Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Segundo

Nos criamos juntos. Apenas si nos llevábamos un año de diferencia y creo inútil señalar que no conocimos un desacuerdo o una disputa que nos hiciera reñir. Nuestro convivir era en la más completa armonía y las diferencias que pudieran existir entre nuestros respectivos caracteres, en vez de separarnos, nos unían aún más.

Elizabeth tenía un temperamento más tranquilo e introvertido que el mío; sin embargo, a pesar de mi vehemencia, yo era más capaz de concentrarme y mi ansia de conocimiento sobrepasaba en intensidad a la suya. Amaba las inspiradas creaciones de los poetas y se asombraba y maravillaba ante los impresionantes paisajes suizos que rodeaban nuestra casa. Todo le causaba sorpresa y la deleitaba: las sublimes formas de las montañas, el cambio de las estaciones, el estruendo de las tempestades y la placidez de los campos; el silencio del invierno y la vida turbulenta de nuestros veranos alpinos.

Mientras que mi compañera contemplaba tranquilamente los aspectos maravillosos de las cosas, yo preferí, en cambio, el placer de investigar y descubrir sus causas. El mundo era para mí un gran secreto que aspiraba a conocer. La curiosidad, la más tenaz investigación de las leyes ocultas de la naturaleza y la alegría que me embargaba al serme reveladas, fueron para mí, las primeras sensaciones que puedo recordar.

A! nacer su segundo hijo, yo tenía siete años y mis padres renunciaron por completo a su vida de viajes y se instalaron en su país natal. Eramos dueños de una casa en Ginebra y una villa campestre en Belrive, en la orilla este del lago, aproximadamente a una legua de la ciudad. Residíamos principalmente en esta propiedad campestre y la existencia de mis padres transcurría en el más completo retiro. Yo también prefería evitar el contacto con la muchedumbre para dedicarme por entero a unas cuantas personas. Por lo tanto mis compañeros de escuela me resultaban indiferentes, pero me unía con uno de ellos una estrecha amistad.

Henry Clerval, hijo de un comerciante de Ginebra, era un muchacho excepcionalmente dotado y dueño de una imaginación desbordante; amaba el peligro, tenía una gran iniciativa y practicaba la lucha. Le fascinaban las novelas de capa y espada y le gustaba componer romances heroicos. Llegó a escribir narraciones de encantamientos y aventuras caballerescas y trató de hacernos representar algunas obras cuyos personajes estaban sacados de los héroes de Roncesvalles, de los caballeros de la Tabla Redonda, del Rey Arturo y de los cruzados que vertieron su sangre combatiendo por la liberación del Santo Sepulcro en manos de los infieles.

Ningún ser humano habría podido disfrutar de una niñez más feliz que la mía. Mis padres eran todo bondad e indulgencia y nosotros entendíamos que, lejos de ser unos tiranos que nos sometieran a sus caprichos, resultaban los dadores de tantas y tantas alegrías que disfrutábamos. Cuando miro a otras familias me doy cuenta de lo afortunada que fue mi infancia y una inmensa gratitud se une a mi amor filial.

Mi carácter, algunas veces, era violento y mis pasiones vehementes. Pero, gracias a ciertas características de mi espíritu, aquellos arrebatos, en vez de orientarse hacía fines vanos, se encauzaban en el deseo de aprender todo cuanto me fuera posible. Confieso que ni el conocimiento de las lenguas extranjeras, ni el aprendizaje de las leyes, ni cualquier forma de política tenían el menor atractivo para mí. Eran los secretos del cielo y de la tierra los que ansiaba descubrir; ya fuera la sustancia externa de las cosas, el lado oculto de la naturaleza o el misterio que tiene el alma humana; mis investigaciones siempre tendían hacia la metafísica o, en su más alto significado, hacia los secretos físicos del mundo.

Clerval, durante este época se interesaba, por decirlo así, en las relaciones morales de las cosas. El disfrute de la vida, las hazañas de los héroes y las acciones de los hombres eran su tema predilecto. Soñaba convertirse algún día en uno de aquellos hombres cuyos nombres son recordados por la historia como atrevidos y osados benefactores de la humanidad.

La dulce alma de Elizabeth brillaba en nuestro hogar como una llama sagrada en el interior de un santuario. Su cariño era nuestro; su sonrisa angelical, la suavidad de su voz, la dulzura que emanaba de sus ojos celestiales estaban siempre presentes para bendecirnos y alentamos. Era la encarnación viva del amor.

Me hubiera podido amargar por mis estudios o me hubiera encolerizado muchas veces a causa de lo inquieto de mi carácter si ella no hubiese estado allí para brindarme algo de su dulzura. ¿Y Clerval? El propio Clerval, no hubiera podido ser tan perfectamente humano, tan generoso, tan lleno de bondad y de ternura en medio de su pasión por las aventuras, si ella no le hubiese transmitido el verdadero significado del bien para que pudiera alcanzar la meta de sus sueños caballerescos.

Siento un gran placer al recordar estas imágenes de mi infancia, antes de que la adversidad corrompiera mi espíritu y cambiara mis brillantes visiones de ser útil a la humanidad, en sombríos y lóbregos pensamientos personales. Además, al evocar el cuadro de mi niñez, consigno también el de los acontecimientos que gradualmente me conducirían hasta el relato de mis aflicciones. Pues, al querer explicar el origen de la pasión que regiría mi destino, la veo brotar como un arroyuelo que nace en las montañas, de fuentes recónditas y casi olvidadas, para engrosar hasta ser el torrente impetuoso que en su curso se habría de llevar todas mis esperanzas y alegrías.

Se forjó mi destino en la filosofía natural, por eso es necesario que te relate los hechos que determinaron mi predilección por esta disciplina.

Tenía trece años cuando realicé una excursión con mi familia a un balneario termal próximo a Thonon y debido a las inclemencias del tiempo que nos obligó a permanecer encerrados todo el día, fue que encontré por casualidad en la posada, un volumen de las obras de Comelius Agrippa. lo abrí con apatía, pero las teorías que allí se narraban cambiaron pronto ese estado de ánimo en entusiasmo. Supe con seguridad que una luz nueva venía a iluminar mi cerebro y lleno de alegría por mi descubrimiento corrí a comunicárselo a mi padre que, mirando distraídamente el título, dijo:

- ¡Ah, Comelius Agrippa! Mi querido Víctor, no pierdas el tiempo en eso, son puras tonterías.

Si mi padre, en lugar de hacer esa observación, se hubiera tomado la molestia de explicanrme que los principios de Agrippa carecían de valor y de que existía una concepción moderna y científica de la ciencia, cuyas posibilidades eran infinitamente superiores a las de las antiguas teorías, porque estas últimas eran sólo quiméricas, mientras que la primera era real y positiva, entonces, con seguridad, yo me hubiese dado por satisfecho y perdido todo interés por Agrippa. Tal vez hubiera llenado mi imaginación, siempre despierta, retornando con entusiasmo mis estudios anteriores e incluso es posible que mis ideas posteriores jamás hubiesen tomado aquella dirección que me llevó a la ruina. Pero la rápida ojeada y falta de interés con que mi padre contempló el volumen, me convenció absolutamente de que ignoraba su contenido y continúe, por lo tanto, leyendo el libro con la misma avidez que al principio.

Cuando regresé a casa, mi primera acción fue conseguir todas las obras de Cornelius Agrippa y, después, las de Paracelso y Alberto el Grande. Leí y estudié con entusiasmo las extrañas fantasías de estos escritores que eran, a mis ojos verdaderos tesoros que, excepto yo, poca gente conocía. He dicho ya que siempre estaba poseído por el fervoroso anhelo de penetrar los secretos de la naturaleza. A pesar de las intensas investigaciones y los maravillosos descubrimientos realizados por los filósofos modernos, mis estudios sobre estos temas siempre me habían decepcionado y dejado insatisfecho.

Dicen que sir Isaac Newton, se sentía como un niño que recogiera pequeñas conchas en la playa, frente al gran océano inexplorado de la verdad. Y aquellos de sus sucesores que se habían dedicado a estudiar las diversas ramas de la filosofía natural y que yo había leído, aparecían ante mis ojos como principiantes empeñados en una tarea semejante.

El campesino inculto contempla los elementos que le rodean y se familiariza con su utilidad práctica y el más sabio de los filósofos apenas si sabe un poco más. Ha descubierto en parte un asomo de la naturaleza, pero su estructura inmortal es todavía para él motivo de asombro y misterio. Podrá estudiar, disecar, analizar y poner nombres, pero es incapaz de deducir una sola de las causas finales. Desconoce por completo las causas en su estado secundario y terciario. Contemplé las barreras y los obstáculos que parecían impedir que los seres humanos penetrasen en los secretos de la naturaleza y, en mi ignorancia, me desesperé antes de tiempo.

Pero allí había libros y había hombres que antes que yo, habían logrado entrar y conocer los secretos de la naturaleza y cuya sabiduría era mucho mayor que la mía. Di crédito a todo lo que afirmaban y me convertí en su discípulo. Esto puede parecer extraño que sucediera en pleno siglo XVIII, pero, si bien seguía mi educación normal en las escuelas de Ginebra, por otra parte, era autodidacta en este aspecto. Mi padre no era un hombre de ciencia y tuve que satisfacer mi ansia de conocimientos andando a ciegas. Bajo la tutela de mis nuevos maestros que había elegido, me puse a buscar, lleno de entusiasmo, la piedra filosofal y el elixir de la vida; pero pronto todo mi interés se centro en este último. La riqueza no era, a mi entender, más que una meta secundaria; pero ¡qué gloria acompañaría a mi descubrimiento si conseguía desterrar la enfermedad del organismo humano y hacer del hombre un ser invulnerable a todo menos a la muerte violenta!

Además, contemplaba también otras posibilidades; el provocar la aparición de fantasmas y duendes, ya que era algo que mis autores favoritos tachaban de fácilmente realizable y que yo, con todas mis fuerzas deseaba conseguir. Como es natural, mis encantamientos resultaban infructuosos y no tenían efecto alguno, pero yo atribuía aquellos fracasos, más a errores debidos a mi inexperiencia y equivocaciones, que a la falta de veracidad en las teorías de mis instructores. Así fue que por un tiempo estuve entregado a los sistemas alquimistas, mezclando como un no-iniciado multitud de teorías contradictorias, errando desesperadamente en un auténtico pantano de conocimientos disparatados, impulsado por una imaginación desbocada y un razonamiento infantil; hasta que cierto incidente vino a dar un nuevo curso a mis ideas.

Tenía entonces quince años, cuando, encontrándonos en la casa de Belrive, una noche presenciamos una terrible y violenta tempestad. Había rebasado la cordillera del Jura y los truenos parecían estallar con sonoridad aterradora en todos los rincones del cielo. Mientras duró la tormenta me quedé absorto contemplando su fuerza imponente y, estando en el dintel de la puerta, vi, de pronto, como un torrente de fuego alcanzaba a una vieja encina que se erguía a unos veinte metros de la casa. Cuando la luz deslumbradora producto del estallido se hubo desvanecido, me di cuenta de que no quedaba nada del árbol: sólo era un tocón carbonizado. Cuando fuimos a ver el árbol a la mañana siguiente, al aproximarnos para verlo mejor, descubrimos que la encina había sido insólitamente destruida. El rayo no le había hecho volar por entero sino que la redujo a pequeñas astillas de madera. Nunca antes había visto algo tan destruido de una manera tan completa.

Hasta aquel momento yo desconocía todo cuanto se refería a las leyes más elementales que rigen la electricidad. Quiso el destino que un hombre, con grandes estudios en filosofía natural, se hallara aquel día con nosotros y excitado por la catástrofe, comenzara la exposición de una teoría que había desarrollado a propósito sobre la electricidad y el galvanismo, teoría que resultó, para mí, a la vez nueva y sorprendente. Todo lo que dijo tuvo la virtud de relegar a las sombras a Comelius Agrippa, Alberto el Grande y Paracelso, los antiguos instructores de mi imaginación. La caída de mis ídolos hizo que perdiera el interés en mis habituales experimentos y me pareció que ya nada podía ser descubierto. Por uno de esos caprichos mentales a los que, sin duda, estamos más expuestos en la juventud, renuncié a todas mis antiguas actividades. Consideraba que la filosofía natural y cuanto la rodeaba no era más que una creación deforme, un aborto; y pensé que aquella pretendida ciencia, jamás podría trasponer el auténtico conocimiento y movido por aquel estado de ánimo, me entregué a las matemáticas y las ramas de la ciencia que se relacionaban con ella, pues, era evidente que aquellas materias estaban basadas en cimientos seguros y eran, por lo tanto, dignas de consideración.

De esa extraña manera es la naturaleza de nuestras almas y demuestra hasta qué punto estamos ligados por vínculos tenues a la prosperidad o a la ruina. Cuando miro hacia atrás, creo descubrir, en el cambio, casi milagroso, que experimentaron mi inclinación y voluntad, la sugestión de mi ángel guardián; como el postrer esfuerzo hecho por mi instinto de conservación para alejar la tormenta que se divisaba ya en las estrellas, dispuesta a desencadenarse sobre mí. Después del abandono de mis estudios anteriores siguió un sosiego, una calma espiritual, que me libró de los tormentos que acompañaban mis investigaciones. Así fue como aprendí a asociar la idea de infortunio con la continuación de mis experimentos y la de felicidad con mi renuncia a ellos.

Fue un vigoroso esfuerzo del espíritu del bien, pero resultó ineficaz. El destino tenía demasiado poder y sus leyes inmutables habían decretado mi destrucción.

Fue terrible y total.

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