Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Vigésimo Tercero

Cuando desembarcamos, el reloj del campanario desgranaba, una tras otra, ocho campanadas. Paseamos unos momentos por la playa, contemplando el crepúsculo, y finalmente nos dirigimos a la posada, desde donde pudimos ver el magnífico escenario que formaban las aguas, los bosques y la silueta de las montañas, que todavía se dibujaban entre la penumbra.

El viento soplaba hacia el Sur, pero de pronto cambió su dirección, con inusitada violencia, hacia el Oeste. La luna comenzaba a descender y las nubes pasaban ante ella, más veloces que una bandada de buitres, ocultando su luz. Y el lago era el espejo donde se reflejaba la lucha que se desencadenaba en el cielo, haciendo parecer aún más maravillosa la agitación de sus aguas, que el viento comenzaba a levantar y que dio lugar a una tormenta que sobrecogía los ánimos.

Yo había pasado el día bastante sereno, pero cuando la noche esfumó los relieves del paisaje, dentro de mí volvieron a surgir los temores. Estaba ansioso, vigilante, y mi mano derecha permanecía en contacto permanente con la pistola que guardaba en mi pecho. El más leve ruido me llenaba de terror, pero mi decisión de hacer pagar un precio alto por mi vida era firme.

Elizabeth observaba mi agitación sin pronunciar palabra; pero al fin, algo que había en mi actitud debió comunicarle el Pánico que yo sentía, porque me preguntó, toda temblorosa:

- ¿Qué es lo que te preocupa tanto, mi querido Víctor? ¿Qué temes?

- Tranquilízate, amor mío -le contesté-. Sólo una noche, esta noche, y el peligro habrá pasado. ¡Pero esta noche es terrible, muy terrible!

Durante una larga hora estuve sometido a este estado de intranquilidad, antes de darme cuenta de lo terrible que iba a ser la lucha que esperaba a cada momento, y de cuánto afectaría a mi esposa si la presenciaba. Así pues, acabé por rogarle que se retirara a descansar, resuelto a no reunirme con ella hasta tener una idea más clara de la situación de mi enemigo.

Obedeciendo mis deseos, Elizabeth me dejó solo y continué paseando por los corredores de la casa, vigilando todos los rincones que pudieran servir de escondite al horrible ser. Sin embargo, no me fue posible hallar rastro alguno de él, por lo que empecé a considerar que algún azar había intervenido con objeto de que la amenaza no pudiera realizarse. Súbitamente, un horrible grito procedente de la habitación donde se había retirado Elizabeth resonó en mis oídos. Tan pronto lo escuché, toda la pavorosa verdad se apareció a mis ojos y me inutilizó para poder efectuar cualquier movimiento. Mis brazos cayeron como muertos a lo largo de mi cuerpo, y mis músculos se atrofiaron; incluso podía percibir el fluir de la sangre por mis venas, así como también el cosquilleo que me producía en las puntas de los dedos. Esta sensación duró un instante. Entonces, un alarido me volvió a la realidad y me lancé como un loco a la habitación de mi amada; ¡Dios mío! ¿Qué fue lo que no me hizo caer muerto en aquel mismo instante? ¿Por qué estaré todavía viviendo y relatando la destrucción del ser más puro y maravilloso, de la única esperanza que había en el mundo para mi pobre vida. Ella, mi amor, yacía de través sobre la cama, lívida y sin vida. SUS hermosas facciones aparecían horriblemente convulsionadas por entre el desorden de su cabellera ... Desde aquella maldita noche, no importa donde mire, veo siempre su figura reflejada en todas partes, sus brazos sin sangre y su cuerpo sin vida, abandonada por el asesino en su lecho nupcial. Me preguntaba cómo podría seguir viviendo con el constante recuerdo de aquella escena. ¡Cuán tenaz es la vida y cómo se aferra a uno cuando más se le odia! Perdí la noción de todo y caí desmayado al suelo.

Cuando recuperé el conocimiento me encontré rodeado por las gentes de la posada. Me miraban con rostros aterrorizados, que parecían una caricatura del mío propio. Escapé hacia el cuarto donde yacía el cadáver de mi inolvidable Elizabeth, mi amor, mi vida, y pude ver que la habían extendido sobre la cama con el rostro y el cuello cubiertos por un pañuelo. Su cuerpo pareáa reposar tranquilamente. Corrí hacia ella y la abracé, lleno de desesperación,. pero el frío mortal de su carne me hizo comprender la tremenda realidad de que aquello que estrechaba entre mis brazos no era mi Elizabeth. Las criminales huellas de la mano asesina estaban opresas en su cuello, y de sus labios ya no salía aliento alguno. Permanecí abrazado a ella unos instantes, hasta que levanté la cabeza y me encontré mirando a través de la ventana de la habitación. A la luz de la luna pude ver algo que me sobrecogió. Los postigos habían sido abiertos de par en par, y en el alféizar divisé, con un terror que no me es posible describir, la horrible figura del monstruo. Sus facciones aparecían contraídas en una mueca de burla, y señalaba con el dedo el cadáver de mi esposa. Corrí hacia la ventana y, sacando mi revólver, disparé contra él. Pero el monstruo, con la rapidez de un rayo, se zambulló en el lago.

El estampido atrajo de nuevo la atención de las gentes de la posada. Señalé el lugar por donde había desaparecido y, embarcados en botes, seguimos tras él lanzando incluso las redes al agua. Pero todo fue inútil. Después de varias horas de búsqueda resolvimos volver a la posada, sin esperanzas ya de encontrarle. Algunos de mis compañeros llegaron a pensar que todo había sido una visión imaginaria producida por el dolor; pero, a pesar de ello, continuaron buscando por todo el territorio, en grupos que recorrieron bosques y viñedos.

Intenté acompañarles, y con ellos me alejé algo de la casa. Pero la cabeza me daba vueltas y mis piernas tenían que esforzarse cada vez más para sostenerme. Acabé por caer, agotado, con los ojos nublados y el cuerpo ardiendo por la fiebre. En tal estado fui conducido a la posada, donde me acostaron sin que hubiera recobrado la conciencia de las cosas. Mis ojos recorrían la habitación, como preguntándose extrañados dónde me hallaba y qué me había ocurrido.

Después de unos momentos en los que permanecí en este estado, volví a levantarme y, como guiado por un fuerte instinto, me arrastré hasta la habitación donde se hallaba todavía el cuerpo de mi amada. Había allí algunas mujeres llorosas alrededor de la cama, y uní mis lágrimas a las suyas mientras abrazaba el cadáver, con la mente llena de confusión. Me sentía sumido en un mar de desconciertos y horrores, en los que se mezclaban la muerte de William, la ejecución de Justine y los asesinatos de Clerval y de mi esposa. En aquellos instantes ni siquiera sabía en qué situación estarían mis seres queridos que todavía vivían. Pensaba que lo más probable era que mi padre se hallase debatiéndose entre los brazos del asesino, y que Ernest estuviese ya muerto a sus pies. Aquel pensamiento me devolvió la capacidad de actuar, y dispuse todo lo necesario para regresar a Ginebra sin ninguna demora.

Como quiera que no era posible conseguir un solo caballo, me vi obligado a regresar por el lago con viento desfavorable y una lluvia torrencial. A pesar de todo, pensaba poder llegar a Ginebra al anochecer, pues estaba ya amaneciendo. No contraté a nadie para que gobernara el barco porque el ejercicio físico siempre había sido un consuelo para mí, cuando me encontraba torturado por mis sufrimientos. Pero en aquel momento, lo agobiado que me sentía y la agitación que me dominaba impidieron que pudiese reunir fuerzas para remar. Arrojé los remos lejos de mí y escondiendo la cabeza entre los brazos, dejé correr libremente mi desesperación. A mi mente volvió el recuerdo de las escenas felices pasadas con mi dulce compañera ... Lloré desconsoladamente. La lluvia cesó por un momento y pude ver los peces dentro del lago, como Elizabeth los había visto el día anterior. Nada es más doloroso para el espíritu del hombre que un cambio brusco y repentino. El sol podía ocultarse o brillar; para mí no tendría ya la misma luz que tenía el día anterior, porque mi enemigo implacable había arrancado de mi lado la única esperanza de felicidad que me quedaba. En el mundo no había una criatura tan desgraciada como yo, estaba seguro de ello. Los terribles sucesos que había tenido que padecer sólo ocurren una vez en la historia de la Humanidad.

¿Para qué detallar los acontecimientos que siguieron a la catástrofe? La culminación más dolorosa de este relato de horrores sin fin ya ha sido narrada. Lo que me queda por explicar no creo te interese mucho, porque es sumamente sencillo: uno a uno, mis seres queridos me fueron arrebatados hasta que quedé completamente solo. Pero mi debilidad es ya muy grande y me obliga a contarte lo que queda apresuradamente.

Cuando llegué a Ginebra, mi padre y Ernest no habían muerto, pero el primero no pudo soportar la triste noticia que hube de comunicarle. Me parece verle todavía, mi querido y venerable anciano, con los ojos extraviados por no poder expresar ya la alegría. Su amadísima Elizabeth, aquella a quien quería como a una hija y en quien había depositado su afecto y sus esperanzas en el fin de su existencia, había sido arrancada de su vida. ¡Maldito monstruo! ¡Maldito aquel que convirtió sus últimos días en un calvario! Su salud no era lo suficientemente fuerte como para resistir esta nueva desgracia, ni tampoco los horrores que iba a tener que recordar; por eso, finalmente, el manantial de su vida se extinguió. Sin poder abandonar ya el lecho, pocos días más tarde moría en mis brazos.

¿Qué fue lo que me ocurrió entonces? No lo sé. Parece ser que perdí la noción de todo y que me sumí en las tinieblas. Algunas veces soñaba que estaba paseando por campos floridos y hermosos parajes con los amigos de mi infancia; pero al despertar me encontraba encerrado en una celda. Poco a poco logré dominar la melancolía, y el recuerdo de mi vida y de mis tristezas volvió. Fue entonces cuando se me permitió salir de la prisión. Más tarde, alguien me confió que me habían creído loco y que, por esa razón, decidieron encerrarme en un calabozo solitario, donde al parecer había permanecido muchos meses.

Pero la libertad hubiera sido para mí algo de poquísimo valor si, con la razón, no hubiese recuperado el feroz deseo de venganza. Cuando mi memoria trajo de nuevo el recuerdo de mis desgracias pasadas, así como el convencimiento de que el único ser culpable de las mismas era el monstruo creado por mí, volví a sentirme poseído por una rabia desesperada y deseé, entonces más que en ningún otro momento, tener al miserable demonio a mi alcance para descargar sobre él, con saña, la mayor venganza que imaginarse pueda.

Mi odio no se conformó con desahogarse en vanas palabras, sino que me llevó a buscar el medio de enfrentarme cara a cara con mi enemigo, y poco después de salir de la cárcel me dirigí a un juez de la ciudad para exponerle mis deseos de formular una acusación, una querella criminal. Le manifesté conocer al asesino de los miembros de mi familia, y que iba a implorarle una acción lo más completa posible de la justicia para darle caza.

El magistrado escuchó mi declaración con benevolente atención, y dijo:

- Tenga la seguridad, querido señor Frankenstein, de que la justicia no ahorrará ningún esfuerzo hasta descubrir al villano.

- Muchas gracias -le respondí--. Pero antes escuche, por favor, la declaración que voy a hacerle. En realidad se trata de unos hechos tan excepcionales, que no me parecería nada extraño se resistiese usted a creerlos. No obstante, los acontecimientos que han estado ocurriendo obligan, por su evidencia, a creer en mis palabras. El relato que voy a referirle es demasiado coherente para ser confundido con una pesadilla, y, además, no tengo motivo alguno para falsear la verdad.

Dije todo esto en un tono sosegado y persuasivo, pues mi resolución de matar al destructor me animaba a poner en ello todas mis esperanzas, con lo cual conseguía calmar mi angustia y tener un motivo para reconciliarme con la vida. Empecé mi relato sin entrar en pequeños detalles, pero expresándome con precisión, e incluso indicando exactamente las fechas de los sucesos. Me había propuesto no dejarme arrastrar por el odio.

La actitud del magistrado varió, pues mientras al principio parecía no creer nada de lo que oía, a medida que mi relato fue avanzando prestó cada vez mayor atención y al final mostró un verdadero interés. Incluso llegué a verle estremecerse de horror en algunos momentos, y en otros expresar sorpresa.

Cuando terminé mi narración, le dije:

- Acuso a ese ser de haber cometido asesinato, y vengo a buscar ayuda para perseguirle, detenerle y castigarle. Creo que su deber como magistrado es acceder a mi petición, y, además, tengo la completa seguridad de que sus sentimientos personales no se opondrán, en esta ocasión, a las exigencias de la justicia.

La expresión de su rostro cambió cuando oyó mis últimas palabras. Durante la exposición del relato había escuchado con atención parecida a la que se presta a una narración fantasmagórica y sobrenatural; pero al pedirle yo que actuara legalmente, mostró de nuevo incredulidad, aunque no por ello dejó de contestarme con la mayor de las cortesías:

- Desearía con toda el alma prestarle la ayuda que requiere. Pero según sus palabras, ese ser está dotado de una fuerza que pondría a prueba todo cuanto yo hiciera por usted. Porque, ¿quién sería capaz de perseguir a un animal de esa especie, que cruza los glaciares y los mares de hielo, que habita en cuevas donde ningún hombre osaría entrar? Por otra parte, han pasado muchos meses desde que se cometieron los crímenes y nadie puede saber a ciencia cierta dónde estará el monstruo, o en qué región habitará en estos momentos.

- No tengo la menor duda de que se halla muy cerca del lugar donde vivo -repuse-, y si lo que yo supongo es cierto, es decir, que vive en los Alpes, se le puede acosar como a una bestia y darle caza. Pero ya sé lo que está pensando; usted no cree mi relato y no tiene el menor interés por perseguir a mi enemigo y castigarle.

Al decir esto, mis ojos brillaban con tal indignación que el magistrado quedó intimidado y se apresuró a responderme:

- Está usted equivocado. Haré cuanto esté en mi poder, y si conseguimos apresar al monstruo, tenga la seguridad de que sufrirá el castigo al que sus crímenes le han hecho merecedor. Pero, a juzgar por cuanto usted me ha manifestado, diríase que esto no va a ser posible y que, aun cuando se tomen las medidas oportunas, el fracaso más rotundo coronará nuestra búsqueda. Creo que debería acostumbrarse a esa idea.

- Ya veo que todo es inútil. Diga lo que diga, de nada va a servirme. Mi venganza no le interesa a usted lo más mínimo, y aunque he de confesar que sentirla es un defecto, también reconozco que ésta es la única pasión que ahora me domina. El odio me subleva cuando pienso que la criatura a quien di vida todavía pertenece al mundo. Usted no acepta mi demanda, mi justa demanda; por tanto, no me queda otro recurso que dedicarme yo mismo, por entero, a la persecución y consiguiente destrucción del asesino. Consagraré a ello tanto mi vida como mi muerte.

Aquella conversación acabó por desquiciarme, haciéndome expresar el sentimiento de la orgullosa fiereza que, según dicen, invadía a los mártires de la antigüedad. Pero era imposible que un magistrado ginebrino, cuyos pensamientos eran bien distintos de los del heroísmo y la devoción dedicados a un fin, se dejase influenciar por aquella altivez espiritual en que yo me encontraba y que incluso podía hacerme parecer un loco. Hizo cuanto pudo para tranquilizar mis nervios, igual que si de un niño se tratara, y finalmente se convenció de que mi relato era el producto de una imaginación delirante.

- ¡Buen Dios! ¡Cuán ignorante es usted en su arrogante sabiduría! ¡Cállese! ¡No sabe lo que está diciendo!

Salí de su casa completamente irritado y descompuesto, para refugiarme en la soledad hasta hallar otro medio de acción.

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