Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Vigésimo

Un anochecer, me encontraba en mi laboratorio esperando que la luna asomara por entre las aguas, pues la luz era demasiado débil para poder trabajar, y dudando sobre si sería más conveniente seguir trabajando para acabar lo antes posible o retirarme a descansar. De pronto, en mitad de tales reflexiones, di en calcular las posibles consecuencias de mi obra. Tres años antes había creado un monstruo cuya malignidad me había sumido en la desesperación, llenando mi mente para siempre de los mayores remordimientos; y ahora me encontraba a punto de dar la vida a un nuevo ser, cuyas características futuras permanecían en el más completo incógnito. Podía suceder que este ser que estaba creando fuese mil veces peor que su compañero, y que encontrara placer en el crimen por el crimen mismo. El monstruo me había jurado abandonar la vecindad del hombre si le proporcionaba una compañera; pero ésta no había podido hacerlo todavía, y era probable que cuando se viera siendo un ser capaz de razonar por sí mismo, rehusase cumplir una cosa acordada sin su consentimiento. También cabría otra posibilidad y es que al verse se odiasen mutuamente teniendo en cuenta que el monstruo ya existente odiaba su propio aspecto. ¿No sería lógico, por tanto, que llegase a odiarlo todavía más al tenerlo frente a sus propios ojos y en forma de mujer? Del mismo modo, ella podía percibirse de la belleza superior del hombre. Y si ella le abandonaba, él se encontraría otra vez solo y su exasperación no tendría límites al verse rehuido por un ser de su misma especie.

Pero aún había mucho más. Suponiendo que ella aceptase abandonar Europa y acompañarle hasta los desiertos del Nuevo Mundo, uno de los primeros resultados de esta decisión y de sus demoniacos anhelos sería el nacimiento de hijos, lo cual daría lugar a que se propagara sobre la tierra una raza que haría la vida del hombre sumamente peligrosa. ¿Tenía yo algún derecho a considerar únicamente mi interés y a lanzar esta maldición sobre generaciones venideras: Las argucias del ser creado por mí habían llegado a conmoverme, y sus infernales amenazas a impresionarme; pero ahora, la insensatez de mi promesa se me aparecía con toda clarividencia. Me asusté ante la posibilidad de que hubiera generaciones enteras de hombres que me maldijeran como causante de su desgracia, como ser egoísta que había comprado su propia tranquilidad al precio de los sufrimientos de la humanidad.

Creí desfallecer cuando, al levantar la cabeza para respirar mejor, vi al monstruo en el quicio de la puerta, iluminado por la luz de la luna. Estaba lívido, y su rostro se contraía en una horrible mueca, mientras me asaeteaba con sus ojos. Venía a contemplar los progresos hechos en mi trabajo. Era verdad, me había seguido, deambulando por los bosques y escondiéndose en cuevas, y ahora aparecía para comprobar la veracidad de mi misión y exigirme cumplirla hasta el final.

Sus rasgos, al mirarme, expresaban perfidia y malicia. por mi mente cruzó como un rayo la idea de que mi promesa suponía una locura, y en un arrebato de emoción destrocé todo el trabajo realizado. Al verme hacer aquello el monstrUo profirió un alarido demoniaco, de desesperación por la destrucción de aquello en lo que él había puesto todas sus esperanzas, y también de vengativa amenaza. Luego se fue.

Salí de mi laboratorio, cerrándolo con llave y haciéndome el firme propósito de no volver a comenzar tan aborrecible tarea. Mis piernas apenas me sostenían, por lo que me retiré a mi dormitorio. Estaba solo, sin nadie cerca de mí para consolarme y liberarme de la opresión que suponían mis horribles pensamientos.

Estuve durante dos horas asomado a la ventana, contemplando el mar. Sus aguas permanecían casi inmóviles, apenas acunadas por la leve brisa. Lo más relevante del paisaje era la silueta de unos botes de pesca, la voz de cuyos ocupantes ofrecía el único murmullo que se podía apreciar. Tan profundo era el silencio, que sólo me di cuenta de él cuando mis oídos percibieron el rumor de unos remos. Pocos momentos después oí crujir la puerta de la choza, como si alguien intentase abrirla despacio.

Al presentir la identidad de mi visitante estuve a punto de pedir socorro a mis vecinos más próximos; pero no pude hacerlo, porque el terror paralizaba mis miembros. Era algo muy similar a la sensación de impotencia que se experimenta a veces en algunas pesadillas, cuando se quiere huir de algún peligro y nuestros miembros no obedecen, pareciendo como si nuestros pies estuvieran pegados al suelo.

Unos pasos apagados resonaron en el corredor, y finalmente se abrió la puerta de mi alcoba, apareciendo en ella, tal como yo me había temido, el monstruo. Se acercó donde yo estaba, y en un tono de voz extremadamente apagado, dijo:

- Has destruido tu obra. ¿Qué es lo que te propones? ¿Vas a faltar a tu palabra? Sabes que he pasado miseria sin fin. Salí de Suiza tras de ti, me arrastré por las orillas del Rin, trepé por las colinas inglesas y viví largo tiempo en los desiertos de Escocia. He soportado hambre, sed y frío ... ¿Y todo para que ahora tú te atrevas a destrozar mis esperanzas?

- ¡Márchate! Sí, me niego rotundamente a cumplir lo que en un momento de debilidad te prometí. ¡Jamás crearé otro ser de tu especie!

- ¡Esclavo! -rugio-. Intenté razonar contigo y lo único que demuestras es ser indigno de mi condescendencia. Recuerda que me has creado poderoso. Sí, ahora te consideras desgraciado, pero piensa que yo puedo hacerte mucho másinfeliz todavía. Tú eres mi creador, pero yo soy tu dueño. ¡Obedéceme!

- Estás equivocado. La hora de mi indecisión ha pasado, lo mismo que la de tu poder. Tus amenazas no conseguirán que lleve a cabo un acto tan demencial como el que me pides, porque son la confirmación de lo correcto de mi negativa. ¿Cómo puedo dar vida, fríamente, a un ser que gozará con el mal? ¡Vete ya! Mi decisión es firme, y tus palabras sólo consiguen exasperarme más de lo que estoy.

El monstruo pudo confirmar el rigor de mi decisión con la expresión que mi rostro le ofrecía al hablar de ese modo, y rechinando los dientes en su impotencia, dijo:

- Uno tras otro, todos los seres de la creación van encontrando su compañera. Cada bestia encuentra con quien aparejarse. Sólo yo tengo prohibido este sentimiento natural. Cuando amé a alguien, él me hizo objeto de su desprecio. ¡Tú, el hombre, me odias! Pero escúchame bien y no olvides lo que voy a decirte. Pasarás cada minuto de tu vida en constante temor, y muy pronto caerá sobre ti la piedra que destruirá definitivamente tu dicha. ¿Habías creído que te permitiría ser feliz mientras yo me veía consumido por los pesares? Podrás anular todas mis pasiones, pero no la sed de venganza que me ahoga. Sí, la venganza sera la mas querida de mis pasiones. La preferiré a la luz del día, a mi propio sustento. Es posible que yo muera, pero antes que esto suceda, tú, mi creador y mi verdugo, maldecirás la luz del sol que será testigo de tu desdicha. Soy poderoso porque nada tengo que perder. Te lo advierto, voy a vigilarte como la víbora a su presa antes de destruirla. ¡El mal que me has hecho te pesará dolorosamente!

- ¡Calla, demonio infame! No envenenes el aire con tus abyectas palabras. Te he comunicado mi decisión y nO soy tan cobarde como para rendirme ante tus amenazas. Soy inexorable.

- Bien, me iré. Pero antes recuerda estas palabras: estaré contigo en tu noche de bodas.

Al oír esto, salté iracundo sobre él, gritando:

- ¡Villano! ¡Traidor! Antes de que firmes mi sentencia de muerte, ponte tú mismo a salvo.

Me disponía a atacarle, pero me esquivó con facilidad y abandonó la choza precipitadamente. Instantes después podía verle a través de la ventana, surcando las aguas a bordo del bote, como una exhalación. No tardó en perderse entre las olas.

El silencio imperaba de nuevo, pero el eco de sus palabras martilleaba en mis oídos. Me exasperaba la impotencia de no poder seguirle para hundirle en el océano. Recorría a grandes zancadas la habitación, mientras en mí imaginación se sucedían mil imágenes a cuál más cruel. ¿Por qué no le había seguido para entablar con él un combate mortal? Le había visto marchar hacia tierra firme, y el pensamiento de quién sería la primera de sus víctimas me hizo temblar ... Estaré contigo en tu noche de bodas. ¡Ese era el plazo que me había concedido para que mi destino se fijara de una vez! ¡Ese era el momento elegido por él para mi ejecución! Comprendí que sólo entonces saciaría el odio que me profesaba. La idea de ver a mi amada Elizabeth horrorizada y desesperada ante el espectáculo de mi destrucción en manos del monstruo, me desesperaba. Decidí caer sobre mi enemigo y entablar con él una dura lucha.

La noche murió, apareció el sol, y con su calor mis sentimientos se calmaron un poco, si es que puede llamarse calma a la sola desesperación, exenta ya de ira. Salí de la choza y vagué por la playa mirando aquel océano que se me antojaba como una muralla infranqueable entre mis semejantes y yo. ¡Ojalá lo hubiera sido! Mi único deseo entonces era permanecer allí, lejos de todos, hastiado, pero libre de nuevas desgracias. Sabía que si regresaba sería para ver morir a mis seres más queridos, o para ver mi propio sacrificio oficiado por el demonio a quien yo mismo había dado la vida.

Erré por la isla como un alma en pena, sufriendo en mi soledad hasta que, cerca ya del mediodía, me eché en la hierba vencido por el sueño y el cansancio. Dormí y esto me permitió que al despertar estuviese en condiciones de volver a reflexionar sobre cuanto había ocurrido, ahora con algo más de serenidad. Pero las palabras del monstruo no cesaban de resonar en mis oídos; eran para mí como la campana tocando a muerto. Todo aquello parecía un sueño, aun cuando tuviera la precisión de la realidad.

El sol estaba muy alto cuando vi que se acercaba un bote de pesca guiado por un hombre, que saltó a la playa y me entregó un paquete con varias cartas de Ginebra y una de Clerval. Henry me rogaba que volviese a reunirme con él, puesto que los días transcurrían sin ningún atractivo desde que nos habíamos separado. Decía también que los amigos de Londres le habían escrito, pidiéndole que regresara para ultimar las negociaciones que habían iniciado con motivo de su futuro viaje a la India. Viéndose en la necesidad de partir, y creyendo que su viaje se vería complicado por otro más largo, me rogaba le dedicara el tiempo que pudiera antes de su marcha. Para ello, decía, yo podía abandonar de inmediato la isla y reunirme con él en Perth, desde donde descenderíamos juntos hacia el sur. Todo suponiendo, desde luego, que yo estuviese dispuesto a hacerlo. Esta carta fue para mí como una explosión de vida, y decidí partir dos días después.

No obstante, antes de mi marcha era preciso que recogiera los instrumentos que había traído, lo cual representaba entrar otra vez en el laboratorio, triste escenario de mis desgracias. Al amanecer del siguiente día, reuní el valor necesario y penetré en el lugar. Los restos de la criatura que había estado a punto de crear estaban esparcidos por el suelo, y por un momento creí ver un cuerpo humano destrozado en vida. Me detuve por algunos instantes, y luego, con manos temblorosas, fui cogiendo todos los útiles de los que me había valido. Entonces caí en la cuenta de que si dejaba aquel ser allí levantaría las peores sospechas de mis vecinos, por lo cual pensé que lo mejor sería arrojar aquellos restos al mar, colocándolos en un cesto lleno de piedras. Esperé la llegada de la noche sentado en la playa, limpiando y embalando mi instrumental.

Mis sentimientos habían cambiado por completo desde que hablara con el monstruo. Hasta entonces me había sentido esclavo de mi desesperante promesa, pero ahora parecía como si la venda que cubriera mis ojos durante tanto tiempo hubiese caído, siéndome por fin permitido ver con claridad. La idea de reanudar mis trabajos no volvió a asaltarme, a pesar de la amenaza que las palabras del monstruo contenían. Estaba completamente convencido de que no volvería a crear jamás un ser semejante, y me daba perfecta cuenta de que había estado a punto de cometer una atrocidad, la más abyecta que imaginarse pueda. Todo mi empeño lo ponía en evitar que mis pensamientos me llevaran a otra conclusión distinta de ésta.

La luna salió entre las dos y las tres de la madrugada. Entonces coloqué el cesto en mi bote y me hice a la mar. Estaba todo perfectamente solitario, a excepción de algunas pequeñas embarcaciones que se dirigían hacia la playa y que me obligaron a tomar el rumbo contrario al suyo, con objeto de alejarme de ellas. Me daba la sensación de estar cometiendo un crimen horrible, y procuraba ansiosamente evitar cualquier encuentro que pudiera impedirme realizar mis propósitos. Esperé un momento, hasta que la luna se escondió tras una nube, y lancé mi carga al mar. El gorgoteo del agua se oyó durante unos minutos, y cuando dejó de percibirse me alejé de aquel lugar. El cielo se había nublado poco a poco, pero el aire, aunque frío, era puro a causa de la brisa que comenzaba a soplar. Esto me reanimó y me dio una sensación tan agradable, que decidí permanecer embarcado. Dejé el timón fijo, y cuando las nubes ocultaron la luna por completo me tendí en el bote. El rumor de las aguas al chocar contra la quilla me sumió, al fin, en un profundo sueño.

Cuando desperté pude ver el sol en lo alto del cielo. El viento soplaba ahora con violencia, y las olas hacían peligrar constantemente mi frágil embarcación. Como consecuencia de esto me había apartado del rumbo que debía seguir, y ahora no me quedaba otro remedio que dejarme llevar por el viento, cosa que no me produjo ninguna satisfacción. No disponía de brújula y aquella región era poco conocida para mí, por lo que el sol mal me podía servir de guía. Así pues, corría el riesgo de verme lanzado al furioso Atlántico y de padecer en él toda clase de penalidades, dominado como estaba por aquellas olas que me zarandeaban caprichosamente. Hacia ya mucho que permanecía en el mar, y el hambre y la sed me atormentaban. Al mirar al cielo lo vi cubierto de negras nubes que desaparecían con el viento, pero para ser inmediatamente sustituidas por otras; al mirar al mar vi en él mi tumba. ¡Amigo mío -me dije- tu misión en este mundo se ha cumplido! Pensé en Elizabeth, en mi querido padre y en Clerval, abandonados a la inmunda criatura que saciaría en ellos su pasión vengadora. La idea quedó clavada en mi mente hasta hacerme olvidar mi precaria situación. Me vi abocado a una situación moral que, todavía hoy, me hace estremecer.

Transcurrieron algunas horas hasta que el viento amainó y se convirtió en una suave brisa. El mar también se apaciguó, quedando tan sólo una marejada que me producia mareos y no me permitía sostener el timón con mucha seguridad. Finalmente, al sur, pude ver la línea oscura de una costa. Estaba tan completamente agotado por la fatiga y la incertidumbre, que aquella repentina e inesperada aparición me hizo derramar lágrimas de alegría.

¡Con qué facilidad varían nuestros sentimientos y qué extrañamente nos aferramos a la vida en momentos de desesperación! Hice una vela con parte de mis ropas y me esforcé en dirigir la embarcación hacia aquella costa. Esta tenía un aspecto algo salvaje y estaba llena de riscos; pero conforme me iba acercando a ella, pude distinguir que también había prados cultivados y algunas barcas ancladas en la orilla, todo lo cual me demostró que estaba llegando a la civilización. Examiné todos los accidentes del litoral hasta que distinguí el puntiagudo campanario de una iglesia, sobresaliendo por detrás de un promontorio. Apurado por mi extrema debilidad, decidí poner rumbo hacia aquella dirección. Tenía conmigo algo de dinero, y sin duda en aquel lugar encontraría con qué reponer fuerzas. Súbitamente, al rodear el mencionado promontorio, pude ver un pequeño pueblecito con un bonito puerto, al que me dirigí lleno de alegría por haberme librado de una situación tan desesperada.

Mientras amarraba el bote y recogía las velas, un grupo de gente se fue reuniendo cerca de mí. Parecía sorprenderles mi aparición; pero en lugar de ayudarme, murmuraban palabras y gesticulaban de tal forma; que en circunstancias normales me hubiera sentido alarmado. Pude discernir que hablaban en inglés, por lo que me dirigí a ellos en su propio idioma.

- ¡Amigos! -dije-. ¿Tendrían la amabilidad de decirme el nombre de este pueblo y en qué región me hallo?

- Pronto lo sabrá -respondió un hombre, bruscamente-. Y hasta es posible que haya llegado usted a un lugar que no le plazca en absoluto. Puedo garantizarle, sin embargo, que su opinión sobre el particular no ha de valerle mucho.

Me sorprendió la respuesta, dicha por un extraño y en ese tono; pero el aspecto poco tranquilizador de sus compañeros me desconcertó todavía más.

- ¿Por qué me responde de modo tan grosero? -le pregunté-. Estoy seguro que no es costumbre habitual entre los ingleses recibir así a los extraños que llegan a sus costas.

- No sé las costumbres de los ingleses -dijo el hombre-, pero sí que los irlandeses odian a los criminales.

La gente que me rodeaba había aumentado durante el transcurso de este extraño diálogo, y sus caras eran una mezcla de curiosidad e irritación que me dejó perplejo. Pregunté por la posada, pero nadie me contestó. Al intentar avanzar para dirigirme al pueblo y buscarla, el murmullo de la gente y su actitud me hicieron retroceder. Un hombre de aspecto poco tranquilizador se me acercó, diciendo:

- Venga conmigo, señor. Le llevaré hasta la casa del señor Kirwin, a quien explicará usted algunas cosas.

- ¿Quién es el señor Kirwin? ¿Por qué tengo que darle cuenta de mis acciones? ¿Acaso éste no es un país libre?

- Desde luego señor, es un país libre, pero sólo para gentes honestas. El señor Kirwin es el magistrado, y lo que usted debe explicarle es algo referente a la muerte de un caballero que anoche encontramos asesinado.

Esta respuesta me desconcertó por completo, aunque no me intranquilicé. Yo era inocente, y no creía tener dificultad alguna en demostrarlo; así es que seguí al hombre hasta una de las más hermosas casas de la ciudad. Mi aspecto era extremadamente penoso, y la debilidad casi no permitía que me sostuviera en pie; sin embargo, ante aquellas gentes creí preferible aparentar fortaleza para que no tomaran mi flaqueza como prueba de mi culpa. ¿Qué poco imaginaba yo la calamidad que poco después habría de anonadarme, sumergiendo en horror y desesperación todo el temor a la ignominia y a la muerte!

Llegado a este punto debo hacer una pausa, pues preciso de todo mi valor para continuar recordando los angustiosos acontecimientos que tuvieron lugar, y que te relataré con toda minuciosidad.

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