Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Décimo Séptimo

Así habló el repugnante monstruo, mientras me miraba con sus ojos clavados en los míos, esperando una respuesta a su proposición. Yo estaba perplejo y era incapaz de ordenar mis ideas para medir el alcance de sus palabras.

- Tienes que crear una hembra -prosiguió-, con la que yo pueda vivir e intercambiar las muestras de afecto de las que no quiero prescindir. Sólo tú puedes conseguirlo. Tengo el derecho de pedírtelo.

La última parte de su relato había despertado mi cólera, poco antes desvanecida al oírle contar su pacífica vida entre los habitantes de la cabaña. ¡Pero esto ya era demasiado! Su proposición hizo que el odio volviera a aflorar en mi espíritu.

- ¡Me niego rotundamente a secundarte! -le contesté-. Y debo decirte que no hay tortura en el mundo que me obligue a obedecerte. Podrás convertirme en el hombre más desgraciado de la tierra, pero lo que no conseguirás nunca es convertirme en un desalmado, en un ser despreciable a mis propios ojos. ¿Cómo crees que podría crear un ser tan miserable como tú, para que juntos sembrarais el terror en el mundo? ¡Márchate! Esa es mi respuesta. Aunque me tortures, jamás consentiré.

- Estás completamente equivocado -respondio-. Quiero tratar contigo esta petición, no intento conseguir nada con amenazas. Mi maldad es consecuencia de mi desgracia, de mi infelicidad. ¿No comprendes que mi perversidad es producto del constante desprecio que me hacen todos? Mi mismo creador no dudaría ni un momento en destruirme. Reflexiona, pues. ¿Cómo puedo ser generoso con los demás si los demás se muestran implacables conmigo? Si tú me precipitaras por estos barrancos helados, o me destrozaras con tus manos, ¿verdad que no lo considerarías un crimen? ¿Por qué, pues, he de respetar yo a quien me desprecia? Haz que el hombre, en vez de odiarme, me acepte e intercambie conmigo sus bondades, y verás que en lugar del mal puedo atraer sobre él toda clase de benefiCios y bendiCiones. Pero sé muy bien que esto no puede realizarse, porque los sentimientos que animan al hombre son un muro invencible para nuestra unión. Yo no estoy dispuesto a someterme a la esclavitud más abyecta. Vengaré todas las injurias que se me hagan, y si no puedo inspirar amor, inspiraré terror. Y es a ti, creador y enemigo, a quien empiezo jurando odio eterno. ¡Tú lo has querido? Escucha bien. He de forjar tu destrucCión, pero no de una manera rápida, sino lenta, pausadamente, para que puedas maldecir en más de una ocasión la hora en que viniste al mundo.

Dijo estas palabras poseído de un furor endemoniado, contrayendo su rostro en una horrible mueca nunca vista por un ser humano. Al cabo de unos segundos, esta expresión desapareció de su cara, y siguió diciendo:

- Estoy dispuesto a razonar. Sé bien que la cólera que siento me perjudica más que me favorece. Aunque no lo creas, tú eres la causa de mi mal. Si alguien fuera capaz de sentir benevolencia hacia mí, se la devolvería cien veces mayor. por esa única criatura, para agradar a ese ser, sería capaz de hacer las paces con la humanidad entera. Mas esos sueños no podrán realizarse nunca. Mi propuesta no carece de lógica y no es nada extraordinario para ti el satisfacerla. Quiero una criatura de sexo femenino tan horrible como yo. Creo que eS lo menos que puedo pedir, y con ser tan poca cosa, bastará para satisfacerme. Es verdad que seremos dos monstruos, dos seres distintos de cualquier persona humana; pero eso es precisamente lo que nos unirá. Nuestras vidas podrán no ser felices, pero lo que si serán es inofensivas y estarán, sobre todo, libres de la miseria y del padecimiento que hoy me aquejan. Y tú, mi creador, puedes hacer realidad este deseo. Permíteme que esta sea la única cosa por la que pueda ofrecerte mi agradecimiento. ¡Haz que por lo menos un ser vivo sienta simpatía y amor por mí! Es el único favor que te pido.

Sus palabras me conmovieron, pero al pensar en las terribles consecuencias que mi consentimiento podía acarrear, temblé de miedo. Veía claramente que muchos de sus argumentos eran justos y razonados puesto que su relato y sus palabras demostraban fehacientemente que era capaz de concebir sentimientos refinados. Por mi parte, ¿podía negar que'todo creador debe tratar de hacer feliz a su criatura? Al darse cuenta del giro que habían tomado mis pensamientos, añadió:

- Si consientes en realizar mi petición, ni tú ni ningún ser humano sabrá de nosotros jamás. Nos iremos a las regiones inhabitadas de América del Sur. Mi alimento no es el del hombre, puesto que no me es preciso matar un cordero para comer; me bastan las nueces y las moras. Mi compañera, pues, al ser de mi misma condición se contentará con lo mismo. Nuestro lecho serán las hojas secas, y el sol brillará para nosotros al igual que para los demás seres, haciendo crecer y madurar nuestros alimentos. Podrás ver que mis deseos respiran tranquilidad y humanidad; sólo tú, por afán de poder o por crueldad, puedes negarte a concederme lo que pido. A pesar de la poca consideración que has tenido para conmigo, he visto brillar en tus ojos uha chispa que me hace pensar que sientes compasión por mí. Debes permitirme que aproveche esta oportunidad, que considero favorable para conseguir lo que con tanto ardor deseo.

- Intentas huir de la compañía de los hombres para vivir en la selva, donde las fieras serán tus únicos vecinos -le conteste-. ¿Cómo puedes decir eso tú, que aspiras a la benevolencia? ¿Cómo te será posible vivir en ese destierro, cuando lo que deseas es la amistad y el amor? Tus pasiones se desencadenarán de nuevo, y esta vez contarás con una compañera de infortunio que te ayudará a destruirlo todo. Ya ves que no puedo consentirlo. No me es posible concedértelo.

- ¡Qué variables son tus sentimientos! Hace tan sólo un momento mis lamentaciones te conmovían. ¿Por qué te niegas ahora a complacerme? Te juro por la tierra donde vivo, y por ti, que fuiste quien me creó, que si me das una compañera abandonaré la compañía del hombre para vivir en el lugar más salvaje que exista bajo la capa del firmamento. Mis bajas pasiones me abandonarán, porque tendré quien me dé afecto; y mi vida transcurrirá dulcemente hasta que, en el instante de mi muerte, no tendré motivo de maldecir a quien me dio la vida.

Sus palabras me produjeron un extraño efecto. Sentí conmiseración por él, y hasta empecé a querer consolarle. Pero mis buenos propósitos se diluyeron al contemplar cómo hablaba y se movía aquella repugnante masa. Sentí que mis sentimientos volvían a ser los mismos de antes. Me esforcé en comprender que, si bien no podía tener contacto alguno con él, tampoco tenía ningún derecho a privarle de una parte de felicidad que estaba en mis manos concederle.

- Juras ser inofensivo -le dije-, pero lo haces sin darte cuenta de que has demostrado la suficiente maldad como para inspirar desconfianza. ¿Cómo puedo asegurarme de que todo esto no es una trampa construida por ti mismo para aumentar tu destrucción?

- ¿Qué significan tus palabras? No intentes jugar conmígo. Exijo una respuesta. Si me veo privado de todo lazo de afecto con otro ser como yo, nadie podrá culparme de que en mi pecho sólo se albergue el odio. El amor de otro semejante bastaría para destruir la causa de mi desesperación y hacer posible que me convirtiera en alguien ignorado por todos. Si soy perverso es porque me veo obligado a vivir en la soledad que aborrezco; por tanto, la consecuencia de que mi soledad desaparezca será el renacer de mis virtudes por causa del afecto que me unirá a otro ser. Sentir amor por otro me colocará en el engranaje de la existencia que llevan los demás, y de la que ahora estoy excluido.

Durante unos momentos permanecí reflexionando sobre cuanto me había explicado y sobre la validez de sus argumentos. Pensé en que las virtudes que él poseía habían desaparecido cuando sus protectores le maltrataron, y calculé la potencia de sus amenazas. Evidentemente, una criatura de su constitución, que podía vivir en cuevas heladas y ocultarse en los riscos inaccesibles al hombre, era un ser con el que sería muy difícil competir. Por fin, después de meditar sobre todo esto, llegué a la conclusión de que debía dar satisfacción a su demanda, por la justicia que se le debía, tanto a él como a mis semejantes.

- Bien, haré lo que me pides -le respondí-. Pero debes prometerme que abandonarás Europa para siempre, así cómo también cualquier otro lugar cercano al hombre, tan pronto como te entregue a tu compañera de destierro.

- ¡Juro por el sol y por el cielo -gritó-, por el amor que arde en mi pecho, que si me concedes lo que tanto anhelo jamás volverás a verme, mientras estos sentimientos existan! Sigue, pues, con tus trabajos, que yo esperaré con ansiedad los progresos que hagas. Y no temas, porque tan pronto como concluyas tu obra, llegaré para llevarme a mi compañera.

Tras estas palabras desapareció de mi vista, temiendo sin dUda que yo cambiara de parecer. Le vi descender por la montaña con la misma rapidez con que el águila traza su Vuelo, y le perdí de vista en las olas de aquel mar de hielo.

Su relato había durado lo que el día; cuando me abandonó, el sol ya se ocultaba tras el horizonte. Tenía que apresurarme en llegar al valle, pues de lo contrario la oscuridad me rodearía completamente. Pero me sentía agobiado y mi caminar era lento; además, debía poner atención en colocar correctamente los pies para no caer despeñado, y esto representaba hacer un gran esfuerzo. La noche estaba muy avanzada cuando llegué al refugio situado a medio camino y caí sentado junto a la fuente. Las estrellas titilaban en el cielo, oculto intermitentemente su fulgor por las nubes al pasar ante ellas; los abetos impresionaban por su altura, aunque de vez en cuando alguno de ellos aparecía muerto a los pies de los demás; en fin, todos estos detalles hacían que la escena adquiriera una gran solemnidad, que provocaba en mí reacciones extrañas. Me eché a llorar amargamente, mientras en un gesto de desesperación exclamé:

- ¡Oh! ¡Estrellas, nubes, viento! Parece que os habéis confabulado para mofaros de mí. ¿Qué os importan mis tormentos? Si en verdad me compadecieseis, me libraríais de recuerdos y dejaríais que me hundiera en la nada. ¡Marchaos lejos y dejadme en las tinieblas!

Sé que éstos eran pensamientos insensatos, pero no puedo explicarte por qué el parpadeo de las estrellas hería mis ojoS y el silbido del viento me parecía ser el siroco que quisiera destruirme.

Llegué a la aldea de Chamonix antes del amanecer, y sin descansar en absoluto emprendí de inmediato el viaje de regreso a Ginebra. No me era posible explicarme a mí mismo las sensaciones que pesaban en mi alma y que casi anulaban mi agonía. En este estado de ánimo llegué a mi hogar, con un aspecto tan huraño y desagradable que despertó la intranqUilidad de los míos. Me sentía totalmente incapaz de responder a sus preguntas, por lo que apenas pronuncié unas palabras de salutación. Tenía la sensación de estar marginado, de ser como un proscrito a quien se le niega, todo derecho al calor humano, prohibiéndosele la compañía de los hombres para toda la eternidad. No obstante, la adoración que sentía por mis semejantes, en lugar de verse disminuida, había aumentado con mi deseo de salvarles, y ello me empujaba a entregarme de lleno, sin demora alguna, a la aborrecible tarea que había prometido realizar. La perspectiva de ocuparme en cualquier otro trabajo circunstancial de la vida se me antojó como un sueño apenas perceptible. Sólo aquella tarea tenía para mí reflejos de realidad.

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