las sienes, leía, entre dos bujías de cera, unos papeles que de vez en cuando subrayaba con lápiz.

Dio por terminada la lectura, sin levantar la cabeza, en el momento en que se abrió la puerta y se oyó un rumor de pasos.

— Tome esto y envíelo —dijo el ministro de la Guerra a su ayudante, tendiéndole unos papeles y olvidándose por completo de la presencia del correo.

Solamente después de haber, con gran cuidado y minuciosidad, puesto en orden sus papeles, el ministro levantó la cabeza. Su rostro revelaba energía e inteligencia, pero al punto en que se dirigió al principe su expresión se modificó visiblemente y adoptó una sonrisa convencional y afectada, propia del hombre que recibe diariamente un gran número de solicitudes.

— ¿Es del feldmariscal Kutusov? —preguntó—. Buenas noticias, supongo. ¿Una batalla con Mortier? ¡Una victoria! ... ¡Ya era hora!

Tomó el despacho que le estaba destinado y se puso a leerlo.

— ¡Ah, Dios mío! ¡Qué desgracia; ¡Schmidt! ¡Qué desgracia! —exclamó en alemán.

Y después de haber leído el despacho, lo dejó sobre la mesa con semblante preocupado.

— ¡Ah, qué desgracia! ¿ Y dice usted que la acción ha sido decisiva? Sin embargo, Mortier no ha sido hecho prisionero. —Luego, después de un momento de silencio—: Me satisfacen, en verdad, las buenas noticias que me ha traido, aun cuando la muerte de Schmidt haya puesto un precio excesivo a la victoria. Su Majestad deseará seguramente verle, pero no hoy. Ahora vaya usted a descansar y esté presente mañana al paso de Su Majestad durante el desfile. De todos modos yo le mandaré aviso. Sin duda. Su Majestad deseará hablar personalmente con usted —repitió despidiéndose del príncipe.

Al salir de Palacio, el príncipe Andrés tuvo la sensación de que el interés y la alegría que la victoria habían despertado en él habían quedado totalmente disipadas entre las manos indiferentes del ministro de la Guerra y su obsequioso ayudante de campo.

Capítulo X

Bilibin, el diplomático Bilibin, hablaba con el príncipe Andrés, que se había alojado en Brünn.

— ¡Ah, querido príncipe, no podía esperar huésped más agradable! —dijo Bilibin, saliendo a recibir al príncipe Andrés—. Francisco, lleve usted el equipaje del príncipe a mi dormitorio —dijo al criado que acompañaba a Bolkonsky—. Es usted el mensajero de la victoria y en cambio yo, ya lo ve usted, estoy enfermo.

Luego de terminado su aseo, el príncipe Andrés entró en el lujoso gabinete del diplomático y se instaló ante la cena que le habían servido. Bilibin tomó asiento en un ángulo de la chimenea.

Bilibin tenía unos treinta y cinco años, era soltero y pertenecía al mismo mundo que el príncipe Andrés. Se habían conocido en San Petersburgo, pero su amistad databa de la llegada del príncipe Andrés a Viena, con Kutusov. Poseían ambos las necesarias cualidades para efectuar, cada uno en su especialidad, una rápida y brillante carrera.

Su rostro enjuto, amarillento y fatigado, estaba surcado de arrugas, cada una de las cuales era tan cuidadosamente lavada que recordaba el aspecto de las puntas de los dedos cuando permanece uno largo tiempo en el baño. El continuo movimiento de esas arrugas constituía el principal juego de su fisonomía. Tan pronto aparecían en la frente cuando arqueaba las cejas, como en sus mejillas al bajarlas. Y sus ojos pequeños y hundidos miraban siempre sincera y alegremente.

— Y ahora, cuéntame tus hazañas —dijo al príncipe.

Éste, con la mayor naturalidad y sencillez, le refirió detalladamente su visita a Palacio y la acogida dispensada por el ministro de la Guerra:

— Me han recibido a mi y a mi noticia como a un perro en un juego de bolos —concluyó diciendo.

Bilibin sonrió y se distendieron sus arrugas.

— No obstante, amigo mío —dijo contemplando sus uñas a distancia y arrugándo la piel bajo el ojo izquierdo—, a pesar de la alta estima que me merece el ejército ruso ortodoxo, tengo que confesarte que esa victoria no es ciertamente de las más victoriosas.

Y prosiguió en francés, no pronunciando en ruso más que aquellas palabras que quería subrayar despectivamente.

— ¡Habéis aplastado a ese desgraciado Mortier que no disponía más que de una sola división y se os escapa de las manos! ... ¿Dónde está, pues, la victoria?

— Sin jactancias de ninguna clase confesarás, no obstante, que eso es mejor que Ulm -respondió con gravedad el príncipe Andrés.

— Pero, ¿por qué no se ha hecho prisionero a un mariscal, a un solo mariscal?

— Porque los acontecimientos no se producen según nuestra voluntad y no se ordenan de antemano como en un desfile. Confiábamos en envolver al enemigo a las siete de la mañana y no lo conseguimos hasta las cinco de la tarde.

— ¿Por qué no lo lograsteis a la hora prefijada? —dijo, sonriendo, Bilibin.

— ¿Por qué no has dado a entender a Bonaparte, por via diplomática, que seria conveniente para él abandonar Génova? —replicó el príncipe Andrés con el mismo tono de chanza.

— Ya me figuro —dijo Bilibin — que juzgas muy fácil capturar a un mariscal sentado en un diván junto a la chimenea. Es cierto, pero, ¿por qué no lo habéis hecho prisionero? No te sorprenda, pues, que a semejanza del ministro de la Guerra, nuestro augusto emperador y rey Francisco no se muestre encantado de esa victoria; y yo mismo, un triste secretario de la embajada rusa, no siento en verdad ningún deseo irresistible de dar un tálero a mi Franz con el permiso de ir a pasearse con su Liebchen por el Prater ... Olvidaba que no hay tal Prater por aqui.

Miró fijamente al príncipe Andrés y su rostro adquirió una expresión de benévola simpatia.

— Ahora, amigo mío, me toca a mí preguntarte por qué —dijo Bolkonsky—. Debo confesarte que no comprendo nada de lo sucedido. Quizás estén en juego argucias diplomáticas que no están al alcance de mi pobre entendimiento, pero lo cierto es que estoy confundido: Mack pierde todo un ejército, el archiduque Fernando y el archiduque Carlos se abstienen de dar señales de vida y cometen un error tras otro. Kutusov gana, solo, una verdadera batalla, desvanece el sortiligio francés y ni siquiera el ministro de la Guerra se interesa por los detalles de la victoria.

— Ahí está el nudo de la cuestión. Y ahora, ¿te das cuenta? ¡Hurra! ¡Por el zar, por Rusia, por la fe! Todo esto está muy bien y es muy hermoso; pero, ¿qué nos importa, es decir, qué importan a la Corte austríaca, todas vuestras victorias? Tráenos noticias acerca de un pequeño éxito del archiduque Carlos o del archiduque Fernando, que bien sabes vale el uno lo que el otro; pongamos, si quieres, una victoria sobre una compañía de bomberos de Bonaparte ... ¡Ah!, entonces sería otra cosa y se proclamaría el triunfo a sones de trompeta, pero esto nos disgusta. El archiduque Carlos no hace nada, el archiduque Fernando se cubre de vergüenza. Vosotros abandonáis Viena, no la defendéis y nos decís: ¡Dios está con nosotros! Consentís que maten a Schmidt, un general querido por todos, y aun os felicitáis de la victoria. ¡Cuando Viena ha sido ocupada por Bonaparte!

A causa de la fatiga, de las diferentes impresiones recibidas en el curso de su viaje y de su recepción por el ministro, a causa sobre todo de la influencia de la cena, Bolkonsky comenzaba a darse cuenta confusamente de que no alcanzaba a medir toda la gravedad de tales noticias.

— El conde Lichtenfeld, que ha estado aquí esta mañana —prosiguió Bilibin—, me ha dado a leer una carta llena de detalles acerca de un desfile de los franceses en Viena, y acerca del príncipe Murat y otras circunstancias. Comprenderás, pues, que vuestra victoria nada tiene de agradable y que no podías ser recibido como salvador.

— Te aseguro, que todo eso me deja indiferente —repuso el príncipe Andrés, que comenzaba a darse cuenta de que la batalla de Krems era en realidad bien poca cosa a lado de un acontecimiento de tanta gravedad como la ocupación de Viena—. ¿Cómo ha sido posible que ocuparan Viena? ¿Y la famosa cabeza de puente? ¿Y el principe Auersperg que tenia la misión de defender la capital?

— El príncipe Auersperg se encuentra en nuestro sector para defenderlo, aun cuando lo hace bastante mal, y Viena se halla al otro lado. En cuanto al puente, no lo han tomado todavia y confío en que no lo tomarán porque está minado y hay orden de hacerlo saltar. De no ser así, tiempo ha que estaríamos en las montañas de Bohemia, y tú y tu ejército hubierais pasado muy malos ratos entre dos fuegos.

— Pero esto no quiere decir que la campaña haya terminado —dijo el príncipe Andres.

— Para mí, sí; y esta es también la opinión de la gente más galoneada de por aquí, aunque no se atreven a decirlo. Ocurrirá lo que desde el comienzo de la campaña he pronosticado y no será ciertamente vuestro atolondrado Dümstein ni tampoco la pólvora la que decidirá la cuestión, sino el que la ha inventado —dijo Bilibin, pronunciando una de sus frases favoritas; y desarrugando el entrecejo prosiguió—: Todo estriba en el resultado de la entrevista en Berlín del emperador Alejandro con el rey de Prusia. Si Prusia entra a formar parte de la alianza, se obligará a Austria y será la guerra; en caso contrario no queda otra opción que ponerse de acuerdo acerca del lugar de reunión donde tengan que formularse los preliminares de un nuevo campo Formio.

— ¡Qué maravilloso genio y qué buena fortuna tiene ese hombre! —exclamó el príncipe Andrés, descargando un puñetazo encima de la mesa.

— ¿Buonaparte? —dijo Bilibin con tono interrogador, frunciendo el entrecejo, signo precursor de una de sus frases—. Buonaparte —prosiguió, cargando la voz en la u— Creo, no obstante, ahora que desde Schönbrunn dicta leyes a los austríacos, que deben de perdonársele la u. Me decido, pues, a esta supresión y en adelante le llamaré Bonaparte a secas.

— Bromas aparte —dijo el príncipe Andrés—. ¿Crees, en verdad, que la campaña este terminada?

— He aquí mi opinión: Austria ha sido engañada y, como no está acostumbrada a que la engañen, se vengará. Ha sido engañada porque las provincias han sido asoladas, puesto que el ejército ruso es terrible para el pillaje; el ejército destrozado, la capital ocupada; todo ello por la buena cara de Su Majestad de Cerdeña. Y en segundo lugar, dicho sea entre nosotros, huele de lejos el engaño y huelo también que hay relaciones y proyectos de paz con Francia, de una paz secreta que se firmará por separado.

— ¡Imposible! ¡Sería una villanía! —exclamó el príncipe Andrés.

— El tiempo nos lo dirá —replicó Bilibin, que frunció de nuevo el ceño en señal de que daba por terminada la conversación.

El principe Andrés se retiró a la habitación que le habia sido preparada.

Capítulo XI

En tropel se agolpaban las cosas en su mente; la conversación sostenida con Bilibin, el que tenía que presentarse aquel día frente al emperador Francisco. Eso era lo que recordó en primer lugar, tan pronto se levantó al día siguiente, tarde por supuesto. Vistió, para trasladarse a Palacio, el uniforme de gala que hacia tiempo no se había puesto, y alegre y animoso, con la mano sobre el pecho, entró, antes de marcharse, en el gabinete de trabajo de Bilibin, donde se encontraban cuatro jóvenes diplomáticos entre los cuales figuraba el principe Hipólito Kuraguin, secretario de la embajada rusa, y a quien Bolkonsky ya conocía.

Los tres restantes, que le fueron presentados por Bilibin, eran gente joven, aristocrática, elegante y rica, que formaban, tanto en Viena como aquí, un círculo aparte cuyo jefe era Bilibin y al que éste denominaba los nuestros. Esos señores concedieron al príncipe Andrés el raro honor de recibirlo con gran afecto, como si fuera uno de los suyos.

— Lo que tiene gracia —dijo uno de ellos refiriendo el chasco que se llevó uno de sus compañeros diplomáticos— es que el propio canciller le aseguró que su nombramiento a Londres significaba un ascenso y que tiene que considerarlo como tal. ¡Ya podéis figuraros la cara que puso!

— Y yo, señores, os denuncio a Kuraguin, el terrible Don Juan que saca partido de las desdichas ajenas.

El aludido se instaló en una butaca a la Voltaire dejando colgar negligentemente las piernas, de los brazos de la misma ...

— Veamos, explicadme eso —dijo sonriendo.

— ¡Oh, Don Juan! ¡Oh, serpiente! —exclamaron a coro varias voces.

— Tú no sabes, Bolkonsky —dijo Bilibin, dirigiéndose al príncipe Andrés—, que todas las atrocidades cometidas por el ejército francés —iba a decir del ejército ruso— no tienen punto de comparación con los destrozos que causa este hombre entre nuestras mujeres.

— La mujer es la compañera del hombre —sentenció el principe Hipólito, mirando sus piernas a través de su monóculo.

Bilibin y los nuestros rompieron a reír y el príncipe Andrés pudo comprobar que ese Hipólito del que, es preciso confesarlo, estaba celoso, era el payaso del grupo.

— Tengo que hacerle los honores de Kuraguin —dijo Bilibin en voz baja a Bolkonsky—. Cuando habla de política es delicioso; ya verás con qué prosopopeya ...

Y tomando asiento al lado de Hipólito inició con éste una discusión sobre los acontecimientos del dia, que atrajo en seguida la atención de los circunstantes.

— El gabinete de Berlín no puede expresar un sentimiento de alianza —comenzó diciendo Hipólito mirando a su auditorio con marcado énfasis— sin expresar ... como en su última nota ... ¿comprendéis? ... Y si Su Majestad el emperador no abdica de sus principios ... atención, no he terminado todavia —añadió dirigiéndose al príncipe Andrés y cogiéndole la mano—. Creo que la intervención será más fuerte que la no intervención y no se podrá considerar no recibido nuestro despacho del día 28 de noviembre. He aquí cómo terminará todo eso ...

Y soltó lá mano de Bolkonsky dando a entender que ya había dicho cuanto tenía que decir.

— Te reconozco, Demóstenes, por el guijarro que tienes escondido en tu boca de oro —dijo Bilibin, ebrio de satisfacción.

Todo el mundo reía e Hipólito más fuerte que ninguno, aun cuando sufría visiblemente de esa risa que desfiguraba su rostro habitualmente apático.

— Bueno, señores —intervino Bilibin—, Bolkonsky es mi huésped y es mi intención, en cuanto esté en mi poder, hacerle conocer todos los placeres y distracciones de Brünn. En Viena sería eso muy fácil, pero aquí, en este infecto rincón moravo, es harto más difícil, y reclamo vuestra cooperación. Tenemos que hacerle los honores de Brünn. Vosotros os encargáis del teatro, yo me cuido de la sociedad, e Hipólito, naturalmente, tendrá a su cargo el bello sexo.

— Tenemos que darle a conocer a la encantadora Amelia —dijo uno de los nuestros llevándose a los labios la punta de los dedos.

— Tenemos que inspirar sentimientos más humanos a este sanguinario soldado —intervino Bilibin.

— Me será difícil, caballeros, aceptar sus generosas disposiciones —objetó Bolkonsky, consultando su reloj—, pero es tiempo ya de irme.

— ¿A dónde?

— A ver al emperador.

— ¡Oh! ... ¡Oh! ... ¡Oh! ...

— Entonces, hasta la vista, Bolkonsky.

— Hasta la vista, príncipe. Le aguardamos para comer. No nos haga esperar mucho.

— Escucha —dijo Bilibin acompañando al príncipe Andrés hasta la antesala—. Cuando hables con el emperador procura hacerle un elogio del servicio de intendencia por su manera de distribuir los víveres y señalar las etapas.

— Bien quisiera hacerlo, pero mucho me temo que no podré —repuso Bolkonsky.

— En todo caso, habla como una cotorra. Las audiencias le agradan sobremanera aun cuando no sepa qué decir. Ya te darás cuenta.

Capítulo XII

No lo esperaba, pero terminada la ceremonia, y eso que antes fue saludado por el emperador, el ayudante de campo de la víspera acudió con extraña cortesía a transmitir al príncipe Andrés el deseo del emperador de concederle audiencia. Su Majestad le recibió de pie en medio de su despacho. El príncipe Andrés advirtió en seguida su perplejidad; se turbaba a cada instante y no acertaba a hilvanar una frase.

— Dime cuándo comenzó la batalla —preguntó con precipitación.

El príncipe Andrés le informó a este respecto y esa pregunta fue seguida de otras igualmente triviales.

— ¿Cómo sigue Kutusov? ¿Cuándo marchó de Krems?, etc.

El objetivo del emperador parecía ser solamente uno: hacer una serie de preguntas, sin que las respuestas le interesaran.

— ¿A qué hora dio comienzo la batalla?

— No puedo precisar a Su Majestad la hora en que comenzó la batalla en el frente, pero en Dürnstein, donde me encontraba, inicióse el primer ataque a las seis de la tarde —dijo Bolkonsky cobrando ánimo y hasta suponiendo que podría dar al emperador una descripción exacta, que tenía ya dispuesta, de cuanto había visto y sabia.

— ¿Cuántas millas?

— ¿De dónde y hasta dónde. Majestad?

— De Dümstein a Krems.

— Tres y media. Majestad.

— ¿Se han retirado los franceses a la orilla izquierda?

— Según los más recientes informes, los últimos cruzaron en balsas el rio la pasada noche.

— ¿Hay provisiones en Krems?

— No en cantidad suficiente para ...

El emperador le atajó de nuevo:

— ¿A qué hora fue muerto el general Schmidt?

— Creo que a las siete.

— ¿A las siete? ¡Es muy triste! ¡Muy triste!

El emperador le dio las gracias y dio por terminada la audiencia. El príncipe Andrés salió e inmediatamente viose rodeado de cortesanos. El ministro de la Guerra le felicitó por la condecoración de la orden de Maria Teresa de tercera clase que el emperador acababa de concederle. El chambelán de la emperatriz le invitó a pasar a los aposentos de Su Majestad, y la archiduquesa había expresado asimismo sus deseos de verle.

El principe Andrés, que se habia retrasado por haber entrado en una librería para adquirir algunos volúmenes, preguntó:

— ¿Qué sucede?

— ¡Ah, Excelencia! —repuso Franz en alemán—. Nos vamos más lejos; ese loco nos está pisando los talones.

— Pero, ¿qué estás diciendo? —preguntó el principe en el momento en que Bilibin, cuyo semblante siempre tan sereno, denunciaba una cierta emoción, salía a su encuentro.

— ¡Vamos, confiesa que esa historia del puente de Thabor es divertida! ¡Han pasado el puente sin disparar un solo tiro!

El príncipe Andrés seguía sin comprender nada.

— Pero, ¿de dónde sales ahora ignorando lo que saben todos los cocheros de la ciudad?

— Vengo de visitar a la archiduquesa y nada me han dicho.

— ¿Y no te has dado cuenta de que todo el mundo está haciendo su equipaje?

— No ... Pero, en fin, ¿qué sucede? —preguntó el príncipe, con impaciencia.

— ¿Qué sucede? Pues que los franceses han pasado el puente defendido por Auersperg. No lo han hecho saltar y a estas horas Murat corre a galope tendido hacia Brünn y, si no hoy, mañana estará aqui.

— ¿Cómo es posible? ¿Por qué no han hecho saltar el puente, si estaba minado?

— Eso es lo que me pregunto. Nadie lo sabe, ni siquiera el mismo Bonaparte.

Bolkonsky se encogió de hombros.

— Pues si han pasado el puente, el ejército está perdido; quedará cercado —dijo.

— Precisamente —replicó Bilibin— . Escucha. Los franceses, como te he dicho, entran en Viena. Todo marcha bien. Al día siguiente, o sea ayer, los señores mariscales Murat, Lannes y Béliard montan a caballo y se van a examinar el puente. ¡Ah, y observa que los tres son gascones! Señores, dice uno de ellos, ya saben ustedes que el puente está minado y contraminado, que está defendido, como no ignoran, por esa famosa cabeza de puente, y que hay quince mil hombres con orden de hacerlo saltar y privarnos el paso. Pero como nuestro emperador Napoleón estaría muy satisfecho si tomáramos el puente, vamos los tres y tomémoslo. Pues vamos, responden los otros. Toman el puente, pasan al otro lado del Danubio, seguidos de todo el ejército, y se dirigen hacia nosotros, y hacia tú y tus noticias.

— Basta de bromas —dijo el príncipe Andrés—; la situación es grave y triste.

— Te aseguro que no bromeo —dijo Bilibin; nada hay más cierto ni más triste que lo que te estoy diciendo. Esos señores llegan solos al puente y agitan sus pañuelos blancos, aseguran que se ha acordado un armisticio y que vienen a entrevistarse con el príncipe Auersperg. El oficial de guardia les deja penetrar en la cabeza de puente, y una vez allí, aquellos señores le cuentan un sinfín de historias: que la guerra ha terminado, que el emperador Francisco va a recibir a Bonaparte y mil otras fábulas. El oficial va en busca de Auersperg. Entonces, esos señores abrazan a los oficiales, bromean con ellos, se sientan a horcajadas sobre los cañones, y entretanto, un batallón se acerca cautelosamente al puente y arroja al agua los sacos que contienen las materias inflamables. Y comparece finalmente el teniente general en personal, nuestro querido principe Auersperg von Mautem. Querido enemigo —le dicen—, orgullo del ejército austríaco, héroe de las campañas de Turquía, poned tregua a nuestra enemistad; podemos ya estrecharnos las manos ... El emperador Napoleón arde en deseos de conocer al príncipe Auersperg. En una palabra, esos señores, que por algo son gascones, de tal modo abruman a cumplidos y zalemas a Auersperg que éste se siente de tal forma honrado con esa súbita intimidad con los mariscales de Francia, tan deslumbrado por la capa y las plumas de avestruz de Murat que, en su aturdimiento, se olvida por completo de la misión que tiene encomendada frente al enemigo. El batallón francés irrumpe en la cabeza de Puente, se apodera de los cañones y ya está aquél en sus manos.

— No es ni necedad ni cobardía ... sino, tal vez, traición —dijo el principe Andrés, representándose vivamente los capotes grises, los heridos, el humo de la pólvora y la gloria que le esperaba.

— En absoluto. Eso pondría a la Corte en un mal paso —continuó diciendo Bilibin—. No es traición, ni necedad, ni cobardía; eso es como Ulm ... — y se detuvo como buscando la expresión—. Es ... es Mack. Hemos sido mackados —concluyó al darse cuenta de que habia dado con una palabra nueva que seria repetida. Las arrugas de su frente desaparecieron en señal de satisfacción y, con la sonrisa en los labios, se puso a contemplar sus uñas

— ¿Adónde vas? —preguntó al príncipe Andrés, que se había levantado y se dirigía a su habitación.

— Me voy.

— ¿Adónde?

— Al ejército.

— Pero, ¿no era tu propósito quedarte un par de días más?

— Es imposible. Me marcho en seguida.

Y el príncipe Andrés, después de dar sus órdenes, se retiró a su habitación.

— Escúchame, amigo mío —le dijo Bilibin, que volvió a reunirse con él—. He pensado en ti. ¿Por qué te marchas?

El Principe Andrés miró inquisitivamente a su interlocutor y no respondió.

— ¿Por qué te marchas? Ya lo sé. Crees tu deber incorporarte al ejército ahora que se halla en peligro. Te comprendo, amigo; eso es heroísmo.

— De ningún modo—repuso el príncipe Andrés.

— Sí, tú eres un filósofo, pero selo hasta el fin. Examina la situación desde otro punto de vista y llegarás a la conclusión de que, al contrario, tu deber es guardarte de todo peligro. Deja eso para los que para nada sirven. No tienes orden de marcharte y no te dejaremos ir. Quédate con nosotros y acompáñanos adonde nos lleve el desdichado destino. Dicen que vamos a Olmütz, una hermosa ciudad. Podemos llegar, sin prisas, en carretela.

— ¡Por Dios, Bilibin, basta ya de bromas!

— Te hablo en serio y como amigo. Reflexiona. ¿Por qué te marchas cuando puedes quedarte aquí? Pueden ocurrir dos cosas: o que la paz sea firmada antes de que llegues al campamento, o que suceda un desastre y compartas la vergüenza del ejército de Kutusov.

Y Bilibin desarrugó la frente convencido de que su dilema era inatacable.

— No poseo elementos de juicio para discurrir acerca de esta cuestión —replicó fríamente el príncipe Andrés. Y pensó interiormente: Marcho para salvar al ejército.

— Eres un héroe, amigo —exclamó Bilibin.

Capítulo XIII

Abrigaba el temor de caer en manos enemigas aquella misma noche. Se había espedido del ministro de la Guerra, y el príncipe Andrés se marchó para incorporarse al ejército sin saber siquiera a punto fijo dónde se hallaba, y de aquí, de esa duda, su temor.

En Brünn, la Corte efectuaba sus preparativos de marcha y los equipajes más voluminosos habían sido ya expedidos a Olmütz.

Al llegar cerca de Etzelsdorff, el príncipe Andrés se encontró con el ejército ruso que se retiraba precipitadamente y en desorden y cuyos carruajes, que embotellaban la carretera, impedían al principe seguir adelante. Después de haber pedido al comandante de los cosacos un caballo y un hombre, el príncipe Andrés, cansado y muerto de hambre, se lanzó a través de los furgones para ir en busca del comandante en jefe. Circulaban los más alarmantes rumores relativos a la situación del ejército, y la confusión que reinaba a su alrededor no hacia sino confirmarlos. Miraba con desdén aquella interminable hilera de vehículos, los trenes de artillería y de nuevo los furgones y carruajes de toda clase que, mezclándose unos con otros, entrechocando y marchando en grupos compactos interceptaban la fangosa carretera.

Al llegar al pueblo se apeó con intención de comer un bocado, descansar unos momentos y poner orden en los penosos pensamientos que le atormentaban.

El príncipe Andrés entró en la casa donde Nesvitzky y un ayudante de campo comían. Apresuráronse éstos a preguntarle si tenía alguna nueva noticia.

— ¿Dónde está el comandante en jefe? —inquirió Bolkonsky.

— El general Kutusov está aquí, en esta casa —repuso el ayudante de campo.

— ¿Es cierto que ha habido capitulación y se ha firmado la paz? —preguntó Nestitzky.

— Eso es lo que yo quisiera saber. Lo único que sé es que me ha costado gran trabajo llegar hasta aquí.

— ¡Ah, amigo mío! Lo que aquí pasa es verdaderamente espantoso ... entono mi mea culpa ..., nos hemos burlado de Mack, y nuestra situación es peor que la suya. Pero, siéntate y come —dijo Nesvitzky.

— Ahora, príncipe, le será imposible encontrar carro ni carreta, y en cuanto a su Pioiru, sólo Dios sabe dónde para —dijo el otro ayudante de campo.

— ¿Dónde está el Cuartel General?

— Pernoctamos en Znaim.

— En cuanto a mi —dijo Nesvitzky—, he cargado en dos caballos todo cuanto he de menester y mis bagajes resistirían incluso los montuosos caminos de Bohemia ... Eso va mal, amigo ... ¿Estás enfermo? ¿Por qué tiemblas de ese modo?

— No me pasa nada —repuso el príncipe Andrés.

— ¿Qué hace aquí el comandante en jefe?—preguntó.

— Lo ignoro completamente —respondió Nesvitzky.

— Y yo sólo comprendo una cosa: que todo esto es deplorable —dijo el príncipe Andrés.

Y se trasladó hacia el alojamiento de Kutusov. Tal como le habian dicho, Kutusov se hallaba reunido con el príncipe Bragation y con Weirother, que asi se llamaba el general austríaco que reemplazaba al difunto Schmidt. En el vestíbulo, el pequeño Koslovsky, con las señales en el rostro de las noches de vigilia, estaba sentado dictando órdenes a un secretario que escribía encima de un tonel puesto al revés. Koslovsky echó una ojeada al recién llegado príncipe Andrés sin tomarse siquiera la molestia de saludarle.

- Punto y aparte ... ¿Está ya escrito? ... —continuó dictando al escribiente—. El regimiento de granaderos de Kiev, el regimiento de ...

— Es imposible seguirle. Alteza —dijo el escribiente no muy respetuoso y mirando a Koslovsky con malhumorada expresión.

En aquel momento oíase a través de la puerta la voz agria y alterada de Kutusov a la que respondía otra voz totalmente desconocida.

En el momento en que el principe Andrés se dirigía hacia la puerta de la habitación contigua, Kutusov, con su nariz aguileña y su redonda faz, apareció en el umbral. La vaga expresión de su ojo único daba a entender que las preocupaciones le habían aislado totalmente del mundo exterior.

— ¿Has terminado? —preguntó a Koslovsky.

— En seguida. Excelencia.

Bragation, todavia joven, de corta estatura, escurrido de carnes, con firme e impasible rostro de tipo oriental, llamaba la atención por su serenidad y firmeza. Iba en pos del general.

— Tengo el honor de presentarme ... dijo el príncipe Andrés tendiendo un sobre.

— ¡Ah, de Viena! Está bien. Luego lo veré.

Y Kutusov acompañó a Bragation hasta la puerta de la casa.

— Adiós, príncipe —dijo a Bragation—. Que Dios te proteja. Yo te bendigo por esa gran empresa.

En un acceso de ternura los ojos de Kutusov se humedecieron de lágrimas. Con la mano izquierda atrajo a Bragation y con la derecha, con un gesto que le era habitual, hizo sobre su frente la señal de la cruz y le ofreció su mejilla para que la besara, pero Bragation le besó en el cuello.

— Que Dios te proteja —repitió Kutusov. Y se dirigió hacia su carruaje—. Ven conmigo —dijo a Bolkonsky.

— Yo quisiera. Excelencia, prestar mis servicios aquí. Permítame quedarme bajo las órdenes de Bragation.

- Siéntate —repuso Kutusov al advertir la indecisión de Bolkonsky—. Yo necesito buenos oficiales.

— Si mañana regresa la décima parte de su destacamento, tendremos que agradecérselo a Dios —añadió como hablando consigo mismo.

La mirada del príncipe Andrés se fijó involuntariamente por segunda vez en el ojo vacío de Kutusov y en la cicatriz que se notaba en una de las sienes, doble recuerdo de una bala turca. Sí; tiene derecho a hablar con esa indiferencia de la pérdida de tantos hombres, pensó Bolkonsky.

— Es precisamente por eso —prosiguió en alta voz— que le pido permiso para incorporarme al destacamento.

Kutusov no respondió. Sumido en sus meditaciones parecía haber olvidado lo que acababa de decir. Suavemente mecido por los almohadones de la calesa, volvióse al principe Andrés y con ironía preguntó a Bolkonsky detalles sobre su entrevista con el emperador.

Capítulo XIV

Los franceses, después de atravesar el puente de Viena, se dirigían sin ser detenidos —afirmaba el informe y con fuerzas considerables, hacia la linea de comunicación de Kutusov.

Era el uno de noviembre. El ejército ruso, según el mismo informe, se hallaba en una situación casi desesperada. Si Kutusov decidía quedarse en Krems, los cientos cincuenta mil hombres de Napoleón cortarían su retirada y, cercando sus cuarenta mil hombres fatigados y exhaustos, se encontraría aquél en la misma situación que Mack en Ulm. Si abandonaba la principal linea de comunicaciones con Rusia, tendría que adentrarse, defendiendo su retirada paso a paso, en las montañas de Bohemia, región que desconocía y que carecía de caminos, renunciando, en consecuencia, a toda esperanza de reunirse con Bukshevden. Si resolviera, por fin, replegarse de Krems a Olmütz con objeto de reunirse con las tropas que venían de Rusia, corría el riesgo de ser rebasado por los franceses y forzado a aceptar batalla durante la marcha, con toda la impedimenta de bagajes y furgones, contra un enemigo tres veces superior en número, que le cerraría el paso por todos lados. Eligió, sin embargo, esta última alternativa.

Tal como se habia anunciado, los franceses, después de pasar el río en Viena, se dirigían a marchas forzadas hacia Znaim por la carretera que seguía Kutusov y a más de cien verstas delante de él. Llegar a Znaim antes que los franceses constituía para el ejército una esperanza de salvación.

La misma noche que llegó esa noticia en poder de Kutusov, éste envió a Bragation y a sus tropas de vanguardia, integradas por cuatro mil hombres, hacia la carretera de Krems a Znaim y la de Viena a Znaim. Bragation tenía que efectuar esa marcha sin detenerse, de cara a Viena y de espaldas a Znaim, y, caso de lograr anticiparse a los franceses, tenia que retenerlos tanto tiempo como pudiese, a fin de que Kutusov, con el grueso del ejército, pudiera llegar a Znaim. Luego de haber recorrido, en una noche tempestuosa, con soldados hambrientos y casi descalzos, y sin conocer el camino, cuarenta y cinco verstas a través de las montañas con la pérdida de un tercio de las tropas, Bragation alcanzó en Hollabrünn, horas antes que los franceses, la carretera de Viena a Znaim.

A fin de dar Kutusov las veinticuatro horas indispensables para lograr su objetivo, los cuatro mil hombres de Bragation, extenuados por la fatiga, tenían por misión detener al enemigo en Hollabrünn y salvar asi al ejército, lo que era imposible. Pero la veleidosa fortuna convirtió lo imposible en hacedero. El éxito de la estratagema, gracias a la cual el puente de Viena había caído sin luchar en manos de los franceses, impulsó a Murat a engañar igualmente a Kutusov. Al encontrar el débil destacamento de Bragation imaginóse tener ante sí a todo el ejército. Con la seguridad de aplastarlo tan pronto hubiera recibido los refuerzos que esperaba, propuso un armisticio de tres días, durante los cuales ambos ejércitos conservarían sus posiciones respectivas. Para mayor seguridad, afirmó que los preliminares de la paz estaban ya sometidos a discusión y que, por consiguiente, habia quel evitar un inútil derramamiento de sangre. El general austríaco que mandaba las fuerzas del vanguardia, dio fe a las palabras de los parlamentarios de Murat, y al replegarse dejó al descubierto al destacamento de Bragation. Otro parlamentario llevó al campo ruso mismas falaces seguridades. Bragation respondió que no podia ni aceptar ni rehusar el armisticio y que debía ante todo consultar con Kutusov acerca de la proposición que acababa de serle hecha, por lo que le envió un ayudante de campo.

Esta proposición era la salvación del ejército. Kutusov envió, pues, inmediatamente al enemigo el ayudante de campo Witzengerode, con la misión, no solamente de aceptar el armisticio, sino también de fijar las condiciones de una capitulación. Envió, al mismo tiempo, órdenes a la retaguardia con el fin de que se acelerase la marcha del ejército, cuya existencia ignoraba el enemigo porque operaba detrás de las débiles tropas de Bragation, que permanecían inmóviles ante fuerzas ocho veces superiores en número. Las previsiones de Kutusov se vieron confirmadas por la realidad. Sus proposiciones no le comprometían a nada y le hacían ganar un tiempo preciso, pues el error de Murat no tardaría en ser descubierto. Así que Bonaparte, que se encontraba en Schónbrunn, a veinticinco verstas de Hollabrünn, recibió el informe de Murat y el proyecto de armisticio y capitulación, comprendió el engaño y le escribió la siguiente carta:

Al príncipe Murat.
—Schónbrunn, 25 brumario (16 de noviembre) de 1805—.
A las ocho de la mañana.

Me es imposible encontrar palabras para expresarle mi disgusto. Usted sólo tiene mando sobre mi vanguardia y carece usted de facultades para conceder un armisticio sin orden mia. Ha echado usted a perder el fruto de una campaña. Rompa el armisticio en el acto y marche contra el enemigo. Dirá usted al general que ha firmado la capitulación que no tenia poderes para ello y que el único que puede hacerlo es el emperador de Rusia. Sin embargo, si el emperador de Rusia ratificara esa conversación, yo la ratificaría, pero eso no es más que una añagaza. Ataque usted, destruya el ejército ruso ... Esté usted en condiciones de apoderarse de su impedimenta y de su artillería. El ayudante de campo del emperador de Rusia es un ... Los oficiales no son nadie cuando carecen de poderes, ése no los tenia ... Los austríacos se han dejado engañar en el puente de Viena y usted se deja engañar por un ayudante de campo del emperador.

Napoleón

El ayudante de campo de Napoleón partió a galope tendido con esa terrible carta, hacia donde estaba Murat. Bonaparte, receloso de sus generales, dirigióse con toda su guardia hacia el campo de batalla, temeroso de que se le escapara la esperada víctima. Los cuatro mil hombres de Bragation se calentaban por primera vez desde hacía tres días, y ninguno de ellos ni siquiera presentía el huracán que se cernía sobre sus cabezas.

Capítulo XV

Aún no había llegado el ayudante de campo de Napoleón y la batalla no había comenzado. El príncipe Andrés, aquella tarde, se presentó en el campamento de Bragation portando en el bolsillo una autorización de Kutusov. En el campamento de Bragation no se sabía nada acerca de la marcha general de las negociaciones y se hablaba de la paz sin creer, empero, que llegara a ser realidad. También se discutia a propósito de la batalla, pero nadie la juzgaba inminente. Bragation, que sabía que Bolkonsky era el ayudante de campo favorito y de confianza, lo recibió con una consideración y benevolencia singulares. Le dio cuenta de que probablemente la batalla comenzaría el mismo día o al siguiente y lo dejó en absoluta libertad de hallarse a su lado durante la acción o irse a la retaguardia para cuidar del orden durante la retirada, lo que era asimismo de gran importancia.

— De todos modos, no creo que tengamos hoy combate —dijo Bragation, como si quisiera tranquilizar al príncipe Andrés.

El principe Andrés no respondió a la doble proposición y pidió permiso a Bragation para recorrer la posición y examinar la disposición de las tropas para poder orientarse en caso necesario. El oficial de servicio del destacamento, un hombre apuesto, vestido con rebuscada elegancia, con un solitario en el índice, y que adrede hablaba mal el francés, se ofreció para acompañar al príncipe Andrés.

— Ya lo ve usted, príncipe, no podemos con ellos —dijo el oficial de Estado Mayor, señalándolos con el dedo e indicando el puesto de un cantinero—. Los jefes carecen de energía y les permiten que se reúnan aquí. Esta mañana les he echado a todos y ya están otra vez aquí. Permítame un momento, príncipe; voy a echarlos de nuevo.

— Pues entremos —repuso el príncipe Andrés—, y comeré un poco de pan y queso.

— ¿Por qué no lo dijo antes, príncipe? Le hubiese ofrecido partirme con usted mi pan y mi sal.

Apeáronse de los caballos y entraron en la cantina. Algunos oficiales, con los rostros encendidos y fatigados, estaban sentados ante las mesas comiendo y bebiendo.

— Pero, ¿qué es eso, señores? —dijo el oficial de Estado Mayor con el tono de reproche de alguien que ha repetido muchas veces la misma reconvención—. No se puede abandonar el puesto de ese modo. El príncipe ha dado orden de que nadie se mueva. Y eso reza para usted, señor capitán segundo —añadió—, dirigiéndose a un capitán de artillería de baja estatura, sucio y desarrapado.

— ¿Y no le da a usted vergüenza, capitán Tutchin? —prosiguió el oficial de Estado Mayor—. Creo que usted, en calidad de artillero, debería ser el primero en dar el ejemplo, y en cambio se presenta aquí sin botas. Cuando suene el toque de alarma ya veremos cómo se las arregla usted —añadió, sonriendo, el oficial de Estado Mayor.

— Los soldados dicen que es muy cómodo ir descalzo —objetó humildemente el capitán, sonriendo con timidez y tratando de disimular su turbación con un tono de ironía. Pero al punto comprendió que su chanza había sido mal acogida y que, ciertamente, no era del mejor gusto. Estaba lleno de confusión.

— ¡Todo el mundo a sus puestos, señores! —repitió el oficial de Estado Mayor, que se esforzaba en contener la risa.

El príncipe Andrés contempló una vez más la bufa figura del artillero, carente en absoluto de marcialidad, pero que producía, no obstante, la mejor impresión.

El oficial de Estado Mayor y el príncipe Andrés montaron de nuevo a caballo y se alejaron.

Al salir del pueblo, después de haberse adelantado a soldados y oficiales de diversas armas, advirtieron a su izquierda fortificaciones recién construidas, cubiertas de roja arcilla. Los efectivos de algunos batallones, despechugados, a pesar del cierzo que soplaba, trabajaban como hormigas. Acercáronse, examinaron el atrincheramiento y marcharon al galope hacia la montaña opuesta.

Desde lo alto de esa eminencia divisaron a los franceses.

— Tenemos la batería dispuesta ahí —dijo el oficial de Estado Mayor, señalando el punto más elevado—. Es la batería de aquel ocurrente que iba descalzo. Vamos allí, principe.

— Se lo agradezco mucho, pero no es necesario que me acompañe usted; yo iré solo —dijo el príncipe que quería deshacerse de su compañero—. No se moleste usted; se lo ruego.

Y se separaron.

- Cuanto más se acercaba a las posiciones de los enemigos, más correcto y alegre era el aspecto de las tropas. En cambio, en el destacamento acampado en la carretera de Znaim, a sólo diez verstas de los franceses, y que el príncipe Andrés habia recorrido aquella misma mañana reinaba un desorden y una confusión indescriptibles.

El príncipe Andrés, una vez hubo llegado a las posiciones de avanzada, las recorrió minuciosamente. Estaban tan cerca que los soldados podían verse las caras y hasta hablarse. Mezclados con los soldados había muchos curiosos que miraban al extraño enemigo desconocido para ellos, y aunque se les intimidase continuamente para que se alejaran, permanecían allí, clavados en sus puestos. Nuestros soldados se cansaron pronto de aquel espectáculo; no miraban ya a los franceses y se entretenían, mientras esperaban impacientes el relevo, en hacer comentarios acerca de aquellos curiosos.

El príncipe Andrés se detuvo para observar a los franceses.

— ¡Fíjate! ¡Fíjate! —dijo un soldado a un compañero, señalándole un mosquetero ruso que, en compañía de un oficial, se acercaba a la linea y mantenía con un granadero francés un diálogo vivo y animado.

— ¡Qu é modo de parlar! ¡Ni el mismo francés puede seguirlo! ¡Eh, tú, Sidorov!

— Espera, déjame escuchar. ¡Recórcholis! ¡Y qué bien se explica! —repuso Sidorov, que pretendía saber muy bien el francés.

El soldado que tal admiración despertaba era Dolokhov. El principe Andrés lo reconoció y se paró para escuchar la conversación. Dolokhov había venido con el capitán de la línea del flanco izquierdo donde estaba apostado su regimiento.

— ¡Vamos, de prisa! —decía el capitán, inclinándose hacia adelante y procurando no perder ni una sola de aquellas palabras que eran, para él, completamente ininteligibles—. ¡Más de prisa¡ Bien. ¿Y qué quiere?

Dolokhov, enfrascado en una viva discusión con el granadero, ni siquiera le contestó.

Naturalmente, hablaban de la campaña. El francés, que confundía los rusos con los austríacos, trataba de hacerle comprender que los rusos se habian rendido y habían huido a Ulm, mientras que Dolokhov intentaba demostrarle que los rusos no sólo no se habían rendido, sino que habían derrotado a los franceses.

— Sí se nos ordena arrojaros de aquí, pronto daremos cuenta de vosotros —prosiguió Dolokhov.

— Procurad, de todos modos, que no os cerquemos con todos vuestros cosacos —replicó el granadero francés.

El auditorio rompió a reír.

— Os haremos bailar como en tiempos de Suvarov —dijo Dolokhov.

— ¿Qué está diciendo? —preguntó un francés.

— ¡Bah! Una historia antigua —respondió otro que se imaginaba que se trataba de una guerra del año de la nana.

— El emperador se lo explicará a vuestro Suvarov como se lo ha explicado a los demás ...

— ¿Bonaparte? —replicó Dolokhov, que fue inmediatamente interrumpido por el francés, sobremanera irritado.

— No hay tal Bonaparte. Sólo hay el emperador. ...! —rugió iracundo.

— ¡Al diablo con vuestro emperador!

Y Dolokhov, profiriendo groseras injurias soldadescas, cogió su fusil y se alejó diciendo a su capitán:

— Vámonos, Ivan Lukitch.

— ¡A la francesa! —exclamaron a coro varios soldados de la linea—. Ahora te toca a ti, Sidorov.

Sidorov, guiñando un ojo, se dirigió a los franceses y comenzó a pronunciar palabras incomprensibles, tales como: cari, nata, tafa, muter, casca ... tratando de prestar a su voz expresivas entonaciones.

Capítulo XVI

Desde la batería, situada, emplazada en lo alto de una loma, se divisaba todo el campo enemigo. El príncipe Andrés, luego de haber recorrido todas las lineas de tropas del flanco izquierdo, subió hasta el emplazamiento. Una vez allí se apeó del caballo y se detuvo junto a uno de los cuatro cañones, colocado en posición en uno de los extremos. El artillero de guardia quiso presentarle armas, pero a una señal del oficial prosiguió su regular y monótono paseo. Detrás de los cañones, a cierta distancia, se hallaban los caballos junto a los juegos de los vivaques de los artilleros. A la izquierda, no lejos del último cañón, se elevaba una pequeña barranca construida con ramas entrelazadas en la que se oían las animadas voces de varios oficiales.

Desde la posición de aquella batería se divisaba, en efecto, la casi totalidad de las tropas rusas y la mayor parte de las enemigas. Frente a la batería dibujábase en el horizonte, sobre la colina, el pueblo de Schongraben. A derecha e izquierda podíanse distinguir, entre la humareda de sus fuegos, grandes formaciones de tropas francesas, la mayor parte de las cuales acampaban, sin duda, en el pueblo y detrás de la montaña. El príncipe Andrés, reclinado en un cañón, anotó en una hoja que arrancó en su cuaderno la disposición de las tropas y subrayó dos lugares con objeto de hacérselos notar a Bragation. Proponíase con ello agrupar primero toda la artillería en el centro y, en segundo lugar, hacer pasar la infanteria al otro lado del barranco. El principe Andrés, que desde el comienzo de la campaña habia sido agregado al generalísimo, estaba ya habituado a sacar deducciones acerca de los movimiento de las tropas y comprendía el alcance de las disposiciones que según los casos se tomaban. Mientras se estuvo en la batería, reclinado en el cañón, oía las voces de los oficiales que hablaban en la barraca, pero no entendió ni palabra de lo que decían. Una de ellas, no obstante, le llamó tanto la atención por su acento de sinceridad que a pesar suyo se puso a escuchar.

— No, amigo —decía una voz simpática que pareció no serle desconocida—, lo que digo es que si fuera posible saber lo que nos espera después de la muerte nadie tendría miedo de morir. Y eso es todo, amigo, no te quepa duda.

Otra voz más jove n le interrumpió.

— Y no obstante, uno tiene miedo. Ea, vosotros, sabios —intervino una tercera voz atajando las dos primeras—. Vosotros, los artilleros, sois unos sabihondos porque disponéis de aguardientes y de cuantas fruslerías os hagan falta.

Y el propietario de la voz potente, sin duda un oficial de infantería, rompió a reír.

— Sea como sea, uno tiene miedo —continuó diciendo la primera voz desconocida-. Uno teme la incertidumbre. Se nos ha dicho mil veces que el alma se va al cielo ... Pero nosotros sabemos que no hay cielo, sino una atmósfera ...

De nuevo la voz potente interrumpió:

— ¡Ea, Tutchin, obsequíanos con tu aromático aguardiente!

Ah, es el mismo capitán que iba descalzo por la cantina, se dijo el príncipe Andrés reconociendo con simpatía la agradable voz del que filosofaba.

— ¿Y por qué no aguardiente? —repuso Tutchin—. Y en lo tocante a comprender la vida futura ...

No terminó la frase. En aquel momento un silbido rasgó el aire y una granada, cruzando el espacio con una rapidez vertiginosa, se hundió en la tierra muy lejos de la barraca, con terrible estrépito. El formidable golpe hizo estremecer la tierra. En el mismo instante, el desmedrado Tutchin, con la pipa a un lado de la boca, salió el primero de la barraca. Su rostro, inteligente y bondadoso, estaba un poco pálido. En pos de él salió al punto el oficial de infantería de la voz potente el cual, se fue abrochando el uniforme por el camino.

CapítulO XVII

El proyectil estalló muy cerca, demasiado tal vez, y el principe Andrés, a aballo, trató de localizar por todos los medios la pieza que habia disparado. Divisaba, como ondulaciones las masas hasta entonces inmóviles de los franceses y comprobó la presencia de la batería cuya existencia había, efectivamente, sospechado. No se habia disipado todavia la humareda producida por el primer disparo. Dos franceses a caballo, probablemente dos ayudantes de campo, descendían al galope por la montaña. Al pie de ésta, y con evidente intención de reforzar las avanzadillas, movíase, claramente visible, una columna enemiga. Antes de que se borrara totalmente el humo del cañonazo, se elevó una segunda nubecilla y se oyó una nueva explosión: la batalla había comenzado. El príncipe Andrés se dirigió a galope tendido en dirección a Grunth, para reunirse con el principe Bragation. El cañoneo iba aumentando en violencia y respondíase desde nuestras líneas. En el llano, en el mismo lugar que atravesaron los parlamentarios, se inició un terrible fuego de fusilería.

Lemarrois, con la fulminante carta de Napoleón, acababa de llegar al campamento de Murat, y éste, vejado y deseoso de reparar su falta, hacía mover rápidamente sus tropas hacia el centro con el propósito de rodear los dos flancos, abrigando la esperanza de que antes del anochecer y de la llegada del emperador habría ya destrozado el pequeño destacamento que tenía enfrente.

Al pasar por delante de aquellas mismas compañías que un cuarto de hora antes comían tranquilamente su rancho, encontró en todas partes la misma agitación: Como él parecían decir, con una mezcla de terror y de alegría: ¡Ha comenzado!

Un militar, cubierto con su abrigo de cosaco, iba montado en un caballo blanco: era el príncipe Bragation quien, al reconocer al príncipe Andrés, le saludó con un leve movimiento de cabeza. Éste se había detenido para esperarlo y ponerle al corriente de cuanto había visto.

Mientras le escuchaba, el principe Bragation miraba delante de él y el príncipe Andrés se preguntaba con curiosa inquietud, estudiando los rasgos fuertemente acusados de aquel rostro cuyos ojos vagos y soñolientos aparecían medio cerrados, qué pensamientos y qué ideas se ocultaban detrás de aquella máscara impenetrable ...

— Está bien —dijo bajando la cabeza en señal de aquiescencia y como si hubiese ya previsto cuanto acababa de escuchar. El príncipe Andrés, jadeante aún de la carrera efectuada, hablaba con volubilidad, en tanto que el príncipe Bragation, con su acento oriental, lo hacia con una gran lentitud. Sin transparentar la menor señal de peculiaridad hostigó a su caballo y se dirigió hacia la batería de Tutchin, acompañado de un oficial de Estado Mayor, un ayudante de campo especial, Jerkov, un ordenanza, el oficial de Estado Mayor de servicio, montado en un brioso caballo inglés, y un funcionario civil, un auditor, que movido por la curiosidad había solicitado permiso para presenciar la batalla.

Ese auditor, un personaje orondo, de redonda faz, con una sempiterna sonrisa inocente en los labios, paseaba olímpicamente su mirada en torno suyo y con su abrigo de camelot resaltaba singularmente entre los húsares, los cosacos y los ayudantes de campo.

— Desea presenciar una batalla —dijo Jerkov a Bolkonsky, señalando al auditor—, y ya comienza a sentir los efectos del mareo.

— ¡Ea, basta ya de bromas! —dijo el auditor, que parecía contento de ser el blanco de las chanzas de Jerkov y que trataba de pasar por más imbécil de lo que era.

— Muy divertido, señor príncipe —dijo el oficial de Estado Mayor de servicio.

Llegaban ya a la batería de Tutchin cuando cayó una granada a pocos pasos de ellos.

— ¿Qué es eso que ha caído? —preguntó el auditor.

— Son galletas francesas —repuso Jerkov.

— ¿Es eso, pues, lo que mata? —dijo el auditor—. ¡Cielos. Qué horror! —añadió, radiante de satisfacción.

Apenas hubo pronunciado esas palabras oyóse un terrible y espantoso silbido. Un cosaco salió despedido de su montura y cayó un poco a la derecha del auditor. Jerkov y el oficial de servicio se agacharon sobre las sillas de los caballos. El auditor se detuvo ante el cosaco y lo miró con curiosidad. El cosaco estaba muerto, pero el caballo todavía perneaba.

El príncipe Bragation miró por encima de los hombros y, adivinando el motivo de tal confusión, volvióse tranquilamente como queriendo decir: No vale la pena de ocuparse de estas bagatelas. Detuvo su caballo y, al modo de un consumado jinete, se inclinó adelante y desenvainó su espada que llevaba colgada de su abrigo caucasiano. Todo el mundo se acercó a aquella misma batería desde la cual Bolkonsky había examinado el campo de batalla.

— ¿Qué compañía es está? —preguntó el príncipe Bragation al suboficial de guardia que estaba al lado de los cañones.

Pero, en realidad, quería decir: ¿Tenéis mucho miedo por aquí?

Y eso fue lo que comprendió el suboficial.

— Es la compañía del capitán Tutchin, Excelencia —repuso alegremente el artillero, que era pelirrojo.

— Está bien —dijo Bragation. Siguió inspeccionando la batería hasta el último cañón, y cuando estuvo a pocos pasos de la pieza, ésta hizo un disparo que aturdió al príncipe y a su séquito. En medio de la humareda que instantáneamente envolvió la pieza veíase a los artilleros coger el cañón y tras ímprobos esfuerzos, colocarlo de nuevo en su sitio.

Y un hombre menudo y escurrido de carnes, el oficial Tutchin, corrió hacia adelante después de tropezar con la cureña; no se había dado cuenta de la presencia del general y miraba a lo lejos haciendo servir las manos de pantalla.

— Dos líneas más y será blanco —gritó con voz atiplada, a la que procuraba prestar una inflexión marcial que desdecía de su raquítica figura—. Número dos, ¡fuego!

Bragation hizo llamar al oficial. Tutchin, con un movimiento se aproximó al general llevándose tres dedos a la visera.

En lugar de ametrallar la llanura, que tal era el objetivo, las piezas de la batería enviaban las bombas incediarias al pueblo de Schongraben, ante el cual movíanse grandes masas de enemigos.

Nadie había indicado a Tutchin hacia dónde y con qué tenía que disparar, pero luego de haberse aconsejado con su sargento, mayor Zakhartchenko, a quien tenía en gran aprecio, habían resuelto de común acuerdo que debían procurar incendiar el pueblo.

— Está bien —dijo Bragation, después de escuchar el informe del oficial y examinar a su vez el campo de batalla.

Del pie de la colina donde se encontraba el regimiento de Kiev llegaba hasta el grupo el tableteo de la fusilería y lejos, detrás de los dragones veíase una columna enemiga que rodeaba nuestro flanco. A la izquierda el horizonte estaba obstruido por un bosque.

El príncipe Bragation dio orden a dos batallones del centro de que fueran a reforzar el ala derecha. En aquel momento llegó al galope un ayudante de campo enviado por el jefe del regimiento que luchaba al borde del río, con la noticia de que enormes contingentes franceses avanzaban por la llanura y que el regimiento se habia dispersado y se replegaba para reunirse con los granaderos de Kiev. El príncipe Bragation bajó la cabeza en señal de aprobación y de asentimiento.

— Está bien —dijo Bragation, retirándose de la batería. Oíanse los disparos de la fusilería crepitar en el bosque. Como el flanco izquierdo estaba demasiado alejado para que pudiera llegar a tiempo, el príncipe Bragation envió a Jerkov con el encargo de decir al comandante en jefe (el mismo que vimos en Braunau presentar su regimiento a Kutusov) se retirase lo más rápidamente posible detrás del barranco, porque el flanco derecho no estaba en condiciones de resistir por mucho tiempo al enemigo, de suerte que Tutchin fue olvidado y quedó sin tropas que cubriesen su batería.

Capítulo XVIII

Nada se veía, la humareda era densa, haciendo invisible todos los objetos. Desde el punto culminante del flanco derecho, el príncipe Bragation empezó a bajar hacia la llanura donde proseguía el estampido de los disparos de la fusilería.

El príncipe y los que le acompañaban no lograban distinguir nada, pero a cada paso que avanzaban se hacía más sensible la proximidad del verdadero campo de batalla. Comenzaron a cruzarse con dos soldados heridos, transportados en andas. Después de cruzar la carretera descendieron por una escarpada pendiente donde yacían algunos hombres; un poco más lejos, un grupo de soldados, la mayor parte de los cuales no estaban ni siquiera heridos, subían hacia ellos, gesticulando y vociferando a pesar de la presencia del general. A unos pasos de allí divisábanse entre la humareda las formaciones de capotes grises y un oficial, al advertir a Bragation, corrió detrás de los soldados que subían en grupos y los hizo volver sobre sus pasos.

Bragation se acercó a las líneas desde donde partían los disparos que ahogaban el rumor de las voces y los gritos del comandante. El humo de la pólvora habia ennegrecido completamente el rostro de los soldados.

El comandante del regimiento, un viejo de aspecto enfermizo, cuyos grandes párpados cubrían casi enteramente sus ojos, se aproximó al principe Bragation y le recibió con una sonrisa benévola cual un dueño de casa recibe a un huésped muy apreciado. Le explicó que su regimiento, atacado por la caballería francesa, la había rechazado, pero perdiendo en la acción más de la mitad de sus hombres.

El principe Bragation aprobó con la cabeza ese informe, como si contuviera cuanto pudiera desear y cuanto habia previsto y, volviéndose hacia su ayudante de campo, le ordenó hiciera descender de la montaña los dos batallones del sexto regimiento de cazadores que habían visto al pasar.

El jefe del regimiento le suplicó se retirase, pues el lugar era demasiado peligroso.

— ¡Por Dios, Excelencia, haga usted el favor! —le dijo, buscando la cooperación de los oficiales de escolta, que volvieron la cabeza—. ¿Lo ve usted? —insistía, haciéndole observar las balas que silbaban en derredor.

Hablaba como si las balas tuvieran forzosamente que respetarle y fue en vano que el oficial de Estado Mayor uniese sus exhortaciones a las suyas. Sin contestarles, el príncipe Bragation ordenó cesara el fuego y formar para señalar sitio a los dos batallones que estaban a punto de llegar. Todos los ojos se posaron involuntariamente en aquella columna francesa que avanzaba hacia allí serpenteando por los accidentes del terreno.

Distinguíase ya la gorra alta y peluda de los soldados; podían ya discernirse los soldados de los oficiales y hasta los pliegues de la bandera enrollándose por la acción del viento en torno del asta.

— ¡Qué bien marchan! —exclamó uno de la escolta de Bragation.

La cabeza de la columna había alcanzado ya el fondo del barranco y el choque parecía inevitable.

Los restos del regimiento que había sostenido el ataque se reorganizaron rápidamente y se colocaron hacia la derecha mientras que, arrastrando a los rezagados, los dos batallones del sexto regimiento de cazadores avanzaban de un modo regular y cadencioso.

En el flanco izquierdo, hacia donde se hallaba Bragation, marchaba el comandante de la compañía; era un hombre de bella prestancia, cuyo rostro revelaba una expresión inteligente y satisfecha. Era el mismo que se habia precipitado fuera de la barraca de Tutchin.

Un orondo mayor que apenas podía tomar resuello, perdía el paso al dar la vuelta a cada maleza del camino. Un rezagado, asustado por su negligencia, corría para reunirse con su compañía.

Una bala, rasgando el aire, pasó por encima de la cabeza del príncipe Bragation y de su séquito y estalló en medio de la columna, acompañando con la cadencia de su silbido las palabras: ¡Vista a la izquierda! ¡Vista a la izquierda!

— ¡Apretad las filas! —rugió el comandante de la compañía.

Los soldados describieron un arco y se detuvieron en el sitio donde había caído el proyectil. El viejo suboficial condecorado, que se había retrasado a causa de los muertos, se incorporó a su fila, dio un salto para cambiar de pie, tropezó y se volvió lleno de cólera. Y las voces de ¡Vista a la izquierda! ¡Vista a la izquierda!, rimando de nuevo con el ruido regular del paso de los soldados, parecían surgir de las profundidades de aquel silencio amenazador.

— Os habéis portado como bravos, hijos míos —dijo el príncipe Bragation. Y de cada destacamento brotó unánime: ¡Prestos a servirle, Excelencia!

Un soldado, de rostro ceñudo, miró a su general, como queriendo decirle: Lo sabemos tan bien como usted. Otro, sin volverse por temor a distraerse, abría la boca, gritaba y seguia adelante.

Diose la orden de detenerse y despojarse de las mochilas.

Bragation recorrió las formaciones que acababan de desfilar ante él, se apeó del caballo, tendió la brida a su cosaco, le entregó su abrigo y estiró las piernas. El príncipe Andrés se sintió impelido por una fuerza irresistible y experimentó un inmenso placer.

Los franceses se encontraban a muy poca distancia. El príncipe Andrés, que iba al lado de Bragation, distinguía netamente las encamadas charretas, las caras de los franceses y hasta un viejo oficial que, con los pies embutidos en gruesas polainas, trepaba trabajosamente por la montaña.

El príncipe Bragation no daba orden alguna y siempre silencioso marchaba delante de la formación. De pronto, partió un cañonazo y un segundo y un tercero, y una densa humareda envolvió por completo las líneas enemigas. Arreció el tiro de fusilería. Algunos de los rusos cayeron, entre ellos el oficial que tanto se había preocupado por desfilar marcialmente ante sus jefes.

Capítulo XIX

La batería de Tutchin continuaba disparando sobre el pueblo. En el flanco derecho, las tropas que combatían allí tenían asegurada la retirada; la batería del bravo capitán habia logrado contener el avance del enemigo.

Los franceses consiguieron, tras grandes esfuerzos, extinguir el fuego que el viento reinante alimentaba, lo que permitió a las fuerzas efectuar su retirada. En el centro, el repliegue a través del barranco se hacía precipitadamente y con estrépito, aunque con buen orden pero el flanco izquierdo, que integraban los regimientos de Azov y de Podolsk y los húsares de Pavlograd, se vio atacado y rodeado al mismo tiempo por fuerzas francesas considerables, mandadas por Lannes, y se dislocaba. Bragation envió a Jerkov al comandante del flanco izquierdo con orden de replegarse inmediatamente.

Jerkov, llevándose la mano a la altura de la visera, se lanzó resueltamente al galope, pero apenas se hubo alejado de Bragation sus fuerzas le traicionaron, un terror inusitado se apoderó de su ánimo y le fue imposible llegar hasta el lugar de peligro. Al acercarse a las tropas del flanco izquierdo se puso a buscar al general y a los otros jefes donde creia poder encontrarlos y de todo ello resultó que la orden no llegó a su destino.

Los regimientos de caballería y el regimiento de cazadores no estaban en disposición de combatir. Desde el soldado al general, nadie esperaba ninguna acción y, mientras los infantes se calentaban tranquilamente alrededor del fuego.

— Vuestro jefe es de un grado superior —decía, encendido de cólera, el alemán que mandaba los húsares al ayudante de campo del regimiento de cazadores—. Que haga lo que le plazca. Yo no puedo sacrificar a mis hombres. ¡Trompeta, toca a retirada!

Sin embargo, la batalla arreciaba. El estampido de los cañones y de la fusilería iba haciéndose cada vez más violento. Los infantes de Lannes habian franqueado ya la presa del molino y se alineaban al otro lado a una distancia de dos tiros de fusil. El general de infantería montó trabajosamente a caballo e, irguiendo su cuerpo cuanto pudo, partió al encuentro del coronel de caballería. La aparente cortesía de su saludo ocultaba su recíproca animosidad.

— Yo no puedo, coronel, dejar a la mitad de mis hombres en el bosque. Yo le ruego —insistía con fuerza en esta petición—, yo le ruego que ocupe usted las posiciones y se prepare para el ataque.

— Y yo le ruego que se ocupe usted de sus asuntos. Si perteneciera usted a la caballería ...

— No pertenezco a la caballería, coronel, pero, por si lo ignora usted, soy un general ruso.

— Lo sé bien. Excelencia —repuso el coronel, rojo de cólera y hostigando a su caballo—. Venga usted conmigo hasta la línea y se convencerá personalmente de que esa posición no tiene ningún valor. No quiero destrozar a mi regimiento sólo por darle gusto.

— Olvida usted, coronel, que no es por gusto que estoy aquí, y, por tanto, no le permitiré que me hable usted en este tono ...

El general aceptó la invitación del coronel a aquel torneo de bravura: combó el pecho y frunciendo el ceño se fue con él a inspeccionar la línea, como si sus diferencias sólo pudieran resolverse bajo los zumbidos de las balas. Una vez llegados se detuvieron, silenciosos, y algunos proyectiles pasaron silbando por encima de sus cabezas.

Los franceses se habían arrojado encima de los soldados ocupados en hacer acopio de leña. Los húsares no tuvieron, pues, otra alternativa que replegarse con la infantería, visto que las vanguardias enemigas no cortaban por la izquierda el camino de retirada. No obstante, a pesar de las dificultades del terreno que favorecía su maniobra, se vieron obligados a atacar para abrirse paso.

El escuadrón de Rostov, que apenas había tenido tiempo de montar a las caballerías, se encontraba frente al enemigo. Otra vez, como en el puente sobre el Enns, no había nadie entre el escuadrón y el enemigo; sólo aquella distancia llena de terror y de misterio, aquella distancia entre los vivos y los muertos, que cada uno sentía instintivamente, preguntándose con emoción si la franquearía sano y salvo ...

El coronel llegó al frente y respondió con visible mal humor a las preguntas de los oficiales. Nada concreto se había dicho, pero un vago rumor hacía presentir un ataque y oyóse a un tiempo la voz de mando: ¡Posición!, y el ruido de los sables al ser sacados de la vaina. Nadie se movía; la indecisión de los jefes no ofrecía duda y no tardó en comunicarse a sus tropas, infantería y caballería.

— ¡Con la ayuda de Dios ..., hijos míos! —gritó la voz de Denisov—. ¡Al galope, march ...!

Las grupas de los caballos ondularon. Gratchic arrancó furiosamente al galope.

Rostov tenia a la derecha las primeras filas de húsares y en el fondo, ante él, una línea oscura que no podia discernir a distancia, pero que era el enemigo. Oíanse a lo lejos disparos de fusilería.

— ¡Acelerad el trote! —gritó una voz.

Y Rostov, bajo el impulso de su caballo excitado, sintióse contagiado del mismo ardor.

Y espoleando a Gratchic lo lanzó a una desenfrenada carrera. El enemigo estaba a la vista. De pronto, algo así como un inmenso latigazo azotó al escuadrón. Rostov levantó la mano, presto a descargar su sable, pero en el mismo momento vio alejarse a Nikilenko, el soldado que galopaba ante él y, como en un sueño, se sintió, sin moverse de sitio, impulsado hacia adelante con una velocidad vertiginosa. Un húsar pasó por su lado al galope y le miró severamente.

¿Qué sucede? ¿Por qué no sigo adelante? ¿Me han derribado acaso? ¿Estoy muerto?

Preguntas y respuestas se entrecruzaban en su mente. Estaba solo en medio de los campos; no veía ya caballos avanzar a galope tendido ni húsares: sólo la tierra inmóvil y la bruma de la llanura. El olor de la sangre caliente le hizo volver a la realidad.

No, no estoy herido, pero han matado a mi caballo. Gratchic trató de incorporarse, pero se desplomó sobre los pies de su jinete.

Sentía un peso extraño en su brazo izquierdo, amodorrado. Parecíale que su muñeca pertenecía a otro hombre y, sin embargo, ninguna traza de sangre veía en su mano.

El primero de los que ahora se acercaban a él, de cutis bronceado, sucio, nariz aguileña, vestido con un capote azul, llevaba un chacó de una forma extraña; uno de ellos pronunció algunas palabras en una lengua que no era rusa. Otros, semejantemente vestidos conducían a un húsar de su regimiento.

Es, sin duda, un prisionero ... Pero, ¿van a cogerme a mí también? —pensó Rostov que no creía lo que veían sus ojos—. ¿Son franceses?

Examinaba a aquellos hombres y a pesar de su reciente bravura y su afán de exterminarlos a todos, su presencia le helaba la sangre en las venas.

¿Adónde van? ¿Han venido a capturarme? ¿Me matarán ? Pero, ¿por qué ? ¿A mi a quien todo el mundo aprecia?

Y recordó el amor de su madre, de su familia, del cariño que todos sentían por él. No aquella suposición era inverosímil.

Permaneció clavado en su puesto sin darse cuenta de la situación. El francés, de nariz aguileña, de extraño continente, acalorado por la carrera efectuada y cuya fisonomía pudo ya distinguir, se acercaba a él con la bayoneta calada. Rostov agarró su pistola, pero en lugar de disparar contra el enemigo, se la tiró violentamente a la cabeza y huyó como alma que lleva el diablo a esconderse entre la maleza.

No, no puede ser, es imposible que quieran matarme, se dijo Rostov. Sin embargo el brazo se le hacía cada vez más pesado; hubiérase dicho que arrastraba con él un peso de cuatro libras. Ya no podía correr más. El francés se detuvo y apuntó. Rostov cerró los ojos y se agachó. Una bala, dos balas pasaron zumbando junto a sus oídos. Reuniendo las fuerzas que le quedaban y sosteniéndose el brazo izquierdo con la mano derecha, se adentró en la espesura. Se había salvado. Allí estaban los fusileros rusos.

Capítulo XX

El terror se apoderaba de la gran masa de soldados.

— ¡Estamos cercados, rodeados por el enemigo!

Temblaban, tratando de ver entre el humo al enemigo, huyendo hacia el bosque, despavoridos y aterrorizados.

Al primer estampido de las descargas, a los primeros gritos, el comandante del regímiento adivinó que acababa de ocurrir algo espantoso. Preocupado por el pensamiento de que él, oficial pundonoroso, militar ejemplar desde tantos años, podia ser acusado por sus jefes de incapacidad o negligencia; echando al olvido el aire de importancia que se daba su indisciplinado rival y, sobre todo, el peligro que le acechaba, espoleó su caballo y partió; galope, bajo una lluvia de balas que afortunadamente ni siquiera le rozaron, para reunirse con su regimiento.

Habiendo franqueado felizmente la linea enemiga penetró al otro lado del bosque hasta dar con los fugitivos que huian precipitadamente a través de los campos, sin prestar oídos a las amonestaciones de los mandos.

El general iba perdiendo la voz a fuerza de gritar, el humo le cegaba y, presa de desesperación, se detuvo. Todo parecía perdido cuando de pronto los perseguidores franceses volvieron la espalda sin motivo aparente y se adentraron de nuevo en el bosque donde aparecieron los tiradores rusos. Era la compañía de Timokhin, la única que había mantenido su formación en el bosque y que atrincherada en una zanja en el límite de la espesura, atacaba a los franceses por la espalda. Timokhin, blandiendo su pequeña espada, se lanzó sobre el enemigo con tan formidable ímpetu y tan desesperada audacia, que los franceses, sobrecogidos de miedo, tiraron sus fusiles y dieron a huir. Dolokhov, que corría al lado de Timokhin, mató a un enemigo a boca de jarro y fue el primero en capturar a un oficial que se rindió prisionero. Los fugitivos se detuvieron, los batallones se reorganizaron y el enemigo, que había estado a punto de partir en dos el flanco izquierdo, fue rechazado.

La batería de Tutchin había sido completamente olvidada, pero poco antes de finalizar la acción y oyendo que en el centro aún duraba el cañoneo, el principe Bragation envió allí al oficial de Estado Mayor que estaba de servicio e, inmediatamente después, el principe Andrés, con orden a Tutchin de que replegara la batería lo más rápidamente posible. Las fuerzas que protegían a éste durante la batalla se habían retirado confusamente y en desorden. Pero la batería seguia disparando y el enemigo nada hacía por tomarla porque no podían suponer que cuatro cañones tuvieran la audacia de sostener el fuego.

Poco tiempo después de la marcha de Bragation, Tutchin había logrado incendiar el pueblo de Schongraben.

— ¡Ya está! ¡Ya se ve el fuego! ¡Qué humareda! ¡Qué humareda! ¡Fijaos, fijaos, ya corren! —decían los artilleros, alentados por su éxito.

Todas las piezas tiraban en dirección al pueblo y cada disparo era saludado con clamorosos hurras. El fuego, impulsado por el viento, se propagaba con rapidez. Las columnas francesas evacuaron Schongraben y emplazaron a la derecha diez piezas que encararon a las de Tutchin.

Un oficial, camarada de Tutchin, había resultado muerto desde el comienzo de la acción y de los cuarenta hombres que servían en las piezas, diecisiete corrieron la misma suerte en el espacio de una hora. En cuanto a los sobrevivientes, proseguían bravamente su tarea. Por dos veces vieron a los franceses llegar hasta el pie del montículo, muy cerca de ellos, y entonces hicieron caer sobre el enemigo una lluvia de metralla.

Envuelto por el humo, aturdido por el incesante cañoneo que le sobresaltaba cada vez más, Tutchin, sin abandonar la pipa, corría de un lado a otro, ora apuntando, ora dando órdenes de sustituir a los caballos muertos o heridos, gritando siempre con su voz de falsete, trémula y aguda.

Gracias al horrísono estampido de los cañones, de los mil diversos ruidos y de aquella forzada actividad, no hacia presa en Tutchin el menor temor, y ni siquiera admitía la posibilidad de resultar herido o muerto.

En su imaginación, los cañones enemigos no eran sino pipas enormes a través de las cuales un fumador invisible despedía ligeras volutas de humo.

— Vamos, ya está fumando otra vez —se dijo Tutchin a media voz, a la vista de unas nubecillas de humo que el viento deshilachaba rápidamente—. Esperemos ahora la granada ahora para devolverla.

— ¿Qué ordena su Excelencia? —preguntó un suboficial que estaba cerca de él y que había oído vagamente sus palabras.

— Nada. ¡A ellos, Matvievna! —repuso, dirigiéndose al grande y antiguo cañón de bronce, que era el último de la fila y al que llamaba Matvievna.

Los franceses que corrían alrededor de las piezas le hacían el efecto de hormigas. Las descargas de fusilería llegaban hasta él como la respiración de un ser viviente, cuyos suspiros percibía ávidamente.

— ¡Ea, Matvievna cumple con tu deber! —decía, alejándose de su cañón favorito, cuando oyó sobre su cabeza una voz desconocida:

— ¡Capitán Tutchin, capitán!

- Tutchin se volvió. El oficial de Estado Mayor le interpeló.

— ¿Está usted loco? Se le ha dado dos veces la orden de retirarse.

— Yo ... no ... —balbució, llevándose la mano a la visera.

— Yo ...- Pero el ayudante de campo no pudo terminar la frase. Una bala, hendiendo el aire, le obligó a dar de bruces en el suelo. Iba a hablar de nuevo cuando un segundo disparo se lo impidió. Hizo dar una vuelta al caballo y se alejó al galope, gritándole:

— ¡Retírese! ¡Retírese!

Los artilleros rompieron a reír. Al cabo de un momento llegó un segundo ayudante de campo portador de la misma orden. Era el príncipe Andrés. Lo primero que vio al aproximarse al lugar en que estaban emplazados los cañones de Tutchin, fue un caballo desenganchado con una de las manos rotas, de la cual manaba sangre a raudales y que relinchaba de dolor junto a otras caballerías. En medio de los avantrenes yacían algunos muertos.

Mientras avanzaba, dos balas zumbaron encima de su cabeza y un nervioso estremecimiento corrió por su espina dorsal. Sin embargo, el solo pensamiento de que pudiese tener miedo alentó de nuevo su ánimo. Transmitió la orden y no se movió de la batería.

Estaba resuelto a esperar hasta que retiraran las piezas ante sus propios ojos y, en caso necesario, a llevárselas él mismo bajo el mortífero fuego de los franceses.

— Acaba de llegar una autoridad que se ha marchado como alma que lleva al diablo. No es como su Excelencia —dijo un artillero al principe Andrés.

El príncipe Andrés no cambió con Tutchin ni una sola palabra y estaban ambos tan atareados que hubiérase dicho que ni siquiera se veían. Después de colocar los cuatro cañones intactos entre sus avantrenes, se pusieron en marcha abandonando una cureña y un cañón que no podían ser reparados.

— ¡Hasta la vista! —dijo el príncipe Andrés, tendiendo la mano al capitán.

— ¡Hasta la vista, amigo! —y los ojos de Tutchin, sin saber por qué, se humedecieron de lágrimas.

Capítulo XXI

Resplandor de incendios allá al fondo. Visibles, cada vez más visibles, pues la noche está cayendo. Olía a pólvora, a humo. Sólo el viento había cedido y las oscuras nubes que se confundían con aquel humo parecían cabalgar en el espacio más lentamente ...

El cañoneo iba cediendo, pero el repiqueteo de la fusilaría, a derecha e izquierda, oíase cada vez más fuerte y cercano. Apenas salió con sus cañones de la zona de fuego el enemigo y se adentró en el barranco, Tutchin se encontró con una parte del Estado Mayor, entre los cuales había el oficial portador de la orden de retirada y Jerkov, quien, a pesar de haber sido enviado dos veces, no llegó nunca hasta él. Todos, interrumpiéndose unos a otros, le daban órdenes y contraórdenes respecto al camino que debía seguir, abrumándolo con reproches y censuras.

En cuanto a él, montado en su miserable caballo, guardaba un taciturno silencio, pues se daba cuenta de que a la primera palabra que pronunciara, sus nervios traicionarían su emoción. A pesar de que se había dado la orden de abandonar a los heridos, muchos de ellos iban detrás de las tropas y suplicaban se les instalase sobre los cañones. Aquel elegante oficial de infantería que pocas horas antes salió de la barrera de Tutchin, yacía con una bala en el vientre sobre la cureña de Matvievna. Un oficial de húsares, muy pálido y sosteniendo con la otra su mano mutilada, se acercó a Tutchin y rogó que le dejaran sitio.

— ¡Capitán, por amor de Dios, estoy herido, no puedo dar un paso más!

Su voz era suplicante y tímida, y no cabía duda de que más de una vez había hecho en vano la misma petición.

— ¡No me lo neguéis, por Dios!

— ¡Sentadlo! ¡Sentadlo! —dijo Tutchin—. Tú, tío, dale tu capote —añadió, dirigiéndose a su soldado favorito—. Y el oficial herido, ¿dónde está?

— Lo han retirado. Estaba muerto —respondió una voz.

— Entonces, siéntese usted, amigo mío. Extiende tu capote, Antonov.

El suboficial, que no era otro que Rostov, tembloteaba bajo los efectos de la fiebre. Se instaló sobre Matvievna, sobre aquel mismo cañón del que acababan de retirar al oficial muerto. El capote que había extendido estaba empapado en sangre y manchó el pantalón y las manos del junker.

— ¿Está usted herido, amigo? —le preguntó Tutchin.

— No, sólo tengo algunas contusiones.

— ¿Por qué está manchado de sangre este capote?

— Es del oficial. Excelencia —dijo el artillero, enjugándolo con la manga, como para excusarse de aquella mancha sobre una de sus piezas.

A duras penas, los cañones, empujados por la infantería, traspusieron la montaña; y al llegar al pueblo de Gunthersdorf, la comitiva se detuvo. Estaba todo tan oscuro, que a diez pasos no podían ya distinguirse los uniformes de los soldados. Las descargas de fusilería iban amainando. En cuanto a Tutchin y sus hombres, no pudiendo avanzar, aguardaban su suerte, mirándose en silencio unos a otros. Las descargas de fusilería cesaron pronto, y de la calle próxima desembocaron soldados que conversaban ruidosamente.

— ¿Todavía estás vivo, Petrov?

— Les hemos aporreado de firme, camarada. No tendrán ganas de volver a probarlo.

— No se ve nada —dijo otro—. Está oscuro como boca de lobo. ¿No hay nada para beber?

Los franceses habían sido definitivamente rechazados, y los cañones de Tutchin, rodeados por el confuso clamor de la infantería, siguieron adelante en la oscuridad más absoluta.

Unos minutos después, la muchedumbre que avanzaba se estremeció de emoción. Un jinete montado en un caballo blanco y acompañado de numeroso séquito se cruzó con la comitiva, pronunciando, al pasar, algunas palabras.

— ¿Qué ha dicho? ¿A dónde vamos? ¿Tenemos que detenernos? ¿Ha dicho si esta contento?

Mientras entrecruzábanse esas preguntas, aquella masa humana tuvo que detenerse a causa de la resistencia que ponían las primeras filas en avanzar. Acababa de darse la orden de acampar en medio de aquella fangosa carretera.

Encendiéronse fuegos y las conversaciones se reanudaron. El capitán Tutchin, después de haber tomado sus disposiciones, envió un soldado en busca de una ambulancia y de un médico para atender al pobre suboficial y se sentó junto al fuego. Rostov se acerco a él. La fiebre, el frío y la humedad le daban continuos escalofríos.

No era ya el murmullo de un río invisible, sino una mar agitada después de la tormenta. Rostov veía y oía sin comprender nada de cuanto ocurría en derredor. Un infante aproximó al fuego, se puso en cuclillas, tendió las manos hacia la llama y volviéndose con una mirada interrogativa hacia Tutchin, le dijo:

— ¿Me permite usted. Excelencia? He perdido a mi compañía y no sé dónde.

Un oficial de infantería, con la cara vendada, se dirigió luego a Tutchin rogándole hiciera avanzar los cañones que obstruian el paso de un furgón; un poco más tarde, llegaron dos soldados que se injuriaban, disputándose una bota.

— No es cierto que tú la hayas recogido.

— ¡Dámela, ladrón! —gritó uno de los dos con voz ronca.

Otro, con el cuello envuelto en vendas manchadas de sangre, se acercó a los artilleros y con voz apagada les pidió de beber.

— ¿Es que tenemos que morir como perros?

Tutchin mandó que le dieran agua. Luego llegó otro que pidió fuego para la infanteria.

— ¡Fuego, fuego ardiente para la infantería! Buena suerte, compañeros. Ya os lo devolveremos con creces —dijo, adentrándose en la oscuridad con la tea encendida.

Luego pasaron cuatro soldados que transportaban en un capote algo muy pesado, uno de ellos dio un traspiés.

— ¡Esos imbéciles han sembrado el camino de leños! —gruñó.

— Si está muerto, ¿por qué diablos lo hemos de cargar? —dijo otro.

Y los cuatro hombres desaparecieron con su carga en la oscuridad.

— ¿Le duele a usted? —dijo Tutchin en voz baja a Rostov.

— Sí, mucho.

— Excelencia, el general le llama —dijo un artillero a Tutchin.

— Ahora voy.

Se levantó y se alejó del fuego al tiempo que se abrochaba el uniforme. El principe Bragation estaba cenando en una isba y conversaba con algunos jefes, a quienes había invitado a compartir su cena. En una isba contigua se encontraba un coronel francés hecho prisionero por nuestros dragones, y los oficiales se agrupaban en torno de él para verlo. El príncipe Bragation daba las gracias a los jefes y les interrogaba acerca de los detalles de la acción y de las pérdidas sufridas.

— Cuando me di cuenta. Excelencia, de que el primer batallón se replegaba, me aposté en la carretera y me dije: Dejemos a éstos que pasen; ya encontraré el enemigo cuando la batalla se extienda. Y eso es lo que hice.

El comandante del regimiento quería, en efecto, obrar de esa suerte y acabó por creer que las cosas habían sucedido en realidad tal cual las explicaba.

— Tengo que hacer observar a Su Excelencia —prosiguió, acordándose de su conversación con Kutusov— que el soldado Dolokhov se ha distinguido particularmente y ha hecho prisionero, ante mis propios ojos, a un oficial francés.

— Fue en aquel momento. Excelencia, cuando tomé parte en el ataque del regimiento de Pavlograd —intervino, con cierta turbación, Jerkov, que en todo el día ni siquiera había visto a un húsar y que sólo sabía por referencias lo que había ocurrido—. ¡Han destrozado los cuadros. Excelencia!

Al oír las palabras de Jerkov, algunos oficiales sonrieron en la creencia de que, como de costumbre, estaba bromeando. Sin embargo, como ninguna chanza sirvió de colofón a tales embustes, que al fin y al cabo tendían a enaltecer el honor y la gloria de nuestras tropas, los oficiales prefirieron adoptar un grave continente.

— A todos les doy las gracias, señores; todas las armas, infantería, caballería y artillería se han portado heroicamente. Pero, ¿por qué, en el centro, han quedado abandonados dos cañones? —preguntó, buscando a alguien con los ojos.

El príncipe Bragation se refería a los cañones del flanco izquierdo que habían sido abandonados al comienzo de la acción.

— Recuerdo, no obstante, que le había dado orden de retirarlos —añadió, dirigiéndose al oficial de Estado Mayor de servicio.

— Uno quedó destrozado —repuso el oficial—; en cuanto al otro, no lo entiendo ... Yo estuve allí todo el tiempo ... di órdenes y ... la verdad es que la cosa fue muy dura —añadió con modestia.

Alguien hizo observar que se había enviado a buscar al capitán Tutchin.

— Pero, ¿usted estaba allí? —dijo el príncipe Bragation dirigiéndose al príncipe Andrés.

— Ciertamente. Por poco nos encontramos allí —intervino el oficial de Estado Mayor, sonriendo jovialmente.

— No tuve el gusto de verle por allí —replicó fríamente el príncipe Andrés.

Hubo un momento de silencio. En el umbral de la puerta acababa de aparecer Tutchin, que se deslizaba tímidamente a espaldas de los generales.

— ¿Por qué se abandonaron dos cañones en la colina? —preguntó Bragation, frunciendo el ceño, no al capitán, sino dirigiéndose hacia donde estaban Jerkov y los jefes, que no podían contener la risa.

Sólo entonces, en medio de aquella grave asamblea, Tutchin se dio cuenta, aterrado, de la falta cometida al abandonar dos cañones. Su turbación, las emociones vividas, le habian hecho olvidar completamente aquel incidente. Quedó confuso y murmuró:

— No sé. Excelencia ... No habia bastantes hombres ...

— ¿No podia usted hacerse con tropas de protección?

Tutchin hubiera podido contestar que no había tales tropas de protección, lo que era verdad, pero temía comprometer a un jefe, y permanecía con los ojos fijos en Bragation, como un escolar ante el profesor que le examina.

Hubo un prolongado silencio, y su juez, deseando evidentemente no dar muestras de a severidad inútil, no sabia qué decir. El príncipe Andrés miró de reojo a Tutchin y sus manos se agitaban nerviosamente.

— Excelencia —dijo con sequedad el príncipe Andrés, rompiendo el silencio—. Me envió usted a la batería del capitán y encontré allí muertos a los dos tercios de hombres y los caballos, dos cañones destrozados y ninguna tropa de protección.

El príncipe Bragation y Tutchin no le quitaban ojo.

— Si Su Excelencia me permite expresar mi opinión, diré que la mayor parte del éxito de la jornada lo debemos a esa batería y a la heroica firmeza del capitán Tutchin y de sus hombres.

Y sin aguardar respuesta, el príncipe Andrés se levantó de la mesa. El príncipe Bragition miró a Tutchin. No quería poner en duda el concreto juicio de Bolkonsky; por otra parte, le era imposible darle absoluto crédito. Hizo una inclinación de cabeza y dijo a Tutchin que podía retirarse. El príncipe Andrés le siguió.
Presentación de Omar CortésPrimera parteTercera parteBiblioteca Virtual Antorcha