Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Vigésimo Segundo

Nuestro viaje por mar terminó al fin, y tras desembarcar proseguimos con dirección a París. Al llegar allí me vi forzado a reconocer que había abusado de mi resistencia, por lo que tuve que pasar unos días descansando. Mi padre hacía cuanto podía por rodearme de atenciones y, desconociendo la causa de mi mal, trataba de remediarlo; pero los medios de que se valía eran muy distintos de los que yo precisaba. Insistía en verme rodeado de otras personas, cuando yo aborrecía a todos los hombres. ¡Oh, no, no era a ellos a quienes odiaba! Eran mis semejantes, eran iguales a mí, y aun el más horrible de ellos me atraía como si fuera una criatura angelical. Pero me dominaba la idea de que no me estaba permitido gozar de su compañía, porque había lanzado entre ellos a su enemigo, a un ser cuyo mayor placer era el derramamiento de sangre, los lamentos de sus víctimas. ¡Cómo me aborrecerían todos y cada uno de ellos, como me borrarían de este mundo, si conocieran mis demoniacas acciones y los crímenes que por ellas se habían originado!

Mi padre no insistió para que trabara nuevas amistades, pero siguió buscando el medio de conseguir que aquella desesperación desapareciera. Algunas veces creía que mi desolación provenía de la vergüenza que había experimentado al tener que ser juzgado por un tribunal, y trataba de convencenne de lo fútil de mi orgullo.

- Padre mío -le decía yo entonces-. ¡Qué poco me conoces! El envilecimiento de los hombres, la degradación de sus pasiones, no tendría límite si alguien tan despreciable como yo pudiese manifestar el menor orgullo. Justine, la pobre e infeliz Justine, era tan inocente como yo y pagó con la vida una acusación idéntica a la que cayó sobre mí. ¡Y pensar que soy el verdadero culpable, que yo la asesiné! William, Justine y Henry ..., todos murieron en mis manos.

Mientras permanecí en la cárcel mi padre pudo oírme pronunciar estas mismas frases centenares de veces, puesto que las repetía constantemente. Entonces, o bien me pedía la confirmación de tales palabras, o bien las creía el producto de mis delirios. Luego, durante la convalecencia, pensó sin duda que esta idea había arraigado en mi imaginación durante el período más agudo de la enfermedad, no siendo ya más que un rescoldo lo que todavía manifestaba ocasionalmente. Yo evitaba cualquier tipo de explicación, poniendo especial cuidado en mantener oculto todo cuanto se refiriera al monstruo. Sabía que si declaraba toda la historia sería tomado por loco, y esta idea era suficiente para mantenerme en un estado de mutismo absoluto. Sin embargo, aunque hubiese pensado que él me creería, tampoco habría osado revelarle toda la verdad, por temor al estado de intranquilidad en que ello le sumiría. Así pues, dominaba tanto cualquier sensación de flaqueza como la insaciable de afectos que me asaltaba, cosas ambas que sólo hubieran podido abocarme a una confesión momentáneamente tranquilizadora. Pero todas mis precauciones eran pocas. A menudo, sin saber cómo, se me escapaban frases como la que he citado, y el hecho de pronunciarlas era para mí un consuelo. En aquella ocasión, mi padre me reconvino con una expresión de asombro:

- Mi querido Víctor. ¿Qué es lo que estás hablando? Te ruego, hijo mío, que no vuelvas a decir semejantes cosas.

- No creas que estoy loco -le dije, no sin energía-. El sol y el cielo han sido testigos de mis actividades y te confirmarán lo que acabo de decirte. ¡Yo soy el asesino de estas inocentes víctimas! Todos murieron por causa de mis manipulaciones, aunque lo cierto es que hubiera derramado con gusto mi sangre para salvar sus vidas. Pero no me ha sido posible librarles de la muerte ... No me es posible sacrificar a toda la Humanidad.

Estas palabras acabaron por convencer a mi padre de que yo tenia la mente ligeramente trastornada, y cambió de conversación para alejarme de mis pensamientos. Estaba empeñado en hacer que olvidara el recuerdo de las tristes y horribles escenas acaecidas en Irlanda, por lo cual nunca más volví a oírselo mencionar, ni consintió tampoco en que yo hablase delante suyo de mis infortunios.

El tiempo transcurrido hizo que me serenara un poco. Aun cuando la desgracia se había apacentado para siempre dentro de mí, las conversaciones que mantenía adquirían cada vez una mayor coherencia, debido sobre todo a que me esforcé en reprimir la voz de mi conciencia, que con frecuencia intentaba gritar toda la verdad al mundo entero. Mi comportamiento se hizo más tranquilo y más acorde con la normalidad de lo que había sido desde mi excursión al mar de hielo.

Pocos días antes de dejar París para dirigirme a Suiza recibí una carta de Elizabeth concebida en los siguientes términos:

Ginebra, 18 de mayo de 17 ...

Mi querido amigo:

He sentido un inenarrable placer al recibir carta de mi tío, fechada en París. No estás ya a una distancia tan grande de mí, por lo que me anima la esperanza de verte antes de quince días. ¡Pobre primo mío, cuánto has debido sufrir! Me invade el temor de encontrarte en peor estado de ánimo que cuando abandonaste Ginebra. He vivido uno de los peores inviernos de mi vida, torturada por la espera, pero ahora el deseo de ver la serenidad reflejada en tu rostro me reconforta. Sólo ansío comprobar que tu corazón no es ajeno a la calma y al amor.

Me atenaza una duda, y es que persistan los sentimientos que causaban tu pesar hace un año, incrementados quizá por el paso de los días. Nada más lejos de mi ánimo que causarte un disgusto, pero es preciso que antes de que nos reunamos medie entre nosotros una explicación. LA conversación que mantuve con mi querido tío antes de que fuera a buscarte creo que la hace necesaria.

Te preguntaras que puedo tener que explicar. Si es eso lo que pasa por tu pensamiento, mi problema queda resuelto y mis dudas completamente satisfechas. Mas estás tan lejos de mí ... Así pues, es posible que, aun cuando sientas cierto placer, en el fondo temas esta explicación. En el caso de que sea ésta tu actitud, no voy a demorar más el exponerte lo que durante tu ausencia he deseado tantas veces decirte, sin que haya tenido nunca el valor necesario para hacerlo.

Ya sabes que nuestra unión ha sido el proyecto soñado por tus padres desde que éramos niños, como nos lo manifestaron siempre y como nos enseñaron a esperarlo convencidos de que era algo que debía ocurrir. Hemos sido los mejores compañeros de juegos y, según yo lo veo, los mejores amigos a medida que hemos ido creciendo. Pero, ¿no sería posible que este amor sea el de dos hermanos que, queriéndose con locura, no desean llegar a ningún tipo de intimidad más profunda? Por nuestra futura felicidad te lo ruego, Víctor. Dime con toda claridad si amas a otra mujer.

Has viajado mucho, has vivido varios años en Ingolstadt, y debo confesarte, mi querido amigo, que cuando te vi volver de allí el pasado otoño, con la tristeza reflejada en tu rostro y huyendo de toda compañía, no pude evitar el pensamiento de que te creyeras obligado, por tu honor, a un deseo de tus padres que se oponía a tus sentimientos. Pero me parece que estoy divagando. Confieso que te amo y que, en mis sueños, has sido siempre mi querido y constante compañero. No obstante, al decirte esto pienso tanto en tu felicidad como en la mía propia, y nuestro matrimonio me haría desgraciada para toda la vida si no estuviese convencida de que eres tú quien libremente lo desea. En estos momentos me hace sufrir incluso la sola idea de que, debilitado como estás por tus padecimientos, intentes sacrificar por la palabra honor todas las esperanzas de ese amor y esa felicidad que quieres restablecer para ti mismo. Sería nefasto que yo, que te profeso un afecto tan desinteresado, fuese la causa de tu infelicidad y aumentara tu desgracia al verme convertida en el obstáculo de tu dicha. ¡Víctor, querido! Debes tener la seguridad de que tu prima y antigua compañera de juegos siente por ti un amor demasiado sincero como para desear que este pensamiento te aflija. ¡Sé feliz, mi buen amigo! Y si respondes a mis palabras como yo espero, ten la seguridad de que no hay fuerza en el mundo que pueda arrebatarme la serenidad.

No permitas que esta carta te intranquilice, y no respondas a vuelta de correo, ni tan sólo antes de tu regreso si esto puede causarte enojo. Mi tío me dará noticias acerca de tu salud. A tu vuelta, si veo asomar a tus labios una sonrisa que se deba a mis esfuerzos, no desearé otra felicidad.

Elizabeth Lavenza

Esta carta tuvo el poder de resucitar en mi memoria la odiosa frase del monstruo: ¡Estaré contigo en tu noche de bodas! ¡Esa era mi sentencia! Esa noche, el monstruo haría cuanto estuviera en su poder para destruirme, sin permitir que gozara ni un solo instante de una felicidad que era el paliativo de mis sufrimientos. Pero si él tenia el firme propósito de consumar sus crímenes, yo no le temería. Mi matrimonio estaría marcado por una lucha a muerte en la que, si el monstruo me vencía, acabarían mis sufrimientos. En cambio, si el vencedor era yo, volvería a sentirme un hombre libre. Pero, ¿qué pobre libertad iba a ser la mía? Sería como la del Campesino que ve aniquilada a toda su familia, incendiada su casa, sus tierras sembradas de sal y él mismo desamparado, sin hogar sin dinero y solo, pero libre. Así sería mi libertad, estaba seguro, con la única diferencia de que yo tenía en mi Elizabeth un tesoro incalculable que, sin embargo, no podría evitar fuera perseguido por el remordimiento hasta la muerte.

¡Mi dulce y adorada Elizabeth! Leí varias veces su carta, que consiguió me desahogara un poco e incluso que llegara a concebir sueños de amor paradisíacos. Pero ya había mordido la manzana del mal y el brazo del ángel vengador se extendía sobre mí para arrojarme del Edén de mis esperanzas. A pesar de ello, estaba dispuesto a dar la vida para conseguir su felicidad. Sabía que si el monsttuo se atrevía a ejecutar su amenaza, mi muerte se produciría inevitablemente. Este pensamiento me indujo a creer que quizá mi matrimonio fuera el pronto cumplimiento del destino que me esperaba. Mi destrucción estaba sentenciada; así pues, si retrasaba la boda, mi verdugo podía pensar que lo hacía influido por el temor de su venganza, en cuyo caso era muy probable que maquinara otra mayor. Había jurado estar presente en mi noche de bodas; pero entretanto había demostrado su sed de sangre, difícilmente insaciable, asesinando a mi amigo Clerval poco después de formular su amenaza. Así pues, si mi unión con Elizabeth podía proporcionar su felicidad y la de mi padre, no iba yo a permitir que las amenazas del horrible ser la demorara por más tiempo.

En este estado de ánimo respondí a la carta de mi prima. Rebosaba afecto y ternura. Entre otras cosas, le decía:

Temo, amada mía, que no quede mucha felicidad en el mundo para que podamos disfrutarla. Pero sea como sea, todo lo que espero alcanzar en esta tierra puede venir tan sólo de ti. Debes olvidar los injustificados temores que me manifiestas en tu carta, porque es a ti únicamente a quien deseo consagrar mi vida. Tengo un terrible secreto, Elizabeth, un secreto que cuando lo conozcas hará se te hiele la sangre en las venas de horror; y te sorprenderás mucho más cuando veas que, en lugar de sucumbir, he podido sobrevivir a mi desgracia. Te revelaré este secreto al día siguiente de nuestro matrimonio, pues estoy convencido, mi querida prima, de que entre los dos debe reinar siempre la confianza más perfecta. Hasta entonces te ruego que no menciones a nadie esto ni hagas alusión a ello. Sé que pondrás todo tu interés en hacer lo que te pido.

Una semana después de haber recibido la carta de mi prima llegamos a Ginebra y mi amada me recibió con el más cálido de los afectos, aunque no pudo impedir que las lágrimas corrieran por sus mejillas al ver mi demacrado aspecto. Ella también había cambiado. Estaba más delgada y había perdido gran parte de su encantadora vitalidad, que tanto la adornaba antes; pero había adquirido mayor dulzura y suavidad en todos sus gestos, lo cual la convertía en la perfecta compañera para mí, agotado como estaba física y moralmente.

La tranquilidad de que disfruté fue escasa puesto que otra vez los recuerdos vinieron a martirizarme hasta conducirme casi a la locura. En unas ocasiones me consumía el odio, mientras que en otras permanecía sentado en cualquier rincón, completamente desmoralizado, y no hablaba ni miraba a nadie. Lo único que me preocupaba era la desgracia que pesaba sobre mi cabeza.

Sólo Elizabeth podía arrebatarme de aquellos trances de desespero. Su dulce voz tenía el poder de calmarme cuando me dominaba el odio, y de animarme cuando me invadía aquella especie de sopor. Lloraba conmigo y por mí. En los momentos en que la lucidez me lo permitía, incluso intentaba hacerme comprender que sólo la resignación era capaz de hacer frente a mis problemas. ¡Cuán fácil es la resignación para el inocente! Pero los culpables no llegan a conocer la paz jamás. Las agonías del remordimiento envenenan los pequeños placeres que algunas veces produce el exceso de pena.

Después de nuestra llegada al hogar paterno, mi padre propuso llevar a cabo cuanto antes la ceremonia de la boda, proposición que yo acogí en medio del mayor silencio.

- ¿Acaso tienes algún otro compromiso? -dijo mi padre.

- Ninguno. Amo a Elizabeth y el único consuelo que me alivia es pensar en nuestra próxima unión. Fija el día, y a partir de ese momento me consagraré, tanto en la vida como en la muerte, a la felicidad de mi prima.

- Querido hijo, no hables así. Si bien es verdad que hemos vivido tremendas y horribles desgracias, no por ello permaneceremos desunidos. Debemos aferramos a lo que nos queda y dedicar el amor que sentíamos por los que no están a quienes todavía viven. Nuestra familia es reducida, sí; pero está unida por los lazos del afecto que crea la desgracia compartida. Cuando el tiempo haya mermado nuestra desesperación, vendrán nuevos seres a quienes amar, reemplazando así a los que tan cruelmente nos fueron arrebatados.

He aquí la gran lección de mi padre, que yo no iba a aprender porque estaba obsesionado por el recuerdo de la amenaza. Pero no hay de qué asombrarse, pues la omnipotencia que hasta entonces había demostrado el monstruo en sus acciones me confirmaba lo inevitable de su amenaza:

Estaré contigo en tu noche de bodas.

La muerte no podía suponer nada para mí si con ello evitaba la de mi dulce Elizabeth, y por ello, animado de una súbita alegría, acordé con mi padre que la boda se celebraría, si mi prima accedía a ello, diez días después de la fecha que anunciáramos. ¡Imaginaba que así se iba a sellar mi destino definitivamente!

¡Buen Dios! Si por un momento hubiera sido capaz de prever las malvadas intenciones del monstruo, habría abandonado para siempre a los míos y vagado permanentemente solo por el mundo, antes que consentir en llevar a cabo tan desgraciado matrimonio, Pero el monstruo, igual que sí poseyera un fulgor mágico, me había ocultado sus verdaderas intenciones e impedido imaginarias siquiera. Así fue como, intentando adelantar mi muerte, lo único que hice fue acelerar la de mi ser más querido.

A medida que transcurrían los días que me aproximaban al de la ceremonia, y quizá por un sentimiento de cobardía o por un presentimiento, mi corazón fue haciéndose cada vez más débil, aunque todavía conseguía disimular lo que verdaderamente me ocurría. Fingía alegría, Y mis sonrisas complacian a mi padre; pero los ojos de Elizabeth, más sagaces, adivinaban la verdad. Mi prima esperaba el acontecimiento llena de un contento no exento de cierto matiz de intranquilidad. Temía que, después de las desgracias acaecidas, sus sueños de felicidad quedaran convertidos en una fantasía que dejara tras ella un rastro de eterna desesperación.

Se hicieron los preparativos para el fausto día, y nuestra casa se llenó de amigos que venían a felicitarnos y a desearnos los mejores auspicios. Yo me esforzaba por dominar mi ansiedad, participando con entusiasmo de todos los planes que forjaba mi padre y que después sólo servirían, estaba seguro de ello, para ser el escenario de mi tragedia. Gracias a sus esfuerzos, mi padre había conseguido que el Gobierno austríaco devolviera a Elizabeth parte de la herencia que le correspondía, que consistía en una pequeña propiedad a orillas del lago de Como. Así pues, acordamos que inmediatamente después de la ceremonia partiríamos hacia Villa Lavenza, con objeto de pasar allí nuestros primeros días de dicha.

Durante ese tiempo yo tomé toda clase de precauciones por si la visita del monstruo se realizaba. Llevaba siempre conmigo una pistola y una daga, aparte de permanecer constantemente alerta en espera de un posible ataque por sorpresa. Esto contribuyó a tranquilizarme algo más. Pero en realidad sucedía que, mientras más próximo estaba el momento crítico, menos verosímiles me parecían las palabras del monstruo, llegando hasta el extremo de creer que su amenaza no se iba a cumplir. A esta creencia contribuyeron en gran manera las conversaciones que oía constantemente a mi alrededor, en las que se hablaba de mi matrimonio como de algo que nada ni nadie podían ya impedir.

Elizabeth se sentía feliz al verme a mí más sereno, y su espíritu había dejado de preocuparse. Sin embargo, el día de nuestra unión no pudo evitar sentir cierta melancolía, producto quizá de un presentimiento largo tiempo animado en su corazón. Es posible que pensara en el terrible secreto que yo había prometido revelarle al día siguiente. Por el contrario, mi padre se mostraba rebosante de felicidad y no vio en la melancolía de su sobrina otra cosa que la lógica intranquilidad de una novia a punto de consumar su matrimonio.

Al término de la ceremonia, los numerosos invitados se reunieron en casa de mi padre para festejarla. Elizabeth y yo iniciamos, según habíamos convenido, nuestro viaje de bodas. Teníamos la intención de atravesar el lago y pasar la noche en Evian, para continuar el viaje hasta nuestro destino al día siguiente. El día era espléndido y el viento favorable; todo parecía haberse combinado para que el recuerdo de tan fausto acontecimiento fuera maravilloso.

Sin embargo, aquellos fueron los últimos momentos de dicha que pude disfrutar. Zarpamos inmediatamente después de terminada la ceremonia. El sol se hallaba en su apogeo, y nos vimos obligados a protegernos de su calor debajo de un pequeño toldo, pues queríamos disfrutar de la magnificencia del paisaje. Unas veces era el Mont Saleve lo que se ofrecía a nuestra vista; otras, las riberas de Montalegre, y siempre, dominando todo el panorama, el Mont Blanc y los nevados picos que intentan competir con él inútilmente. Cuando costeábamos la orilla opuesta apareció ante nosotros el magnífico Jura, con su oscura mole que parecía una barrera insalvable para los nativos que quisieran abandonar su país, o una muralla infranqueable para los extranjeros que intentaran esclavizarlo.

Tomé la mano de Elizabeth y le dije:

- No estés triste, amada mía. ¡Si supieras lo mucho que he sufrido y lo que quizá habré de padecer todavía, harías lo imposible para que viviera unos momentos de tranquilidad y olvidara el temor que me obsesiona! Porque este es el único día en que me estará permitido disfrutar.

- Sé feliz, mi querido Víctor -contestó Elizabeth-. No te dejes llevar por la pena -me respondió ella-. Espero que no haya nada inquietante, y puedes tener la seguridad de que mi corazón está lleno de dicha, aunque mi rostro no lo demuestre. No obstante, siento como si no debiera confiar mucho en el porvenir ... Pero no deseo hacer caso de este siniestro presentimiento. ¡Mira cuán rápidamente avanzamos! ¡Fíjate en las nubes que ocultan ahora la cima del Mont Blanc! ¡Qué interesante es esta bella escena! El agua está diáfana y se pueden ver tanto la infinidad de peces que nadan en ella como las piedras que yacen sobre el fondo del lago ... ¡Oh, qué día tan maravilloso! ¡Cuánta serenidad respira la naturaleza!

Así intentaba Elizabeth desviar nuestros pensamientos de cualquier cosa que nos inspirara tristeza. Pero no siempre lo conseguía, y unas veces desbordaba alegría mientras que en otras aparecían en su mente pensamientos menos optimistas.

El sol iniciaba su ocaso cuando cruzamos el río Drance y pudimos observar los meandros que su curso dibuja entre las altas colinas y los valles bajos. En esta parte los Alpes se aproximan al lago, por lo que nos sentimos empequeñecidos al ver aparecer frente a nosotros el imponente anfiteatro montañoso del lado oriental. Por fin divisamos el campanario de la iglesia de Evian, brillando entre los árboles del bosque, así como las sierras montañosas que enmarcan la ciudad.

Mientras duró la puesta del sol, el viento que hasta entonces nos había empujado con fuerza se convirtió en una ligera brisa, que apenas conseguía ondular las aguas y que agitaba los árboles suavemente, produciendo con ello un runruneo que llegaba hasta nosotros junto con el perfumado aroma de las flores y el heno. Cuando desembarcamos, la noche ya había caído y su oscuridad renovó en mí el miedo y la desconfianza, que pronto habrían de atenazarme para no abandonarme jamás.

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