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Capítulo Décimo Noveno
La primera etapa de nuestro viaje era Londres, y en esa bella ciudad decidimos permanecer algunos meses. Oerval deseaba frecuentar la compañía de los hombres de talento que la habían hecho famosa; pero para mí eso tenía un interés muy secundario, pues mi primera y única preocupación era hacerme con los datos suficientes para comenzar mi trabajo. Así pues, me dispuse a hacer uso inmediato de las cartas de presentación que llevaba conmigo, dirigidas a los naturalistas más famosos del país.
Si este viaje lo hubiera efectuado en mis primeros años de estudiante, me habría proporcionado un placer inenarrable; pero ahora pesaba sobre mi cabeza una horrible maldición, por lo que el único motivo de que me entrevistase con aquellos grandes sabios era el deseo de obtener la información que tanto precisaba y que tan sólo ellos podían facilitarme. La simple relación con otras personas carecía de atractivo para mí, porque mi mente estaba llena de mil cosas distintas. Unicamente Henry me tranquilizaba y me alegraba, aunque la paz que yo vivía cuando estábamos juntos era tan engañosa como transitoria. Por el contrario, las alegres caras de las gentes desconocidas avivaban la amargura de mi situación. Entre yo y mis semejantes se alzaba una infranqueable muralla, salpicada con la sangre de William y de Justine, y cuando pensaba en los tristes acontecimientos protagonizados por estas dos personas, mi alma se llenaba de una angustia terrible.
En Clerval veía la imagen de lo que yo mismo había sido antes de mi tragedia, es decir, un ser al que todo le parecía digno de interés y que deseaba ardientemente adquirir experiencia y sabiduría. El comportamiento de los ingleses, tan distinto del nuestro, era para él una fuente inagotable de instrucción y diversión. Fiel a un propósito concebido tiempo atrás, mi buen amigo tenía proyectado visitar la India, convencido de que el conocimiento que tenía de sus diversas lenguas, junto con los estudios que había realizado sobre sus distintas sociedades, le serían de mucha ayuda para colaborar al progreso de la colonización y el comercio europeos. El convencimiento de que solamente en Inglaterra podría ver satisfecho su sueño le tenía ocupado todo el día, y su único motivo de preocupación era mi constante estado de tristeza y pesar. Yo trataba de ocultarle cuanto podía mis sufrimientos, en un intento de que él pudiera disfrutar plenamente de los placeres naturales que nos ofrece la vida cuando entramos en una nueva faceta de la misma, y firme en mi propósito, rehusaba acompañarle a muchos lugares pretextando algún compromiso. Entretanto, había empezado a reunir los materiales que me eran precisos para mi trabajo, lo cual me proporcionaba nuevas torturas. Cada pensamiento dedicado a mi tarea, cada palabra pronunciada con relación a ella, me hacían temblar y conseguían que mi corazón latiese anormalmente.
Habían transcurrido algunos meses de nuestra estancia en Londres, cuando un día recibimos una carta de un amigo escocés que tiempo atrás nos había visitado en Ginebra. Elogiaba las bellezas naturales de su país, y nos preguntaba si ellas y sus palabras serían motivo suficiente para que prolongáramos nuestro viaje hacia el norte, hasta Perth concretamente, donde él residía. Clerval se mostró entusiasmado con la invitación, y aunque para mí cualquier relación social resultase aborrecible, me dejé vencer por el deseo de contemplar otra vez los montes y los ríos, maravillas con que la Naturaleza adorna sus lugares favoritos.
Habíamos llegado a Inglaterra a primeros de octubre y estábamos ya en febrero; así pues, decidimos empezar nuestro viaje un mes más tarde. En lugar de seguir la ruta de Edimburgo, optamos por ei camino que nos permitiera visitar Windsor, Oxford, Matlock y los lagos de Cumberland, para llegar a nuestro destino a finales de julio. Así pues, preparé todos mis instrumentos químicos y los materiales que había ido obteniendo con objeto de acabar mi obra en cualquier olvidado rincón de Escocia.
Dejamos Londres el 27 de marzo, y pasamos unos pocos días en Windsor, paseando y admirando sus hermosos bosques. Aquel era un paisaje del todo nuevo para unos montañeses como nosotros, por lo que los robles, la abundancia de venados y los frondosos bosques constituyeron un espectáculo desconocido.
Luego partimos hacia Oxford, donde con sólo ver sus murallas revivió en nuestra imaginación el recuerdo de los importantes acontecimientos que habían tenido lugar allí, un siglo y medio atrás. En esta ciudad fue donde Carlos I de Inglaterra reunió a sus tropas, y donde encontró la única muestra de fidelidad para su causa, cuando todo el país le abandonaba con objeto de unirse al Parlamento y bajo la bandera de la libertad. La rememoración de aquel desgraciado monarca y de sus compañeros, el amable Falkland, el insolente Goring, la reina, su hijo, ptocuraban un interés a cada rincón de la villa. El espíritu de aquella época parecía no haberse borrado, y fue para nosotros motivo de sumo placer encontrar el rastro de cada una de sus andanzas. Pero, aun cuando estos sentimientos no hubieran bastado a la imaginación, el aspecto de la ciudad en sí poseía la suficiente belleza como para ganar nuestra admiración. Así nos lo demostraron los antiguos y pintorescos edificios de la Universidad, las hermosas calles y el delicioso curso del Isis, que corre por los prados y se extiende hasta un tranquilo lago, espejo de torres y veletas enmarcadas por los árboles centenarios que lo circundan.
El goce que me produjo admirar aquel paisaje no disminuyó mi amargura, y ello tanto por causa del recuerdo del pasado como por el pensamiento del sombrío futuro que se abría a mis ojos. Había sido educado para disfrutar de una felicidad tranquila; durante mi infancia y mi juventud nunca había tenido oportunidad de sentir descontento por nada, y si alguna vez el ennui, el aburrimiento me había atrapado en sus redes, la simple contemplación de las bellezas naturales y el estudio de la excelente obra del hombre, junto con la flexibilidad de mi espíritu, lo alejaban de mí al instante. Sin embargo, ahora era como un árbol herido por un rayo de amargura, y me creía obligado a vivir para mostrar lo que muy pronto dejaría de ser, es decir, un miserable ejemplo de humanidad derrotada, tan digno de compasión para los demás como intolerable para sí mismo.
Pasamos varios días en Oxford, recorriendo sus rincones y tratando de identificarlos con las pasadas épocas de la historia de Inglaterra. A veces, todas estas exploraciones nuestras nos llevaban muy lejos de la ciudad. Visitamos la tumba del ilustre Hampden, y el campo donde el patriota sacrificó su vida. Por un momento, mi alma se vio libre de sUS viles terrores al admirar las ideaS de libertad y el desinteresado sacrificio de unas gentes, que aquellos lugares evocaban sin cesar. Por un momento rompí las cadenas que me ataban y pude contemplar con espíritu libre todo cuanto me rodeaba; pero los grilletes de tales cadenas se habían clavado en mi carne, y pronto volví a caer, tembloroso y apesadumbrado, en implacable pesimismo.
Abandonamos Oxford con un sincero pesar, y partimOS para Matlock. El paisaje que rodea esta ciudad es parecido al de Suiza, aun cuando todo es a escala reducida y las verdes colinas no soportan el peso de las nevadas cimas de los Alpes, que en mi país pueden verse siempre por detrás de los montes. Visitamos la gruta y el museo de Historia Natural, donde las curiosidades están expuestas del mismo modo que en Servox y Chamonix. Este último nombre me hizo temblar al oírselo pronunciar a Henry, pues trajo a mi memoria la horrible escena con el monstruo que allí había tenido lugar, y salí apresuradamente de Matlock.
Proseguimos nuestro viaje hasta Derby, siempre siguiendo la ruta hacia el norte, y de allí llegamos a Cumberland y Westmoreland, donde pasamos un par de meses como si nos halláramos entre las montañas de Suiza. Me complacía contemplar las pequeñas manchas de nieve en lo alto de los montes, los abundantes lagos y la violencia de los torrentes pedregosos, tan familiares para mi. Allí entablamos algunas relaciones que casi consiguieron devolverme una poca de felicidad y que encantaron a Clerval, más predispuesto a esas cosas que yo. Su talento se ponía de manifiesto cuando estaba en contacto con hombres de genio, demostrando así que su valía era muy superior cuando no tenía que contrastarla con seres inferiores a él.
- Sería capaz de pasarme aquí toda la vida -me dijo-. Entre estas montañas casi no echo de menos Suiza y el Rin.
No obstante, se daba perfecta cuenta de que la vida del viajero implica también sinsabores. Su propósito le obliga a marchar, y cuando el cansancio le hace detenerse en algún lugar, a la hora de abandonarlo no puede hacerlo sin pena. El afán de nuevas cosas que atraen su atención y que ha de abandonar cuando encuentra otras novedades le atormenta. Apenas habíamos visitado los diversos lagos de Cumberland y Westmoreland, y entablado lazos de amistad con algunos de sus habitantes, cuando tuvimos que abandonarlo todo y proseguir nuestro viaje, empujados por la invitación de nuestro amigo escocés. Yo no experimenté un gran pesar, porque había olvidado un poco el motivo que gobernaba mi vida y temía que esta negligencia acarrease la ira del monstruo. Pensé que quizá estuviera en Suiza y que desencadenara su odio contra mi familia, idea que me perseguía atormentándome constantemente. Esperaba la llegada del correo con verdadera angustia, y si había algún retraso, ello me producía un desasosiego que no se calmaba hasta ver la firma de Elizabeth o de mi padre al pie de las cartas, cuyo contenido no me atrevía a leer normalmente; por miedo a lo que dijera. Otras veces me obsesionaba la idea de que el monstruo me iba siguiendo y, ante el retraso en el cumplimiento de mi promesa, se vengaba asesinando a mi compañero. En estas ocasiones no dejaba solo a Henry ni por un instante, le seguía como si fuese su sombra y acudía con él a todos los sitios con el propósito de defenderle de las iras del ser monstruoso y destructor. Mi conciencia me martirizaba como si hubiese cometido un crimen, y si bien es verdad que no lo había cometido, no lo es menos que yo mismo había atraído la mortal maldición que sufría, tan terrible como el mismo asesinato.
Cuando llegamos a Edimburgo, yo vivía influenciado por estos pensamientos, que me incapacitaron para contemplar las hermosuras de la ciudad. A Clerval pareció gustarle menos que Oxford, aunque la belleza y regularidad de la parte nueva de la ciudad, el romántico castillo y los alrededores, formados por los más bellos parajes del mundo, como la Silla de Arturo, la fuente de San Bernardo y las montañas de Pentland, le compensaron de la antigüedad de Oxford y le llenaron de alegre admiración.
Yo estaba impaciente por llegar al término de nuestro viaje. Salimos de Edimburgo tras una estancia de una semana, Y cruzamos Coupar y Saint Andrew. Luego, bordeando la 0ril1a del Tay, llegamos por fin a Perth, donde nuestro amigo nOS estaba aguardando. Mi humor no era el propicio para charlar y bromear, ni tampoco para participar en los sentimientos y proyectos que se experimentan y forjan con el entusiasmo que reina entre amigos. Lógicamente, pues, le dije a Clerval que deseaba efectuar la gira por Escocia completamente solo.
- Disfruta cuanto puedas -dije- y que sea aquí donde volvamos a reunirnos después de nuestra separación, que puede durar dos meses aproximadamente. No trates de averiguar dónde estoy, por favor. Déjame disfrutar de la solitaria paz por algún tiempo. Cuando regrese, me encontrarás más optimista y más dispuesto a compartir tus goces.
Henry intentó disuadirme por todos los medios, pero al ver mi empeño por llevar aquel deseo adelante, dejó de insistir. Me rogó tan sólo que le escribiese con frecuencia.
- Sabes que preferiría acompañarte en tu solitario vagabundeo -me explico-, y dejar a estos escoceses a quienes apenas conozco. Date prisa, querido amigo, y vuelve pronto para que tu compañía pueda llenar el vacío que produce el estar lejos de nuestro país.
Tan pronto me hube separado de mi amigo, busqué un lugar adecuado donde poder terminar mi trabajo en completa soledad. Estaba seguro de que el monstruo habría venido tras de mí, y que se presentaría pronto para hacerse cargo de su compañera.
Con este convencimiento recorrí las tierras altas de Escocia, y escogí uno de los islotes de las Orkneys como escenario de mi labor. El lugar estaba perfectamente de acuerdo con mis proyectos, pues no era mucho más que una roca cuyos flancos soportaban constantemente el batir de las olas. El suelo de la isla era yermo casi por completo y apenas daba pasto para CUatro miserables vacas, además de una poca cantidad de aVena para sus habitantes, cinco míseras personas cuyos secos miembros eran testimonio palpable de su escasa participación en los bienes terrenales. Las verduras y el pan, así como el agua potable, eran lujos que debían traerse de tierra firme, a cinco millas de distancia.
En toda la isla había tan sólo tres chozas, una de las cuales fue la que alquilé porque estaba vacía al llegar yo allí. Constaba de dos habitaciones, en las que la extrema miseria había dejado huellas indelebles. El tejado estaba hundido, las paredes no habían sido encaladas nunca, y la puerta colgaba fuera de sus goznes. Ordené todo lo necesario para que la repararan, y después de comprar algunos muebles me instalé en ella. Si los vecinos no hubiesen estado indiferentes a todo, por causa de su miseria, hubieran considerado mi llegada allí con sorpresa; pero no fue así, y gracias a ello pude vivir entre aquellas gentes sin temor a sentirme vigilado. Incluso recibieron sin ninguna muestra de agradecimiento las ropas y la comida que mandé distribuir. ¡Cuánto debilita el sufrimiento la capacidad de sentir!
Aislado en aquel refugio, consagraba las mañanas al trabajo y por las tardes, si el tiempo lo permitía, me dedicaba a pasear por la pedregosa playa, escuchando el murmullo de las olas. Aquella era una escena monótona, pero que ofrecía constantes y pequeñas variaciones. Pensaba a menudo en Suiza, tan distinta de aquel lugar depriménte y recordaba SUS montes, sus viñedos, el reflejo del sol en las aguas de sus lagos suavemente agitadas por el viento, o al menos así me lo parecía ahora, cuando veía la violenta brusquedad con que las gigantescas olas del océano chocaban contra los riscos.
Así transcurrieron bastantes días, pero los progresos que hacia en mi laboratorio convertían mi trabajo en algo cada vez más repugnante y difícil de proseguir. El entusiasmo que otrora me permitió llevar adelante mis primeras experiencias había desaparecido, y ahora veía con exactitud lo espantosO de mi ocupación. Entonces me animaba un propósito exaltado, y mis ojos se negaban a ver el horror de los detalles; ahora en cambio, tenía que desarrollar mi tarea fríamente, sin ningún entusiasmo, y me veía incapaz de dominar el asco que me producían mis manos al manejar lo necesario para cumplirla.
Como es lógico, mi ánimo empezó a decaer al hallarme en tal situación, aislado como estaba de cualquier otra ocupación que pudiera distraerme. Me encontraba intranquilo, muy nervioso, y a cada instante aumentaba el temor de encontrarme en presencia de mi perseguidor. A veces, si estaba sentado con la vista fija en el suelo, temía levantar los ojos por miedo a encontrarme cara a cara delante de él. Ni siquiera me atrevía a alejarme de mis pocos vecinos para evitar que el monstruo me hallase solo cuando viniera a reclamar a su compañera.
En los momentos en que estas sensaciones me dejaban libre, trabajaba intensamente con objeto de alcanzar un punto bastante avanzado. Deseaba ardientemente la conclusión de mi tarea, sin atreverme a poner en duda la validez de su resultado. Pero la impaciencia que sentía estaba mezclada con oscuros presentimientos, que me hacían desfallecer con su sola idea.
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