Presentación de Omar CortésDécima parteDuodécima parteBiblioteca Virtual Antorcha

LA GUERRA Y LA PAZ

León Tolstoi




UNDÉCIMA PARTE

CAPÍTULO I

Todo el ejército ruso huye, retrocede, empujado por las fuerza unidas de Europa que se lanzan impetuosamente contra ellos, evitando el choque, hasta Smolensko, y desde allí a Borodino.

El ejército francés, con una fuerza propulsiva siempre creciente, se lanza hacia Moscú, objetivo de sus movimientos. La fuerza de propulsión aumenta al acercarse al ohjetivo, de la misma manera que la velocidad de un cuerpo lanzado aumenta al acercarse al suelo. Detrás, dejan los franceses millares de verstas de un pais hambriento y hostil. Delante, tienen decenas de verstas que los separan de su finalidad. Todos los soldados del ejército de Napoleón se dan cuenta de ello y la invasión sigue avanzando por la fuerza de la impulsión.

En el ejército ruso, cuanto más se acentúa la retirada, más aumenta la cólera contra el enemigo. Con la retirada este odio se va concentrando y aumentando. El choque tiene lugar en Borodino. Ninguno de los dos ejércitos quiere ceder. Sin embargo, el ejército ruso, inmediatamente después del choque, prosigue su retirada tan fatalmente como retrocede una bala que choca con otra bala disparada con más fuerza. Con la misma fatalidad, la bala de la invasión, lanzada a una velocidad enorme, aunque haya perdido toda su fuerza en el choque, sigue corriendo aun durante algún tiempo.

Los rusos se retiran a ciento veinte verstas detrás de Moscú y allí se paran. Después, durante cinco semanas, no se registra una sola batalla. Los franceses permanecen inmóviles. Lo mismo que una bestia mortalmente herida, que lame sus heridas, el ejército francés se queda en Moscú sin emprender ninguna acción y de repente, sin que se haya producido algún nuevo motivo, retrocede, huyendo, se lanza por el camino de Kaluga, y, a pesar de que después de la batalla de Malo-Yaroslavetz quedan los franceses dueños del campo, huyen todavía más rápidamente a Smolensko, y de Smolensko a Vilna, y de Vilna a la otra villa del Beresina y aún más allá.

La tarde del 26 de agosto, Kutusov y todo el ejército ruso estaban convencidos de que la batalla de Borodino había sido ganada. El mismo Kutusov se lo comunicó así por escrito al emperador. El generalísimo ordenó a su ejército que se preparara para otra batalla para acabar con el enemigo, no porque quisiera engañar a nadie, sino porque creía firmemente que el enemigo estaba vencido, igual como lo creían todos los que habían tomado parte en la batalla.

Aquella misma tarde, sin embargo, y al día siguiente, las noticias recibidas en el Cuartel General acusaron una cantidad inaudita de pérdidas. Se había perdido la mitad del ejercito. La batalla se hacía materialmente imposible.

No se podía dar otra batalla cuando todavía no se sabía todo lo ocurrido, cuando los heridos no habían sido aún retirados, ni contados los muertos, ni completadas las municiones, cuando aún los jefes muertos no habían sido substituidos y cuando los soldados no habían comido ni bebido todavía. Al mismo tiempo, inmediatamente después de la batalla, el ejército francés, por aquella fuerza propulsiva del movimiento que aumenta en relación inversa a la raíz cuadrada de las distancias, se lanzó sobre el ejército ruso. Kutusov quería atacar a toda costa el día siguiente y el ejército también lo quería. Pero para atacar no basta quererlo. Hacía falta una posibilidad y esta posibilidad no existía. Era necesario retroceder una etapa, después otra, y otra, hasta que, por último, cuando el ejército se encontraba cerca de Moscú, como el estado de las cosas exigía que los franceses entrasen en la capital, se retrocedió más y se entregó Moscú al enemigo.

Para los hombres que suelen pensar que los planes de guerra y las batallas los preparan los jefes, de la misma manera que nosotros, sentados en nuestro cuarto de trabajo y con la pluma en la mano, decidimos sobre un mapa lo que haríamos en tal o cual ocasión, resultan lógicas y naturales las preguntas que se han hecho muchos historiadores. ¿Por qué Kutusov, durante la retirada, no obró de esta o de aquella manera? ¿Por qué no ocupó la posición de Pili? ¿Por qué no retrocedió en seguida por la carretera de Kaluga abandonando Moscú? Los hombres que piensan así olvidan o ignoran las condiciones inevitables en las cuales se ejerce siempre la actividad de un general en jefe. La actividad de un jefe no se parece en nada a la que nosotros nos imaginamos, sentados en nuestro despacho y analizando un mapa de una campaña cualquiera, con una cierta cantidad de tropas por una parte y por la otra, en un país conocido y empezando nuestros cálculos a partir de un momento determinado. El general en jefe no se encuentra nunca en las condiciones del principio de un acontecimiento cualquiera, en las cuales nosotros creemos ver siempre la razón de aquél. El general jefe se encuentra siempre en medio de una serie agitada de acontecimientos, en una forma que nunca puede darse cuenta de toda la importancia del acontecimiento que se está desarrollando. En algunas ocasiones el acontecimiento se agrava insensiblemente y, en cada momento de esta gradual agravación, el general jefe se encuentra en medio del juego más complicado de intrigas, de preocupaciones, de dependencia del poder, de proyectos, de consejos, de amenazas, de engaños, y tiene necesidad de estar siempre atento a estas inútiles actividades y de responder a todas las preguntas que se le hacen y que siempre son contradictorias.

Los sabios de la táctica nos dicen, muy seriamente, que Kutusov, antes de llegar a Fili, hubiera debido encaminar sus tropas hacia la carretera de Kaluga y que incluso alguien le propuso este plan. En los momentos difíciles ya hemos visto que el general jefe no hacia caso de ningún proyecto. Sobre su mesa tenía docenas de planes, y cada uno de ellos, basado, desde luego, en las leyes más indiscutibles de la estrategia y de la táctica, se contradecía completamente con los demás. Parece que el general jefe no tenía nada más que hacer que echar mano de uno de aquellos proyectos, pero ni eso podía hacer. Los acontecimientos no esperan. Supongamos, por ejemplo, que el día 28 recibiese la proposición de pasar por la carretera de Kaluga. Aquel mismo día recibió, cuando estaba pensando si le convenía aceptar aquella proposición, al ayudante de campo de Miloradovitch, que le preguntó de parte de su jefe si debía entablar una acción inmediata contra los franceses o si tenía que retroceder. Era necesario resolver algo en seguida, y la orden de retroceder alejaba al ejército de la carretera de Kaluga.

Después del ayudante de campo, Kutusov recibió al jefe de Intendencia, que fue a preguntarle si podía ordenar el traslado de los heridos, y a un enviado especial de San Petersburgo, que le llevó una carta del emperador, que no admitía la posibilidad de abandonar Moscú, y a su rival, aquel que intrigaba contra él, que le propuso otro proyecto diametralmente opuesto al plan de salida por la carretera de Kaluga. El mismo general jefe ya no sabia qu é hacer. Estaba extenuado y necesitaba dormir y descansar. En aquel momento, un general muy respetado en el ejército y en los círculos oficiales, a pesar de no haber obtenido ninguna condecoración, fue a verle para lamentarse de lo que ocurría, los habitantes del lugar en que se hallaban le pidieron luego que los defendiera. Un oficial enviado para reconocer el país se presentó y explicó una serie de cosas totalmente distintas de las que había contado el oficial enviado anteriormente. Y, por último, un emisario, un prisionero francés y el encargado de practicar el reconocimiento, describieron cada uno de ellos de una manera diferente la situación del ejército enemigo. Los hombres que no conocen o que no comprenden las condiciones necesarias de la actividad de un general jefe, nos explican la situación del ejército en Fili y suponen que Kutusov podía resolver el día primero de septiembre, con una absoluta libertad de acción, si se debía abandonar o defender Moscú. ¿Acaso se podía hacer esta pregunta cuando el ejército ruso se hallaba a cinco verstas de la capital? ¿En qué momento fue decidida aquella cuestión? Lo fue en Drissa y en Smolensko y, de una manera terrible, el día 24 de agosto en Schevardino, el día 26 en Borodino, y luego, a cada dia, a cada hora, a cada instante durante la retirada desde Borodino hasta Fili.

Capítulo II

No había manera de presentar batalla, de combatir, y sabiéndolo, Ermolov, que fue enviado por el generalísimo, para inspeccionar la posición, puso a Kutusov en antecedentes. El generalisimo le miró silenciosamente.

— Dame la mano —dijo después, cogiéndosela para tomarle el pulso—. Tú no estás bien, no sabes lo que dices.

Kutusov no podía comprender que hubiera de abandonarse Moscú sin batirse.

A seis verstas de la muralla de Dorogomilovo, delante del cerro de Poklomaia. Kutusov se apeó de su coche y se sentó en un banco cerca de la carretera. Varios generales lo rodearon. El conde Rostoptchín, que acababa de llegar de Moscú, se unió a ellos. Todos comprendían, aunque no hubieran sido convocados con este objeto, y aunque nadie lo dijera, que aquella reunión era un consejo de guerra. Las conversaciones no se apartaban el dominio de las cuestiones generales. Hablaban de la posición y criticaban más la capacidad intelectual de los que la habían elegido que la posición misma. Otros demostraban que la falta procedía de más lejos y que hubiera sido preciso aceptar la batalla un día antes.

Otros hablaban de la batalla de Salamanca, de la cual les había informado Crossart, un francés con uniforme español que acababa de llegar de España. Éste examinaba el sitio de Zaragoza con uno de los principales alemanes que servían en el ejército ruso y preveía la posibilidad de defender Moscú de la misma manera. Otros, demostrando la profundidad de sus conocimientos estratégicos, hablaban de la dirección que debería hacerse tomar a las tropas. Y otros decían simples insensateces.

En el semblante de Kutusov se reflejaba cada vez mayor tristeza y una preocupación más honda. En todas aquellas conversaciones no veía más que una cosa: que no había ninguna posibilidad material de defender Moscú.

Los jefes inferiores, incluso los soldados, que también echaban su cuarto a espadas en el asunto, consideraban igualmente indefendible aquella posición. No podían, pues, ir a batirse con la seguridad de la derrota. Ya no tenía ninguna importancia que Bennigsen insistiera en la necesidad de defender aquella posición ni que los demás la criticaran, pues todo aquello no era más que un pretexto de disputas y de intrigas. Kutusov estaba convencido de ello.

Bennigsen, al detenerse en aquella posición y al demostrar su ardiente patriotismo, cosa que Kutusov no podía oír sin fruncir el entrecejo, insistía en la conveniencia de defender Moscú. Kutusov veía perfectamente cuáles eran sus propósitos: en caso de una derrota, echar toda la responsabilidad sobre Kutusov, que había conducido las tropas hasta la montaña de los Gorriones, para entablar alli la batalla; y en caso de éxito, atribuírselo a él. De todos modos, estaba dispuesto a justificarse si se tenia que abandonar Moscú.

Llamó a los generales, que se apresuraron a acercarse a él.

— Buena o mala, mi cabeza no se puede fiar de nadie. Únicamente puede fiarse de sí misma.

Después de decir esto se levantó del banco y emprendió el camino de Fili, donde tenia su equipaje.

Capítulo III

En la parte de la isba destinada a habitación de invierno, los campesinos con sus familias, los chiquillos, se habían apelotonado en el interior, en Fili, cuando el generalísimo se dirigió hacia allí. Únicamente la hija pequeña de Andrés Malatcha, una niña de seis años, a la cual el Serenísimo, al tomar el té, había dado un trozo de azúcar, se había quedado sobre la estufa de la sala grande de la isba. Malatcha, tímida y alegre, observaba desde la estufa las caras, los uniformes y las condecoraciones de los generales que entraban uno después de otro y se instalaban en los amplios bancos, colocados en un rincón, debajo del icono. El abuelo, como Malatcha llamaba mentalmente a Kutusov, estaba sentado solo en el rincón oscuro, detrás de la estufa.

Alrededor de la rústica mesa de pino, llena de mapas, planos, lápices y papeles, se reunieron tantos generales que los asistentes tuvieron que traer más bancos. Los que habían llegado últimamente se sentaron en ellos. Eran Ennolov, Kaisarov y Toll. Barclay de Tolly estaba sentado debajo de los iconos.

A las dos se declaró abierta la sesión del Consejo en la amplia y confortable isba. Barclay de Tolly permanecía rígido, con la cruz de San Jorge colgada del cuello, con la cara pálida y enfermiza y con la frente alta que le invadía el cráneo sin cabellos. Uvarov estaba sentado a su lado y con su voz apagada y rápidos gestos le comunicaba algo. El pequeño Dokhturov, con las cejas enarcadas y las manos dobladas sobre el vientre, escuchaba atentamente todo lo que se decía. Al otro lado de la mesa estaba el conde Ostermann-Tolstoi, con su cara ancha, de rasgos acentuados, apoyada en la mano, con sus ojos brillantes y abstraído en sus pensamientos. Raievsky, impaciente, se acariciaba sus negros cabellos sobre las sienes con un gesto que le era habitual, y tan pronto dirigía su mirada hacia Kutusov como hacia la puerta de entrada.

La cara marcial, agradable y simpática de Konovnitzin hallábase iluminada por una sonrisa tierna y maliciosa. Había encontrado la mirada de la pequeña Malatcha y le hacia guiños para hacerla sonreír.

Estaban esperando a Benningsen que, con el pretexto de inspeccionar nuevamente la posición, estaba dando fin a una buena comida. Pero asi que Bennigsen entró en la isba, Kutusov salió de su rincón y se acercó a la mesa.

Benningsen abrió la sesión preguntando si había que abandonar sin combatir la antigua y santa capital de Rusia, o bien si había que defenderla. Todas las caras se ensombrecieron y todos los ojos se fijaron en Kutusov, que seguía tosiendo, descontento.

— ¡La antigua y santa capital de Rusia! —exclamó de pronto, con una voz irritada, repitiendo las palabras de Bennigsen—. Permitidme que os diga, Excelencia, que esta pregunta no tiene ningún sentido para un ruso. Una pregunta así no se debe hacer, porque es completamente inútil. He reunido a estos señores para tratar una cuestión militar que es ésa: la salvación de Rusia depende del ejército. ¿Creen ustedes que vale más exponerse a la pérdida del ejército y de Moscú, aceptando la batalla, o rendir Moscú sin combatir? Este es el punto sobre el cual quisiera conocer sus opiniones.

Empezaron los debates. Bennigsen no creía que la partida estuviera perdida. Admitiendo el parecer de Barclay y de otros sobre la imposibilidad de aceptar la batalla defensiva al pie del Fili, con palabras rebosantes de patriotismo y de amor a Moscú, propuso trasladar las tropas, durante la noche, de derecha a izquierda para echarse al día siguiente sobre el ala derecha de los franceses.

Las opiniones se dividieron. Ermolov, Dokhturov y Raievsky opinaban como Bennigsen. ¿Los guiaba la necesidad de sacrificio antes de dejar abandonada la capital o bien otras consideraciones personales? Parecía que no comprendieran que aquel Consejo no pedia cambiar la marcha inevitable de las cosas y que Moscú estaba ya virtualmente abandonado.

— Pero, señores —dijo Kutusov—, yo no puedo aprobar este plan. Los movimientos de tropas tan cerca del enemigo son siempre peligrosos y la historia militar lo confirma. Así, por ejemplo, la batalla de Friedland, que el conde debe recordar perfectamente, no nos salió bien del todo porque nuestras tropas se prepararon demasiado cerca del enemigo.

Un silencio que pareció muy largo a todos, siguió a aquellas palabras. Las discusiones se reprodujeron, pero fueron interrumpidas muchas veces. Durante aquellas interrupciones, Kutusov suspiraba penosamente y parecía que se preparaba para hablar. Todos le miraban.

— Bien, señores ... Ya veo que habré de ser yo quien pague los platos rotos —dijo, levantándose y acercándose a la mesa—. He escuchado todos los pareceres. Algunos no están de acuerdo conmigo, pero yo, en virtud de los poderes que me han conferido el emperador y la patria, ordeno la retirada.

Los generales comenzaron a levantarse y se aprestaron a salir con una actitud más propia de un funeral que de una reunión militar.

Kutusov, después de haberse despedido de todos los presentes, se sentó y permaneció un buen rato acodado sobre la mesa, pensando siempre en la misma pregunta terrible: ¿Cuándo se ha decidido, pues, el abandono de Moscú? ¿Cuándo ha ocurrido esto que hace fatal el abandono? ¿Quién es el culpable?

— ¡Esto sí que no me lo esperaba! —dijo a su ayudante de campo Schneider, que se reunió con él un poco más tarde—. ¡Esto sí que no me lo esperaba! ¡Nunca lo hubiera creído!

— Vuestra Alteza necesita descansar —murmuró Schneider.

— ¡No! ¡Comerán carne de caballo como los turcos! —exclamó Kutusov sin contestar, dando un fuerte puñetazo sobre la mesa—. ¡La comerán, o poco he de poder ...!

Capítulo IV

En aquellas circunstancias, Rostopchin, que parece ser el promotor de la evacuación de Moscú, su incendio, su desastre, obró muy distintamente de Kutusov.

Aquel acontecimiento, el abandono de Moscú incendiado, era tan inevitable como la retirada de las tropas más allá de Moscú sin entablar ninguna gran batalla después de la de Borodino.

Desde la evacuación de Smolensko, en todas las ciudades y en todos los pueblos de Rusia, sin intervención del conde Rostoptchín ni de sus oficiales, había ocurrido lo mismo que ocurrió después en Moscú. El pueblo esperaba tranquilamente al enemigo, no se sublevaba, no se agitaba, no destrozaba a nadie y esperaba calmosamente su destino, convencido de su capacidad para decidir lo que había de hacer en los momentos más difíciles. Y tan pronto como el enemigo se acercaba, los habitantes más ricos se iban y quedaban los más pobres, que destruían o incendiaban lo que había quedado. Los que durante el mes de julio y a principios de agosto se marcharon de la ciudad demostraron que esperaban estos acontecimientos. Rostoptchín, en sus carteles, daba a entender que era vergonzoso huir del peligro y que eran unos cobardes los que abandonaban Moscú, pero ellos, aun sintiendo la vergüenza de su cobardía, huían adivinando lo que era necesario hacer. ¿Por qué se marchaban? No es de suponer que Rostoptchín los asustara con el relato de los horrores que Napoleón cometía en las tierras conquistadas. Los que se marcharon primero fueron los ricos, los que sabían muy bien que Viena y Berlín habían quedado intactos y que alli durante la ocupación napoleónica, los habitantes pasaban el tiempo muy divertido con los franceses, a los cuales los rusos, especialmente las señoras, consideraban mucho.

Se iban porque los rusos no podían preguntarse si en Moscú lo pasarían bien o mal bajo el dominio de los franceses. Era imposible quedarse bajo aquella dominación. Antes de la batalla de Borodino ya se marchaban y aún se marcharon más de prisa después de aquella batalla. Sabían también que era preciso huir a pesar de la pena que les producía abandonar sus bienes y se marchaban sin pensar en la importancia majestuosa de aquella capital grande y rica, abandonada por sus habitantes y destinada, evidentemente, al incendio porque no entraba en los cálculos del pueblo ruso abstenerse de quemar y destruir sus casas abandonadas. Y el conde Rostoptchín, que tan pronto censuraba a los que huían como ordenaba que se marchasen todas las cancillerías, que unas veces distribuía entre el pueblo embriagado armas que no habían de servir para nada y otras sacaba mágenes por las calles y prohibía después al metropolitano Agustín que permitiera que fuesen sacadas las reliquias y a los iconos, que se incautaba de todos los carros que había en Moscú para utilizar únicamente treinta y seis en el transporte del globo fabricado por Leppich, o insinuaba que incendiaría Moscú explicando cómo había quemado su propia casa, o escribía una proclama dedicada a los franceses acusándolos solemnemente de haber saqueado un asilo de niños, que tan pronto se atribuía la gloria del incendio de Moscú como se disculpaba, como ordenaba al pueblo que detuviera a todos los espías y se los entregara, o lo censuraba por haber hecho una cosa semejante, que expulsaba de Moscú a todos los franceses y dejaba a madame Ober-Chalmé, que era el brazo de unión entre los franceses residentes en la ciudad, que sin ningún motivo ordenaba la detención del viejo y respetable director de Correos, Klutcharev, que reunía al pueblo para ir a las Tres Montañas a batirse contra los franceses y que después se quitaba de encima a los que querían ir a luchar, entregándoles como presa a un hombre y él huía por las puertas de servicio, que decia que no era capaz de soportar las desdichas de Moscú y que luego escribía en los álbumes versos franceses referentes a su participación en aquel asunto, aquel hombre no comprendía la importancia del acontecimiento que se realizaba, pero quería hacer algo para asombrar a la gente, representar un papel cualquiera, patriótico o heroico, y se divertía como un chiquillo con el acontecimiento formidable y fatal de la evacuación y del incendio de Moscú, y con sus manos débiles tan pronto intentaba infundir valor a los que querían huir como contener la enorme riada del pueblo que se lo llevaba con él.

Capítulo V

La situación de Elena, a su llegada a San Petersburgo, procedente, de Vilna, era en azaz difícil. Allí, en San Petersburgo, gozaba de la protección particular de un alto personaje del Estado.

En Vilna había intimado con un joven príncipe extranjero. Cuando volvió a San Petersburgo se encontró con el príncipe y con el personaje dispuestos a mantener sus derechos y a Elena se le planteó el problema de conservar las relaciones íntimas con los dos sin disgustar ni a uno ni a otro.

Esto, que hubiera podido parecer difícil, por no decir imposible, a otra mujer, no hizo vacilar ni un momento a la condesa Bezukhov, que, ciertamente, no había adquirido en vano la reputación de una mujer superior.

La primera vez que el principe extranjero se permitió hacerle algunos reproches, ella, levantando orgullosamente su hermosa cabeza, le volvió la espalda y le dijo:

— He aquí el egoísmo y la crueldad de los hombres. Me lo esperaba. La mujer se sacrifica por vosotros, sufre, y esta es la recompensa ... ¿Qué derecho tiene Vuestra Alteza para pedirme cuentas de mis amistades y de mis afectos? Es un hombre que ha sido para mi más que un padre.

El joven príncipe quiso decir algo, pero Elena, oponiéndosele con firmeza, no le dejó hablar.

— Es imposible que él sienta por mi algo más que lo que siente un padre, pero no es una razón para que yo le cierre la puerta de mi casa. No soy un hombre para ser ingrata. Sepa usted, señor, que por lo que se refiere a mis sentimientos íntimos, no he de rendir cuentas a nadie más que a Dios y a mi conciencia ...

— Pero, escúcheme ...

— Cásese usted conmigo y seré su esclava.

— ¡Esto es imposible!

— ¡Naturalmente! —exclamó Elena, echándose a llorar—. ¡No puede usted rebajarse hasta mí ...!

El príncipe intentó consolarla y ella, a través de sus lágrimas y como si no quisiera decirlo, aseguró que no había nada que impidiera aquel casamiento y dijo que, aunque pocos, se habían dado algunos casos, como el de Napoleón y algunos otros grandes personajes. Acabó afirmando que no había sido nunca la mujer de su marido y que había sido sacrificada.

El príncipe empezó a ceder.

— Pero las leyes, la religión ...

— ¡Las leyes, la religión ...! ¿Para qué se habrían inventado si no se pudiera hacer esto? —repuso Elena.

El alto personaje estaba admirado de que no se le hubiera ocurrido un razonamiento tan sencillo y pidió consejo a los santos padres de la Compañía de Jesús con los cuales mantenía una estrecha relación.

Al cabo de unos cuantos días, en una de las magníficas fiestas que Elena daba en su villa de Kamenni-Ostrov, le fue presentado el señor de Jobert, un jesuíta seglar, no muy joven, con unos cabellos blancos como la nieve y unos ojos muy brillantes.

Un caballero se acercó a invitar a Elena a bailar y puso fin a la conversación con su futuro director espiritual. Al día siguiente el señor Jobert fue a visitar a Elena y desde aquel día se convirtió en un asiduo de la casa.

Un día acompañó a la condesa a la iglesia católica y Elena cayó de rodillas ante un altar.

En seguida le presentaron un religioso que la confesó y la absolvió. Días más tarde, Elena supo con alegría que había entrado en la verdadera Iglesia católica y que aquel mismo día el Papa seria informado de ello.

Comprendiendo que el objeto de todas aquellas palabras y de todas aquellas gestiones era esencialmente interesado, porque ya se le habían hecho algunas alusiones, antes de soltar prenda insistió en pasar por todas las operaciones que pudieran libertarla de su marido. Para ella la importancia de cualquier religión consistía en satisfacer los deseos humanos, aunque hubiera que observar algunas conveniencias. Y con este fin, en una conversación con su director espiritual, exigió de una manera apremiante que le dijera hasta qué punto estaba ligada por el matrimonio.

El sacerdote, a pesar de la admiración que le producía la belleza de su interlocutora, no se apartaba de su objetivo.

— Ignorando la importancia de lo que usted hacía —dijo, resaltando mucho el razonamiento—, juró fidelidad a un hombre que, por su parte, entró en el matrimonio sin creer en su importancia religiosa cometiendo con ello un sacrificio. Este matrimonio no tenía el doble carácter que había de tener. No obstante, está usted ligada por unos votos. Usted quiere romperlos. ¿Qué hace con esto? ¿Un pecado venial o un pecado mortal? Yo creo que un pecado venial, porque cometió usted aquel acto sin mala idea. Si ahora, con el propósito y el fin de tener hijos, contrae usted otra unión, el pecado puede serle perdonado. La cuestión, sin embargo, vuelve a presentar dos aspectos. En primer lugar ...

Pero Elena, que se fatigaba oyendo toda aquella argumentación, dijo de pronto con una sonrisa encantadora:

— Yo creo que habiendo entrado en la verdadera religión no puedo de ningún modo considerarme ligada por lo que me impone una religión falsa.

El director espiritual no pudo por menos de admitir la sencillez de aquella solución.

— Entendámonos, condesa —dijo con una sonrisa.

Y empezó a discutir los razonamientos de su hija espiritual.

Capítulo VI

Desde luego, Elena, no sabía que sus consejeros podían estar equivocados, aunque creía en lo contrario, y todos los obstáculos que le oponían, eran debidos, en parte, a que no sabían cómo iban a encajar el asunto las autoridades laicas.

Elena comprendió que la cuestión era muy sencilla desde el punto de vista espiritual, y que si sus consejeros le oponían obstáculos era porque no sabían cómo acogerían el asunto las autoridades laicas.

Segura de esto, decidió predisponer en su favor a la sociedad. Provocó los celos del viejo personaje y le dijo lo mismo que había dicho al primer solicitante, es decir, planeó la cuestión asegurando que la única manera de obtener algún derecho sobre ella era casándose.

En San Petersburgo el rumor circuló y se extendió en seguida. No dijeron los comentaristas que Elena iba a divorciarse, porque en este caso hubieran sido muchos los que le habrían vuelto la espalda, sino que la desventurada Elena se hallaba perpleja y no sabía con cuál de sus dos pretendientes casarse. Nadie se preguntó cómo sería posible aquello, sino cuál era el partido más ventajoso y cóm o sería recibido en la corte aquel matrimonio.

La mayoría se interesó por la felicidad de Elena y se preguntó qué elección era la más conveniente para ella.

Únicamente María Dmítrievna Afrosimov, que aquel verano había ido a San Petersburgo a ver a uno de sus hijos, se permitió expresar netamente su opinión contraria a la de todo el mundo. En un baile donde se hallaba, María Dmítrievna encontró a Elena y deteniéndola en medio de la sala, rodeadas las dos de un silencio general, le dijo con voz ruda:

— Veo que las mujeres se casan teniendo un marido vivo. Por lo visto, te figuras que has inventado algo nuevo. ¿No te lo han dicho, pequeña, que esto es más viejo que el ir a pie? ¡Esto se hace ya en todas partes ...!

Y después de decir esto, María Dmítrievna se subió las mangas, con su gesto habitual, y atravesó la sala mirando a todos lados.

El príncipe Basilio, que desde hacía algún tiempo se olvidaba de lo que decía y repetía cien veces lo mismo, cada vez que se encontraba con su hija le decía:

— Elena, hemos de hablar ... He tenido noticias de ciertos proyectos relativos a ... Bueno, ya sabes lo que quiero decir. Pues bien, hija mía, mi corazón de padre se alegra al conocer ... ¡Has sufrido tanto ...! Pero, créeme, no te dejes influenciar por nadie más que por tu propio corazón. Esto es todo lo que quería decirte ...

Y disimulando su emoción, que era siempre la misma, acariciaba las mejillas de su hija y se alejaba.

Bilibin, que mantenía su reputación de hombre espiritual y que era el amigo desinteresado de Elena, uno de aquellos amigos que las mujeres brillantes tienen siempre a su alrededor y que no son nunca considerados como enamorados, un día, en una conversación íntima, expuso a Elena su opinión sobre aquel asunto.

— Escúcheme, Bilibin, aconséjeme como si fuera su hermana. ¿Qué he de hacer? ¿A cuál de los dos debo elegir?

Y con su mano blanca, llena de anillos, tocó el brazo de su amigo.

Bilibin arrugó la frente, esbozó una leve sonrisa y, después de permanecer pensativo unos instantes, dijo:

— No me coge usted desprevenido, porque, como verdadero amigo suyo, he pensado mucho en este asunto. Si se casa usted con el príncipe, que es muy joven, pierde la esperanza de poder casarse un día con otro hombre y además disgusta a la corte porque existe un cierto parentesco ... En cambio, si se casa con el conde hace usted la felicidad de los últimos años de ese pobre viejo, y después, como viuda de un gran personaje ... Piense usted también que el príncipe, al casarse, abdica de todos sus derechos ...

— ¡Éste es un amigo de verdad! —exclamó Elena, resplandeciente de alegría, tocando otra vez el brazo de Bilibin—. Pero el caso es que los quiero a los dos y no quisiera hacerlos sufrir. Daría la vida por hacerlos a los dos dichosos.

Bilibin se encogió de hombros, demostrando con este gesto que él no podía hacer nada contra aquello y pensó que Elena tenía una verdadera vocación de esposa, puesto que demostraba sentirse capaz de casarse con aquellos dos hombres teniendo ya un marido.

— ¿Y qué dice su marido a todo esto? —preguntó, convencido de que su reputación de hombre espiritual le permitía hacer aquella pregunta ingenua—. ¿Consiente en ello?

— ¡Ah ...! ¡Me quiere tanto! —contestó Elena, que creia a pies juntillas en el amor de Pedro—. Me quiere tanto que por mí hará todo lo que sea preciso.

Bilibin enarcó las cejas para subrayar la palabra que preparaba.

— ¿Hasta el divorcio?

Elena se echó a reir.

Entre las personas que se permitían dudar de la legalidad del matrimonio estaba la madre de Elena, la princesa Kuraguin. Preguntó a un religioso ruso si el divorcio era posible y si su hija podía casarse otra vez no habiendo muerto su marido. El religioso aseguró que aquello no podía ser de ninguna manera, y con gran alegría por parte de ella le enseñó el texto del Evangelio donde se establece categóricamente la imposibilidad de contraer nuevo matrimonio mientras el otro cónyuge vive.

Armada con estos argumentos, que le parecían indiscutibles, la princesa fue a ver a su hija una mañana muy temprano para encontrarla sola.

Después de enterarse de todas las objeciones que le hizo su madre. Elena sonrió dulcemente y un poco burlonamente.

— Lo dice muy claro —afirmó la vieja princesa—. Cualquiera que se case con una mujer divorciada ...

— Mamá, no digas tonterías. Tú no entiendes nada de eso —contestó Elena, hablando en francés, porque en lengua rusa su caso le parecía más complicado—. Mi situación me impone unas obligaciones que conozco perfectamente.

— Pero, hija mía ...

— Mamá, ¿cómo no comprendes que el Santo Padre puede conceder una dispensa ...?

En aquel momento entró la señorita de compañía de Elena para decirle que Su Alteza el príncipe estaba en el salón y que deseaba verla.

— Dígale usted que no puedo salir. Estoy furiosa contra él porque ha faltado a su palabra.

— ¡Condesa, tenga usted piedad de un pecador! —exclamó, entrando en la habitación, un joven rubio.

La vieja princesa se levantó respetuosamente e inició una reverencia. El joven no le hizo ningún caso. Entonces la princesa saludó con un gesto a su hija y se dirigió hacia la puerta.

— No, ella tiene razón —murmuró cuando hubo salido, sintiendo que sus convicciones se venían abajo ante aquella inesperada visita de Su Alteza—. Ella tiene razón. Pero, ¿cómo es que cuando nosotras éramos jóvenes no lo sabíamos, ¡y tan sencillo omo era!

A primeros de agosto la situación de Elena se había aclarado por completo. Escribió a su marido, que, según ella, la quería mucho, y en la carta le anunció su intención de casarse con N. y su conversión. Le pedía que cumpliera todas las formalidades necesarias para obtener el divorcio de acuerdo con las explicaciones que le daría el portador de la carta.

Capítulo VII

A través de los bosques, Pedro se dirigió hacia Kniazkovo y llegó a la ambulancia, después de abandonar por segunda vez la fortificación de Raievsky, hacia el final de la batalla de Borodino. Pero al ver la sangre, al oír los gritos de dolor y los gemidos de los heridos, huyó más lejos, mezclándose con los soldados.

Por el camino que seguía no silbaban las balas ni las granadas, pero todo era igual que en el campo de batalla. Las mismas caras de dolor, atormentadas y, a veces, horriblemente desfiguradas; la misma sangre, los mismos capotes y hasta las mismas descargas de la fusilería, a pesar de oírse lejanas, mantenían viva la impresión de la lucha.

Unas tres verstas más allá, por la carretera principal de Mojaisk, Pedro se sentó al borde del camino. Oscurecía, y el estruendo de los cañones empezaba a calmarse. Cuando tuvieron el fuego encendido, pusieron sobre las brasas una olla con pan tostado y manteca. El olor agradable de la sopa se confundía con el del humo. Pedro se levantó suspirando.

Los soldados comían sin hacerle caso y hablaban entre ellos. De pronto uno le preguntó:

— ¿Quién eres?

— ¿Yo? —murmuró Pedro, sin saber qué decir.

Sentía la necesidad de disimular todo lo posible su posición social a fin de estar más cerca de los soldados para que pudieran comprenderle.

— Hablando francamente —dijo—, soy un oficial de la milicia, pero mi destacamento no se encuentra aquí. Vengo de la batalla y he perdido mis hombres más abajo.

— ¡Malo! —comentó uno de los soldados.

Los demás callaron, entristecidos.

— Come algo —dijo el que había hablado.

Y le dio a Pedro su propia cuchara de madera limpiándola antes con la lengua.

Pedro se sentó junto al fuego y se puso a comer metiendo la cuchara en la olla. Tenía la sensación de no haber comido nunca nada tan bueno.

— ¿Y dónde piensas ir ahora? —le preguntó uno de los soldados.

— A Mojaisk.

— ¿Eres un señor, entonces?

— Sí.

— ¿Y cómo te llamas?

— Pedro Kírílovitch.

— Pues bien, Pedro Kirilovitch, te acompañaremos.

En la densa oscuridad, Pedro y los soldados emprendieron el camino de Mojaisk.

Cuando llegaron a aquel pueblo, los gallos cantaban. Empezaron a subir la abrupta pendiente, fatigados, extenuados. Pedro se olvidó completamente de que su posada se hallaba al principio de la pendiente y pasó por delante de su alojamiento sin detenerse. Estaba tan desconcertado que si no hubiera encontrado un rato después a su lacayo, que había ido a buscarle al pueblo y que regresaba a la posada, no se hubiese acordado de dónde tenía que ir. El lacayo reconoció a Pedro por el sombrero que se distinguía en la oscuridad por su blancura.

— ¡Excelencia! —exclamó el lacayo—. Estábamos ya desesperados ... ¿Por qué va usted a pie? ¿A dónde quiere ir? Venga usted conmigo, Excelencia ...

— ¡Ah, sí! —murmuró maquinalmente Pedro.

Los soldados se detuvieron.

— ¡Vaya! Ya has encontrado a los tuyos —dijo uno.

— Bueno, pues, adiós —exclamó otro.

— Adiós, Pedro Kirilovitch —repusieron los demás.

— ¡Adiós! —dijo Pedro, siguiendo a su lacayo hacia la posada.

Capítulo VIII

Sentía que le dominaba el sueño, que iba a dormirse apenas reclinara la cabeza sobre la almohada, pero no fue así. De un modo repentino Pedro empezó a oír el retumbar de los cañones, los disparos de la fusilería, el grito de los heridos y el estallido de los obuses. Respiró el olor de la sangre y de la pólvora y el sentimiento del temor a la muerte se apoderó de él. Asustado, abrió los ojos y sacó la cabeza por encima de la capota del coche. En el patio todo estaba quieto y tranquilo y tan sólo un asistente que hablaba con el portero se paseaba por delante de la puerta.

¡Gracias a Dios que se ha acabado esa terrible pesadilla! —murmuró Pedro para sus adentros, escondiendo otra vez la cabeza entre los almohadones—. ¡Oh, qué horrible es el miedo! ¡Qué vergüenza haberme sentido tan cobarde! ¡Y ellos siempre tan serenos, tan firmes, tan tranquilos hasta el final ...!

— Hay que enganchar, Excelencia —dijo alguien—. Ya es hora de enganchar ...

La voz del lacayo alertó a Pedro.

El sol caía a plomo sobre el patio. Pedro miró a su alrededor, extrañado , y vio que al lado del pozo unos soldados abrevaban a unos soldados flacos y derrengados.

Del patio salieron algunos carros. Pedro se volvió asqueado y cerrando los ojos se dejó caer otra vez sobre los almohadones del carruaje.

— ¡No, esto no es posible! —se dijo—. ¡No lo quiero! ¡Lo que quiero es ver y comprender! Quiero comprender lo que me ha sido revelado en sueños ... ¡Un segundo, únicamente, y lo comprenderé todo! Pero, ¿qué he de hacer? ¿Poner todas mis ideas de acuerdo ...? Me horroriza pensar que toda la importancia de lo que he visto en sueños pueda quedar destruida ...

El lacayo, el cochero y el portero explicaron a Pedro que había llegado un oficial con la noticia de que los franceses avanzaban hacia Mojaisk y que los rusos se retiraban.

Entonces se levantó y ordenó que engancharan y que lo fueran a buscar a la salida del pueblo. Entretanto, quería atravesar el pueblo a pie.

Las tropas evacuaban Mojaisk dejándose allí cerca de diez mil heridos. Véíaseles en los patios y por las ventanas de las casas. Algunos se aglomeraban por las calles. Fuera, cerca de los carros destinados a la recogida de heridos, se oían gemidos, invectivas y golpes. Pedro ofreció su coche a un general herido, que era amigo suyo y lo llevó hasta Moscú.

Durante el viaje, Pedro se enteró de la muerte de su cuñado y la del príncipe Andrés.

Capítulo IX

El ayudante de campo del conde Rostoptchín se hallaba cerca de las murallas en Moscú donde lo encontró y se dirigió a él. Era el dia 30.

— ¡Le hemos buscado por todas partes! —dijo el ayudante—. El conde le necesita para un asunto importante y ruega que vaya usted en seguida a su casa. Se trata de un asunto muy urgente.

Pedro, sin pasar por su casa, se dirigió a la residencia del general gobernador.

El conde Rostoptchín había llegado aquella misma mañana de su villa de Sokolniki.

La antesala y la sala de recibir del conde estaban llenas de funcionarios que habían sido llamados o que acudían a recibir órdenes.

Vassiltchikov y Platov ya habían visto al conde y le habían dicho que era imposible defender Moscú y que la ciudad seria tomada.

En el momento que Pedro entró en la sala, un correo militar salía de hablar con el conde. A las preguntas que se le dirigieron mientras atravesaba la sala, el correo contestó con un gesto desesperado.

Mientras aguardaba a que el conde le recibiera, Pedro miró con ojos cansados a los funcionarios viejos y jóvenes, civiles y militares, importantes o no, que también aguardaban en la sala.

Pedro se aproximó a un grupo en el que había un amigo suyo. Después de saludarle, los componentes del grupo continuaron su conversación.

— Mandarlo allí y luego hacerlo volver no sería ninguna desgracia, pero en una situación como la presente es imposible responder de nada —decía uno.

— El caso es que él escribe todavia —replicó otro enseñando un papel que tenía en la mano.

— Esto es otra cuestión. Es necesario para el pueblo —repuso el que había hablado primero.

— ¿Qué es esto? —preguntó Pedro.

— Es otro cartel.

Pedro lo cogió y leyó:

El Serenísimo, para reunirse más pronto con las tropas que van a su encuentro, se ha acercado a Mojaisk y se ha instalado en una fuerte posición, de la cual el enemigo no podrá arrojarle con facilidad. Desde aquí han sido enviados cuarenta y ocho cañones con las municiones correspondientes, y el Serenísimo dice que defenderá Moscú hasta derramar la última gota de su sangre y que está dispuesto a luchar hasta en las calles. No hagáis caso, hermanos míos, si las cancillerías han cerrado sus puertas pues era necesario protegerlas. ¡A los malhechores les ajustaremos nosotros las cuentas con nuestras propias fuerzas! Cuando llegue el momento, necesitaremos jóvenes de la ciudad y del campo. Dos días antes haré un llamamiento. Ahora aún no es necesario y por esto me callo. Las hachas servirán, las lanzas cortas también nos prestarán un buen servicio, y los ganchos y las horquillas de tres puntas nos irán magníficamente. Un francés no es más pesado que una gavilla de trigo. Mañana, después de comer, acompañaré al icono Iverskaia al Hospital de Catalina para visitar a los heridos. Bendeciremos el agua y así se curarán más de prisa. Yo, por ahora, me encuentro muy bien. Tenía un ojo malo y ahora veo con los dos.

- A mí me han dicho unos militares que es imposible luchar —dijo Pedro.

— Precisamente estábamos hablando de esto —le replicó el funcionario que había hablado primero.

— ¿Y qu é quiere decir esto de que tenía un ojo malo y ahora ve con los dos?

— El conde toma un orzuelo —dijo el ayudante de campo, sonriendo—, y se inquietaba mucho cuando le decíamos que el pueblo venía a preguntar por él ...

Y deseando cambiar de conversación, se dirigió directamente a Pedro.

— Y bien, conde. Por aquí se ha dicho que tenia usted disgustos de familia y que la condesa, su esposa ...

— No sé nada de ella —repuso Pedro con indiferencia—. ¿Qué es lo que se dice?

— ¡Oh, no haga usted caso! ¡Se inventan tantas cosas! Yo he dicho únicamente que por aquí la gente habla ...

— Pero, vamos a ver, ¿qué es lo que habla la gente?

— Se dice que la condesa, su esposa, se prepara para marcharse al extranjero. Seguramente deben de ser fantasías ...

— Es posible —contestó Pedro, mirando distraídamente a su alrededor.

Y señalando a un viejo, no muy alto, con una barba larga, unas cejas blancas como la nieve y muy encarnado de cara, que llevaba una blusa azul muy limpia, preguntó:

— ¿Quién es aquél?

— ¿Aquél? Un comerciante, mejor dicho, es el dueño de un restaurante. Un tal Verestchaguin. ¿No ha oído hablar usted del asunto de la proclama?

— ¡Ah, es Verestchaguin! —dijo Pedro mirando la cara firme y tranquila del viejo que no se parecía en nada a la de un traidor.

— No es él. Éste es el padre del autor de la proclama. El hijo está en la cárcel y parece que no le va a ir muy bien.

Un viejo, con una condecoración y la estrella, y un funcionario alemán, que también llevaba una condecoración, se acercaron al grupo.

— ¿Sabéis? —dijo el ayudante de campo—. Es una historia muy complicada. Esta proclama apareció hace cosa de unos dos meses y el conde dispuso que se abriera una información. Gabriel Ivanovitch fue el encargado de hacerla. La proclama había pasado por sesenta y tres manos ... Llegaba a casa de alguien: ¿Quién os ha facilitado esta proclama? Fulano de Tal. Iba a casa de aquel Fulano de Tal: ¿De dónde habéis sacado esta proclama? Fulano de Tal. Y así se llegó hasta Verestchaguin, un modesto comerciante. Le preguntaron también quién se la había dado. Y lo mejor del caso es que nosotros lo sabíamos. No podía habérsela dado más que el director de Correos. Pero, por lo visto, se habían puesto de acuerdo y el hombre contestó que no se la había dado nadie y que la había hecho él. Lo detuvieron, lo amenazaron y él se mantuvo firme en su declaración: La he hecho yo. Se entregó el informe al conde y el conde la hizo conducir a su despacho.

¿Quién te ha dado la proclama?

Yo mismo la he compuesto.

Pues bien, ya conocéis al conde y podéis figuraros cómo se puso ante tanto cinismo, tantas mentiras y tanta testarudez.

— El conde quería que denunciara al director de Correos, a Klutcharev —repuso Pedro—. Ya lo entiendo.

— Nada de eso. El conde no tenía necesidad de esa denuncia —dijo el ayudante de campo, asustado—. Klutcharev, sin esto, ya tenía otras cosas y por esto fue deportado.

Pero el conde estaba indignadísimo. ¿Cómo has podido componerla tú?, le dijo. Cogió el Diario de Hamburgo, que tenía sobre la mesa. ¡Aquí la tienes! ¡Tú no la has hecho! La has traducido y la has traducido mal porque eres un imbécil que no sabes ni siquiera el francés. ¿Qué os parece? No , no he leído ningún diario. La he compuesto yo. ¡Ah! Pues, si es así, eres un traidor y te mandaré a los tribunales y te ahorcarán. Dime quién te la ha dado. Y no hubo manera de conseguir que Verestchaguin dijera otra cosa más que lo que había dicho hasta entonces.

El ayudante hizo una pausa para ver el efecto que su narración producía entre los circunstantes y luego añadió:

— Y en este estamos. El conde llamó al padre del detenido, pero éste insistió y tuvo que comparecer ante los tribunales. Creo que lo han condenado a trabajos forzados. Ahora el padre ha venido a pedir clemencia para su hijo. Pero es un mal sujeto, ¿comprendéis? Un hijo de comerciante, un charlatán, un seductor. Ha frecuentado un poco la scuela y se cree un ser superior. ¡Es un pillo! Su padre posee un restaurante cerca del puente de piedra y en el restaurante había un gran icono de Dios Todopoderoso, representado con un centro en una mano y el mundo en la otra. Entonces él se llevó el icono a su casa por unos dias, y nunca adivinaríais lo que hizo. Encontró a un sinvergüenza, un pintor ...

Capítulo X

Pedro fue llamado repentinamente por el gobernador general, y el ayudante de campo intermmpió su relato en este punto.

Entró en el despacho del conde Rostoptchín, que en aquel momento se frotaba la frente y los ojos con las manos haciendo una serie de muecas. Un hombre de buena estatura le estaba diciendo algo, pero cuando entró Pedro, calló y se fue.

— ¡Buenos días, valiente guerrero! —dijo Rostoptchín cuando aquel hombre se hubo marchado—. Hemos oído hablar de sus gestas históricas. Pero no se trataba de esto ahora.

He de hablarle de otra cosa.

Miró a Pedro fijamente y con un tono severo, como si fuera a reprocharle algo que deseara perdonar, le preguntó:

— Amigo mío, entre nosotros. ¿Es usted masón?

Pedro calló.

— Estoy muy bien informado —prosiguió Rostoptchín—. Pero sé que hay masones y masones y espero que no será usted de esos que, pretextando salvar el género humano, quieren perder a Rusia.

— Sí, soy masón —contestó Pedro.

— Bien. Supongo, amigo mió, que no ignora usted que Speransky y Magnitzky han sido enviados allá donde convenia. Lo mismo que Klutcharev y lo mismo que los demás que, con el pretexto de construir un templo de Salomón, quieren destruir el templo de su patria. Debe usted suponer que había razones más que suficientes para considerar al director de Correos un hombre perjudicial y que yo no lo hubiera deportado de no ser así. Sé que le ha enviado usted su coche para salir de la ciudad e incluso sé que le ha confiado algunos papeles. Le aprecio a usted y no le quiero causar ningún daño, y como es dos veces más joven que yo, le aconsejo, como un padre, que deje usted de relacionarse con toda esa gente y que se vaya de Moscú lo más pronto posible.

— Pero, ¿qué falta ha cometido Klutcharev, conde? —preguntó Pedro.

— Soy yo quien puedo interrogarle y no usted a mi —dijo Rostoptchin.

— Si se le acusa de haber difundido las proclamas de Napoleón, esto es una cosa que no ha podido ser probada, y Verestchaguin ...

— ¡Vamos! —le interrumpió Rostoptchin fmnciendo el entrecejo y levantando la voz—. Verestchaguin es un traidor y recibirá el castigo que se merece ... Pero yo no le he hecho venir para entablar una discusión sobre este asunto, sino para darle a usted un consejo, una orden, si lo prefiere así. Le pido que rompa toda clase de relaciones con Klutcharev y los demás y que se vaya de aqui. ¡Ya me encargaré yo de acabar con todas esas locuras ...!

Y comprendiendo, por fin, que no había ninguna razón para mostrarse excesivamente severo con Pedro, que todavia no era culpable, añadió cogiéndole amistosamente la mano:

— Nos hallamos en vísperas de un gran desastre y no tengo tiempo de ser amable con todos los que hablan conmigo. ¡A veces se deja dominar uno por los nervios! Y bien, querido, ¿qu é piensa usted hacer?

— Nada —respondió Pedro.

La expresión del conde volvió a enfurruñarse.

— S i quiere usted un buen consejo, márchese lo antes posible. Es todo lo que le puedo decir. A buen entendedor ... ¡Adiós, querido ...! ¡Ah! A propósito ... ¿Es verdad que la condesa ha caído en las garras de los santos padres de la Compañía de Jesús?

Pedro no contestó y salió del despacho de Rostoptchin sombrio y disgustado como no lo había estado nunca.

Cuando regresó a su casa, ya era de noche. Ocho personas le estaban esperando: el secretario del Comité, el coronel de su batallón, su administrador y diversos solicitantes. Todos deseaban verle para hablarle de asuntos que él había de decidir. Pedro sabía de qué le hablaban y no logró interesarse por ninguna de aquellas cuestiones. Contestaba a todas las preguntas con el deseo de librarse de sus visitantes. Por último, cuando se quedó solo, pudo leer la carta de su esposa.

Ellos, los soldados, en la batería ... —murmuró—. El príncipe Andrés, muerto ... El viejo ... La simplicidad es la sumisión a Dios ... Mi mujer se casa ... Es preciso olvidar y comprender ...

Sin desnudarse, se dejó caer sobre la cama y se durmió.

Cuando se despertó al dia siguiente, su criado le dijo que un funcionario había ido de parte del conde Rostoptchin para enterarse de si el conde Bezukhov se había marchado o no.

Capítulo XI

La condesa no dejaba de temblar de miedo desde que Petia se marchó al regimiento de cosacos del príncipe Obolensky. Y tal vez por esto, los Rostov no se movieron de Moscú hasta el día primero de septiembre, víspera de la entrada de las tropas francesas en la ciudad.

Intentaba lograr que regresara Nicolás y quería ir ella misma a Bielaya-Tzerkov para ver si podí a llevarse a Petia a San Petersburgo, pero tanto una cosa como la otra eran absolutamente imposibles. La condesa no dormía y si alguna vez lograba amodorrarse un poco, soñaba con sus hijos muertos.

Después de muchos proyectos y de muchas conversaciones, el conde encontró, por fin, la manera de tranquilizar a la condesa. Hizo trasladar a Petia del regimiento de Obolensky al de Bezukhov, que se formaba cerca de Moscú. Petia continuaba en el ejército, pero, con este cambio, la condesa tenía el consuelo de poder ver a uno de sus hijos cerca de ella y esperaba poder conseguir que Petia no tuviera que alejarse de alli y encontrar la manera de inscribirlo en servicios que no hicieran necesaria su intervención en ninguna batalla. A medida que se acercaba el momento en que Petia tenía que regresar a Moscú, la inquietud de la condesa aumentaba en vez de disminuir, como si aquel momento no hubiese de llegar nunca. La presencia no sólo de Sonia, sino de su preferida Natacha y hasta la de su marido, le producían un profundo enojo. Pensaba que no necesitaba a su lado a nadie más que a Petia.

En los últimos días de agosto los Rostov recibieron otra carta de Nicolás. Les escribía desde la provincia de Voronej, a donde lo habían mandado a adquirir caballos.

Aquella carta no tranquilizó a la condesa. Cuando supo que uno de sus dos hijos se hallaba fuera de los peligros de la lucha, empezó a inquietarse aún más por el otro, por el pequeño Petia.

Petia llegó el dia 28 de agosto. La ternura apasionada y enfermiza con que su madre lo recibió no fue del agrado del nuevo oficial de dieciséis años. A pesar de que su madre le ocultaba sus gestiones para retenerlo cerca de ella, Petia comprendió sus planes, e instintivamente, temiendo enternecerse y afeminarse al lado de su madre, se mostró frió con ella y evitaba su compañía. Durante su permanencia en Moscú se pasó muchas horas con Natacha, a la que había querido siempre con un cariño especial, casi como un enamorado.

Con la negligencia habitual del conde, el 28 de agosto no había nada preparado para la partida, y los carros que habían de venir de las fincas de Riazán y de Moscú para transportar los muebles y los equipajes, no llegaron hasta el dia 30.

Del 28 al 31 de agosto todo Moscú estuvo en constante movimiento y haciendo toda clase de preparativos. Cada día entraban en la ciudad por la puerta de Dorogomilovo millares de heridos de la batalla de Borodino, y millares de carros cargados de personas y de muebles salían por las otras puertas.

Durante los tres días que precedieron a la ocupación de Moscú, toda la familia Rostov estuvo atareada haciendo diversos preparativos.

El conde Elias Andreievitch corría de un lado para otro de la ciudad recogiendo por todas partes los rumores que circulaban y corría luego de un extremo al otro de la casa dando órdenes tontas y desprovistas de sentido común para acelerar la partida.

La condesa, que vigilaba cómo eran empaquetados los objetos que tenían que llevarse, estaba descontenta de todo y buscaba a Petia que huía constantemente de ella y tenía unos celos horribles de Natacha porque el muchacho se pasaba las horas muertas en su habitación. Únicamente Sonia se ocupaba de la parte práctica del embalaje de los objetos, pero en aquellos días se mostraba muy triste y silenciosa. La carta de Nicolás en la cual hablaba de su entrevista con la princesa Maria, había provocado unos comentarios muy alegres de la condesa, que no se había recatado de decir delante de Sonia que en aquella entrevista entre la princesa María y Nicolás, ella veía la mano de Dios.

— No tuve un momento de alegría —dijo la condesa— mientras duró el noviazgo de Natacha con Bolkonsky, pero he deseado que Nicolás se casara con la princesa y tengo el presentimiento de que este deseo mío llegará a realizarse. Y esto será una gran cosa.

Sonia comprendía que aquello era verdad porque la única manera de rehacer la situación de los Rostov era un matrimonio rico, y la princesa era un magnífico partido. Sin embargo, todo aquello le causaba mucha pena.

Capítulo XII

Era sábado, día 31 de agosto, y en la casa de los Rostov reinaba una febril actividad. Los muebles, los cuadros descolgados, los paquetes, los baúles, y todos cuantos enseres les eran necesarios, estaban distribuidos por doquier, por el suelo, en cualquier parte.

Los criados que se llevaban los objetos andaban pesadamente. En el patio, los carros de los campesinos tocábanse el uno con el otro, unos cargados hasta por encima de las barandillas, y otros vacíos todavía.

Petia no estaba en casa. Había ido a ver a un compañero suyo con el cual tenía el propósito de pasar de la milicia al servicio activo. Sonia, en el salón, vigilaba el embalaje de la cristaleria y de las porcelanas. Natacha permanecía en su habitación, rodeada de un verdadero montón de vestidos, de lazos y de chales diseminados por el suelo en un perfecto desorden. Contemplaba fijamente un vestido pasado de moda. Era el que había llevado en el primer baile a que había asistido en San Petersburgo.

Natacha estaba avergonzada de no hacer nada cuando todos los de la casa estaban tan ocupados y, muchas veces, durante la mañana, había intentado ocuparse en algo. Sin embargo, sus pensamientos se iban hacia otro sitio y ella no podía emprender ningún trabajo si no ponía en él toda su alma y todas sus fuerzas. Presenció, al lado de Sonia, el embalaje de la cristalería con la intención de ayudar, pero luego prefirió irse a su habitación para arreglar sus cosas. Se distrajo durante un buen rato repartiendo trajes y lazos entre las criadas, pero cuando fue preciso ocuparse seriamente de ordenarlos, se dio cuenta de que aquella tarea era muy enojosa.

— Duniatcha, palomita mía, ¿verdad que te encargarás tú de arreglar todo esto?

— Sí, sí ...

Y cuando Duniatcha, que era muy servicial, le prometió que se ocuparía de todo, se sentó en el suelo, cogió su vestido de baile y se sumió en una profunda meditación. Se levantó y miró por la ventana. En la calle se detenía en aquel momento un enorme convoy de heridos.

Natacha se puso un pañuelo blanco sobre la cabeza y sosteniéndose las puntas con las manos salió a la calle.

La antigua ama de llaves, la vieja María Kuzminítchna, se había separado del grupo que obstruía la puerta cochera, y cerca de un carro hablaba con un joven oficial, pálido, que iba tendido sobre una manta. Natacha dio algunos pasos y se detuvo tímidamente para escuchar lo que decía la anciana.

— Entonces, ¿no tiene usted a nadie en Moscú ? Creo que estaría usted mejor en una casa particular. Aquí, ya ve usted, los señores se marchan.

— No sé si lo querrán —dijo el oficial con voz apagada—. Mire usted, aqui el jefe ... Pregúnteselo ...

Y señaló a un comandante grueso y corpulento que atravesaba la calle por detrás de la hilera de los carros.

Natacha miró asustada la cara del oficial herido y, sin vacilar, se dirigió hacia el comandante.

— ¿Pueden quedarse en mi casa los heridos? —preguntó.

El comandante se acercó la mano a la visera de la gorra y sonrió levemente.

- ¿Qué pide usted por este servicio?

Natacha repitió tranquilamente su pregunta y la expresión de su semblante era tan seria y tan grave que el comandante dejó de sonreír.

— ¡Oh, sí! ¿Por qu é no? Es posible.

Natacha inclinó ligeramente la cabeza y corrió hacia María Kuzminítchna, que no se había movido del lado del oficial herido habiéndole en un tono de profunda compasión.

— Dice que sí que es posible ...

El carro entró en el patio de la casa de los Rostov. Docenas de carros de heridos, a instancias de los habitantes, comenzaron a entrar en los demás patios y a detenerse en las puertas de las casas de la calle Poverskaia.

Natacha se sentía satisfecha de tratar a gente nueva, al margen de las condiciones habituales de su vida. Ayudada por María Kuzminítchna, procuraba hacer entrar en el patio a tantos heridos como le era posible.

— Pero tenemos que consultárselo al conde —dijo María.

— No, no es necesario. Por un día podemos quedarnos en el salón. Podemos darles la mitad de las habitaciones.

— ¡Ah, señorita ...! Creo que nos excedemos. Hasta para dejarlos entrar en el pabellón de los criados hay que pedir permiso.

— Bueno, pues iré a pedirlo.

Natacha se dirigió presurosamente hacia la casa y entró de puntillas en la sala de delante, de donde, por la puerta entornada, salía un fuerte olor a vinagre y a éter.

— ¿Duermes, mamá?

— ¿Cómo quieres que pueda dormir? —suspiró la condesa, que acababa de despertarse.

— ¡Mamá, madrecita! —dijo Natacha, arrodillándose ante la condesa y acercando su cara a la de su madre—. Perdona que te haya despertado. No lo haré más. Es María Kusminitchna quien me ha hecho venir. Han traído a unos oficíales heridos. ¿Lo permites? No saben dónde ponerlos. Yo sé que tú lo querrás ...

— ¿Qué oficiales? ¿Quién los ha traído? No sé lo que quieres decir —objetó la condesa.

Natacha se echó a reír. La condesa sonrió también débilmente.

— Ya sabía yo que no te opondrías. Voy a decirlo ...

Y besando a su madre se fue corriendo. En la antesala encontró a su padre que traía malas noticias.

— ¡Estamos perdidos! El Club está cerrado y la policía también se va —dijo muy disgustado.

— Papá, he invitado a los heridos a alojarse en nuestra casa. ¿Verdad que no te disgusta?

— Sí, claro, no —dijo el conde distraídamente—. No se trata de esto. Lo que hemos de hacer es no entretenernos con tonterías y ayudar a prepararlo todo para la marcha. Hemos de marchar mañana mismo ...

Y llamó al mayordomo para encargarle que transmitiera esta orden a los criados.

Durante la comida, Petia proporcionó también algunas noticias. Dijo que el pueblo se estaba armando en el Kremlin a pesar de que Rostoptchin había asegurado en sus carteles que avisaría con dos días de anticipación y que había dado la orden de que al día siguiente todo el mundo fuera con armas a las Tres Montañas, donde se entablaría una gran batalla.

Mientras Petia explicaba todo esto, la condesa miraba con horror su cara animada y alegre.

Capítulo XIII

Los temores de la condesa aumentaron aún más cuando la señora Schoss le dijo que había tenido que dar varias vueltas por la ciudad, evitando algunas calles plagadas de borrachos que gritaban o juraban sin respeto para nadie. No había podido pasar por alli porque una muchedumbre borracha invadía las calles, chillando desaforadamente. Se había visto obligada a tomar un coche y a dar un gran rodeo para regresar a su casa. Durante el trayecto, el cochero le había contado que el populacho acababa de destrozar las cubas y los barriles del depósito municipal y que se había dado orden de proceder de aquel modo.

Después de comer, todos se pusieron a embalar objetos con una rapidez febril y a acelerar los preparativos para la marcha. El conde no salió de casa en toda la tarde y se acercaba constantemente a los criados recomendándoles que se dieran prisa.

Petia daba ordenes en el patio. Sonia andaba desorientada con las órdenes contradictorias del conde. Los criados gritaban, discutían, hacían ruido y corrían por los salones y por los pasillos. Natacha, con la pasión que solía poner en todas las cosas, también trabajaba.

Cuando Natacha se puso a trabajar, en la sala había dos tapices, pues el conde poseía unos gobelinos de gran valor. Los criados, bajo la dirección de Sonia, iban metiendo los tapices en una caja y las porcelanas en otra. Las dos cajas estaban ya llenas y encima de las mesas quedaban todavia muchas piezas de porcelana y los criados traían aún más. Se necesitaba otra caja, y los criados fueron a buscarla.

— Espera, Sonia, creo que cabrá todo en las dos cajas —dijo Natacha.

— Es imposible, señorita; ya lo hemos intentado —aseguró el mayordomo.

Natacha empezó a sacar rápidamente de la caja los platos y las figuritas envueltas en papel.

— Los platos se ponen así, entre los tapices —dijo.

— Ya haremos bastante si podemos colocar los tapices solos en tres cajas.

— No, hazme el favor, espera.

Y Natacha empezó a meter los platos entre los tapices.

— Esto no se ha de poner aquí —repuso, separando unos platos de porcelana de Kiev.

Y separando unos de Sajonia, dijo:

— Éstos, sí. Éstos hay que ponerlos también en los tapices.

— Déjalo, Natacha, ya lo haremos nosotros —exclamó Sonia con un ligero acento de reproche.

— Déjelo, señorita —repitió el mayordomo.

Pero Natacha no cedió. Sacó todos los objetos de las cajas, los embaló nuevamente y aseguró que no era necesario llevar los tapices viejos ni la vajilla ordinaria. Cuando lo hubo sacado todo, empezó a colocarlo otra vez de una manera distinta. No obstante, quedaron tan llenas que no había manera de cerrarlas. Hubiera podido sacar algo, pero Natacha se empeñó en que había de caber todo. Deshacía los paquetes, volvía a hacerlos, apretaba las tapas, obligaba al mayordomo y a Petia, que la ayudaban, a hacer presión y ella misma hacía esfuerzos desesperados.

— Bueno, basta, Natacha —dijo Sonia—. Tienes razón, pero quita esto de encima.

— No quiero quitarlo —contestó Natacha, sosteniéndose con una mano los cabellos que le caían sobre la cara y apretando con la otra los tapices—. ¡Aprieta, Petia! —gritó-. ¡Tú empuja también, Vasilitch!

Los tapices acabaron por entrar del todo y entonces Natacha saltó, batió palmas hasta lloró de alegría.

Aquella noche, por la calle Poverskaia pasó un coche conduciendo a otro herido, y María Kuzminítchna, que estaba en la puerta cochera, lo hizo entrar en la casa. Aquel herido, según supuso la anciana criada, debía de ser un personaje muy importante. Lo transportaban en un coche cerrado y un criado viejo, de aspecto respetable, iba en el pescante con el cochero. Detrás, en otro coche, iban un médico y dos soldados.

— Vengan ustedes aquí —dijo María Kuzminítchna al criado viejo—. Los señores se van y la casa se queda completamente vacía.

- No sabemos a dónde llevarlo —repuso el criado—. Vivimos en Moscú, pero en casa no hay nadie.

— Pues aquí encontrarán ustedes todo lo que necesitan. ¿Está muy mal herido?

El criado hizo un gesto de desesperación.

— No sé si podrá llegar a casa. Hemos de preguntárselo al doctor.

— Está bien —dijo el médico.

El criado volvió al coche del herido, miró hacia el interior, bajó la cabeza y ordenó al cochero que entrara en el patio.

— ¡Señor mío Jesucristo! —murmuró María Kuzminítchna—. Pasen por aquí. Los señores no dirán nada ...

Pero era preciso evitar subir la escalera por el estado del herido y lo condujeron al pabellón, dejándolo en el cuarto de la señora Schoss.

El herido era el príncipe Andrés Bolkonsky.

Capítulo XIV

A juzgar por el día, apacible por completo, lleno de luz, de vida, de sol, parecía como si nadie, incluso el día, se diera cuenta todavía de lo que le esperaba a la ciudad. Como todos los domingos, las campanas tocaban en todos los campanarios de Moscú.

Únicamente los dos barómetros del Estado y de la sociedad, la plebe, es decir, los pobres, y los precios de las subsistencias, indicaban la trágica situación de Moscú.

Los obreros de las fábricas, los criados, los campesinos, los seminaristas, los funcionarios y los gentilhombres, mezclados en una masa enorme y compacta, se dirigieron por la mañana, muy temprano, a las Tres Montañas. Después de haber permanecido allí un buen rato, la multitud, convencida de que Moscú se rendiría, se dispersó por las tabernas y sitios de diversión. Los precios de las cosas indicaban la gravedad del momento. Las armas, el oro, los carros y los caballos aumentaban de precio constantemente y el precio de los billetes de Banco y de los objetos caseros bajaban sin cesar.

Hacia el mediodía ciertas mercancías caras, como el terciopelo, se vendían a precio irrisorio, mientras que por un caballo de carga se pagaban quinientos rublos. Los muebles, los espejos y los bronces se daban casi por nada.

En la antigua y confortable casa de los Rostov, la abolición de las antiguas condiciones de la vida se manifestó muy débilmente. Por la noche desaparecieron tres criados, pero no se llevaron nada.

El conde Elias Andreievitch, que fue el primero en despertarse por la mañana, salió sin hacer ruido del cuarto para no despertar a la condesa. Los carros, ya preparados, estaban en el patio y los coches frente a la puerta. El mayordomo se hallaba allí hablando con un oficial joven que llevaba un brazo en cabestrillo y con un asistente viejo.

Al darse cuenta de la presencia del conde, el mayordomo les hizo una seña al oficial y al asistente para que se apartaran.

— ¿Está todo a punto, Vasilitch? —preguntó el conde, pasándose la mano por el cráneo y saludando al oficial y al asistente con una mirada bondadosa.

— Pueden enganchar en seguida, Excelencia.

— Está bien, está bien. La condesa va a despertarse y todo lo haremos con la ayuda del Señor.

Y dirigiéndose al oficial le preguntó afectuosamente:

— ¿Cómo va eso? ¿Están ustedes alojados aquí?

El oficial avanzó unos pasos. Su cara pálida se coloreó de repente.

— Conde, por favor ... Permítame ... Por el amor de Dios, Conde, deje que me ponga en algún rincón de sus carros ... Aquí no tengo a nadie ... En cualquier sitio, en un rincón, sobre los bultos ...

Aún no había acabado el oficial de pronunciar estas palabras cuando el asistente se dirigió al conde pidiendo lo mismo para su amo.

— Sí, sí —dijo precipitadamente el conde—. Por mi parte, encantado. Vasilitch, di que descarguen dos carros, que quiten lo que sea preciso.

Sus instrucciones eran muy vagas, pero la expresión de profundo agradecimiento del oficial le confirmó en su intención. Miró a su alrededor y vio que en el patio, en la puerta de la cochería, en las ventanas del pabellón y en todas partes había heridos y asistentes. Todos le contemplaban ansiosamente y hacían ademán de dirigirse hacia él.

— Venga a la galería, Excelencia —dijo el mayordomo—. ¿Qué quiere que hagamos con los cuadros.

El conde lo siguió hacia la casa repitiendo la orden de no negar un sitio en los carros a los heridos que quisieran marcharse.

— Si es necesario quitaremos algo —añadió en voz baja como si temiera que alguien, pudiese oírle—. ¿Qué le vamos a hacer?

A las nueve se despertó la condesa y Matriona Timofeievna, su camarera vieja, que ejercía cerca de su ama las funciones de jefe de gendarmería, entró a decirle que Maria Karlovna estaba ofendida y que los vestidos de verano de las señoritas no podian ser dejados en la ciudad. Al preguntar la condesa por qué estaba ofendida la señora Schoss, Matriona Timofeievna contestó que habían sacado su baúl del carro y que sacaban otros equipajes y se llevaban heridos porque el conde, con su habitual bondad, lo había dispuesto así. La condesa hizo llamar a su marido.

— Pero, ¿qué es lo que ocurre, amigo mío? ¿Aún descargan más cosas?

— ¿Sabes, querida ...? Ahora venía a decírtelo ... Un oficial ha venido a pedirme que dejara algunos carros para los heridos ... Nosotros podemos comprar todo eso y, en cambio, ellos no pueden quedarse aquí ... ¿No lo comprendes? Los tenemos en casa, en el patio ... Los hemos invitado y me parece que nos los podemos llevar, ¿sabes ...? No hemos de preocupamos por eso ...

El conde hablaba tímidamente, como siempre que tenía que decir algo muy importante.

Siguiendo la costumbre de rebatir todo cuanto su marido le proponía con la habitual actitud de sumisión tímida, dijo:

— Escucha, querido ... Nos has colocado en una situación en que ya no nos dan nada por la casa y ahora quieres perder la fortuna de nuestros hijos. Tú mismo has dicho que en casa hay objetos por valor de cien mil rublos. No puedo consentir que los dejes aquí para que se pierdan. El Gobierno es el que debe preocuparse de los heridos y las autoridades ya deben saber lo que tienen que hacer. Anteayer tú mismo viste cómo de aquí enfrente, de casa de los Lopukhin, se lo llevaban todo. Esto es lo que hacen los inteligentes y únicamente nosotros somos tontos. Ya que no tienes compasión de mí, tenla al menos de tus hijos.

El conde hizo un gesto desesperado y salió de la habitación sin pronunciar palabra.

— ¿Qué ocurre, papá? —preguntó Natacha, que entraba en aquel momento en el cuarto de su madre.

— Nada, nada que te interese —repuso el conde, enfadado.

— No, si lo he oído todo —repuso Natacha—. ¿Por qué no lo quiere mamá?

— ¿Y a ti qué te importa, —gritó el conde.

Natacha se acercó a la ventana y se quedó pensativa.

— ¡Mira, papá! —exclamó de pronto—, Berg viene hacia aquí.

Capítulo XV

Berg, yerno de los Rostov, ocupaba un cargo tranquilo, burocrático, de yudante de jefe de Estado Mayor, y en su pecho colgaban las condecoraciones de San Vladimiro y Santa Ana. También había ascendido al grado de coronel.

El día primero de septiembre había salido de su cuartel para ir a Moscú.

Berg llegó a casa de su suegro en su cochecito bien cuidado, tirado por un par de caballos bien alimentados que parecían los de un príncipe. Besó las manos de Natacha y de Sonia, después de haber abrazado al conde, y se interesó por el estado de salud de la condesa.

— ¡No te preocupes de la salud! —dijo el conde—. Cuéntanos ... ¿Dónde están las tropas? ¿Retroceden o se dará la batalla?

— Únicamente Dios puede conocer los destinos de la patria, papá. El ejército vibra de heroísmo y ahora los generales están reunidos en consejo. ¿Qué acordarán? Nadie lo sabe. Sin embargo, le diré que no hay palabras para describir el heroísmo y la valentía digna de la antigüedad, que las tropas rusas han demostrado en la batalla del día 26.

Y golpeándose el pecho, añadió:

— Le diré francamente, papá, que nosotros, los jefes, no tuvimos que animar a los soldados, porque éstos necesitaban más bien que se les contuviese, como los héroes antiguos ... El general Barclay de Tolly se jugó constantemente la vida al frente de sus tropas ... Nuestro cuerpo estaba situado en la pendiente del montículo. ¡Imaginaos lo que hicimos aquel día! ...

Y Berg se puso a explicar, poseído del mayor entusiasmo, todo lo que había oído contar acerca de la batalla. Natacha, manteniendo fija en el rostro del narrador aquella mirada que cohibía a Berg, lo contemplaba como si quisiera hallar en sus propias palabras la solución de una pregunta que ella se hacía.

— Es imposible elogiar como es debido el heroísmo de nuestros soldados —insistió Berg, como si quisiera halagar a Natacha—. ¡Rusia no está en Moscú, está en el corazón de sus hijos! ¿No es así, papá? ...

En aquel momento salió de su cuarto la condesa. Berg se precipitó hacia ella para besarle la mano, le preguntó por su salud y, expresando con una inclinación de cabeza su compasión, se detuvo cerca de ella.

— Sí, mamá, le digo verdad ... Los tiempos son tristes y penosos para todos los rusos, pero, ¿por qué se inquietan ustedes así? Aún queda tiempo para marcharse ...

— No comprendo qué hacen los criados —dijo la condesa, dirigiéndose a su marido—. Acaban de decirme que no hay nada a punto. Es preciso que alguien dé las órdenes oportunas. Ahora es cuando nos hace falta Mitenka. ¡Esto no se acabará nunca!

El conde quiso decir algo, pero se abstuvo, y levantándose de la silla se acercó a la puerta.

Entonces Berg se sacó el pañuelo del bolsillo como si fuera a sonarse y al ver el nudo que había hecho, permaneció unos instantes pensativo. Después, bajando la cabeza tristemente, dijo con gravedad:

— He de pedirle a usted algo muy importante, papá.

— ¿Qué? —preguntó el conde, deteniéndose.

— Se me ha ocurrido hace un momento, al pasar por delante de la casa de Yusupov ... El administrador, que es un antiguo conocido mío, ha salido y me ha preguntado si yo no querría comprar algo. He entrado a verlo por curiosidad, ¿comprende? Hay un armario pequeño y un tocador. Ya sabe cuánto desea Vera un tocador y un armario como éstos que son una verdadera maravilla. Por esto quisiera darle una sorpresa ... Abajo, en el patio, he visto muchos carros. Déjeme usted disponer de uno de ellos ... Le aseguro que lo pagaré bien ...

El conde frunció el entrecejo y tosió.

— Eso la condesa; yo no doy órdenes.

— Si es muy difícil, no hablemos más de ello —dijo Berg—. Yo únicamente lo pedía por Vera.

— ¡Ya podéis iros todos al diablo! —gritó el conde—. Acabaréis por volverme loco.

Y salió de la habitación.

- La condesa se echó a llorar.

- Sí, mamá, los tiempos son malos —murmuró Berg.

Natacha salió con su padre. Primeramente lo siguió como si quisiera decirle algo, pero después, de repente, echó a correr hacia el patio. Petia, en la entrada, se ocupaba del armamento de los campesinos que se iban de Moscú.

En el patio se hallaban estacionados los carros. Dos de ellos habían sido descargados, y, en uno, había un oficial con su asistente.

— ¿Sabes porqué ? —preguntó Petia a Natacha.

La joven creyó que su hermano le preguntaba por qué se peleaban sus padres y no contestó.

— Porque papá ha querido dar todos los carros para los heridos —dijo Petia—. Me lo ha dicho Vasilitch.

— Creo que es una cobardía, una mala acción, una ... ¡No sé! —gritó Natacha indignada—. ¿Acaso somos unos alemanes cualesquiera?

Se puso a sollozar, y, temerosa de enternecerse desahogando inútilmente su cólera, se volvió y se fue corriendo otra vez hacia la escalera.

Berg, sentado al lado de la condesa, la consolaba respetuosamente. El conde, con la pipa en la mano, se paseaba por la habitación. Natacha entró, con la cara descompuesta por la ira, y se acercó a su madre.

— ¡Es una mala acción! ¡Una bajeza! —gritó—. No es posible que tú hayas ordenado una cosa semejante ...

Berg y la condesa la miraron sorprendidos y asustados.

El conde se detuvo cerca de la ventana para escuchar.

— Mamá, eso no es posible. ¡Mira quién hay en el patio! ¡Se quedan!

— Pero ¿qué tienes? ¿Quiénes son los que se quedan? ¿Qué quieres?

— ¡Los heridos! ¿Quién va a ser? Eso no es posible, mamá. Una cosa así no tendría nombre ... No, mamá, no puede ser ... Perdóname, pero yo te lo suplico ... ¿Qué te importa a ti que se lleven los muebles o que los dejen aquí? Mira a esos infelices en el patio ... ¡Mamá, no puede ser!

El conde miraba por la ventana y escuchaba lo que decía Natacha sin volver la cabeza.

La condesa miró a su hija y viendo su emoción comprendió por qué su marido no se hallaba a su lado. Luego miró con aire extrañado a su alrededor.

— ¡Ah, haced de mí lo que queráis! ¿Acaso he dicho yo algo? —dijo, resistiéndose todavía.

— Mamá, perdóname.

La condesa separó con un gesto a su hija y se acercó al conde.

— Querido, da las órdenes necesarias —murmuró bajando los ojos. No sé qué decir ...

— Los polluelos ..., los polluelos salen a la clueca —dijo alegremente. Y abrazó a su mujer, que ocultó la cara avergonzada en su lecho.

— ¿Se pueden dar las órdenes? —preguntó Natacha—. De todos modos, nos llevaremos lo más necesario.

El conde hizo una seña afirmativa y Natacha salió corriendo hacia el patio.

Los criados, reunidos alrededor de Natacha, no acababan de creer lo que ella les decia y fue preciso que el conde fuera a confirmar en nombre de su esposa, la orden de ceder los carros a los heridos y trasladar las cajas a la bodega.

Los heridos salieron de las habitaciones y subieron a los carros, pálidos y alegres.

En unos instantes circuló el rumor por las casas vecinas de que había carros disponibles y los heridos alojados en ellas corrieron hacia el patio de los Rostov. Muchos de ellos pidieron que no se descargaran los carros diciendo que les bastaba con que les dejaran acomodarse sobre los muebles, pero una vez la resolución estuvo tomada ya no hubo manera de volverse atrás.

— Aquá todavía caben cuatro más —dijo el administrador—. Pueden disponer de mi carro, porque, si no, no hay manera de acomodarlos a todos.

— Podéis dar el carro de mi guardarropa —repuso la condesa—. Dimiatcha vendrá en el coche conmigo.

El carro del guardarropa fue descargado y la condesa envió a buscar unos heridos que quedaban en una casa cercana. Todos los criados y los familiares del conde se sentían alegres y animados. Natacha se hallaba en un estado de animación entusiasta y se consideraba dichosa.

— ¿Dónde hay una cuerda? —gritahan los criados cargando una caja en la trasera de un coche—. Aún faltará un carro.

— ¿Qué hay en éste? —preguntó Natacha viendo que todavía quedaba uno cargado.

— Los libros del conde.

— Dejadlos. Vasilitch los arreglará. No son necesarios ... Este carro está ya lleno de gente. ¿Dónde se meterá Petia?

— Irá en el pescante de este coche, al lado del cochero.

— ¡Sube, Petia! —gritó Natacha.

Sonia tampoco paraba un momento. Sin embargo, las causas de su actividad eran distintas de las de Natacha. Arreglaba los objetos que habían de quedar en la casa, tomaba nota de ellos de acuerdo con las instrucciones que le había dado la condesa, y procuraba llevarse todo lo que podía.

Capítulo XVI

La atención de Sonia estaba centrada en el cochecito cubierto que llevaba al príncipe Andrés. Los carruajes estaban a punto de salir, llenos de heridos, desde el patio de la casa. Hora, las dos de la tarde.

— ¿De quién es ese cochecito? —preguntó Sonia, asomando la cabeza por la portezuela del carruaje.

— ¿No lo sabe usted, señorita? —preguntó la camarera—. Es del príncipe herido que ha pasado la noche aquí. También viene con nosotros.

— Pero, ¿quién es? ¿Cómo se llama?

— ¡Es el príncipe Bolkonsky! —suspiró la camarera—. Dicen que está mortalmente herido.

Sonia saltó del carruaje y se fue corriendo en busca de la condesa. La encontró, vestida ya para el viaje, con chal y sombrero, paseándose por el salón, donde esperaba a su marido y a sus dos hijos para asegurarse de que todas las puertas quedaban bien cerradas y para rezar juntos antes de partir. Natacha no estaba.

— Mamá, el príncipe Andrés está aquí. Está mortalmente herido. ¡Viene con nosotros! —dijo Sonia.

La condesa abrió unos ojos muy asustados y, cogiendo la mano de Sonia, preguntó:

— ¿Y Natacha?

Tanto para Sonia como para la condesa, la presencia del príncipe no tenía otra importancia que el temor de la impresión que pudiera recibir Natacha al enterarse, y esto ahogaba en las dos mujeres la compasión que hubieran debido sentir por un hombre al que apreciaban.

- Natacha no sabe nada, pero viene con nosotros.

— ¿Dices que está mortalmente herido?

— Sí.

La condesa abrazó a Sonia llorando.

— ¡Los designios del Señor son impenetrables! —murmuró, comprendiendo que en todo aquello se veía la mano del Todopoderoso, oculta hasta entonces a las miradas de los hombres.

— ¡Mamá, todo está ya a punto! —dijo Natacha entrando en el salón.

Y al darse cuenta de la cara de preocupación de su madre, preguntó:

— ¿Qué ocurre?

— Nada —contestó la condesa—. Si todo está ya listo, podemos marchar ...

Y se volvió hacia la puerta para ocultar su emoción. Sonia abrazó a Natacha y la besó.

Natacha la miró interrogativamente.

— Pero, ¿qué tienes? ¿Qué ha ocurrido?

— Nada ... nada ...

— ¿Algo malo que se refiere a mí? ¿Qué hay? —insistió la muchacha, cuya perspicacia parecía en aquel momento más despierta que de costumbre.

Sonia suspiró sin contestar. El conde, Petia, la señora Schoss, María Kuzminítchna y Vasilitch entraron en el salón. Después de cerrar las puertas se sentaron todos y permanecieron unos segundos en silencio, sin mirarse.

El conde se levantó y con un suspiro profundo empezó a persignarse, vuelta de cara al icono.

Todos le imitaron. Después, la condesa besó a María Kuzminítchna y a Vasilitch, que se quedaban en Moscú, y mientras ellos le cogían la mano y le besaban los hombros, ella, con la que le quedaba libre, les golpeó ligeramente la espalda murmurando unas palabras vagas, consoladoras y cariñosas.

El viejo cochero Yefim, el único del cual se fiaba la condesa, estaba sentado en el pescante y ni siquiera volvía la cabeza para ver lo que pasaba detrás de él.

Por experiencia adquirida en treinta años, sabia que siempre tardarían en ordenarle ¡Adelante!, y que una vez se lo hubieran dicho, le ordenarían parar un par de veces y mandarían a alguien a buscar algún objeto olvidado, y que después de esto aún le harían parar una vez más, y la condesa se asomaría a la ventanilla y le rogaría en nombre de Nuestro Señor Jesucristo que fuera con prudencia en las pendientes. Finalmente, todos se instalaron, se levantaron los estribos, cerraron la puerta, mandaron a buscar una caja que dejaron olvidada, y la condesa dirigió al cochero sus acostumbradas advertencias. Yefim se descubrió con flema, se santiguó y los postillones y demás criados le imitaron.

— ¡Dios sea con nosotros! —dijo Yefim, calándose otra vez la gorra—. ¡Adelante!

El postillón fustigó a los caballos, el de la derecha se apoyó en el collar, los muelles gimieron y la pesada carroza echó a andar. Raras veces había experimentado Natacha un sentimiento de júbilo tan vivaz como en este momento en que, sentada junto a su madre veía desfilar lentamente ante sí las casas y los muros de Moscú, al que abandonaban a su propia suerte. Asomaba de vez en cuando la cabeza por la ventanilla, contemplaba el largo convoy de heridos que les precedía, llevando a la cabeza la calesa del príncipe Andrés.

Ella procuraba ver quién se ocultaba bajo la capota, y, como iba en primer lugar de la prolongada hilera, no le quitaha los ojos de encima.

Al pasar frente a la torre Sukharev, Natacha, que se divertía observando a los transeúntes, exclamó de pronto con alegre sorpresa:

- ¡Mamá! ¡Sonia! ¡Ved, es él!

— ¿Qué dices? ¿A quién te refieres?

— Mirad, es Bezukhov —dijo Natacha, acercándose a la ventanilla y mirando a un hombre corpulento, ataviado con un caftán de cochero, en quien por su andar y su porte se reconocía solamente a un señor disfrazado y que, seguido de un anciano de rostro amarillento e imberbe, envuelto en un capote de lana, salía de la arcada de la torre.

— ¡Dios mío, es Bezukhov, con un caftán acompañado de un tipo que parece un niño viejo! ¡Dios mío! —repetía Natacha—. ¡Mirad, mirad!

— No es él. ¿Es posible que sueñes semejantes tonterías?

— ¡Mamá! —repuso Natacha—. ¡Apuesto la cabeza a que es él! ¡Pare! ¡Pare! —gritó al cochero. Pero éste no podía parar, porque de la calle Mietchanskaia desembocaban más carros y carretas, y sus conductores gritaban a los Rostov que se apresuraran a despejar el camino.

Pero pese a hallarse lejos, todos los Rostov pudieron ver a Pedro, o alguien que se parecía extraordinariamente a Pedro, que, ataviado con un caftán de cochero, caminaba por la calle, cabizbajo y con una expresión de gravedad en el rostro, llevando a su lado a un anciano bajito de cara imberbe, que tenía todo el aspecto de un criado.

El rostro de Natacha, asomado por la ventanilla, brillaba con irónica dulzura.

— ¡Pedro Kirilovitch! ¡Venga aqui! ¡Le hemos reconocido! ¡Qué sorpresa! —exclamaba, tendiéndole una mano—. ¿Cómo es posible? ¿Por qué está usted aquí?

Pedro tomó la mano que se le tendía y, sin dejar de caminar, pues la carroza no pudo pararse, la besó torpemente.

— ¿Qué le ocurre, conde? —preguntó la condesa, con voz perpleja y compasiva.

— ¿Qué me ocurre? ¿Qué me ocurre? ¿Por qué ...? No me interrogue ... —repuso Pedro, y miró a Natacha, cuyas brillantes y alegres pupilas (él las sentía sin levantar hasta ella las suyas) le envolvían con su gracia.

— ¿Qué hace usted? ¿Acaso se queda en Moscú?

Pedro no rompió su mutismo.

— ¿En Moscú? —dijo finalmente, con acento intempestivo—. Sí, en Moscú. Adiós.

— ¡Ah, cómo me gustaría ser hombre! ¡Me quedaría con usted! ¡Qué bonito sería! —prorrumpió Natacha—. Mamá, prométemelo: deja que me quede.

Pedro la miró distraídamente y quiso decirle algo, pero se lo impidió la condesa.

— Nos han dicho que usted estuvo en la batalla ...

— Sí, estuve —contestó Pedro—. Mañana habrá batalla otra vez ... —comenzó a decir, pero Natacha le interrumpió.

— ¿Qué le pasa, conde? Le veo muy trastornado.

— ¡Ah! No me lo pregunte; ni yo mismo lo sé. Mañana ... ¡Pero, no! ¡Adiós, adiós! —dijo—. ¡Qué tiempos tan horribles!

Y deteniéndose en la acera, dejó que el vehículo siguiera solo su marcha.

Natacha permaneció indecisa mucho rato, asomada, radiante, con el rostro vuelto hacia él, iluminado por una sonrisa alegre y acariciadora, un poco irónica.

Capítulo XVII

Desde el día siguiente a su regreso a Moscú, tan pronto como despertó, Pedro supo, tras unos instantes en los cuales aclaró sus ideas, dónde se encontraba y qué es lo que deseaban de él. Al oír, entre los nombres de las personas que le esperaban para verle, que su criado le decía el de un francés que había sido el portador de la carta de la condesa Elena, se sintió poseído de repente por aquel sentimiento de exasperación que se apoderaba de él a veces, y pensó que todo había terminado, que nadie tenía culpa ni razón, que el porvenir no le aclararía nada y que aquella situación no tenía ninguna salida.

Sonriendo con gran naturalidad y hablando consigo mismo, permaneció un buen rato sin saber qué hacer. Tan pronto se sentaba en el diván como se levantaba y se acercaba a la puerta para mirar por el ojo de la cerradura a los que le esperaban en la antesala.

Cogió un sombrero que había encima de la mesa y salió por la puerta falsa del despacho.

En el pasillo no había nadie. Pedro se dirigió hacia la escalera y bajó hasta el primer rellano. El suizo estaba en el portal. Del rellano partía una escalerilla que conducía a la puerta de servicio.

Pedro bajó por aquella escalera y salió al patio. Nadie lo había visto, pero cuando atravesó la puerta cochera y se encontró en la calle, los cocheros que había allí y el portero se quitaron respetuosamente la gorra saludándole.

Al notar aquellas miradas fijas en él, Pedro hizo como los avestruces, que esconden la cabeza debajo del ala para que no los vean. Bajó la cabeza y, acelerando el paso, se alejó calle abajo.

De todo lo que tenía que hacer aquella mañana, Pedro decidió que lo más necesario y urgente era la selección de los libros y los documentos de Ossip Alexeievitch.

Cogió el primer coche que encontró y se hizo llevar a Patriarchi-Grudi, donde estaba enclavada la casa de la viuda Bazdeiev.

Una vez llegado a Patriarchi-Grudi, buscó la casa de Bazdeiev donde hacía tiempo que no había estado. Se acercó a la puerta y salió a recibirle Guerasim, aquel mismo iejecito paliducho y barbilampiño que Pedro había visto cinco años antes en Torjok con Ossip Alexeievitch.

— ¿Hay alguien en casa? —preguntó Pedro.

— Como las cosas van tan mal, Excelencia, Sofia Danilovna ha marchado a Torjok con sus hijos.

— No importa. Entraré porque he de ver unos libros.

— Ya puede usted entrar, Excelencia. El hermano del difunto, que en gloria esté, Makar Alexeievitch, está en casa ... pero, como usted sabe, es un pobre loco ...

Pedro conocía al hermano de Ossip Alexeievitch, un alcohólico, casi perturbado.

— Sí, lo conozco ... Vamos.

Y entró en la casa.

Un hombre viejo, alto, con la cabeza rapada y la nariz roja, vestido con un batín y con los pies desnudos dentro de unos zuecos, se hallaba en la antesala. Al darse cuenta de la presencia de Pedro, gruñó algo y se alejó por el pasillo.

— Ya lo ve usted ... Era un hombre muy inteligente y ahora está completamente idiotizado —dijo Guerasim—. ¿Quiere usted pasar al despacho?

Pedro hizo un gesto con la cabeza. La puerta del despacho estaba sellada.

— Sofía Danilovna ha ordenado que entregáramos los documentos si venían a buscarlos de parte de usted.

Pedro entró en aquel gabinete oscuro, donde en vida del bienhechor entraba temblando. El despacho, lleno de polvo y sin barrer desde la muerte de Ossip Alexeievitch, parecía aun más oscuro que antes.

Guerasim abrió la estancia, se acercó al armario de los manuscritos y cogió unos de los documentos más importantes de la Orden.

Eran las actas escocesas originales con las notas explicativas del bienhechor. Se sentó ante la mesa-escritorio y puso allí el manuscrito. Lo abrió y lo cerró varias veces y luego, apoyando la cabeza en las manos, se quedó pensativo.

Guerasim asomó la cabeza en distintas ocasiones y vio siempre a Pedro en la misma postura. Pasaron más de dos horas. Guerasim se permitió hacer ruido en la puerta para llamar la atención de Pedro, pero éste no lo oyó.

— ¿Quiere usted que el cochero se vaya? —preguntó acercándose.

- ¡Ah, sí ...! ¡Que se vaya!

Se levantó y cogiendo a Guerasim por el brazo le detuvo junto a la puerta.

— ¿Sabes que mañana habrá una batalla?

— Así lo dicen.

- Sí.

- Te ruego que no digas a nadie quién soy y que hagas todo lo que te diré.

— Será usted obedecido. ¿Quiere que le haga traer algo para comer?

— No. No es esto lo que necesito ... Necesito un traje de campesino y una pistola.

— Está bien —contestó Guerasim.

Pedro pasó todo el día en el despacho del bienhechor paseándose de un extremo a otro y hablando solo. Luego se acostó en la cama que se había hecho preparar allí mismo.

Durante la noche, Makar Alexeievitch, arrastrando sus zuecos, se acercó dos veces a la puerta y se detuvo en el umbral mirando a Pedro con una actitud de curiosidad, pero sin ninguna hostilidad. Sin embargo, cada vez que Pedro se volvía a mirarlo con una expresión de molestia y de disgusto, se recogía el batín y se marchaba de prisa.

Capítulo XVIII

La noche fría, estrellada, húmeda; las primeras tropas se ponían en movimiento para abandonar Moscú a su suerte, sin combatir. Era el día 1 de septiembre cuando el generalísimo Kutusov dio aquella orden a las tropas rusas.

Las primeras tropas se pusieron en movimiento durante la noche. En aquella marcha nocturna no se dieron mucha prisa y avanzaron con lentitud y ordenadamente. No obstante, al amanecer, las tropas que se acercaban al puente de Dorogomilovo descubrieron al otro lado masas importantes de soldados que inundaban las callejuelas de la población apresurándose para llegar al puente. Entonces se apoderó de las tropas un enervamiento y una agitación indecibles y los soldados se lanzaron hacia el puente, hacia los vados y hacia las barcas. Kutusov había ordenado que le condujeran por calles apartadas al otro lado del Moscova.

El 2 de septiembre, a eso de las diez de la mañana, en el barrio de Dorogomilovo no quedaban más que unos cuantos destacamentos de retaguardia. Todo el ejército había pasado el Moscova y se encontraba más allá de Moscú.

Simultáneamente, el 2 de septiembre, a las diez de la mañana, Napoleón se encontraba con sus tropas en la montaña de Poklonnaia y contemplaba el espectáculo que se descubría ante sus ojos. Desde el 26 de agosto al 2 de septiembre, desde la batalla de Borodino a la entrada de los franceses en Moscú, durante toda aquella semana agitada y memorable, hizo aquel tiempo magnífico de otoño que siempre sorprende y maravilla a los hombres.

El sol calentaba más que en la primavera, todo brillaba en una atmósfera pura y suave, los pechos respiraban gozosamente los aromas otoñales, hasta las noches eran tibias y a cada instante caían del cielo estrellas doradas.

Bajando de su caballo, ordenó desplegasen ante él el plano de Moscú y llamó al traductor Lelorme d'Ideville.

Una ciudad ocupada por el enemigo es como una doncella que ha perdido el honor, pensó, repitiendo mentalmente la frase que él mismo le había dicho a Tutchkov en Smolensko.

Y en este estado de ánimo contemplaba a la bella oriental que no había visto nunca y que estaba tendida a sus pies. Hasta a él mismo le parecía extraño que su deseo, que antes le parecía irrealizable, se hubiera cumplido. A la luz de aquella mañana radiante, tan pronto miraba hacia la ciudad como al plano que tenía ante él, comprobando los detalles, y la certidumbre de su posesión le producía una emoción indescriptible y le asustaba al mismo tiempo.

¿Acaso podía ocurrir otra cosa? —pensaba—. He aquí esta capital a mis pies, esperando su destino. ¿Dónde está ahora Alejandro y qué piensa de todo esto? ¡Una ciudad extraña, bella, majestuosa! ¡Qué contentos deben de estar mis soldados! He aqui la recompensa para todos los escépticos. Una sola palabra mía, un gesto de mi mano y la antigua capital de los zares está perdida. Sin embargo, hay que tener clemencia con los vencidos, He de ser magnánimo y verdaderamente grande ... Pero, ¿es verdad que estoy en Moscú? Sí, Moscú es esto, con sus cúpulas y sus cruces doradas que brillan bajo los rayos del sol. Pero yo respetaré esta ciudad. Sobre los antiguos monumentos de la barbarie y del despotismo escribiré las grandes palabras de la justicia y de la misericordia ... Alejandro comprenderá esto mucho mejor, ya lo sé, y esto le será más doloroso que cualquier otra cosa.

Napoleón creia que la impresión principal de lo que ocurría estaba concentrada en su lucha personal contra Alejandro.

Desde el Kremlin ... porque esto es el Kremlin ... dictaré leyes equitativas y demostraré a los rusos el significado de la verdadera civilización. Obligaré a generaciones de boyardos a pronunciar con amor el nombre de su vencedor. Diré a todos que no he querido ni quiero la guerra, que he luchado únicamente contra la política engañosa de la corte, que amo y respeto a Alejandro y que ofreceré a Moscú unas condiciones de paz dignas de mi y de mis pueblos. No quiero aprovechar los azares de la guerra y mi buena fortuna para humillar al emperador que respeto. Boyardos —les diré—, yo no quiero la guerra, yo quiero la paz y la felicidad de mis súbditos. Por otra parte, sé que en su presencia me animaré y les hablaré como les he hablado siempre, con precisión, con solemnidad y con grandeza. Pero, ¿es cierto que estoy en Moscú? Sí, esto es Moscú ...

— Que hagan venir a los boyardos —dijo en voz alta dirigiéndose a sus acompañantes.

Un general con una brillante escolta salió inmediatamente en busca de los boyardos.

Pasaron dos horas. Napoleón había comido ya y se hallaba otra vez en el mismo lugar, en la montaña Poklonnaia, y esperaba la llegada de los boyardos. El discurso que había de pronunciar se dibujaba claramente en su imaginación. Tenía que ser un discurso lleno de dignidad y de grandeza, tal como Napoleón lo concebía.

Entretanto, en las últimas filas del séquito del emperador se entabló una discusión a media voz, pero viva e inquieta, entre generales y mariscales. Los que habían ido a buscar a los boyardos habían regresado con la noticia de que Moscú estaba desierto porque todo el mundo se había marchado. Las caras de todos aquellos militares estaban pálidas y expresaban una profunda emoción, no por el hecho de que Moscú hubiera sido evacuado por sus habitantes, a pesar de la impresión que, evidentemente, esto les había producido, sino por el hecho de tener que decírselo al emperador. ¿Cómo era posible, sin poner a Su Majestad en aquella situación terrible que los franceses llaman le ridicule, comunicarle que era en vano que esperara a los boyardos, y que en Moscú no quedaba más que una multitud de borrachos?

— Al fin y al cabo, tendremos que decírselo —dijo alguien del séquito—. Sin embargo, señores ...

La situación se hacía cada vez más penosa, porque el emperador, elaborando sus planes de magnanimidad, iba y venía febrilmente, y de vez en cuando miraba la carretera de Moscú.

— ¡Es imposible! —convinieron, encogiéndose de hombros aquellos señores del séquito, sin decidirse a pronunciar la palabra terrible, el ridículo ...

En aquel momento, el emperador, cansado de tanta espera inútil y comprendiendo por su instinto de comediante que el momento sublime se prolongaba demasiado, empezó a perder su grandeza e hizo un gesto con la mano. Retumbó un cañonazo y, obedeciendo a aquella señal, las tropas que rodeaban a Moscú por diversos lugares se lanzaron hacia las murallas de Iverskaia y Dorogomilovo.

Arrastrado por el movimiento de las tropas. Napoleón llegó con ellas hasta la barrera de Dorogomilovo. Allí se detuvo otra vez, se apeó de su caballo y anduvo un buen trecho por la parte baja del baluarte del Colegio de la Cámara, esperando a los representantes de Moscú que habían de ofrecerle la rendición.

Cuando, con todas las precauciones posibles, le comunicaron a Napoleón que Moscú había sido evacuado, miró al portador de aquella noticia y, volviéndole la espalda, siguió paseando sin decir nada.

— ¡El coche! —ordenó.

Al llegar el carruaje se sentó al lado del ayudante de campo y se hizo conducir a los suburbios.

— ¡Moscú desierto! ¡Parece mentira! —murmuró.

No entró en la ciudad y se detuvo en la posada del barrio de Dorogomilovo.

El efecto teatral había fracasado.

Capítulo XIX

Detrás de ellas, desde las dos de la madrugada hasta las dos de la tarde, en que las tropas atravesaron Moscú, iban los últimos habitantes, los que no se quisieron quedar en la ciudad, y los heridos.

Durante el paso de las tropas se había producido una confusión enorme, principalmente en los puentes Kammeni, Moskvoretzky y Yausk. Cuando las tropas se dividieron en dos columnas para rodear el Kremlin, por los puentes Moskvoretzky y Kammeni, muchos soldados, aprovechando la parada forzosa y la confusión, retrocedieron y silenciosamente, procurando pasar desapercibidos, se deslizaron por la iglesia de Basilio el Piadoso y la puerta Borovitzky, y se dirigieron a la plaza, donde suponían que no les sería difícil apoderarse de algo.

Una muchedumbre tan numerosa como la que acudía los días de mercado llenaba todas las calles y callejuelas, pero no se oían voces solícitas, ni se veían vendedores ambulantes ni compradores. No se veían más que uniformes y capotes de soldados, sin fusiles, que salían de las casas con bultos y paquetes a pesar de haber entrado en ellas con las manos vacías.

Dos oficíales, uno con una banda por encima del uniforme, montado en un caballo gris, y el otro a pie y con capote, permanecían en la esquina de Ilinka, hablando. Un tercer oficial se les acercó.

— El general ha ordenado que se eche inmediatamente de aquí a todo el mundo, cueste lo que cueste. ¿Qué significa todo esto? ¡Parece mentira! La mitad de la gente ha huido.

Mientras decía esto, se dio cuenta de que tres soldados de infantería sin fusil y con los faldones de los capotes recogidos intentaban introducirse disimuladamente en las filas de su regimiento.

— ¿Dónde vais? —gritó indignado—. ¡Deteneos, canallas!

— Sí, sí ... Es imposible reunirlos —dijo otro oficial—. Es necesario avanzar más de prisa para que los últimos no se vayan ...

— ¿Cómo se entiende avanzar? También tendríamos que detenernos allá abajo. En el puente hay una aglomeración que no permite dar un paso. Sería mejor, tal vez, desplegar l flanco y así los rezagados no podrían huir.

— ¡Pero cualquiera los echa de allí! —gritó el oficial superior.

El oficial de la banda se apeó de su caballo, llamó al tambor y con él penetró en el pasaje de las tiendas. Algunos soldados huyeron corriendo como galgos. Un comerciante, con la cara llena de pecas, malhumorado, se acercó rápidamente al oficial agitando los brazos.

— Señoría —dijo—. Hacedme el favor de venir a defendernos. Os daremos todo lo que os haga falta. Coged terciopelo, si queréis ... Os lo daremos de buena gana. Hasta os lo llevaremos a donde sea preciso ... Si queréis dos piezas también os las daremos, porque nos hacemos cargo de las cosas ... Pero impedid que siga ese saqueo de que estamos siendo víctimas ... ¡Es un latrocinio! Prestadnos la guardia para poder cerrar nuestras tiendas ...

Algunos comerciantes se agruparon alrededor del oficial.

— ¡Con qué sale éste ahora! —dijo uno de ellos—. Cuando a uno le cortan la cabeza no se acuerda de los cabellos. ¡Que cojan lo que quieran ...!

Y haciendo un gesto enérgico con la mano, volvió la espalda al oficial.

— ¡Puedes hablar tú, Ivan Sidoritch! —exclamó, indignado, otro de los comerciantes—. ¡Venid, Señoría!

— Pues, ¿qué he de decir? —gritó el primero—. Aquí, en mis tres tiendas, tengo más de cien mil rublos de géneros. ¿Acaso es posible evitar que nos roben sin protección del ejército? ¡Me hacéis reír! —Y dirigiéndose otra vez al oficial, añadió—: Venid conmigo. Señoría, os lo ruego.

El oficial estaba perplejo y en su cara se leía la indecisión.

— ¿Y a mi qué me importa todo eso? —exclamó de repente.

Y abandonando el grupo de comerciantes, se dirigió de nuevo hacia las filas de los soldados.

De una tienda abierta salía un ruido enorme de golpes y de insultos. Al acercarse el oficial, un hombre vestido con un caftán gris y con la cabeza rapada huyó corriendo.

Desapareció en presencia del comerciante y del oficial. Éste se precipitó sobre el soldado que estaba dentro de la tienda, pero en aquel momento se oyeron unos gritos horribles por aparte del puente Moskvoretzky y el oficial salió de la tienda y se fue hacia allí corriendo.

— ¿Qué ocurre? —preguntó.

Su compañero galopaba ya en aquella dirección. Los gritos, cada vez más estentóreos, parecían venir de la iglesia de Basilio el Piadoso. El oficial montó a caballo y siguió a su compañero. Cuando llegó cerca del puente, vio dos cañones colocados en posición, la infantería que atravesaba el puente, algunos carros volcados, caras asustadas y semblantes alegres de soldados. Al lado de los cañones había un carro con dos caballos. Detrás del carro, junto a las ruedas, se veían cuatro perros de caza con sus collares. El carro contenía un montón de objetos, y encima de todo, al lado de una cuna puesta boca abajo, estaba sentada una mujer que daba unos gritos desesperados y estridentes. Unos soldados explicaron al oficial que los gritos de la multitud y de aquella mujer eran motivados por la orden que había dado el general Ermolov, que al ver aquella enorme multitud obstruyendo el puente y enterarse de que los soldados saqueaban las tiendas, había dispuesto que los cañones fueran colocados en posición de disparar, y amenazaba con ametrallar a aquella gente.

La multitud, empujándose, volcando los carros y gritando desesperadamente, desalojó el puente y las tropas pudieron proseguir su camino.

Capítulo XX

Las puertas de las casas y las tiendas estaban cerradas. Moscú parecía haber muerto antes de que entraran los franceses. Por las calles no veía a nadie, el silencio era absoluto, rotundo. En algunos lugares, sobre todo en las inmediaciones de las tabernas, oíanse gritos aislados o cantos de borrachos. No circulaba ningún coche y eran contadísimas las personas que iban a pie. En la calle Poverskaia reinaban la calma y la soledad más absolutas. En el gran patio de la casa de los Rostov se veían restos de heno y de estiércol, pero ni un ser viviente.

Maria Kuzminitchna, después de limpiar el polvo del clavicémbalo, lo cerró, y, suspirando, salió de la sala cerrando la puerta con llave.

Una vez en el patio, reflexionó acerca de lo que tenía que hacer. ¿Tomaría el té con Vasilitch en su pabellón o acabaría de arreglar las cosas que habían sido descargadas de los carros.

En la calle desierta resonaron unos pasos rápidos que se detuvieron frente a la puerta. El pestillo rechinó bajo la presión de una mano que quería abrirlo.

María Kuzminitchna se acercó a la puerta.

— ¿Qué desea?

— Ver al conde Elias Andreievitch Rostov.

— ¿Quién es usted?

— Un oficial. Necesito ver al conde.

María Kuzminítchna abrió la puerta y un oficial de dieciocho años, de un tipo muy parecido al de Rostov, entró en el patio.

— Ayer se marcharon, señor. Desde anoche están fuera —dijo afablemente María Kuzíninitchna.

El joven oficial se quedó indeciso, sin saber si tenia que entrar o no, y chascó la lengua en señal de disgusto.

— ¡Qué lástima! —dijo—. Debí haber venido ayer. ¡Qué lástima!

Entretanto, María Kuzminitchna examinaba atentamente, con una curiosidad no exenta de simpatía, la cara del joven, cuyos rasgos recordaban los de la familia Rostov, su capote, roto y sus botas viejas.

— ¿Para qué quería usted ver al conde? —preguntó.

— ¡No sé qué hacer! —exclamó el oficial, disgustado, dirigiéndose hacia la puerta como si quisiera marcharse—. Soy pariente del conde ... él siempre me ha querido mucho. ¿Ve usted cómo voy vestido? Pues no tengo dinero y había pensado pedírselo al conde.

María Kuzminitchna no lo dejó terminar.

— ¿Quiere usted esperar un momento, señor? Un momento nada más.

Y cuando vio que el oficial se detenía, la vieja criada se dirigió presurosamente hacía su pabellón.

El oficial, entretanto, se miraba las botas destrozadas y sonreía ligeramente, paseándose por el patio.

— ¡Qué lástima que no esté mi tío! —murmuró—. ¡Qué vieja más amable! ¿A dónde habrá ido? Tendré que preguntarle por dónde he de pasar para encontrar mi regimiento que ha de ir a la barrera Rogojskaia ...

María Kuzminitchna salió con un pañuelo en la mano. Antes de llegar al sitio donde se hallaba el oficial, desató un nudo hecho en una de las puntas del pañuelo, sacó un billete de veinticinco rublos y se lo dio.

— Si Su Excelencia estuviera en casa seguramente le trataría a usted como un familiar ... No obstante, ahora, tal vez ...

María Kuzminitchna se ruborizó al decir esto, pero el oficial aceptó el billete y dio las gracias.

— Si el conde hubiera estado en casa ... —insistió María Kuzminitchna queriendo excusarse—. ¡Que Nuestro Señor le guarde a usted ...!

Y acompañándolo hasta la puerta se despidió.

— Espero que Nuestro Señor le protegerá a usted y le salvará.

El oficial inclinó la cabeza sonriendo y echó a correr por las calles desiertas para reunirse con su regimiento en el puente Yausk. Y María Kuzminitchna, con los ojos húmedos, permaneció un buen rato junto a la puerta cerrada, con la cabeza baja, en una actitud pensativa y sintiendo un impulso inesperado de ternura maternal y de piedad por aquel joven oficial al que no había visto nunca.

Capítulo XXI

Alrededor de una mesa, en una tienda sucia, polvorienta, estaban sentados unos diez o doce obreros. Se oían risas, gritos y canciones en la calle Varvarka, en una casa aún no terminada en cuya planta baja había sido instalada una taberna. Todos estaban borrachos, empapados en sudor y con la mirada extraviada, y bostezaban interrumpiendo sus cantos.

En realidad no tenían ganas de cantar, pero habían bebido mucho y querían demostrar que se divertían. Uno de ellos, un muchacho alto, rubio, con un caftán azul, limpio, y con una nariz fina y distinguida, hubiera sido gracioso y hasta agradable sin los ojos oscuros inmóviles que afeaban su rostro. Estaba en pie al lado de los que cantaban, arremangado hasta los codos, mostrando unos brazos blanquecinos; pensaba, evidentemente, en algo lejano, y agitaba por encima de las cabezas de sus compañeros una mano con los dedos abiertos y sucios. La manga del caftán se le caía constantemente y él se la volvía a subir con la mano izquierda, como si fuera una cosa muy importante que el brazo blanco y marcado por gruesas venas permaneciera descubierto.

Estaban cantando aún, cuando en el vestíbulo se oyó el barullo de una pelea. El muchacho hizo un gesto con la mano.

— ¡Basta! —gritó imperiosamente—. Compañeros, hay bronca.

Y arremangándose el otro brazo salió al patio.

Los obreros salieron detrás de él. Habían bebido en la taberna aquella mañana por instigación del muchacho alto, porque le había llevado al tabernero unas pieles de la fábrica y el tabernero los había obsequiado con vino. Los forjadores de un taller vecino, al oír los gritos de alegría de los que estaban en la taberna, creyeron que allí se divertían mucho y quisieron entrar en el establecimiento. En la puerta se originó una pelea. El tabernero se batía a golpes con los forjadores, y, mientras los obreros salían, un forjador cayó al suelo.

Otro herrero quería hundir la puerta y empujaba al tendero. El muchacho de los brazos arremangados dio al herrero un puñetazo en la cara y gritó estentóreamente:

— ¡Compañeros, están pegando a. los nuestros!

En aquel momento, el forjador que había caído al suelo se levantó y, tocándose la cara llena de sangre, vociferó:

— ¡Socorro! ¡Nos asesinan! ¡Han matado a un hombre! ¡Hermanos!

— ¡Ay, pobres de nosotros! ¡Han matado a un hombre! —chilló con voz aguda una mujer que salía de la casa de al lado.

La multitud rodeó al forjador de la cara ensangrentada.

— ¿No te basta con haber robado al pueblo hasta la última camisa? —dijo una voz dirigiéndose al tendero—. ¿Todavía has tenido que matar a un hombre, bandido?

El muchacho alto, en medio del patio, miraba al tabernero y al forjador. Parecía como si se estuviera preguntando con quién tenía que pelearse.

— ¡Asesino! —gritó de repente, dirigiéndose al tabernero—. ¡Atadlo, hermanos!

— ¿Qué? ¿Quién es que va a atarme? —preguntó el tabernero empujando a la gente que se le echaba encima.

Y quitándose la gorra, la tiró al suelo. Ante esta acción, que parecía tener una importancia amenazadora, los obreros se detuvieron indecisos.

— Compañeros, conozco muy bien la ley —exclamó el tabernero, volviendo a coger la gorra—. Iré a la comisaría de Policía. ¿Acaso te figuras que me asustas? ¿No sabes que el robo es un delito?

El tabernero y el muchacho alto se fueron discutiendo calle arriba. El forjador de la cara ensangrentada iba con ellos. Los obreros les siguieron, hablando y discutiendo.

En la esquina de la calle Marocheika, delante de un gran caserón que tenía las ventanas cerradas, tropezaron con un grupo de unos veinte zapateros que parecían estar muy tristes y muy preocupados.

— Que pague a los trabajadores como es de ley —decía uno de ellos—. Nos ha chupado la sangre hasta ahora, pero ya nos hemos cansado. Nos ha hecho trabajar durante toda la semana y ahora se ha marchado sin pagarnos ...

Al darse cuenta de aquel grupo que subía por la calle Varvarka acompañando a aquel hombre que llevaba la cara llena de sangre, el zapatero se calló y todos los que le escuchaban se acercaron al grupo con curiosidad.

— ¿A dónde van?

— A ver a la policía.

— Así, pues, ¿es verdad que nuestro ejército no sabe lo que se hace?

— ¿Ahora te das cuenta? Escucha lo que dicen.

Las preguntas y las respuestas se entrecruzaban.

El muchacho alto, que no se había dado cuenta de la desaparición de su adversario, no callaba un momento, agitando los brazos desnudos y atrayendo con sus gestos la atención general.

— ¡Que nos enseñen la ley! —gritaba el muchacho alto, cada vez más entusiasmado-. Para esto son los jefes. ¿No es verdad, hermanos ortodoxos? ¡A lo mejor se creían que no había jefes! ¿Pueden ir bien las cosas sin un jefe? Porque si dejan robar a todos ...

Los comentarios de la multitud estaban en consonancia con aquellas frases sin sentido.

— Entonces, ¿es verdad que se van de Moscú?

— Lo han dicho en broma y tú los has creído ...

— ¿Cuántos ejércitos hay en marcha?

— ¿Y les dejarán hacer todo lo que quieran?

— Para esto son los que mandan.

— Escuchad, escuchad lo que dice ése ...

Y señalaban al muchacho alto que seguía perorando sin que acabaran de desvanecerse en su cabeza los vapores del vino que había ingerido. Cerca del muro de la ciudad otro grupo de gente rodeaba a un hombre, vestido con grueso capote, que llevaba un papel en la mano.

- Está leyendo un ucase —dijeron algunas voces.

Entonces todos se acercaron al lector. El hombre del capote leía el bando del 31 de agosto.

Mañana por la mañana, iré a ver al Serenísimo para hablar con él, porque hemos de ponernos de acuerdo respecto a la manera de ayudar a las tropas a aplastar a los malhechores. Empezaremos por arrancarles el alma y luego los aplastaremos y los enviaremos al diablo. Mañana vendré a Moscú a comer y todos pondremos manos a la obra. Haremos que sea necesario para aniquilar a esos bandidos.

— ¿Lo habéis oído? —dijo victoriosamente el muchacho alto—. Él lo arreglará todo.

Un silencio absoluto siguió a estas palabras. El muchacho alto inclinó la cabeza y no se atrevió a insistir. Era evidente que nadie había entendido lo que quería decir el autor del bando. Sobre todo las palabras: Mañana vendré a Moscú a comer, habían entristecido visiblemente al lector y al auditorio.

Los comentarios demostraban la desorientación de la gente.

— ¿Qué habrá querido decir?

— ¡Cualquiera lo sabe!

— Tendremos que ir a preguntárselo.

— ¡Ya lo explicará!

La atención general fue atraída, de repente, por la presencia del jefe de policía que apareció en la plaza acompañado de dos dragones a caballo.

El jefe de policía, que aquella mañana, por orden del conde Rostoptchin.

— ¿Qué es aquella gente? —preguntó a unos hombres que se acercaron tímidamente al coche—. ¿Qué hace allí aquella multitud?

— Señoría —contestó el hombre del capote grueso que también se había aproximado—, obedeciendo el decreto del conde, quieren servir hasta la muerte y no quieren rebelarse. El conde, antes de marcharse lo ha dicho así.

— El conde no se ha marchado —dijo el jefe de policía—. Está aquí y ya recibiréis sus órdenes.

Y dirigiéndose al cochero, gritó:

— ¡Adelante!

La multitud rodeó a los que habían hablado con el jefe de policía y con la mirada siguió el coche que se alejaba.

El jefe de policía se volvió con una expresión de miedo en el semblante y, al ver aquellos ojos fijos en él, dijo algo al cochero, y el coche se alejó con más rapidez.

— ¡Compañeros, nos están engañando! —gritó el muchacho alto—. ¡Vamos a su casa! ¡Vamos, compañeros, a que nos lo expliquen!

Y la multitud echó a correr detrás del carruaje por la calle Lubianka.

— Los ricos y los negociantes se han marchado, y nosotros hemos de quedarnos aquí para morimos de hambre. ¿Acaso somos perros?

Estas exclamaciones airadas se oyeron constantemente a partir de aquel momento entre la multitud.

Capítulo XXII

Porque no le habían invitado a la reunión del Consejo de Guerra, y porque Kutusov no le había hecho caso alguno de tomar parte en la defensa de la capital, en la tarde del primero de septiembre, luego de su entrevista con el generalísimo, el conde Rostoptchin regresó a Moscú molesto y ofendido.

Después de haber cenado, el conde, sin desnudarse, se tendió en el canapé y se durmió.

A la una fue despertado por un correo que le trajo una carta de Kutusov. En la carta se decía que, debiendo retirarse las tropas por el camino de Riazán, más allá de Moscú, tuviese la bondad de enviar fuerzas de policía para facilitar el paso del ejército a través de la ciudad. Aquella noticia no fue, desde luego, una novedad para Rostoptchin.

Rostoptchin, hombre impulsivo y sanguíneo, que se había pasado la vida en las altas esferas de la administración, no tenía, a pesar de sus sentimientos patrióticos, la menor idea acerca de aquel pueblo que él creía gobernar. Después de que el enemigo hubo tomado Smolensko, Rostoptchin adoptó de buena fe el papel de guía y mentor del sentimiento popular del corazón de Rusia. No sólo le parecía que dirigía los actos externos de los habitantes de Moscú, sino que guiaba sus sentimientos con sus proclamas y sus carteles redactados en aquel idioma artificial que el pueblo despreciaba porque no lo comprendía cuando procedía de las alturas.

Le gustaba tanto a Rostoptchin el papel de guía del sentimiento popular y se sentía tan identificado con él, que la necesidad de renunciar a él, la necesidad de abandonar Moscú sin ningún acto heroico, le había cogido desprevenido y, de repente, se sentía resbalar sobre el terreno que pisaba y no sabía lo que tenía que hacer. Sabía que Moscú sería abandonado, pero no podía acabar de creerlo. Su imaginación no le transportaba a aquella nueva situación.

Toda su actividad, muy enérgica, pero que no era de ninguna utilidad, iba encaminada a excitar en los habitantes de Moscú los sentimientos que él experimentaba: el odio patriótico contra los franceses y la confianza en sí mismo. Pero cuando el acontecimiento adquirió proporciones históricas, cuando resultó insuficiente el expresar únicamente con palabras aquel odio contra los invasores, cuando aquel odio no pudo expresarse más que en una batalla, cuando su confianza en sí mismo fue completamente inútil para cambiar la suerte de Moscú y cuando los ciudadanos huyeron abandonando sus bienes y demostrando con este acto negativo toda la fuerza de su sentimiento nacional, entonces el papel adoptado por Rostoptchin perdió enteramente su valor y el gobernador general de Moscú se encontró solo, débil, ridículo, sin un terreno apropiado para desenvolverse.

Al recibir la carta breve, fría e imperiosa de Kutusov, Rostoptchin se sintió tanto más molesto cuanto que se consideraba culpable. Precisamente quedaba en Moscú todo lo que le había sido confiado, los bienes del Tesoro que hubiera debido evacuar. Llevárselo todo ya no era posible.

— ¿Quién tiene la culpa de que hayamos llegado a este extremo? —murmuró—. Evidentemente, la culpa no es mía. Yo lo tenía todo preparado. ¡A esto nos han conducido los bandidos y los traidores!

Sintiendo la situación falsa y ridicula en que se hallaba, creía esto, pero no acertaba, desde luego, a definir quiénes eran aquellos traidores y aquellos bandidos.

Inmediatamente después de haber recibido la carta de Kutusov se puso a dar órdenes.

De todas partes llegaban personas a recibirlas. Los que le rodeaban no le habían visto nunca tan irritado como aquella noche.

— Excelencia, han venido a buscar órdenes de parte del director de los Archivos, del Consistorio, del Senado, de la Universidad, de la Torre ... El arzobispo pide instrucciones ... ¿Qué órdenes hay que dar a los bomberos ...? El director de la cárcel pregunta qué ha de hacer ... El director del manicomio espera órdenes de Vuestra Excelencia ...

Durante toda la noche las preguntas y las consultas se sucedieron constantemente.

El conde contestaba siempre con réplicas breves, irritadas, que demostraban que aquellas órdenes eran ya inútiles, que toda la obra realizada por él se había venido abajo por culpa de alguien y que aquel alguien tendría la responsabilidad de todo lo que pudiera ocurrir.

— Y bien, dile a ese imbécil que haga lo que quiera —contestó a la pregunta del director de los Dominios respecto a la conveniencia de guardar la documentación. Y refiriéndose a la consulta de los bomberos respondió, indignado, que si tenían caballos que se fueran a Vladimir.

— ¡Qué tonterías! —vociferó— . ¡Estas preguntas no las hacen más que los idiotas!

— Excelencia, el encargado del manicomio ha venido a pedir órdenes ...

— ¿Órdenes? ¡Que se vayan todos! Y que pongan a los locos en libertad. Cuando aqui los locos mandan en nuestro ejército. Dios ya se encargará de proteger a esos otros.

Cuando se le preguntó qué había que hacer con los presos, el conde repuso malhumorado al director de la cárcel:

— ¿Qué? ¿Quieres que te dé dos batallones de la guardia que no tenemos? Suéltalos a todos.

— Excelencia, hay algunos criminales políticos, Metchkov, Verestchaguin ...

— ¿Verestchaguin? ¿Todavía no lo han ahorcado? —exclamó Rostoptchin cada vez más fuera de sí—. ¡Traédmelo ...!

Capítulo XXIII

Todos cuanto podían pedirle órdenes al gobernador se abstenían de ello. Esto ocurría desde las nueve de la mañana mientras las tropas continuaban atravesando Moscú. Los que se veían precisados a quedarse, obraban por cuenta propia sin consultarle al conde.

Rostoptchin ordenó que engancharan el coche para ir a Sokolniki. Estaba sentado en su despacho. Permanecía con los brazos cruzados y la palidez de su rostro demostraba la tormenta interior que agitaba su alma.

El jefe de policía, que había sido detenido por la multitud ávida de saber noticias, entró en la residencia del conde al mismo tiempo que el ayudante de campo anunciaba al gobernador general que los caballos estaban preparados. El jefe de policía, tras dar su acostumbrado informe, comunicó al conde que en el patio había una gran muchedumbre que deseaba verle.

Rostoptchin, sin contestar una palabra, se levantó y apresuradamente subió a su salón, lujoso y claro.

A través de la ventana cerrada se oía el sordo murmullo de las voces.

— ¿Está preparado el coche? —preguntó Rostoptchin alejándose de la ventana.

— Sí, Excelencia —contestó el ayudante de campo, que le había seguido al salón lo mismo que el jefe de policía.

Rostoptchin se acercó otra vez al balcón.

— Pero, ¿qué es lo que quieren? —preguntó , dirigiéndose al jefe de policía.

— Excelencia, dicen que se han reunido para actuar contra el enemigo cumpliendo vuestras órdenes. No sé qu é gritaban contra la traición. La muchedumbre se muestra agitada, Excelencia. Casi no he tenido tiempo de pensar. Sí Su Excelencia me lo permite, diré ...

— Haga el favor de marcharse. No le necesito para saber lo que he de hacer —gritó Rostoptchin.

Se hallaba cerca del balcón y seguía mirando a la gente que se había congregado en el patio.

— ¡Esto es lo que han hecho del pueblo de Rusia y lo que han hecho de mí! —murmuró, sintiéndose poseido de una cólera irrefrenable contra los culpables de aquella situación.

Como ocurre siempre con los hombres impulsivos, la ira lo dominaba en aquellos instantes y buscaba un objeto para desahogarse.

— He aquí al pueblo, la espuma del pueblo, la plebe que ellos han excitado con su estupidez —siguió diciendo—. Necesitan una víctima.

La idea de que el pueblo necesitaba una víctima era un argumento necesario para su cólera.

— ¿Está preparado el coche? —preguntó por segunda vez.

—Sí, Excelencia —dijo el ayudante de campo—. ¿Qué se ha de hacer con Verestchaguin? Espera en el portal ...

— ¡Ah! —exclamó Rostoptchin como si de repente se hubiera acordado de algo. Y abriendo rápidamente la puerta salió al balcón. Las conversaciones cesaron como por encanto, los sombreros y las gorras desaparecieron de las cabezas de aquellos hombres y todas las miradas se fijaron en el conde.

— ¡Buenos días, hijos míos! —dijo Rostoptchin en voz alta—. Os agradezco que hayáis venido. En seguida me reuniré con vosotros, pero antes hemos de ajustar las cuentas a un malhechor. Hemos de castigar al bandido que ha causado la pérdida de Moscú. Esperad un momento ...

Después de haber pronunciado en un tono altisonante estas palabras volvió a entrar en el salón y cerró la puerta.

Un vivo rumor de aprobación recorrió los grupos.

— Ahora se las entenderá con todos los picaros.

— Y vosotros que decís que los franceses ...

— Ya verás qu é órdenes va a dar ...

Entre ellos procuraban inspirarse el entusiasmo que cada uno creía sentir reprochándose mutuamente la desconfianza que todos habían demostrado anteriormente.

Unos minutos después la puerta principal se abrió y dio paso a un oficial que ordenó rápidamente algo y los dragones se alejaron. La multitud pasó de debajo del balcón al portal. Rostoptchin, muy indignado, salió precipitadamente y miró a su alrededor como si buscara a alguien.

— ¿Dónde está? —preguntó.

Al decir esto se dio cuenta de que, en una de las esquinas de la casa, hallábase, vigilado por dos dragones, un joven alto, de cuello largo y con la cabeza medio afeitada. De los tobillos le pendían las cadenas que le impedían casi andar y que le obligaban a seguir un paso vacilante.

— ¡Ah! —exclamó Rostoptchin apartando vivamente la mirada del preso. Y señalando el escalón inferior de la entrada añadió—: Traedlo aquí.

El joven, arrastrando las cadenas, subió penosamente al escalón indicado y con un dedo se estiró el cuello de la pelliza que le oprimía la garganta.

Mientras el preso se instalaba en el escalón hubo unos momentos de silencio.

Rostoptchin, entretanto, se frotó la cara con la mano.

— ¡Hijos míos! —dijo de repente con voz sonora, metálica—. Ese hombre, Verestchaguin, es el miserable que ha originado la pérdida de Moscú.

El joven se mantenía en una actitud resignada, con las manos cruzadas sobre el pecho y la espalda ligeramente encorvada. Su cara delgada, pálida, deformada por el cráneo medio afeitado, tenía una expresión desesperada.

— ¡Ha traicionado al zar y a la Patria! —dijo Rostopchin con voz fuerte, violenta. ¡Se ha vendido a Napoleón! ¡De todos los rusos es el único que ha deshonrado el nombre de Rusia! ¡Moscú se pierde por su culpa ...!

Su mirada se dirigió involuntariamente a Verestchaguin que continuaba en la misma actitud de inmovilidad y, como si aquella visión lo excitara todavía más, gritó:

— ¡Haced de él lo que queráis! ¡Os lo entrego!

La multitud callaba estrechándose cada vez más.

Los que estaban en primera fila y que, boquiabiertos y atónitos veían lo que pasaba, se esforzaban por repeler los empujones de los que estaban detrás y pugnaban por acercarse

— ¡Matadlo! ¡Que muera el traidor! ¡Que no pueda volver a deshonrar el nombre de Rusia! —gritó Rostoptchin—. ¡Matadlo! ¡Yo lo ordeno ...!

La multitud, que no entendía bien las palabras de Rostoptchin, pero que se daba cuenta del tono colérico de su voz, se estremeció, hizo un movimiento como para acercarse al escalón donde se hallaba el preso, pero luego se detuvo y retrocedió otra vez.

— ¡Conde! —dijo en medio de aquel silencio la voz tímida y temblorosa de Verestchaguin—. ¡Conde, únicamente Dios puede disponer de nosotros!

Levantó la cabeza y, nuevamente, la vena del cuello pareció que iba a rompérsele con la presión de la sangre.

— ¡Destrozadlo! ¡Yo lo mando! —vociferó Rostoptchin, tan pálido como el mismo Verestchaguin.

— ¡Atención! —gritó el oficial de dragones, desenvainando su espada.

Otro impulso más fuerte que el primero agitó las filas de la multitud y empujó a los que estaban delante hacia los escalones del portal. El muchacho alto de la taberna de la calle Varvarka se encontró con la mano levantada y con el más vivo estupor reflejado en el rostro, al lado de Verestchaguin.

— ¡Pegadle! —murmuró el oficial de dragones.

Uno de los soldados, con la cara deformada por la cólera, golpeó con la vaina de su sable la cabeza de Verestchaguin.

— ¡Ah! —gimió Veretschaguin mirando extrañado a su alrededor, sin comprender por qué le pegaban.

Otro gemido de extrañeza y de horror recorrió la multitud.

— ¡Oh, Dios mío! —se oyó todavía.

Después de su primera exclamación de extrañeza, Verestchaguin gritó, quejándose por el dolor físico que sentía, y este grito fue su perdición. El freno de la compasión humana, que se mantenía tirante hasta el último grado y que contenía aún a la multitud, se rompió instantáneamente. El crimen había empezado y era preciso acabarlo. El gemido quejumbroso de la víctima fue ahogado por el aullido terrible, espantoso, de la multitud.

Una oleada, como el último golpe de mar que destruye el buque, se extendió desde las últimas filas, llegó hasta las primeras, lo arrastró todo y se lo llevó todo.

El dragón que habla pegado a Verestchaguin quiso darle otro golpe. Verestchaguin, exhalando un grito de horror y queriendo defenderse con las manos, se echó sobre la gente. El muchacho alto con el cual había tropezado, agarró a Verestchaguin por el cuello y dando un grito salvaje cayó con él bajo los pies de la multitud delirante. Unos pegaban y herían a Verestchaguin y otros al muchacho. Durante mucho rato no pudo el dragón sacar de entre los pies de la gente al obrero cubierto de sangre, apaleado, medio muerto, y, durante mucho rato también, los que herían y destrozaban a Verestchaguin no pudieron acabar de matarlo.

No se oian más que exclamaciones y gritos salvajes:

— ¡Dale un golpe en la cabeza!

— Lo han aplastado ...

— El traidor había vendido el nombre de Cristo ...

— Todavía vive.

— ¡Duro con él!

— Le está bien empleado ...

— ¿Todavía no ha muerto?

Únicamente cuando la víctima dejó de moverse y sus gritos horrendos se fueron transformando en unos gemidos tenues y regulares, la multitud empezó a retirarse apresuradamente del lado de aquel hombre tendido en el suelo y cubierto de sangre. Luego, todos se fueron acercando para ver lo que habían hecho y retrocedían con un sentimiento de horror, de extrañeza, de lástima.

— ¡Señor! ¡Señor! —se oía decir a la gente—. ¡El pueblo es igual que una bestia salvaje!

— ¡Era tan joven ...!

— Seguramente debía de ser un comerciante.

— Dicen que no es él.

— ¿Cómo?

— Lo han tomado por otro.

— Dicen que todavía respira ...

Y todos se acercaban con un gesto compungido y con una expresión lastimera para contemplar al cadáver, que tenía la cara llena de sangre y de polvo y destrozado el cuello largo y delgado.

Un agente de policía ordenó a los dragones que retiraran aquel cadáver del patio de Su Excelencia y que lo llevaran a la calle.

Mientras caía Verestchaguin y la multitud se arremolinaba a su alrededor profiriendo gritos salvajes, Rostoptchin, cada vez más pálido y más convulso, en vez de dirigirse a la escalera de servicio donde le esperaba el coche, sin saber él mismo por qué, se encamino con la cabeza baja hacia el pasillo que conducía a las habitaciones interiores.

— Por aqui, Excelencia ... Es por aquí —dijo una voz temblorosa y asustada.

El conde Rostoptchin no podía contestar. Se volvió y dócilmente se dirigió hacia donde le indicaban. El cochero se hallaba al pie de la escalera. Hasta allí llegaba el rumor lejano de la multitud.

Mecido suavemente sobre los muelles elásticos del carruaje y no oyendo ya los gritos terribles de la multitud, Rostoptchin se tranquilizó fisicamente y, como suele ocurrir siempre, con la calma fisica su espíritu se serenó.

— Verestchaguin estaba juzgado y condenado a muerte —murmuró, a pesar de que sabía que el Senado lo había condenado únicamente a trabajos forzados—. Era un traidor y yo no podía dejarlo sin su castigo. Y, además, de un tiro he matado dos pájaros. He calmado al pueblo dándole una víctima y he ejecutado a un malhechor.

Al llegar a Sokolniki empezó a ocuparse de sus asuntos de familia y esto acabó de tranquilizarlo.

Media hora después atravesaba, al trote de los caballos, los campos de su propiedad y ya no se acordaba de lo que había ocurrido; pensando únicamente en lo que había de suceder. Dirigíase hacia el puente Yausk, donde, segián le habían dicho, se encontraba Kutusov.

Los campos de Sokolniki estaban desiertos. Únicamente a lo lejos, cerca del hospital y del manicomio, se divisaban grupos de hombres con vestidos blancos y algunas mujeres, vestidas de la misma manera, que se paseaban por los campos hablando y agitando los brazos.

Uno de aquellos hombres echó a correr, cortando el camino por delante del coche de Rostoptchin. El conde, el cochero y los dragones que lo acompañaban miraron con un vago sentimiento de horror y de curiosidad a aquellos locos liberados y especialmente al que corría delante del coche.

Aquel loco, con unas piernas largas y delgadas, vacilantes, y con un vestido que flotaba al aire, corría rápidamente mirando fijamente a Rostoptchin, gritando algo con voz ronca y haciéndole señas para que se detuviese.

La cara del loco, encuadrada en unos mechones irregulares y una larga barba revuelta, era descarnada y amarilla.

Las pupilas negras, movedizas, inquietas, se movían en la parte inferior de los ojos.

— ¡Eh! ¡Detente! ¡Te digo que te detengas! —gritó el loco con una voz estridente.

Se puso a correr al lado del carruaje haciendo unas contorsiones y unos gestos desordenados.

— Me han matado tres veces ... Tres veces he resucitado de entre los muertos ... Me han lapidado ... Me han crucificado, pero resucitaré otra vez ... Me han destrozado ... El reino de Dios desaparecerá ... Destruiré tres veces y edificaré tres veces ...

El conde Rostoptchin palideció, igual como había palidecido cuando la multitud se echó sobre Verestchaguin, y se volvió hacia el cochero.

— ¡De prisa ...! ¡Más de prisa ...!

El coche corría velozmente, pero durante mucho rato el conde Rostoptchin siguió oyendo detrás de él los gritos desaforados del loco, mientras ante sus ojos se le aparecía la cara asustada, llena de sangre, del traidor con su pelliza corta forrada de azul.

El ejército seguía aglomerándose cerca del puente Yausk. Hacía calor. Kutusov, triste, con el entrecejo fruncido, estaba sentado en un banco, cerca del puente, y con el mango de su látigo hacía dibujos en la arena, cuando el carruaje se le acercó con gran estrépito. Un hombre, con uniforme de general y sombrero con plumas, con unos ojos que tan pronto miraban coléricos como asustados, se acercó a Kutusov y empezó a decirle algo en francés. Era el conde Rostoptchin. Declaró que iba allí porque ya no había ni Moscú, ni capital, sino únicamente un ejército.

— Todo esto no hubiera ocurrido si vuestra Excelencia no hubiese dicho que Moscú no se rendiría sin lucha. Todo esto no hubiera ocurrido.

Kutusov miró a Rostoptchin y como si no comprendiera el sentido de aquellas palabras intentaba ver algo de particular en el semblante de su interlocutor.

Rostoptchin, confuso, calló.

Kutusov inclinó la cabeza y, sin dejar de mirar la cara de Rostoptchin, dijo en voz baja:

— ¡Claro que no daré Moscú sin lucha!

¿Pensaba Kutusov, al decir eso, en otra cosa o lo decía con la plena conciencia de la insensatez que significaba?

El conde Rostoptchin, sin embargo, no dijo nada y se alejó apresuradamente de aquel lugar.

Capítulo XXIV

Delante de las tropas de Murat iba un destacamento de húsares de Würtemberg, y el rey de Nápoles en persona, detrás. Eran exactamente las cuatro de la tarde y los franceses entraban en Moscú.

En medio del Arbatskaia, cerca de la iglesia de San Nicolás, Murat se detuvo para esperar las noticias del correo de avanzada y saber en qué situación se hallaba la fortaleza, el Kremlin.

Alrededor de Murat se formó un pequeño grupo de curiosos, gentes que no se habían movido de Moscú. Todos miraban con extrañeza y con timidez a aquel jefe extranjero de largos cabellos y adornado con oro y con plumas.

— ¿Es su rey? —preguntaban unos. El intérprete se acercó al grupo.

— ¡No está mal! —decía n otros.

— Descubrios —se dijeron entonces los unos a los otros.

El intérprete se dirigió a un portero viejo y le preguntó si el Kremlin estaba muy lejos.

U n oficial del correo de avanzada se reunió con Murat y le dijo que las puertas de la fortaleza estaban cerradas y que allí debía haber alguna trampa.

— Está bien —dijo Murat.

Y dirigiéndose a uno de los personajes de su séquito le ordenó que hiciera avanzar cuatro cañones ligeros y los colocara frente a las puertas en posición de disparar.

La artillería salió al trote de entre la columna que seguía a Murat y se acercó al Arbatskaia.

Al llegar al extremo de la calle se detuvo y se colocó en posición. Algunos oficiales franceses instalaron los cañones y se pusieron a mirar el Kremlin con sus anteojos de larga vista.

El carillón del Kremlin se puso a tocar a vísperas y esto sorprendió a los franceses, haciéndoles creer que se trataba de un llamamiento a las armas. Algunos soldados de infantería corrieron hacia la puerta de Kutafiev, que estaba atrancada con tablones. Cuando el oficial se acercó a la batería, detrás de la puerta sonaron dos disparos. El general que estaba cerca de los cañones dio entonces al oficial unas órdenes y los soldados se colocaron en sus puestos.

A través de la puerta se oyeron todavía tres tiros más. Uno hirió a un soldado francés en la pierna. Detrás de los tablones resonaron unos gritos extraños. En aquel momento, como a consecuencia de una orden, la expresión tranquila y satisfecha de la cara del general, de los oficiales y de los soldados franceses se transformó en una expresión atenta y concentrada de hombres dispuestos a la lucha y preparados para el peligro. Los gritos que se oían detrás de las puertas cesaron de repente. Los artilleros encendieron las mechas, el oficial dio la orden de fuego y dos grandes detonaciones retumbaron, una después de otra.

La metralla chisporroteó sobre las piedras y sobre los tablones y en la plaza se levantaron densas columnas de humo. Poco después de haber cesado el retumbar de los cañones franceses oyóse por encima de las cabezas de los soldados un rumor extraño. Una bandada inmensa de cuervos se había levantado de los muros de la fortaleza y se alejaba graznando y batiendo las alas. Simultáneamente se oyó un grito humano, aislado. Un hombre, sin nada en la cabeza y vestido con un caftán, apareció en la puerta, en medio de la humareda, y con un fusil apuntó a los franceses.

— ¡Fuego! —gritó nuevamente el oficial.

Un disparo de fusil y dos cañonazos estallaron al mismo tiempo. Una densa nube de humo ocultó otra vez las puertas.

Detrás de aquellas puertas no se notaba ningún movimiento y los soldados franceses de infantería entraron en la fortaleza con los oficiales. Tendidos en el suelo había tres heridos y cuatro muertos. Dos individuos, vestidos con caftanes, corrian hacia abajo, siguiendo el muro, hacia la calle Znamenka.

— ¡Quitad todo eso! —dijo un oficial señalando los tablones y los cadáveres.

Unos soldados remataron a los heridos y arrojaron los cadáveres al otro lado de la muralla.

Nadie supo quiénes eran aquellos hombres. ¡Quitad todo eso!, fue lo único que se dijo de ellos, y los quitaron de allí y los arrojaron lejos para que no apestaran al corromperse.

Únicamente Thiers ha consagrado algunas líneas a su memoria:

Aquellos miserables habían invadido la catedral sagrada, se habían apoderado de unos fusiles del arsenal y disparaban contra los franceses. Fueron rematados a sablazos y se limpió el Kremlin de su presencia.

Se informó a Murat de que el camino estaba libre. Los franceses entraron y empezaron a instalar su campamento en la plaza del Senado. Los soldados entraron en este edificio y arrojaron por las ventanas sillas y muebles para preparar hogueras.

Otros destacamentos atravesaron el Kremlin y se instalaron en las calles Marosseika, Lubianka y Pokrovka, otros acamparon en las calles Vodsviyenko, Znamenka, Nikolskaia y Iverskaia.

Tan pronto como los soldados se dispersaron por las casas vacías y llenas de riquezas, el ejército desapareció instantáneamente para siempre. No fueron ni soldados ni ciudadanos, sino una cosa intermedia que podríamos denominar rapiñadores. Cuando, cinco semanas después, aquellos mismos hombres salían de Moscú, ya no formaban un ejército, sino una banda de malhechores, cada uno de los cuales se llevaba lo que le parecía de más valor.

Aquel mismo día los jefes franceses habían circulado órdenes para impedir que las tropas se dispersaran por la ciudad, para prohibir severamente cualquier violencia contra los habitantes y para evitar que se cometieran robos, pero, a pesar de todas las medidas, los hombres que habían formado el ejército se esparcían por la ciudad rica, confortable y vacia donde abundaban las reservas.

En Moscú no había habitantes y los soldados franceses, como el agua en la arena, se filtraron y se extendieron por todas partes desde el Kremlin, donde habían entrado primeramente. Los soldados de caballería, que penetraban en una casa rica, abandonada con todos sus bienes, y que encontraban magníficos establos para sus caballos y otras cosas para ellos, se iban luego a una casa vecina porque les parecía más agradable. Muchos escribían sus nombres con yeso en las casas que ocupaban y se las disputaban con los soldados de otros destacamentos. Sin perder el tiempo ni para instalarse, los soldados corrian por las calles, miraban la ciudad y, al ver que todo estaba abandonado, se iban hacia donde creían que podían encontrar objetos de más valor. Los jefes hacían todo lo posible por contener a los rapiñadores, pero ellos mismos acababan por cometer actos semejantes.

Los franceses atribuyen el incendio de Moscú al feroz patriotismo de Rostoptchin y los rusos lo atribuyen al salvajismo de los franceses. En realidad, las causas del incendio de Moscú, si es que ese incendio puede ser achacado a algún personaje, no existían ni podían existir.

Moscú ardió porque se hallaba en las mismas condiciones que cualquier otra ciudad construida de madera, y había de arder porque los bomberos se encontraron con que las ciento treinta bombas de que disponían eran defectuosas. Moscú tenía que arder porque sus habitantes se habían marchado. Era tan inevitable aquel incendio como el incendio de un montón de virutas sobre el cual están cayendo chispas de fuego durante dias enteros.

Capítulo XXV

La dispersión de las tropas francesas comenzó a las cuatro de la tarde del 2 de septiembre, por el barrio en el cual vivía Pedro, al que el continuo aislamiento de aquellos últimos días le estaba llevando al borde de la locura. Una idea fija se había apoderado de su cerebro. Ni él mismo sabía cómo ni cuándo, pero aquella idea lo obsesionaba tan fuertemente que no se acordaba del pasado, no comprendía nada del presente y todo lo que veía le parecía un sueño.

Pedro había abandonado su casa únicamente para huir de las complicaciones de la vida en un momento de confusión. Había ido a casa de Ossip Alexeievitch con el pretexto de escoger los libros y los documentos del difunto, pero el verdadero motivo era la esperanza de encontrar allí la calma y la tranquilidad que necesitaba.

Cuando Guerasim lo despertó de su sueño, Pedro recordó que tenía que tomar parte en la acción de defensa popular proyectada en Moscú, y con este objeto pidió inmediatamente a Guerasim que le procurara un caftán y una pistola, y le explicó la intención que tenía de no moverse de la casa de Ossip Alexeievitch ocultando su personalidad. Luego, cuando hubo pasado un día entero en aquella soledad ociosa y hubo intentado inútilmente varias veces fijar su atención en los manuscritos masónicos, volvió a ocurrírsele insistentemente la idea que en otros tiempos había tenido acerca de la importancia cabalistica de su nombre en relación con el de Bonaparte. No obstante, la idea de que él, el ruso Bezukhov, estaba destinado a acabar con el poder de la bestia, se le ocurrió únicamente como uno de aquellos sueños que, sin motivo y sin dejar rastro alguno, cruzan a veces por la imaginación.

Cuando después de haber adquirido el caftán, solamente para tomar parte en la proyectada defensa de Moscú, se encontró con los Rostov, y Natacha le dijo: ¿Se queda usted? ¡Ah! ¡Está bien!, pensó que, efectivamente, estaba bien quedarse y cumplir su destino incluso en el caso de que Moscú fuera tomado por el enemigo.

Al día siguiente, con la idea de hacer todo lo que fuera necesario, y de no ostrarse indigno de ellos, fue a la muralla de las Tres Montañas. Sin embargo, cuando volvió a la casa de Ossip Alexeievitch convencido de que Moscú no se defendería, comprendió de repente que aquello que antes se le presentaba únicamente como una posibilidad, se convertía entonces en una cosa precisa e inevitable. Tenía que quedarse en Moscú ocultando su nombre y encontrar a Napoleón y darle muerte para acabar con las desdichas de toda Europa que, según él, provenían de Napoleón y de nadie más.

Pedro conocía todos los detalles de un atentado cometido por un estudiante alemán contra Bonaparte, en Viena, en 1809, y sabía que el estudiante había sido fusilado, pero el peligro en que ponía su vida al realizar su propósito, lejos de asustarle, le servía de estímulo y acicate.

Eran las dos de la tarde. Los franceses estaban entrando en Moscú. Pedro lo sabía y, en vez de obrar, pensaba únicamente en su proyecto y en los más pequeños detalles del mismo. En sus sueños, Pedro no se representaba bien la manera de dar el golpe, ni la muerte de Napoleón, pero en cambio se imaginaba con una claridad extraordinaria su propia pérdida y su valor heroico.

— Si, yo solo por todos, he de hacerlo morir —murmuró—. Me acercaré a él y en seguida, de improviso ... ¿Con la pistola o con un puñal ...? ¡Lo mismo da! No soy yo, sino la mano de la Providencia, quien lo castiga. Así se lo diré al herido. Bueno, ¿y qué? Podéis cogerme ...

Mientras se estaba haciendo estos razonamientos se abrió la puerta del gabinete y apareció en ella, sin atreverse a acabar de entrar, la figura cambiada de Makar Alexeievitch.

Llevaba el traje desabrochado y su cara estaba congestionada, espantosamente desencajada.

Indudablemente estaba borracho. Al darse cuenta de la presencia de Pedro se encontró confundido, pero al ver la expresión de extrañeza que se reflejó en el rostro del desconocido huésped, perdió su habitual timidez y entró en la habitación con paso decidido.

— Tienen miedo —dijo con una voz ronca y firme—. Yo ya he dicho que no me rindo, ¿verdad, señor?

Se quedó unos instantes pensativo y, de repente, advirtiendo la pistola que estaba encima de la mesa, con un rápido movimiento inesperado, la cogió y se fue corriendo por el pasillo.

Guerasim y el portero, que vigilaban a Makar Alexeievitch sin separarse demasiado de él, lo detuvieron en el vestíbulo y forcejearon para arrancarle el arma de las manos.

Pedro salió al pasillo y miró con lástima y asco a aquel viejo medio loco.

Makar Alexeievitch, haciendo grandes esfuerzos, se resistía a abandonar la pistola y con una voz cada vez más ronca gritaba algo que él creía solemne:

— ¡A las armas! ¡Al abordaje ...! ¡Ah, no me la dejaré quitar ...!

— ¡Bueno, basta! —dijo Guerasim intentando hacerlo retroceder a rastras hasta la puerta ... ¡Hágame el favor! ¡Basta ...!

— ¿Quién eres tú? —gritó Makar Alexeievitch—. ¿Bonaparte?

— Esto no está bien, señor, esto no está bien ... Váyase a su cuarto y déme la pistola.

— ¡Vete, criado vil! ¡No me toques! —siguió gritando Makar Alexeievitch—. ¿Lo ves? ¡Al abordaje!

— Quítasela —dijo Guerasim en voz baja al portero.

Entre los dos cogieron a Makar Alexeievitch por los brazos y lo arrastraron hacia la puerta.

El vestíbulo se llenaba de ruidos terribles de una lucha violenta, de gritos roncos, de voces sofocadas. De pronto otro grito estridente, un grito de mujer, se oyó abajo en el portal y la cocinera corrió hacia la antesala.

— ¡Son ellos! ¡Pobres de nosotros! ¡Os juro que son ellos! ¡Van a caballo ...!

Guerasim y el portero soltaron a Makar Alexeievitch y desde el pasillo oyeron unos puñetazos contra la puerta de entrada.

Capítulo XXVI

Bezukhov estaba dispuesto a esconderse tan pronto como aparecieran los franceses, y también pensaba en aquel momento, en no hacer mención de su condición ni de su conocimiento de la lengua francesa. Sin embargo, cuando éstos entraron no se movió de allí, retenido por una curiosidad invencible.

Eran dos: un oficial, alto, apuesto y de continente marcial y un soldado, probablemente un asistente, pequeño, delgado, moreno, con las mejillas hundidas y un aspecto de hombre estúpido. El oficial, que se apoyaba en un bastón y que andaba cojeando, entró primero.

Después de esto, con un gesto elegante y levantando mucho el codo, se arregló las guias del bigote y saludó acercándose las manos al quepis.

— ¡Buenos días a todos! —dijo sonriendo alegremente y mirando a su alrededor.

Nadie contestó.

— ¿Es usted el dueño? —preguntó el oficial a Guerasim.

El criado, asustado, miró al oficial con aire interrogativo.

— ¡Alojamiento! ¡Alojamiento! —repuso el oficial con una sonrisa bondadosa e indulgente mirando al hombrecito—. Los franceses somos buena gente. ¡Qué diablo!

Y dando un golpe afectuoso en la espalda de Guerasim, que estaba cada vez más asustado y más silencioso, añadió:

— ¡No hemos de enfadarnos por esto, compañero!

Luego miró a los demás y preguntó:

— ¿Nadie habla francés en esta casa?

Sus ojos tropezaron con los de Pedro, pero éste se retiró de la puerta.

El oficial volvió a dirigirse a Guerasim pidiéndole que le enseñara todas las habitaciones.

— Señor ... no lo entendemos ... Yo ...

Guerasim se esforzaba en resaltar sus palabras para hacerlas más comprensibles.

El oficial francés, sonriendo siempre, tendió las manos delante de la nariz de Guerasim para hacerle comprender que él tampoco lo entendía, y después se dirigió hacia la puerta detrás de la cual estaba Pedro. Este iba a retirarse de allí y a buscar otro escondrijo, cuando por la puerta entornada de la cocina apareció Alexeievitch con la pistola en la mano.

Makar Alexeievitch miró al francés con sus ojos extraviados y después alzó la pistola y le apuntó.

— ¡Al abordaje! —gritó, poniendo el dedo en el gatillo.

Al oír aquel grito el oficial francés se volvió en el mismo momento en que Pedro se echaba encima del viejo borracho. Sin embargo, cuando Pedro cogió la pistola, Makar Alexeievitch habia apretado ya el gatillo y sonó el disparo llenando el pasillo de ruido y de humo. El francés palideció y huyó hacia la puerta.

Pedro, después de haber cogido la pistola, se olvidó de su propósito de no demostrar que sabía hablar francés y preguntó al oficial:

— ¿Está usted herido?

— Me parece que no —contestó el oficial mirando el agujero que había hecho la bala en la pared—. Me he escapado de milagro.

Y enfrentándose severamente con Pedro, añadió:

— ¿Quién es ese hombre?

— ¡Ah! Lamento profundamente lo que ha ocurrido —repuso Pedro, olvidándose completamente de su papel—. Es un pobre loco, un desgraciado, que no sabe lo que se hace.

El oficial se acercó a Makar Alexeievitch y lo cogió por el cuello del traje.

Makar Alexeievitch, con los labios entreabiertos y una expresión estúpida, se balanceaba apoyándose en la pared.

— ¡Granuja, esto te costará caro! —rugió el francés, soltándolo—. Nosotros somos generosos después de la victoria, pero no perdonamos a los traidores.

Pedro le suplicó que no castigara a aquel loco borracho. El francés lo escuchaba en silencio, malhumorado. De repente, miró a Pedro, sonriendo con una expresión amistosa, y tendiéndole la mano dijo:

— ¡Me ha salvado usted la vida! ¿Es usted francés?

Para un francés era obligada esta conclusión. Únicamente un francés era capaz de realizar una buena acción y, sin duda, la acción más laudable era salvar la vida al señor Ramballe, capitán del 13° ligero.

— ¡Soy ruso! —dijo rápidamente.

— ¡Bah! ¿Qué me cuenta usted? —repuso el oficial sin dejar de sonreír—. Esto cuénteselo usted a quien quiera ...

Y como si realmente Pedro fuera un compatriota suyo, le preguntó pidiéndole consejo:

— Bueno, ¿y qué vamos a hacer con este hombre?

Pedro explicó otra vez quién era Makar Alexeievitch y dijo que antes de que él entrara, el loco se había apoderado de la pistola cargada y no había habido manera de quitársela. Volvió a pedir que no se le hiciera nada al pobre viejo, y el oficial, pavoneándose, hizo con la mano un gesto majestuoso de generosidad.

— Me ha salvado usted la vida y es francés. ¿Me pide que lo perdone? Concedido. ¡Que se lleven a ese hombre!

Recogiendo del brazo a Pedro, promovido a la categoría de francés por haberle salvado la vida, penetró en la casa.

Los soldados que se hallaban en el patio habían entrado en el vestíbulo al oír el estruendo en la detonación. Preguntaron qué había ocurrido y se mostraron dispuestos a tomar en seguida represalias. El oficial los detuvo.

— ¡Ya os llamaré cuando os necesite! —dijo.

Los soldados se fueron. El asistente, que había tenido tiempo de ir a la cocina a ver lo que había por allí, se acercó al oficial.

— Mi capitán, en la cocina hay sopa y una pata de cordero. ¿Quiere usted que lo traiga?

—Sí —contestó el oficial—. Y tráeme también un poco de vino.

Capítulo XXVII

Bezukhov volvió a afirmar que no era francés, sobre todo cuando el oficial le tomó del brazo, pero éste no quiso escucharle ni mucho menos. Se mostraba amable y agradecido con Pedro, que no pudo negarse a sentarse con él a la mesa.

Si aquel hombre hubiera tenido la capacidad necesaria para comprender los sentimientos ajenos y conocer, por consiguiente, los de Pedro, éste probablemente se hubiera apartado de él, pero la incomprensión del oficial para todo lo que no fuera él mismo, lo venció.

— Francés o príncipe ruso de incógnito —dijo el capitán mirando la ropa blanca sucia, pero fina, de Pedro y la sortija que llevaba en el dedo anular de la mano izquierda—, lo cierto es que le debo a usted la vida y le ofrezco mi amistad. No le he de decir a usted nada más.

En el tono de la voz, en la expresión de la cara y en los gestos del oficial había tanta bondad y tanta nobleza que Pedro, inconscientemente, correspondió a la sonrisa de aquel hombre y le estrechó la mano que le tendía.

— Capitán Ramballe, del 13° ligero, condecorado por la acción del día 7 —dijo, presentándose a sí mismo, con una sonrisa de satisfacción que le contraía los labios debajo del bigote—. ¿Quiere usted tener la bondad de decirme con quién tengo el honor de hablar tan agradablemente en vez de encontrarme en la ambulancia con la bala de ese loco metida en el cuerpo?

Pedro contestó que no podía decirle su nombre y, sonrojándose mientras intentaba inventar uno, empezó a explicar las razones que le impedían dar el suyo. El oficial le interrumpió vivamente.

— Hágame usted el favor, no me diga nada. Comprendo sus razones ... Tal vez es usted un oficial superior y ha hecho armas contra nosotros. Esto a mí no me importa nada ... Me ha salvado usted la vida y esto me basta. Disponga usted de mí en todo y por todo. ¿Es usted noble?

— Sí ...

— Dígame usted su nombre de pila. No le pido nada más.

- Pedro.

— ¿Pedro? ¡Perfectamente! Es todo lo que deseaba saber.

Cuando trajeron la sopa y el cordero, una tortilla, el samovar, el aguardiente y el vino, Rambelle suplicó a Pedro que comiera con él y en seguida y, como hombre robusto y hambriento, empezó a devorar rápidamente todo lo que le ponían en el plato.

— ¡Excelente! ¡Exquisito! —repetía a cada bocado. Su rostro no tardó en congestionarse y cubrirse de abundante sudor. Pedro tenía también hambre y participó de la comida con una visible satisfacción. El hambre satisfecha y el vino animaron más al capitán, que no cesó de hablar un momento durante toda la comida.

— Sí, querido señor Pedro, tengo contraída con usted una deuda por haberme salvado de aquel loco furioso ... ¿Y ve usted? Las balas me han agujereado varias veces la piel. Aquí, en este costado, tengo una herida recibida en Wagram. Las dos de esta mejilla son de Smolensko. Y la de esta pierna, que no quiere acabar de curarse, es de la gran batalla del Moscova. ¡Qué barbaridad! Aquello era un diluvio de fuego. Le aseguro que nos dieron ustedes mucho trabajo. Se pueden vanagloriar de ello, ¡maldita sea! Y, sin embargo, a pesar de la herida que recibí en ella, le doy mi palabra de honor de que aún me sentiría capaz de volver a empezar. Compadezco a los que no pudieron ver aquello ...

— Yo estaba allí —repuso Pedro.

— ¿Eh? ¿De verdad? Somos unos enemigos dignos el uno del otro. El gran reducto fue lo que más nos costó, ¡maldita sea!, pero nos salimos con la nuestra. Tres veces llegamos hasta los mismos cañones y tres veces nos derribaron como un castillo de naipes. Oh, le aseguro a usted que aquello fue una cosa seria. Vuestros granaderos estuvieron sencillamente formidables. Les vi estrechar sus filas seis veces seguidas y avanzar como si fueran a una revista. ¡Qué hombres! El mismo rey de Nápoles, que entiende mucho de eso, no pudo por menos de gritar: ¡Bravo! ...

Calló unos instantes para paladear un sorbo de vino y luego prosiguió:

— De modo que es usted soldado como nosotros. Me alegro de ello, mi querido señor Pedro ... Terribles en la lucha, pero galantes con las mujeres. Así somos los franceses, ¿no es verdad, señor Pedro?

El capitán estaba tan alegre y se sentía tan satisfecho de sí mismo, que Pedro tuvo que cerrar los ojos para no expresar con su mirada todo lo que sentía.

— Y a propósito ... ¿Es verdad que todas las mujeres se han marchado de Moscú? ¡Vaya una idea! ¿De qué tenían miedo?

— ¿Acaso las mujeres francesas no huirían de París sí los rusos lo ocuparan?

El francés se echó a reír y dio un golpecito amistoso a Pedro.

— ¡Ah! ... ¡Ah ...! ¡Esto sí que tiene gracia ...! ¿París? Pero si París es ...

— La capital del mundo —dijo Pedro, acabando la frase de su interlocutor.

El capitán miró a Pedro.

— Si no me hubiera dicho usted que es ruso habría apostado cualquier cosa a que era nativo del mismo París. Tiene usted un no sé qué ...

Y después de decir este cumplido, contempló a Pedro fijamente.

— He vivido en París unos años —repuso Pedro.

— ¡Oh, ya se ve ...! El hombre que no conoce París es un salvaje ... Los parisienses se conocen desde lejos. París es Taima, la Duchesnois, Potier, la Sorbona, los bulevares ... No hay más que un París en el mundo ... Ha vivido usted en París y no ha dejado de ser ruso. Pues bien, a pesar de eso le aprecio a usted mucho ...

Bajo la influencia del vino y después de un día pasado en medio de la más absoluta soledad, invadido por sus sombríos pensamientos, Pedro experimentó un placer involuntario en la conversación de aquel hombre ingenuo y alegre.

— Volviendo a vuestras mujeres, dicen que son muy hermosas. ¡Qué idea más absurda la de ir a enterrarse en las estepas cuando el ejército francés está en Moscú! No saben lo que se han perdido. Vuestros mujiks son distintos, pero vosotros, las personas civilizadas, tendríais que conocernos mejor. Hemos tomado Venecia, Berlín, Madrid, Nápoles, Roma, Varsovia, todas las capitales del mundo, y aunque la gente nos tiene miedo acaba por querernos cuando nos conoce. Además, el emperador ...

En el semblante de Pedro se reflejó una expresión triste y confusa.

— ¡El emperador! —repitió.

— El emperador es la generosidad, la clemencia, la justicia, el orden y el genio. ¡Esto es el emperador! Soy yo, Ramballe, quien lo dice. Tal como usted me ve, no hace ocho años que yo era enemigo de él. Mi padre era conde y tuvo que permanecer en la emigración ... Sin embargo, ese hombre me venció ... No he podido resistir el espectáculo de grandeza y de gloria que es su imperio. Cuando comprendí su propósito y vi que nos preparaba un lecho de laureles, no pude por menos de decirme que aquel hombre era un verdadero soberano y me entregué a él completamente. ¡Esto es! Es el hombre más grande de los siglos pasados y de los que vendrán ...

— ¿Está en Moscú? —preguntó Pedro, vacilando y con una expresión de culpabilidad en el rostro.

El francés miró aquella cara confusa y sonrió.

— No, mañana hará su entrada —repuso.

La conversación fue interrumpida por unos gritos que se oyeron cerca de la portería y por la entrada de Morel que vino a anunciar al capitán que los húsares de Württemberg habían llegado y que querían meter sus caballos en la misma cuadra donde ellos tenían los suyos. La disputa se había agriado porque los húsares no comprendían lo que se les decía.

El capitán llamó al oficial de servicio y con voz severa le preguntó a qué regimiento pertenecía, quiénes eran sus jefes y por qué se permitía entrar en un alojamiento que estaba ya ocupado. El alemán, que apenas entendía el francés, contestó a las dos primeras preguntas diciendo cuál era su regimiento y quién su jefe, pero, como no comprendió la tercera, respondió en alemán, mezclando palabras francesas mal pronunciadas, y dijo que él era oficial de guardia de su regimiento y que su jefe le había ordenado ocupar todas las casas de aquel barrio. Pedro que sabía también hablar alemán, tradujo al capitán lo que decía el húsar de Württemberg y transmitió a éste la contestación del oficial francés. El alemán comprendió finalmente el asunto y se llevó a sus hombres. El capitán salió al portal y, con voz tonante, dio una serie de órdenes. Cuando volvió al salón, Pedro continuaba sentado en el mismo sitio, con la cabeza entre las manos. Su cara expresaba un profundo sufrimiento. En efecto, en aquellos instantes sufría.

El capitán entró en el salón arrastrando la pierna y silbando una canción.

La charla del francés, que antes le había divertido, le parecía ahora insoportable. La canción, el aire, el gesto de atusarse el bigote, todo lo de aquel hombre le desagradaba profundamente. Pensó marcharse en seguida, sin decirle una palabra, pero, no obstante, siguió sentado en el mismo sitio.

El capitán, por el contrario, parecía muy alegre. Cruzó dos veces la habitación. Los ojos le brillaban y su bigote temblaba un poco como si fuera a reírse.

— ¡Es gracioso ese coronel de los württemburgueses! —dijo—. Es un alemán, pero es un buen muchacho ... —Se sentó frente a Pedro—. Veo que usted sabe perfectamente el alemán.

Pedro le miró sin contestar.

— ¿Cómo se dice asilo en alemán?

- ¿Asilo? Unterkunft.

— ¿Cómo? —preguntó el capitán, desconfiado.

Unterkunft —repitió Pedro.

— ¡Qué raro! ¿No le parece a usted, amigo Pedro, que esos alemanes son unos solemnes asnos ...? ¡Vamos! Otra botella de este burdeos moscovita, ¿hace? Morel, caliéntanos otra botella ...

Morel entró con unas bujías y unas botellas de vino. El capitán miró a Pedro, cuya cara quedó iluminada por la claridad de las bujías, y se qued ó sorprendido de la expresión de tristeza de su interlocutor. Con ademán francamente compasivo se acercó a Pedro y se inclinó hacia él.

— Veo que está usted triste ... —¿L e he ofendido en algo? No, no, ya lo comprendo. Está usted disgustado conmigo por lo que le he dicho sobre la situación ...

Pedro no contestó, pues miró fijamente al francés con afecto. Aquella expresión compasiva le resultaba agradable.

— Le doy a usted mi palabra de honor de que, aparte lo que le debo, siento por usted una profunda amistad. Ya se lo he dicho por la vida y por la muerte. Se lo digo de todo corazón.

— Gracias —murmuró Pedro.

El capitán lo miró nuevamente de hito en hito, como cuando quería saber cómo se decía asilo en alemán, y de pronto la expresión de su semblante se aclaró.

— Entonces, bebo por nuestra amistad —exclamó alegremente, llenando dos copas de vino.

Pedro cogió una copa y la vació de un trago. Ramballe hizo lo mismo, estrechó otra vez la mano de Pedro y después se acodó en la mesa adoptando una actitud pensativa.

— Sí, amigo, la fortuna es caprichosa —dijo , poniéndose triste de repente—. ¿Quién me había de decir que yo sería soldado y capitán de dragones al servicio de Bonaparte, como le llamábamos antes? Y aquí me tiene usted en Moscú con él ... He de decirle que mi nombre es uno de los más antiguos de Francia.

Y con la franqueza ingenua y ligera de un francés, el capitán se puso a contarle a Pedro la historia de sus antepasados, su niñez, su adolescencia, su juventud y todos sus asuntos de familia. La pobre madre jugaba, naturalmente, un papel importante en aquel relato.

— Todo esto, sin embargo, no es más que la escenografia de la vida. El fondo de todo es el amor. ¡El amor ...! ¿No le parece a usted, amigo Pedro ...? Otra copa ...

Pedro bebió otra vez y volvió a llenar las copas.

— ¡Oh, las mujeres, las mujeres!

El capitán se puso a hablar de sus aventuras galantes, mirando a Pedro con los ojos húmedos. Había tenido muchas y no era dificil creerle viendo su cara agradable y el entusiasmo con que hablaba de las mujeres.

Era evidente que el amor que agradaba al francés, un amor de género inferior y sencillo, no era como el que Pedro había sentido en otro tiempo por su mujer, ni como el amor romántico que sentía por Natacha. Ramballe despreciaba aquellas maneras de amar, convencido de que el primero era un amor propio de carreteros, y el segundo un amor propio para bobos.

El capitán explicó la historia conmovedora de su amor por una exquisita marquesa de treinta y cinco años y al mismo tiempo por una encantadora muchacha de diecisiete, hija de la exquisita marquesa, y la lucha generosa entre la madre y la hija que acabó con el sacrificio de la madre proponiendo a su amante que se casara con la muchacha.

Aunque se trataba de recuerdos lejanos, el capitán se sentia conmovido.

Finalmente explicó el último episodio ocurrido en Polonia, fresco todavía en su memoria. Había salvado la vida a un polaco y éste le confió a su mujer, una parisiense de corazón, mientras él entraba al servicio de los franceses. El capitán fue afortunado y la encantadora polaca quería marcharse con él, pero la magnanimidad del húsar francés se impuso. Devolvió la mujer a su marido y le dijo: Os he salvado la vida y ahora os salvo el honor.

Cuando hubo acabado su narración sobre la encantadora polaca, el capitán preguntó a Pedro si no había experimentado nunca un sentimiento de sacrificio de sí mismo por el amor y de envidia hacia el marido.

Provocado por aquella pregunta, Pedro levantó la cabeza y sintió la necesidad de exponer las ideas que le preocupaban. Dijo que él entendía de una manera distinta el amor por la mujer y confesó que durante toda su vida no había querido más que a una y que aquella mujer no podía ser nunca suya.

— ¡Bueno! —exclamó el capitán,

Pedro explicó a continuación que amaba a aquella mujer desde su más tierna juventud, que al principio no se atrevió ni a pensar en ella, porque no era más que un bastardo sin nombre, y que luego, cuando llegó a tener un nombre y una fortuna, tampoco se atrevió a decirle nada porque la amaba demasiado y la consideraba demasiado alta para todos e incluso para él. Al llegar a este punto, preguntó al capitán si lo comprendía.

El capitán hizo un gesto negativo, pero le suplicó que continuara su relato.

— El amor platónico, las nubes ... —murmuró.

Fuera por el vino que había bebido, por la necesidad de confiarse a alguien o por la idea de que aquel hombre no conocía ni conocería nunca a los personajes de su narración, o tal vez por las tres cosas juntas, el caso es que la lengua de Pedro se soltó.

Lo que más impresionó al capitán es que Pedro fuera tan rico, propietario de palacios en Moscú, que lo hubiera abandonado todo, que no se hubiese marchado de la capital y que se hubiese escondido en aquella casa ocultando su nombre.

Muy tarde, de noche, salieron juntos a la calle. Guerasim, la cocinera y dos soldados franceses se hallaban en la puerta de la cocina. Oíanse risas y conversaciones en idiomas distintos. Contemplaban el resplandor del incendio que se iba extendiendo por toda aquella parte de la ciudad.

En aquel pequeño fuego no había ningún presagio terrible para la inmensa población.

Mirando el cielo estrellado, la luna, el cometa y la claridad del incendio, Pedro experimentó un sentimiento de ternura indecible.

— ¡Qué hermoso es eso! —murmuró—. ¿Necesita uno algo más?

De pronto se acordó de su proyecto y sintió un vahido. Tuvo que apoyarse en la pared para no caer al suelo. Sin despedirse de su nuevo amigo, se alejó vacilante por la puerta cochera, se dirigió a su habitación, se dejó caer sobre el diván y se quedó profundamente dormido.

Capítulo XXVIII

El 2 de septiembre se produjo el primer incendio en Moscú. Los habitantes y las tropas que huían de la ciudad por distintos caminos, por distintas carreteras, no tardaron en darse cuenta del hecho.

Aquella noche los Rostov se encontraban en el poblado de Bolchaia-Mytischtchi, a veinte verstas de Moscú, de donde habían salido el día anterior al atardecer.

Al día siguiente se despertaron tarde y tropezaron otra vez en la carretera con tantos obstáculos que no llegaron a Bolchaia-Mytischtchi hasta las diez. Los Rostov y los heridos que habían marchado de Moscú con ellos, se acomodaron en los patios y en las isbas del burgo. Los criados y los cocheros de los Rostov y los asistentes de los heridos, después de servir a sus amos y arreglar les caballos, salieron al portal.

Uno de los criados se dio cuenta, a través de la alta caja del coche, de que por la parte de Moscú se veía una claridad extraña, parecida a la de un incendio. Hacía rato que todos sabían que Malaia-Mytischtchí, situado en las afueras del burgo, había sido incendiado por los cosacos de Mamonov.

— ¡Hermanos, otro incendio! —exclamó el criado.

Todos los que estaban en el portal se pusieron a contemplar aquel resplandor lejano.

— Dicen que los cosacos de Mamonov han prendido fuego a las isbas de Malaia-Mytischtchi ... Es más lejos.

— Parece que es por la parte de Moscú.

Los criados, que estaban en el porche, bajaron y se sentaron en el estribo del carruaje.

— Ese incendio es más hacia la izquierda ... N o puede ser Malaia-Mytischtchi ... Eso está al otro lado.

Algunos criados y asistentes que se paseaban por delante del portal se unieron al grupo.

— ¡Mirad! Está ardiendo Moscú, o Suschevskaia, o Rogojskaia ...

Un viejo criado del conde, Daniel Terentitch, se acercó al grupo y llamó a Michka.

— ¿Qué haces aquí, animal? El conde está llamando y no hay nadie. Ve a preparar los trajes.

— He ido a buscar agua —contestó Michka.

— ¿Qué te parece, Daniel Terentitch? Parece que aquel resplandor es de Moscú —dijo uno de los criados.

Daniel no contestó y otra vez callaron todos. El resplandor del incendio iba aumentando y se extendía cada vez más.

— ¡Dios nos libre de un incendio así! —dijo una voz—. Hace un viento muy fuerte.

— ¡Mira cómo aumenta! ¡Señor, proteged a esos pecadores!

— Ya lo apagarán.

— ¿Quién? —repuso Daniel, que habia permanecido callado hasta entonces—. Es Moscú que está ardiendo, hijos míos ... Es ella, nuestra madre Moscú, hecha de piedra blanca ...

De repente, la voz se le quebró y se echó a llorar como lloran los viejos. Y pareció como si todos esperaran aquella expresión de dolor para comprender el significado que para ellos había de tener aquel incendio. Se oyeron suspiros, palabras de oración y los sollozos del anciano criado del conde.

Capítulo XXIX

Sonia, que aún no se había desnudado, corrió hacia la ventana tan pronto como Daniel Terentich avisó al conde que Moscú estaba ardiendo, acompañada de la señorita Schoss, en tanto que el conde se colocaba el batín para salir a su vez. Petia no estaba con sus padres. Se había marchado a reunirse con su regimiento que se dirigía hacia Troiza.

Al enterarse de que Moscú ardía, la condesa se echó a llorar. Natacha, pálida, con la mirada perdida en un punto lejano, estaba sentada en un banco, debajo de los iconos, y apenas prestó atención a las palabras de su padre. Escuchaba los gemidos del ayudante de campo de Raievsky, que se oían desde allí, a pesar de que había sido instalado tres casas más lejos.

— ¡Qué horror! —exclamó Sonia, entrando asustada en la habitación—. Yo creo que arde todo Moscú. ¡Debe de ser un incendio terrible! Mira, Natacha, desde la ventana se ve ...

Natacha miró a su prima como si no entendiera lo que le decía, y su mirada inexpresiva se fijó otra vez en el rincón de la estufa. Desde que Sonia, contra la voluntad de la condesa, no se sabe por qué, había creído necesario decir a Natacha que el príncipe Andrés, herido, iba en la caravana, Natacha se hallaba en aquel estado de abstracción.

— Mira, Natacha, cómo arde.

— ¿Qué es lo que arde? —preguntó Natacha distraída—. ¡Ah, sí ...! Ya sé, Moscú ...

Deseosa de no ofender a Sonia y de librarse de ella, se acercó a la ventana y miró de una manera que indudablemente no había de ver nada. Después volvió a sentarse.

— ¡Pero si no has visto nada!

— Sí, ya lo he visto —dijo Natacha con un acento que revelaba su deseo de que la dejaran tranquila.

Sonia y la condesa comprendieron que ni Moscú ni el incendio tenian ninguna importancia para Natacha.

El conde se retiró detrás del biombo y se acostó. La condesa se acercó a Natacha y le puso los labios sobre la frente, igual como hacía cuando estaba enferma para ver sí tenía calentura, y la besó.

— ¿Tienes frío? —le preguntó—. Estás temblando. Seria mejor que te metieras en la cama.

— ¿Meterme en la cama? —murmuró Natacha—. Sí, está bien. En seguida me acostaré ...

Cuando Sonia le había dicho que el principe Andrés, gravemente herido, iba con ellos, lo primero que hizo fue preguntarse: ¿Dónde fue herido? ¿Cómo? ¿Es peligrosa la herida? ¿Se le puede ver?

Pero cuando le dijeron que no podía verlo porque estaba muy grave, aunque no en peligro de muerte, no creyó lo que le decían, pero, convencida de que le repetirían siempre lo mismo, dejó de preguntar y de hablar. Ahora hallábase sentada en el banco que habia al pie de los iconos. Pensaba en algo que decidía o que había decidido mentalmente. La condesa lo sabía. Pero, ¿qué era? La anciana lo ignoraba y esto la tenía horrorizada.

— Natacha, hija mía, acuéstate en mi cama.

La condesa dormía en la litera y las dos muchachas, con la señora Schoss, en el suelo, sobre un montó n de paja.

— No, mamá; dormiré aquí, en el suelo —contestó Natacha.

Y levantándose del banco se acercó a la ventana y la abrió.

Los gemidos del ayudante de campo herido se oyeron aún más fuertes con la ventana abierta. Natacha asomó la cabeza al aire fresco de la noche y la condesa se dio cuenta de que estaba llorando silenciosamente.

Natacha sabia que no era el príncipe Andrés el que gemia de aquel modo en la isba cercana, pero aquellos lamentos dolorosos la hicieron llorar.

La condesa miró a Sonia.

— Acuéstate, hija mía —insistió, acercándose a su hija.

— Sí, mamá ... Voy en seguida ...

Cerró la ventana y empezó a desnudarse tan de prisa que se rompió las cintas de la falda. Cuando se hubo quitado el vestido y puesto un camisón de dormir, se sentó con las piernas cruzadas sobre el montón de paja que le servía de lecho.

— Natacha, ponte en medio de nosotras —le dijo Sonia.

— No, estoy bien aquí. Acostaos vosotras.

La condesa, la señora Schoss y Sonia se desnudaron rápidamente y se acostaron.

En la habitación no había más que un candil.

Natacha permaneció un rato escuchando los ruidos de la casa y del exterior que llegaban hasta ella y no se movió. Después de un corto silencio, la condesa volvió a llamarla, pero ella siguió fingiendo que no la oía.

Un momento después, Natacha percibió la respiración pausada de su madre.

En la calle habían cesado los gritos. Únicamente se oían los gemidos del ayudante de campo. Natacha se incorporó.

— ¡Sonia! ¿Duermes? ¡Mamá! ... nadie contestó.

Natacha se levantó despacio y, procurando no hacer ningún ruido, se persignó. Sus pies desnudos hicieron crujir el pavimento de madera, frío y sucio. Anduvo unos pasos muy lentamente y alcanzó el pestillo de la puerta.

Tuvo la sensación de que algo golpeaba quedamente las paredes de la isba. Era su corazón que latía de miedo, de espanto y de amor. Sin vacilar más, abrió la puerta, atravesó el umbral y puso el pie en la tierra húmeda del vestíbulo. El frío la hizo reaccionar. Sus pies desnudos tropezaron con un hombre que dormía tendido en el suelo. Pasó por encima de él y abrió la puerta de la isba donde se hallaba el príncipe Andrés. La isba estaba a oscuras. En un rincón del fondo, cerca de la cama, una vela se fundia clavada en un banco.

Cuando se dio cuenta de que en la cama había un bulto vago, impreciso, y tomó las rodillas levantadas debajo de la colcha por los hombros del herido, se imaginó un cuerpo espantosamente mutilado y se detuvo horrorizada. Una fuerza invencible la empujó, a pesar de todo, hacia adelante. Cautelosamente dio un paso, después otro y se encontró en el centro de la isba, toda ocupada. Sobre el banco que había al pie de los iconos estaba tendido un hombre, Timokhin, y en el suelo dos más, el doctor y el criado.

El criado se levantó y murmuró algo. Timokhin, que no podía dormir a causa de los dolores que sentía en la pierna herida, miraba sorprendido la extraña aparición de aquella muchacha con un camisón y un gorro de dormir.

— ¿Qué quiere usted? ¿Qué viene a hacer aquí? -preguntó el criado.

Natacha se precipitó hacia el lecho del rincón. Por terrible que fuera el espectáculo que la esperaba, ella tenía que verlo. Pasó por delante del criado sin contestarle. El sebo hundido por la vela, que tenía la forma de una seta, había caído, y pudo ver perfectamente al príncipe Andrés tendido, con las manos encima de la colcha, tal como siempre se lo había imaginado.

Se acercó al herido y, con un movimiento inesperado, irreflexivo y gracioso, cayó de rodillas ...

El príncipe Andrés sonrió y le tendió la mano.

Capítulo XXX

La fiebre del príncipe Andrés crecía. La inflamación de los intestinos, que habían sido dañados por el casco de metralla, según la opinión del doctor, debía de matarlo. Habían transcurrido siete dias desde aquel en que recobró el conocimiento en la ambulancia del campo de batalla de Borodino.

La primera noche después de la salida de Moscú, como hacía mucho calor, habían dejado descansar al príncipe en su coche, pero en Malaia-Mytischtchi él mismo pidió que lo sacaran del carruaje y le dieran un poco de té. Los dolores que sintió al ser trasladado a la isba le arrancaron unos gemidos espantosos y volvió a desmayarse otra vez. Cuando estuvo instalado en el lecho de campaña permaneció mucho tiempo inmóvil y con los ojos cerrados. Al abrirlos, volvió a reclamar el té que había pedido. Aquella memoria de los pequeños detalles de la vida sorprendió vivamente al médico. Le tomó el pulso y observó con extrañeza y con disgusto que el paciente estaba mucho mejor. Aquella comprobación no pudo por menos de disgustarle, porque su experiencia le daba el convencimiento de que el principe Andrés no podía vivir y que, si no moria entonces, moriría algún tiempo después y sufriendo mucho más. Con el príncipe Andrés se llevaron al mayor Timokhin, el hombre de la nariz encarnada, herido en la pierna en la misma batalla de Borodino.

Dieron una taza de té al príncipe, quien bebió algunos sorbos con avidez, mirando con sus ojos extraviados por la fiebre hacia la puerta, como si intentara comprender o recordar algo.

— No quiero más —dijo. Y sin dejar de mirar a la puerta, añadió—: ¿Está aquí Timokhin?

Timokhin se le acercó, deslizándose por el banco.

— Aquí estoy, Excelencia.

— ¿Cómo va la herida?

— ¿La mía? Bien ... Y usted, ¿cómo se encuentra?

El príncipe permaneció unos instantes pensativo y luego pareció que de repente se acordara de lo que le había estado preocupando.

— ¿No es posible encontrar un libro?

— ¿Qué libro?

— El Evangelio ... No tengo ninguno aquí ...

El doctor le prometió que lo buscaría y empezó a interrogarle acerca de lo que sentía, le hizo una cura, volvió al herido hacia el otro lado y este movimiento le arrancó un grito de dolor y le hizo perder nuevamente el sentido. Después empezó a delirar.

— ¿Por qué no queréis darme el libro? —gritaba—. ¿No veis que no tengo ninguno? ... Cuando lo encontréis, traedlo aquí un momento ...

El doctor salió al vestíbulo para lavarse las manos.

— No comprendo cómo puede resistir tanto —dijo al criado que le trajo el agua.

— ¡Válgame Dios! ¿Cree usted, doctor, que no se curará?

Por primera vez el príncipe Andrés se dio cuenta del lugar en que se hallaba y de lo que le había ocurrido. Recordó que había sido herido, dónde y con que, cuando el coche se había detenido en Bolchaia-Mytischtchi había pedido insistentemente que lo dejaran en la isba, que luego se habia sentido muy mal y que habia recobrado el conocimiento en la isba cuando había tomado un poco de té. Fue pasando revista a todo lo que había sucedido.

El hombre que está sano, ordinariamente piensa, siente y recuerda al mismo tiempo un número considerable de objetos, y tiene la fuerza y el poder de elegir una serie de ideas y de concentrar en ellas toda su atención. El hombre que está sano, aunque se halle sumergido en la reflexión más profunda, puede sustraerse en un momento determinado a sus propios pensamientos para decir una palabra cortés a una persona que entra, y vuelve luego a sus ideas. En este aspecto el espíritu del príncipe Andrés se hallaba en un estado anormal. A veces su pensamiento trabajaba con una fuerza, una claridad y una profundidad mucho mayores que si se hubiera hallado en estado normal, pero, de pronto, se le iban las ideas para dar lugar a una imagen cualquiera y ya no podía volver a encontrarlas.

El curso de sus pensamientos se interrumpió de repente. El príncipe se puso a escuchar con atención ... No sabía si era el delirio o la realidad que le hacía oír el murmullo de una voz dulce que repetía continuamente:

— Y beber ... beber ... beber ...

Y después, como la repetición de un eco:

— Beber ... beber ...

Al mismo tiempo, el príncipe Andrés sintió que sobre su cara se levantaba un edificio extraño, aéreo, construido de finísimas agujas y pensó que tenía que esforzarse en mantener un perfecto equilibrio para evitar que se derrumbara encima de él. A pesar de su preocupación, tuvo la sensación de que se caía y otra vez oyó el cadencioso murmullo de una cantinela lejana.

— He de estirarme, estirarme tanto como me sea posible —murmuró escuchando el murmullo y percibiendo la sensación de aquel edificio que volvía a alzarse sobre él.

A la luz macilenta de la vela veía perfectamente las cucarachas y oía el leve rumor que producían al arrastrarse sobre la madera y veía también la enorme mosca que revoloteaba zumbando cerca de su almohada, casi rozándole la cara. Producíale la sensación de una quemadura y le admiraba que, debatiéndose como se debatía aquella repugnante mosca en medio del edificio levantado sobre su cara, no lo hiciera caer. Veía también otra cosa importante: un bulto blanco cerca de la puerta, algo así como la estatua de una esfinge ...

— Tal vez se han dejado mi camisa encima de la mesa —murmuró—. Y esto son mis piernas, y aquello es la puerta ..., pero ¿por qué se alarga todo esto? ... ¡Y beber ... beber ... beber ...! ¡Basta ...!

De pronto, sus ideas y sus sentimientos reaparecieron en su cerebro con una clarividencia extraordinaria.

Recordó vivamente a Natacha, no como en otros tiempos, sino como si pensara en ella por primera vez. Comprendía sus sentimientos, sus pesares, su vergüenza, su arrepentimiento ... Comprendía toda la crueldad de su ruptura con ella.

— ¡Si pudiera verla por última vez! —murmuró—. Verle únicamente la cara y decirle ...

Se oyó un runruneo extraño y la mosca cayó abrasada por la llama de la bujia. La atención del príncipe se trasladó de repente del mundo de la realidad al mundo de la fantasía donde sucedían las cosas más extraordinarias.

En aquel mundo se reconstruía siempre un edificio que no había sido destraido ...

Algo se alargaba infinitamente ... La vela continuaba ardiendo rodeada de un círculo rojizo ...

La blanca esfinge seguía junto a la puerta, pero además se oyó un chirrido, una bocanada de aire fresco penetró en la habitación y otra esfinge blanca apareció en el umbral. La cara de aquella esfinge era también blanca, muy pálida, y sus ojos brillaban como los de Natacha, aquella Natacha en la cual estaba pensando en aquel momento.

— ¡Oh, es terrible este delirio! —gimió el príncipe.

Intentó borrar aquella cara y aquellos ojos de su imaginación, pero a pesar de ello creyó ver que se le acercaban. Quiso volver a pensar en el amor divino, pero no pudo. El delirio lo arrastraba otra vez hacia sus dominios. Volvió a oír el murmullo de la voz dulce ...

Delante de él vio una cara extraña, unos ojos que le miraban fijamente. Reunió todas sus fuerzas para serenarse. Hizo un movimiento, oyó unos sonidos raros, los ojos se le nublaron y le pareció que se hundía en el agua. Cuando volvió en sí, Natacha, aquella Natacha a la que él quería amar con el amor puro y divino que le había sido revelado, estaba arrodillada junto a su cama.

Comprendió que, efectivamente, era Natacha, pero aquella aparición inesperada no le sorprendió. Únicamente experimentó una sensación de dulce alegría.

Natacha, postrada de hinojos, asustada, lo miraba, conteniendo sus lágrimas. Tenía la cara pálida, inmóvil. Únicamente le temblaba levemente el labio inferior.

El príncipe Andrés suspiró y le tendió la mano sonriendo.

— ¿Usted? —susurró—. ¡Qué contento estoy!

Natacha, con gesto rápido, pero prudente, avanzó de rodillas y, cogiéndole la mano despacio, se inclinó y se la llevó a los labios.

— ¡Perdón! —murmuró, levantando la cabeza y mirándole con dulzura—. Perdóneme ...

— ¡Te amo! —le dijo el príncipe Andrés.

— ¡Perdóneme!

— ¿Por qué?

— Por lo que hice —respondió Natacha con una voz acongojada, apenas perceptible.

Y volvió a besar la mano del príncipe.

— ¡Te quiero más que antes! —dijo él, alzándole la cara para mirarla a los ojos.

Ella, con su rostro pálido y flaco y sus labios hinchados por la emoción, estaba francamente fea en aquellos momentos, pero el principe Andrés no veía aquella cara, no veía más que los ojos, brillantes y magníficos.

Se oyeron voces detrás de ellos.

Pedro, el criado, que había acabado de despertarse, llamó al doctor. Timokhin, que no había podido cerrar los ojos a causa del intenso dolor que sentía en la pierna, había presenciado todo lo ocurrido y procuró que ni el príncipe ni aquella señorita se dieran cuenta de su presencia.

- ¿Qué pasa? —preguntó el doctor, levantándose—. ¿Quiere usted hacerme el favor de marcharse, señorita?

En aquel momento, una doncella, enviada por la condesa que había advertido la ausencia de su hija, llamó a la puerta. Natacha salió de la isba como una sonámbula a la que acaban de despertar, y al llegar a su habitación se dejó caer llorando sobre su lecho de paja.

Desde aquel día, en todas las paradas y cambios de tiro de aquel largo viaje, Natacha no se separó de Bolkonsky. El doctor se vio obligado a confesar que nunca hubiera creído encontrar en una muchacha tanta fortaleza y tanta habilidad para cuidar a un herido.

A pesar del horror que le producía la idea de que el príncipe Andrés podia morir, como creia el mismo doctor, en los brazos de su hija, la condesa no se atrevió a hacer ninguna observación a Natacha.

Capítulo XXXI

Se sentía Pedro avergonzado de la conversación que había sostenido con el capitán Ramballe. Le dolía la cabeza y le pesaba el traje que llevaba puesto, con el que había dormido. También se había despertado muy tarde aquel día 3 de septiembre.

El reloj señalaba las once, pero la calle hallábase completamente desierta y parecía particularmente oscura. Pedro se levantó se frotó los ojos y vio la pistola que Guerasim había vuelto a poner encima de la mesa. Entonces se dio cuenta del lugar en que se hallaba y se acordó de lo que tenía que hacer aquel día.

— ¿Me habré retrasado? —murmuró—. No. Probablemente él no entrará en Moscú antes del mediodía. No reflexionó ni un instante acerca de lo que iba a hacer. Únicamente pensó que tenia que actuar con rapidez.

Se ajustó el traje, cogió el arma y se dispuso a salir, pero entonces se le ocurrió pensar dónde debía llevar la pistola. Debajo del caftán era muy difícil ocultar un arma de tan grandes dimensiones, y mucho menos podía llevarla en el cinturón. Por otra parte, la pistola staba descargada y él no había tenido tiempo de cargarla de nuevo. Por un momento pensó si sería más conveniente utilizar el puñal, pero se acordó de que el principal error del estudiante que en 1809 quiso matar a Napoleón consistió principalmente en haber intentado realizar su propósito con un puñal.

El incendio que había contemplado la noche anterior con indiferencia había crecido considerablemente durante la noche. Moscú ardía por distintos lados: la Karietni Riad, Zamoskvorché, Gostini-Dvor, la calle Povarskaia, las barcas del Moscova y los mercados de madera del puente Dorogomilovo estaban ardiendo en aquellos momentos.

Pedro tuvo que meterse por unas callejuelas para salir a la calle Povarskaia y desembocar en el Arbatskaia, al lado de la iglesia de San Nicolás, que era el lugar donde, desde hacía mucho tiempo, habia pensado llevar a cabo su propósito.

Las puertas cocheras y los grandes portalones de muchas casas estaban cerrados. Las calles y los callejones veíanse desiertos. El aire olía a humo y a madera quemada. De cuando en cuando se encontraba a algún ciudadano ruso con una expresión de timidez y de inquietud reflejada en el semblante, y algunos franceses nómadas que andaban cautelosamente y como preocupados. Todos miraban a Pedro con extrañeza. Su aspecto, su gordura y la rara expresión concentrada y sombría de su cara llamaban la atención de los escasos transeúntes.

En otro callejón un centinela apostado junto a una caja verde gritó algo al divisarle.

No comprendió que tenía que pasar por la otra acera hasta que oyó el grito repetido y el ruido de la culata del fusil del centinela al chocar en el suelo. No veía ni oía nada. Como si todo le fuera ajeno, llevaba consigo su proyecto con prisa y horror, como si tuviera miedo de perderlo por el camino, escarmentado por la experiencia de la víspera.

Completamente absorbido por el acto que iba a llevar a cabo, se atormentaba como todos los que emprenden una tarea imposible, no por dificultades de la tarea, sino por la incompatibilidad de su propio carácter. Tenía miedo no de saber estar a la altura de las circunstancias en el momento decisivo y aquello le hacía desmerecerse a sus propío s ojos.

A medida que se iba acercando, la humareda, se hacía más espesa y el calor más insoportable a causa del fuego. De cuando en cuando, por encima de las casas, salían intensas llamaradas. Pedro advertía que a su alrededor ocurría algo grave, pero no se daba cuenta de que se acercaba al centro del incendio. Al cruzar unos terrenos sin edificar que por un lado lindaban con la calle Povarskaia y por el otro con los jardines del palacio del príncipe Gruzinski, oyó de repente un grito desesperado de mujer. Entonces se detuvo y levantó la cabeza como si despertara de un sueño.

Una mujer de media edad, flaca y con unos dientes muy largos y muy salidos estaba sentada en el suelo al lado de unos cofres, tocada con una gorra y envuelta en un gran pañolón negro. Aquella mujer lloraba desconsoladamente meneando la cabeza y murmurando algo en voz baja. Dos chiquillas de diez o doce años, vestidas de corto, sucias y envueltas también en pañolones negros, miraban a su madre con una expresión de terror que descomponía sus caritas pálidas. Un chiquillo de siete años, que llevaba una gorra demasiado grande para él, lloraba en los brazos de una criada vieja. Una muchacha, descalza y sucia, estaba sentada encima de un baúl y deshacía la trenza rubia de sus cabellos, arrancando los que estaban quemados. El marido, un hombre con uniforme, de estatura regular, patillas rizadas y semblante impasible, separaba los cofres amontonados y sacaba de debajo de ellos unas prendas de vestir.

Cuando la mujer vio a Pedro casi se arrodilló delante de él.

— ¡Santos del cielo, almas cristianas, salvadme, socorredme! ¡Dadme auxilio! ¡Hija mía! ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Salvadla! —gritó llorando—. ¡Mi hija pequeña! ¡Mi hija ...! ¡Han dejado a mi hija ...! ¡Se está quemando ...! ¡Oh, Dios mío ...!

— Calla, María Nicolaíevna —dijo el marido, sin duda para justificarse delante de aquel desconocido—. Nuestra hermana se la habrá llevado seguramente.

— ¡Monstruo! ¡Bandido! —gritó con ira la mujer, dejando de llorar—. ¡No tienes compasión de tu hija ...! ¡Otro iría a sacarla de las llamas ...! ¡Esto no es un hombre ...! ¡No es un hombre ...! ¡No es un padre! — Y dirigiéndose a Pedro, prosiguió—: Usted es un hombre noble ... El fuego ha comenzado por este lado y se ha corrido hasta nuestra casa. La criada se ha dado cuenta y ha empezado a dar voces ... Hemos huido medio desnudos llevándonos todo lo que hemos podido ... pero hemos tenido que dejarlo casi todo ... Al buscar a los pequeños, Catalina no estaba ... ¡Dios mío ...! ¡Morirá allí dentro abrasada ...! ¡Abrasada ...!

— Pero, ¿dónde está? ¿Dónde se ha quedado? —preguntó Pedro.

Por la expresión del hombre, que pareció animarse, la pobre mujer comprendió que quizá la ayudaría.

— ¡Padrecito ...! ¡Ayúdanos ...! ¡Aniska, acompáñale ...! ¡Ve con él! ...

— Yo ... yo iré —dijo Pedro, decidido, sintiendo que el corazón le latía descompasadamente.

La criada joven bajó del baúl en que estaba sentada, se arregló rápidamente la trenza y pasó delante.

Pedro experimentaba la sensación de haber vuelto a la vida después de un largo desmayo.

Siguió corriendo a la criada y se encontró en la calle Povarskaia. Una densa nube de humo se extendía a lo largo de toda la vía. Grandes llamas salían de todas partes a través de la densa nube de humo. Una multitud se aglomeraba delante de las casas que ardían.

Pedro, guiado por la muchacha, quiso acercarse al lugar donde se hallaba un general francés, pero unos soldados franceses le detuvieron.

— No se puede pasar —le gritó uno de los soldados.

— Vamos por aquí, por el callejón —dijo la muchacha.

Pedro se volvió hacia ella y la siguió corriendo para no quedarse atrás.

La criada echó calle arriba, torció a la izquierda y entró en el portal de la tercera casa.

— Es aquí —dijo.

Atravesó el patio, abrió una puerta, se detuvo y señaló a Pedro un pequeño pabellón de madera que ardía con una llamarada viva y crepitante. Pedro, contra su voluntad, tuvo que detenerse en la puerta cochera, sofocado por el calor intenso que se desprendía de aquella hoguera.

— ¿Qué casa es? —preguntó a la criada.

— ¡Aquí es! —gimió la muchacha, señalando otra vez el pabellón—. Aquí está nuestro tesoro, la pequeña Catalina, mi nenita querida ...

Y se echó a llorar. Aniska, a la vista del incendio, se sentía obligada a extremar desesperación.

Pedro se acercó al pabellón, pero tuvo que retroceder obligado por el calor insoportable y se encontró junto al edificio grande que únicamente ardía por un costado y alrededor hormigueaba un numeroso grupo de soldados franceses.

Los crujidos y el nudo de las paredes y de las puertas que caían, los silbidos de las llamas, los gritos de la gente, las nubes de humo, tan pronto negras, espesas, como claras con chisporroteos y llamaradas rojas, que lamían las paredes todavía intactas, y las sensaciones de peligro y de actividad de aquellos momentos trágicos, produjeron a Pedro la excitación habitual que engendra el fuego a los hombres.

La acción fue particularmente fuerte en él porque al encontrarse ante aquel terrible incendio se sintió liberado de las ideas que le obsesionaban.

Levantó la vista y vio que en una de las ventanas de la casa había unos soldados franceses que acababan de arrojar una enorme cómoda llena de objetos de metal. Los compañeros de los que estaban arriba se apoderaron de la cómoda.

— ¿Qué busca aquí éste? —gritó uno de los soldados al ver a Pedro.

— En esta casa hay una niña —dijo, sin hacer caso del tono brusco del francés—. ¿No la habéis visto?

— ¡Con qué sale éste ahora! ¡Vete a paseo! —dijo una voz.

Uno de los soldados, temeroso de que Pedro intentara disputarle los objetos de plata y de bronce que había recogido en una caja, se le acercó con una actitud amenazadora.

— ¿Un niño? —dijo uno de los franceses que estaban arriba—. He oído antes llorar a un chiquillo en el jardín. Tal vez sea el crío de ese buen hombre ... Vamos, hay que tener un poco de corazón ...

— ¿Dónde está? —preguntó Pedro.

— Por allí —le contestó desde la ventana el francés, señalando el jardín de detrás de la casa—. Espéreme ... Ahora bajo ...

Efectivamente, un minuto después, el francés, un muchacho de ojos negros, con la cara tiznada, saltó por una ventana de la planta baja en mangas de camisa y tocando a Pedro en el hombro corrió hacia el jardin.

— Daos prisa —gritó a sus compañeros—. Aquí empieza a hacer demasiado calor.

Al llegar a un sendero del jardín el francés cogió la mano de Pedro y le señaló un banco debajo del cual habí a una niña de unos tres años con un vestidito de color de rosa.

— Aquí tienes al crio ... ¡Ah, es una niña! ¡Mejor ...! ¡Hasta la vista, compañero! Hay que tener un poco de corazón. Al fin y al cabo, todos hemos de morir.

Y el francés de cara tiznada corrió a reunirse con los suyos.

Pedro estremecióse de alegría, se acercó a la niña y la cogió en brazos. Al verse ante un extraño, la niña, escrupulosa y antipática como su madre, se puso a chillar; con sus manitas intentó deshacerse de aquel desconocido que la cogia, y le dio un mordisco. Pedro experimentó una sensación de horror y de asco como si hubiera sentido el contacto de un animalucho repugnante, pero se dominó e hizo un esfuerzo para no abandonar a la criatura.

Corrió hacia la casa, pero ya no pudo pasar por el mismo sitio. La criada, Aniska, ya no estaba allí, y Pedro, con una mezcla de lástima y de repugnancia, estrechando tiernamente en sus brazos a la niña que lloraba desesperadamente, corrió a través del jardín y buscó otra salida.

Capítulo XXXII

Con su carga en brazos, ya de regreso, Pedro no pudo reconocer en aquel lugar de donde había salido momentos antes para ir a buscar a la niña. El jardín de Gurzinski no parecía ser el mismo. Pedro no hizo caso de nada de aquello y se apresuró a buscar a la familia del funcionario para devolver la niña a su madre y salir en busca de alguien más si era preciso. A Pedro le parecía que tenía mucho trabajo y que era necesario hacerlo en seguida.

Buscando a la familia de la niña, vio a unos turcos o armenios que habían huido también, indudablemente, del incendio. Como no encontró a los que buscaba, acabó por detenerse, mirando a su alrededor.

Al verle con la niña en brazos, algunos rusos, hombres y mujeres, se acercaron a él.

— ¿Has perdido a alguien, buen hombre? —le preguntó un viejo.

— ¿De quién es esa criatura? —inquirió una mujer.

Pedro contestó que la niña era de una mujer con un gran pañolón negro que un rato antes estaba sentada con su familia en aquel mismo lugar y preguntó si alguien sabía a dónde habían ido.

— Deben de ser los Anferov —dijo un anciano diácono, dirigiéndose a una mujer muy picada de viruela. Y luego prosiguió su rezo—: ¡Señor Dios mío, ayudadnos!

— ¡No son los Anferov! —contestó una mujer—. Los Anferov se han marchado esta mañana. Debe de ser la pequeña de María Nicolaíevna o de los Ivanov.

— Dice que es una mujer, y María Nicolaíevna es una señora —objet ó un criado. —Tal vez sabrán ustedes de quién se trata si les digo que es una mujer muy delgada que tiene los dientes muy largos —repuso Pedro.

— Sí, es María Nicolaíevna. Se han marchado hacia el jardín cuando han llegado estos lobos —dijo la mujer, señalando a los soldados franceses.

— ¡Oh, Señor, ayudadnos! —murmuró nuevamente el diácono.

— Vaya usted hacia allí. Están allá abajo. Sí, seguramente es ella porque no hacía más que llorar —insistió la mujer.

Pedro no la escuchaba. Hacía unos momentos que toda su atención estaba embargada por lo que ocurría a su alrededor. Dos soldados franceses se habían acercado a la familia armenia. Uno de ellos, vivo de movimientos, llevaba un capote azul ceñido con un cordel e iba descalzo. El otro, que intrigaba particularmente a Pedro, era un muchacho flaco, alto, rubio, cargado de espaldas, lento de movimientos y de expresión idiota, que se detuvo frente a la muchacha y la contempló fijamente sin decir nada, con las manos metidas en los bolsillos.

— Cógela —dijo Pedro, con un tono imperativo, a la mujer picada de viruelas, entregándole la niña—. Devuélvesela a sus padres ...

Se acercó al grupo formado por la familia armenia y los dos soldados franceses. El descalzo había quitado ya las botas del viejo y las sacudía una con otra para quitarles el polvo. El viejo sollozaba.

Pedro vio esto en un instante porque toda su atención estaba concentrada en el francés del capote grueso que, a la sazón, se acercaba a la muchacha y, sacando las manos del bolsillo, la cogía por el cuello. La bella armenia continuaba inmóvil, en la misma actitud, con sus largas pestañas entornadas, como si no viera ni sintiera lo que el soldado le hacía.

Mientras Pedro se acercaba a los franceses, el rapiñador agarró el collar que llevaba la muchacha y ésta, al advertirlo, dio un grito estridente.

— ¡Suelte usted a esa mujer! —rugió Pedro con voz terrible.

Cogió al soldado por los hombros y lo separó de la armenia. Fue tan violenta su acción que el soldado se cayó al suelo, pero se levantó violentamente y huyó. Sin embargo, su compañero soltó las botas que tenia en la mano y, desenvainando el sable, arremetió contra Pedro.

— ¿Por qué se mete usted en eso? —gritó.

Pedro sintió que de él se apoderaba uno de aquellos accesos de furor en los que no se acordaba de nada y durante los cuales su fuerza parecía centuplicarse. Se echó sobre el francés descalzo y lo hizo caer. Antes de que el soldado pudiera reaccionar empezó a golpearle. Al darse cuenta de lo que ocurría una patrulla de ulanos franceses pusieron sus caballos al trote y se dirigieron hacia los dos contendientes, rodeándolos.

Pedro no supo qué había ocurrido después. Recordaba que habia pegado a alguien y que le habían pegado a él, le habían atado las manos y que después lo habían cacheado. Esto habia ocurrido hallándose completamente cercado por una verdadera legión de soldados franceses.

— Tiene un puñal, mi teniente ...

Fueron las primeras palabras que comprendió.

— ¡Ah! ¡Un arma! —dijo el oficial—. Está bien. Ya explicará todo esto en el Consejo de Guerra ... —Y, dirigiéndose a Pedro, le preguntó— : ¿Sabe usted hablar francés? ¡Que venga en seguida el intérprete!

De entre los soldados salió un hombre vestido como un paisano ruso. Por el traje y por la manera de hablar, Pedro comprendió que se trataba de uno de los empleados franceses de un almacén de Moscú.

— No parece un hombre de pueblo —dijo el intérprete.

— ¡Oh! Me parece que es un incendiario —repuso el oficial—. Pregúntale quién es.

— ¿Quién eres? —preguntó el intérprete—. Ten en cuenta que has de contestar a las preguntas que te hagan los jefes.

— N tengo por qué deciros quién soy —contestó Pedro con arrogancia—. Soy un prisionero. Llevadme a donde queráis.

— Bien; pues, vamos —ordenó el oficial.

La multitud se aglomeraba alrededor de los ulanos. La mujer picada de viruelas se hallaba al lado de Pedro con la niña en brazos. Al ponerse en marcha el destacamento ella también empezó a andar.

— ¿A dónde lo lleváis? —preguntaba—. ¿Dónde dejo esta niña si no es de María Nicolaíevna?

— ¿Qué quiere esa mujer? —gritó el oficial.

Pedro se sentía como embriagado. El entusiasmo de que se hallaba poseído aumentó aún más al ver a la criatura que había salvado.

— Me trae a mi hija que he salvado del incendio —dijo con acento decidido. Y sin saber cómo se le había ocurrido decir aquella mentira, echó a andar entre los franceses con paso firme y solemne.

Aquella patrulla había sido enviada, como muchas otras, por Durosnel para capturar por las calles de Moscú a los saqueadores y sobre todo a los incendiarios que, según la opinión de los jefes franceses, eran los que intencionadamente produjeron los incendios.
Presentación de Omar CortésDécima parteDuodécima parteBiblioteca Virtual Antorcha