Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Décimo Octavo

Después de mi regreso a Ginebra, las semanas fueron transcurriendo, día tras día, sin que pudiera encontrar el suficiente ánimo como para empezar mis trabajos. Temía la venganza del odioso ser si no cumplía lo que le había prometido, pero me era imposible vencer la repugnancia que me producía entregarme a la actividad que me había impuesto. Me di cuenta de que no llegaría a crear una hembra de la misma especie que el monstruo, sin dedicar antes muchos meses al estudio y a la investigación. Había oído hablar de ciertos descubrimientos hechos por un sabio inglés, que me serían imprescindibles si deseaba alcanzar el éxito, y por ello pensé en pedir permiso a mi padre para visitar Inglaterra. A pesar de ello, me aferraba a cualquier acontecimiento, por pequeño que fuera, para justificar el retraso del viaje. Mi salud, antes tan precaria, se había restablecido considerablemente; y mi ánimo, antes tan decaído, se elevaba cuando mi mente no estaba sometida a la morbosa influencia del recuerdo de mi promesa. Mi padre observaba este cambio con satisfacción, y procuraba suprimir cuanto creía la causa de mi desasosiego. Por mi parte, cuando me asaltaba el pesimismo, me refugiaba en la más completa soledad; pasaba días enteros navegando por el lago, y mi única actividad era observar el cielo y escuchar el murmullo de las aguas, que parecían inamovibles e indiferentes a todo. El aire puro y el brillo del sol me animaban en parte, y permitían que, al volver a casa, recibiese los saludos de todos mis amigos con gran alegría.

Un día, cuando regresaba de una de estas excursiones, mi padre me llamó a su gabinete y me dijo:

- Mi querido hijo, me siento realmente feliz al observar que has recobrado gran parte de tu vitalidad. Con todo, no pareces ser absolutamente dichoso, y a veces incluso huyes de nuestra compañía. He meditado muchísimo acerca de esto, haciendo toda clase de suposiciones, y por fin ayer se me ocurrió algo que, de ser cierto, te pido me lo confirmes con toda franqueza, porque una reserva por tu parte sólo conseguiría traemos disgustos a todos.

Temblé al oír sus palabras, pensando que podía haber descubierto mi secreto, pero él continuó:

- Debo decirte, hijo mío, que siempre he deseado que se realizara tu matrimonio con nuestra querida Elizabeth, pues ese iba a ser el apoyo de mi felicidad en los días que me queden de vida. Os queréis desde vuestra infancia, estudiasteis juntos y parecéis tener las mismas preferencias. Pero el hombre es a veces tan ciego, que quizá yo creí contribuir mejor a la realización de mi plan, cuando lo que en realidad estaba haciendo era destruirlo por completo. Es muy posible que consideres a tu prima como a una hermana, y que no desees en absoluto verla convertida en tu esposa. También puede ser que hayas posado tus ojos en otra mujer, que estés enamorado de ella y que, al considerarte ligado a Elizabeth por una cuestión de honor, sufras al buscar una salida honorable a tal problema.

- Querido padre, no debes preocuparte por eso. Amo a mi prima con ternura y sinceramente. Nunca vi otra mujer que fuera capaz de encender en mi corazón la llama que Elizabeth aviva. No deseo otra cosa para mi futuro que unirme a ella en matrimonio.

- Oírte hablar así, Víctor, me hace experimentar un placer olvidado desde hace muchos años. Si tus sentimientos son como dices, llegaremos a ser de nuevo felices, a pesar de lo que hayamos podido sufrir durante estos últimos tiempos. Mi mayor deseo sería verte perder esta tristeza que te consume y que me dijeras si quieres celebrar vuestra boda inmediatamente. Hemos padecido grandes desgracias, hijo mío, que nos han alejado de la necesaria tranquilidad que precisan mis años y mi estado de salud. Eres joven y posees una fortuna considerable, por lo cual no creo que el matrimonio sea incompatible con los planes que hayas forjado para tu futuro. Al decirte esto no deseo en modo alguno influir en ti para adelantar el acontecimiento. Quiero que mis palabras expresen tan sólo la ilusión por verte de nuevo feliz, y te ruego que me contestes con sinceridad.

Había estado escuchando lo que mi padre decía, y por unos momentos me vi incapaz de responder. En mi cabeza bullían toda clase de pensamientos, a través de los cuales me esforzaba por entrever algo claro. ¡Dios mío! Ante la sola idea de llegar a una unión inmediata con Elizabeth, mi mente se horrorizaba. Estaba atado por una promesa que aún debía cumplir y que no me atrevía a romper porque, de hacerlo, una multitud de desgracias caerían sobre mí y los míos. Por otra parte, ¿acaso era posible festejar un acontecimiento tan maravilloso mientras sobre mi cabeza pendía el filo de tan terrible secreto? Primero era preciso que cumpliera con lo prometido y dejara que el monstruo se alejase con su compañera a otras latitudes. Luego podría entregarme sin reserva al feliz momento de una unión de la que tanto esperaba.

Pero otro factor a tener en cuenta era el viaje que debía hacer a Inglaterra, aunque también podía intercambiar correspondencia con el sabio inglés, con objeto de obtener los datos imprescindibles para mi trabajo. Pero esto último era en extremo lento e incompleto. No obstante, lo que más influía en mi decisión era que sentía un reparo enorme a trabajar en la misma casa de mi padre, manteniendo con él y con los demás el habitual trato familiar de siempre. Sabía que el hecho de permanecer en el hogar paterno podía ser causa de que se produjera algún acontecimiento que hiciera descubrir las terribles actividades conmigo relacionadas. Además, durante mi trabajo me vería frecuentemente asaltado por pérdidas de dominio de mí mismo, que sin duda alguna no podría disimular. Así pues, llegué a la conclusión de que era preciso abandonar a los míos, por el bien de todos. Luego, una vez cumplida mi promesa, me vería libre del monstruo para siempre, e incluso era posible (¡cómo me complacía pensar esto!) que ocurriese algún accidente que le destruyese, con lo cual acabaría para siempre la esclavitud a que me veía sometido.

Por lo tanto manifesté a mi padre mis deseos de visitar Inglaterra, poniendo buen cuidado en no exponerle el verdadero propósito de dicho viaje y en demostrarle el interés suficiente para que diese su consentimiento con facilidad. El largo período de melancolía que me había asaltado, y que aún no había perdido por completo su intensidad y sus efectos, hicieron que su decisión no fuese difícil. El esperaba que este viaje me devolviera a ellos totalmente restablecido, puesto que era algo que yo quería hacer voluntariamente.

La duración de mi ausencia quedaba fijada por mí mismo, aunque yo creía que no pasaría de un año. Por su parte, mi padre había tomado una decisión muy paternal: la de proporcionarme un compañero de viaje. El y Elizabeth, sin contar para nada conmigo, habían persuadido a Clerval para que se reuniese conmigo en Estrasburgo. Esta decisión contrariaba mis planes, pues yo hubiera preferido estar solo; pero por lo demás la agradecía, porque la compañía de mi mejor amigo haría menos penosa la primera parte de mi viaje, evitándome muchas horas de reflexiones angustiosas. Quizá la presencia de Henry lograra que el monstruo se inmiscuyera menos en mis proyectos, ahorrándome la desagradable experiencia de estar solo y expuesto mucho más fácilmente al indudable control que pretendería ejercer sobre los progresos que yo hiciese en mis trabajos.

Así pues, partí hacia Inglaterra habiendo decidido de antemano que mi boda con Elizabeth se celebraría inmediatamente después de mi regreso. Mi padre, influido por su avanzada edad, era remiso a cualquier retraso; y yo mismo me sentía alentado por algo lo suficientemente valioso como para desear ansiosamente la llegada del momento en que se pudiera celebrar dicha ceremonia. Sí, porque aquél sería el día en que, libre de mi promesa, podría estrechar finalmente entre mis brazos a mi adorada Elizabeth, y olvidar así mi triste pasado.

Hice los preparativos para el viaje, no sin verme asaltado por una sorda angustia. Dejaba a mi familia en completa ignorancia, a merced del monstruo y sin protección contra los ataques que en él provocaría la desesperación de mi partida. No obstante, había prometido seguirme adonde yo fuese, por lo que era muy posible que viniese también a Inglaterra. Esta idea era espantosa, pero me tranquilizaba por lo que representaba de seguridad para los míos. Me resigné pronto a tener que dejarme llevar por mis inclinaciones del momento, por lo menos mientras fuese esclavo de la horrible criatura creada por mí. De este modo creía poder contar firmemente con que ésta me siguiera donde quiera que yo fuera, y eso libraría a mi familia de sus propósitos.

Abandoné otra vez mi país a finales de septiembre. La idea del viaje y la decisión de hacerlo eran personalmente mías, por lo que Elizabeth se resignó, no sin experimentar una ligera angustia ante los sufrimientos que yo pasaría estando lejos de ella. Su preocupación por mi bienestar había sido la causa de que me viera acompañado por Clerval, aunque ella sabía muy bien que el hombre no se da cuenta de mil pequeños detalles que sólo una mujer sabe satisfacer. Seguramente hubiera querido rogarme que acortara la duración del viaje, pero sujeta como estaba a un cúmulo de emociones diversas, sólo pudo ofrecerme una silenciosa despedida, los ojos llenos de lágrimas.

Me introduje precipitadamente en el interior del coche que me alejaría de mi hogar, sin saber apenas adónde me dirigía y sin preocuparme por lo que ocurría a mi alrededor. Apesadumbrado por mis cavilaciones, pasé por lugares de belleza incomparable, que mis ojos no fueron capaces de apreciar. Mi pensamiento se centraba en el motivo de mi viaje y en el triste y repugnante trabajo que tendría que realizar mientras durase mi ausencia. Pasados unos días, en los que me hallé sumido en una absoluta indolencia, llegué a Estrasburgo y esperé a mi amigo Clerval por espacio de dos días. Por fin llegó. ¡Qué diferencia había entre ambos! Ningún espectáculo ofrecido por la naturaleza le era indiferente. En él, la avidez y el entusiasmo desbordaban. y cuando contemplaba el amanecer o el cálido brillar del sol disfrutaba del todo. Me señalaba cualquier detalle, como el cambiante color del paisaje o el aspecto del cielo.

- ¡Esto es vivir, querido amigo! -decía-. Ahora es cuando disfruto de la vida, de lo que la existencia tiene de maravilloso. ¿Y tú, mi estimado Frankenstein, por qué estás tan abatido?

En realidad, mi ensimismamiento era tan grande que no me daba cuenta del paso de un color a otro, o de la aparición de la primera estrella, o de los reflejos del sol naciente sobre las aguas del Rin. Seguro que te divertiría mucho más, mi querido amigo, el relato que podría hacer Clerval; él observaba cuanto le rodeaba con los ojos de la felicidad, no como el ser desgraciado y perseguido por la maldición que yo era.

Habíamos tomado la decisión de descender en barco por el Rin, desde Estrasburgo hasta Rotterdam, donde encontraríamos pasaje para Londres. El viaje costeaba pequeñas islas, llenas de sauces y preciosas ciudades. Nos detuvimos una jornada entera en Manheim, y después de cinco días de viaje, llegamos a Maguncia. En este punto el curso del río es mucho más pintoresco, porque va serpenteando entre colinas no muy elevadas, pero sí cortadas y escarpadas, de cuyos riscos cuelgan castillos en ruinas y rodeados de oscuras selvas. Esta parte del Rin ofrece una constante variación, y en ella pueden verse tanto montañas llenas de precipicios como bosques tupidos y castillos ruinosos, mientras que el río serpentea por entre innumerables recovecos. De pronto aparecen verdes prados, dorados viñedos, y el curso del río ya no cesa de deslizarse suavemente, bañando las pobladas ciudades que cruza.

Era la época de la vendimia, y mientras íbamos en el barco, llegaba a nuestros oídos el canto de los vendimiadores, tan alegre que yo mismo me sentí invadido por la dicha y olvidé mis lúgubres pensamientos. Tendido en la cubierta, con los ojos puestos en el cielo azul, me embebía de aquella dulce tranquilidad tanto tiempo extraña para mí. Si estas eran mis sensaciones, ¿cómo serían las de Henry? Se creía transportado al reino de las maravillas, y gozaba de una felicidad que a pocos hombres les es dado disfrutar.

- He podido contemplar -me dijo- los más bellos paisajes de nuestra tierra; he visitado los lagos de Lucerna y de Uri, donde las montañas nevadas descienden casi hasta el agua, proyectando sus oscuras sombras en ella y llegando a sobrecoger el espíritu de quienes no alegran la vista con las brillantes y verdes islas que salpican sus contornos; he admirado el lago agitado por la tempestad y el viento levantando remolinos de agua; he visto a las olas chocar violentamente contra las rocas de las montañas, allí donde perecieron el monje y su amada, cuyas voces en petición de socorro pueden escucharse todavía, según se dice, cuando ruge el viento; me he sentido empequeñecido por las montañas de La Valais y del País de Vaud ... Pues bien, estos lugares me seducen aún mucho más. Las montañas de Suiza son majestuosas, pero este río ostenta un encanto que no creo tenga parangón. Fíjate en aquel castillo que cuelga al borde del abismo, y en aquel otro, casi oculto por el follaje de los árboles; mira ese grupo de vendimiadores, caminando entre los viñedos hacia aquel precioso pueblo casi escondido tras la ladera ... No hay duda de que el espíritu que reina en estos lugares es más propicio al hombre que aquel que guarda los hielos de los picos inaccesibles de nuestras montañas.

¡Ah, Clerval, mi más querido amigo! ¡Todavía gozo, ahora, con el recuerdo de tus palabras de entonces, y te colmo de las alabanzas que tan justamente mereces! Henry era una persona formada en el auténtico espíritu de la poesía de la naturaleza. Su fogosa imaginación se compaginaba con una sensibilidad extrema, su alma desbordaba afecto, y su amistad llena de devoción era de esas que tan sólo se buscan en el mundo de la fantasía. Pero la simpatía humana no bastaba para dar satisfacción a su espíritu. El espectáculo de la naturaleza, que para otros era motivo de simple admiración, para él era motivo de la mayor pasión.

La estruendosa catarata
le conmovía como una pasión: la roca elevada,
la montaña, y el bosque umbrío y profundo,
sus colores y sus formas, eran para él
un anhelo; un sentimiento y un amor
que no requerían de otros encantos
producto de la imaginación, o cualquier otro motivo
que no le ofrecieran sus ojos.

¿Dónde estará ahora? ¿Acaso he perdido para siempre a tan gentil y encantador ser? Aquella mente tan llena de hermosas ideas y de fantásticos pensamientos, capaces de dar colorido propio al mundo personal de su creador, ¿acaso había perecido? ¿Quizá ya sólo existe en mi recuerdo? Aunque tu materia, tan bellamente forjada, hubiera desaparecido, tu espíritu estaría todavía consolando a tu infeliz y desdichado amigo.

Perdona este estallido de dolor, querido amigo; estas míseras palabras apenas son el pequeño tributo que puedo dedicar al incomparable valor de Henry, aunque ciertamente me sirven de consuelo cuando le recuerdo. Mas debo continuar mi relato.

Nos alejamos de Colonia para descender a las llanuras de Holanda, y una vez allí decidimos continuar el viaje en una silla de postas, pues el viento nos era desfavorable y la corriente demasiado lenta para poder ayudarnos.

A partir de aquel momento, el viaje perdió todo el atractivo que hasta entonces había tenido merced a la magnificencia de los paisajes que habíamos admirado. En unos pocos días llegamos a Rotterdam, desde donde embarcamos para Inglaterra. Al fin, una diáfana mañana de finales de diciembre pudimos ver los blancos acantilados de la isla británica. Las orillas del Támesis nos ofrecieron un espectáculo distinto, pues aunque llanas parecían fértiles, y casi todas las aldeas que allí anidaban guardaban el recuerdo de algún acontecimiento histórico. Vimos el fuerte Tilbury, que nos hizo recordar a la Armada Invencible española, y también Gravesend, Woolwich y Greenwich, ciudades de las que ya había oído hablar en mi país.

Por último contemplamos los innumerables tejados de Londres, entre los que destacaban la cúpula de San Pablo y la no menos famosa Torre de Londres, tan plena de recuerdos para la historia de Inglaterra.

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