Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Vigésimo Primero

Pronto me hallé en presencia del magistrado, un venerable anciano de aspecto bondadoso y suaves maneras, a quien esas cualidades no le impidieron mirarme severamente. Se volvió a los que me acompañaban y preguntó quién de ellos quería actuar como testigo.

Se adelantaron una media docena de hombres, de los cuales el magistrado eligió a uno para que hablase. El testigo declaró que había estado pescando la noche anterior con su hijo y su cuñado, Daniel Nugent, pero que hacia las diez de la noche se levantó un fuerte viento que les obligó a tocar puerto. La noche era oscura porque la luna no había hecho su aparición. No desembarcaron en el puerto sino, como de costumbre, en un arroyo que está a unas dos millas costa abajo. El iba delante, y su hijo y su cuñado a alguna distancia, cuando tropezó con algo y cayo al suelo. Sus compañeros corrieron a socorrerle, y al levantarle vieron, a la luz del farol que llevaban, que había tropezado con el cuerpo de un hombre que parecía estar muerto. Al principio creyeron que era un cadáver devuelto por el mar, pero al mirarle mejor vieron que las ropas del muerto estaban secas y que su cuerpo todavía estaba caliente. Lo condujeron de inmediato hasta una cabaña cercana, donde trataron de volverle a la vida. Era un joven de unos veinticinco años, de muy buena presencia, que al parecer había sido estrangulado, pues en la garganta se apreciaban claramente las huellas de unas manos.

La primera parte de aquella declaración, no me interesó, pero al mencionar el hombre las marcas de unas manos en la garganta, recordé de inmediato la muerte de mi hermano, y sin que pudiera remediarlo se apoderó de mí un nerviosismo general. Se me nublaron los ojos y me vi obligado a apoyarme en una silla para no caer. El magistrado, que me había estado observando todo el tiempo, dedujo de mi actitud una consecuencia poco favorable para mí.

El hijo confirmó la declaración del padre, pero Daniel Nugent juró haber visto, poco antes de que su cuñado cayese al suelo y no muy lejos de la playa, un bote tripulado por una sola persona que, a juzgar por lo que vio ayudado por el brillo de las estrellas, era el mismo bote en el que yo había desembarcado aquella mañana.

A continuación declaró una mujer, quien dijo que vivía en la costa y que, mientras esperaba el regreso de los pescadores, apoyada en el quicio de la puerta de su casa, había podido ver adentrarse en el mar un bote con un solo tripulante. Esto había sido como una hora antes de enterarse del descubrimiento del cadáver, y en las proximidades del lugar donde éste fue hallado.

Otra mujer confirmó la declaración del pescador. Era la propietaria de la casa donde habían auxiliado al muerto y explicó cómo le colocaron en una cama y que le frlccionaron todo el cuerpo en un intento de salvarle. Daniel incluso fue a buscar al boticario ..., pero todo había sido inútil, puesto que el joven había muerto.

Fueron interrogadas varias personas más con respecto a mi desembarco, y todas coincidieron en que la furia del vendaval podía haberme impedido gobernar el bote, obligándome a volver al mismo lugar de donde había salido. Dijeron también que era evidente que yo había traído el cuerpo conmigo para abandonarlo en algún sitio desconocido; así pues, mi ignorancia de aquella zona costera explicaba el que hubiese desembarcado tan cerca del lugar donde había dejado el cuerpo.

Luego, el señor Kirwin decidió que me condujeran en presencia del cadáver, esperando que esto modificaría mi expresión y que él podría observar alguna reacción que confirmase o descartase el sentido del impacto que me causó la revelación de cómo fue cometido el asesinato. Así, me vi conducido a la posada en compañía del magistrado y de otras personas. Me sentía ligeramente turbado por las extrañas coincidencias de aquella noche llena de acontecimientos. Pero recordaba haber estado hablando con mis vecinos de la isla, precisamente a la hora que se dijo había sido cometido el crimen, y esta prueba me mantenía tranquilo respecto de las consecuencias que pudieran desencadenarse.

Me introdujeron en el cuarto donde habían depositado el cadáver, y yo me acerqué al ataúd. ¿Cómo explicar las sensaciones que experimenté al ver el cuerpo que yacía en su interior? Siento de nuevo el horror que me acometió entonces. Todo, interrogatorio, magistrado, testimonios, absolutamente todo dejó de tener importancia para mí al ver en el féretro el cuerpo sin vida de Henry Clerval. Me arrojé sobre él, gritando:

- ¡También a ti, mi querido Henry, han llegado mis criminales maquinaciones! ¡Dos de mis seres queridos han sido ya destruidos, y hay otras víctimas aguardando a que se cumpla el mismo destino! Pero tú, Clerval, buen amigo, mi benefactor ...

Pocos seres humanos son capaces de soportar tales golpes sin conmocionarse. Tuve que ser sacado de la habitación, presa de terribles convulsiones. La fiebre apareció, y durante dos meses estuve a las puertas de la muerte. Según me contaron después, mis delirios eran divagaciones en las que me acusaba de la muerte de William, de Justine y de Clerval. Suplicaba a mis cuidadores que me ayudasen a destruir al monstruo causa de mis tormentos, y en algunos momentos sentía como si los dedos de éste atenazasen mi garganta, lo que me hacía gritar despavorido. Por fortuna, en los delirios hablaba en mi propio idioma, que sólo el señor Kirwin comprendía; sin embargo, mis gestos y mis lamentos tenían atemorizados a los testigos.

¿Por qué no abandoné este mundo entonces? Jamás hubo en la tierra hombre más miserable que yo. ¡Oh, cuánto hubiera dado para desaparecer en el olvido y el descanso eternos! Implacable, la muerte arrebataba a los niños de los brazos de sus madres cuando representan todavía su esperanza en el declinar de la existencia; jóvenes esposas y amantes son arrancadas de la vida en lo mejor de su florecer para convertirse en pasto de los gusanos ... ¿De qué materia estaba hecho yo para poder resistir tan terribles y avasalladores bandazos de la vida, que aumentaban, uno tras otro, mis torturas?

Estaba condenado a vivir. Al cabo de dos meses de aquel suceso me encontré despierto, como después de un sueño, pero encerrado en un calabozo, yaciendo sobre un catre y rodeado de carceleros, verjas, cerrojos y todo cuanto contribuye a deprimir al reo. Volví de mi sopor por la mañana, y aunque no tenía clara conciencia de lo ocurrido, me atemorizaba la sensación de que algo horrible había sucedido, siendo la causa de que me encontrara en aquella triste situación. Al comprobar, ya más lúcido, donde me encontraba, comprendí perfectamente todo y me puse a llorar amargamente.

Mis sollozos despertaron a una vieja que dormitaba a mi lado, sentada en una silla. Era una enfermera a sueldo, mujer de uno de los carceleros, cuyo rostro expresaba todos los defectos que suelen ser patrimonio de las mujeres de su condición. Sus facciones eran duras como las de las personas acostumbradas a contemplar los espectáculos más terribles sin sentir nada. El tono de su voz expresaba una total indiferencia, y cuando se dirigió a mí, hablándome en inglés, lo reconocí como uno de los que protagonizaban mis delirios.

- ¿Estás ya mejor? -me preguntó.

Yo le respondí, en su idioma y con una voz todavía muy débil:

- Creo que sí. Pero si cuanto ha ocurrido es verdad, si no es el producto de un mal sueño, siento de veras pertenecer todavía al mundo de los vivos y padecer tanta miseria.

- Si te refieres al caballero asesinado, desde luego más te valdría haber muerto, porque no creo que lo pases muy bien. A mí eso no me importa nada. Se me ha enviado a cuidarte y cumplo con mi obligación como es debido. Eso deberían hacer todos.

Volví el rostro, dominado por la repugnancia que experimentaba ante aquella mujer capaz de pronunciar tales frases, vacías de todo sentimiento hacia alguien a quien había salvado de muerte para abocarle a otra mucho peor. Me sentía tan débil que no podía reflexionar sobre lo sucedido. Sin embargo, en mi mente fueron sucediéndose todas las etapas de mi vida, una tras otra y como en un sueño. Tanto fue así, que llegué a dudar de la veracidad de todo aquello, puesto que ahora lo recordaba sin la fuerza de la realidad.

El esfuerzo que supuso revivir tales escenas tuvo como resultado un aumento considerable de la fiebre, y pronto la oscuridad volvió a reinar a mi alrededor. No había nadie que me dirigiera una palabra amable para tranquilizarme, nadie que me alargara su mano amiga ofreciendo algún apoyo. Apareció el médico y recetó algunas pócimas, que la vieja preparó para que ingiriera; pero la indiferencia que mostró él, unida a la grosería de ella, destruyeron todo el valor que sus actos pudieran tener. ¿Quién podría estar interesado en el futuro de un asesino, aparte del verdugo que cobraría por ejecutarle?

Muy pronto supe que, gracias a las muestras de afecto hacia mí dadas por el señor Kirwin, se me había instalado en el mejor calabozo de la prisión (¡cómo estarían los demás!), y que también había sido él quien decidió ponerme bajo los cuidados de una enfermera y un médico. Es cierto que no me hacía frecuentes visitas, porque a pesar de querer reducir en lo posible los sufrimientos de un ser humano, no le agradaba presenciar la angustia y los desvaríos de un asesino. Cuando iba a verme lo hacía para asegurarse de que estaba bien atendido, y sus visitas eran muy breves y distanciadas.

Yo iba mejorando poco a poco, y un día me sentaron en una silla. Estaba lívido y mis ojos permanecían fijos, dominado como me sentía por el dolor, y desmoralizado por la reciente desgracia que había vivido. Hasta llegué a pensar que lo mejor sería declararme culpable del asesinato, y así sufrir las consecuencias de una confusión menos inocente que la de Justine. Seguí dando vueltas a esta idea, cuando se abrió la puerta, dando paso al señor Kirwin. Su rostro expresaba simpatía y compasión; cogió una silla y se sentó.

- Temo que este lugar le sea muy desagradable -me dijo, en francés-. ¿Puedo hacer algo para mejorar un poco su estancia aquí?

- Se lo agradezco vivamente -respondí-. Pero esto tiene muy poco valor para mí. No hay un lugar en el que pueda sentirme a gusto.

- Me doy perfecta cuenta de que la simpatía de un extraño no representa mucho para alguien que, como usted, sufre una tan anormal desgracia. De todos modos, tengo la esperanza de que pronto podrá abandonar la cárcel, porque no dudo de que nos será fácil demostrar su inocencia.

- Eso es algo que me importa muy poco. Por una serie de circunstancias, a cuál más extraordinaria, soy el más desgraciado de los mortales. ¿Puede significar un mal para mí la muerte, cuando llevo ya tanto tiempo viéndome perseguido y martirizado sin cesar?

- Ciertamente que nada peor podía haberle ocurrido. Es arrojado usted a esta playa, famosa por su hospitalidad, por un azar, y se le detiene y acusa de asesinato nada más al llegar, además, por si esto no fuera suficiente, luego se le lleva en presencia del cadáver de su mejor amigo, asesinado sin que nadie sepa como, y al parecer puesto en su camino por algún enemigo suyo.

Las palabras del magistrado me produjeron una gran sorpresa, puesto que parecían tener un fundamento lógico y seguro. Debí manifestar extrañeza, porque el señor Kirwin se apresuró a añadir:

- Cuando usted cayó enfermo me entregaron todos los papeles que llevaba encima, y yo los he estado estudiando con gran cuidado para tratar de averiguar quién era su familia y rogarles su ayuda. Entre ellos encontré varias cartas, una de las cuales procedía de Ginebra y era de su padre. Le escribí inmediatamente y ahora, transcurridos ya dos meses ... ¡Pero está usted temblando! No le creo en condiciones de soportar tan gran agitación.

- Continúe, se lo ruego. Esta incertidumbre es peor que cualquier acontecimiento desgraciado. Dígame, si ha ocurrido una nueva desgracia y qué muerte tendré que lamentar ahora.

- Su familia está perfectamente bien -respondió el señor Kirwin; calmosamente-, y alguien, un amigo suyo, ha venido a visitarle.

No sé como pude asociar esas palabras a la disparatada idea de que el asesino había tenido la audacia de venir a burlarse de mi pena por la muerte de Clerval, y a exigirme el cumplimiento de sus deseos; pero lo que ocurrió es que lo pensé así, y en consecuencia empecé a gritar:

- ¡No, no quiero verle! ¡Aléjenlo de mí! ¡Por Cristo crucificado, no le dejen entrar!

El señor Kirwin me miró lleno de perplejidad, pues evidentemente mis exclamaciones no podían ser más que otro indicio de culpabilidad. Luego, en un tono algo severo, dijo:

- Joven, hubiera creído que la presencia de su padre le habría producido otro tipo de reacción.

- ¡Mi padre! -grité-. ¿Es cierto que está aquí mi padre? ¡Cuánto se lo agradezco! ¿Dónde está? ¿Por qué tarda tanto en venir a verme?

Al tiempo que pronunciaba estas palabras, mis rasgos se dulcificaron y mi angustia se convirtió en alegría, lo cual hizo que el señor Kirwin quedara agradablemente sorprendido al ver el cambio de actitud que yo había operado. Lo más probable es que pensara que mis gritos de angustia se debían a una vuelta momentánea a mi pasado y a mis delirios, porque adoptó de nuevo su aire benévolo. Seguidamente, se levantó y salió del calabozo, llevándose a la enfermera, para hacer entrar a mi padre.

Nada podía proporcionarme mayor alegría en aquellos momentos que la visita de mi progenitor. Extendí, pues, mis brazos hacia él y exclamé:

- Padre, ¿estáis todos bien? ¿Y Elizabeth? ¿Y Ernest?

Mi padre me tranquilizó con su seguridad y me habló de mis cosas queridas, tratando con ello de disminuir mi decaimiento ... Pronto se daría cuenta de que un calabozo no es lugar propicio para albergar sentimientos alegres ...

- ¿En qué sórdido lugar has caído, hijo? -dijo, mirando a su alrededor y reparando en la ventana enrejada-. Iniciaste un viaje en busca de la felicidad, pero parece ser que la fatalidad te persigue. ¡Y el pobre Clerval ...!

El nombre de mi amigo, tan infortunado y ahora muerto, me agitó convulsivamente. Acabé por llorar de dolor.

- ¡Ay, padre mío! -le respondí-. No hay duda de que mi destino es horrible. Y por lo visto tendré que sufrirlo implacablemente porque, de lo contrario, habría muerto el día que vi el cadáver de Henry.

No nos dejaron hablar durante mucho tiempo, pues el precario estado en que me encontraba no lo permitía. El señor Kirwin entró en la celda e insistió en recordarnos que no debía forzar mis energías con demasiadas emociones. Con todo y ser esto cierto, la aparición de mi padre me ayudó mucho a recuperar parte de mis fuerzas.

A medida que la enfermedad me iba abandonando, se apoderó de mí una profunda tristeza, que nada parecía poder disipar. La imagen de Clerval, destrozado y lívido, estaba siempre presente en mi pensamiento, produciéndome un decaimiento tan acusado que hacía temer a mis amigos una recaída grave. Me preguntaba constantemente el por qué de sus esfuerzos para salvar una vida miserable como la mía, y la única respuesta plausible era que lo habían hecho para que se cumpliera mi destino, que ahora estaba llegando. ¡Muy pronto la muerte acabaría con mis desgracias y me libraría de la angustia que destrozaba mi corazón, dándome también el descanso que tanto deseaba! Sin embargo, la muerte aún estaba muy lejos de cruzarse en mi camino, a pesar de lo ardientemente que deseaba yo me llegara. Permanecía durante largos ratos completamente silencioso ansiando que ocurriese algún suceso que me aniquilase o alguna catástrofe.

El momento en que debía ser juzgado se aproximaba, como conclusión de aquellos tres meses pasados en la cárcel. El día señalado, a pesar de lo débil que me encontraba, fui conducido a unas cien millas de distancia, hasta la ciudad donde debía celebrarse el proceso. Mi defensa había sido preparada por el mismo señor Kirwin, magistrado que también se encargó de reunir cuantos testimonios en favor mío fuesen necesarios. Se me ahorró la vergüenza de verme juzgado públicamente, ante un tribunal, porque se comprobó que en el momento de ser hallado el cuerpo de Clerval yo estaba en las islas Orkneys. Por eso, además, quince días después era puesto en libertad.

Mi padre apenas dominaba la alegría de verme absuelto de tal acusación y respirando de nuevo el aire fresco, pero yo no era partícipe de sus sentimientos. Para mí no había diferencia alguna entre las paredes de una celda y las de un lujoso palacio, pues ambos sitios me eran igualmente odiosos. La copa en que debía beber la vida estaba envenenada para siempre, y aunque el sol siguiese luciendo su esplendor para todo el mundo, yo sólo veía a mi alrededor la más impenetrable de las oscuridades, apenas rota por el fulgor de cuatro pupilas: unas veces las de Henry, negras, casi cubiertas por unos párpados rodeados de largas pestañas y a medio cerrar por la muerte; otras, las del monstruo, nubladas y acuosas, según las vi por primera vez en mi laboratorio de Ingolstadt.

Los intentos de mi padre por avivar mi sensibilidad con palabras y recuerdos eran constantes. Me decía que pronto volvería a ver a Elizabeth y a Emest, me hablaba de Ginebra ... Pero todo esto me amargaba todavía más. En ocasiones sentía verdaderas ansias de volver a recuperar mi antigua dicha, sobre todo cuando pensaba en mi adorada prima, invadido por la melancolía; o bien, cuando me devoraba la maladie du pays, deseaba ardientemente volver a ver el lago azul y el rápido Ródano, que tanto había admirado en mi juventud. Pero la mayoría de las veces mis sentimientos estaban incapacitados por el estupor, y cuando así sucedía, todo era lúgubre a mi alrededor. Estos largos períodos de apatía se interrumpían con otros, afortunadamente más cortos, de angustia y desesperación; durante ellos me asaltaba la tentación de poner fin a mi existencia, lo cual obligaba a mis amigos a mantenerme bajo una vigilancia constante, para evitar que pudiese cumplir lo que me proponía.

Sin embargo, había algo que me impedía llegar a ese fin. Tenía un deber que cumplir, y era volver a Ginebra para proteger a los míos y esperar serenamente al asesino que vendría a arrebatármelos. Quizá con un poco de suerte encontrara su escondite; o bien, si se atrevía a presentarse otra vez ante mí para molestarme, intentaría destruirle. Mi progenitor trataba de aplazar el regreso a nuestro país, temiendo que no pudiera soportar la dureza del viaje. En aquel entonces yo no era otra cosa que un núsero despojo humano; las fuerzas que poseía me habían abandonado, la piel se pegaba a mis huesos, dándome el aspecto de un esqueleto, y la fiebre acometía contra mi débil constitución con alarmante reiteración.

Hablaba a mi padre con tanto calor e insistencia de nuestra vuelta a Ginebra, que por fin hizo comprar los pasajes para un buque que zarpaba con destino a El Havre-Grace. Salimos de Irlanda un buen día, cuando ya había anochecido ... Soplaba buen viento y yo, que me hallaba en el puente contemplando las estrellas y escuchando el rumor de las olas, bendije aquella oscuridad que me impedía ver tan nefastas costas. Esperaba con febril impaciencia el día en que vería nuevamente a mi familia. El pasado me parecía una horrible pesadilla, aunque el barco, el viento que lo empujaba, el mar y las costas de Irlanda, todo me recordaba que había sido una triste realidad y que Clerval, mi entrañable amigo, había sucumbido a manos del ser creado por mí mismo. Reviví en el pensamiento toda mi existencia, desde el tiempo transcurrido con mi familia en Ginebra, antes de la muerte de mi madre, hasta mi partida para Ingolstadt; pero este recuerdo fue ensombrecido por el del loco entusiasmo que me incitó a la creación de mi propio enemigo, y volví a ver el momento en que empezó a vivir como si estuviera sucediendo otra vez. Ya no pude recordar más, porque me sentí invadido por extraños sentimientos y, sin poder remediarlo, prorrumpí en amargo llanto.

Durante toda mi convalecencia había adquirido la costumbre de tomar una pequeña dosis de láudano, con objeto de descansar mejor. Aquella noche, deprimido por la reavivación de tales recuerdos, tomé una doble cantidad con la confianza de que así podría conciliar el reparador sueño que tanto necesitaba. Pero el descanso no me proporcionó el ansiado respiro, porque tuve horribles pesadillas. Una de ellas consiguió sobrecogerme, hacia el amanecer, pues sentí las garras del monstruo atenazarse alrededor de mi garganta, sin que yo pudiera desasirme. Ante los gemidos que yo emitía y lo inquieto de mi sueño, fui despertado por mi padre, que permanecía en constante vigilancia. Las olas golpeaban los costados del barco y el cielo era completamente gris, pero del monstruo no había el menor rastro por parte alguna. Entonces pude darme cuenta de que aquello era una pequeña tregua, que me proporcionaría un poco de tranquilidad y olvido antes de verme enfrentado con el inevitable futuro que me esperaba. ¡Cuán susceptible es la mente humana a estas sensaciones, aun cuando se halle bajo los terribles efectos que a mí me aquejaban en aquellos momentos!

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