Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Cuarto

A partir de aquel día, las ciencias naturales y más particularmente la química, se convirtieron casi en mi única ocupación. Leía con ardor los libros llenos de genio, inteligencia y sabios conceptos, que los modernos investigadores han escrito sobre estos temas. Asistía con regularidad a las conferencias que se daban, y frecuentaba la companía de los profesores de la Universidad, llegando incluso a encontrar en el señor Krempe un elevado sentido de la ecuanimidad y un profundo conocimiento, que sus repulsivas facciones y bruscas maneras me habían impedido apreciar en un principio. En el señor Waldman encontré un buen amigo, poseedor de una gentileza que estaba siempre lejos del dogmatismo. Sus indicaciones nos llegaban a todos con tanta cordialidad y franqueza como falta de pedantería, y en cuanto a mí, se preocupó de mil maneras distintas de allanar el camino de mis conocimientos, clarificando mis mayores dudas y haciéndolas aparecer sencillas para mi capacidad de comprensión. En los primeros días, mi aplicación fue algo irregular e insegura; pero con mis progresos fue ganando fuerza y muy pronto mis deseos de aprender me llevaron a ver cómo se extinguían las estrellas en el firmamento, mientras yo seguía todavía trabajando en mi laboratorio.

En estas condiciones no debe parecer sorprendente el que diga que mis progresos fueron rápidos. Mi pasión por el estudio era tanta, que me convertí en el asombro de mis compañeros y maestros, estos últimos sorprendidos también ante la calidad de mis realizaciones. El profesor Krempe me preguntaba a veces, con una sonrisa socarrona, por mis progresos en el estudio de Agrippa; pero como contraposición, el señor Waldman expresaba frecuentemente su sincero regocijo al ver mis adelantos. Así transcurrieron dos largos años, durante las cuales no hice ningún viaje a Ginebra. ¡Tan absorto me hallaba en los experimentos y descubrimientos que pensaba efectuar! Quien no haya experimentado la seducción que la ciencia ejerce sobre una persona, jamas comprenderá su tiranía. En otros estudios se puede llegar al mismo nivel que llegaron otros antes, sin poder avanzar un paso más; pero en la investigación científica, por el contrario, quedan siempre nuevas maravillas por descubrir y estudiar. Una inteligencia normal, dedicada con ardor al estudio, llegará a alcanzar infaliblemente un profundo conocimiento de su especialidad; y por esta razón yo, que traté de alcanzar un mismo objetivo durante tanto tiempo hasta quedar obsesionado por él, hice tan rápidos progresos que al cabo de estos dos años había descubierto algunos métodos para perfeccionar ciertos instrumentos químicos que me valieron el afecto y la consideración de profesores y alumnos. Llegado el punto en que mis conocimientos teóricos y prácticos no podían aumentar permaneciendo en la Universidad de Ingolstadt, me dije que el continuar viviendo allí era un obstáculo para mis progresos. Así pues, había decidido volver a ver a los míos cuando se produjo un incidente que me hizo renunciar a la proyectada visita.

Uno de los fenómenos que más había llamado mi atención era la composición del cuerpo humano, y en general la de cualquier ser vivo. Me preguntaba con demasiada frecuencia de dónde podía proceder el principio de la vida. Aquella era una osada pregunta, cuya respuesta había permanecido siempre en el incógnito más riguroso; son numerosos los secretos que el temor y la falta de cuidado obligan a permanecer en el misterio. Cuando llegué a esta conclusión, decidí dedicarme especialmente a la rama de las ciencias naturales que estudiaba la fisiología. De no estar animada por un entusiasmo casi sobrehumano, mi afición por estos estudios hubiera sido en extremo fatigosa, por no decir insoportable. Para examinar las causas de la vida es preciso estudiar antes la muerte; así es que me dediqué al estudio de la anatomía. Pero esto no me bastó, y me vi obligado a concentrarme en el estudio del marchitamiento y la corrupción del cuerpo humano después de la muerte.

En el curso de mi educación familiar, mi padre había hecho todo lo posible para que mi mente no fuese impresionada por prejuicios sobrenaturales, y no recuerdo haber temblado nunca por causa de ningún cuento fantasmagórico o supersticioso. La oscuridad no afectaba para nada mi imaginación, y en un cementerio no veía yo otra cosa que un lugar donde se depositan los cuerpos humanos privados de vida, para ser pasto de los gusanos. Pues bien, ahora, al dedicarme a examinar las causas y las etapas de esa descomposición, me veía obligado a permanecer días enteros en panteones y osarios, es decir, en lugares y con fines que por lo general son considerados desagradables para la delicadeza de los sentimientos humanos. Comprobé cómo la belleza del hombre y su armonía se descomponían hasta convertirse en desechos despreciables; observé cómo el rojo color de las mejillas era sustituido por la coloración pálida de la muerte, y cómo un simple gusano se alimentaba de las maravillas que son los ojos y el cerebro. Analicé con todo detalle las causas por las que se produce el paso de la vida a la nada y de la muerte a la vida, hasta que de aquella oscuridad salió una luz que iluminó mi espíritu, desconcertándome, como es lógico, al saberme el único descubridor de un secreto perseguido con avidez por tantos hombres de genio.

Debo recordar que no estoy relatando las visiones de un loco; lo que digo es tan cierto como el mismo sol que brilla en los cielos. Aunque aquello podía ser el resultado de un misterio, y yo podía haberlo descubierto por un milagro; lo cierto era que las etapas que tuve que recorrer para llegar a ello podían ser demostradas una tras otra. Después de días y noches de trabajo sin reposo, conseguí descubrir las causas que generan la vida, y, todavía más, me sentí capaz de dar vida a una materia inanimada.

El asombro que tal descubrimiento me produjo al principio se convirtió de pronto en una alegría desbordante, ya que el haber llegado a la cima tras tantos esfuerzos me parecía la más hermosa consecución que desearse pueda. Pero este descubrimiento era tan grandioso, que incluso perdí la noción de todo aquello que me había hecho avanzar hasta llegar a él, y en mi obnubilación sólo me di cuenta de sus resultados. Yo había conseguido algo que era el objeto más perseguido por los sabios desde la creación del mundo; no obstante, ese algo no había aparecido de improviso. La naturaleza de los datos obtenidos tan sólo podía encauzar el objeto de mis investigaciones, pero no era, todavía, la meta de mis esfuerzos. Me sentí como el árabe que, enterrado en vida entre los muertos, encontró el camino de la vuelta a la vida sin tener otra guía que una débil luz, aparentemente inútil.

Por el interés y la ansiedad de tu expresión, veo que esperas oír el secreto que llegué a conocer. Mas esto no es posible. Escucha pacientemente mi relato y comprenderás por qué guardo tan tremendo secreto. No seré yo quien te empuje a tu propia destrucción. Aprende, si no de mis consejos, por lo menos con mi ejemplo, los peligros que se ciernen sobre quien adquiere unos conocimientos tan perjudiciales, y cuán feliz es uno si imagina que su pueblo natal es el mundo entero, si se abstiene de convertirse en algo más poderoso de lo que su naturaleza le permite.

Cuando, repuesto de mi sorpresa, pude darme cuenta de que era poseedor de tan grande poder, dudé durante bastante tiempo sobre cuál sería la mejor forma de utilizarlo. Por mucho que poseyera el poder de dar vida a lo inanimado, llegar a conseguirlo en un cuerpo, con todo lo que su complicado sistema de nervios, músculos y venas presupone, era algo fuera de mi alcance y que requería un esfuerzo inconcebible. No sabía si intentar el experimento en mi propio cuerpo o en un organismo más sencillo, pero mi imaginación estaba tan exaltada por mi primer éxito como descubridor, que no dudé de mi capacidad para dar vida a un ser tan complejo y bello como el hombre. Los materiales de que disponía eran apenas suficientes para la tarea que me proponía; y sin embargo, ni por un momento puse en duda el éxito de mi resultado final. Me preparé para recibir la multitud de adversidades que me esperaban, ya que podía cometer gran número de errores y mi trabajo resultar al final, después de tanto esfuerzo, imperfecto. Pero al considerar los progresos que, día tras día, se realizan en los dominios científico y mecánico, me animaba a perseverar en mi empeño y a desear que mis ensayos pusieran como mínimo las bases para éxitos futuros. Siempre estuvo lejos de mi mente el considerar la amplitud y complejidad del proyecto como razones válidas para demostrar lo imposible de su realización.

Así fue como, dominado por estas sensaciones, me lancé a la creación de un ser humano. Dado que algunas partes del cuerpo son de muy minúsculas dimensiones, lo cual representaba un obstáculo para progresar con rapidez, resolví dejar a un lado mi idea inicial y hacer un ser de proporciones gigantescas, que midiese ocho pies de alto. Tras haber tomado esta determinación y dedicado algunos meses a recoger y preparar todo lo necesario, comencé mi tarea.

Resulta imposible imaginar la diversidad de los sentimientos que le arrastran a uno como un huracán, llevándole adelante animado por los primeros éxitos. La vida y la muerte se me antojaban límites que yo iba a destruir al derramar un torrente de luz sobre las tinieblas del mundo. Habría nuevas especies que me bendecirían como a su creador, y otras que me agradecerían la excelencia del ser que yo iba a darles. No habría en el mundo padre con más derecho que yo a la gratitud de sus hijos ...

Prosiguiendo estas reflexiones, llegué a creer que en un futuro no lejano me sería posible restituir la vida a los cuerpos destinados por la muerte a la corrupción. Estos pensamientos conservaron en mí la suficiente energía para no decaer en mi objetivo. Las largas noches en vela me habían robado el color, y el encierro había conseguido enflaquecerme.

Cuando creía haber alcanzado el éxito, caía en el más rotundo fracaso; pero nada podía hacerme desistir de creer que al momento siguiente, o quizá unos días después, acabaría por conseguirlo. El secreto que yo poseía se había convertido en el fin al cual dedicaba por completo mi existencia, y la luna era la compañera de mis arduos trabajos nocturnos, con los que tan decidido estaba a perseguir a la naturaleza hasta su más hermético refugio. Nadie podría sentir el horror de mis esfuerzos, llevados a cabo en el más riguroso de los secretos, cuando me salpicaba el barro de las tumbas o torturaba a un animal vivo para dar vida precisamente a la materia inerte.

Cuando ahora pienso en ello, mis miembros tiemblan y el vértigo me domina; pero entonces me animaba un impulso frenético. Parecía haber perdido la capacidad de sensibilización para todo aquello que se alejara de mi objetivo. En realidad, aquel período fue transitorio y sirvió para excitar más mi susceptibilidad cuando, pasada la causa anormal que lo provocó, volví a recuperar mi antiguo modo de ser.

Llegue a profanar a los sepulcros en busca de huesos, violé con mis sacrilegos dedos los secretos más profundos de la constitución del hombre ...

En una solitaria habitación -quizá sería mejor decir una celda- tenía yo mi taller. Allí, en lo alto de la casa donde vivía y separado de los demás por un pasadizo y una escalera, me dedicaba al repugnante estudio de los materiales que obtenía, muchos de ellos facilitados por la sala de disección y el matadero. Más de una vez le fue imposible a mi naturaleza humana dominar el asco que aquel trabajo me producía, aunque no por eso dejé de proseguir con mis trabajos para llegar a alguna conclusión.

Transcurrió el verano, y yo seguía en mi aislamiento, entregado en cuerpo y alma a mis propósitos. La estación era bellísima; jamás los campos habían producido tan abundante cosecha ni los viñedos habían ofrecido mayor cantidad de frutos que aquel año. Pero mis ojos permanecían cerrados a tanta belleza y esplendor. No tan sólo no fui capaz de admirar estos encantos, sino que, además, olvidé a mis amigos, aun a sabiendas de que tan prolongado silencio les mantendría intranquilos. Las palabras que mi padre pronunció al despedirme no se me borraban de la mente:

Sé muy bien que mientras estés satisfecho de ti mismo pensarás en nosotros y nos recordarás con afecto, mandándonos noticias tuyas con regularidad. Así pues, perdonarás que considere cualquier retraso o interrupción en tu correspondencia como signo evidente de que has olvidado todas tus otras obligaciones.

Por lo tanto, no me cabría la menor duda sobre lo que mi padre debería sentir en aquellos momentos; pero me era materialmente imposible desligarme del odioso trabajo que estaba realizando, el cual, a pesar de su repugnancia, había arraigado irresistiblemente en mí. De este modo pensaba retrasar todo lo referente a los sentimientos de afecto que pudiera experimentar, hasta tanto no hubiera alcanzado el gran objetivo, aquello que se había convertido en mi obsesión.

Pensé que mi padre no era tan injusto como para achacar mi silencio al vicio o a una informalidad por mi parte; pero hoy estoy convencido de que no carecía de razón, por lo menos en parte, al culparme de aquel modo. El ser humano que quiere alcanzar la perfección debe mantener la serenidad y la calma, sin permitir que una pasión o un deseo circunstancial se entrometa en su espíritu. No creo que la búsqueda de la sabiduría sea una excepción en este caso. Si uno se dedica a un estudio que va menguando poco a poco su gusto por los placeres sencillos y debilita su capacidad de afecto, la mejor prueba de que tal estudio es negativo son estas disminuciones; y si los hombres nos hubiéramos atenido a esta ley, si nadie hubiese permitido que los objetivos turbasen la tranquilidad de su alma, Grecia no habría sido esclavizada, ni los imperios de México y Perú destruidos, César habría salvado a su pueblo y el descubrimiento de América se hubiera hecho de una forma gradual.

Pero me estoy dando cuenta de que moralizo precisamente en el momento más interesante de mi relato. Tu mirada insta a proseguirlo ...

Mi padre, en las cartas que me escribía, no me hacía reproche alguno. Más bien al contrario, pues sólo demostraba su intranquilidad con ligeras alusiones a mi silencio y discretas preguntas sobre la naturaleza de mis ocupaciones. El invierno, la primavera y el verano murieron, pero yo no cejaba en mi empeño, así es que no pude ver el estallido de las flores ni la transformación de los pequeños brotes en hermosas hojas, fenómenos que siempre me habían producido un gran placer. Las hojas de los árboles cayeron antes de que mi trabajo llegara a su término, aun cuando cada día que pasaba era una nueva revelación para mis progresos. Pero mi entusiasmo estaba sometido a mi ansiedad, y yo parecía más un esclavo condenado a trabajos forzados que un artista entregado a sus experimentos favoritos. Cada noche me sentía atacado por una fiebre que me consumía y mis nervios estaban por completo excitados. La simple caída de una hoja me asustaba, rehuía el trato con mis semejantes como si hubiese cometido un asesinato ...

Algunas veces, cuando me daba cuenta de las condiciones a las que había llegado, me asustaba y tan sólo me sostenía la tenacidad de mi voluntad. Mis trabajos iban a acabarse pronto, me decía, y confiaba en que el ejercicio y las diversiones que podría permitirme luego evitarían que progresara la incipiente anormalidad. Así pues, me prometí entregarme tanto a aquél como a éstas en cuanto mi creación estuviese concluida.

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