Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Quinto

Una triste noche del mes de noviembre pude, por fin, ver realizados mis sueños. Con una ansiedad casi agónica dispuse a mi alrededor los instrumentos necesarios para infundir vida en el ser inerte que reposaba a mis pies. El reloj había dado ya la una de la madrugada, y la lluvia tamborileaba quedamente en los cristales de mi ventana. De pronto, y aunque la luz que me alumbraba era ya muy débil, pude ver cómo se abrían los ojos de aquella criatura. Respiró profundamente y sus miembros se agitaron con un estremecimiento convulsivo.

Quisiera poder describir las emociones que hicieron presa en mí ante semejante catástrofe, o tan sólo dibujar al ser despreciable que tantos esfuerzos me había costado formar. Sus miembros, eso es cierto, eran proporcionados a su talla, y las facciones que yo había creado me llegaron a parecer bellas ... ¡Bellas! ¡Santo cielo! Su piel era tan amarillenta que apenas lograba cubrir la red de músculos y arterias de su interior; su cabello, negro y abundante, era lacio; sus dientes mostraban la blancura de las perlas ... Sin embargo, esta mezcla no conseguía sino poner más de manifiesto lo horrible de sus Vidriosos ojos, cuyo color se aproximaba al blanco sucio del de sus cuencas, y de todo su arrugado rostro, en el que destacaban los finos y negros labios.

Aunque muy numerosos, los accidentes de la vida no son tan variables como los sentimientos humanos. Durante casi dos años, yo, por este inmundo ser, me había privado del descanso en mi empeño por infundirle la vida; lo había deseado con todo el ardor de que era capaz, y ahora que lo había conseguido, la triste realidad llenaba mis sueños de horror y repugnancia. Incapaz de soportar por más tiempo la vista de aquella obra, hui del taller a mi dormitorio, donde intenté en vano conciliar el sueño. Poco a poco, vencido por el cansancio y sin despojarme siquiera de mis ropas de trabajo, logré dormir ... para ser presa de horribles pesadillas. Creí ver a Elizabeth, desbordante de salud, paseando por las calles de Ingolstadt; yo, sorprendido y feliz, iba a abrazarla; pero al depositar un beso en sus labios, sentía que quedaban tersos y fríos y veía cómo su cara palidecía como la de un muerto; entonces, el cuerpo que tenía en mis brazos se convertía en el de mi propia madre, envuelta en un sudario por el que corrían los gusanos. Desperté de mi sueño temblando de horror, completamente empapado de sudor, con mis dientes castañeteando de frío y agitado por una convulsión de todo mi cuerpo. De pronto, a la pálida luz de los rayos de la luna, sentí que alguien apartaba las coberturas de mi cama y se quedaba mirándome fijamente: era el miserable engendro que yo había creado. Abrió su boca y emitió unos sonidos mientras una horrible mueca contraía sus mejillas. Es posible que hablara, aunque en medio de mi terror no me fue posible escucharlo. Una de sus manos se tendía hacia mí como si quisiera tocarme, pero de un salto conseguí escapar y me lancé escaleras abajo hasta llegar al patio. Allí pasé el resto de la noche, paseando de un extremo a otro, lleno de agitación y con el oído atento al menor ruido que se produjera y que pudiera indicarme la proximidad del cadáver demoníaco al que tan miserablemente había dado la vida.

¡Oh! No hay ser mortal sobre la tierra capaz de soportar el espanto que producía aquel rostro. Pude contemplarlo con todo detalle cuando todavía no estaba terminado, y ni una momia viviente podía parecérsele. Sin embargo, cuando los músculos y las articulaciones dieron vida a su rostro, éste se convirtió en algo tan horrible que ni el mismo Dante hubiera sido capaz de imaginar.

Aquella fue una terrible noche. Unas veces, mi pulso latía tan fuerte y tan violentamente que podía notar las palpitaciones por todas mis arterias; y otras me sentía débil hasta no poder tenerme en pie. Además del horror experimentaba la más amarga de las desilusiones. Aquellos sueños que tan esforzadamente había alimentado durante tanto tiempo se convertían ahora en un verdadero infierno. Y era que el cambio había sido tan brusco, que mi desesperación no tenía límites Y mi derrota era completa.

Al día siguiente, la mañana se presentó triste y húmeda, y la silueta de la iglesia de Ingolstadt apareció a mis cansados ojos mezclada con la penumbra del amanecer, para indicarme con las manecillas del reloj de su torre que ya habían sonado las seis. El portero abrió las puertas del patio que se había convertido en mi refugio de aquella noche, e inmediatamente me lancé a la calle con paso rápido, como tratando de huir del monstruo que creía ver aparecer en la esquina de cada calle. No me atreví a regresar a mi casa, sino que, al contrario, cada vez tenía más prisa por alejarme¡ ni tan siquiera me preocupaba la persistente lluvia que me empapaba, cayendo desde un cielo gris y triste.

Continué andando sin rumbo fijo y procurando liberarme de la carga que pesaba sobre mí mediante el cansancio físico. Esa angustia del terror hacía palpitar mi corazón, ya enfermo de pánico, y me impedía volver la cabeza hacia atrás.

Como aquel que en el camino solitario
avanza lleno de miedo y temor,
y después de mirar atrás sigue marchando,
sin ya nunca volver la cabeza
porque sabe que un horrible enemigo
muy cerca, a su espalda, le acecha.

Seguí avanzando hasta hallarme en el albergue donde hacen escala las diligencias. Sin saber exactamente por qué, me detuve a contemplar un coche que se dirigía hacia mi desde el otro extremo de la calle. Cuando estuvo lo suficientemente cerca pude distinguirlo: era la diligencia de Suiza, que pronto se paró cerca de donde yo me hallaba. La puertecilla de la misma quedó justo frente a mí, y al abrirse reconocí en aquel que se apeaba la figura de mi amigo Henry Clerval.

- ¡Querido Frankenstein! -gritó al verme-. ¡Cuánto me alegro de verte! ¡Qué agradable sorpresa la de encontrarte aquí en el momento de mí llegada!

Nada en el mundo podía complacerme tanto como aquella aparición por completo inesperada. Su presencia llevó a mi memoria el recuerdo de Elizabeth, de mi padre y de todos aquellos momentos pasados en el hogar. Le estreché calurosamente las manos, olvidando por un instante todos mis tormentos. Por vez primera después de muchos meses de angustia me sentí invadido por una calma matizada de alegria. Acogí a mi amigo de la mejor manera que pude, y juntos dirigimos nuestros pasos hacia la Universidad, mientras Clerval me hablaba de nuestros amigos comunes y de la felicidad que le embargaba al haber sido autorizado al fin a trasladarse a Ingolstadt.

- Puedes figurarte -me dijo- lo difícil que me ha resultado persuadir a mi padre de que no todo el saber está incluido en el noble arte de la contabilidad. En realidad no creo haberlo convencido del todo, pues al manifestarle yo esto él oponía a mis argumentos las palabras del maestro holandés en El vicario de Wakefield: Obtengo diez mil florines al año sin el griego, y como sin el griego todos los días con buen apetito. No obstante, el amor que por mi siente ha vencido su desprecio por el saber y me ha permitido emprender este viaje de exploración al país de la sabiduría.

- Me ha producido un gran placer verte de nuevo -repuse-. Pero, dime, ¿cómo se hallaban mi padre, mis hermanos y Elizabeth cuando los dejaste?

- Muy bien. Estaban muy contentos. Quizá un poco inquietos, eso sí, por falta de noticias tuyas. A propósito de esto tendré que echarte un sermoncito a título personal ...

De pronto se detuvo y, mirándome fijamente a la cara, prosiguió:

- Pero, ¡no me había dado cuenta de tu mal aspecto! Estás delgado y pálido. Parece como si hubieras pasado muchas noches en vela.

- Has acertado. Llevo un tiempo estudiando con mucho ahínco y no me he cQncedido el descanso suficiente. Pero, tengo la sincera esperanza de que todos estos estudios están ya terminados, y que puedo considerarme ya libre.

Todavía temblaba como una hoja, sin poder apartar de mi mente los recuerdos de la noche anterior. Pero no quería hablar de ellos a mi amigo. Seguimos caminando con paso ligero hasta llegar a la Universidad, y una vez allí cobré conciencia de mi situación. Un pensamiento cruzó por mi mente, aumentando considerablemente mi espanto. ¿Estaría todavía en mis habitaciones, llena de vida, la criatura que yo había creado? Y si la idea de encontrarme frente a frente con aquel monstruo me aterrorizaba, aún era peor para mí el que Henry lo viese. Rogué a mi amigo que esperase un momento y me lancé escaleras arriba. Cuando mi mano alcanzó el picaporte tuve que hacer un esfuerzo por sobreponerme y permanecer inmóvil. Abrí la puerta de un golpe, como hacen los niños miedosos cuando imaginan que van a encontrar un ogro, pero nada sucedió. ¡La habitación estaba vacía! Apenas Podía creer en tanta fortuna ... Cuando estuve seguro de ella, Palmoteé de contento y corrí en busca de mi amigo.

Subimos a mi casa y el criado nos sirvió el desayuno. Me resultaba difícil disimular mi alegría. Sentía un raro cosquilleo en mi cuerpo y el apresurado latir de mi pulso. No podía permanecer quieto ni un momento; saltaba por encima de las sillas, aplaudiendo y riendo a carcajadas. Clerval atribuyó en principio este entusiasmo a su llegada, pero a medida que me fue observando con atención, pudo apreciar un brillo salvaje en mis ojos, que para él era inexplicable. Entonces, mi risa alocada empezó a asustarle a la vez que le llenaba de asombro.

- Querido Víctor -exclamó-. ¿Qué es lo que ocurre? ¡Por Dios, no te rías de ese modo! ¿A qué se debe todo esto? ¡Estás realmente enfermo!

- No me preguntes -grité, y al momento creí ver al monstruo entrando en la habitación-. El puede decírtelo ... ¡Oh, sálvame! ¡Te lo suplico, Henry, sálvame!

Me pareció sentir cómo el monstruo me asía y luché por defenderme, hasta caer en tierra presa de un ataque de nervios.

¡Pobre Clerval! ¿Cuáles fueron sus sentimientos en aquel instante? Un encuentro en el que cifraba sus más recónditas esperanzas se convertía en algo triste y amargo. Sin embargo, no pude ser testigo de lo que experimentaba, porque perdí el conocimiento y tardé bastante tiempo en recobrarlo.

Este síntoma fue el comienzo de unas fiebres que habrían de retenerme en cama algunos meses, durante los cuales Henry me cuidó con esmero. Más tarde supe que la avanzada edad de mi padre, que le impedía realizar viajes largos, y el pesar que mi enfermedad causaría a Elizabeth, fueron los motivos por los que Clerval consideró necesario ocultarles mi verdadero estado de salud. Estaba seguro de que no se hallaría en todo el país mejor enfermero que él mismo; por ello, confiando en que me curaría, creyó que su decisión era la más conveniente para todos.

Sin embargo, yo estaba gravemente enfermo, y desde luego, de no haber sido por los solícitos cuidados de mi amigo, no hubiera recuperado jamás la salud. Tenía siempre presente la figura del monstruo que había creado, y esta visión me hacía delirar. Ni que decir que las palabras que pudiera pronunciar en mis delirios, aunque al principio Henry las atribuyera a los desvaríos de la enfermedad, acabaron por causarle una profunda impresión; en particular por mi tenacidad a volver siempre sobre el mismo tema, lo cual le persuadió de que tras todo aquello se escondía un acontecimiento insólito y horrible a la vez.

A pesar de algunas recaídas, poco a poco fui recuperando la salud perdida. Recuerdo que la primera impresión que tuve cuando pude mirar a mi alrededor fue la desaparición de las hojas secas de los árboles que se veían a través de la ventana, sustituidas ya por los nuevos y tiernos brotes. Aquella fue una primavera maravillosa, que ayudó a hacer renacer en mí la alegría y el amor por la vida. Mi tristeza se disipó, y en poco tiempo volví a ser tan alegre como antes de que me cegara la pasión causante de mi enfermedad.

- ¡Querido Clerval! -exclamé un día-. ¡Qué buen amigo has sido para mí! En lugar de pasar todo el invierno estudiando como te habías propuesto, has estado encerrado en mi habitación, cuidándome. ¿Cómo podré pagarte tantos desvelos y sacrificios? Siento un gran remordimiento por haber sido la causa de tan grave trastorno, y sólo espero que sepas perdonarme.

- El mejor pago que puedes ofrecerme es no alterarte por ello y reponerte rápidamente -respondió él-. Pero ya que estás en tan buena disposición de ánimo, ¿puedo hablarte de cierto asunto?

Al oír sus palabras me eché a temblar. ¡Una pregunta! ¿Cuál podría ser? ¿Acaso se referiría a lo que ni yo mismo quería recordar?

- Cálmate -dijo Henry-. Si tanto te perturba no hablaré, pero tanto tu padre como tu prima se sentirían muy felices de recibir una carta tuya, de tu puño y letra. No saben nada del grave estado en que te hallabas, y tu largo silencio les está preocupando demasiado.

- ¡Sólo se trata de eso! ¿Cómo has podido creer que mis primeros pensamientos no volasen hada aquellos que lo son todo para mí y que tanto merecen ser amados?

- Siendo así, es probable que te alegre leer una carta que lleva aquí algunos días y que, según parece, te ha escrito tu prima.

Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha