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Capítulo Tercero
Al cumplir los diecisiete años, mis padres decidieron que prosiguiera mis estudios en la Universidad de Ingolstadt. Hasta entonces yo sólo había estudiado en escuelas de Ginebra, pero consideraron necesario que para perfeccionar mi educación conociese métodos pedagógicos distintos a los que eran habituales en nuestro país. Así pues, mi partida se fijó para una fecha próxima; pero antes de ese día, la primera desgracia de mi vida debía herirme cruelmente, presagiando en parte mis sufrimientos futuros.
Elizabeth contrajo la escarlatina y su estado llegó a ser tan grave que nos hizo temer un fatal desenlace. Durante su enfermedad habíamos tratado de convencer a mi madre para que no se aproximara al lecho de la enferma. Al principio ella había accedido a nuestros ruegos; pero cuando supo que la vida de su pequeña y querida hija corría peligro, no fue capaz de soportar la angustia. Quiso cuidarla con sus propias manos, no se apartó de su cabecera y, gracias a sus desvelos, la enfermedad fue vencida. Elizabeth se salvó, pero la devoción que mi madre demostró fue fatal para ella. Al tercer día cayó enferma, la fiebre fue acompañada de síntomas alarmantes y era suficiente con mirar el rostro de quienes la cuidaban para comprender que debía temerse lo peor.
La entereza de su alma y su bondad admirable no la abandonaron ni siquiera en su agonía. Unió las manos de Elizabeth y las mías, y dijo:
- Queridos hijos -musitó-. Tenía puestas las más grandes esperanzas en la posibilidad de que os unieráis en matrimonio. Estas esperanzas serán ahora el consuelo de vuestro padre. Elizabeth, querida mía, deberás ocupar mi lugar y cuidar a mis hijos más pequeños. ¡Ay! Siento mucho dejaros; he sido tan feliz y me habéis querido tanto que me produce un gran dolor el saber que nunca más podré volver a veros. Pero que digo, estas no son las palabras que corresponden a una buena cristiana. Trataré de afrontar la muerte con resignación y serenidad, con la esperanza de poder encontraros de nuevo en la otra vida.
Y expiró dulcemente. Aún en la muerte su semblante exteriorizaba el amor que nos había profesado. Es inútil tratar de describir los sentimientos de aquellos cuyos lazos más queridos se ven así destrozados por la más irreversible de las tragedias. Ha de pasar mucho tiempo antes de que uno pueda hacerse con resignación a la idea de que nunca más volverá a ver al ser querido que, día y noche, había tenido a su lado y cuya vida parecía formar parte de la propia. Acéptar que la luz de sus amados ojos se ha oscurecido para siempre y que su voz, tan familiar y dulce, ha enmudecido. Semejantes reflexiones obsesionan durante los primeros días del luto. Pero es tan sólo cuando transcurre el tiempo que se expone claramente la implacable realidad de aquella pérdida, el pesar se adueña del espíritu en toda su intensidad.
Pero, ¿a quién no ha arrebatado un ser querido la implacable mano de la muerte? Es por demás que me extienda en describir un sufrimiento que todos hemos, fatalmente de experimentar alguna vez. La exteriorización de un dolor como éste llega a convertirse en un deseo ineludible, y la sonrisa que intenta salir de nuestros labios, a pesar de parecer un sacrilegio, encuentra muy poca resistencia.
Es cierto, mi madre había muerto, pero nuestras habituales ocupaciones seguían existiendo. Nuestro deber era continuar por el camino trazado junto con los demás, y aprender a considerarnos felices hasta que la muerte nos llevara también con ella.
Así pues, mi partida para Ingolstadt, momentáneamente aplazada por el triste acontecimiento que acabo de referir, fue por fin fijada. Mi padre creyó conveniente aplazarla todavía una semana, porque percibió lo cruel que era para mí abandonar el hogar en que la muerte había irrumpido, para lanzarme al torbellino de la vida. Nunca había experimentado el dolor, pero eso no me ayudaba a soportarlo. Todavía más, me desesperaba tener que partir abandonando a aquellos seres, especialmente a mi dulce Elizabeth, antes de que hubieran podido consolarse en parte.
De hecho, Elizabeth hacía cuanto estaba en su mano para ocultar su pesadumbre, e intentaba ser consuelo para todos nosotros. Afrontaba valerosamente y con verdadero celo la situación de encargarse de su nueva misión, es decir, dedicarse en cuerpo y alma a aquellos que nombraba tío y primos. Jamás la encontré tan encantadora como entonces, cuando derramaba sobre todos nosotros el brillo radiante de su maravillosa sonrisa. Y el calor de su afecto fue tan intenso, que incluso llegó a olvidar su propio dolor al intentar mitigar los nuestros.
Después de unos días llegó por fin el de mi marcha. Clerval, que había intentado sin éxito persuadir a su padre para que le permitiera acompañarme, pasó la tarde con nosotros. El padre de mi amigo era un simple comerciante cuya estrechez de miras hacía que tachara las aspiraciones de su hijo, de caminos, hacia la ruina y la ociosidad. Henry sentía en lo más hondo el verse privado de una educación liberal, y por este motivo aquella noche no se mostró particularmente conversador. Pero cuando se decidió a hablar, lo hizo con ojos tan encendidos que vi claro que no se dejaría encadenar a la miserable rutina que representa un comercio.
Permanecimos juntos hasta muy tarde, sin decidirnos a separarnos ni tampoco a pronunciar las palabras de despedida que, al fin, nos dijimos. Luego nos retiramos con el pretexto de descansar, lo cual hizo que experimentáramos el uno con respecto al otro una gran decepción. Cuando por fin amaneció y bajé de mis habitaciones ya dispuesto para tomar el coche que debería conducirme lejos de las míos, les encontré a todos esperándome para despedirse una última vez. Mi padre para bendecirme, Clerval para estrecharme la mano, y Elizabeth para prodigar de nuevo las postreras y femeninas atenciones a quien había sido su camarada y compañero de juegos.
Salté a la silla de postas y me dejé caer en mi asiento mientras me abandonaba a las más melancólicas reflexiones. A partir de ahora, yo que siempre había estado rodeado de compañía amable y amorosa, iba a encontrarme en medio de la más absoluta soledad. En la Universidad tendría que crearme nuevas amistades y protegerme a mí mismo. El carácter, tan familiar y cerrado, que mi vida había tenido hasta entonces me hacía experimentar una invencible repugnancia por todo lo que fuese nuevo. Adoraba a mis hermanos, Elizabeth y Clerval, tan queridos para mí, y ese mismo amor me incapacitaba para adaptarme a la compañía de otros seres que no fueran ellos. Tales eran mis pensamientos cuando empecé aquel viaje; pero, según iba avanzando en el mismo, mi espíritu fue reconfortándose y recobré la esperanza. El deseo de adquirir nuevos conocimientos y el hecho de que a menudo me repitiera que sería para mí dificil permanecer encerrado para siempre en un mismo sitio ayudaron no poco a elevar mi ánimo. Siempre había añorado descubrir el mundo y ocupar un puesto elevado entre los demás seres humanos. Por fin, mis aspiraciones iban a realizarse. Hubiera sido una locura volver atrás ahora.
Mientras duró el viaje tuve tiempo en abundancia para dedicarme a estas y otras reflexiones, hasta que pude divisar a lo lejos el blanco campanario de la iglesia de Ingolstadt, signo inequívoco del final de mi largo viaje. Al llegar fui conducido a mi solitaria habitación, donde pasé el resto del día dedicado al más absoluto reposo.
A la mañana siguiente entregué las cartas de recomendación que tenía en mi poder y visité a los principales profesores. El azar -quizá mejor sería decir la influencia maléfica, el ángel de la destrucción que me había dominado totalmente al inducirme a abandonar el techo familiar- me condujo primero al señor Krempe, profesor de Ciencias Naturales. Era un individuo de modales toscos, pero que conocía profundamente los secretos de su ciencia. Me formuló varias preguntas relacionadas con los progresos que había efectuado en las distintas ramas de su especialidad, a las que respondí con un mucho de descuido e incluso con bastante irritación, mencionando los nombres de los alquimistas que me habían guiado y de los principales autores estudiados por mí. El asombro que esto le produjo hizo que me preguntara:
- ¿Es posible que haya perdido usted el tiempo rompiéndose la cabeza ante semejantes disparates? -Y al responderle yo afirmativamente, prosiguió con ardor-: Cada minuto, cada instante que usted ha dedicado al estudio de esos libros, están irremisiblemente perdidos. Ha llenado su memoria de nombres y sistemas completamente caducos. ¡Dios mío! ¿En qué desierto ha vivido usted para no encontrar a nadie que le dijera que cuanto ha estudiado y asimilado tan ávidamente tiene por lo menos miles de años de antigüedad, y que esas teorías son tan absurdas como viejas? Nada más lejos de mi imaginación que descubrir, en un siglo tan dedicado a las ciencias como es éste, a un discípulo de Alberto Magno y de Paracelso. Hijo mío, tendrá usted que empezar sus estudios por el principio.
Y al decir esto me entregó una lista de obras sobre Ciencias Naturales, aconsejándome que las comprase. Así me despidió, no sin antes haberme informado de que, al iniciarse la semana siguiente, él daría comienzo a su curso sobre esta parte de las ciencias, mientras que su colega, el señor Waldman, dictaría unas lecciones de química en días alternos.
El hecho de que todos aquellos autores me hubiesen decepcionado hacía ya tiempo, colaboró a que no me descorazonara por las reprobadoras palabras de este profesor. Sin embargo, ello no significó en modo alguno que me sintiera más ansioso por empezar mis nuevos estudios. El señor Krempe era un hombre pequeño y algo grueso, de voz áspera y apariencia poco agradable, características éstas que de ninguna manera podían predisponerme en favor de sus aficiones. De una forma algo filosófica y quizá absoluta, he ido exponiendo las conclusiones a las que había llegado con respecto a las ciencias naturales. Siendo todavía niño, no me habían bastado los resultados prometidos por los adeptos a las modernas doctrinas en esta rama científica, y así, por causa de una confusión de ideas atribuible tanto a mi escasa experiencia como a mi extrema juventud, además de a la ausencia de una orientación sobre el tema, recorrí los caminos del saber permutando los descubrimientos más modernos por los sueños olvidados de los alquimistas. Siempre sentí un profundo desprecio por la aplicación de las ciencias modernas. ¡Qué distinto sería si los científicos se dedicaran a la búsqueda de la inmortalidad y del poder!, pensaba; porque, aun cuando los maestros antiguos hubieran llegado a resultados nulos, no podía negarse que poseían grandeza de espíritu. Pero ahora todo había cambiado, y las investigaciones de los sabios modernos parecían orientarse por entero hacia la aniquilación de las teorías en las que yo había fundado, precisamente, mi interés por la ciencia. En fin de cuentas, lo que se me proponía era que cambiase mis quimeras, preñadas de infinita grandeza, por realidades que carecían de valor, por lo menos aparentemente.
Tales fueron las reflexiones que me hice durante los primeros días de estancia en Ingolstadt, días que empleé en conocer el lugar y a sus más destacados habitantes. Cuando llegó la siguiente semana, recordé la información que el señor Krempe me había facilitado sobre las conferencias, y ante la imposibilidad de asistir a las suyas decidí ir a escuchar al señor Waldman, a quien no conocía todavía porque había permanecido ausente de la ciudad hasta entonces.
Así pues, me dirigí al aula guiado en parte por la curiosidad y en parte por la desidia. Al poco de llegar, apareció en escena dicho señor, cuya apariencia era completamente distinta a la del señor Krempe. Parecía contar unos cincuenta años de edad, y su aspecto denotaba una gran benevolencia. Sus sienes aparecían ligeramente plateadas, pero el resto de su pelo era completamente negro. A pesar de su baja estatura andaba asombrosamente erguido y firme, siendo poseedor de la más dulce voz que yo haya escuchado en un hombre. Empezó su conferencia con una recapitulación de la historia de la química y de los diversos descubrimientos realizados por los hombres de ciencia más relevantes. Dedicó unas palabras al estado actual de la ciencia, y explicó algunos de los términos más elementales, entregándose después a una serie de experimentos preparatorios. Al terminar, hizo un panegírico de la química moderna, con palabras que jamás podré olvidar.
- Los antiguos maestros de esta ciencia -dijo- prometieron lo imposible y sus experiencias prácticas fueron nulas. Por ello quizá los científicos modernos prometen muy poco. Saben que los metales no pueden transformarse y que el elixir de la vida es una simple quimera. Sin embargo, estos sabios cuyas manos parecen hechas para ser desgastadas por el trabajo y cuyos ojos parecen creados para hurgar incansabletnente en el crisol o el microscopio han realizado verdaderos milagros. Han entrado en el sagrado lecho de la naturaleza y nos han mostrado como funcionan sus rincones más ocultos. Han ascendido hasta el firmamento, descubierto la circulación de la sangre y la composición del aire que respiramos, y alcanzado un poder nuevo y casi ilimitado. Son capaces de dominar el rayo, imitar los terremotos y burlar el mundo invisible con sus propias sombras.
Estas fueron las sabias palabras del profesor, o por mejor decir, este fue el mensaje del destino que iba a conducirme a mi propia destrucción. Oyéndole, me parecía que mi alma estaba luchando contra un enemigo palpable. Fue tocando uno a uno todos los resortes que formaban el mecanismo de mi cuerpo, y los sacudió hasta hacerlos vibrar como cuerdas de un instrumento. Mi espíritu no tardó mucho en sentirse poseído de un único pensamiento, un propósito, una meta. Si se ha llegado a tanto -pensó el alma de Frankenstein-, yo conseguiré más, mucho más. Aprovechando los caminos ya trazados, exploraré otros nuevos, estudiaré fuerzas desconocidas y asombraré al mundo revelando los más profundos misterios de la creación.
Aquella noche no logré cerrar los ojos. En lo más hondo de mi ser bullía la insurrección presa del más violento tumulto, y aunque en aquellos momentos no me veía capaz de producirlo por mí mismo, veía que el orden surgiría de él. Poco a poco, mientras el día comenzaba a clarear, me dormí profundamente. Cuando desperté, los pensamientos de la noche anterior se me antojaron meras pesadillas. Solamente me quedaba por hacer una cosa, tomar una decisión, y ésta era la de volver de nuevo a mis antiguos estudios, consagrándome así a una ciencia para la que me creía especialmente bien dotado.
Así pues, aquel mismo día fui a visitar al señor Waldman. En privado, sus modales eran más dulces que en público; aquella cierta dignidad que había demostrado durante la conferencia se transformaba en la intimidad de su hogar en una extrema cortesía y afabilidad. En su presencia hice la misma relación de mis estudios que ante su colega, y él me escuchó con la mayor atención, sonriendo al oírme nombrar a Cornelio Agrippa y Paracelso, pero sin demostrar en absoluto la impaciencia de que hizo gala el señor Krempe. Me dijo que aquellos hombres fueron, en su infatigable celo por descubrir, los inspiradores de los sabios modernos, y que las bases del conocimiento de éstos se basaban en los estudios primitivos de aquéllos. Dijo también que habían facilitado la tarea de encontrar nuevos nombres, de clasificar y disponer correctamente los hechos, a cuyo descubrimiento ellos habían contribuido en gran parte. Y concluyó afirmando que los esfuerzos de los hombres de genio, aun los realizados en el más absoluto de los errores, rara vez dejaban de aportar algún conocimiento beneficioso para el género humano. Por mi parte, escuché tales palabras, dichas sin ninguna presunción, y al terminar le manifesté que su conferencia había sido la causa de que hubiera alejado de mí todos los prejuicios que abrigaba contra las químicos modernos. Me expresé en términos cuidadosamente escogidos, con la modestia que debe tener para con su educador un joven como yo, pero sin dejar traslucir (mi inexperiencia en la vida me hacía tímido) el entusiasmo que me embargaba al pensar en mis futuros trabajos. Finalmente le rogué me aconsejara sobre los libros que debía procurarme.
- Me siento dichoso -dijo el señor Waldman- de haber ganado así un discípulo más, y si sus explicaciones igualan a su talento, no me cabe la menor duda de que sus esfuerzos se verán coronados por el éxito. La química es la rama de las ciencias naturales que ha llegado a los mayores progresos. Es ésa y no otra, la causa de que yo mismo la haya escogido para dedicarle mis esfuerzos, aunque no por ello he dejado de entregar parte de mi tiempo al estudio de otras ramas científicas. Pobre químico sería aquel que se limitase a esta pequeña porción del conocimiento humano. Si su deseo es convertirse en un verdadero hombre de ciencia, y no en un simple experimentador, mi consejo es que estudie todas las ramas de las ciencias naturales, y también las matemáticas.
Así diciendo me condujo a su laboratorio, mientras iba indicándome todo aquello que debía obtener para mi trabajo. Incluso prometió ofrecerme su propio material, cuando mis estudios estuvieran lo suficientemente adelantados para poder utilizarlo sin temor alguno de que lo inutilizara. Luego me entregó una relación de los libros más útiles y se despidió de mí.
De este modo terminó el día, memorable para mí, que había de decidir mi destino.
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